La nube azul - Arwen Grey - E-Book
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Arwen Grey

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Beschreibung

Alejandro Escada es un autor de éxito en plena crisis personal y creativa. Lo malo es que la ha abrazado con tanto cariño que no se ha dado cuenta de que está a punto de tocar fondo. Cuando la inspiración le golpea con la fuerza de un meteorito, sabe que solo en un pueblecito tranquilo podrá recuperar las ganas de escribir y tal vez de vivir. Sin embargo, Venta del Hoyo no es el paraíso que esperaba. Allí tendrá que lidiar con una anciana que le acosa, su enemigo mortal desde la infancia, un editor que no se deja manejar y, sobre todo, una bibliotecaria de melena espectacular que no es lo que parece. A veces estás perdido y no lo sabes. En ocasiones solo tienes que perderte del todo para encontrarte a ti mismo. Seguir la dirección más inesperada puede ser la solución a todos tus problemas. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Macarena Sánchez Ferro

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La nube azul, n.º 214 - enero 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-534-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1. El ultimátum

Capítulo 2. Inspiración inesperada

Capítulo 3. Una propuesta que no podrás rechazar

Capítulo 4. Paraíso televisivo vs. realidad

Capítulo 5. Un hoyo muy oscuro

Capítulo 6. Prueba de vida

Capítulo 7. El tiro por la culata

Capítulo 8. El maquiavélico plan de Andrés

Capítulo 9. Lo más parecido a la civilización

Capítulo 10. El pacto

Capítulo 11. Nunca cantes victoria antes de tiempo

Capítulo 12. La no disculpa

Capítulo 13. La tregua

Capítulo 14. Deshonor y ruina sobre esta casa

Capítulo 15. Desenmascarada

Capítulo 16. El arma definitiva

Capítulo 17. Primero la mala noticia

Capítulo 18. Sana rivalidad

Capítulo 19. Un plan como los de las pelis

Capítulo 20. Si todo va bien, sospecha que algo raro ocurre

Capítulo 21. El arte de la guerra

Capítulo 22. La clave es la perseverancia

Capítulo 23. El león duerme esta noche

Capítulo 24. La tontería se cura con natillas

Capítulo 25. Crusoe

Capítulo 26. No se admiten visitas

Capítulo 27. No eres tú, soy yo

Capítulo 28. Si nadie pierde, es que es domingo

Capítulo 29. Tenerlo todo es posible

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1. El ultimátum

 

 

 

 

 

—No sé si recuerdas que me debes algo y que ya te pagué por ello.

Alejandro Escada miró el teléfono con indiferencia. Hacía apenas unas semanas habría sentido miedo ante esas palabras, pero había aprendido a vivir bajo la espada de Damocles. A esas alturas, las continuas amenazas habían perdido su efecto.

Se rascó la poblada barba y gruñó al encontrar algo duro y crujiente entre los pelos. Lo sacó y lo miró con interés. ¿Era un trozo de patata frita? Lo olisqueó y lo probó con la punta de la lengua mientras la voz de Andrés Ordoñez decía barbaridad tras barbaridad en su oreja, dándose por satisfecho con que él se limitara a responder con monosílabos.

—Hace semanas que nadie te ve el pelo. Hay quien insinúa que te has matado. Y no negaré que eso revaloraría tu obra, ahora que pareces incapaz de crear algo nuevo para la persona que hizo de ti el hombre que eres…

Alejandro se negó a morder el cebo que su editor le ponía delante con su delicadeza habitual.

Se preguntó si Andrés tenía para largo con el viejo truco de la presión lastimera.

Si no había funcionado todo lo demás, desde el incentivo económico (que ya se había gastado hacía meses), hasta la amenaza de dejarle en la calle, ¿de verdad pensaba que eso iba a funcionar?

Aunque, si lo pensaba, sí era cierto que debería hacer algo.

¿Cuánto tiempo llevaba sin encender siquiera el ordenador, como no fuera para comprar ropa de importación o encargar una pizza? Las libretas solo las usaba para hacer la lista de la compra. ¡Si hasta había perdido el viejo vicio de comprar material de oficina por el mero placer de verlo rodeándole por todas partes! Era todo tan tentador, con aquellos colores brillantes, ácidos ¡y hasta con purpurina!

Mientras Andrés seguía hablando y rezongando sin parar, con aquel tono entre amenazante y de pena que ponía los pelos de punta, diciéndole que debía saber si acabaría su novela para poder incluirla en la programación del año siguiente, Alejandro casi echó de menos lo que se sentía al tener la cabeza llena de ideas, cuando apenas podía pensar en otra cosa que una nueva historia, cuando sus personajes eran voces que hablaban sin parar en su mente, sin dejarle dormir, haciéndole temer perder la chaveta por momentos.

Miró a su alrededor. Su piso estaba desordenado y mostraba las señales de que su dueño era poco menos que un ermitaño. O, como los miembros de la empresa de limpieza que iban cada semana a limpiar el desastre decían, con bastante menos diplomacia, un cerdo.

Hacía casi una quincena que no salía de casa. Hasta la compra del supermercado la hacía por internet. Apenas recordaba qué se sentía cuando la luz del sol perforaba sus pupilas. Y tampoco lo echaba de menos.

—Alex, tío, ya sabes que me presionan arriba. Los de la productora dicen que no pueden empezar con los guiones de la nueva temporada de la serie si no saben de qué va el libro. Ya me han dicho, así, sutilmente, que, si no les das nada, tendrán que hacerlo por su cuenta. Que no te quejes después si no te gusta —añadió Andrés con voz lastimera pero amenazante al mismo tiempo—. Dime que lo intentarás, por lo menos.

¿Intentarlo?

Alejandro suspiró de solo pensar en levantarse del sofá para alcanzar el mando de la televisión, que se había quedado a solo dos metros de distancia. Se estiró todo lo que pudo, pero un tirón en la espalda le hizo detenerse, dolorido.

—Si no tenemos nada, tendremos que plantearnos rescindir el contrato. Los de la productora ya lo han insinuado. Ya sabes, en realidad no te necesitan para nada, y todo eso.

Andrés permaneció en silencio, esperando a que esas palabras hicieran su efecto en el lento cerebro de Alejandro.

—¿En serio? —preguntó al fin, con voz rasposa.

—Dime que te importa, por favor.

—Me importa —se apresuró a responder, aunque solo fuera por terminar de una vez con aquello—. ¿Puedo llamarte más tarde? Estoy ocupado ahora mismo.

Colgó antes de que Andrés pudiera protestar o darse cuenta de que le estaba mintiendo. No por primera vez, pensó que tenía suerte de que la sede central de su editorial estuviera muy lejos de donde vivía, porque estaba convencido de que Andrés era muy capaz de presentarse en su casa para comprobar que seguía vivo y cerciorarse de que trabajaba en su adorado manuscrito.

¿Cómo podía decirle que había firmado aquel contrato y que no había escrito ni una sola línea acerca del argumento que había prometido? Aunque era probable que a esas alturas Andrés lo sospechase por sí mismo.

No sabía muy bien qué era lo que le había ocurrido. ¿El horror a la temida hoja en blanco? ¿Falta de disciplina? ¿Simple pereza? ¿Pánico escénico? Quizás era solo que, ahora que había firmado el contrato de su vida, ya no le apetecía nada lo que hacía.

Alejandro Escada había triunfado a la tierna edad de veinticinco años con su primera novela, La nube azul, resultando ganador de un prestigioso premio. A pesar de todo, le había costado encontrar un editor que quisiera publicar su obra, tachada de sensible y poco comercial, y muy alejada de lo que estaba en boga en la literatura de masas. Solo la editorial La joya de papel había confiado en él y, sorprendentemente, la crítica había alabado su trabajo y el público le había acogido entre sus amorosos brazos, perdonándole sus fallos de principiante.

Su segunda novela, cuatro años después, había supuesto un cambio de registro brutal. Alejado del intimismo de su primera obra, Alejandro se había iniciado en un género más popular, probando con la novela negra, comenzando una serie de historias que había calado hondo en el público, a tal punto que había conseguido que fuera llevada al cine e incluso crearan una serie de televisión basada en sus personajes, la pareja de policías Ortega y Gasset. Aunque él mismo decía que sus novelas no eran más que una modernización de un género clásico, basada en clichés, su éxito era innegable. Ortega y Gasset eran un bombazo y el público los adoraba.

Y Andrés también.

El editor, que había fruncido el ceño ante el cambio de registro de su joven autor, no había dudado un solo momento en ofrecer un contrato en exclusiva por tres novelas de la serie que, estaba convencido, serían tan comerciales, entretenidas y, sin embargo, «literariamente aceptables» como su primera obra.

Alejandro, que ya había entregado dos de ellas, ya publicadas, pensó en su trayectoria de los últimos diez años.

¿Qué era lo que hacía que hubiera perdido las ganas de escribir, si era eso lo que había ocurrido? Con una sonrisa irónica, se dijo que, sencillamente, había crecido y ahora conocía el mundo que le rodeaba. Lo que de verdad quería era perderse y no volver jamás.

Su cabeza se negó a centrarse en las amenazas y los miedos de Andrés. Todavía tenía tiempo por delante para acabar esa maldita novela, que sería la última de la serie, por mucho que insistieran en la editorial. Para él, Ortega y Gasset se habían convertido en lo más aburrido del mundo, por muchos cadáveres y mafiosos que descubrieran. Lo que debería ser una diversión se había convertido en trabajo, y eso era lo más terrible que podía ocurrirle a alguien como él, que necesitaba un estímulo continuo para sentirse satisfecho.

Se levantó del sofá y metió un sobre de palomitas en el microondas. Mientras esperaba, encendió la tele y cambió de canal sin fijarse demasiado en lo que veía.

Armado con un arsenal de chucherías, bebida y con el teléfono desconectado, aunque solo fuera por si acaso a Andrés se le ocurría volver a llamar para llorarle un poco más, Alejandro se sentó otra vez frente al televisor, dispuesto a olvidar durante unas horas, o tal vez durante unos años, a su editor y al resto del mundo exterior.

Capítulo 2. Inspiración inesperada

 

 

 

 

 

Alejandro diría después, sin temor a mentir, que era una de las peores películas que había visto jamás a lo largo de sus treinta y cinco años.

Sin embargo, había algo en las imágenes que le mostraba la pantalla de su televisor que le hipnotizaba, que le impedía apartar la mirada.

Desde luego, no era su trama lo que le enganchaba, ni sus diálogos, ni sus protagonistas.

La historia era lo más absurdo que había visto en mucho tiempo. En la película, una mujer, recién separada de su novio infiel, volvía a su maravilloso pueblo de la costa inglesa. El paisaje, pensó durante unos minutos. Era eso lo que le maravillaba. No podía negarlo, los paisajes eran estupendos. Pero no, no era eso. Muy pronto, hasta eso pasó a segundo plano. Porque Maggie, la protagonista, era la típica chica de ciudad que no pegaba ni con cola en un pueblo lleno de palurdos vestidos con botas de goma y anoraks enormes que acarreaban ovejas todo el tiempo, para aquí y para allá, en apariencia solo para que ella pisara las caquitas cada vez que paseaba con sus tacones. ¿Era posible que alguien como Maggie hubiera salido de un pueblucho semejante, donde la gente solo leía la gaceta sobre la cría de ganado o intercambiaba recetas de pudding de riñones?

Alejandro casi la compadecía, aunque tenía que reconocer que era algo pedante y trataba con demasiada altanería a su vieja tía Peg, que la había acogido en su casa, conservando durante tantos años su dormitorio intacto, lo cual era un detalle, y eso no podía negarlo ni siquiera la misma Maggie.

Y luego estaba aquel veterinario que, él podía decir lo que quisiera, pero estaba claro que le guardaba rencor por no haber aceptado ir con él al baile del instituto. Era atractivo, sí, pero se veía a leguas que no era el estilo de Maggie. A ella le iban los tipos con traje y corbata, los que bebían whisky de un mínimo de veinte años y sabían saborearlo, y no cerveza en botellín sin haber limpiado la boquilla siquiera. Además, alguien con semejante colección de camisas de cuadros planchadas de modo impecable no podía ser de fiar.

El lugar de Maggie estaba en la ciudad, rodeada de edificios altos, de tecnología, de bocinazos, ¡de modernidad!

Un momento… ¡un momento!

¿Cómo que estaba despedida? ¿Después de haber conseguido ella sola las cuentas de todos los clientes importantes del bufete? ¿En serio? Era tan injusto… Debería demandarles, que para eso era abogada.

¿Qué iba a hacer Maggie ahora con su vida?

Publicidad. No podía creerlo, y en un momento tan interesante. Alejandro contuvo el aliento y miró a su alrededor. Bien, al menos podía aprovechar para avituallarse. Si corría, podía ir al baño y volver antes de que la película empezase de nuevo.

Oh, tía Peg, ¡qué magnífica idea! Abrir un bufete de abogados en el pueblo para ayudar a los granjeros con sus asuntos, para que así no tuvieran que ir a la ciudad y acudir a extraños era algo que solo a ella podía ocurrírsele. Porque era bien sabido por cualquiera que tuviera dos dedos de frente que la gente de ciudad no entendía las cosas de los pueblos, así que cualquiera les contaba algo como que si tres ovejas del vecino habían traspasado tus lindes, te pertenecían, más otras cinco por las molestias. Sin duda, solo Maggie podía ayudarles.

Aunque ese veterinario no parecía contento. ¿Por qué? Alejandro juraría que le gustaba… y Maggie también, a juzgar por su cara. Ese tipo con camisa de cuadros no debería jugar con las ilusiones de una chica, por guapo que estuviera cuando cortaba leña.

Maggie decidió quedarse y montar ese bufete. Los granjeros parecían contentos, tía Peg parecía contenta, Alejandro está encantado.

El veterinario no parecía tan feliz, pero a ella no parecía importarle, tenía muchas cosas en las que pensar, como en recuperar una vida, parecer más guapa cada día, en volver a apreciar a sus vecinos, y ellos a ella.

Y llegó la feria de ganado más importante del condado, con su famoso baile, en el que todos vestirían sus mejores galas.

Maggie, sin saber muy bien cómo, se encontraba, persuadida por su adorable tía Peg, a las puertas del consultorio del atractivo veterinario, que no la recibía con demasiada alegría.

La adorable abogada había decidido tomar el toro por los cuernos y preguntarle por qué diablos a ratos parecía a punto de besarla y a ratos parecía odiarla.

Alejandro sabía lo que iba a ocurrir. Era predecible y ridículo, pero, de algún modo, esa historia tenía el poder de engancharle.

Estaba claro como el agua que el baile del instituto tenía la culpa. Él la había esperado y ella se había largado con un tal Joe, que ahora estaba gordo, divorciado y tenía seis hijos gritones como lechones. Maggie ni siquiera sabía que a él le gustaba.

—De haberlo sabido… —dijo, agitando la cabeza en un ejemplo de sobreactuación digno de un tomatazo.

Claro, de haberlo sabido, idiota con camisa de cuadros.

Mientras veía cómo el veterinario y la abogada de ciudad se fundían en un beso y un abrazo, y los veía más tarde bailando pegados en el baile de la feria de ganado, se notó sonreír. Y se sintió muy idiota.

 

 

Mientras preparaba la cena, o más bien metía la pizza congelada en el horno y miraba cómo se doraba poco a poco, no podía quitarse la película de sobremesa de la cabeza.

¿Qué era lo que hacía que ese tipo de historia funcionase?

Estaba llena de clichés, de personajes estereotipados, era la historia más vieja del mundo, mil veces contada, ni siquiera de un modo decente. Y, sin embargo, gustaba, enganchaba, y dejaba una sensación de satisfacción innegable en el espectador. Era casi adictiva.

El timbre del horno le sobresaltó.

Casi sin darse cuenta, al tiempo que pensaba, había cogido una hoja de papel y había garabateado varias frases en ella, con letra apenas legible.

Sacó la pizza del horno y comió entre soplidos, contemplando el papel con el ceño fruncido, añadiendo alguna nota de vez en cuando.

Paisajes exóticos o al menos hermosos. Sí, eso también funcionaba, sin duda. Gente guapa, algún viejo encantador, y niños, a veces, mascotas simpáticas. Todo ayudaba. Pero creía que la clave estaba en el entorno.

Claro, se dijo, si él pudiera tener un paisaje así donde retirarse, también podría escribir y hasta enamorarse.

Pensó en esos autores que se vanagloriaban de escribir sus propias experiencias, de su necesidad de sentir todo lo que plasmaban sobre el papel. De hecho, había algunos que hacían gala de ello a todas horas, como si escribir fuera eso y nada más.

Hasta el momento, él siempre había escrito en su casa, imaginando todas las escenas, buscando la documentación de internet o de las bibliotecas, hablando con especialistas si era necesario, pero jamás había necesitado viajar hasta Australia para ambientar una novela allí.

Volvió a mirar sus notas. No era que pensara plagiar la historia de Maggie y de su veterinario, pero, por una vez, no le importaría salir de su apartamento para escribir algo.

Hablaría con Andrés y, con un poco de suerte, le engatusaría para que le pagara algún alojamiento rural en algún paraje de ensueño. Todo fuera por la documentación, le diría.

Ya podía imaginarlo: él, en un paisaje montañoso, con vistas al mar, rodeado de belleza, en un hotel con encanto donde se comiera de maravilla, escribiendo la que sería su mejor historia. Y hasta podía imaginar a la dueña del hotelito, guapa, prendada de él y de su talento…

Sí, casi podía verlo.

Capítulo 3. Una propuesta que no podrás rechazar

 

 

 

 

 

Alejandro esperó varios minutos a que Andrés dijera algo, pero su editor parecía demasiado sorprendido por lo que acababa de escuchar.

—¿Qué te parece? —preguntó al fin, más ansioso de lo que le gustaría admitir.

—¿Qué hay de Ortega y Gasset?

La voz de Andrés había sonado seca y lejana, profesional. Alejandro tenía que hacer memoria para recordar la última vez que su editor le había hablado así. Andrés era su amigo, su colega, el tipo al que podía llamar y pedirle cualquier cosa, o casi. Él era su niño mimado, su gallina de los huevos de oro, nunca le había negado nada, y estaba seguro de que no iba a empezar ahora. Además, era el único que había confiado en él cuando nadie más lo había hecho. Nadie más que Andrés debería entender lo genial de la idea que le estaba presentando. ¿Acaso no era la cosa más estupenda que se le había ocurrido hasta ese momento?

Entonces cayó en la cuenta. Ortega y Gasset y el contrato que había firmado para entregar una nueva novela acerca de los dos policías estrella. Y los guiones de la serie de televisión, claro. Aquello era lo más importante para Andrés.

—Se trata justo de eso —improvisó—. Documentación, ambientación, esas cosas de escritores, ya sabes.

Andrés permaneció en silencio otra vez, como si en esta ocasión no fuera a colar, por increíble que pareciera.

—No lo parecía —respondió el editor al fin, con voz cortante—. Si te soy sincero, no quiero decirte lo que me parecía lo que me estabas contando.

Alejandro forzó una risa que le resultó aguda a sus propios oídos. El mismo Andrés le había dado una pista acerca de lo que tenía que hacer para conseguir lo que quería, así que mentiría. Mentiría como un bellaco para conseguir su casita en el paraíso, y luego ya vería lo que hacía para librarse de esos polis rancios. Al fin y al cabo, era escritor, imaginación no le faltaba.

—Un crimen en una aldea paradisíaca, me da lo mismo montaña o playa, lo que puedas conseguirme. Ortega y Gasset irrumpirán allí a tiro limpio para resolverlo, ya sabes cómo son esos dos.

Andrés emitió un gruñido poco comprometedor.

—El que parece que no sabe cómo son esos dos eres tú, porque eso de irrumpir a tiros en el pueblo no suena muy a Ortega y Gasset —espetó Andrés—. En concreto, así como para que me quede yo tranquilo, ¿cuánto hace que no escribes una sola línea de la novela que se supone que tienes que entregarme dentro de tres meses, Alex? ¿Recuerdas siquiera las características de tus propios personajes?

Alejandro frunció el ceño. ¿Acaso no podía tener un lapsus? Era humano, como todo el mundo, por mucho talento que tuviera.

—¿No ves que necesito descanso? ¿Oxigenarme, alejarme de la ciudad, de mí mismo? —Su propia voz comenzó a sonarle desesperada, ansiosa. Si no convencía a Andrés así, no lo haría jamás. Si hasta empezaba a pensar que lo de aquella película había sido un mensaje divino—. Si no salgo de aquí, no respondo de mí mismo, Andy. Tengo el síndrome ese de la página en blanco, pero ver algo bonito cada día me curaría. Lo he soñado. Creo que de esto puede salir una novela legendaria.

Un nuevo gruñido le hizo saber que se había pasado. Andrés tenía poco de místico.

—Lo pensaré y te llamaré en un par de horas —respondió su editor con tono frío, tanto que Alejandro supo por primera vez que su puesto en el trono dorado peligraba, pero de verdad—. De todas formas, hazme un favor, Alex.

—¿Sí? —preguntó, con un cierto temblor, sintiendo que el mundo se tambaleaba a su alrededor. ¿Qué haría si Andrés rompía su contrato? ¿Tendría que devolverle el adelanto? ¿Cómo? Pero, lo que era todavía peor… ¿tendría que buscarse un trabajo? ¿Él?

—Piensa de verdad si es esto lo que quieres, porque será el último capricho que te concedamos. Ya es hora de que crezcas, chaval. El mundo editorial ha evolucionado, nosotros hemos evolucionado, la sociedad ha evolucionado, y tú te has quedado en tus veinticinco años y en tu momento de gloria. Piensa que ni siquiera vendes tanto como para que se te sigan permitiendo tantas tonterías. En cualquier momento podemos fichar a otro muchacho con talento y más guapo que tú, que salga mejor en las fotos, y ya no me escucharás metiéndote presión, porque ya me dará igual que me entregues o no ese manuscrito.

Alejandro no tuvo la oportunidad de responder a eso, porque Andrés había colgado el teléfono. ¿Acababa de llamarle niñato? ¿Andrés, su amigo? ¿Y feo?

Se arrellanó en el sillón y cruzó los brazos, enfurruñado. Solo se atrevía a hablar así de él porque tenía a otros peleles que le llenaban las arcas. Pero cuando él le hubiera presentado su nueva obra volvería a ser su chico favorito, ¡y entonces se tragaría sus malditas palabras!

 

 

Andrés emitió una sonrisa queda mientras agitaba la cabeza en un gesto de conmiseración.

¡Autores!

¿De verdad pensaba Alejandro que iba a engañarle con un truco tan barato? ¿A él, que habían intentado hacerle pagar hasta banquetes de boda con la excusa de que formaban parte de la documentación de una novela? Claro que aquellos eran otros tiempos. Alejandro no sabía que él era privilegiado, que él cobraba anticipos cuando eso era algo que apenas existía ya en esos momentos, excepto para unos pocos.

Pero no, Alex solo deseaba que le pagase varios meses de estancia en una casa de turismo rural (eso sí, le daba lo mismo en la montaña que en la playa, en eso era generoso y abierto de miras), para que pudiese descansar y ambientar una novela con una trama absurda y que nada tenía que ver con la que se había comprometido a entregarle.

Ese tipo olvidaba que le debía una historia de polis que ya le habían pagado en parte. Sus fans la esperaban con ansia y le martirizaban cada día con cartas y mensajes pidiéndole, exigiéndole, noticias sobre Ortega y Gasset. ¿Y qué podía decir él en esas circunstancias, salvo que esperaba poder dar esas noticias muy pronto?

En esos momentos, casi echaba de menos los viejos tiempos, esos que le habían contado su padre, fundador de la editorial, y otras viejas glorias, aquellos en los que se podía obligar a un autor a entregar obras, haciéndole a trabajar de un modo cercano a la esclavitud. Cierto que esos métodos no eran del todo honrados, pero ¿qué más daba cuando se trataba de dinero?

Autores, volvió a pensar casi con lástima.

Miró por la ventana, que daba a un paisaje feo y poco reconfortante, como el panorama que se presentaba ante Alejandro si no cumplía con su contrato.

Bien, quizás merecía su retiro de escritor. Eso sí, Alex le daría a cambio a Ortega y Gasset. Y si pensaba que iba a salirse con la suya y creía que era idiota, la tenía clara. Si había llegado a ser el dueño de aquella editorial, no había sido precisamente siendo tonto ni blando.

 

 

—¿Estás seguro?

Daniela no hablaba a menudo con su primo, no solo porque se tratase de un primo tan lejano que el parentesco era una anécdota, sino porque, desde que había dejado atrás su vida mundana y se había mudado a Venta del Hoyo, apenas había pensado en él, en el tiempo en que habían trabajado juntos y en lo poco que le echaba de menos. Por desgracia, todavía les unían lazos laborales. Era imposible deshacerse de Andrés del todo. Era como las cucarachas, indestructible.

Aún recordaba su sensación de libertad el primer día que había dejado la oficina y lo poco que le había durado esa sensación. Pronto habían empezado a llegar los manuscritos con notas que dejaban bien claro que esa cláusula que había firmado en su momento era una condena de por vida. Su labor en la editorial era anecdótica, pero inapelable: leer todo lo que nadie quería tocar ni con un palo, aprobar aquello que tenía una mínima calidad y que luego otros tumbarían diciendo que no era comercial. Estaba convencida que Andrés disfrutaba cada vez que ella decía que algo merecía la pena, aunque solo fuera para hundirlo. En contadas ocasiones le daba el pase a alguna de sus propuestas, pero solo porque era un éxito asegurado. Que tampoco era tonto del todo.

—Segurísimo —respondió Andrés con aquella seguridad aplastante que tanto la sacaba de quicio—. Y además quiero pedirte un favor. Tranquila, no te quitará mucho tiempo de tus arduas labores diarias con las ovejas y la ardua alfabetización de cazurros.

Daniela apretó los dientes ante el tono de chanza de Andrés. Si creía que era gracioso, tendría que dejarle claro que no lo era. Cuando trabajaban juntos, su primo no había acabado de comprender que su sentido del humor estaba muy alejado de las burlas personales. A ella, los chistes de gordos, enanos, gente con gafas o acentos no le hacían gracia.

—Cuéntame de qué se trata y ya veré si te mando al infierno o no. Recuerda que tengo experiencia previa en ello.

Andrés chasqueó con la lengua.

—Igual hasta te parece divertido y todo.

—Viniendo de ti, lo dudo.

Sin embargo, a medida que Andrés hablaba, Daniela reconoció que sentía una chispa de interés. Al fin y al cabo, sería una novedad en su vida. Porque, el Hoyo podía ser muy bonito, muy de campo, y muy tranquilo, pero a veces tenía que reconocer que era un auténtico coñazo.

Cuando colgó el teléfono, no sabía dónde se había metido, pero esperó no arrepentirse.

Capítulo 4. Paraíso televisivo vs. realidad

 

 

 

 

 

Alejandro tenía que reconocer que le costaba creer que se hubiera salido con la suya. Eso sí, con condiciones, durante un tiempo muy limitado, pero estaba de camino a su paraíso. Por un camino de cabras, de hecho.

A pesar del GPS, se había perdido como cinco veces ya, pero le daba igual. Parte de la satisfacción de haber conseguido su objetivo era precisamente eso, el haberlo conseguido, saber que se había salido con la suya.

Cuando Andrés le había llamado, no aquel día en que habían hablado, hacía ya casi un mes, sino que había esperado una semana, para hacerle sufrir, estaba convencido de ello, le había dicho que le concedería su retiro de escritor, pero que, a cambio, tendría que darle varias cosas. Y que, en ese aspecto, no habría ningún tipo de negociación.

—La primera: Ortega y Gasset.

—Pero…

—Pero nada. Ni siquiera tendría que decírtelo, Alex. Recuerda que ya te he pagado el adelanto y que los de la productora nos tienen agarrados de las pelotas. La segunda es que tienes dos meses, ni un día más, ni un día menos.

—No es suficiente.

—Dos meses —le cortó Andrés, con tono inapelable—. Y, por último, quiero que me mandes lo que tienes cada semana. Más que nada para que yo sepa que de verdad estás haciendo algo, y no bebiendo margaritas y tomando el sol como las lagartijas en ese sitio tan estupendo.

—Ni hablar, por ahí no paso. Nunca lo he hecho y no pienso…

—Entonces te deseo mucha suerte en tu asquerosa cueva de ciudad. Adiós, Alex. Espero con ansiedad ese manuscrito que me debes.

—¡Andrés!

—¿Sí?

Alejandro suspiró y se dio por vencido, como su editor sabía que haría. Y ahí estaba ahora, camino de un pueblo de montaña perdido pero seguro que delicioso, donde le esperaba una maravillosa casa pequeña, pero cómoda, donde iba a escribir la que sabía que sería su mejor historia. Y, claro, también tendría que hacer algo con respecto a Ortega y Gasset, o al menos intentarlo, aunque solo fuera para que Andrés pudiera entender que la otra era mucho mejor y se olvidara ya de esos polis petardos y le dejara evolucionar.

—En la siguiente salida, gire a la derechaaaaa y después gire a la derechaaaaa —dijo la antierótica voz del GPS, sobresaltándole.

¿Acaso no había pasado antes por ese campo, o es que esas vacas eran exactamente iguales a las que acababa de ver?

—Gire a la derechaaaaa y después gire a la derechaaaaa —volvió a decir el GPS momentos después, cuando volvió a pasar por allí cinco minutos después y las mismas vacas volvieron a mirarle como las vacas suelen mirar a los idiotas como él.

Una rotonda, o lo que a la gente de por allí le debía de parecer una rotonda, plantada en medio del camino, le dirigía una y otra vez al mismo sitio. Era evidente que se equivocaba, porque ahí estaba, dando vueltas como un imbécil, kilómetro arriba y abajo, sin llegar a Venta del Hoyo.

Y lo peor era que no había nadie a quien pudiera preguntar hacia dónde tirar. La única pista, poco fiable, además, era un mísero cartel, con la entrañable señal de disparos recientes, que indicaba el camino hacia Venta del Hoyo en tres direcciones distintas.

Exótico nombre, no podía negarlo.

Sonaba a esos pueblos de los que hablaban los niños cuando él era pequeño, donde veraneaban todos cuando sus hermanos y él tenían que quedarse en la ciudad, casi solos. En su cabeza, imágenes de preciosas casas de piedra, riachuelos cristalinos, bosques frondosos y gente tosca pero amable, le hacían pensar que todo aquello era justo lo que necesitaba para volver a encontrarse a sí mismo. No sería como en aquella película, claro, pero, al fin y al cabo, aquello era España, y tendría que adaptarse a lo que había.

Mientras daba una vuelta más por la misma rotonda y comenzaba a pensar que las vacas le reconocían y saludaban, Alejandro decidió que tendría que buscar a alguien que le guiara, o no llegaría antes de la noche. Así que avanzó despacio con el coche esta vez, atento al camino por si veía a alguien. Tras diez minutos, evitando adrede el desvío que le indicaba el GPS, y que, estaba convencido, era el que le llevaba a la rotonda maldita, llegó a un descampado sin salida.

—Perfecto —masculló, saliendo del coche y sacando el móvil, que parpadeaba, sin señal—. ¡Perfecto!

Agitó el aparato de última generación, como si así pudiera captar señal con más facilidad, sin conseguirlo.

—Apenas hay cobertura en todo el Hoyo. Ese aparato solo le va a servir para que le despierte por la mañana… si acaso —dijo una voz a sus espaldas.

Se giró y se encontró con un tipo de unos sesenta años, vestido con ropa cómoda, aunque con cierta elegancia, atractivo y bien conservado, como debía serlo todo tipo que vivía una vida sana en el campo.

—Busco Venta del Hoyo.

—Está usted en Venta del Hoyo —respondió el otro, con una sonrisa divertida, extendiendo los brazos a los lados—. Bienvenido.

Alejandro pensó que le tomaba el pelo. ¿Dónde estaban sus casitas de piedra, su bosque, sus lugareños toscos pero amables?

—¿La casa de la Paca?

Entonces sí pareció divertido el extraño. Se limitó a señalar una senda pedregosa que parecía indicar el inicio de una vereda umbría y solitaria, flanqueada de pinos.

—Arriba, sobre dos kilómetros, y luego a la izquierda. El pueblo está algo más allá —explicó—. El GPS se vuelve majara por aquí, yo de usted no me fiaría.

—Ya veo, ya. Soy Alejandro Escada, voy a pasar una temporada en Venta del Hoyo.

El otro miró su mano extendida, como si se estuviera pensando si tomarla o no, aunque al final lo hizo, con un apretón firme y seco, de hombre de bien.

—Antonio Grande, soy el alcalde del Hoyo. Nos vemos, supongo —dijo, haciendo un gesto con la cabeza antes de alejarse hacia el pueblo con paso parsimonioso.

Alejandro lo miró marchar, sin saber muy bien si su bienvenida era sincera o no. ¿Cuántas pelis de terror había visto que comenzaban justo así? Si hiciera caso de su instinto, cogería el coche y se largaría en ese mismo instante sin mirar atrás. Sin embargo, siguió las indicaciones del alcalde y llegó hasta la casa de la Paca, donde Andrés le había pagado el alojamiento durante los dos meses que iba a pasar allí. Si el encuentro con el alcalde le había resultado descorazonador, la vista de la casa estuvo a punto de hacerle huir, pero a esas alturas sabía que no había vuelta atrás, por mucho que aquella choza pareciera la casa donde se había rodado la Matanza de Texas.

Capítulo 5.