La plebe - Nicolas Tran - E-Book

La plebe E-Book

Nicolas Tran

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Beschreibung

Entre el siglo I a. C. y el II d. C. varios millones de personas de clase media y baja constituyeron la plebe romana, en contraposición a la élite de la aristocracia. Su historia suele permanecer en la penumbra. En este retrato, Nicolas Tran privilegia a estos habitantes "ordinarios", recreándose en sus espacios y relaciones sociales, sus familias y también sus reivindicaciones, protagonizadas por sus representantes, los tribunos de la plebe, cuya riqueza era apenas inferior a la de los patricios. De la mano de este relato de la vida cotidiana romana el autor ofrece, en última instancia, una verdadera introducción a la historia de la Roma antigua y de sus habitantes.

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Seitenzahl: 438

Veröffentlichungsjahr: 2024

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NICOLAS TRAN

LA PLEBE

Historia del pueblo de Roma (siglos i a. c. - ii d. c.)

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: La plèbe, une histoire populaire de Rome

© 2023 by Passés composés, Humensis

© 2024 de la edición española traducida por Sandra Caula

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6742-3

ISBN (edición digital): 978-84-321-6743-0

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6744-7

ISNI: 0000 0001 0725 313X

ÍNDICE

Prólogo

PARTE I LA CIUDAD DE LA PLEBE

1. La ciudad extraordinaria y sus habitantes comunes

El Tíber y las Siete Colinas

Una ciudad fluvial

Por montes y valles

Una reputación consolidada como gran ciudad

La gran Roma Real

La Roma republicana y las conquistas del Mediterráneo

La capital de un imperio mundial

Un marco geopolítico e institucional cambiante

La mayor de las antiguas megalópolis

Una ciudad millonaria (o casi)

2. El espacio urbano y las condiciones de vida de la plebe

Contrastes de densidad entre la ciudad monumental y la ciudad habitada

El derecho de paso a los espacios públicos

Concentración y ampliación de viviendas

El paisaje urbano y las condiciones de vivienda

Las calles de Roma

Viviendas populares

¿Una ciudad insalubre y mortífera?

Una ciudad descrita a través del prisma de la literatura

Una visión miserabilista y su cuestionamiento

3. La plebe de Roma: categoría cívica y grupo social

Una masa cívica con una larga historia

El antiguo conflicto entre el patriciado y la plebe

El simbolismo del tribunado de la plebe

¿Una nueva definición de plebe?

El populus Romanus y la plebe urbana

Ciudadanos romanos entre muchos otros

La encarnación del pueblo romano

Una masa despreciada por la élite

La expresión del desdén aristocrático

Una heterogeneidad que se debe resaltar

PARTE II CIUDADANOS FRENTE AL PODER

4. Las «Emociones populares» en la capital romana

La participación de la plebe en los disturbios del final de la República

Motivos y modalidades de la agitación popular

Prácticas colectivas: entre supervisión y autonomía

Ciudadanos apegados a la dignidad del pueblo romano y a sus prerrogativas

Las formas de diálogo entre la plebe y el poder bajo el Principado

Continuidad en las reivindicaciones políticas de la plebe

Lugares privilegiados de expresión popular: los edificios de espectáculos

El diálogo entre la plebe y el príncipe: legitimación y cuestionamiento del poder

5. Controlar a la plebe y satisfacer sus necesidades

Mantener el orden en Roma

Una República sin «policía» para mantener el orden

La guarnición de Roma en la época imperial

Autoridades en busca de información

Alimentar a la plebe

Grandes necesidades, logística compleja

Las

frumentationes

: ¿proteger a la plebe de la miseria?

Abastecimiento: una preocupación de poder y profesiones plebeyas

Un pueblo-rey privilegiado

El marco administrativo y la vida cotidiana de la plebe

Los beneficios de la generosidad pública

6. El respaldo político de la plebe: la participación cívica

Un poder en busca de homenajes populares

Regreso a Roma

Funerales aristocráticos e imperiales

Los homenajes de los barrios de Roma

Un precedente republicano

Los Lares augustos y la lealtad política de los barrios de Roma

Homenajes privados de los plebeyos al poder imperial

La omnipresencia de las imágenes imperiales

Asociaciones privadas y poder imperial

La dinámica social de los homenajes políticos

PARTE III UN MUNDO DE CONTRASTES

7. La diversidad de las condiciones plebeyas

La miseria y la prosperidad

Pobrezas relativas

Los miserables

La fracción alta de la plebe y su comodidad material

Ingenuos y libertos

La emancipación de los esclavos: un fenómeno a gran escala

Un marcado clivaje jurídico

Realidades sociales menos claras

Arraigo y cosmopolitismo

El peso de los emigrantes

Diferentes niveles de arraigo

La diversidad cultural y cómo se vivía

8. Trabajo plebeyo en la ciudad

Los trabajadores más humildes y la calle

Ofrecerse como bracero

Oficios muy menores y prostitución callejera

Vendedores ambulantes

El mundo de los comercios

¿Una ciudad de tiendas, una nación de tenderos?

Tiendas y talleres altamente especializados

El dominus tabernae y su pequeña empresa

Una élite del trabajo

Personas con oficios extraordinarios

Sectores dominados por la élite plebeya

9. Movilidad social plebeya

La precariedad social y el riesgo de pauperización

La invisibilidad del declive social

Deuda y quiebra, peligrosas pendientes hacia la pobreza

Elevarse por encima de la plebe

La plebe muestra sus éxitos

Salir de la plebe por lo alto

PARTE IV LAS SOCIABILIDADES PLEBEYAS

10. Plebeyos integrados en múltiples grupos comunitarios

Familias plebeyas

La primacía del núcleo familiar

El afecto como ideal familiar

Las relaciones clientelares

Los clientes de los aristócratas

Comunidades de clientes y patronos plebeyos

Amistades plebeyas

Uno de los valores cardinales de la plebe

Vínculos de afinidad

11. Locales sociales populares

La vida comunitaria de la plebe en espacios privados

Vivienda y sociabilidad

La taberna

Los espacios asociativos

Espacios públicos de convergencia

Reunirse en los barrios de Roma

Pasear, hacer ejercicio, jugar al aire libre

Principales edificios de ocio

12. Fiestas populares en Roma

Participación plebeya en las fiestas de culto público

Fiestas plebeyas en el calendario de la ciudad

Las multitudes en ceremonias especiales

La asociación de las categorías plebeyas a las fiestas públicas

La ciudad de los juegos

La sociedad de dioses y hombres

La plebe en los juegos como encarnación de la ciudad

Momentos festivos entre las esferas pública y privada

Celebraciones familiares importantes

Las fiestas de la plebe

Conclusión

Orientación bibliografía

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Orientación bibliografía

Notas

Prólogo

En 1775, el abate Lhomond publicó un libro de texto de latín para alumnos de sexto curso titulado De viris illustribus urbis Romae a Romulo ad Augustum (Hombres ilustres de la ciudad de Roma, de Rómulo a Augusto). El profesor presentó en la lengua de Virgilio las biografías de unos sesenta hombres ilustres. Con estas biografías, los alumnos se hacían una idea de casi ocho siglos de historia, al tiempo que aprendían los rudimentos de la gramática latina. Desde los inicios de la Tercera República hasta los años sesenta, e incluso mucho más allá en forma de extractos, los De viris constituyeron la base del aprendizaje del latín en Francia. De este modo, a través de los grandes hombres, la historia romana impregnó la cultura nacional. Todavía hoy, la memoria de la antigua Roma se resume a menudo en unas pocas figuras. Julio César deja algún espacio a los emperadores Augusto, Nerón y quizás a Adriano (para el lector culto). Este libro se sitúa en contraposición a ese. Su intención es recalcar que la historia de Roma se puede escribir dando el protagonismo, no a la clase dirigente, sino a los ciudadanos de a pie: a la plebe, en los tres siglos en que los documentos nos permiten conocerla mejor. Entre principios del siglo i a. C. y finales del siglo ii d. C., los textos transmitidos por los manuscritos medievales, las inscripciones antiguas y los restos arqueológicos se conservan tan bien como para arrojar luz sobre la vida y las aspiraciones de los habitantes «comunes y corrientes» de la capital imperial.

Tal proyecto presupone una posición ante al menos dos tradiciones intelectuales, cada una con sus propias ramificaciones. La más evidente es la de los estudios clásicos o ciencias de la Antigüedad. Estas denominaciones enmascaran los límites temporales y geográficos de los objetos analizados: en esencia, la civilización griega y romana, concebida como un continuo homogéneo y como fundamento de Europa Occidental. Cada una de estas nociones merece ser examinada críticamente en un marco más apropiado. Lo cierto es que varias corrientes complementarias de los estudios clásicos han llevado a los estudiosos a interesarse por los simples ciudadanos que poblaban la ciudad de Roma. En primer lugar, una tradición conocida como antiquaire [anticuarismo] se propuso elaborar una historia de las costumbres, parafraseando el título de la Sittengeschichte publicada por Ludwig Friedländer entre 1862 y 18711. En el ámbito francófono, esta ejerce una fuerte influencia en el Dictionnaire des Antiquités grecques et romaines de Charles Daremberg, Edmond Saglio y Edmond Pottier, seguido unas décadas más tarde por La Vie quotidienne à Rome à l’apogée de l’Empire de Jérôme Carcopino2. Al mismo tiempo, una importante corriente de las ciencias de la Antigüedad abrió el camino de una rica tradición jurídica. Con su Droit public romain, Theodor Mommsen fue el líder indiscutible de esta tradición3. Pues la ciudadanía estuvo en el centro de las instituciones romanas, tanto que es imposible comprender su organización y su lógica sin conocer cómo ejercían los romanos su «profesión de ciudadanía». Con esta feliz frase, que sirvió de título a una obra capital, Claude Nicolet hizo de la masa cívica un actor tan decisivo como la aristocracia4. Del mismo modo, los historiadores anglosajones han destacado el papel del pueblo, la plebe o la masa en la política romana, durante los disturbios del final de la República y en el Alto Imperio5.

El segundo campo científico que este libro pretende explorar es la historia social, tal y como se renovó en la segunda mitad del siglo xx. Esta disciplina se enriqueció con el estudio de los grupos que ocupaban los escalones inferiores de las jerarquías sociales. Los marginados inspiraron la redacción de una History from Below. Edward Palmer Thompson, autor de The Making of the English Working Class, fue uno de sus principales promotores6. Su ambición era lograr una mejor comprensión no solo de «los de abajo» (de los grupos sociales inferiores o subalternos), sino también «por lo bajo» (examinando las experiencias individuales que dieron sustancia a estos grupos). A People’s History of the United States de Howard Zinn perseguía objetivos similares7. Su libro marcó un hito, y la reciente Histoire populaire de la France de Gérard Noiriel testimonia su influencia a largo plazo8. A primera vista, esta People’s History da la impresión de ocuparse de los márgenes sociales y sus contraculturas. Sin embargo, los hombres y mujeres estudiados no eran tanto marginales en el sentido estricto del término marginalización, sino grupos que primero las élites y luego la ciencia histórica, consideraron menores. Pero no eran minorías excluidas, sino la mayoría de la población, y fueron capaces de construir su propia inclusión. Siguiendo sus pasos, este libro es una historia de Roma que privilegia el punto de vista de los habitantes comunes y corrientes más que el de la élite de la ciudad. Se basa, en la medida de lo posible, en los relatos individuales de las fuentes que se han conservado, para describir tanto las relaciones sociales como los espacios de la vida colectiva en la capital romana.

Digámoslo con claridad, esta historia de los romanos «de a pie», de los plebeyos, no es radicalmente nueva. Al contrario, pretende ser la síntesis de numerosas investigaciones desarrolladas en las últimas décadas. El principal objetivo de este libro es compartir, más allá de un restringido círculo académico, los resultados científicos obtenidos por numerosos especialistas. Muchos de ellos, colegas cercanos. Jean Andreau fue el más influyente de nuestros maestros, y nos ayudó a descubrir la economía romana a través de la relación de los comerciantes con el trabajo9. Los trabajos de Catherine Virlouvet sobre las crisis de subsistencia, los repartos de alimentos y sus beneficiarios nos han mostrado el camino para pensar en la encrucijada de la economía, lo social y lo político10. Los libros que hemos publicado, por ejemplo, sobre asociaciones comerciales, comerciantes y artesanos, tiendas y talleres, y posadas y tabernas, resultan de investigaciones universitarias realizadas bajo su dirección11. En términos más generales, desde principios de la década de 2000, numerosos estudiosos de todo el mundo académico se han centrado en las categorías inferiores e intermedias de la sociedad romana, así como en las actividades de todo tipo12 en las que participaban. Last but not least, pero no por ello menos importante, me complace mencionar al principio de este libro la monumental tesis de Cyril Courrier sobre La Plèbe de Rome et sa culture13. Cyril y yo mantenemos una amistad académica desde hace más de quince años, y para los lectores que sientan curiosidad por saber más, este libro puede servir de propedéutica a la erudita y reflexiva obra que ha escrito.

PARTE ILa ciudad de la plebe

Desde principios del siglo i a. C. hasta finales del siglo ii d. C. vivieron en Roma, generación tras generación, varios millones de hombres y mujeres pertenecientes a las categorías sociales baja y media de la comunidad cívica. Formaban la plebe, por oposición a la aristocracia, constituida por los équites y los senadores romanos. Su ciudad era la brillante capital de un inmenso imperio, una de las megalópolis más pobladas de la era preindustrial. Roma era la ciudad por excelencia: la Ciudad con mayúscula (Urbs, en latín). La plebe y la ciudad se moldeaban una a la otra. Por supuesto, los aristócratas que dominaron la ciudad durante siglos, y después los emperadores cuando se convirtió en monarquía, hicieron de Roma el escaparate de su poder. Sin embargo, la ciudad nunca se limitó a los monumentos erigidos por sus gobernantes, porque la plebe y sus diversas actividades se arraigaron en el espacio, dando lugar a un paisaje específico. Por gigantesca que pareciera, Roma era la suma de varios centenares de pequeñas aldeas urbanas. Las comunidades de vecinos, formadas en su mayoría por habitantes comunes y corrientes, les daban vida. Una presentación preliminar de la ciudad, a varias escalas y a lo largo de un dilatado periodo de tiempo, resulta por tanto indispensable para comprender a la plebe a través de las condiciones materiales en las que vivía1. Su objetivo es definir el marco no solo histórico, sino también topográfico y demográfico de nuestro estudio.

1.La ciudad extraordinaria y sus habitantes comunes

El Tíber y las Siete Colinas

Una ciudad fluvial

Como la mayoría de los pueblos antiguos, los romanos elaboraron un relato de sus orígenes. Los lugares en los que evolucionaron sus héroes fundadores revelan la estructura profunda de la ciudad. Forman un paisaje en el que la plebe seguía evolucionando siglos después. Según la tradición, todo empezó en la orilla izquierda del Tíber. El río estaba desbordado y una cesta con dos recién nacidos, Rómulo y Remo, llegó a los pies del Palatino, una de las colinas que dominan el valle. Los gemelos fueron amamantados por una loba y acogidos por un pastor y su esposa. Pertenecían a la familia real de la ciudad de Alba Longa. Su tío, que reinaba entonces, había querido deshacerse de ellos. Ya adultos, tuvieron que vengarse y fundar Roma en el lugar de su rescate.

Este primer episodio de la historia fundacional sugiere hasta qué punto el auge de Roma se debió al Tíber. El Tíber es, con diferencia, el río más largo de la península itálica. Su curso supera los cuatrocientos kilómetros. Roma nació y se desarrolló a solo treinta kilómetros de su desembocadura y del mar Tirreno. Por ello, se encontraba en la posición clásica de una ciudad de primer puente, comparable a Londres en el Támesis o Nantes en el Loira, por ejemplo. En las inmediaciones del emplazamiento original, la isla de Tiberina (literalmente «del Tíber») facilitaba el cruce del río.

A la larga, la construcción de puentes tuvo un profundo efecto en el paisaje urbano. El puente más antiguo era el de Sublicius, de finales del siglo vii a. C. Se desconoce su ubicación exacta, aguas abajo de la isla Tiberina. Era todo de madera, y fue destruido varias veces. Sin embargo, los romanos lo reconstruirían idéntico y con la mayor escrupulosidad, como testigo de su historia. A medida que la ciudad crecía, se edificaron otros puentes, esta vez de piedra. El puente Æmilius, levantado como muy tarde en el año 179 a. C., unía el barrio del forum Boarium (Mercado de Bueyes) con la orilla derecha. Luego, en el siglo i a. C., se construyeron los puentes Fabricius y Cestius a ambos lados de la isla Tiberina. Es probable que sustituyeran antiguos puentes de madera. Más tarde, Agripa (mano derecha de Augusto), Nerón (a mediados del siglo i d. C.) y Adriano (en el siglo siguiente) dieron sus nombres a tres nuevas estructuras. Las dos últimas permitían ir del Campo de Marte a la Llanura Vaticana.

El Tíber ha sido una importante vía de transporte desde la antigüedad. La sal producida en la llanura costera ya se transportaba hacia el interior siglos antes de la fundación de Roma. En el siglo viii a. C., los mercaderes griegos y fenicios visitaban con frecuencia el bajo valle del Tíber. Así pues, gracias a su proximidad al mar y a su río, Roma estuvo conectada a los flujos comerciales mediterráneos desde el principio. El Tíber también marcó una frontera entre los pueblos latinos, de los cuales los romanos son una rama, y los etruscos. Durante mucho tiempo, la orilla derecha fue percibida como extranjera, lo que convirtió a Roma en una ciudad fronteriza. A principios del siglo i a. C., esto ya no era así desde hacía siglos, pero este pasado lejano explicaba por qué la ciudad estaba repartida entre las dos orillas de un modo tan desigual. Los barrios de la orilla derecha, entre el río y la colina del Janículo, se conocían como trans Tiberim («al otro lado del Tíber») y aún se denominan Trastevere. En la organización administrativa del área urbana introducida en el año 7 a. C., estos distritos formaban solo una de las catorce regiones de la ciudad, y la decimocuarta.

Por montes y valles

Según la tradición, en una fecha que para nosotros corresponde al 21 de abril del año 753 a. C., Rómulo se situó en la cima del Palatino, mientras que Remo hacía lo propio más al sur, en la colina del Aventino. Los dos hermanos esperaban señales favorables de los dioses. El primero, Remo, vio seis buitres. Solo más tarde los dioses se mostraron a Rómulo, pero en forma de doce buitres. Los gemelos se disputaron entonces la condición de fundador, con tal violencia que Rómulo acabó con la vida de su hermano.

La leyenda nos sigue dando una buena idea del emplazamiento de Roma. La topografía local se caracteriza por la presencia de terrenos elevados, que solían alcanzar una altitud de unos sesenta metros. Hay un famoso dicho sobre la ciudad de las siete colinas, pero la cuenta es más compleja de lo que parece. El número siete excluye varias más pequeñas, algunas de las cuales fueron niveladas en la antigüedad. Además, varias cumbres estaban formadas por dos lomas distintas, mientras que otras adoptaban la forma de una cresta. En cualquier caso, Roma se desarrolló en un emplazamiento de colinas dispuestas en semicírculo. El Quirinal, el Viminal, el Esquilino, el Caelius y el Aventino formaban un arco de norte a sur. El Capitolio cerraba la zona por el oeste. Por último, el Palatino se situaba en el centro.

Entre las colinas se extendían varias zonas bajas: la depresión del Foro (al norte del Palatino, al este del Capitolio y al sur del actual barrio de los Montes), el Velabro (entre el Capitolio y el Palatino) y el valle de Murcia (entre el Palatino y el Aventino). A ambos lados de las colinas se extendían dos llanuras. Al norte, el Pantano de la Cabra se convertiría en el Campo de Marte. Esta vasta extensión estaba limitada al oeste por el Tíber, que aquí forma una especie de cuerno, y al noreste por la colina del Pincio. Al sur del Aventino se extendía la llanura conocida hoy como Testaccio. A partir del siglo ii a. C., los romanos denominaron a esta zona el Emporium, es decir, barrio portuario fluvial.

Una reputación consolidada como gran ciudad

La gran Roma Real

Al revés de lo que dice la leyenda, no fue Rómulo quien dio su nombre a Roma, sino la propia Roma la que creó a Rómulo como su héroe fundador y primer rey. De hecho, los reyes gobernaron la ciudad durante los primeros siglos de su existencia. La tradición ofrece una imagen distorsionada de este pasado lejano, porque a los romanos del siglo i a. C. les gustaba pensar en sus antepasados como modestos soldados campesinos cuya diminuta ciudad se desarrolló muy despacio y con gran esfuerzo. Sin embargo, Roma ya era uno de los principales centros del Lacio en el siglo viii a. C. Bajo dominio etrusco a finales del siglo vii y vi a. C., era una de las ciudades más importantes de Italia y la más abierta al mundo mediterráneo. Los romanos no tardaron en aprovechar esas ventajas geográficas de su ciudad.

En el siglo vii a. C., Roma ocupaba una superficie de unas 280 hectáreas, mucho mayor que la de las principales aglomeraciones etruscas. En el transcurso de un siglo, sin embargo, la superficie ocupada creció mucho, hasta alcanzar un total de 426 hectáreas, delimitadas por la Muralla Serviana. Los romanos atribuían esta muralla al rey Servio Tulio y los arqueólogos creen ahora que, en su estado original, data en realidad de mediados de siglo vi. Se reforzó considerablemente en el siglo iv, y sus grandes bloques de toba marcaron una frontera notable por siglos. Su recorrido de once kilómetros rodeaba las Siete Colinas. Todavía en el siglo iii a. C., los juristas distinguían entre la Urbs, la ciudad intra muros, y Roma en su conjunto. De hecho, a principios del siglo i a. C., el asentamiento se extendía mucho más allá de las murallas de la ciudad. Además, la muralla había perdido su función defensiva y apenas podía verse en algunos lugares, ya que se habían construido edificios junto a ella. Sin embargo, al atravesar una de sus puertas, los romanos sentían que entraban o salían del corazón de su ciudad.

La Roma republicana y las conquistas del Mediterráneo

El último rey de Roma, Tarquino el Soberbio, fue derrocado por una revolución palaciega en 509 a. C. Los autores de este complot optaron por no otorgar el título real, sino repartirse el poder entre ellos. Los romanos del siglo i a. C. consideraron su acción como el nacimiento de la «república libre», en realidad fue un régimen político en el que los asuntos públicos estaban dirigidos por una reducida élite. La «libertad» en cuestión pertenecía ante todo a los poderosos. Las instituciones de la República consagraban la supremacía de la aristocracia. Solo los más ricos entre los ricos asumían magistraturas: las responsabilidades políticas que les confiaban los ciudadanos electos, en el marco de mandatos anuales. Los magistrados supremos de la ciudad eran dos cónsules, que se renovaban cada año. Según los años, los miembros de la clase dirigente ejercían una magistratura (de mayor o menor importancia) o se sentaban en el senado entre sus pares. Esta asamblea de aristócratas deliberaba sobre todas las cuestiones importantes y emitía dictámenes que casi siempre eran respetados por los magistrados.

Al mismo tiempo, la relación de la joven República con el espacio cambió por completo. A lo largo de casi dos siglos y medio, Roma fue adquiriendo poco a poco la hegemonía sobre la península italiana. Tras su victoria sobre la ciudad de Tarento en 272 a. C., Roma dominaba toda la península. Se había anexionado gran parte del centro y el sur de Italia y, además, imponía a las comunidades derrotadas tratados de alianza muy sesgados a su favor. A principios del siglo iii a. C., Roma era una gran ciudad en la escala de la cuenca mediterránea: su población rondaba probablemente los 100 000 habitantes.

Tras imponer su autoridad en la península itálica, Roma se encontró casi automáticamente en competencia, y luego en abierta rivalidad, con Cartago. La antigua ciudad norteafricana, fundada por los fenicios en el siglo ix a. C., dominaba el Mediterráneo occidental. La primera guerra púnica (como llamaban los romanos a los fenicios de Cartago) tuvo lugar entre el 264 y el 241 a. C. El problema principal fue el control de Sicilia y Cerdeña. Tras la derrota cartaginense, estas grandes islas se convirtieron en las dos primeras provincias de Roma: territorios considerados extranjeros, pero sujetos a la administración directa de un magistrado romano. La segunda guerra púnica se desarrolló entre los años 218 y 201 a. C. Su causa principal fue el temor romano a ver cómo Cartago recuperaba su influencia expandiéndose en la Península Ibérica. Los teatros de operaciones se multiplicaron: en Hispania, en Italia (que Aníbal y un ejército cartaginés atravesaron durante casi quince años) y en África (donde Roma acabó imponiéndose). El poder romano se había tambaleado peligrosamente. La victoria provocó una reacción acorde con la angustia sentida durante el conflicto. Más que nunca, los aristócratas romanos tuvieron una sensación de poder, que les llevó a una insaciable sed de gloria militar. Durante el siglo ii, los ejércitos romanos conquistaron el Mediterráneo. Los éxitos militares y la explotación de los territorios conquistados aportaron a Roma considerables riquezas, que contribuyeron a su profunda transformación.

A medida que los legionarios romanos y sus aliados ganaban victoria tras victoria, la ciudad crecía sin cesar. Podríamos estar tentados de describir su crecimiento como exponencial, si no recordáramos que hablamos de siglos enteros. Los especialistas consideran plausible que la población de Roma pasara de 100 000 habitantes a principios del siglo iii a 200 000 entre los siglos iii y ii, y a 400 000 a finales del siglo ii a. C. Muchos italianos se instalaron en la ciudad. Ante la larga presencia militar de Aníbal en la península, muchos quisieron vivir bajo la protección de la muralla serviana, pero esta afluencia continuó tras la guerra. Al desviar la mayor parte del botín de guerra hacia sus propios intereses, la aristocracia romana cosechó una riqueza considerable de sus conquistas en el extranjero. La invirtieron en la tierra, labrándose vastos latifundios y explotándolos con abundante mano de obra esclava. El pequeño y mediano campesinado italiano se vio afectado por estos trastornos, que alimentaron una forma de éxodo rural. Además, Italia en su conjunto experimentó un fuerte crecimiento económico en el siglo ii a. C. Si bien las guerras de conquista trajeron consigo una afluencia de riquezas y de cautivos esclavizados, también estuvieron acompañadas de una intensificación del comercio entre la península y el resto del Mediterráneo. El desarrollo económico que resultó de estas tendencias complementarias fomentó el crecimiento urbano en toda Italia.

La faz de Roma cambió entonces. Además de los monumentos públicos construidos en gran número por la aristocracia, se levantaron edificios de varios pisos para alojar a la plebe. Si creemos en un pródigo relato de Tito Livio, este tipo de viviendas ya existían en el año 218 a. C. El historiador cuenta cómo, en ese año, un buey se escapó y subió las escaleras de un edificio hasta el tercer piso1. Las orillas del Tíber también cambiaron de aspecto, ya que las necesidades —sobre todo alimentarias— de una población creciente exigían nuevos desarrollos. El puerto del Tíber (portus Tiberinus) estaba situado en el Forum Boarium, donde un recodo del río ofrecía un lugar natural de desembarco. En las primeras décadas del siglo ii a. C. se llevaron a cabo importantes obras para estabilizar la ribera, cuando la capacidad del antiguo puerto ya no parecía suficiente. A partir del año 193 a. C., la República construyó el Emporium aguas abajo del Aventino. Este nuevo y vasto puerto fluvial relegó a un segundo plano el portus Tiberinus.

La capital de un imperio mundial

Un marco geopolítico e institucional cambiante

El siglo i a. C. fue testigo de la culminación de las conquistas mediterráneas: todos los territorios ribereños del mar interior pasaron gradualmente a estar bajo dominio romano, si es que no lo estaban ya. Además, gracias a las victorias de grandes generales (como Pompeyo y César) y a pesar de los fracasos de algunos otros (Craso en Oriente y Varo en Germania), el Imperio se extendió mucho más allá del Mediterráneo. Sus fronteras acabaron alcanzando el Rin, el Danubio, el Éufrates, el Sáhara y el Océano, cuyas orillas —en la mente de los antiguos— marcaban el límite del mundo habitado. Por eso los romanos pretendían dominar el mundo entero. Sus conquistas continuaron hasta principios del siglo ii d. C., pero a un ritmo más lento. Las conquistas territoriales (que llegaron hasta Escocia, al otro lado del Danubio y en las fronteras de Arabia, por ejemplo) fueron más modestas, aunque su lejanía reforzara la idea de dominio universal.

El siglo i a. C. también fue crucial en la historia de las instituciones políticas. La ciudad atravesó una crisis de gobierno especialmente larga, que comenzó en el último tercio del siglo ii y no se resolvió hasta unos cien años después. En primer lugar, la aristocracia se vio desgarrada por la aparición de una nueva sensibilidad política en su seno. Los hermanos Graco (Tiberius Sempronius Gracchus y Caius Sempronius Gracchus) dedicaron su carrera política a defender los intereses de los ciudadanos humildes. Este es el sentido que dieron a sus cargos de tribunos de la plebe, que ocuparon en 133 a. C. (en el caso del primero) y en 123 y 122 a. C. (en el caso del segundo). Para ellos, defender al pueblo significaba mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos comunes y corrientes. Así, en 123 a. C., Cayo Graco instituyó la venta de trigo a precio reducido en beneficio de los ciudadanos que vivían en Roma. En el plano institucional, los Gracos y sus partidarios (conocidos como populares) querían otorgar un papel soberano a las asambleas populares. A estas aspiraciones se oponían enérgicamente los aristócratas, apegados a la primacía del Senado sobre las asambleas populares y, más en general, al «gobierno de los mejores». En otras palabras, defendían el principio de instituciones controladas por y para la élite. Los optimates (literalmente «los mejores») acusaban a sus oponentes de demagogia y de querer imponerse como tiranos manipulando a los ciudadanos humildes. Por este motivo, los dos hermanos Graco fueron asesinados con diez años de diferencia, en 132 y 121 a. C. Los motines provocaron la muerte de varios centenares de personas. Sin embargo, los ideales populares sobrevivieron.

La cristalización del conflicto entre populares y optimates dio lugar a disturbios recurrentes. Hasta finales del siglo ii y principios del i, se limitaron a motines, violentos pero limitados en el tiempo y el espacio. Luego desembocaron en una guerra civil en los años 80 a. C. Fue especialmente mortífera en Roma, en los años 88 y 87, y de nuevo en el 82. El bando de los populares se fusionó con el de los partidarios de Mario, que se había cubierto de gloria militar en los últimos años del siglo anterior (y murió enfermo en el 86, a los 70 años). Por su parte, Sila fue el campeón de los optimates. Tras su victoria militar y la eliminación sistemática de sus oponentes, restauró un régimen estrictamente aristocrático. Luego abandonó el poder —que, paradójicamente, había ejercido de forma muy solitaria— con la sensación del deber cumplido. No fue hasta unos veinte años más tarde cuando los populares volvieron a encontrar un líder destacado en la persona de César. Al mismo tiempo, Clodius, un agente menos conocido pero famoso por su propensión a la violencia y sus dotes de agitador, intentó aplicar el programa de los Graco en toda su radicalidad.

Además de esta división de la aristocracia romana en dos sensibilidades opuestas, el siglo i a. C. fue testigo de la aparición de figuras políticas de una estatura sin precedentes. Estos imperatores, generales en jefe ávidos de conquista y gloria, querían reforzar su dominio personal sobre la ciudad. Los aristócratas, partidarios de un ejercicio plenamente colectivo del poder, fueron incapaces de detenerlos. Entonces, los imperatores se desgarraron mutuamente. Aliados en un principio, a finales de los años 60 a. C., Pompeyo y César se convirtieron en rivales y sus respectivos soldados se mataron entre el 49 y el 45. César salió victorioso de esta guerra civil, que se extendió por tres continentes, y aprovechó la ocasión para erigirse en dictador vitalicio. En nombre de la libertad y contra la tiranía, veinticuatro conspiradores le atravesaron con sus espadas el 15 de marzo del 44. Sin embargo, las esperanzas de restaurar la república aristocrática se desvanecieron. Los dos principales herederos de César (Marco Antonio y Octavio, hijo adoptivo póstumo del dictador) vengaron su asesinato. Se repartieron entonces el Imperio y se deshicieron de toda competencia. Octavio derrotó a Sexto Pompeyo, el hijo menor del gran Pompeyo, que controló Sicilia y Cerdeña durante varios años. Finalmente, Marco Antonio y Octavio se enfrentaron en los años 31 y 30 a. C., en un intento de tomar el Imperio en sus propias manos.

Como vencedor de esta última guerra civil, Octavio se presentó como el hombre de la paz restituida y el fundador de una Roma regenerada. Él mismo definía su posición en la ciudad como un principado: era el primero de los ciudadanos, el igual y el gobernante de todos. Este príncipe nunca pretendió compartir la autoridad suprema, sino que consideraba que la ejercía en el marco de un mandato que le habían confiado el Senado y el pueblo romano. De hecho, en enero del 27 a. C., Octavio declaró que deponía todos sus poderes. Los senadores le rogaron que diera marcha atrás en su decisión y conservara el mando militar que le permitiría seguir expandiendo el Imperio, sin dejar de ser su amo indiscutible. Una ley aprobada por el pueblo ratificó estas disposiciones. Por último, para asentar firmemente la superioridad del príncipe, el Senado dio a Octavio el nombre de Augusto, de fuerte carga religiosa, que lo describía como tan «venerable» como los dioses. Había nacido un nuevo sistema político, basado tanto en el poder de un solo hombre (el emperador) como en mantener las instituciones tradicionales de la República. Augusto lo consolidó hasta su muerte en el año 14 d. C. Cuatro emperadores de su familia (Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón) continuaron su obra hasta el año 68. Cuatro dinastías imperiales se sucedieron durante los dos primeros siglos d. C.: los Julio-Claudios (14-68), los Flavios (69-96), los Antoninos (96-192) y los Severos (193-235).

La ciudad de Roma alcanzó su apogeo demográfico como capital de los emperadores. A mediados del siglo i a. C. debía de contar con 500 000 habitantes. En la Roma de Augusto, tal vez fueran 800 000, antes de acercarse al millón bajo los Antoninos. Son aproximaciones, los detalles son discutibles. El crecimiento de la ciudad se mantuvo gracias a la estabilidad y prosperidad del Imperio, antes de detenerse en el último tercio del siglo ii. Entre 165 y 189 aproximadamente, el Imperio y, en particular, su capital, se vieron afectados por una epidemia devastadora. Esta «peste antonina» era una enfermedad distinta de lo que la medicina moderna denomina peste: la hipótesis de una epidemia de viruela es la que se plantea con más frecuencia. Es imposible cifrar con exactitud el impacto demográfico de esta peste. Sin embargo, es probable que Roma estuviera más poblada cuando el emperador Marco Aurelio tomó posesión de su cargo en 161 que cuando Septimio Severo juró su cargo en 193.

La mayor de las antiguas megalópolis

Es difícil dar una cifra exacta de la población de Roma. Así que es mejor empezar por un hecho indiscutible: la Roma imperial fue percibida por sus contemporáneos como una ciudad absolutamente excepcional en la escala de la historia de la humanidad. Como tal, pertenece a la categoría de las megaciudades, ciudades que han dejado en la memoria colectiva la imagen de inmensas urbes mundiales2. Plinio el Viejo hace una observación similar en su Historia Natural, la obra enciclopédica que escribió a mediados del siglo i de nuestra era. Tras destacar la altura de los edificios de Roma, observa que ninguna otra ciudad del mundo tenía un tamaño comparable3. De hecho, tras la anexión de Egipto en el año 30 a. C., Alejandría se convirtió en la segunda ciudad más poblada del Imperio, pero sus habitantes eran la mitad que los de Roma. Las otras grandes ciudades de Oriente (Antioquía, Éfeso, Pérgamo, en particular) eran de cuatro a diez veces más pequeñas que la capital imperial, mientras que ninguna otra ciudad de Italia o de las provincias occidentales era tan grande.

En 144, el orador Aelio Arístides pronunció un discurso En honor a Roma ante el emperador Antonino el Piadoso4. Aunque pretendía halagar el orgullo del pueblo victorioso magnificando su capital, este panegírico refleja claramente la visión que los habitantes del Imperio tenían de Roma. En primer lugar, la inmensidad de la ciudad parecía proporcional al territorio imperial.

Cuando observamos el Imperio en su conjunto, podemos sentirnos asombrados por la ciudad, al juzgar que una ínfima parte gobierna toda la tierra; pero cuando vemos la ciudad en sí y sus fronteras, ya no podemos asombrarnos de que todo el mundo habitado esté gobernado por una ciudad tan grande.

Además, Roma se consideraba en aquella época un lugar de convergencia, al que afluían todas las riquezas del mundo.

De todas las tierras y de todos los mares llega todo lo que traen las estaciones y todo lo que producen los diferentes suelos, ríos y lagos, así como las artes de los griegos y de los bárbaros: tanto es así que quien quiera tener una visión de todo ello debe viajar por todo el mundo habitado para hacer observaciones o quedarse en esta ciudad. Porque lo que crece o lo que producen los distintos pueblos se encuentra siempre necesariamente aquí, y en abundancia.

La ciudad era como un microcosmos, un resumen del mundo. Y no se trataba solo de mercancías. Hombres y mujeres de todo el Imperio venían a establecerse aquí, ya fuera por una temporada o para echar raíces. En resumen, Roma era la caput mundi (la capital, literalmente la cabeza del mundo, en latín) y la cosmópolis (la ciudad universal, en griego). Esta visión no era un mero producto de la imaginación, en el sentido de que la Roma imperial fue realmente una ciudad extraordinaria en la historia del mundo preindustrial. Ninguna otra ciudad europea o mediterránea tuvo una población tan numerosa hasta Londres, a finales del siglo xviii. Del mismo modo, París no alcanzó el millón de habitantes hasta mediados del siglo xix. Solo un puñado de ciudades chinas de la era preindustrial resisten la comparación con la antigua Roma en su apogeo.

Una ciudad millonaria (o casi)

La cifra de un millón de habitantes bajo los Antoninos es la propuesta más común: por comodidad, en cierto modo, y no porque represente una estimación mucho más fiable que cualquier otra. Es cierto que es equidistante de la hipótesis baja (en torno a 800 000 habitantes) y alta (en torno a 1,2 millones). Pero no hay garantía de que represente un término medio, más exacto que cualquier otra propuesta. Es más, cualquier cuantificación de la población romana es solo hipotética. La razón principal es que la documentación disponible no proporciona ninguna prueba directa cuya fiabilidad podamos comprobar. Todo lo que tenemos son indicios indirectos, que podemos cruzar para construir un constructo intelectual plausible.

Las cifras que han sobrevivido a los siglos no se refieren a toda la población, sino a una parte limitada del cuerpo cívico: los ciudadanos varones mayores de 17 años. Además, estos mismos datos no forman series homogéneas. Al contrario, algunos son tan aislados como poco claros. Los datos más detallados se refieren a los repartos regulares de trigo, que el tribuno plebeyo Clodius instituyó gratuitamente en el 58 a. C., y a los repartos excepcionales de dinero realizados por Augusto durante su principado. En el año 46 a. C., el número de personas con derecho a recibir trigo público había ascendido a 320 0005. Además, en su Res gestae (la larga inscripción que hizo fijar en las puertas de su mausoleo), Augusto enumeró los repartos de dinero que había concedido a la plebe de Roma6. Ninguno de ellos benefició a menos de 250 000 ciudadanos, subrayó. Por tanto, debemos suponer que en la Roma de Augusto vivían al menos 250 000 ciudadanos adultos. Para llegar a una estimación de la población total, habría que añadir a sus esposas e hijos, así como a los esclavos y extranjeros que vivían en la capital. Por desgracia, la importancia numérica exacta de estas diferentes categorías sigue siendo desconocida, por lo que solo podemos concluir que la cifra de 250 000 ciudadanos adultos es compatible con una población total de entre 800 000 y un millón de habitantes.

Esta población se extendía por una zona de unos 15 kilómetros cuadrados, es decir, 1500 hectáreas. Este es el segundo indicador disponible para intentar estimar el número de habitantes, pero tampoco es muy preciso, ni en sí mismo ni en la forma en que puede usarse. Desde el momento en que se expandió más allá de la muralla serviana, Roma fue una «ciudad abierta» y siguió siéndolo hasta finales del siglo iii de nuestra era. En 271, el emperador Aureliano inició la construcción de una nueva muralla, que aún hoy es claramente visible en la ciudad. Se extiende a lo largo de 19 kilómetros y cubre una superficie de 13,7 kilómetros cuadrados. Sin embargo, los arqueólogos estiman que la ciudad del Bajo Imperio se extendía un poco más, quizás cubriendo casi 16 kilómetros cuadrados. Dado el gran número de monumentos y la extensión de los espacios públicos, es probable que entre la mitad y dos tercios de esta superficie se destinaran a viviendas. Es imposible ser más preciso y, en cualquier caso, el número de habitantes por kilómetro cuadrado sigue siendo indeterminado. Lo único que se puede hacer, desde un punto de vista comparativo, es fijarse en las densidades medias de otras ciudades preindustriales, cuando estas han sido comprobadas. Sin embargo, estas densidades podrían variar hasta el doble. La principal ventaja de este enfoque es que delimita un campo de posibilidades. Por ejemplo, parece muy improbable que la antigua Roma pudiera tener una población cercana al millón y medio de habitantes, ya que tal densidad de población se aproximaría a los registros observados en los monstruos urbanos de Asia de los siglos xx y xxi. Por otro lado, una población de un millón de habitantes implica una densidad ciertamente muy elevada, pero aún plausible, dado lo que puede verse en ciertos barrios de Nápoles o Roma en el siglo xix.

La tercera y última categoría de datos se refiere a la alimentación y el consumo de los romanos al final de la República y durante el periodo imperial. Por ejemplo, un escolio de La Farsalia de Lucano indica que la ciudad comía 80 000 modii de trigo al día en el año 57 a. C. Hay varias explicaciones para esta observación7. En primer lugar, La Farsalia es un largo poema épico que narra la batalla entre Pompeyo y César. Esta obra, que data del siglo i d. C., ha sido copiada de generación en generación. Sin embargo, en algún momento indeterminado de la Antigüedad, un copista comentó el texto original, y sus notas (o escolios) fueron retomadas por manuscritos posteriores. La cantidad de trigo mencionada en una de estas scholies se expresa en una unidad de medida, el modius, que corresponde a una capacidad de 8,75 litros. Por ello, los especialistas han calculado que 80 000 modii de trigo podrían haber satisfecho las necesidades de una población de 750 000 habitantes. Dado que desconocemos la proporción exacta de cereales en la dieta y cuántas calorías consumían los romanos cada día, tal cifra es, una vez más, solo un orden de magnitud. No obstante, sea cual sea el indicador elegido, la ponderación global es coherente. Por lo demás, no es necesario convertir en un fetiche el millón de habitantes que Roma habría llegado a tener. Es más importante preguntarse por el impacto de la demografía en las condiciones de vida de la plebe.

2.El espacio urbano y las condiciones de vida de la plebe

Contrastes de densidad entre la ciudad monumental y la ciudad habitada

El derecho de paso a los espacios públicos

En la Roma de finales de la República y del Alto Imperio, el espacio urbano estaba ocupado de forma desigual, con algunos distritos centrales muy poco habitados. La ciudad optó por reservar gran parte de ese espacio a monumentos públicos. Desde los primeros tiempos, el Foro (o Forum Romanum) fue el corazón de la vida comunitaria. Su explanada, de unas 2 hectáreas en aquella época, se pavimentó hacia el año 600 a. C. Medio milenio más tarde, la religión pública encontró aquí uno de sus principales puntos de anclaje. El Foro y la uia Sacra, que conducía a él, estaban bordeados de templos y otros lugares de culto al aire libre. También era aquí donde se desarrollaba gran parte de la vida política de la ciudad. Al noroeste, la curia era el lugar de reunión habitual del senado. Los políticos podían dirigirse a la plebe frente a este edificio, desde la tribuna para arengas, conocida como los Rostra, debido a los espolones de navíos de guerra que la decoraban. Durante el último siglo de la República, los oradores también hablaban desde el alto podio del Templo de los Dioscuros (o Castores), en el lado opuesto de la explanada. Fue en esta parte oriental del Foro donde se construyeron las gradas del tribunal aureliano. Los magistrados (en particular los pretores) impartían justicia aquí. También lo hacían en las basílicas que lindaban con la plaza por el norte y el sur. En el siglo ii a. C. se construyeron estas grandes salas de mercado cubiertas (con funciones más civiles que religiosas), que sustituyeron sobre todo a las casas de los aristócratas. El Foro era también un espacio económico. Delante de las basilicae Sempronia y Æmilia se disponían dos hileras de tiendas (llamadas «antiguas» al sur y «nuevas» al norte). Las ocupaban por pequeños banqueros y fabricantes de artículos de lujo. Por otra parte, las tiendas de alimentación que estaban presentes en el Foro en una fecha temprana hacía tiempo que estaban más lejos. Desde principios del siglo ii a. C., la carne y el pescado se vendían más que todo en el macellum (mercado de alimentos) y su entorno inmediato, al norte de la basilica Æmilia.

Durante la época imperial, los príncipes siguieron desarrollando el Foro, combinando las obras de restauración con la construcción de nuevos monumentos. Sin embargo, las políticas urbanas que más influyeron en el espacio vivido por la plebe consistieron en ampliar el centro monumental más allá del Forum Romanum, que se convirtió en cierto modo en el «antiguo» foro de la ciudad. César y luego los emperadores Augusto, Vespasiano (69-79), Domiciano (81-96) y Trajano (98-117) construyeron cinco nuevos foros. Estas vastas plazas públicas estaban rodeadas de pórticos y servían de escenario para un templo (o una enorme basílica, en el caso del foro de Trajano). Los magníficos y lujosos escaparates del poder llegaron a ocupar una superficie de más de 500 por 300 metros, en su mayor parte tomada de zonas residenciales. De hecho, en el siglo ii d. C., el corazón monumental de la ciudad se extendía a lo largo de casi 900 metros, desde el extremo norte del foro de Trajano hasta el Coliseo (el gran anfiteatro construido por la dinastía Flavia), que incluía el foro republicano y los edificios públicos construidos en su prolongación occidental.

Otro distrito de la ciudad, el Campo de Marte, tenía tantos edificios públicos que su capacidad para albergar gente era escasa. Debido a su mal drenaje natural, esta zona permaneció poco ocupada durante mucho tiempo y se cubrió en gran parte de césped. Durante el último siglo de la República, todas las asambleas en las que los ciudadanos votaban para aprobar leyes o elegir magistrados se celebraban aquí. En el siglo ii a. C. se construyeron varios templos en el Campo de Marte para agradecer a los dioses las victorias obtenidas en esta época de conquista. Sin embargo, no fue hasta el siglo siguiente cuando los imperatores convirtieron la zona en el centro de su gloria militar. En el año 55 a. C., Pompeyo dedicó a la zona un inmenso teatro y un vasto cuadripórtico contiguo, usando el botín de sus campañas orientales. La parte sur del Campo de Marte se convirtió en el barrio de los teatros a finales de siglo, después de que Lucio Cornelio Balbo y Augusto erigieran otros dos. El segundo recibió el nombre de Marcelo, sobrino del príncipe que murió demasiado pronto. En el corazón del barrio, Agripa construyó unas termas públicas, una gran piscina y un templo dedicado a todos los dioses: el Panteón, que el emperador Adriano (117-138) remodeló. En el extremo norte del Campo de Marte, Augusto instaló un gran reloj de sol, el Altar de la Paz y su mausoleo (rodeado de un jardín). Sus sucesores continuaron esta labor de monumentalización: las termas de Nerón, el estadio y el odeón de Domiciano y varios templos a emperadores muertos y divinizados dan fe de ello. En resumen, las actividades comunitarias y cívicas dominaban el Campo de Marte y sus alrededores. No faltaron las viviendas. Las más antiguas se construyeron aquí en el primer cuarto del siglo i a. C. Los restos de varios edificios construidos en la primera mitad del siglo ii d. C. aún pueden verse a lo largo de la uia Lata (actual vía del Corso), en un tramo de unos 220 metros. Sin embargo, el Campo de Marte ilustra bien la competencia entre monumentos públicos y viviendas en la ciudad. En todos los barrios centrales, el espacio habitable estaba dominado por la presencia de grandes edificios públicos, como el Circo Máximo en el Vallis Murcia (valle de Murcia), el santuario del divino Claudio en la colina Caelius o las Termas de Trajano en el Oppius, por ejemplo.

En la periferia, el espacio urbano tampoco estaba reservado a las viviendas, pues los grandes jardines formaban una especie de cinturón verde8. A finales de la República, estos parques pertenecían a los principales aristócratas. En ellos, los nobles podían reunir a sus amigos y a sus clientes (los ciudadanos a los que protegían). Como Pompeyo a su regreso de Oriente, a veces aprovechaban la ocasión para mostrar su generosidad repartiendo dinero. Había muchos jardines aristocráticos en el Esquilino y el Pincio, hasta el punto de que el Mons Pincius fue apodada la «Colina de los Jardines». También había jardines en la orilla derecha, en la Llanura Vaticana y en Trastevere, donde se encontraba el gran parque que César legó al pueblo. Los emperadores fueron adquiriendo poco a poco estos jardines, bien por compra o por confiscación.

Concentración y ampliación de viviendas

La existencia de grandes superficies ocupadas por monumentos o jardines tuvo un fuerte impacto en las condiciones de vida de la plebe. Por un lado, en los distritos centrales, las viviendas se concentraban en pequeñas áreas y formaban zonas especialmente densas. Por otro lado, una gran parte del parque de viviendas tendía a desplazarse hacia la periferia, convirtiendo Roma en una aglomeración extraordinariamente vasta a los ojos de sus contemporáneos. El barrio de Subura, por ejemplo, se consideraba emblemático de la superpoblación del centro de la ciudad. Comenzaba detrás de los Foros de Augusto y Vespasiano y se extendía hacia el este, hasta la Puerta del Esquilino. Su topografía era característica de la Ciudad de las Siete Colinas: la calle principal, el cliuus Suburanus