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En esta obra de madurez filosófica, Vicente Merlo nos guía en un viaje profundo hacia el corazón de la identidad humana, explorando las encrucijadas espirituales y filosóficas que enfrentamos en la actualidad. Desde la Grecia de Parménides y Platón hasta la India de los rishis védicos y las Upanishads, y del desafío budista (desde Shakyamuni, Nagarjuna a la escuela de Kioto) que niega la existencia de una identidad permanente hasta las contribuciones de la filosofía moderna occidental (Husserl, Levinas y otros), Merlo ofrece una fascinante síntesis intercultural. Plenitud y vacuidad propone una verdadera «filosofía intercultural» que expande nuestra comprensión de la experiencia y la razón, acercándonos a la idea de que somos un reflejo fractal de lo Absoluto. En esta lúcida reflexión filosófica y antropológica se hacen presentes las cuestiones planteadas por la filosofía perenne, y se integra, mediante una lúcida síntesis, la cuestión tan actual de las experiencias cercanas a la muerte.
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Seitenzahl: 167
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Vicente Merlo
Plenitud y vacuidad
Una filosofía intercultural
© 2025 Vicente Merlo
© de la edición en castellano:
2025 Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117‑121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
Diseño cubierta: Editorial Kairós
Imagen cubierta: Nia Na
Composición: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Marzo 2025
Primera edición en digital: Marzo 2025
ISBN papel: 978-84-1121-342-4
ISBN epub: 978-84-1121-370-7
ISBN kindle: 978-84-1121-371-4
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
1. Introducción
2. Del parricidio platónico a la posible resurrección del padre parmenídeo
3. Más acá de la religiosidad tradicional, la vieja metafísica, el positivismo moderno y el cientificismo contemporáneo
4. ¿Tiene algo que decirnos la experiencia upanishádica?
5. Confianza (¿excesiva?) en la razón
6. Meditación cartesiana y meditación yóguico-vedántica
7. El papel de la conciencia y del Yo trascendental en la fenomenología husserliana
8. Del yo a la vacuidad budista
9. Defensas de la posibilidad de una filosofía perenne y objeciones a la misma
10. ¿Constituyen las experiencias cercanas a la muerte un refuerzo de la concepción de una filosofía perenne?
11. Idealismo espiritualista versus naturalismo materialista: hacia una hermenéutica fenomenológica
12. Los rostros del Infinito: Yo-Tú-Ello
13. El esfuerzo del concepto para pensar el Espíritu infinito como Yo
14. Hacia una concepción integral del ser humano
15. La ausencia de un yo como sujeto sustancial (alma,
atman
) en el budismo
16. ¿Extrañas coincidencias entre el budismo y la neurofisiología?
17. Vacuidad, autodespertar y metanoética en la Escuela de Kioto
18. Hacia una antropología integral en diálogo con el
vijñana-vedanta
del neohinduismo
Bibliografía
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Sumario
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Notas
A ti, Elías-Ananda, querido hijo,
celebrando todo cuanto hemos vivido juntos,
en las alturas y en las profundidades,
compartiendo este camino de realización,
y de plenitud radiante. Con todo mi amor.
Ya nadie duda de que la humanidad se encuentra ante una grave encrucijada. Cada vez vamos siendo más conscientes de los múltiples peligros que nos acechan, incluida nuestra propia supervivencia. Nos hallamos ante una crisis poliédrica. No nos cansamos, o quizás ya sí, de ver enumerados los serios riesgos a los que nos enfrentamos. Se ha dicho que estamos en una «era del vacío» (Lipovetsky), en una «postmodernidad líquida» (Zygmunt Bauman), en la que las estructuras tradicionales y modernas que sostenían nuestras relaciones y actividades se han desmoronado, en una «sociedad del cansancio» convertida en «sociedad del enjambre» (Byung-Chul Han)… Estamos en la Era de la Open AI y el chat GPT, en una crisis climática sin precedentes, al borde de una tercera guerra mundial, en un mundo en el que las injusticias y las desigualdades, lejos de desaparecer, no hacen más que acrecentarse.
Sin embargo, creemos que, sin negar lo anterior, tomándonos en serio aquello tan repetido de que toda crisis es también una oportunidad, hay «signos de esperanza». Acaso el cansancio nos obligue a realizar un nuevo esfuerzo, la sensación de vacío se trueque en sentimiento de plenitud, el final sea tan solo el de un tiempo, un ciclo, una edad de hierro, un Kali-yuga, una Noche galáctica, y al mismo tiempo el comienzo de un nuevo ciclo, una edad de oro, un Satya-yuga, un Día galáctico. Quizás la toma de conciencia de su inhumanidad nos conduzca al final de todas las guerras, y las injusticias y las desigualdades comiencen a reducirse de verdad, y la salvación consista en volvernos no transhumanos, sino verdaderamente humanos.
Para ello será preciso vencer el escepticismo y el nihilismo que recorren nuestras venas postmodernas. ¿En qué consistiría esta profunda transformación? De momento podríamos decir que exige una revisión radical de nuestro modo actual de concebir el pensamiento y de encarar la experiencia. Quizás los conceptos mismos de razón y de experiencia tengan que ser replanteados y ampliados. Eso es lo que queremos pensar aquí.
Todavía en el siglo xx, Martin Heidegger, uno de sus más grandes pensadores, seguía preguntándose qué significa pensar. Él, que se había erigido ya en uno de los más influyentes maestros en el arte del pensamiento. Quizás el pensar tenga algo que ver con lo que los griegos llamaron logos, término para el que se impuso, ante todo, la traducción de «razón», aunque sabemos que era una razón estrechamente unida al lenguaje, a la palabra. Y acaso esa logificación de la razón, que ha dominado la filosofía occidental, no sea la única manera de expresarse el logos.
La cabeza visible del templo filosófico occidental ha sido siempre Platón. Ya en él, y antes en Anaxágoras, asistimos al uso del término nous, generalmente traducido como «inteligencia». Ahora bien, Platón, escribiendo a comienzos del siglo iv a.C. distinguió entre lo que podemos llamar dos actos de la inteligencia: la nóesis y la diánoia, que podríamos traducir como inteligencia intuitiva e inteligencia racional, respectivamente. No se trata ya de un conocimiento sensible, de los objetos del mundo perceptible por los sentidos físicos, sino de un conocimiento intelectual, que se ocupa de «objetos» suprasensibles. Las matemáticas sirven de modelo de ese proceso racional de la inteligencia, pero el conocimiento supremo, para Platón, iniciador de nuestros maestros del pensar occidentales, consiste en un acto de aprehensión intelectual de las realidades primordiales, arquetípicas, suprasensibles, que se hallan fuera del espacio y el tiempo. Esto es lo propio de la nóesis, el acto por excelencia del nous, de esa inteligencia que sería, también poco después, para su díscolo discípulo, lo más divino que hay en el ser humano, lo que nos hace semejantes a los dioses.
El logos como razón y lenguaje, la inteligencia discursiva, se expresa por primera vez en nuestra historia, de manera brillante, «a través de» los diá-logos de Platón.
Platón tuvo dos «padres», filosóficamente hablando. El más conocido, Sócrates, presente en buena parte de sus Diálogos como interlocutor principal, y el «padre» más misterioso, respecto al que se vio obligado a cometer «parricidio», intelectual claro está. Mucho antes de que Freud hablara del significado psicológico de «matar al padre», para convertirse en adulto psicológicamente, Platón habló de parricidio como modo de alcanzar la madurez intelectual y expresar la propia visión de las cosas.
Este segundo «padre» no es sino Parménides de Elea. Con él retrocedemos hasta el siglo vi a.C. Lo que nos interpela aquí es la pregunta de hasta qué punto el maestro Platón al matar a Parménides y dar nacimiento a la filo-sofía facilitó la muerte de la sabiduría que previamente se había expresado en algunos presocráticos, entre ellos Parménides. ¿Acaso no pasamos demasiado rápidamente por los nombres de Orfeo, de Pitágoras, de Heráclito, de Parménides incluso, en nuestras historias de la filosofía, para llegar rápidamente a Sócrates y Platón? ¿Son los anteriores tan solo «pre-socráticos»? ¿Quizás porque estaban todavía demasiado atados a un lenguaje mítico? ¿Acaso no hemos decidido ya, ilustradamente, que el mito es el lenguaje de la ignorancia, de la fantasía? ¿Tienen algún sentido esas narraciones fabulosas que divinizan las fuerzas de la naturaleza y no saben explicarnos «racionalmente» la naturaleza y las causas de los fenómenos? Pero ¿y si re-descubriéramos, una vez más, el poder del simbolismo en que se expresa el mito? Quizás el mito y su lenguaje simbólico nos den qué pensar.
Ahora bien, el Parménides al que dirigimos nuestra atención no es el Parménides lógico de: «el ser es y el no-ser no es», que provoca la sonrisa del estudiante de filosofía. Es el Parménides que narra su viaje mítico en su célebre Poema, conducido por las doncellas, hijas del Sol, hasta «la diosa» que amablemente le da la bienvenida. ¿Será acaso Perséfone, Proserpina, y el viaje de nuestro héroe un viaje iniciático a lugares innombrables? En cualquier caso, la diosa le expone la vía de las opiniones de los mortales y la vía que conduce al «inalterado corazón de la persuasiva Verdad».
¿Puede acaso el pensador ser también profeta, mago, místico o incluso sanador? ¿No es esta la noción de iatromantis que podría aplicarse a Parménides?1
***
En tiempos de Parménides y ya siglos antes en la India antigua, encontramos la figura del rishi, del que se ha dicho que era simultáneamente sabio, profeta y poeta, vidente de aquello que podía más tarde expresar poéticamente, mántricamente. Los rishis upanishádicos y ya antes los rishis de los himnos védicos establecieron los fundamentos de lo que más tarde el Occidente moderno llamaría «tradición hindú», allí donde su autocomprensión prefería decir sanatana dharma. La visión del vidente sería la contemplación del Orden (Rta), la Ley (Dharma), la estructura cosmoteándrica (por utilizar esta expresión acuñada por R. Panikkar) que se halla más allá del Espacio y el Tiempo. Sanatana puede traducirse, justamente, por «eterno» o «atemporal». Sí, como las Verdades (el término Ideas, aunque lo pongamos en mayúscula, confunde hoy) de Platón, aquellas que habitan en el mundo inteligible, el kosmos noetós, inapresable por nuestros sentidos, pero intuible a través del «ojo del alma», que es el nous, la inteligencia que hemos llamado «intuitiva», en sentido técnico de «intuición intelectual» a cargo de la inteligencia transracional. ¿Tendrá esto algo que ver con «el inalterado corazón de la persuasiva Verdad?
Y hablando de Perséfone, ante quien quizás fue conducido Parménides, pensemos en Plutón (el viejo Hades, sí), arquetipo de la muerte y la transformación, pues no hay mejor compañero que él para la necesaria «transformación de la filosofía», ya no en el sentido de K. Apel u otros, sino a modo de resurrección del padre parmenídeo de Platón, de la figura del sabio, el rishi, adaptado a nuestro tiempo, quizás no solo pensador profundo, sino también profeta, mago, místico y poeta.2
Soy consciente de que algunas expresiones pueden sonar a los oídos modernos o hipermodernos –como a veces se denomina la postmodernidad– a religiones antiguas o a viejas metafísicas. No es la idea cuando tratamos de plantearnos qué significa pensar y qué tipos de experiencia tenemos a nuestro alcance. No hace falta compartir el positivismo decimonónico de A. Comte, el neopositivismo de la Escuela de Viena o el cientificismo de mediados del siglo xx para desmarcarse de los dogmatismos de las tradiciones religiosas clásicas, incluso de las metafísicas racionalistas modernas.
Quizás hayan caducado no solo las religiones tradicionales y su noción de revelación sobrenatural, apuntaladas por las teologías dogmáticas y las metafísicas especulativas que entronizaban la razón tras milenios de haber sido subordinada a la fe religiosa institucionalizada y estrecha, sino también los positivismos y cientificismos que se empeñaron en reducir la Razón y el Saber a razón empírico-positiva y a razón científico-experimental.
¿Y entonces qué nos queda?, podríamos preguntarnos. ¿Una respetable y fecunda, pero ya oxidada fenomenología más o menos hermenéutica o un pensamiento débil derrotado ante el fracaso de las grandes narrativas? ¿O acaso no nos queda más remedio ya que aceptar la pertenencia a la época de la postverdad?
Si no es así ¿qué tipo de pensar, de razón estamos proponiendo? ¿Qué tipo de experiencias podrían abrir algún claro en el bosque de la confusión en el que se halla la humanidad actual?
Quizás necesitemos revisitar la casa del lenguaje, reformarla, repensarla para elaborar algo… no diré «nuevo», pero sí que pueda orientarnos en la búsqueda de un sentido, puede incluso que de un gran sentido.
«El concepto sin intuición es vacío, la intuición sin concepto es ciega», insistía Kant, sin duda otro de los grandes maestros del pensar, ya en el Occidente moderno y en la madurez de la Ilustración. La ciencia, tras Galileo y Newton, alcanzaba un prometedor esplendor en el siglo xviii. Y Kant se vio inmerso en ese reconocimiento a la razón científica y se preguntó si la filosofía podría entrar en el seguro camino de la ciencia. Sabemos que su respuesta fue negativa. La razón científica unía experiencia (y en el mejor de los casos «experimento») y razón. Experiencia que partía de un conjunto de intuiciones sensibles que afectaban nuestra sensibilidad y quedaba comprendida por una serie de conceptos, dependientes de una tabla de categorías como conceptos puros, fundamentales para toda comprensión, para todo pensar. De este modo, su crítica a la razón especulativa («la razón pura») estaba servida. Por mucho concepto que pensáramos, por muy sofisticada que fuese nuestra casa lingüística, sin la intuición sensible no proporcionaba más que un saber vacío, mera especulación metafísica. Descartes, Spinoza, Leibniz, Wolff dejaban de tener fundamento. La filosofía (es decir la metafísica) no cumplía los requisitos necesarios para convertirse en verdadero conocimiento, en ciencia.
Dejemos ahora de lado la apertura kantiana a la fundamentación de la moral, de la metafísica de las costumbres, pues si la pregunta «¿qué puedo conocer?» quedaba respondida con claridad, negando la posibilidad de la metafísica como ciencia, la pregunta «¿qué debo hacer?» abría la puerta trasera a una concepción metafísica (Dios, la libertad, la inmortalidad) como condición indispensable para pensar «con razón» el faktum de la moral. Dejemos también su concepción estética, expuesta en su Crítica del juicio. Queremos centrarnos en su concepción del conocimiento, de la razón y de la experiencia.
Toda intuición es intuición sensible. Esta es la barrera infranqueable que Kant levantó ante el conocimiento de posibles realidades que trasciendan el ámbito de lo físico, que queden fuera del conocimiento científico. Sin embargo, quizás esta limitación esté ya fuera de lugar, haya perdido su vigencia, haya caducado. Tendremos que ofrecer múltiples ejemplos de ello, pero nos gustaría comenzar rescatando el saber de los rishis upanishádicos y con ellos lo que podemos llamar «la experiencia upanishádica». ¿En qué consiste esta?3
Conste que las Upanishads constituyen un conjunto de textos, escritos desde el siglo viii a.C. hasta comienzos de nuestra era, que la leyenda amplía a ciento ocho, aunque la tradición, tras el comentario de uno de sus grandes comentaristas-filósofos-teólogos, Adi Sankaracharya, acordó reducirlo a entre doce o quince principales, como la obra de S. Radhakrishnan, citada en la nota anterior, anuncia. Las Upanishads van más allá del discurso mítico-ritualista que encontramos en los himnos védicos y da comienzo a un pensar místico-filosófico. No diremos que se trata de textos filosóficos, en ningún caso, no al menos en el sentido occidental moderno del término filosofía, pero sí que expresan una serie de intuiciones filosóficas que darán lugar a la reflexión posterior llevada a cabo por los llamados «sistemas filosóficos» (darshanas) de la tradición hindú. Por eso se ha dicho que las Upanishads constituyen «el fin del Veda» (Vedanta) en un doble sentido. En primer lugar, porque técnicamente son la cuarta y última parte de los cuatro Vedas; en segundo lugar, y esto nos importa más, porque expresan la esencia y la finalidad última de los Vedas.
Son esas intuiciones filosóficas, procedentes de lo que podemos llamar «experiencias místicas»,4 aunque también podría hablarse de «conocimiento gnóstico», las que nos interesan aquí.
Aceptemos provisionalmente la comprensión de la mística como experiencia de Dios o experiencia de lo Divino. Si se prefiere no utilizar estos términos, digamos experiencia de la Realidad última, experiencia del Absoluto, con todos los matices que esto exige. Recordemos una célebre clasificación de R.Ch. Zaehner en tres tipos: misticismo de la naturaleza, misticismo monista y misticismo teísta.
Estamos más acostumbrados, aquí en Occidente, a este último tipo de misticismo, concebido como encuentro, unión o comunión con un Dios personal. El cristianismo, por ejemplo, ha tendido, quizás más o menos forzado en ocasiones por los dogmas teológicos, a este tipo de experiencia mística. El primero, el misticismo de la naturaleza, parece descubrir lo divino en la propia naturaleza, como si una visión transfigurada fuera capaz de ver lo divino en todas las cosas. Pero, en el caso de las Upanishads, en el que ahora nos centramos, se trataría fundamentalmente de lo que Zaehner denomina misticismo monista, que remite a la experiencia de no-dualidad (advaita).
¿En qué consiste esta experiencia adual y cómo ha sido interpretada para ofrecer toda una cosmovisión o filosofía no-dualista? Lo expresaremos a partir de dos de las principales tesis que encontramos en las Upanishads. La primera dice: «Brahman es Conciencia». Sabemos que Brahman es el término utilizado (uno de ellos) para referirse a la Realidad última. Lo que aquí traducimos como «Conciencia» corresponde al término sánscrito prajñana, que ha sido traducido también como «Inteligencia», incluso como Sabiduría.5 Si pensamos en terminología occidental sería fácil inferir que dicha experiencia daría lugar a un «monismo idealista» o «idealismo monista». Efectivamente, frente a cualquier cosmovisión materialista, la esencia de la realidad y su fundamento último, para las Upanishads, sería del orden de la Conciencia, la Inteligencia. Obviamente, se trataría de la Inteligencia infinita, la Conciencia absoluta, no-dual. «El Uno-sin-segundo», como se dice en ocasiones (ekam evadvitiyam), evocando a uno de los místicos-filósofos por excelencia de la tradición occidental: Plotino, considerado como el primer pensador advaita (no-dualista), cuyo pensamiento ha sido expuesto y recreado magníficamente por Pierre Hadot.6
¿Cabe una experiencia mística, o gnóstica, de la Conciencia infinita, de la Inteligencia absoluta, de Brahman? Justamente la característica esencial del rishi upanishádico consistiría en dar una respuesta afirmativa. Y hacerlo de modo experiencial. De manera que la filosofía posterior, la razón explicativa, hallaría su base, su fundamento y su fuerza en dicha experiencia, otorgadora del saber esencial. Y esto es lo que implica la segunda de nuestras afirmaciones upanishádicas, que reza así: Aham brahmasmi y cuya traducción es todavía más unívoca: «Yo soy Brahman». Evidentemente, no podría ser el ego empírico-psicológico quien esto afirma, dadas sus bien conocidas limitaciones de todo orden y su finitud ontológica. Para que esta afirmación, desconcertante, que hace estallar muchos de nuestros marcos mentales, de nuestras creencias arraigadas, de nuestras más elementales evidencias, se pueda tomar en serio, hace falta que la experiencia misma, con el saber inherente que le acompaña, produzca una transfiguración tan enorme de nuestra identidad vivida que el ego psicológico quede reemplazado por el Yo absoluto, el Yo infinito, no-dual, que es Brahman. De este modo se nos cuela casi inevitablemente, aunque sea de modo impensado, la afirmación más célebre de todas las Upanishads: el Atman es Brahman.
Atman es el pronombre reflexivo (aparte de otros muchos significados que ahora podemos poner entre paréntesis), el sí-mismo, el verdadero yo. Lo que sucede es que, en el acto mismo de la experiencia místico-gnóstica, la individualidad del yo como mi identidad personal muestra que la finitud del yo-atman era meramente aparente. El atman no es el ego empírico-psicológico, sino Brahman, la Conciencia infinita, la Identidad última, lo real de lo real (satyasya satyam), como dicen las propias Upanishads. Brahman es lo Infinito-en-lo-finito.
Si damos un salto a uno de nuestros pensadores, no siempre suficientemente apreciado, a pesar de la profundidad de su pensamiento, diríamos que Dios (permítasenos este término ahora) es «trascendente-en-las-cosas». Es decir, colapsa la oposición entre inmanente y trascendente, entre inmanencia y trascendencia, con esa acertada expresión de X. Zubiri que permite decir que el atman es lo divino-inmanente y Brahman lo divino-trascendente.7 Dicho de otro modo, el atman y el Brahman no son dos, es la misma Realidad no-dual, cuyo carácter fundamental consiste en ser Conciencia o, para ser más precisos y con una caracterización más completa, Brahman es sat-cit-ananda. Sat puede traducirse como «Ser», el Ser absoluto o, si se quiere, la Realidad, lo Real, en última instancia. Chit es el término más frecuentemente empleado para la noción de Conciencia (infinita). Y Ananda es la plenitud primordial, la felicidad, el gozo puro, la beatitud. Se trata de una tri-unidad: Ser-Conciencia-Bienaventuranza.
Aquí, la gnosis es atma-jñana, conocimiento del atman-que-es-Brahman. Auto-revelación suprema del Sí-mismo.