La grieta y los cierragrietas - Fernando A. Iglesias - E-Book

La grieta y los cierragrietas E-Book

Fernando A. Iglesias

0,0
7,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La grieta tiene una dimensión estructural. De este lado, las provincias productivas del centro. Del otro, el Sur desierto y el Norte feudalizado que viven de las regalías y la coparticipación federal. De este lado, los sectores económicos competitivos, principalmente exportadores. De aquel, los expertos en mercados altamente regulados que cazan en el zoológico. Aquí, los empresarios que viven de invertir y de crear trabajo. Allá, los que subsisten a fuerza de subsidios y de negocios con el Estado. Esta dimensión estructural de la grieta no puede salvarse con buenismo ni con ingenuidad. Después de ocho décadas de hegemonía político-cultural peronista, la Argentina tiene acaso la mejor oportunidad de su historia de dejar atrás la decadencia. Pero podría ser también la última, y las variantes sectarias y populistas amenazan con desperdiciarla. Ojalá que este libro aporte algunas ideas que ayuden a evitarlo. Fernando Iglesias

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 157

Veröffentlichungsjahr: 2023

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Fernando A. Iglesias

La grieta y los cierragrietas

Iglesias, Fernando Adolfo

La grieta y los cierragrietas / Fernando Adolfo Iglesias. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-914-5

1. Política Argentina. I. Título.

CDD 320.82

Diseño de portada: Osvaldo Gallese

© 2023. Libros del Zorzal

Buenos Aires, Argentina

<www.delzorzal.com>

ISBN 978-987-599-913-8

Comentarios y sugerencias: [email protected]

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

A Eva

“Las caras a lo largo de la barra

se aferran a su mediocre jornada:

las luces nunca deben apagarse,

la música debe siempre sonar.

Todas las convenciones conspiran

para que este regimiento militar simule

el mobiliario de una casa;

por miedo a que veamos dónde estamos,

perdidos en un bosque de fantasmas,

niños temerosos de la noche

que no han sido nunca felices ni buenos”.

Wystan H. Auden, “September 1st, 1939”.

Índice

Prólogo. Mi mamá tenía razón | 7

1. La paradoja de la grieta | 11

2. Santa Cruz, kilómetro cero | 18

3. Diálogo con quién, dónde y para qué | 23

4. La noche del domingo, la mañana del lunes | 35

5. Una mesa a la que nos sentemos todos(el paradigma cierragrietas: los Pactos de la Moncloa) | 48

6. ¿Casta o grieta? El fenómeno Milei | 57

7. El todoeslomismismo | 77

8. Un país en manos de psicópatas | 83

9. El síndrome de Estocolmo nac & pop | 95

Conclusión. La grieta y sus enemigos | 102

PrólogoMi mamá tenía razón

“No me interesa la política, pero siempre fui antiperonista, porque el peronismo dividió a las familias”. Desde la larga noche de los tiempos, resuenan en mi memoria las palabras de mamá, una gallega generosa que a todos hizo bien y nunca pidió nada a cambio. La frase es el exacto reverso de la de aquel personaje de No habrá más penas ni olvido, de Osvaldo Soriano, que decía que nunca se había metido en política, que siempre había sido peronista. Dos opiniones opuestas basadas en una percepción común: la del peronismo como metapolítica, como metafísica intrínseca a todos los argentinos, como sentido común nacional más cercano al credo que a la Constitución. “¿Peronistas? Peronistas somos todos”, como dijo el simpático General hablando en nombre de toda la Argentina mientras sonreía y les guiñaba el ojo a sus oyentes.

Cuando mi mamá decía que el peronismo había dividido a las familias, se refería a algo que los argentinos de hoy conocemos bien, lamentablemente: hermanos que no se hablan, amistades que se desvanecen, compañeros de trabajo que se odian, prohibición de hablar de política en reuniones familiares o en cualquier otro tipo de evento. Curioso saldo de la acción de un movimiento que se considera custodio de la comunidad organizada y tiene como bandera la unidad nacional.

El rechazo de mi madre es comprensible. Ni ella ni ningún argentino del siglo xx habían visto nada igual. En el país había habido violencia política, represiones, fusilamientos, golpes de Estado y barrabasadas y autoritarismos varios, pero nunca las divisiones políticas habían calado tan hondo en la sociedad como para dividir amistades y familias. Lo primero forma parte de la violencia que caracterizaba a casi todas las sociedades latinoamericanas de aquella época. Lo segundo, a los totalitarismos europeos aparecidos a inicios del siglo xx, de los cuales el peronismo fue la versión local.

La política argentina, buena o mala, democrática o autoritaria, no había irrumpido destructivamente en el terreno privado. Al menos, desde el siglo xix, en los tiempos del primer gran tirano argentino, precursor de Perón en la “línea histórica”: Juan Manuel de Rosas, cuyo retrato preside el escritorio de nuestro actual gobernador de la provincia, Kicillof. El “¡Mueran los salvajes unitarios!” rosista sólo volvió con el surgimiento del peronismo: diez años de experiencia política terminados en una sociedad partida al medio y en el golpe de Estado que dieron, contra Perón, las mismas Fuerzas Armadas cuyo comandante en jefe era Perón y que en 1943 habían dado el golpe con él. En el medio, Navidades rotas y sobremesas terminadas de mala manera entre gente que se quería pero no lograba escapar a la gran picadora de carne nacional y popular argentina. La leyenda familiar registra a mi tío abuelo Pancho —gallego, franquista y peronista— y a mi tío Carlos —argentino, gorila y comunista— saliendo simultáneamente desde la casa familiar hacia las movilizaciones callejeras de las que participaban en bandos enfrentados, y a mi abuela rogándoles que tuvieran la precaución de no matarse entre ellos con la pistolita y el matagatos que llevaban.

Fue sólo el principio. A todos nos tocó presenciar la agudización de la locura y la violencia en los años setenta, cuando una grieta fracturó al propio peronismo y los arcángeles de la patria socialista se agarraron a tiros con los heraldos de la patria peronista; dos bandas igualmente peronistas, fanáticas y violentas. Entonces hubo más de mil asesinatos y desapariciones forzadas bajo el gobierno democráticamente elegido de Isabel; con los Montoneros y la Triple A masacrándose, antes del golpe militar, a fuerza de bomba y metralla. Broche de oro, mi mamá murió en 2015, de manera que también tuvo ocasión de presenciar la gestación de la grieta actual, nacida durante ese conflicto con el campo cuyas raíces se hunden en la vieja tradición peronista: la supuesta batalla contra la oligarquía por parte de los miembros de la peor de las oligarquías, la peronista, que hundió al país.

El campo contra la industria, los morochos contra los rubios, el interior contra la capital, los trabajadores contra la clase media. Fueron innumerables las grietas abiertas por el peronismo en la historia nacional. Entre las más penosas, la que pretendió que la erudición estaba en contra de los intereses populares (“Alpargatas sí; libros no”) y la que postuló que la república era la encarnación de intereses elitistas enemigos de la justicia social. Grietas peronistas, sin excepción, todas ellas, a las que han venido a sumarse las nuevas grietas peronistas-kirchneristas: los descendientes de los pueblos aborígenes contra los hijos de los inmigrantes, los combatientes antipatriarcado lgtb contra los varones heterosexuales, los sedientos habitantes del norte contra los egoístas porteños que riegan helechos en la opulenta capital. Grietas menores que son sólo una sombra en la caverna platónica del verdadero enfrentamiento: la gran grieta nacional que separa al peronismo salvador de la patria de los entreguistas gorilas y cipayos, esa parte despreciable del país que abarca, por lo menos, la mitad.

Las interpretaciones son libres, pero los hechos son sagrados: tres de los cuatro ciclos de gobierno peronistas han terminado en el enfrentamiento de una mitad de la Argentina con la otra mitad y en la invasión del ámbito privado por las cuestiones políticas, una característica típica de las sociedades totalitarias. El argumento peronista es conocido: la grieta surge del odio que generan las conquistas sociales y los derechos ampliados que promueve el peronismo. Si existe una grieta, la culpa les cabe a las siniestras fuerzas gorilas que lo enfrentan. Pero la historia desmiente también esa pretensión. Los sangrientos episodios de la llegada de Perón al país, en Ezeiza, y de su adiós definitivo, en San Vicente, así como la sanguinaria contienda entre los Montoneros y la Triple A y las batallas campales entre las propias bandas sindicales peronistas, demuestran que el peronismo nunca necesitó de ayuda externa para entregarse con entusiasmo a la violencia. Y demuestran también que el heredero del Partido Militar es el peronismo, que desde 1930 participó de todos los golpes militares contra gobiernos no peronistas y fue la fuerza política que tuvo responsabilidades decisivas en la generación de los golpes de 1955 y 1976.

“Nunca me metí en política, siempre fui peronista”. “No me interesa la política, pero siempre fui antiperonista, porque el peronismo dividió al país”. Ambas frases, la del personaje de Soriano y la de mi mamá, resumen el drama de la grieta. El drama de una mitad de la Argentina que se creyó y se cree toda la Argentina —o al menos la única Argentina legítima— y no logra ser feliz ni cuando el partido que vota y apoya gobierna 18 de los últimos 22 años y 28 de los últimos 34. A esa tragedia se agrega el drama de la mitad de la Argentina que no comparte el credo peronista, pero tiene que sufrir las consecuencias del voto peronista y se siente extranjera en su propio país.

1. La paradoja de la grieta1

El debate sobre la grieta reúne todas las condiciones para que a la hora de las conclusiones la cuestión quede aún más oscura que cuando empezó la discusión. Para evitarlo, la primera tentación es la de establecer una definición precisa de la grieta, ya que —como sostenía Bertrand Russell— casi todas las discusiones son discusiones sobre definiciones, que una vez acordadas acaban con los motivos de la discusión. Trágico error. Tiempo perdido. La grieta es una y mil cosas y no es ninguna de ellas. Es uno de esos famosos significantes vacíos que adoptan contenidos multiformes según la preferencia del consumidor. Intentar encontrar un consenso para definirla es imposible por las mismas razones que la crearon y que impiden cerrarla. Cada uno tiene su derecho y su opinión.

La grieta es moral. La grieta es política. La grieta es histórica. La grieta no existe. La grieta es el principal problema que aqueja a los argentinos. Pueden seguirse enumerando posibles definiciones de la grieta hasta el día del Juicio Final o hasta el día del cierre de la grieta, lo que suceda primero. Motivo por el cual este libro seguirá métodos diferentes: el de no tratar de definir la grieta de una vez y para siempre, sino intentar rastrear sus diferentes significados a medida que avanza el análisis y el de preferir el método dialógico para llevar adelante el debate.

De manera que no voy a comenzar por ensayar improbables definiciones, sino por el análisis de las recientes declaraciones del jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (caba) y precandidato presidencial, Horacio Rodríguez Larreta, hechas en ocasión del lanzamiento de su candidatura.

Breve digresión: me parece ya escuchar el coro: “¡No se peleen!”, dice. “¡Si los hermanos pelean, los devoran los de afuera!”, sentencia. Es la paradoja de la grieta, que hace su entrada en escena. Se enuncia así: a menos que todos estemos de acuerdo en que hay que cerrar la grieta, el planteo de quienes quieren cerrarla abre una nueva grieta. No sólo no cierra la anterior, sino que la desplaza al interior de la oposición. A la grieta entre el peronismo y la oposición, se suma ahora la grieta entre los opositores que quieren cerrar la grieta y los opositores que no quieren cerrarla porque creen que es imposible hacerlo en la presente situación. Triste final, la grieta sólo puede cerrarse mediante una decisión unánime sin la cual la denodada labor de los cierragrietas produce nuevas grietas. Contradictorio resultado del sueño húmedo que ha marcado la decadencia argentina y que el maestro Sebreli ha definido con precisión: el delirio de unanimidad, esa peste emocional que tanto nos agrada.

Desde que tengo uso de razón, he presenciado varios episodios de delirio de unanimidad acompañados de peste emocional en que los argentinos —digamos: el 70% de los argentinos— se pusieron de acuerdo y cerraron la grieta. El primero fue a inicios de los años setenta, cuando una amplia mayoría de la sociedad nacional estaba segura de que el regreso del General iba a pacificar el país y lanzarlo hacia un futuro venturoso. “Argentina Potencia”, lo llamaron. Primero ganó Cámpora, y después la fórmula Perón-Perón sacó el 62% de los votos, récord jamás superado. Ese gobierno, el más votado en la historia por los argentinos, fue por lejos el peor gobierno democráticamente elegido de la historia nacional: colapso del Plan Gelbard, Rodrigazo, inflación galopante, triplicación de la pobreza en dos años, enfrentamiento terrorista entre los Montoneros y la Triple A, bombas, asesinatos, ejecuciones sumarias, primeras desapariciones, listas negras, exilios, censuras, proscripciones. Y con ellos, caos, indignación y terreno allanado para el desembarco de la peor de las dictaduras. Porque a lo muy malo suele seguir lo peor.

Y entonces tuvo lugar el segundo gran consenso nacional que cerró la grieta entre argentinos: el de que la subversión debía ser derrotada a cualquier costo, principio del que surgieron los años más sangrientos de nuestra sangrienta historia, comenzados en 1976. El tercer gran consenso cierragrietas ocurrió al final de esos años, durante la invasión de Malvinas, cuando cualquiera que expresase una objeción era considerado traidor a la patria. Las multitudes se volcaron a las plazas. “¡Que venga el principito, le presentaremos batalla!”, rugió otro general desde el mismo balcón, alzando los brazos a modo de saludo ante cada ovación. El resultado fue 649 argentinos y 255 ingleses muertos y la interrupción definitiva de las negociaciones, entonces avanzadas, para que las Malvinas formaran parte del territorio argentino. Y después de Malvinas supimos alcanzar otros dos grandes consensos que tuvieron respaldo popular y mayoría electoral: el de que un peso valía un dólar gozaba de la preferencia del 80% de los argentinos en octubre de 2001, pero se terminó dos meses después entre corralitos, saqueos, puebladas y muertos. Y el que lo siguió, el consenso kirchnerista de que emitir no produce inflación, de que hay que cerrar la economía para proteger el trabajo, de que los subsidios son un acto de solidaridad con los pobres y no su condena a la marginalidad, está —si tenemos capacidad y algo de suerte— a punto de terminar. A un costo que no hace falta mencionar.

Cuando se mira la historia sucedida, y no las fantasías que todos tenemos en nuestras cabezas, no existe ninguna evidencia de que a los argentinos nos cueste encontrar consensos. Mucho menos, de que los consensos que encontramos los argentinos generen buenos resultados o lleven a una sociedad mejor. Más bien parece que la hostilidad hacia toda crítica sobre la que se basan garantiza un estado de excitación, una peste emocional, un delirio de unanimidad, en el que los errores son llevados hasta el paroxismo sin posibilidad de corrección.

Probablemente, si el nene del cuento de Andersen que gritó que el rey estaba desnudo lo hubiera hecho en Argentina, habría sido linchado. Acaso por eso, siempre fue pequeño el grupo, perseguido y escrachado por las mayorías aullantes y tildado de traidor a la patria, que enfrentó los grandes consensos argentos, esos delirios de unanimidad que tantos añoran. Acaso por eso, por su carácter minoritario y por la hostilidad con que se trata a quienes no adhieren a los sucesivos pensamientos únicos que han devastado el país, cuando el país logró cambiar el consenso vigente ya era tarde, y la crisis era inevitable.

¿Unidad o unanimidad?

La unidad es valiosa. La unanimidad es autodestructiva. Para evitar los delirios de unanimidad, sirve el sistema de pesos y contrapesos que los estadounidenses inventaron en el siglo xviii y los convirtió en el país más rico y poderoso del planeta. En cambio, el modelo del líder único, del supremo salvador de la patria, del hombre fuerte, parece más sólido, pero es más débil. Alemania y el Eje fueron derrotados por las mismas democracias liberales de cuya debilidad se burlaban. El Imperio soviético gobernado con mano de hierro por Stalin y sus herederos fue derrotado por países cuyo principio político central era la limitación del poder del Estado.

La historia realmente sucedida reserva crudas lecciones para aquellos que creen que la democracia es una pérdida de tiempo, que los debates en el Congreso y en el interior de los partidos son palabrería sin sentido, que las coaliciones políticas son inútiles y que la mejor manera de conducir los asuntos públicos es consagrar a un hombre fuerte para que tome las decisiones. Así razonamos los argentinos y así votamos. Así elegimos a nuestros presidentes, a quienes no consideramos parte de un sistema de poder republicano, sino reyes provisorios que designamos entre ovaciones y destituimos cuatro años después amenazándolos con la guillotina.

Este delirio del “hombre fuerte” es típicamente peronista, pero excede al peronismo. Es cierto que la noción peronista de la verticalidad y el liderazgo absoluto, que entronizó a Perón y a los Kirchner, es hoy su expresión más clara. Sin embargo, reaparece en muchos que se autoperciben liberales, pero desprecian el sistema de división de poderes y de frenos y contrapesos que nos hizo grandes a partir del legado del más brillante representante del pensamiento liberal argentino: el exdiputado nacional Juan Bautista Alberdi. Líderes mesiánicos cuya principal experiencia política se ha desarrollado en estudios de televisión. Propuestas de que los asuntos de Estado se manejen como en una pyme en la cual quien toma las decisiones es el dueño. Collages políticos que aúnan el liberalismo económico con propuestas políticas autoritarias y recuerdan el absurdo “liberalismo” de Krieger Vasena y Martínez de Hoz. El repertorio de quienes hablan de república, pero ignoran su funcionamiento, es amplio e incluye a quienes creen que discutir es “pelearse”. Gente extraña que critica las designaciones a dedo, pero exige que una mesa de dirigentes decida quién es el candidato de la oposición sin esperar las primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (paso). Indignados que se quejan de “la rosca” y piden transparencia, pero quieren que las discusiones se hagan en mesas secretas, y no públicamente, dejando en la ignorancia de su contenido al resto de la población.

No hay un solo país de los que Argentina debería tomar ejemplo en el que se razone así. A nadie se le ocurre que Bernie Sanders y Hillary Clinton “se pelean” cuando discuten por televisión durante las internas del Partido Demócrata. Ni nadie les pide en Europa a los partidos de oposición que definan sus candidaturas antes del procedimiento electoral previsto para tener un liderazgo claro y que se terminen las divisiones. La confusión entre unidad y unanimidad, la idea de que la única unidad es la que se basa en el pensamiento único y la verticalidad, es una originalidad argenta. Y es, también, una de las principales causas de nuestro fracaso. Fue la partera del Partido Militar y del peronismo y sigue siendo una de las principales taras que es necesario dejar atrás si queremos un futuro republicano para el país.

Perón pacificador. Se viene la patria socialista. Hay que matarlos a todos. Invadamos las Malvinas. Un peso, un dólar. Imprimí y subsidiá, que no pasa nada. Grandes éxitos de ayer y de siempre. Hitos imborrables para una antología de la unanimidad nacional cuyo último suceso fue el 80% de adhesión del que gozó Alberto Fernández al inicio de la cuarentena. Sin embargo, la idea de que si nos ponemos todos de acuerdo nada puede salir mal sigue gozando de prestigio entre las almas bellas. El tam-tam tribal que proclama que el principal problema del país es la grieta que lo divide sigue sonando imperturbable. El problema es que la idea de tirar todos juntos para el mismo lado (“Un país donde todos apuntemos para el mismo lado”, propone Larreta) provoca precisamente el problema que se propone evitar.

Lo comprende cualquiera que haya arrastrado un ropero con amigos. Si queremos tirar todos para el mismo lado, primero es necesario ponerse de acuerdo sobre hacia qué lado tirar. ¿Queremos una Argentina que se parezca a los países europeos, a los Estados Unidos o, al menos, a Uruguay, o preferimos el modelo de Cuba y Venezuela? No hay ninguna respuesta cierragrietas que pueda unificar estas opciones, cada una de ellas bien arraigada en parte de nuestra sociedad.