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El texto cubre un período de más de tres décadas y comprende los primeros momentos en que los gobiernos imperialistas de los Estados Unidos tratan de sofocar y ahogar al nuevo proceso revolucionario que se abría, para esperanza de los pueblos oprimidos del planeta, aquella ya lejana mañana del primero de enero de 1959. Se demuestra que los intentos para la eliminación física del Comandante en jefe, Fidel Castro, comenzaron aun antes de esa fecha, y que no fueron interrumpidos en modo alguno, sino que se incrementaron y perfeccionaron en la medida en que el proceso revolucionario se afianzaba y consolidaba. Narra innumerables planes, complots y conspiraciones que fracasaron por la acción combinada del pueblo y sus órganos de Seguridad. Su lectura suministra al lector la posibilidad de conocer la larga historia de la lucha de nuestra Revolución contra los enemigos más despiadados que ha conocido la Humanidad.
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Seitenzahl: 353
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Primera edición, 2003 Edición digital, 2016
Título original: La guerra secreta. Acción ejecutiva Edición: Ricardo Barnet Freixas Edición digital: Suntyan Irigoyen Sánchez Diseño de cubierta: Jorge Álvarez Delgado Diseño de interior: Julio Víctor Duarte Carmona Realización: Yuleidys Fernández Lago Composición computarizada: Irina Borrero Kindelán Maquetación digital: Oneida L. Hernández Guerra Corrección: Pilar Trujillo Curbelo
© Fabián Escalante Font, 2003
© Sobre la presente edición: Editorial de Ciencias Sociales, 2016
Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, de este libro y de nuestras ediciones.
Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, Calle 14 no. 4104, entre 41 y 43, Playa, La Habana, Cuba.
ISBN 978-959-06-1838-3
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El 20 de julio de 1961 fui destinado al Buró de Atentados, como se denominaba entonces la unidad encargada de investigar los complots y las conspiraciones contra los dirigentes revolucionarios. Fue un día memorable pues, además de estrenarme como oficial de Contrainteligencia, tuve el placer y el honor de conocer a los que a partir de ese momento serían mis jefes y compañeros. El primero, Mario Morales Mesa, Miguel, combatiente internacionalista en la guerra civil española, comunista e investigador por naturaleza, era nuestro jefe. Hombre pequeño, delgado, con un bigote fino de los utilizados en los años cuarentas, era dueño de una voluntad férrea y una valentía personal a toda prueba. De él se narraban decenas de anécdotas, algunas de su época de combatiente internacionalista. Una de estas, referida a la guerra española, contaba que, mientras combatía en las Brigadas Internacionales, fue responsabilizado con una ametralladora liviana de fabricación soviética, que denominaban Maxim, probablemente en honor a su inventor. A Mario lo conocían por ese sobrenombre, porque tenía una forma particular de disparar, de una manera tal que sus compañeros afirmaban, lo hacía imitando los sonidos de una rumba o ritmo cubano.
Más tarde, según el relato de algunos de sus camaradas, cayó prisionero en un campo de concentración en la Francia de Vichy,1 y allí se las agenció, en combinación con los guardias de origen senegalés que los custodiaban, para abrir un pequeño mercado o bodega, como se le denomina por acá, responsabilizado en abastecer de leche gratuita a los más necesitados y hacer pagar por esta, a los capos del lugar.
1 Vichy: ciudad francesa, capital de la Francia ocupada por los nazifascistas durante la Segunda Guerra Mundial, donde estaba instalado un gobierno títere, dirigido por el mariscal Phillipe Pétain.
Mario era toda una personalidad, que afortunadamente vivió ochenta y tantos años. Cuando lo conocí, yo acababa de pasar la escuela soviética, pero como dice el refrán, “una cosa es con violín y otra con guitarra”. Mario me mostró la práctica de la vida y la habilidad investigativa que ninguna escuela, por buena que fuese, podría enseñar.
Recuerdo una noche, cuando cansados y hambrientos fuimos a comer un bocadillo a un puesto de venta, colocado sobre las ruedas de un trailer, estacionado detrás del conocido hotel Nacional. No habíamos hecho más que llegar y Mario reconoció a uno de sus dueños, un antiguo guardia de la tiranía batistiana, y rápidamente se puso a “conspirar” con él, mientras comíamos apresuradamente. Una vez que concluimos, el sujeto nos llevó a una esquina del trailer y nos mostró, con cierto orgullo, una caja de petacas explosivas, por entonces uno de los inventos más sofisticados de la CIA para la realización de sabotajes. Rápido como la centella y sin darme tiempo a reaccionar, Mario extrajo el revólver y detuvo a todos los que estaban en el trailer, ocupándoseles aquellos artefactos de muerte. Quizá por esa rapidez con que siempre actuaba utilizaba una muletilla al hablar, “me entendistes”, que repetía insistentemente cada vez que decía algo.
Otro de los compañeros que me impresionó profundamente y de quien fui amigo hasta su muerte, a manos del enemigo, fue Carlos Enrique Díaz Camacho, un antiguo policía reclutado por el Movimiento 26 de Julio y quien sirvió a la Revolución en momentos muy difíciles, con todo su amor y dedicación. Trillo, como le conocíamos, era un hombre de unos treinta y tantos años, un viejo para nosotros, que recién habíamos cumplido los veinte. Lo conocí en casa de Mario, donde radicaba nuestra oficina, un día en que se apareció con un alijo de joyas valiosísimas. Lo recuerdo, siempre enfundado en un traje claro, una mirada pícara en sus ojos y una frase a flor de labios: “luego te cuento”, algo que por supuesto nunca hacía. Las joyas provenían de los burgueses del patio quienes, enajenados, trataban de sacarlas del país a cualquier precio. Trillo contaba con una agente fabulosa como persona y como revolucionaria. Todo este mundillo la visitaba porque ella pertenecía a él y decía tener contactos sólidos con varias embajadas europeas, por donde se podía sacar del país cualquier cosa. Lo demás, se lo podrá imaginar el lector. Todo aquello, mal habido, robado muchas veces al mismo Estado, regresaba a este, en los momentos más necesarios.
En otra ocasión, nos encontrábamos en la antesala de la oficina del capitán Eliseo Reyes, San Luis, jefe entonces del G-2 de la Policía revolucionaria. Allí esperaban también dos sujetos más, uno de ellos conocido deTrillo de su época de policía. Después de intercambiar dos palabras en voz baja con el personaje, le hizo creer que yo lo traía detenido —al propio Trillo— y en pocos minutos lo desenmascaró como un conspirador activo dentro de las filas policíacas.
Otro de mis compañeros era José Veiga Peña, más conocido como Coco o Morán, quien había sido agente de penetración en los Estados Unidos, hablaba perfectamente el inglés, gustaba de la ópera y contaba con una imaginación inagotable; problablemente, haya sido uno de los oficiales operativos más capaces y eficientes de esos tiempos. Carlos Valdés, Pedro Piñero, Mayiyo, y otros más completaban aquel grupo, que excedía la decena de hombres y que tuvo un lugar destacado en la lucha contra los planes de asesinato de la CIA y de sus asociados locales.
A mi memoria acuden muchos y variados recuerdos de aquellos años, donde a veces no teníamos un centavo para comer o presupuesto para trabajar y en la gaveta del buró se encontraban varios miles de pesos, dólares o joyas valiosas, sin que a alguno de nosotros se le ocurriera tomar algo para satisfacer cualquier necesidad, incluidas las del trabajo.
En las historias que se narra están presentes las de cada uno de ellos, no solo por haber sido participantes y fuentes directas de la información, sino también como homenaje a ese grupo de combatientes anónimos, a los cuales dedico este libro, con todo el amor de los años vividos y las aventuras recorridas. Quizás a alguien le extrañe que utilice la palabra amor con reiteración; sin embargo, ella fue la causa de nuestros empeños y luchas y es el fundamento que nos condujo a esta gran aventura que ha sido, es y será la Revolución Cubana. A esa palabra, y a mis compañeros de lucha, presentes y caídos, mi eterna gratitud y mi recuerdo imperecedero.
El autor
Consultó su reloj una vez más. Desde hacía varios minutos aguardaba oculto en el portal oscuro de una casa deshabitada, frente al pequeño aeropuerto de Fort Lauderdale.2 Su mirada estaba fija en unas luces que brillaban en el local que ocupaba la administración de la instalación aérea. A sus pies, una lata, que contenía gasolina, reposaba en espera de ser utilizada. De repente, las luces se apagaron y el celador del lugar salió con rumbo a una cafetería cercana.
2 Fort Lauderdale: zona residencial ubicada al este del estado norteamericano de La Florida.
El vigilante se movió suavemente, tomó la lata de combustible, cruzó la calle y penetró en el aeropuerto con pasos ágiles y seguros. Una vez allí, se dirigió hacia una zona de aparcamiento donde se encontraban tres aviones del tipo P-51.3 Abrió el recipiente y, con diligencia, fue regando su contenido alrededor de los aparatos, hasta vaciarlo. Luego, tomó una distancia prudente y lanzó una mecha encendida en dirección a los aviones, los que se incendiaron rápidamente. Un fuego voraz iluminó la noche, mientras el hombre escapaba en un auto que lo aguardaba con el motor en marcha. Mientras se alejaba, las sirenas de una estación de bomberos cercana comenzaron a ulular. Alan Robert Nye había sido reclutado desde hacía varios meses por el Buró Federal de Investigaciones (FBI) para penetrar a los grupos de cubanos emigrados que conspiraban contra la dictadura de Fulgencio Batista.4 Piloto de la Armada, había sido aparentemente expulsado de ese cuerpo, después de que el jefe de su base recibió una denuncia anónima, donde lo acusaban de conspirar con los exiliados cubanos para lanzar ataques aéreos contra objetivos militares en Cuba.
3 Avión P-51: monomotor que fue fabricado por las Fuerzas Armadas norteamericanas en la década de los años cuarenta. Se podía artillar con ametralladoras calibre 50 y bombas.
4 Fulgencio Batista: dictador que gobernó en Cuba desde 1952 hasta 1958. Ascendió al poder mediante un golpe de Estado.
En realidad, fue un plan cuidadoso del Buró Federal de Investigaciones (FBI) para brindarle una sólida carta de presentación ante los medios emigrados cubanos que combatían a la dictadura batistiana. Sin embargo, lejos de lo proyectado, los cubanos se entusiasmaron con el proyecto para “bombardear objetivos militares en la Isla”, y adquirieron varios aviones de hélice para llevar a cabo la misión. Nye se encontró en un callejón sin salida, porque si no atacaba los objetivos sugeridos, los exiliados sospecharían de él; por esa razón, el FBI le orientó la destrucción de los aviones e inculpar a unos supuestos agentes de Batista del sabotaje realizado.
Después de aquella acción, el FBI lo presentó al comandante Efraín Hernández, cónsul del gobierno cubano en Miami y agente de la dictadura encargado de la vigilancia de los exiliados en La Florida, para un nuevo proyecto que estaba en curso. En pocas palabras, el militar explicó que el FBI lo había cedido para una misión importante en Cuba. Los detalles serían dados posteriormente, pero le aseguró que había una suma de dinero importante como pago a los servicios prestados y que altos cargos en la administración norteamericana estaban al tanto de los planes.
Nye conocía poco de Cuba, solo que era un paraíso del turismo, el juego y la prostitución, por lo que asumió la tarea como unas vacaciones en el Caribe. El 12 de noviembre de 1958 arribó a la terminal aérea de la ciudad de La Habana, donde lo aguardaba un auto de color negro al pie de la escalerilla del avión. El vehículo lo condujo velozmente al hotel Comodoro, situado a orillas del mar, en un apacible barrio capitalino.
Allí lo esperaban, impacientes, los coroneles Carlos Tabernilla y Orlando Piedra, el primero, jefe de la Fuerza Aérea, y el otro, jefe de la Policía Secreta. Después de las presentaciones habituales, se dirigieron al bar del hotel donde en una mesa apartada se pusieron a conversar. En pocas palabras, Tabernilla explicó a Nye en qué consistía el proyecto para el que era requerido. Se trataba de asesinar a Fidel Castro, el líder rebelde que en las montañas del oriente del país hacía tambalear al gobierno dictatorial. Era un asunto de Estado, que por las características del plan necesitaba de un ejecutor norteamericano.
La idea parecía simple. Nye debía infiltrarse en las filas rebeldes, precisamente en la zona donde accionaba Fidel Castro. Una vez con él, le explicaría sus antecedentes “revolucionarios” y el antiguo proyecto de bombardear los aeropuertos militares desde La Florida. Seguramente Castro —pensaban los coroneles— sería seducido por la personalidad del sujeto. Contaban con dos razones poderosas: una, Nye era un norteamericano, un yanki que representaba al país más poderoso de la Tierra; la segunda, se apoyaba en la necesidad de los rebeldes de frenar por medios aéreos la aviación batistiana que bombardeaba constantemente a la población civil, causándole estragos importantes. Nye era piloto y además tenía una impresionante carta de presentación del exilio; por tanto, podía ser la persona adecuada para que pilotara algún pequeño avión en posesión de los rebeldes, que en todo caso bombardeara también las posiciones militares de Batista.
Tabernilla y Piedra explicaron a Nye que estaría protegido por un comando del Ejército; lo más importante: le serían situados en su cuenta bancaria cincuenta mil dólares, una vez eliminado Fidel Castro.
Esa misma tarde, los tres hombres se dirigieron al campamento militar de Columbia, cuartel general del Ejército Nacional, para allí coordinar el proyecto con el coronel Manuel García Cáceres, jefe de la plaza militar de la ciudad de Holguín, capital de la región norte del oriente del país. En poco tiempo se pusieron de acuerdo Nye y García Cáceres, para que el primero marchara varios días más tarde al puesto de mando del coronel y desde allí iniciar el operativo.
A pesar de lo escaso del tiempo, Nye tuvo oportunidad de visitar los principales centros nocturnos de la capital cubana y comprendió entonces por qué sus paisanos estaban interesados en preservar al gobierno de Batista, el hombre que les garantizaba aquel paraíso del juego, las inversiones seguras y la diversión.
El 20 de diciembre, Alan Robert Nye se encontraba en la ciudad de Holguín y junto al coronel García Cáceres repasaba los aspectos principales del proyecto homicida. Cuatro días más tarde, se infiltraba, en compañía de una escuadra de soldados, en las inmediaciones del poblado de Santa Rita, zona de acciones de los rebeldes de Fidel Castro. Esa noche, ocultaron las armas —un fusil Remington 30.06 con mira telescópica y un revólver calibre 38— en un lugar seleccionado previamente, y Nye despidió a los militares.
Al día siguiente, continuó solo. A las pocas horas era capturado por una patrulla rebelde a la cual le contaría sus “deseos” de unirse a los combatientes revolucionarios y conocer al líder Fidel Castro. Sin embargo, algo salió mal desde el principio. El joven oficial que comandaba la tropa no pareció prestarle mucha atención, lo confinó a un campamento donde descansaban los heridos, y le explicó que, en el momento oportuno, su caso sería atendido.
Aquello no le preocupó mucho. Al contrario, así se familiarizaría con el territorio. Nadie le había exigido un plazo corto para concluir el proyecto. Imaginaba que tan pronto Fidel Castro, que accionaba en esa zona, conociera de su presencia, enviaría por él y la oportunidad se presentaría. Solo tendría que esperar a que la noche cayera para dirigirse a su escondite, sacar las armas y emboscarse en un lugar escogido con antelación para cometer el crimen.
El día primero de enero una noticia lo sobresaltó: Batista había huido y los rebeldes se preparaban para asestar los golpes definitivos a las maltrechas y desmoralizadas tropas gubernamentales. Su sorpresa era total, porque nadie lo había prevenido con respecto a este acontecimiento. Por otra parte, él no percibió en las conversaciones sostenidas con los oficiales batistianos, lo endeble de su gobierno y mucho menos que aquella tropa de barbudos5 estuviera a punto de derrocarlo. De todas formas —se dijo— no había elementos en su contra, y tan pronto se normalizara la situación, los rebeldes lo pondrían en libertad y si no informaría a su Embajada para que lo auxiliaran. En definitiva —concluyó— era un ciudadano norteamericano y había que garantizarle sus derechos.
5Barbudos: así se denominaba popularmente a los combatientes del Ejército Rebelde que lucharon como guerrilleros contra el Ejército del dictador Fulgencio Batista. La palabra proviene de las barbas largas que lucían los combatientes al bajar de las montañas
El 16 de enero fue trasladado a la capital para unas investigaciones de rutina, según le informaron. Un amable capitán rebelde le tomó declaraciones y luego le explicó que debía aguardar algunas horas, para verificar la historia narrada. Nye cometió un error mayúsculo cuando mencionó al hotel Comodoro como el lugar donde se había alojado a su ingreso en Cuba. En pocas horas, los investigadores conocieron dos elementos que lo inculpaban fuera de toda duda: uno, el nombre dado en el hotel, G. Collins, no coincidía con el conocido por ellos, que era el verdadero; otro, los gastos incurridos allí habían sido pagados por el coronel Carlos Tabernilla.
El oficial rebelde lo entrevistó nuevamente, le solicitó que aclarara su situación. Nye no pudo ocultar por mucho tiempo la verdad: confesó los planes y quiénes eran sus autores. En abril de ese mismo año, Alan Robert Nye fue sancionado por los tribunales revolucionarios y expulsado del país, para lo cual fue entregado a la Embajada de los Estados Unidos. Así terminó el primer proyecto criminal contra la vida de Fidel Castro en el que participó una agencia del gobierno de los Estados Unidos, el Buró Federal de Investigaciones, en complicidad con la Policía de la dictadura de Fulgencio Batista.
Armas especiales: venenos letales, explosivos plásticos poderosos; tabacos con sustancias peligrosas; granadas para ser lanzadas en plazas públicas; fusiles con miras telescópicas sofisticadas que apuntarían contra la gorra verde olivo; agujas con venenos mortíferos, tan finas que su contacto con la piel no podía ser percibido; cohetes para bazucas y morteros; cargas explosivas poderosas ocultas en panteones silenciosos o en alcantarillas soterradas, mientras un mecanismo de reloj descontaba minutos y segundos, planes todos trazados en espera del hombre que harían volar en mil pedazos: Fidel Castro.
A los pocos meses del triunfo de la Revolución Cubana, los Estados Unidos se plantearon la necesidad de eliminar al dirigente cubano como el medio más expedito para derrocar a su gobierno. No era un elemento novedoso en la política norteamericana. Varios presidentes, políticos y luchadores por los derechos civiles fueron asesinados para impedir que sus ideas modificaran o reformaran las bases sociales del poderoso país.
Dirigentes de otras partes del mundo también fueron eliminados por consejo o estímulo de embajadores y cónsules norteamericanos, que vieron en ellos enemigos potenciales de las estrategias políticas y económicas que preconizaban. El método llegó a convertirse en instrumento de la política. El fin justificaba los medios. Solo había que tener siempre a mano una negación plausible.
El asesinato del presidente John F. Kennedy, en los comienzos de la década de los años sesenta, fue sin lugar a dudas uno de los escándalos más traumáticos de la historia de Norteamérica. Fueron creadas varias comisiones durante estos años a los fines de esclarecer los móviles del crimen y quiénes fueron sus ejecutores. Sin embargo, solo algunas hipótesis y listas de grupos eventuales interesados en la eliminación del presidente han sido el resultado de tales encuestas, que contaron con presupuestos millonarios.
En 1975, a raíz del escándalo de Watergate, cuando se evidenció que agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) participaban activamente en acciones clandestinas contra políticos extranjeros y ciudadanos norteamericanos, el Senado de los Estados Unidos, bajo la presión de la opinión pública, creó una Comisión, presidida por Frank Church, encargada de investigar las acciones de inteligencia relacionadas con la eliminación de líderes hostiles a la política de Washington.
Por primera vez, el mundo conoció de la existencia de un mecanismo institucional destinado al crimen político. Armas especiales, venenos y otros medios sofisticados fueron creados en los laboratorios de la CIA para esos fines.
No obstante, aquella Comisión pudo conocer solo de una parte pequeña de los proyectos criminales de la CIA. Un silencio cómplice cerró los labios de los funcionarios y jefes de esa organización, quienes, encabezados por el que fuera su director, Richard Helms, negaron y escamotearon las informaciones que pudieran conducir al desenmascaramiento del tenebroso mecanismo asesino, oculto en lo más profundo de la Agencia Central de Inteligencia.
En el caso cubano, la comisión concluyó que fueron solo ocho los planes fraguados contra Fidel Castro, algunos de los cuales, según los investigadores, jamás llegaron a materializarse. Nada más falso.
Desde el propio triunfo revolucionario, en 1959, el joven gobierno revolucionario cubano tuvo que enfrentar las acciones terroristas de batistianos, criminales de guerra prófugos de la justicia y elementos del crimen organizado, que veían en el nuevo régimen un peligro para sus intereses económicos. Más tarde, la CIA, con la aprobación oficial del gobierno del presidente Dwight Eisenhower, se plantearía la tarea de eliminar a Fidel Castro y derrocar a la Revolución Cubana.
La base más poderosa de la CIA dentro de su propio territorio fue creada en La Florida con más de cuatrocientos oficiales de caso y cuatro mil agentes cubanos quienes, apoyados en flotillas marítimas y aéreas, desplegaron una ofensiva sin precedentes contra la Cuba revolucionaria. Trescientas y tantas organizaciones clandestinas fueron formadas, armadas y dirigidas desde los Estados Unidos con propósitos idénticos. Un ejército —la Brigada de Asalto 2506— fue organizado, entrenado y desembarcado en Cuba para derrocar al Gobierno Revolucionario. De tal manera, el lector podrá imaginar las dimensiones extraordinarias que adquirió la agresión norteamericana, la que llegó, incluso, a utilizar la guerra bacteriológica.
Comprender cómo se han frustrado y neutralizado cientos de conspiraciones contra la vida del dirigente cubano no será fácil sin entender la función activa del pueblo en este empeño. De su seno han surgido los hombres y las mujeres que posibilitaron descubrir los proyectos enemigos, no solo en Cuba sino incluso en los propios Estados Unidos. Los cinco patriotas prisioneros actualmente en el Imperio, así lo demuestran. La justeza de la causa y la solidaridad han sido y son las armas más importantes en esta guerra subterránea.
Cientos de estos hombres y mujeres, infiltrados en las filas de la CIA y de la contrarrevolución, muchas veces sin los conocimientos más elementales del trabajo a realizar, han sido los héroes verdaderos de esta epopeya.
Durante los últimos años se ha cuestionado en los Estados Unidos la responsabilidad de la CIA en las conjuras contra la vida de Fidel Castro. Algunos periodistas, o simples estudiosos del tema, se han dejado ganar por la idea, muy difundida en Norteamérica, de que “unos chicos malos” dentro de la Agencia fueron los responsables de tales actos, a espaldas de los jefes, que nada conocieron de estos proyectos. Nombres como William Harvey, Ted Shackley, Howard Hunt, David Phillips, David Sánchez Morales y otros, aparecen como excepciones de la regla. Nada más alejado de la verdad. Si algo dejó totalmente esclarecido la Comisión Church fue que, en los primeros días de 1961, Richard Bissell, con la anuencia de Allen Dulles, los dos jefes principales de la CIA, ordenaron la creación de la Operación ZR/Rifle, que tenía como misión, según los documentos desclasificados a los que tuvieron acceso los congresistas, la de “crear capacidades para la eliminación física de líderes políticos extranjeros”.
Ese mecanismo fue el responsable, directa o indirectamente, de los cientos de proyectos homicidas fraguados contra Fidel Castro. En unos casos, los dirigieron y financiaron; y en otros, tuvieron conocimiento y los estimularon por medio del control que ejercían sobre las organizaciones contrarrevolucionarias. Han utilizado un arma poderosísima: la guerra psicológica. Miles de horas radiales transmitidas desde los propios Estados Unidos han incitado y exhortado al asesinato del dirigente revolucionario.
Precisamente fue el mecanismo cubanoamericano de la CIA y la Mafia, que se describe en los capítulos subsiguientes, el que tomó vida propia después de la derrota de Playa Girón, cuando el gobierno del presidente John F. Kennedy, en 1962, lo utilizó en su proyecto para desatar una guerra civil dentro de Cuba, a un costo millonario, y que se desarrolló al año siguiente, cuando emergió como una fuerza independiente en el contexto político estadounidense. Probablemente, como afirman algunos investigadores, incluido el que este trabajo suscribe, ese mecanismo, fuera de control por sus contradicciones políticas y económicas con el establishment, tuvo responsabilidades importantes en el asesinato de John F. Kennedy.
Los hechos que aquí se narra, que se extienden hasta 1979, están basados en numerosas investigaciones y en las experiencias del autor, quien participó en una etapa de estas, en decenas de entrevistas a participantes, y en documentos consultados. Contó con la colaboración generosa de compañeros, oficiales y agentes clandestinos, artífices del desmantelamiento de esas conjuras. Esto permite mostrar las dimensiones de esta conspiración increíble; es, por tanto, la historia de los complots de los Estados Unidos para derrocar al gobierno cubano por más de cuatro décadas.
Para la elaboración de este libro se seleccionó un grupo de casos —los más importantes, algunos inéditos— cuyos nexos con la CIA y la mafia norteamericana son irrefutables.
También se ha utilizado algunos recursos de la ficción, sin faltar a los hechos reales, con el propósito de hacer más amena la lectura, para que los sucesos presentados y los personajes llegaran a los lectores con mayor relieve, sin que por esto se afectara el rigor histórico.
Es, pues, la historia de cómo gobiernos sucesivos de los Estados Unidos se dispusieron a asesinar a un hombre: Fidel Castro, quien, como el David mitológico, desafió a Goliat en el empeño de defender la soberanía y la independencia de su pueblo.
El reloj, con su zumbido peculiar, despertó a J. C. King, quién apagó el timbre maquinalmente y lanzó un vistazo para comprobar que era la hora escogida. Soñoliento aún, miró hacia el techo de la habitación y trató de poner en orden sus pensamientos, después del sueño.
Con excepción de los domingos, King se levantaba a las cuatro de la mañana. En aquella hora temprana, se dedicaba a estudiar las informaciones más importantes recibidas el día anterior y a meditar sobre cuáles eran los pasos a seguir en el decursar de las acciones que estaban en marcha. Después, leía algún fragmento de la Biblia, pues era, a pesar de lo que decían sus detractores, profundamente religioso. Le gustaba comparar algunos pasajes bíblicos con acciones tomadas por él; era algo que lo satisfacía profundamente.
Ese día era uno de aquellos momentos que valoraba como importantes en su carrera. Estaba invitado por sus jefes, Allen Dulles y Richard Bissell, ocasión en la que debía rendir un informe especial sobre la situación en América Latina. Por primera vez en sus años como jefe de la CIA para el hemisferio occidental, se sentía preocupado intensamente. En el continente comenzaban a producirse movimientos políticos cada vez más organizados en contra de la política de los Estados Unidos y que amenazaban la paz y la tranquilidad de los inversionistas de su país. No se trataba de que antes no hubiese habido conflictos en lo que consideraban su traspatio, pero el triunfo en Cuba de la revolución de Fidel Castro había convulsionado a los casi siempre adormecidos latinoamericanos.
Cuba sería nuevamente el tema de discusión, como lo había sido durante los últimos meses, desde que los Estados Unidos se percataron de la necesidad de sacar a Fulgencio Batista del poder. Era evidente que las maniobras políticas puestas en marcha para sustituirlo “democráticamente” no impedirían el triunfo de Fidel Castro y sus rebeldes de la Sierra Maestra.6
6 Macizo montañoso en la región oriental cubana, donde se ubicó la base del accionar del Ejército Rebelde, dirigido por Fidel Castro.
Desde hacía varios años a King le preocupaba la situación política en la Isla. Las manifestaciones antinorteamericanas crecientes, el fuerte movimiento comunista que se fue estructurando en las décadas de los años treinta y cuarenta y, finalmente, el ataque al cuartel Moncada,7 en 1953, le indicaban que la subversión comunista se había infiltrado hasta las mismas puertas de Norteamérica, y ellos no podían cruzarse de brazos.
7 El cuartel Moncada, en la ciudad Santiago de Cuba, era la segunda fortaleza militar del país, y había sido asaltada el 26 de julio de 1953 por Fidel Castro y un grupo de combatientes, con los fines de armar al pueblo y derrocar a la dictadura de Fulgencio Batista.
Uno de sus amigos más cercanos, William D. Pawley, antiguo embajador del presidente Eisenhower y dueño de una fábrica de gas manufacturado en La Habana, lo había prevenido desde los días finales de 1958 sobre los peligros que acechaban a Norteamérica si Fidel Castro triunfaba en Cuba, pero lo subestimaron. Pensaron que se trataba de otro grupo político en busca del poder y los acontecimientos se habían precipitado en una dirección adversa a sus intereses de seguridad nacional.
Recordaba claramente que Robert Wichea, el agente de la CIA que se desempeñaba como cónsul norteamericano en Santiago de Cuba, aseguró que el grupo de Castro no era comunista. Otro informante que había reportado el hecho fue “Frank Fiorini” o “Frank Sturgis”, un mercenario cuyo nombre aún se desconoce, al que habían incorporado a una expedición de uno de sus contactos claves dentro del movimiento revolucionario, Pedro Luis Díaz Lanz, quien en ese momento se desempeñaba como jefe de la Fuerza Aérea rebelde.
Sin embargo, todavía pensaban que tenían control sobre los movimientos futuros del gobierno de La Habana. No solo contaban con Díaz Lanz en el Ejército Rebelde: había otros “simpatizantes”, como el comandante Hubert Matos y varios ministros del gobierno, que todo lo consultaban con la Embajada nortemericana. Solo que Fidel Castro era impredecible. El discurso sobre las necesarias reformas agraria y urbana que rebajaban los alquileres de las viviendas y pretendían repartir la tierra a los campesinos y, sobre todo, los juicios contra batistianos connotados, les preocupaban y por lo tanto se debía preparar una acción independiente para que los acontecimientos no los sorprendieran.
King se incorporó de la cama y, tal como acostumbraba, se rasuró y vistió con esmero. Una última mirada ante el espejo le devolvió la imagen de un hombre con porte militar, de cincuenta y tantos años, pelo blanco y mirada penetrante. Sintió satisfacción al comprobar, una vez más, que, aunque los años pasaban, conservaba su apariencia distinguida.
Bajó las escaleras de la casa con paso ágil, se dirigió a la cocina y se preparó una taza de café. Los largos años de servicio militar le habían enseñado que antes de los combates y de las grandes reuniones no se debía llenar el estómago. Con la taza en la mano, se dirigió a una cómoda butaca del gran salón de su mansión. A esas horas tan tempranas del día, los sirvientes no habían llegado aún a sus labores domésticas y él podía permitirse el lujo de trabajar en aquel lugar, donde la luz del sol comenzaba a entrar por las grandes ventanas. Tomó su portafolios, extrajo varios documentos y comenzó a leerlos atentamente. Uno de estos atrajo su atención; lo releyó varias veces, hasta que tomó un lápiz rojo y subrayó dos de sus párrafos:
Castro ha contactado con comunistas —grupos de vanguardia durante sus días universitarios— y han existido informes continuos de posible filiación comunista de parte de algunos de los máximos dirigentes. Sin embargo, no existe en la actualidad una seguridad de que Castro sea comunista...
Castro parece ser un nacionalista y algo socialista y aunque también ha criticado y alegado el apoyo de Estados Unidos a Batista, no se puede decir que personalmente es hostil a Estados Unidos.8
8Special National Intelligence Estimate: “The Situation in Cuba. Foreign Relations of the United States 1958-1960. Cuba”, United States Government Printing Office, Washington, 1991, p. 356.
Tomó el lápiz y, distraídamente, se lo colocó en los labios. Era un gesto muy personal que hacía cuando estaba absorto en algún pensamiento. Tenía ante sí la valoración de la Estación de la CIA en La Habana y debía tomarla como la más autorizada; sin embargo, esas opiniones no concordaban con la percepción oficial que Washington tenía de lo que estaba ocurriendo en Cuba.
Los diplomáticos se confundían al analizar los acontecimientos. Pensaban que todo lo que ocurría era solo el resultado del entusiasmo de los primeros días posteriores al triunfo revolucionario y que después las cosas tomarían su ritmo. ¿Quién que hubiese desafiado a los Estados Unidos podía vanagloriarse de ello? Fidel Castro no era, pensaban, la excepción de la regla.
El reloj marcó las 8:30 de la mañana del 13 de enero de 1959. Una hora más tarde lo esperarían sus colaboradores más cercanos para intercambiar criterios sobre el tema. Era una costumbre antigua. Todos los que trabajaban bajo su mando debían ser escuchados antes de tomar una decisión sobre un tema específico. Cuando se disponía a salir, sonó el teléfono. Era el oficial de operaciones quien, como siempre, se encargaba de supervisar que el coronel estuviera listo para comenzar su agenda diaria.
Salió al jardín de la casa y se acomodó en el automóvil, unOldsmobile de color negro, de cuatro puertas, que brillaba inmaculadamente. Willy, el chofer, un viejo sargento a su servicio desde tiempos que ya no recordaba, puso en marcha el motor y enrumbó hacia las oficinas centrales de la Agencia, instaladas provisionalmente en unas antiguas edificaciones de la Armada conocidas como Quarter’s Eyes, mientras se construía las instalaciones definitivas en la discreta región de Langley, en las afueras de la capital norteamericana.
Con paso seguro caminó hasta su oficina y, para su satisfacción, encontró al personal que requería, listo para el briefing: Tracy Barnes, asistente de Richard Bissell; Frank Bender, un veterano agente de origen alemán que luchó tras las líneas nazis durante la Segunda Guerra Mundial; Robert Amory, del Directorio de Análisis, y varios oficiales más. Después de los saludos habituales, King se dirigió a Bender para que informara sus conversaciones con Augusto Ferrando, cónsul dominicano en Miami, por considerarlas vitales para la evaluación multilateral de la situación político-operativa en Cuba. Bender, con su estilo germano peculiar, explicó:
—Ferrando representa al coronel John Abbes García, jefe de la Inteligencia de Trujillo,9 el cual solicita conocer nuestra posición oficial sobre Cuba. Ellos piensan que Castro es un peligroso comunista, que llevará la revolución a todos los países del continente. Me confirmó que el presidente Trujillo está planeando la formación de un ejército con los elementos del general Batista, asilados en su país, para impedir los proyectos de Castro, pero necesita el visto bueno de Washington. Me propuso que enviáramos a alguien allá, para darnos detalles adicionales.
9Rafael Leónidas Trujillo: dictador dominicano, conocido también como El Sátrapa de América; se ganó el mote deChapitas, por su afición a los entorchados y las condecoraciones. Murió en mayo de 1961, víctima de una conspiración de la propia CIA.
Una vez terminado el informe, King observó al resto de los oficiales y fijó su mirada en Amory. Aquel analista almidonado le caía mal. Era un liberal, formado en la Universidad de Harvard, que se sentía inclinado a adoptar posiciones contrarias, particularmente cuando se trataba de analizar propuestas de su División. Con un ademán, le indicó que podía emitir su criterio.
Amory, delgado, de cara alargada, modales finos y con una preparación sólida en asuntos de la política hemisférica, en algún momento de su carrera había aspirado a un cargo en el Departamento de Estado, pero no tuvo los padrinos necesarios para conseguirlo. Conocía que no era de la simpatía del coronel King y aprovechaba las ocasiones que se le brindaban para irritarlo con sus reflexiones políticas agudas.
—Me parece que es prematuro sacar conclusiones sobre las intenciones de Fidel Castro. Trujillo ve fantasmas por dondequiera y teme que su dictadura se vea atacada por los miles de exiliados que están en Cuba y en otras partes de América Latina. Como usted conoce, coronel, en varias ocasiones he expresado mis reservas sobre el apoyo que aún le prestamos a ese gobierno, pues entiendo que nos compromete ante las naciones del continente. Lo que estamos haciendo con él se parece mucho a la experiencia con Batista, y ya ve lo que ha sucedido.
Un silencio siguió las palabras de Amory. La cara de King fue cambiando lentamente de color. Se percataba de que el analista lo atacaba por sus simpatías públicas por el gobierno de Batista. Barnes, conocedor de los pensamientos del coronel, y en evitación de una explosión brusca de este, intervino para explicar que la jefatura de la Agencia no tenía definida una posición con respecto a Fidel Castro y consideraba que debían mantenerse abiertas todas las opciones, incluida la de Trujillo.
Todos los reunidos allí conocían que Barnes era el vocero de Richard Bissell, y mientras el “gran estratega”, como le decían a sus espaldas al subdirector, no se inclinara en una dirección, Dulles sería receptivo a cualquier propuesta.