La promesa - Harlan Coben - E-Book

La promesa E-Book

Harlan Coben

0,0

Beschreibung

La desaparición de una joven en Nueva Jersey durante los festejos de fin de curso conmociona a toda la comunidad. Si se tratara de una chica cualquiera, las autoridades policiales se harían cargo de la búsqueda y quizá darían con su paradero. Pero la joven en cuestión no es una adolescente cualquiera, sino la hija de unos buenos amigos de Myron Bolitar, agente deportivo e investigador privado. Bolitar, que no se encargaba de un caso desde hacía años, deberá ahora esmerarse en encontrar lo antes posible a la joven, ya que cada minuto juega en su contra y aleja más a la chica de su hogar. Además, fue el propio Bolitar quien la vio con vida por última vez, cuando, dos noches atrás, la acompañó en coche hasta el apartamento de una presunta amiga. Una historia que engancha desde la primera línea por su intriga, sus giros argumentales y su intensidad. Harlan Coben ofrece con La promesa una de sus mejores obras, gracias a las cuales se ha convertido en el número uno de las listas de ventas de todo el mundo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 505

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original inglés: Promise Me

© Harlan Coben, 2006.

© Traducción de Esther Roig, 2006.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF: OEBO307

ISBN: 978-84-9006-780-2

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

54

55

56

57. CUATRO DÍAS DESPUÉS

AGRADECIMIENTOS

Notas

Para Charlotte, Ben, Will y Eve. Sois unos demonios,

1

La chica desaparecida —no habían cesado de dar la noticia, sacando siempre aquella fotografía escolar angustiosamente corriente de la adolescente desaparecida, ya sabes cuál, con un fondo de arco iris ondulante, los cabellos demasiado lisos, la sonrisa demasiado afectada, y después una instantánea rápida de los preocupados padres en el jardín, rodeados de micrófonos, la madre en silencio y llorosa, el padre leyendo una declaración con labios temblorosos—, esa chica, esa chica desaparecida, acababa de pasar al lado de Edna Skylar.

Edna se quedó clavada en el sitio.

Stanley, su marido, dio unos pasos más hasta que se dio cuenta de que su esposa ya no estaba a su lado. Se volvió.

—Edna.

Estaban cerca de la esquina de la Calle 21 y la Octava Avenida de Nueva York. No había tráfico esa mañana de sábado, pero muchos peatones. La chica desaparecida se dirigía a la parte alta de la ciudad.

Stanley soltó un suspiro de fatiga.

—¿Y ahora qué?

—Calla.

Tenía que pensar. La fotografía de colegiala de la chica con el arco iris ondulante al fondo... Edna cerró los ojos. Tenía que evocar la imagen en su cabeza. Comparar y contrastar.

En la foto, la chica desaparecida tenía los cabellos largos y de un color castaño apagado. La mujer que acababa de pasar —mujer, no chica, porque la que acababa de pasar parecía mayor, pero tal vez la foto también era antigua— era pelirroja y llevaba los cabellos cortos y ondulados. La chica de la foto no llevaba gafas. La que se dirigía al norte por la Octava Avenida llevaba unas gafas de última moda, con la montura oscura y rectangular. Su ropa y su maquillaje eran más de persona mayor, a falta de una definición mejor.

Estudiar las caras era más que una afición para Edna. Tenía sesenta y tres años, y era una de las pocas doctoras de su edad que se especializaba en el campo de la genética. Los rostros eran su vida. Una parte de su cerebro siempre estaba trabajando, incluso cuando no estaba en la consulta. No podía evitarlo: la doctora Edna Skylar estudiaba los rostros. Sus amigos y familiares estaban acostumbrados a su mirada penetrante, aunque desconcertara a los desconocidos y a los que acababan de conocerla.

Eso era lo que estaba haciendo Edna. Pasear por la calle, ignorando, como solía hacer, las vistas y los sonidos, perdida en su propio gozo personal de estudiar las caras de los transeúntes. Observando la estructura de la mejilla y la profundidad de la mandíbula, la distancia entre los ojos y la altura de las orejas, el contorno de la mandíbula y el espacio orbital. Y fue por eso por lo que, a pesar del nuevo color de pelo y del corte, a pesar de las gafas a la última, y del maquillaje y la ropa de adulta, Edna había reconocido a la chica desaparecida.

—Iba con un hombre.

—¿Qué?

Edna no se había dado cuenta de que había hablado en voz alta.

—La chica.

Stanley frunció el ceño.

—¿De qué hablas, Edna?

De la foto. De la angustiosa foto de la colegiala normal y corriente. La has visto un millón de veces. La ves en un anuario escolar y las emociones se agolpan. Como una ola, ves su pasado, ves su futuro. Sientes la alegría de la juventud, sientes el dolor de crecer. Percibes su potencial. Sientes una punzada de nostalgia. Ves pasar su vida por delante, tal vez universidad, matrimonio, hijos, todo eso.

Pero cuando sacan esa foto en las noticias de la noche, se te encoge el corazón de terror. Miras la cara, la sonrisa incierta y los cabellos lisos y los hombros tensos, y tu cabeza vuela hacia rincones oscuros que se rehúyen.

¿Cuándo había desaparecido Katie? Ése era su nombre, Katie.

Edna intentó recordarlo. Probablemente hacía un mes. Tal vez seis semanas. La noticia sólo había salido en la televisión local y no durante mucho tiempo. Algunos creían que se había escapado de casa. Katie Rochester había cumplido dieciocho años unos días antes de su desaparición, lo cual la convertía en mayor de edad y por lo tanto disminuía la prioridad de la búsqueda. Se creía que había problemas en casa, sobre todo con su padre, un hombre estricto, aunque le temblaran los labios.

Tal vez Edna se había equivocado. Tal vez no fuera ella.

Sólo había una forma de averiguarlo.

—Corre —le dijo a Stanley.

—¿Qué? ¿Adónde vamos?

No había tiempo para responder. Seguramente la chica ya estaba una manzana más allá. Stanley la seguiría. Stanley Rickenbak, tocoginecólogo, era el segundo marido de Edna. El primer marido había durado un suspiro, un tipo impresionante, demasiado guapo y demasiado apasionado, y evidentemente un absoluto imbécil. Probablemente esto no era justo, pero ¿y qué? La idea de casarse con un médico —de eso hacía cuarenta años— había sido un cambio agradable en comparación con el marido número uno. No obstante, la realidad no había sido tan buena con él. Había creído que Edna abandonaría su ejercicio cuando tuvieran hijos, pero ella no lo dejó, más bien al contrario. La verdad —una verdad que no había pasado por alto a sus hijos— era que le gustaba más ser médica que madre.

Se precipitó tras la chica. Las aceras estaban repletas. Ella avanzó manteniéndose cerca del bordillo y aceleró el paso. Stanley intentó seguirla.

—Edna.

—No te apartes de mí.

Él la alcanzó.

—¿Qué ocurre?

Edna buscó a la pelirroja con la mirada.

Allí. Más adelante y a la izquierda.

Necesitaba verla de cerca. Edna se lanzó a la carrera, ofreciendo un espectáculo poco habitual, una mujer elegantemente vestida, de sesenta y tantos años, corriendo por la calle. Pero estaban en Manhattan; apenas le valió una mirada de curiosidad.

Se colocó frente a la mujer, intentando no ser demasiado visible, escondiéndose detrás de otros más altos, y cuando estuvo bien situada, se volvió. La presunta Katie caminaba hacia ella. Sus ojos se encontraron un momento muy breve y Edna la reconoció.

Era ella.

Katie Rochester iba con un hombre de cabello oscuro, probablemente de treinta y pocos, cogidos de la mano. No se la veía demasiado afligida. En realidad parecía contenta, en el momento en que sus ojos se encontraron, al menos, bastante contenta. Pero por supuesto eso no significaba nada. Elizabeth Smart, la joven secuestrada en Utah, había salido a la calle con su secuestrador y no intentó nunca pedir ayuda. Tal vez sucediera algo parecido con Katie.

Pero no lo creía.

La presunta Katie pelirroja le susurró algo a aquel hombre. Aceleraron el paso. Edna vio que doblaban a la derecha y bajaban la escalera del metro. El rótulo indicaba las líneas C y E. Stanley alcanzó a Edna. Estaba a punto de decir algo, pero vio su expresión y se contuvo.

—Vamos —dijo ella.

Cruzaron corriendo y bajaron la escalera. La mujer desaparecida y el hombre moreno cruzaban el torniquete. Edna lo miró.

—Mierda.

—¿Qué?

—No tengo tarjeta de metro.

—Yo sí —dijo Stanley.

—Dámela. Corre.

Stanley sacó la tarjeta de la cartera y se la dio. Ella la introdujo en la ranura, cruzó el torniquete y se la devolvió. No le esperó. Ellos bajaron por la escalera de la derecha. Se dirigió hacia allí. Oyó el rugido del tren que llegaba y bajó corriendo.

Los frenos chirriaron. Las puertas se abrieron, y el corazón de Edna empezó a latir desenfrenadamente en su pecho. Miró a derecha e izquierda, buscando a la pelirroja.

Nada.

¿Dónde estaba la chica?

—Edna.

Era Stanley. La había alcanzado.

Ella no dijo nada. Se quedó en el andén, pero no había rastro de Katie Rochester. Y aunque lo hubiera, ¿qué? ¿Qué podía hacer Edna? ¿Subir al metro y seguirla? ¿Adónde? ¿Y después qué? Encontrar el piso o la casa y llamar a la policía...

Alguien le tocó el hombro.

Edna se volvió. Era la chica desaparecida.

Durante un tiempo después, Edna se preguntaría qué había visto en la expresión de su cara. ¿Era una mirada de súplica, de desesperación, de calma, de alegría, incluso? ¿Decisión? Todo a la vez.

Se quedaron quietas un momento, mirándose. El tráfico de personas, los indescifrables sonidos de megafonía, el aviso del tren..., todo desapareció y quedaron sólo ellas dos.

—Por favor —dijo la chica desaparecida, con un susurro—. No comente que me ha visto.

Después subió al metro. Edna sintió un escalofrío. Se cerraron las puertas. Ella quería hacer algo, lo que fuera, pero no podía moverse. Su mirada estaba fija en la otra.

—Por favor —silabeó la chica a través del cristal.

Y el tren desapareció en la oscuridad.

2

Había dos chicas adolescentes en el sótano de Myron.

Así fue cómo empezó. Más tarde, cuando Myron recordaba toda la pérdida y la angustia, aquella serie de «y si» volvía y le obsesionaba de nuevo. Y si no hubiera necesitado hielo. Y si hubiera abierto la puerta del sótano un minuto antes o un minuto después. Y si las dos adolescentes —¿qué estaban haciendo solas en su sótano, para empezar?— hubieran hablado en susurros para que él no las oyera.

Y si él se hubiera ocupado de sus asuntos.

Desde lo alto de la escalera, Myron oyó reír a las chicas. Se paró. Por un momento pensó en cerrar la puerta y dejarlas solas. Su pequeña fiesta estaba escasa de hielo, pero aún quedaba algo. Podía volver más tarde.

Pero antes de que pudiera volverse, una de las voces de las chicas subió como el humo por el hueco de la escalera.

—Entonces ¿te fuiste con Randy?

La otra:

—Oh, Dios mío, estábamos tan colocados.

—¿De cerveza?

—Cerveza y chupitos, sí.

—¿Como llegaste a casa?

—Condujo Randy.

En lo alto de la escalera, Myron se quedó rígido.

—Pero si has dicho...

—Calla. —Después—: ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Pillado.

Myron bajó la escalera trotando y silbando. Con toda la naturalidad del mundo. Las dos chicas estaba sentadas en lo que antes había sido el dormitorio de Myron. El sótano había sido «decorado» en 1975 y se notaba. El padre de Myron, que en ese momento se estaría divirtiendo con su madre en un apartamento cercano a Boca Raton, había sido espléndido con la cinta adhesiva. El forro de madera, un diseño que había envejecido tanto como el Betamax, empezaba a soltarse. En algunos puntos las paredes de cemento estaban a la vista y se desconchaban de forma palpable. Las baldosas del suelo, pegadas con algo semejante a cola, se abombaban. Crujían como un escarabajo al pisarlas.

Las dos chicas —Myron conocía a una de ellas de toda la vida, a la otra acababa de conocerla— le miraron con los ojos muy abiertos. Por un momento, nadie habló. Las saludó con un gesto.

—Eh, chicas.

Myron Bolitar se enorgullecía de su capacidad para iniciar conversaciones.

Las dos chicas estaban en el último curso de instituto, y era bonito su aire de colegialas. La que estaba sentada en el extremo de su vieja cama —la que acababa de conocer hacía una hora— se llamaba Erin. Hacía dos meses que Myron salía con Ali Wilder, la madre de Erin, una viuda que trabajaba de periodista free lance. La fiesta, en la casa donde Myron había crecido y que ahora era suya, era algo así como la celebración del «noviazgo» de ellos dos.

La otra chica, Aimee Biel, imitó su gesto y su tono.

—Eh, Myron.

Más silencio.

La primera vez que vio a Aimee Biel fue el día siguiente a su nacimiento en el St. Barnabas Hospital. Aimee y sus padres, Claire y Erik, vivían a dos manzanas de distancia. Myron conocía a Claire desde que iban juntos a la Heritage Middle School, a medio kilómetro de allí. Myron miró a Aimee. Por un momento fue como volver veinticinco años atrás. Aimee se parecía tanto a su madre —tenía la misma sonrisa maliciosa y despreocupada—, que era como entrar en el túnel del tiempo.

—Iba a por más hielo —dijo Myron. Señaló el congelador con el pulgar para ilustrarlo.

—Bien —dijo Aimee.

—Muy frío —dijo Myron—. Helado, de hecho.

Myron chasqueó la lengua. Sólo él.

Con una sonrisa tonta todavía en la cara, Myron miró a Erin. Ella apartó la mirada. Ésa había sido su reacción básica ese día. Educada pero distante.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Aimee.

—Dispara.

Ella abrió las manos.

—¿No era ésta tu habitación de pequeño?

—Lo era.

Las dos chicas intercambiaron una mirada. Aimee se rió. Erin la imitó.

—¿Qué? —preguntó Myron.

—Esta habitación... no puede ser más fatal.

Erin habló por fin.

—Es casi demasiado retro para ser retro.

—¿Cómo le llamas a eso? —preguntó Aimee, señalando debajo de ella.

—Puf —dijo Myron.

Las dos chicas volvieron a reírse.

—Y esa lámpara, ¿por qué tiene la bombilla negra?

—Hace que brillen los pósteres.

Más risas.

—Oye, iba al instituto —dijo Myron, como si eso lo explicara todo.

—¿Trajiste a alguna chica aquí? —preguntó Aimee.

Myron se llevó una mano al corazón.

—Un caballero nunca habla de sus ligues. —Después—: Sí.

—¿Cuántas?

—¿Cuántas qué?

—¿Cuántas chicas trajiste?

—Oh. ¿Aproximadamente? —Myron miró al techo, y contó con los dedos—. Más o menos... diría que entre ochocientas y novecientas mil.

Eso provocó una risa desenfrenada.

—De hecho —dijo Aimee—, mamá dice que eras una monada.

—¿Era? —dijo Myron arqueando una ceja.

Las chicas se desternillaron de risa. Myron meneó la cabeza y gruñó algo referente a respetar a los mayores. Cuando se serenaron, Aimee dijo:

—¿Puedo hacerte otra pregunta?

—Dispara.

—Hablo en serio.

—Adelante.

—Las fotos tuyas de arriba. En la escalera.

Myron asintió. Ya se imaginaba adónde quería ir a parar.

—Saliste en la cubierta del Sports Illustrated.

—Ése soy yo.

—Mis padres dicen que eras el mejor jugador de baloncesto del país.

—Tus padres exageran —dijo Myron.

Las chicas le miraron. Pasaron cinco segundos. Después cinco más.

—¿Tengo algo entre los dientes? —preguntó Myron.

—¿No te contrataron los Lakers?

—Los Celtics —corrigió él.

—Lo siento, los Celtics. —Aimee no dejó de mirarle fijamente—. Y te lesionaste la rodilla, ¿no?

—Sí.

—Se acabó tu carrera. Así sin más.

—Más o menos, sí.

—¿Y qué? —Aimee se encogió de hombros—. ¿Cómo te sentiste?

—¿Por lesionarme la rodilla?

—Por ser una superestrella, y después, paf, no poder volver a jugar.

Las dos chicas esperaban una respuesta. Myron intentó pensar en algo profundo.

—Fue una auténtica mierda —dijo.

A las dos les encantó oírlo.

Aimee sacudió la cabeza.

—Debió de ser espantoso.

Myron miró a Erin, que tenía los ojos bajos. La habitación estaba en silencio. Esperó. Finalmente levantó la cabeza. Parecía asustada, pequeña y joven. Le habría gustado abrazarla, pero vaya, eso no habría sido buena idea en absoluto.

—No —dijo Myron bajito, sin dejar de mirarla—. No fue tan espantoso.

Una voz en lo alto de la escalera gritó:

—Myron.

—Ya voy.

En aquella época estuvo a punto de marcharse. El siguiente gran «y si». Pero las palabras que había oído en la escalera —«Condujo Randy»— le fastidiaban. «Cerveza y chupitos». No podía olvidarlo sin más, ¿no?

—Voy a contaros una historia —empezó Myron. Y entonces se detuvo. Lo que quería contarles era un incidente de sus días de instituto. Se había celebrado una fiesta en casa de Barry Brenner. Eso era lo que quería contarles. Estaba en su último año, como ellas. Habían bebido mucho. Su equipo, los Livingston Lancers, acababa de ganar el torneo de baloncesto estatal, gracias a los cuarenta y tres puntos de la superestrella americana Myron Bolitar. Todos estaban borrachos. Recordaba a Debbie Frankel, una chica inteligente, llena de vida, un diablillo siempre animado, siempre levantando la mano para contradecir al profesor, siempre discutiendo y poniéndose en el bando contrario, y a quien querían por eso. A medianoche Debbie fue a despedirse de él. Llevaba las gafas bajas sobre la nariz. Eso era lo que recordaba mejor, que las gafas le resbalaban. Él se dio cuenta de que estaba colocada. Como las otras dos chicas que irían en ese coche.

Es fácil imaginar cómo acaba la historia. Cogieron la colina en South Orange Avenue demasiado rápido. Debbie murió en el accidente. El coche aplastado estuvo expuesto frente al instituto seis años. Myron se preguntó dónde estaría ahora, qué habrían hecho por fin con la chatarra.

—¿Qué? —preguntó Aimee.

Pero Myron no les habló de Debbie Frankel. Sin duda Erin y Aimee habían oído otras versiones de la misma historia. No serviría de nada. De modo que intentó otra cosa.

—Necesito que me prometáis algo —dijo Myron.

Erin y Aimee le miraron.

Él sacó la cartera del bolsillo y buscó dos tarjetas suyas. Abrió el cajón de arriba y encontró un bolígrafo que funcionaba.

—Aquí están todos mis teléfonos: casa, trabajo, móvil, mi piso de Nueva York.

Myron garabateó en las tarjetas y dio una a cada chica. Ellas las cogieron sin decir palabra.

—Escuchadme bien, ¿vale? Si alguna vez estáis en un apuro. Si estáis por ahí bebiendo o vuestros amigos están bebiendo o estáis borrachas o colocadas o lo que sea, prometedme que me llamaréis. Iré a buscaros estéis donde estéis. No haré preguntas. No se lo diré a vuestros padres. Eso os lo prometo. Os llevaré donde queráis ir. Por tarde que sea. No me importa lo lejos que estéis o lo colocadas que vayáis. A cualquier hora, cualquier día. Llamadme e iré a buscaros.

Las chicas no dijeron nada.

Myron se acercó un paso más. Intentó que su voz no sonara suplicante.

—Por favor..., no subáis nunca al coche con alguien que haya bebido.

Se quedaron mirándolo.

—Prometédmelo —dijo él.

Y un momento después —¿el «y si» final?— lo prometieron.

3

Dos horas después, la familia de Aimee —los Biel— fueron los primeros en marcharse.

Myron los acompañó a la puerta. Claire le habló al oído.

—He oído que las chicas estaban en tu antigua habitación.

—Sí.

Ella le sonrió con malicia.

—¿Les has contado que...?

—Por Dios, no.

Claire meneó la cabeza.

—Eres un mojigato.

Él y Claire eran buenos amigos en el instituto. A él le encantaba su espíritu libre. Se portaba como un chico, a falta de una definición mejor. Cuando iban a una fiesta, intentaba ligar con alguien, normalmente con bastante éxito porque, vaya, era una chica atractiva. Le gustaban los musculitos. Salía con ellos una vez, tal vez dos, y cambiaba.

Ahora era abogada. Ella y Myron habían ligado una vez, en aquel mismo sótano, durante unas vacaciones escolares, en el último año. Myron había reaccionado peor que ella. Al día siguiente, Claire estaba tan tranquila. Sin escenas, ni tratamiento de silencio, ni «tal vez deberíamos hablar de esto».

Tampoco hubo bis.

En la facultad de derecho Claire conoció a su marido, «Erik con K», según se presentaba siempre. Erik era delgado y muy puesto. Casi nunca sonreía. Casi nunca se reía. Sus corbatas eran siempre maravillosamente elegantes. Erik con K no era el hombre con quien Myron habría imaginado que acabaría Claire, pero parecían llevarse bien. Debía de ser por aquello de que los opuestos se atraen.

Erik le dio un fuerte apretón de mano y le miró a los ojos.

—¿Nos veremos el domingo?

Solían jugar partidos improvisados de baloncesto los domingos por la mañana, pero Myron había dejado de ir hacía meses.

—No, esta semana no iré.

Erik asintió como si Myron hubiera dicho algo profundo y se fue a la puerta. Aimee sofocó la risa y se despidió.

—Me alegro de haberte visto.

—Lo mismo digo, Aimee.

Myron intentó mirarla de forma que transmitiera «Recuerda la promesa». No supo si lo había conseguido, pero Aimee asintió levemente con la cabeza antes de salir al jardín.

Claire le besó en la mejilla y volvió a susurrarle al oído:

—Pareces feliz.

—Lo soy —dijo.

Claire sonrió.

—Ali es estupenda, ¿eh?

—Lo es.

—¿Soy la mejor casamentera del mundo?

—Como salida de una producción barata de El violinista en el tejado —dijo él.

—No quiero apremiarte. Pero soy la mejor, ¿a que sí? Está bien, puedo asumirlo, la mejor del mundo.

—Sigues hablando de tu faceta de casamentera, ¿no?

—Claro, en lo otro ya sé que soy la mejor.

—Eh —dijo Myron.

Ella le pellizcó un brazo y se marchó. La vio alejarse, meneó la cabeza y sonrió. En cierto modo, siempre tienes diecisiete años y esperas que tu vida empiece.

Diez minutos después, Ali Wilder, el nuevo amor de Myron, llamó a sus hijos. Él los acompañó al coche. Jack, de nueve años, llevaba encantado el uniforme de los Celtics con el viejo número de Myron. Era lo más en moda hip-hop. Primero habían sido los uniformes retro de las estrellas favoritas. Ahora, en un sitio web llamado Big-Time-Losahs.com o algo por el estilo, vendían uniformes de jugadores que habían sido estrellas o que no habían llegado a serlo, jugadores que se lesionaron.

Como Myron.

Jack, a su edad, no entendía la ironía.

Cuando llegaron al coche, Jack dio un gran abrazo a Myron. Inseguro de cómo reaccionar, Myron se lo devolvió, pero fue breve. Erin se quedó aparte. Le saludó con la cabeza y subió al asiento trasero. Jack imitó a su hermana. Ali y Myron se quedaron de pie y se sonrieron como un par de adolescentes en su primera cita.

—Ha sido divertido —dijo Ali.

Myron seguía sonriendo. Ali le miró con sus maravillosos ojos marrón verdoso. Tenía el cabello rubio rojizo y conservaba restos de pecas infantiles. Su cara ancha y su sonrisa le cautivaban.

—¿Qué?

—Estás guapísima.

—No quiero jactarme, pero sí. Soy guapa.

Ali miró hacia la casa. Win —nombre real: Windsor Horne Lockwood III— estaba de pie con los brazos cruzados, apoyado en el umbral.

—Tu amigo Win —dijo—. Parece simpático.

—No lo es.

—Lo sé. Pensé que siendo tu mejor amigo y eso, debía decirlo.

—Win es complicado.

—Es guapo.

—Lo sabe.

—Pero no es mi tipo. Demasiado guapo. Demasiada pinta de chico rico.

—Tú prefieres a los machos —dijo Myron—. Lo comprendo.

Ella se rió disimuladamente.

—¿Por qué no deja de mirarme?

—Lo más probable es que te esté evaluando el culo.

—Es agradable saber que alguien lo hace.

Myron se aclaró la garganta y apartó la mirada.

—¿Quieres que cenemos mañana?

—Me encantaría.

—Te recogeré a las siete.

Ali le puso la mano en el pecho. Myron sintió algo eléctrico al contacto. Ella se puso de puntillas —él medía metro noventa y cinco— y le besó en la mejilla.

—Cocinaré yo.

—¿En serio?

—Nos quedaremos en casa.

—Bien. Entonces será algo familiar. ¿Para que conozca mejor a los chicos?

—Los chicos pasarán la noche en casa de mi hermana.

—Oh —dijo Myron.

Ali le miró intensamente y subió al coche.

—Oh —repitió Myron.

Ella arqueó una ceja.

—Y no querías fanfarronear sobre tu elocuencia...

Se marchó. Myron vio desaparecer el coche, todavía con la sonrisa de zombi en la cara. Se volvió y fue a la casa.

Win no se había movido. Había habido muchos cambios en la vida de Myron —sus padres se habían mudado al sur, el nuevo hijo de Esperanza, su empresa, incluso Big Cyndi— pero Win seguía siendo una constante. El cabello de un rubio ceniza se le había vuelto gris en las sienes, pero aún era un blanco privilegiado prototípico. La mandíbula noble, la nariz perfecta, los cabellos peinados por los dioses: olía, merecidamente, a privilegio, zapatos blancos y bronceado de golf.

—Seis coma ocho —dijo Win—. Lo dejaré en siete.

—¿Cómo dices?

Win levantó una mano, con la palma hacia abajo, y la meneó a un lado y otro.

—Tu señora Wilder. Siendo generoso, le daría un siete.

—Vaya, no sabes cuánto me alegro. Viniendo de ti y todo eso.

Entraron en la casa y se sentaron en la sala. Win cruzó las piernas con su elegancia habitual. Su expresión se instalaba pertinazmente en la arrogancia. Parecía mimado, consentido y blando, al menos por su cara. Pero el cuerpo era otra historia. Era todo músculo, nudoso y denso, delgado pero fuerte como un alambre.

Win chasqueó los dedos. En él quedaba elegante.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—No.

—¿Por qué estás con ella?

—Estás bromeando, espero.

—No. Quiero saber qué es exactamente lo que ves en la señora Ali Wilder.

Myron meneó la cabeza.

—Sabía que no debería haberte invitado.

—Ah, pero lo hiciste. Así que déjame perorar.

—Por favor, no lo hagas.

—En nuestros años de Duke, fue la preciosa Emily Dowing. Después, tu alma gemela durante más de diez años, la exquisita Jessica Culver, un breve flirteo con Brenda Slaughter y ay las, más recientemente, la pasión Terese Collins.

—¿Esto tiene algún objetivo?

—Lo tiene. —Win separó los dedos y los juntó de nuevo—. ¿Qué tienen en común todas esas mujeres, tus antiguos amores?

—Dímelo tú —dijo Myron.

—En una palabra: suculencia.

—¿Ésa es tu definición?

—Mujeres que echaban humo —siguió Win con su acento pedante—. Todas y cada una de ellas. En una escala del uno al diez, daría a Emily un nueve. Sería la puntuación más baja. Jessica sería un once, de las que te hacen perder el seso. Terese Collins y Brenda Slaughter eran ambas casi diez.

—Y en tu experta opinión...

—Un siete siendo generoso —terminó Win por él.

Myron sólo meneó la cabeza.

—Dime por favor —dijo Win—, ¿dónde radica la gran atracción?

—¿Eres tú de verdad?

—Ya lo creo.

—Pues, te daré una noticia, Win. Primero, aunque no sea realmente importante, no estoy de acuerdo con tu puntuación.

—¿Oh? ¿Cómo puntuarías a la señora Wilder?

—No pienso hablar de eso contigo. Pero, para que lo sepas, Ali tiene esa clase de físico que te va cautivando. Al principio crees que es atractiva, pero después, cuando la conoces...

—Bah.

—¿Bah?

—Racionalización.

—Bueno, te daré otra noticia. El físico no lo es todo.

—Bah.

—¿Otra vez con el bah?

Win volvió a unir los dedos.

—Hagamos un juego. Yo diré una palabra, y tú la primera cosa que te venga a la cabeza.

Myron cerró los ojos.

—No sé por qué hablo de asuntos del corazón contigo. Es como hablarle a un sordo de Mozart.

—Sí, muy gracioso. Va la primera palabra. De hecho, son dos palabras. Tú dime lo primero que se te ocurra: Ali Wilder.

—Calor.

—Mentiroso.

—Vale, creo que ya hemos hablado bastante de esto.

—Myron...

—¿Qué?

—¿Cuándo fue la última vez que fuiste a salvar a alguien?

Las caras de siempre cruzaron como un rayo por la cabeza de Myron. Intentó desecharlas.

—Myron...

—No empieces —dijo Myron suavemente—. He aprendido la lección.

—¿De verdad?

Pensó en Ali, en su maravillosa sonrisa y en la franqueza de su rostro. Pensó en Aimee y Erin en su antiguo dormitorio del sótano, en la promesa que les había forzado a hacer.

—Ali no necesita que la rescaten, Myron.

—¿Crees que se trata de eso?

—Cuando digo su nombre, ¿qué es lo primero que se te ocurre?

—Calor —repitió Myron.

Pero esta vez, incluso él supo que estaba mintiendo.

Seis años.

Hacía seis años desde la última vez que Myron había jugado al superhéroe. En seis años no había dado ni un puñetazo. No había empuñado, y mucho menos disparado, una pistola. No había amenazado ni le habían amenazado. No había chuleado con las glándulas pituitarias rebosando esteroides. No había llamado a Win, el hombre más aterrador que conocía, a que le echara una mano o lo sacara de un lío. En los últimos seis años, ninguno de sus clientes había sido asesinado, algo muy positivo en su ramo. Ninguno había sido herido o arrestado; bien, excepto la queja por prostitución en Las Vegas, pero Myron seguía sosteniendo que había sido una trampa. Ninguno de sus clientes, amigos o seres queridos había desaparecido. Había aprendido la lección. No metas la nariz en los asuntos de los demás. No eres Batman, y Win no es una versión psicótica de Robin. Sí, Myron había salvado a algunos inocentes durante sus días de casiheroicidad, incluida la vida de su hijo, Jeremy, que tenía diecinueve años —casi no podía creerlo— y cumplía el servicio militar en algún lugar desconocido de Oriente Medio.

Pero Myron también había hecho daño. Como en lo que les había sucedido a Duane, a Christian, a Greg, a Linda y a Jack... Pero sobre todo, él no podía dejar de pensar en Brenda. Todavía visitaba su tumba muy a menudo. Tal vez habría muerto de todos modos, no lo sabía. Tal vez no era culpa suya.

Las victorias tienen tendencia a desvanecerse. La destrucción —los muertos— se quedan a tu lado, te tocan en el hombro, aminoran tu paso, te obsesionan de noche.

De cualquier modo, Myron había enterrado su complejo de héroe. Los últimos seis años su vida había sido tranquila, normal, como todas, casi aburrida.

Fregó los platos. Vivía a medias en Livingston, Nueva Jersey, en la misma ciudad —no, en la misma casa— en la que había crecido. Sus padres, los queridos Ellen y Alan Bolitar, habían vuelto a su tierra natal (el sur de Florida) hacía cinco años. Myron había comprado la casa tanto por inversión, una buena inversión, de hecho, como por que sus padres tuvieran un lugar donde volver durante los meses cálidos. Myron pasaba una tercera parte de su tiempo en la casa de los suburbios y dos tercios con Win en el famoso edificio de apartamentos Dakota de Central Park West, en Nueva York.

Pensó en la noche siguiente y su cita con Ali. Win era idiota, eso estaba claro, pero como siempre sus preguntas habían dado en el blanco, si no en toda la diana. No era lo del físico. Eso era una estupidez. Y no tenía que ver tampoco con su complejo de héroe. No se trataba de eso. Pero algo le retenía y sí, tenía que ver con la tragedia de Ali. Por mucho que quisiera, no podía olvidarlo.

En cuanto a su papel de héroe, hacer prometer a Aimee y Erin que le llamarían, eso era diferente. Seas quien sea, la adolescencia es difícil. El instituto es zona de guerra. Myron había sido un chico popular. Era un jugador de baloncesto estadounidense de la revista Parade, uno de los diez primeros del país, y, utilizando el estereotipo de moda, un auténtico estudiante atleta. Si alguien podía tenerlo fácil en el instituto, era alguien como Myron Bolitar. Pero no fue así. Al final, nadie sale de esos años ileso.

Es necesario sobrevivir a la adolescencia. Sólo eso. Pasarla.

Tal vez fuera eso lo que debería haber dicho a las chicas.

4

A la mañana siguiente Myron se fue a trabajar.

Su oficina estaba en el piso doce del Lock-Horne Building —como el apellido de Win— en Park Avenue y la Calle 52, en el centro de Manhattan. Al abrirse el ascensor, lo recibió el gran rótulo —un añadido reciente— que decía

MB REPS en tipo de letra funky. El nuevo logo había sido cosa de Esperanza. La M era de Myron. La B de Bolitar. El Reps se refería a que se dedicaba a la representación. Myron había elegido el nombre solito. A menudo se callaba después de decírselo a la gente y esperaba a que los aplausos se apagaran.

Al principio, cuando sólo trabajaban en el campo de los deportes, la empresa se llamaba MB SportsReps en lugar de MB Reps. En los últimos cinco años se había diversificado, y representaba a actores, autores y celebridades de diversos ramos. De ahí la astuta abreviatura del nombre. Deshacerse de los excesos, reducir la grasa. Sí, eso era MB Reps incluso en el nombre.

Myron oyó el llanto de bebé. Esperanza ya habría llegado. Asomó la cabeza a su despacho.

Esperanza estaba dando el pecho al niño. Él bajó la mirada inmediatamente.

—Ah, volveré luego.

—No seas tonto —dijo Esperanza—. Cualquiera diría que no has visto nunca un pecho.

—Bueno, ya hace tiempo.

—Y seguro que no era tan espectacular —añadió ella—. Siéntate.

Al principio, MB SportsReps consistía sólo en Myron el superagente y Esperanza la recepcionista/secretaria/chica para todo. Puede que recuerdes a Esperanza de sus años de luchadora profesional sexy y flexible, con el nombre de Little Pocahontas. Cada domingo por la mañana, en el Canal 11 de la zona de Nueva York, Esperanza subía al ring, luciendo una cinta de plumas en la cabeza y un bikini inductor de babas de ante de imitación. Junto con su compañera, Big Chief Mama, conocida en la vida real como Big Cyndi, poseían el cinturón del campeonato intercontinental en equipo para Mujeres Fabulosas de la Lucha. La organización de lucha quería llamarlo en principio Mujeres Hermosas de la Lucha pero la cadena no estaba muy contenta con el acrónimo.[1]

El cargo actual de Esperanza en MB Reps era el de vicepresidenta, aunque de hecho llevaba la división de deportes.

—Perdona que no pudiera ir a tu fiesta de noviazgo —dijo Esperanza.

—No era una fiesta de noviazgo.

—Pues lo que fuera. Héctor estaba resfriado.

—¿Ya está mejor?

—Está estupendamente.

—Bien, ¿qué hay de nuevo?

—Michael Discepolo. Tenemos que redactar su contrato.

—¿Los Giants siguen detrás de él?

—Sí.

—Entonces no necesita agente —dijo Myron—. Creo que no es mala idea, de la forma en que está jugando.

—Pero Discepolo es un tipo leal. Prefiere firmar.

Esperanza apartó a Héctor de su pezón y se lo colocó en el otro pecho. Myron intentó no apartar la mirada con demasiada rapidez. Nunca sabía qué cara poner cuando una mujer daba el pecho delante de él. Quería comportarse con naturalidad, pero ¿qué significaba eso exactamente? No miras fijamente, pero tampoco apartas la mirada. ¿Cómo se desliza uno entre esas dos zonas?

—Tengo novedades —dijo Esperanza.

—¿Ah, sí?

—Tom y yo nos casamos.

Myron no dijo nada. Sintió una curiosa punzada.

—¿Y bien?

—La enhorabuena.

—¿Y ya está?

—Me ha sorprendido, la verdad. Pero, en serio, es fantástico. ¿Cuándo es el gran día?

—Dentro de tres semanas, el sábado. Pero quiero preguntarte algo. Cuando me case con el padre de mi hijo, ¿seguiré siendo una pecadora?

—No lo creo.

—Maldita sea, me encanta ser una pecadora.

—Bueno, a tu hijo lo tuviste fuera del matrimonio.

—Bien dicho. Me conformaré con eso.

Myron la miró.

—¿Qué pasa?

—Tú, casada. —Meneó la cabeza.

—Nunca he sido buena para el compromiso, ¿no?

—Cambias de pareja como un cineplex de película.

Esperanza sonrió.

—Cierto.

—Ni siquiera recuerdo que te mantuvieras con el mismo género más de un mes.

—Las maravillas de la bisexualidad —dijo Esperanza—. Pero con Tom es distinto.

—¿Ah, sí?

—Le quiero.

Él no dijo nada.

—No crees que sea capaz —dijo ella—. Serle fiel a una persona.

—Yo no he dicho eso.

—¿Sabes lo que significa ser bisexual?

—Por supuesto —dijo Myron—. He salido con muchas mujeres bisexuales. Yo menciono el sexo, y ella dice «adiós».[2]

Esperanza se limitó a mirarle.

—Vale, un mal chiste —dijo él—. Es que... —se encogió de hombros.

—Me gustan las mujeres y me gustan los hombres. Pero si me comprometo es con una persona, no con un género. ¿Me entiendes?

—Claro.

—Bien. Ahora cuéntame qué pasa con Ali Wilder.

—No pasa nada.

—Win dice que todavía no lo habéis hecho.

—¿Eso ha dicho Win?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿Y ha venido a decir eso?

—Primero ha hecho un comentario sobre el aumento de mi talla de copa desde que di a luz, y después sí, ha dicho que salías con una mujer desde hace más de dos meses y todavía no habíais hecho nada malo.

—¿Por qué lo dice?

—Lenguaje corporal.

—¿Eso ha dicho?

—Win entiende en lenguaje corporal.

Myron sacudió la cabeza.

—¿Tiene razón entonces?

—Esta noche ceno en casa de Ali. Los chicos se quedan en casa de su hermana.

—¿Lo ha planeado ella?

—Sí.

—¿Y todavía no...? —Con Héctor todavía mamando, Esperanza hizo un gesto muy clarificador.

—No.

—Tío.

—Estoy esperando una señal.

—¿Cómo qué? ¿Un matorral en llamas? Te ha invitado a su casa y te ha dicho que los niños no estarán.

—Lo sé.

—Ése es el signo internacional de «Sáltame encima».

Él no dijo nada.

—Myron.

—Sí.

—Es viuda, no minusválida. Seguro que está aterrada.

—Por eso me lo tomo con calma.

—Es muy amable y noble, pero es una tontería. Y no ayuda nada.

—O sea que me sugieres...

—Que te lances a lo bestia, sí.

5

Myron llegó a casa de Ali a las siete.

Los Wilder vivían en Kasselton, una ciudad a quince minutos al norte de Livingston. Myron había realizado un extraño ritual antes de salir de casa. ¿Con colonia o sin colonia? Eso era fácil: sin colonia. ¿Slips o boxers? Eligió algo entre los dos, ese híbrido que son unos boxers estrechos o unos slips largos. Boxer briefs, decía el paquete. Y los eligió en gris. Se puso un jersey café claro Banana Republic con una camiseta negra debajo. Los vaqueros eran de Gap. Mocasines sin cordones de la tienda de saldos de Tod adornaban sus pies del cuarenta y cinco. No habría parecido más informal estadounidense de haberlo intentado.

Ali le abrió la puerta. Las luces detrás de ella estaban bajas. Llevaba un vestido negro escotado delante. El pelo recogido. A Myron le gustó. A los hombres solía gustarles el pelo suelto. A él siempre le había gustado más el pelo apartado de la cara.

La miró un buen rato y después dijo:

—Uau.

—Creía que habías dicho que tenías facilidad de palabra.

—Me controlo.

—Pero ¿por qué?

—Si me lanzo a hablar —dijo Myron—, las mujeres de todo el estado se empiezan a desnudar. Necesito limitar mi poder.

—Por suerte para mí. Pasa.

Nunca había ido más allá de su recibidor. Ali fue a la cocina. A él se le hizo un nudo en el estómago. Había fotografías familiares en la pared. Myron echó un rápido vistazo. Vio la cara de Kevin. Estaba en al menos cuatro fotografías. Myron no quería mirarlas, pero se quedó fijo en una imagen de Erin. Estaba pescando con su padre. Su sonrisa era conmovedora. Myron intentó imaginar a la chica del sótano sonriendo de aquella manera, pero no resultó.

Miró a Ali. Algo cambió en su expresión.

Myron olió el aire.

—¿Qué estás cocinando?

—Estoy preparando Pollo Kiev.

—Huele de maravilla.

—¿Te importa si hablamos antes?

—No.

Fueron al salón. Myron intentó no centrarse. Buscó más fotografías. Había una foto enmarcada de la boda. Ali llevaba el pelo demasiado ahuecado, pensó, pero quizá fuera el estilo entonces. Pensó que era más guapa ahora. Eso les pasa a algunas mujeres. También había una fotografía de cinco hombres con esmoquin negro y pajarita, todos iguales. Los padrinos, pensó Myron. Ali siguió su mirada. Se acercó a la foto de grupo y la cogió.

—Éste es el hermano de Kevin —dijo, señalando al segundo hombre por la derecha.

Myron asintió.

—Los otros trabajaban en Carson Wilkie con Kevin. Eran sus mejores amigos.

—¿Ellos también...? —empezó Myron.

—Todos muertos —dijo ella—. Todos casados, todos con hijos.

El elefante en la habitación... fue como si todas las manos y todos los dedos lo hubieran señalado de repente.

—No hay por qué hacerlo —dijo Myron.

—Sí, Myron, tengo que hacerlo.

Se sentaron.

—Cuando Claire nos preparó la cita —empezó—, le dije que tú tendrías que sacar el tema del once de septiembre. ¿Te lo dijo?

—Sí.

—Pero no lo hiciste.

Él abrió la boca, la cerró y lo intentó de nuevo.

—¿Y cómo debía hacerlo exactamente? Hola, cómo estás, me han dicho que eres viuda por el once de septiembre, ¿te apetece un italiano o un chino?

Ali asintió.

—Te comprendo.

Había un reloj antiguo en un rincón, enorme y ornamentado. Decidió tocar las campanadas entonces. Myron se preguntó de dónde lo habría sacado Ali, de donde habría sacado todo lo demás, qué es lo que era de Kevin, en casa de Kevin.

—Kevin y yo empezamos a salir al principio del instituto. Nos tomamos un descanso durante el primer año de universidad. Yo iba a la Universidad de Nueva York. Él se iba a Wharton. Era lo más razonable. Pero cuando volvimos a casa por Acción de Gracias, y nos vimos... —Se encogió de hombros—. Nunca he estado con otro hombre. Nunca. Ya está dicho. No sé si lo hacíamos bien o mal. ¿No es raro? En cierto modo aprendimos juntos.

Myron se quedó callado. Ella no estaba a más de un metro de distancia. No estaba seguro de lo que debía hacer: la historia de su vida. Acercó la mano a la de ella. Ella la cogió y la apretó.

—No sé cuándo me di cuenta de que estaba preparada para empezar a salir con hombres. He tardado más que la mayoría de viudas. Hablé del tema, evidentemente, con otras viudas. Hablamos mucho. Pero un día simplemente me dije a mí misma, vale, puede que haya llegado la hora. Se lo dije a Claire. Y cuando me propuso que saliera contigo, ¿sabes qué pensé?

Myron negó con la cabeza.

—Está fuera de mi alcance, pero tal vez eso sea lo divertido. Pensé... te parecerá una estupidez, pero recuerda por favor que no te conocía de nada, pensé que sería una buena transición.

—¿Transición?

—Tú ya me entiendes. Eras un atleta profesional. Probablemente habías tenido muchas mujeres. Pensé que quizá sería divertido ligar contigo. Algo físico. Y que tal vez después encontraría algo bueno. ¿Me entiendes?

—Creo que sí —dijo Myron—. Sólo me querías por mi cuerpo.

—Más o menos, sí.

—Me siento fatal —dijo él—. No, emocionado. Dejémoslo en emocionado.

Eso la hizo sonreír.

—Por favor, no te ofendas.

—No me ofendo. —Y después—: ¡Fresca!

Ella se rió. Sonó melódico.

—¿Cómo resultó tu plan? —preguntó.

—No fuiste lo que esperaba.

—¿Eso es bueno o malo?

—No lo sé. Salías con Jessica Culver. Lo leí en una revista People.

—Sí.

—¿Iba en serio?

—Sí.

—Es una gran escritora.

Myron asintió.

—También es guapísima.

—Tú eres guapísima.

—No tanto como ella.

Myron iba a discutirlo, pero supuso que sonaría demasiado condescendiente.

—Cuando me invitaste a salir, pensé que buscabas algo, no sé, diferente.

—¿Diferente cómo? —preguntó él.

—Por ser una viuda del once de septiembre —dijo ella—. La verdad es, y detesto reconocerlo, que me da una especie de halo de celebridad.

Él lo sabía. Pensó en lo que había dicho Win, sobre lo primero que se le ocurría cuando oía su nombre.

—Así que pensé..., y no te conocía, pero sabiendo que eras un atleta profesional guapo que salía con mujeres que parecen supermodelos, me imaginé que podía ser una muesca interesante en tu cinturón.

—¿Porque eras una viuda del once de septiembre?

—Sí.

—Eso es enfermizo.

—No lo es.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Es cómo si se me hubiera pegado un halo de celebridad. Gente que no me daba ni la hora, de repente quería conocerme. Todavía me sucede. Hace un mes, empecé a jugar en el nuevo equipo de tenis del Racket Club. Una de las mujeres, esa esnob rica que no me dejaba pisar su jardín cuando se mudó al barrio, se acercó a mí poniendo morritos.

—¿Morritos?

—Así lo llamo yo. Poner morritos. Es algo así.

Ali le hizo una demostración. Apretó los labios, frunció el ceño y pestañeó.

—Pareces Donald Trump echándose colonia.

—Ésa es la cara de morritos. Me la ponen continuamente desde que Kevin murió. No les culpo. Es normal. Pero esa mujer poniendo morritos se acercó a mí, me cogió las manos con las suyas y me miró a los ojos, y con esa formalidad que dan ganas de gritar, me dijo: «¿Eres Ali Wilder? Oh, estaba deseando conocerte. ¿Cómo estás?» Tú ya me entiendes.

—Te entiendo.

Ella le miró.

—¿Qué?

—Has puesto la versión novio de los morritos.

—No estoy seguro de entenderte.

—No dejas de decir que soy guapa.

—Lo eres.

—Me viste tres veces estando casada.

Myron no dijo nada.

—¿Pensaste entonces que era guapa?

—Intento no pensar esas cosas de las mujeres casadas.

—¿Recuerdas siquiera haberme visto?

—No, la verdad es que no.

—Pero si hubiera sido como Jessica Culver, aunque estuviera casada, te acordarías de mí.

Esperó.

—¿Qué quieres que te diga, Ali?

—Nada. Pero ya va siendo hora de que dejes de tratarme como las morritos. Da igual por qué quisiste salir conmigo. Lo que importa es por qué estás aquí ahora.

—¿Puedo?

—¿Qué?

—¿Puedo decirte por qué estoy aquí ahora?

Ali tragó saliva y por primera vez no parecía muy segura de sí misma. Hizo un gesto con la mano invitándole a hablar.

Él se lanzó.

—Estoy aquí porque me gustas de verdad, porque puedo estar confundido sobre muchas cosas y puede que tengas razón con lo de los morritos, pero la verdad es que ahora estoy aquí porque no puedo dejar de pensar en ti. Pienso en ti todo el día y, cuando lo hago, se me pone una sonrisa tonta en la cara. Algo así. —Fue su turno de hacer una demostración—. Por eso estoy aquí, ¿vale?

—Ésa —dijo Ali, intentando no sonreír— es una buena respuesta.

Él estuvo a punto de decir algo ingenioso, pero se contuvo. Con la madurez viene la contención.

—Myron...

—¿Sí?

—Quiero que me beses. Quiero que me abraces. Quiero que me lleves arriba y me hagas el amor. Quiero que lo hagas sin expectativas porque yo no tengo ninguna. Podría dejarte mañana o podrías dejarme tú. No importa. Pero no soy frágil. No voy a describirte el infierno que han sido estos últimos cinco años, pero soy más fuerte de lo que podrías imaginarte. Si la relación sigue después de esta noche, serás tú el que tendrá que ser fuerte, no yo. Es un ofrecimiento sin obligaciones. Sé que quieres ser bueno y noble. Pero no es lo que quiero. Lo único que quiero esta noche eres tú.

Ali se inclinó hacia él y le besó en los labios. Primero suavemente y después con más pasión. Myron sintió una ola dentro de él.

Ella volvió a besarle. Y se sintió perdido.

Una hora después —o tal vez sólo fueran veinte minutos— Myron se dejó caer de espaldas.

—¿Y bien? —dijo Ali.

—Uau.

—Dime más.

—Espera a que recupere el aliento.

Ali se rió, y se acurrucó más contra él.

—Las extremidades —dijo—. No me siento las extremidades.

—¿Nada de nada?

—Una cosita tal vez.

—No tan cosita. Y tú tampoco has estado mal.

—Como dijo una vez Woody Allen, practico mucho cuando estoy solo.

Ella apoyó la cabeza en su pecho. El corazón acelerado de Myron empezó a calmarse. Miró al techo.

—Myron.

—Sí.

—Él nunca saldrá de mi vida. Y tampoco dejará a Erin y a Jack.

—Lo sé.

—La mayoría de hombres no podrían soportarlo.

—Yo tampoco sé si podría.

Ella le miró y sonrió.

—¿Qué?

—Eres sincero —dijo—. Me gusta.

—¿No más morritos?

—Oh, eso lo he liquidado hace veinte minutos.

Él apretó los labios, frunció el ceño y pestañeó.

—Espera, creo que ha vuelto.

Ella volvió a apoyar la cabeza en su pecho.

—Myron...

—¿Sí?

—Nunca saldrá de mi vida —dijo ella—. Pero ahora no está aquí. Ahora estamos sólo tú y yo.

6

En el tercer piso del St. Barnabas Medical Center, condado de Essex, la investigadora Loren Muse llamó a la puerta donde decía DRA. EDNASKYLAR, GENETISTA.

Una voz de mujer dijo:

—Adelante.

Loren giró la manilla y entró. Skylar se puso de pie. Era más alta que Loren, como la mayoría de la gente. Skylar cruzó la habitación con la mano extendida. Se estrecharon con firmeza y mirándose a los ojos. Edna Skylar le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza al estilo hermandad. Loren lo había experimentado antes. Las dos estaban en profesiones todavía dominadas por los hombres. Eso creaba un vínculo.

—Siéntese, por favor.

Se sentaron las dos. La mesa de Edna Skylar estaba inmaculada. Había carpetas, pero estaban apiladas y sin papeles que asomaran por los bordes. La consulta era de tamaño normal y estaba presidida por una gran ventana que ofrecía una estupenda vista del aparcamiento.

La doctora Skylar miró con atención a Loren Muse. A Loren no le gustó. Esperó un momento y Skylar siguió mirándola.

—¿Algún problema? —preguntó Loren.

Edna Skylar sonrió.

—Perdone, es una mala costumbre.

—¿De qué tipo?

—Me fijo en las caras.

—Ah.

—No es importante. O puede que sí. Por ese motivo me encuentro en esta situación.

Loren quería ir al grano.

—Le dijo a mi jefe que tenía información acerca de Katie Rochester.

—¿Cómo está Ed?

—Está bien.

Ella sonrió contenta.

—Es un buen hombre.

—Sí —dijo Loren—, es genial.

—Hace tiempo que le conozco.

—Eso me dijo.

—Por eso llamé a Ed. Hablamos un buen rato sobre el caso.

—Exacto —dijo Loren—. Y por eso me ha enviado.

Edna Skylar desvió la mirada hacia la ventana. Loren intentó adivinar su edad. Sesenta y tantos probablemente, pero los llevaba bien. La doctora Skylar era una mujer guapa, con el pelo gris y corto, los pómulos altos, y sabía llevar con informalidad un traje beige sin parecer demasiado marimacho o descaradamente femenina.

—Doctora Skylar.

—¿Puede contarme algo sobre el caso?

—¿Disculpe?

—Katie Rochester. ¿Está oficialmente en la lista de personas desaparecidas?

—No entiendo por qué ha de ser relevante.

Los ojos de Edna Skylar volvieron lentamente a posarse sobre Loren Muse.

—¿Cree usted que se vio metida en algún lío?

—No puedo hablar de eso con usted.

—¿O cree que huyó? Cuando hablé con Ed, me dio a entender que había huido de casa. Sacó dinero de un cajero del centro, según dijo. Su padre es un indeseable.

—¿El fiscal Steinberg le ha contado todo eso?

—Sí.

—Entonces ¿por qué me pregunta?

—Conozco su versión —dijo ella—. Quiero conocer la suya.

Loren estaba a punto de seguir protestando, pero Edna Skylar volvía a mirarla con demasiada intensidad. Buscó fotos de familia en la mesa de Skylar. No había ninguna. No supo qué pensar y lo dejó correr. Skylar esperaba.

—Tiene dieciocho años —dijo Loren, no demasiado segura.

—Eso ya lo sé.

—Eso significa que es mayor de edad.

—Eso también lo sé. ¿Y el padre? ¿Cree que abusó de ella?

Loren no supo qué contestar a eso. La verdad era que no le caía bien el padre, desde el principio. La ley Anticorrupción y Crimen Organizado decía que Dominick Rochester estaba liado con la mafia y tal vez eso era parte del problema. Pero también había que saber interpretar la aflicción de una persona. Por otra parte, cada uno reacciona de forma diferente. Era bien cierto que no se podía decidir la culpabilidad basándose en la reacción de alguien. Algunos asesinos soltaban lagrimones que habrían dejado chiquito a Pacino. Otros eran como robots. Con los inocentes pasaba lo mismo. La cosa era así: estás con un grupo de personas, lanzan una granada en medio de una multitud, y nunca sabrás quién se lanzará a buscarla y quién se lanzará a cubierto.

Dicho esto, el padre de Katie Rochester... tenía algo falso en su aflicción. Era demasiado fluida. Era como si intentara ser diferentes personas, probando cuál resultaba mejor en público. Y la madre. Parecía realmente destrozada, pero ¿eso era producto de la aflicción o de la resignación? Era difícil decirlo.

—No tenemos pruebas de eso —dijo Loren en el tono menos comprometedor que pudo.

Edna Skylar no reaccionó.

—Estas preguntas... —siguió Loren—. Son un poco raras.

—Eso es porque todavía no estoy segura de lo que debo hacer.

—¿Sobre qué?

—Si se ha cometido un delito, quiero ayudar. Pero...

—¿Pero?

—La vi.

Loren Muse esperó un segundo, con la esperanza de que dijera algo más. No dijo nada.

—¿Ha visto a Katie Rochester?

—Sí.

—¿Cuándo?

—El sábado hará tres semanas.

—¿Y no nos lo dice hasta ahora?

Edna Skylar estaba mirando otra vez hacia el aparcamiento. El sol se ponía y los rayos penetraban a través de las persianas venecianas.

Con aquella luz parecía mayor.

—Doctora Skylar...

—Me pidió que no dijera nada. —Su mirada seguía posada en el aparcamiento.

—¿Katie?

Sin dejar de mirar hacia fuera, Edna Skylar asintió.

—¿Habló con ella?

—Un segundo tal vez.

—¿Qué le dijo?

—Que no le dijera a nadie que la había visto.

—¿Y?

—Y ya está. Acto seguido se marchó.

—¿Se marchó?

—En un metro.

Las palabras ya salían con más facilidad. Edna Skylar contó a Loren toda la historia: que estudiaba las caras mientras paseaba por Nueva York, que había identificado a la chica a pesar del cambio de aspecto, que la había seguido hasta el andén del metro y que se había desvanecido en la oscuridad.

Loren lo apuntó, pero el hecho era que aquello encajaba en lo que había creído desde el principio. La chica había huido. Como le había dicho Ed Steinberg a Skylar, había sacado dinero en un cajero del Citibank del centro, poco después de desaparecer. Loren había visto la cinta del banco. Se cubría la cara con una capucha, pero probablemente era la chica de los Rochester. No había duda de que el padre era demasiado estricto. Era siempre el caso de los chicos que huían. Los hijos de padres demasiado liberales solían engancharse a las drogas. Los de los demasiado conservadores huían y acababan metidos en temas sexuales. Dicho así puede sonar a estereotipo, pero Loren había visto pocos casos que rompieran la regla.

Hizo algunas preguntas más de seguimiento. Ya no había nada que pudieran hacer. La chica tenía dieciocho años. Con aquella descripción no había razón para sospechar juego sucio. En la tele, los federales se encargan y asignan un equipo al caso. Eso no sucede en la vida real.

Pero a Loren algo le daba mala espina. Llamémoslo intuición. No, no era la palabra. Corazonada... Tampoco. Le habría gustado saber lo que Ed Steinberg, su jefe, querría hacer. Probablemente nada. Su oficina se ocupaba con el fiscal del estado en dos casos, uno relacionado con un presunto terrorista y otro con un político corrupto de Newark.

Con recursos tan limitados como los suyos, ¿debían dedicarse a lo que parecía un caso evidente de huida? Era difícil decidirlo.

—¿Por qué no? —preguntó Loren.

—¿Qué?

—No ha dicho nada en tres semanas. ¿Qué le ha hecho cambiar de idea?

—¿Tiene hijos, investigadora Muse?

—No.

—Yo sí.

Loren volvió a mirar la mesa, el archivador, la pared. Ninguna foto de familia. Ni rastro de hijos o nietos. Skylar sonrió, como si comprendiera lo que hacía Muse.

—Fui una madre malísima.

—No sé si la entiendo.

—Era, ¿cómo le diría?, laissez-faire. Ante la duda, dejaba hacer.

Loren esperó.

—Eso —dijo Edna Skylar—, fue un gran error.

—Sigo sin entender.

—Yo tampoco. Pero esta vez... —Su voz se apagó. Tragó saliva, se miró las manos y la miró—. Sólo porque parezca que todo va bien, no tiene que ser así. Tal vez Katie Rochester necesite ayuda. Tal vez se deba hacer algo en vez de dejarlo estar.

La promesa hecha en el sótano volvió a atormentar a Myron a las 2:17 de la madrugada exactamente.

Habían pasado tres semanas. Myron seguía saliendo con Ali. Era el día de la boda de Esperanza. Ali le acompañó. Myron entregó a la novia. Tom —nombre completo Thomas James Bidwell III— era primo de Win. No había muchos invitados. Curiosamente, la familia del novio, miembros diplomados de las Hijas de la Revolución Estadounidense, no estaba encantada con la boda de Tom con Esperanza Díaz, una latina del Bronx. Quién lo iba a decir.

—Es curioso —dijo Esperanza.

—¿Qué?

—Siempre pensé que me casaría por dinero, no por amor. —Se miró al espejo—. Pero aquí me tienes, casándome por amor y consiguiendo dinero.

—La ironía no ha muerto.

—Eso es bueno. ¿Vas a ir a Miami a ver a Rex?

Rex Storton era una estrella de cine ya mayor a la que representaban.

—Cogeré un avión mañana por la tarde.

Esperanza se volvió, abrió los brazos y le dedicó una deslumbrante sonrisa.

—¿Y bien?

Estaba espectacular.

—Uau —dijo Myron.

—¿Tú crees?

—Ya lo creo.

—Pues vamos. Vamos a casarme.

—Vamos.

—Una cosa primero. —Esperanza le llevó a un lado—. Quiero que seas feliz por mí.

—Lo soy.

—No voy a dejarte.

—Lo sé.

Esperanza le miró a la cara.

—Seguimos siendo amigos íntimos —dijo ella—. ¿Está claro? Tú, yo, Win, Big Cyndi. No ha cambiado nada.

—Por supuesto que sí —dijo Myron—. Todo ha cambiado.

—Te quiero, ya lo sabes.

—Y yo te quiero a ti.

Ella volvió a sonreír. Estaba preciosa. Siempre había tenido un halo rústico alrededor. Pero ese día, con ese vestido, la palabra «luminoso» era sencillamente demasiado poco. Era tan alocada, un espíritu tan libre, había insistido tanto en que nunca sentaría la cabeza con otra persona. Pero allí estaba, con un hijo, a punto de casarse. Incluso había madurado.

—Tienes razón —dijo ella—. Pero las cosas cambian, Myron. Y a ti nunca te han gustado los cambios.

—No empieces con eso.

—Fíjate. Viviste con tus padres hasta los treinta y tantos. Te has comprado la casa de tus padres. Sigues siendo amigo de tu compañero de universidad, quien, las cosas como sean, no puede cambiar.

Él levantó una mano.

—Lo he pillado.

—Pero es curioso.

—¿Qué?

—Siempre pensé que tú serías el primero en casarte —dijo ella.

—Yo también.

—Win, bueno, francamente es mejor no entrar en eso. Pero tú siempre te has enamorado con tanta facilidad, sobre todo de esa bruja de Jessica.

—No la llames así.

—Como quieras. Tú eras perfecto para el sueño americano: casarte, tener dos coma seis hijos, invitar a los amigos a barbacoas en el patio, todo el rollo.

—Y tú nunca.

Esperanza sonrió.

—¿No fuiste tú quien me enseñó lo de Men tracht und Gott lacht?

—Vaya, me encanta cuando las profanas os ponéis a hablar yiddish.

Esperanza le cogió del brazo.

—Esto puede ser bueno.

—Lo sé.

Ella respiró hondo.

—¿Vamos?

—¿Estás nerviosa?

Esperanza le miró.

—Ni un poquito.

—Pues adelante.

Myron la llevó por el pasillo. Creía que sería halagador hacer el papel de su difunto padre, pero cuando entregó la mano de Esperanza a Tom, cuando Tom sonrió y le estrechó la mano, Myron sintió ganas de llorar. Se apartó y se sentó en la primera fila.

La boda no fue tanto una mezcla ecléctica como una fantástica colisión. Win era el padrino de Tom y Big Cyndi la dama de honor de Esperanza. Big Cyndi, la antigua compañera del equipo de lucha, medía metro noventa y pesaba más de ciento veinte kilos. Sus puños parecían jamones en lata. Había dudado mucho sobre su atuendo: un vestido clásico de dama de honor de color melocotón o un corpiño negro de piel. Se había decidido por la calle de en medio: piel de color melocotón con flecos, sin mangas, luciendo unos brazos con unas dimensiones relativas y una consistencia de columnas de mármol de una mansión georgiana. Llevaba el cabello al estilo mohawk y en malva, y en lo alto un adorno de pastel de boda.

Mientras se probaba el... traje, Big Cyndi había abierto los brazos y dio una vuelta ante Myron. Las mareas de los océanos habían cambiado de curso y los sistemas solares de sitio.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—¿Malva y melocotón?

—Es lo último, señor Bolitar.

Siempre le llamaba «señor». A Big Cyndi le gustaba la formalidad.