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En las últimas décadas, la idea de que no vivimos una sola vida ha tomado cada vez más fuerza. Desde las antiguas civilizaciones hasta las tradiciones espirituales más modernas, conceptos como la reencarnación, la transmigración, la metempsicosis y el renacimiento han sido defendidos como realidades que van más allá de nuestra existencia física. Vicente Merlo, doctor en filosofía y especialista en tradiciones orientales, nos guía en un fascinante viaje a través de las diferentes culturas y épocas donde la reencarnación ha sido aceptada y explorada. Con una combinación única de conocimiento histórico, profundidad filosófica y una mirada contemporánea, el autor reflexiona sobre algunas de las preguntas: ¿Qué pruebas existen de que hemos vivido antes? ¿Cómo influye la reencarnación en nuestra vida actual? Un libro que invita a abrir la mente hacia una perspectiva más amplia de la vida y la muerte, ayudándonos a entender que cada experiencia, cada encuentro y cada desafío tienen un propósito en el eterno ciclo de las almas. «El alma nunca muere, solo cambia de forma para seguir aprendiendo.» PLATÓN
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Seitenzahl: 295
Veröffentlichungsjahr: 2025
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LA Reencarnación
Un viaje a través del tiempo:
desde la antigüedad hasta nuestros días
Vicente Merlo
Siglantana
© Vicente Merlo, 2025
Para esta edición:
© Editorial Siglantana S. L., 2025
www.siglantana.com
Instagram: @siglantana_editorial
YouTube: www.youtube.com/siglantanalive
Ilustración de la cubierta: José Esteban Basso
©José Basso
Instagram: @josebassopintor
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ISBN: 978-84-10179-50-9
A Gaia Saladrigas Jové, cuyos grandes ojos azules, bien abiertos, y su sonrisa, transforman el mundo al mismo tiempo que lo contemplan con el asombro de quien acaba de inaugurar una nueva vida encarnada.
«El amor es la nota principal, la Alegría es la música, el poder es el tenor, el conocimiento es el intérprete, el Todo infinito es el compositor y el público. Solo conocemos las discordias preliminares que son tan feroces como será grandiosa la armonía; pero con seguridad llegaremos a la fuga de las Bienaventuranzas divinas.»
Sri Aurobindo
Índice
Prólogo
Introducción
Cuatro versiones de la doctrina de la reencarnación
Esbozo provisional del contenido esencial de la teoría de la reencarnación
PARTE 1: LA REENCARNACIÓN EN LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES
Breve recorrido por algunas tradiciones filosófico-religiosas
La reencarnación en las sociedades tribales
La tradición egipcia y el hermetismo
La tradición judía y la cábala
La tradición del Irán antiguo: mazdeísmo, zoroastrismo, mitraísmo. El surgimiento del maniqueísmo
La tradición hindú
La tradición budista
La tradición jainista
La tradición griega
La tradición cristiana ¿es incompatible con la reencarnación?
Las críticas de la tradición cristiana a la reencarnación
¿Se halla la reencarnación explícita o implícitamente en el Nuevo Testamento?
Reencarnación en los márgenes de la tradición islámica
parte 2: LA REENCARNACIÓN eN LA CULTURA ACTUAL
Ian Stevenson y los casos de niños que recuerdan espontáneamente vidas anteriores
La terapia de vidas anteriores
Raymond A. Moody: el desconcierto de un psiquiatra cristiano
Edith Fiore: recuerdos dramáticos y actitud pragmática
Roger Woolger: del conductismo a Jung y de éste a la realidad de los mundos sutiles
Helen Wambach: encarnar libremente, asumir los vínculos kármicos
Patrick Drouot: vidas anteriores en el espíritu de la Nueva Era
S. Grof y la psicología transpersonal: el recuerdo de vidas anteriores como ejemplo de estado holotrópico
La reencarnación en algunas enseñanzas esotéricas contemporáneas
Introducción
Aclaración y delimitación del campo
Los métodos del conocimiento esotérico
La reencarnación en la antroposofía de R. Steiner
La reencarnación en la obra de A. Bailey
La reencarnación en la obra de Edgar Cayce
La reencarnación en algunos Maestros espirituales del hinduismo contemporáneo
El desarrollo del neohinduismo
Swami Muktananda: visitas al más allá y evidencia de la reencarnación
La reencarnación en el pensamiento de Sri Aurobindo
Experiencia y argumentación en torno al renacimiento
El proceso del renacimiento
La reencarnación, presupuesto compartido en la espiritualidad nueva era
J. Roberts/Seth: creamos nuestra propia realidad, somos seres multidimensionales y podemos vivir varias vidas simultáneamente
A. y D. Meurois-Givaudan: los procesos de desencarnar y reencarnar
Ramtha: todos hemos vivido muchas vidas, pero ahora la más importante es ésta
L. Carroll/Kryon: transición hacia la Nueva Era y nueva noción de ascensión
V. Essene: la ascensión, más allá de la reencarnación
La reencarnación en la Era del Alma: Las 12 dimensiones del karma en la obra de Rodrigo Bazán
Compartiendo el sabor de la sabiduría canalizada: Omnia (G. Gualdi/Pastor)
notas
Bibliografía
La existencia del ser humano aparece inmediatamente como un enigma, como un misterio. Los orígenes de nuestra vida, como persona y como especie, se convierten en un interrogante que nos acompaña fielmente, al menos desde que el pensar comienza a funcionar de un modo reflexivo. Pronto tomamos conciencia de que la vida desemboca en la muerte. Y entonces el problema se desplaza desde el origen hasta el término, desde el punto de partida hasta la meta. Ya no preocupa tanto el comienzo como el final. La filosofía se convierte en una meditatio mortis, una meditación acerca de la muerte, y en algunos casos el filosofar se concibe como un «ejercitarse en morir» (Platón). Finalmente caemos en la cuenta de que la certeza radical e inquietante que el ser humano posee acerca de sí mismo no es otra que el hecho de saberse un «ser-para-la-muerte» (Heidegger), sea ésta lo que sea.
Ahora bien, el ser humano parece haberse resistido siempre a aceptar que su vida termina definitivamente. ¿De dónde brota ese terror a la desaparición, a la nada del dejar de ser? ¿De dónde procede ese irreprimible anhelo de inmortalidad? Para algunos basta con el instinto biológico de supervivencia para dar cuenta de las profundas raíces de este sentimiento. Para otros, por el contrario, se trata de una intuición anímica, una «oscura certeza», un presentimiento esencial, incluso un pensamiento axial que –más allá del temor personal– comprende que este viaje carece de sentido si al final perecemos en el abismo. Todo verdadero peregrinaje implica un lugar sagrado.
La vida biológica pide supervivencia. La de la conciencia exige sentido. La de la razón clama por la comprensión del sentido. Si la muerte es nuestro final, todo sentido queda truncado. Ésta parece ser la intuición central que sobrecoge a muchos seres humanos. Si todos y cada uno de nosotros, pero quizás sobre todo las víctimas inocentes, llega a su fin con la descomposición del cuerpo físico, el absurdo se cierne sobre cada uno de nuestros actos impregnando cada instante, cada respiración, cada paso. Y esto no es solo cuestión de instinto biológico o de temor psicológico infundado –por inútil–, sino cuestión de sentido, de conciencia. Si todo termina con la muerte, Nietzsche vence a Kant, y la voluntad de poder vence al saber de la voluntad moral, que quiere y postula necesariamente la existencia de un orden moral justo. Ni justicia ni dignidad plenas sin inmortalidad personal diríase que es el siguiente paso de esa exigencia de sentido.
Existe un heroísmo trágico (o acaso no sea ni lo uno ni lo otro) en la aceptación consciente de vivir como si la vida desembocase en la muerte, como si la luz de esta conciencia que se da cuenta de todo cuanto acaece estuviese destinada a apagarse definitivamente. De hecho, el paradigma dominante desde la modernidad ilustrada parecía conducir a eso, a un humanismo materialista (en el peor de los casos a una barbarie con rostro humano) que asume que somos polvo (de estrellas quizás) y en polvo nos convertiremos, que la Gran Explosión fue producto del azar –o mejor, que la pregunta por el azar o el propósito no tiene sentido– y que la aparición de la especie humana se explica suficientemente por exigencias de adaptación al medio y por mutaciones no menos azarosas. El nacimiento de la conciencia auto-reflexiva, la presencia de la auto- conciencia, no parece presentar más problemas que el surgimiento de la vida a partir de una Materia-Energía inanimada e ininteligente. Somos realidades psico-orgánicas, estructuras dinámicas en constante transformación, y no parece justificado pensar o creer que la autoconciencia, la mente, el psiquismo, ¿el yo? puedan o deban sobrevivir más allá de la duración del cuerpo que somos.
Ahora bien, sabemos que ha habido otras muchas respuestas al inquietante interrogante que se pregunta por la vida, por la muerte, por el sentido. Unas en ropaje mitológico, otras en forma de revelación religiosa, otras a modo de reflexión filosófica, y quizás algunas como descripción de experiencias directas, testimoniadas con el sabor de la evidencia y de la certeza del sujeto que las ha vivido. Esto último se suele ignorar con mucha frecuencia, cuando nos acogemos a la expresión popular que afirma que nadie ha venido a contarnos lo que sucede tras la muerte. Y si no se ignoran los múltiples testimonios que desmienten esa fácil y superficial afirmación, se tienden a interpretar desde la cosmovisión que uno comparte, asumiendo a priori que «eso es imposible». Eso es lo que sucede con los casos de «experiencias cercanas a la muerte», que han existido a lo largo de toda la historia, pero que en las últimas décadas han recibido una atención especial; eso es lo que ocurre con los casos de «proyección extracorporal» (viaje astral), de los que cabe decir lo mismo que de los anteriores; eso es lo que sucede con la «comunicación con los espíritus de los difuntos» (espiritismo) o con la noción más amplia, pero más frecuente hoy de «canalización», en la que una persona encarnada establece contacto telepático o comunicación de algún tipo con una fuente de información que se presenta como distinta de los seres humanos encarnados; eso es lo que sucede con los casos de «recuerdos de vidas anteriores» (propias) o con las «visiones de vidas anteriores» (propias o ajenas), tal como analizaré aquí.
Efectivamente, en esta obra voy a centrarme en los casos relacionados con la reencarnación, aunque conviene tener presente que la antropología y en general la cosmovisión que subyace a tales fenómenos o a sus explicaciones, reciben un fuerte apoyo a través de casos como los recién mencionados, casos que de otro modo son fácilmente descartados como «imposibles» o «absurdos».
La humanidad ha pasado sus días asombrada y desconcertada ante el hecho de morir. Desde una perspectiva afectiva, la muerte de un ser querido, con mayor razón si sucede de modo que esa vida queda truncada, rota, de manera inesperada, «antes de tiempo», «por un accidente», supone un golpe, un trauma, muchas veces difícil de digerir, que trastoca brutalmente a los afectados por ella. El caso de los padres que pierden un hijo pequeño o joven, amado, es especialmente dramático y duro. Aquí el «trabajo de duelo» (Freud) resulta especialmente difícil y largo.
Pero, como insinuaba ya, no se trata solo de una cuestión emocional. También la inteligencia humana, la razón que habita en nosotros, queda desconcertada (y no exclusivamente porque el cerebro emocional invada y perturbe al cerebro cognitivo, el paleocórtex y el sistema límbico desestructuren al neocórtex) ante la pregunta por el sentido de esa totalidad bipolar que es la vida-muerte. Vanas parecen las invitaciones racionalizadoras a pensar que la muerte no debe preocuparnos, pues cuando nosotros estamos, ella no está, y cuando ella hace su aparición, nosotros ya no estamos (Epicuro). La razón quiere una respuesta satisfactoria a la pregunta por el sentido de la vida y de la muerte, y la lucidez de una autoconciencia despierta repele la idea de la aniquilación definitiva, como si fuera un acto contra natura (no contra la naturaleza biológica en la que la muerte es parte indispensable, sino de esa naturaleza transbiológica, que pertenecería a otro orden radicalmente distinto de la existencia). De ahí que, por una parte, la experiencia sensible nos muestre cómo toda vida desemboca irremediablemente en la muerte, y por otra, el grito de nuestra profundidad anímica se aferre, a falta de evidencia incuestionable, a cualquier esperanza de supervivencia, de inmortalidad, de sentido completo. Por eso cualquier indicio, cualquier señal, cualquier resquicio a través del cual podamos entrever la posibilidad de una vida en la que la muerte no pueda hincar el diente, resulta siempre de extraordinario valor para el ser humano.
Pues bien, en las páginas que siguen tendremos ocasión de escuchar suficientes testimonios que hablan no solo de narraciones míticas, de revelaciones religiosas o de reflexiones filosóficas, sino también de experiencias directas decisivas, de percepciones inconfundibles, de un saber en suma (místico, yóguico, esotérico, gnóstico) que afirma hablar por conocimiento directo. Ante tales pretensiones y teniendo en cuenta lo que está en juego, quizás sea prudente poner entre paréntesis nuestros prejuicios y nuestras presentes «imposibilidades», y escuchar lo que tienen que decirnos aquellos que parecen tener una respuesta satisfactoria a la pregunta más seria de cuantas se ha formulado la mente humana.
Dado que todo texto tiene su contexto y no es plenamente inteligible sin él, me gustaría recordar el origen y desarrollo de estas páginas. Su cuerpo central fue elaborado hace ya más de diez años como preparación para mi participación en el VI Simposio Internacional sobre «La vida después de la muerte», organizado por la Fundación Joan Maragall y celebrado en Barcelona los días 21-24 de noviembre de 1994.1El tema genérico era «Inmortalidad, reencarnación, resurrección» y mi ponencia llevaba como título «La reencarnación en la historia de las religiones y en la cultura actual». En ella recogía algunas de las inquietudes que me venían ocupando hacía tiempo, sobre todo las tradiciones de la India (y especialmente el pensamiento de Sri Aurobindo) y las enseñanzas esotéricas contemporáneas (sobre todo A. Bailey y R. Steiner), que constituyen dos de los capítulos centrales. En 1996 se publicó parte de mi ponencia –la segunda, relativa a la cultura actual– en el libro que recogía las ponencias del Simposio, traducidas al catalán2. Aprovecho para decir que la primera parte, dedicada a la reencarnación en la historia de las religiones, recibió un tratamiento breve y parcial (justificable en su contexto, ya que se trataba de analizar, ante todo, la situación actual) que la presente edición ha corregido solo de manera muy relativa. En realidad, dicha cuestión es de mayor envergadura y merecería un abordaje independiente y detenido que está por llevarse a cabo.
En 1998 vio la luz la totalidad del primer texto, aunque en una editorial, con una distribución y con una presentación gráfica que dejaron mucho que desear3. De todos modos, como la edición se ha agotado y algunos de los comentarios recibidos me han animado a reeditar el texto, he aprovechado para realizar una revisión, añadiendo varios apartados y algún capítulo que no existían en las ediciones anteriores, así como modificando y transformando algunos puntos. Se trata pues de una «reencarnación» nueva de la misma alma que habitaba aquel libro, espero que tras haber aprendido algunas de las lecciones de su anterior vida.
Quiero agradecer a la Fundación Joan Maragall, una vez más, su permiso para publicar lo que originalmente debo a su impulso, y a la editorial Siglantana su gentileza por la edición de esta versión más acabada.
Ante la pregunta ¿hay vida después de la muerte? podemos distinguir tres opciones principales:
a) La materialista-humanista, que rechaza la creencia en cualquier forma significativa de supervivencia.
b) La semítica-occidental, caracterizada por la creencia en la preservación de la personalidad individual más allá de la muerte.
A su vez, la opción semítica-occidental puede dividirse en dos grandes versiones:
Creencia en la inmortalidad del alma, en tanto que espíritu desencarnado en una dimensión suprafísica.
Creencia en la resurrección de los cuerpos. Esta última puede interpretarse como: la reconstitución de un cuerpo físico, terrestre, o como la supervivencia del alma en un cuerpo sutil, psíquico, celeste, un cuerpo glorioso, transfigurado.
La oriental, que afirma la existencia de una serie de reencarnaciones, hasta la realización de la identidad con el Espíritu uno e infinito (Hick, 1985).
Por su parte, podemos dividir la opción oriental en tres versiones principales, que suponen otros tantos modos de entender la reencarnación:
La teoría budista que, si bien acepta la ley del karma y la idea de la reencarnación, niega la existencia de un yo que reencarne. No hay yo permanente, sino flujo de agregados psíquicos. Niega no solo que quien reencarne sea el yo (empírico o metafísico), sino la existencia misma de cualquier realidad o sujeto que merezca la noción de yo, alma,
âtman
, mismidad personal o suidad. Lo que reencarna no es otra cosa que el karma; los agregados psíquicos de una personalidad cambiante pasan a otra. Una de las metáforas preferidas para indicarlo es la del encendido de una vela por otra.
La teoría hindú del
vedânta
no dualista (Shankara) que acepta la reencarnación, pero solo como parte del mundo de ilusión (
mâyâ
) e ignorancia (
avidyâ
) en el que vivimos. En realidad no hay nadie que reencarne ni nadie que tenga que liberarse. A lo sumo «solo el Señor transmigra» (Shankara). Es una de las versiones filosóficamente más prestigiosas en la India, así como en algunos comentaristas occidentales (Guénon).
La teoría hindú que parece hallarse en la mayoría de los textos desde las
Upanishads
y la
Bhagavad Gîtâ
, y que expone Râmânuja en su concepción
vishist-advaita
, el «no dualismo cualificado». El individuo es real, tanto en su dimensión empírica como en la espiritual. No está separado ni es independiente de Brahman, pero es diferente de él, aunque se trate de una «diferencia en la identidad», que es lo que permite seguir hablando de no dualismo (
advaita
). Con importantes matizaciones, con una mayor tematización y con un enfoque más actualizado, podemos situar en este grupo la importante reflexión de Sri Aurobindo (1872-1950) a través de una concepción que podemos denominar «
vedânta
integral» (
pûrnaadvaita
).
Precisamente Sri Aurobindo sirve de puente entre el vedânta no dualista tradicional y lo que me gustaría llamar «Enseñanzas esotéricas contemporáneas», que podrían considerarse como una cuarta versión de la reencarnación. Cuarta versión, no porque presente diferencias esenciales con la última de las mencionadas, sino porque poseen unas características propias que hacen recomendable, desde un punto de vista metodológico, otorgarle un lugar propio. Por una parte, porque no puede ser calificada, sin más, como «oriental». Por otra, porque ofrece explicaciones epistemológicas críticas y una tematización mucho más amplia y concreta que las ofrecidas por las tradiciones orientales. De hecho, puede considerarse que es esta versión –unida a la anterior– la que predomina en la cultura actual y la que merece una consideración más atenta. El mundo del esoterismo contemporáneo es amplio y variado. El término mismo puede crear rechazo en muchos de los que no lo conocen o tienen noticias tan solo de sus presentaciones más desfiguradas y en ocasiones desviadas. Aquí no puedo sino citar a los autores que me parecen más relevantes y que sirven de fundamento a la noción de la reencarnación tal como se presentaría en esta versión. Consciente de las diferencias entre ellos, pero también de su unidad en lo fundamental, nombraría a H. P. Blavatsky (fundadora de la Sociedad Teosófica) y sus continuadores, A. Besant, C. W. Leadbeater, etc., a Max Heindel (fundador de una de las escuelas rosacruces del siglo xx), A. Bailey (fundadora de la Escuela Arcana), R. Steiner (fundador del Movimiento Antroposófico), y un extenso número de investigadores como D. Fortune, Omraam Mikhaël, etc.
Pues bien, con los matices necesarios, aquí trataré de defender sobre todo el modo de entender la reencarnación que hallamos en estas dos últimas versiones, muy próximas entre sí. Si tuviera que señalar tres autores que considero máximamente representativos de esta concepción, elegiría a Sri Aurobindo, Rudolf Steiner y Alice Bailey. El primero, en su concepción de un «vedânta no dualista integral» (pûrnaadvaita), el segundo, en su concepción antroposófica, y el tercero, en la teosófico-crítica actualizada.
¿Qué afirma la doctrina de la reencarnación? ¿Cuáles son las tesis básicas de la versión que intento reconstruir aquí? Si bien utilizaré preferentemente el término «reencarnación», o en todo caso el otro más usado y preferido por algunos, el de «renacimiento», en ocasiones, sobre todo en las citas de autores clásicos, veremos aparecer otros términos como «transmigración» o «metempsicosis». Aunque menos empleados, se habla también a veces de «palingenesia» o de «metempsomatosis». Todos ellos pueden considerarse sinónimos, aunque es obvio que en ocasiones se les ha dado un sentido ligeramente diferente, según la perspectiva adoptada.
Pues bien, en una primera aproximación, podríamos decir que la teoría de la reencarnación afirma lo siguiente:
El ser humano es esencialmente un ser espiritual, un alma que preexiste a su vida físico-corporal, siendo de naturaleza puramente espiritual y residente en ámbitos, dimensiones o planos suprafísicos de la realidad. El cuerpo físico, al igual que otros cuerpos más sutiles que forman parte de su personalidad integral, realiza la función de «vestidura», «vehículo», «instrumento» y órgano de expresión en este mundo.
Esto nos sitúa en la cosmología multidimensional propia tanto del hinduismo como de la mayor parte de las tradiciones religiosas y de las distintas enseñanzas esotéricas contemporáneas. El plano físico es solo uno de los niveles existentes dentro de la escalera jerarquizada de planos de existencia. Es por esos planos por los que transita el alma y en ellos reside entre dos encarnaciones. Esas regiones están habitadas por diversos tipos de seres y su existencia permite comprender mejor una amplia serie de fenómenos que van desde el culto a los antepasados hasta las comunicaciones espiritistas, o el reciente movimiento del
chanelling
.
El proceso de la reencarnación forma parte de un inmenso plan cósmico, regido por leyes que escapan todavía al conocimiento de las ciencias actuales. De ahí que en el hinduismo se haya asociado siempre a la ley del karma. Esto significa que nos hallamos en un cosmos regulado éticamente, regido por una justicia suprahumana, por medio de la cual todas las acciones (karma) realizadas, incluidos los pensamientos, los sentimientos y las palabras, como modos de acción sutil, producen unos efectos bien determinados. Tales efectos repercuten no solo en una misma vida, sino también en vidas posteriores. Esto hace que las condiciones en que nos hallamos en cada vida estén directamente relacionadas con nuestro comportamiento ético en existencias anteriores.
Existen Jerarquías espirituales encargadas de regular el karma de cada individuo. En todas las tradiciones religiosas hay noticias de ellas. Los «señores del karma», los «ángeles del destino», etc., representan esos «servidores de Dios» que colaboran en el funcionamiento cósmico-ético de nuestro universo.
La teoría del karma y la reencarnación, lejos de suponer un determinismo absoluto, según el cual todo lo que nos sucede estaría determinado por acciones anteriores, suele ir unida a una concepción en la que la libertad del ser humano desempeña un papel central. Solo así cobra todo su sentido moral.
Valgan estos cinco puntos como postulados centrales de la teoría de la reencarnación, expuestos de modo dogmático y precrítico. Más tarde tendré que analizar los fundamentos sobre los que se apoya la teoría y los argumentos que permiten mantenerla como una teoría plausible, coherente y explicativa, así como salir al paso de las objeciones que tiene que afrontar. De momento, hagamos un breve repaso histórico, para ver dónde y cuándo se ha mantenido esta creencia.
Comencemos por una ojeada histórica, con el fin de ver dónde encontramos la creencia en la reencarnación.
Generalmente se cree que la reencarnación es una creencia hallada de modo pleno tan solo en la India. Se reconoce, es cierto, que en la Grecia clásica Pitágoras y Platón también la mantuvieron, pero se suele pensar que no era algo esencial a su pensamiento. La interpretación moderna se ha encargado de minimizar la importancia y el valor de la creencia en la reencarnación en lo que respecta a los orígenes de nuestra propia cultura.
Ahora bien, esta creencia ha estado mucho más extendida de lo que suelen creer aquellos que apenas se han acercado a nuestro tema. Y esto puede verse ya en las «sociedades primitivas». James Frazer, poco sospechoso de veleidades reencarnacionistas o espiritualistas, afirma:
Como quiera que se haya llegado a ella, la doctrina de la transmigración o reencarnación del alma se encuentra entre muchas tribus de salvajes; y por lo que sabemos del tema, parece justificado conjeturar que, en ciertas etapas de la evolución mental y social, la creencia en la metempsicosis ha sido mucho más común y ha ejercido una influencia mucho más profunda en la vida y en las instituciones del hombre primitivo de lo que la evidencia presente nos permite afirmar positivamente (Head y Cranston, 1977: 188).
Veamos algunos ejemplos que muestran la existencia de la creencia en la reencarnación entre algunos «pueblos primitivos».
Si comenzamos por el continente africano, hallamos en las páginas de los antropólogos abundantes referencias a ello. Ya Edward Tylor, uno de los pioneros en los estudios antropológicos contemporáneos, comenta en su obra Primitive Culture dicha creencia a propósito de los yorubas del África occidental. Por cierto, ofrece ya una clave para interpretar lo que llamaré «reencarnación involutiva» o «reencarnación regresiva», esto es, la creencia en que el alma humana reencarna o puede reencarnar normalmente en cuerpos animales o incluso en vegetales. Tanto en las tradiciones hindú y budista como en los autores de la Grecia clásica hallamos textos que parecen referirse a ello. La interpretación que apoyaré descarta tal posibilidad al concebir la reencarnación como un proceso evolutivo y por considerar que la regresión del alma humana a etapas anteriores de la evolución parece atentar contra la lógica aquí defendida de la evolución espiritual y del progreso anímico. Tendremos ocasión de comprobar cómo la mayor parte de los autores contemporáneos que se ocupan del tema rechazan la reencarnación involutiva, con los matices que serán tenidos en cuenta.
Una posibilidad consiste en aceptar, dada la aparente y abundante evidencia textual, que muchos de los antiguoscreían en ella, pero que una concepción madura de tal doctrina no puede aceptarla. Otra posibilidad consiste en interpretar los textos en los que se habla de reencarnación en formas prehumanas como si fuesen exclusivamente simbólicos y alegóricos, con un fuerte significado moral. Esta segunda opción es defendida también por Tylor cuando, a propósito de los yorubas, afirma: que «los rasgos, las acciones y los caracteres semi-humanos de los animales son contemplados con asombrada simpatía por el salvaje, al igual que por el niño. El animal es la encarnación misma de cualidades familiares al hombre. Y nombres como león, oso, zorro, búho, cotorra, víbora, gusano, etc., cuando los aplicamos como epítetos para el hombre, condensan en una palabra algunos rasgos destacados de la vida humana».
Que la creencia no era un hecho aislado en contadas tribus lo pone de manifiesto la investigación de T. Besterman, quien la estudió en cien tribus africanas, basándose en una muestra bien seleccionada entre las distintas zonas del continente e incluyendo la isla de Madagascar. El resultado fue que treinta y seis de ellas creían que las personas volvían a reencarnar solo como humanos, mientras que cuarenta y siete creían en la reencarnación regresiva.
Si dirigimos la mirada hacia Australia, encontramos también allí la creencia en la reencarnación. Así lo vemos en C. A. Burland, quien afirma: «Los aborígenes de Australia son los últimos seres humanos que han sobrevivido en una etapa totalmente paleolítica de la cultura. En cuanto a la muerte, adoptaron diversas actitudes. La más conocida es la creencia en la continua reencarnación, característica de las tribus del desierto australiano, en particular de los Aranda, que depositaban las almas de los muertos en medallones de piedra llamados churingas» (Head y Cranston, 1977: 196).
M. Eliade concreta un poco más la idea anterior acerca de los churinga:
Sabido es que estos objetos rituales, hechos de piedra la mayor parte de las veces y ornamentados con diversos temas geométricos, representan el cuerpo místico de los antepasados. Se guardan ocultos en cavernas o enterrados en ciertos lugares sagrados y solo se muestran a los más jóvenes después de su iniciación. Entre los arandas, el padre habla a su hijo en estos términos: «Este es tu propio cuerpo, del que saliste por un nuevo nacimiento». O bien: «Este es tu propio cuerpo, el antepasado que eras tú cuando, durante tu existencia anterior, peregrinabas. Luego descendiste a la caverna sagrada para reposar allí».
Con toda claridad lo vemos en B. Spencer y F. J. Gillen, quienes, en su obra Nothern Tribes of Central Australia, afirman: «En todas las tribus sin excepción existe una firme creencia en la reencarnación de los antepasados».
En las tribus de América está igualmente extendida. Paul Radin nos habló de ello a propósito de la cultura de los winnebago. Algunos de los mitos por él narrados fueron retomados por C. Lévi-Strauss, para realizar un análisis estructuralista de ellos. El título del primer mito es bien significativo: «Los dos amigos que se reencarnan».
No siempre se trata meramente de creencias, sino que algunos aseguran recordar vidas anteriores, como ha dado a conocer Charles Eastman en The soul of the Indian: «Muchos indios –de América– creían que se puede nacer más de una vez; y hay algunos que afirman tener un conocimiento pleno de una vida anterior».
Entre los esquimales se encuentra no solo la creencia en otro mundo más allá, frecuentado por los chamanes, sino también en la reencarnación: «El trasmundo no era un sitio muy feliz, pero al parecer algunos esquimales tenían esperanzas de que cierto aspecto del alma volvería a encarnarse alguna vez... También era posible recibir noticias de los muertos, como si fueran gente viva que habitara en otra parte. A veces la gente soñaba con los muertos, y unos pocos veían a sus fantasmas. El chamán podía entrar en trance y su espíritu viajaba al otro mundo, del que solía regresar con consejos y amables recados de los parientes difuntos».
Por su parte, Vilhjalmur Stefansson, que vivió durante diez años con los esquimales en el norte de Canadá, descubrió entre sus amigos «creencias que se parecen a las teorías sobre la reencarnación, que solemos asociar con la India».
¿Y en la Europa preclásica? ¿Hallamos en algunos pueblos la creencia en la reencarnación? Así parece ser. Por ejemplo, Bruce Dickins escribe en su artículo en la Encyclopaedia of Religion and Ethics: «No hay duda de que la doctrina de la metempsicosis era mantenida por los pueblos teutones iniciales [...]. La evidencia existente procede principalmente de los registros de la prosa escandinava».
Entre los celtas, no cabe duda de que era enseñada por los correspondientes «especialistas en lo sagrado», los druidas, tal como recordó Mircea Eliade, remitiéndose a Julio César, y Diodoro de Sicilia. A ese respecto, nos dice: «En cuanto a la creencia en la metempsicosis, la explicación propuesta por César –doctrina ‘especialmente adecuada para excitar el valor al suprimir el temor a la muerte’– es simplemente la interpretación racionalista de una creencia en la supervivencia del alma [...]. Diodoro de Sicilia indica que ‘las almas de los hombres son inmortales y vuelven con otro cuerpo para un cierto número de años’. En la literatura irlandesa está asimismo atestiguada la creencia en la metempsicosis» (Eliade, 1978, vol II: 157).
Douglas Hyde, antiguo presidente de Irlanda, afirma en su Literary History of Ireland que la idea de la reencarnación, que forma parte de una media docena de sagas del país, era perfectamente familiar al irlandés.
Basten las anteriores referencias para mostrar la extensión de la creencia en la reencarnación en tiempos muy tempranos de nuestra historia. Ni que decir tiene que semejante recorrido no pretende el más mínimo valor demostrativo de dicha creencia. De hecho, las interpretaciones son muy variadas. Desde el enfoque positivista de los inicios de la etnología y la antropología cultural, la constatación de la existencia de tal creencia en muchas sociedades primitivas no ha hecho sino reforzar la idea de que se trata de algo primitivo, propio de la confusión e ignorancia de gentes tan rudas, pero impropio de una cultura moderna, ilustrada y científica como la nuestra.
Huelga decir que es posible otra interpretación, avalada por las investigaciones esotéricas contemporáneas, según la cual estaríamos ante restos de un conocimiento de los mundos suprafísicos, procedente de civilizaciones anteriores.
La obra de J. Head y S. L. Cranston, Reincarnation: The Phoenix Fire Mystery (1977), se encargó de recopilar a lo largo de sus más de seiscientas páginas una ingente cantidad de textos y referencias acerca de la reencarnación en las más variadas civilizaciones. Dado que mi interés se centra en el mundo contemporáneo y en la reflexión filosófica sobre los datos que poseo, remito a dicha obra para la consideración detallada de la amplitud, en el espacio y en el tiempo, de dicha creencia. No obstante, conviene tener presente algunos datos, a pesar de su carácter polémico en ciertas ocasiones, y reflexionar sobre ellos.
En lo que respecta a la cultura egipcia, cabe recordar la opinión de Heródoto, Platón y Plutarco, quienes coincidían en hablar de la reencarnación como de una creencia general entre los griegos. Así, Heródoto escribió:
También los egipcios son los primeros que afirmaron que el alma del hombre es inmortal y que, al corromperse el cuerpo, ingresa siempre en otro ser vivo que nace. Y después de pasar por todos los seres terrestres, marítimos y volátiles, nuevamente ingresa en un cuerpo humano que nace; y el ciclo se produce en tres mil años. Algunos griegos se han servido de esta doctrina, unos antes, otros después, como si fuera propia de ellos: aunque yo sé los nombres de ellos, no los escribo (Eggers y Julia, 1978: 225).
Por su parte, la egiptóloga Margaret Murray insistió en que la teoría de la reencarnación en Egipto había recibido entre sus colegas menos atención de la que merece.
Aunque la momificación y la noción de resurrección son lo primero que viene a la mente al pensar en el antiguo Egipto, algunos autores han defendido que también tenían la creencia en la reencarnación.
En El libro de los muertos, quizás la más famosa de las obras egipcias que han llegado hasta nosotros, no parece hallarse ausente dicha creencia. Así lo piensa al menos James Bonwick, quien en un capítulo titulado «Reincarnation or Transmigration of Souls» afirma que «el ritual está lleno de alusiones a la doctrina. Los capítulos 26-30 se refieren a la preservación del corazón o de la vida con ese propósito».
A pesar de la tendencia entre los reencarnacionistas a detectar esta creencia entre los egipcios, quizás demasiado fácilmente, hay que ser precavido con tales atribuciones, pues muchos son los especialistas que niegan que tal creencia fuese propia de ese pueblo. Baste recordar las palabras de M. Eliade: «Los egipcios consideraban al alma inmortal y capaz de adoptar diversas formas animales, pero no hay rastros de una teoría general de la transmigración» (Eliade, 1978, vol. II: 200). Lo mismo vemos en C. Eggers Lan, quien, al analizar el texto anteriormente citado de Heródoto, asegura: «El texto núm. 313 contiene un error de información por parte de Heródoto, ya que los egipcios no conocieron tal doctrina» (Eggers y Julia, 1978: 220).
Mención aparte merece la tradición hermética, la cual, asociada a los Misterios egipcios, remite sus doctrinas a la revelación de Thot-Hermes (Festugière y Nock, 1945-1954; Festugière 1944-1954). En Clemente y Orígenes no faltan referencias entusiastas a dicha tradición, y bien conocido es el resurgir de la tradición hermética durante el Renacimiento, así como la posterior discusión, en los orígenes de la modernidad, acerca de la autenticidad de los textos herméticos. Se creó la opinión de que pertenecían al período helenístico, así como que procedían de plumas neoplatónicas. Pero no hay coincidencia en este punto. La falsedad de tales opiniones es defendida por G. R. S. Mead, entre otros. M. Eliade afirma que «se trata de una recopilación de textos de valor desigual redactados entre el siglo iii a. C. y el iii