La república por venir - José Antonio Pérez Tapias - E-Book

La república por venir E-Book

José Antonio Pérez Tapias

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Este ensayo propone un republicanismo que haga frente al populismo y promueva una libertad como no dominación en un Estado plurinacional. La democracia se halla en apuros. Acosada desde fuera por poderes económicos y desarrollos tecnológicos con incidencia global, y afectada desde dentro por prácticas que erosionan sus instituciones, así como por corrientes políticas, especialmente una ultraderecha que gana adeptos, que propugnan una antipolítica que la contradice, urge revitalizar la democracia. Sobreponiéndose a la melancolía política, este libro retoma la tradición republicana para construir alternativas viables. Una democracia republicana y un republicanismo en clave socialista se presentan como hilos para tejer un republicanismo cosmopolita mediante una interculturalidad crítica y un humanismo otro que aliente la cultura cívica imprescindible para sostener el compromiso con la república por venir. Esta tarea, en la realidad política de España, ha de tener un perfil propio, acorde con nuestra historia y atendiendo a las condiciones de un presente en el que el republicanismo reclama una modulación más clara e intensa.

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Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La república por venir

De la melancolía política a la radicalización cosmopolita de la democracia

José Antonio Pérez Tapias

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Ciencias Sociales

© Editorial Trotta, S.A., 2025

http://www.trotta.es

© José Antonio Pérez Tapias, 2025

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún ­fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-326-7 (edición digital e-pub)

ÍNDICE GENERAL

Cubierta

Título

Créditos

Dedicatoria

 

A modo de prólogo... ... Para un leer esperanzado en la república por venir

CRISIS DE LA DEMOCRACIA Y DEL ESTADO EN UN TIEMPO DISTÓPICO. NECESIDAD DE REPÚBLICAEntre la deshumanización y la melancolía: ¿será posible «organizar el pesimismo» para construir república?El populismo, en su maridaje con la posverdad, como vía falsa para revitalizar la democracia (y por donde es imposible que la izquierda recupere su proyecto)FRENTE AL POPULISMO, REACTUALIZACIÓN DE LA TRADICIÓN REPUBLICANA: LA LIBERTAD COMO NO DOMINACIÓN LLEVADA AL CONCEPTO DE CIUDADANÍA, A LA IDEA DE DEMOCRACIA Y A LA FORMA DE ESTADOReelaboración moderna del republicanismo: república, laicidad y federaciónMás allá del liberalismo: la libertad en el «republicanismo cívico»Democracia participativa y república como forma de Estado. La «apuesta» republicanaDEMOCRACIA REPUBLICANA Y REPUBLICANISMO EN CLAVE SOCIALISTA. EL HORIZONTE DE LA FRATERNIDADReganar republicanismo para radicalizar la democraciaLa «idea del socialismo» y la fraternidad republicana como horizonte para objetivos de justiciaEL NECESARIO REPUBLICANISMO SIN MITIFICACIONES. REVISIÓN DEL IMAGINARIO DE LA REVOLUCIÓN Y CRÍTICA DE LA SACRALIZACIÓN DE LA SOBERANÍA Y LA MITIFICACIÓN DE LA NACIÓNRepublicanismo sin mitificación del progreso: revoluciones de futuro, incluida la revolución feminista, con memoria de derrotas (también en procesos de descolonización)Soberanía desacralizada y nación desmitificada de un republicanismo laicoEl valor republicano de la opinión pública como ámbito de «soberanía fluidificada»HACIA DEMOCRACIAS REPUBLICANAS SIN ABUSOS DE LA «RAZÓN DE ESTADO» Y DEL «ESTADO DE EXCEPCIÓN», Y SIN FRONTERAS QUE SEAN «ZONAS DE MUERTE»Fronteras amuralladas donde imperan estados de excepción como abuso de la soberaníaCrítica del estado de excepción desde una concepción republicana de lo razonable para el EstadoLA RAZONABILIDAD DE UN REPUBLICANISMO COSMOPOLITA PARA UNA MUNDIALIZACIÓN DEMOCRÁTICABarbarie anticosmopolita de una irresuelta cuestión migratoria. La autonegación de una Europa con «alergia al otro» (Lévinas)Cosmopolitismo republicano contra la exclusión y la barbarie. La abertura universalista del «patriotismo constitucional»La «constitucionalización» de un orden mundial cosmopolita a partir de Estados republicanosCOSMOPOLITISMO REPUBLICANO E INTERCULTURALIDAD CRÍTICA PARA UNA TRANSMODERNIDAD SIN HEGEMONÍA DE OCCIDENTEEuropa descentrada y el fin de la hegemonía occidental en el punto de arranque para el necesario cosmopolitismo republicanoCompromiso republicano, sin resabios colonialistas, con una ciudadanía intercultural para la transmodernidad desde la «provincia Europa»UN HUMANISMO OTRO COMO MARCO DE PENSAMIENTO TRANSCULTURAL QUE ACOMPAÑE A UN REPUBLICANISMO COSMOPOLITAUn humanismo otro con fuerza crítica y potencial utópicoHumanismo otro pluriversalista, feminista, ecologista...: legado metafísico para un republicanismo cosmopolita propuesto desde la ontología política de un pensamiento instituyente (Esposito/Lefort)MEDITACIONES REPUBLICANAS (Y QUIJANESCAS) SOBRE EL EXPERIMENTUM HISPANIAE. SUCESIÓN DE EPÍLOGOS CUANDO LA REPÚBLICA NO LLEGAMeditación primera. Reivindicación del republicanismo: más allá de la Constitución del 78Meditación segunda. La Corona no es sagrada. Déficit de legitimidad de una institución no democráticaMeditación tercera. Una república de libres e igualesMeditación cuarta. Federación plurinacional y laicidad del Estado como objetivos republicanos desde una mirada «marrana» sobre EspañaMeditación quinta. Memoria y futuro republicanos. Necesidad y dificultad de un proceso instituyente

Índice de nombres

Referencias bibliográficas

A Antonio García-Santesmases,

amigo y compañero,

filósofo curtido en la praxis,

socialista de sólidas convicciones republicanas,

con quien he compartido conversaciones y compromisos

A MODO DE PRÓLOGO... ... PARA UN LEER ESPERANZADO EN LA REPÚBLICA POR VENIR

La república por venir, en analogía con «el libro por venir» del que hablaba Maurice Blanchot1, es, como fórmula, la expresión de un deseo, el cual se sitúa entre la reflexión y los acontecimientos en los que nos vemos inmersos: deseo de república, confesado desde un anhelo esperanzado, pero consciente de que su cumplimiento, por remoto, queda lejos como para verse. No obstante, escribir sobre ello ya es, a la vez, ejercicio de prospectiva militante y de resistencia activa, habida cuenta de que, en la república por venir, de la que sabemos que no viene sola, están las claves de una imperiosa revitalización de la democracia. Ésta, sin embargo, hay que acometerla teniendo en cuenta, junto a su insoslayable necesidad, la imposibilidad de su realización plena, y no por el mero situarse en un futuro inalcanzable, sino por las aporías que encierra la coherente y consecuente pretensión de democracia: por ello, siempre, realizándose, es «democracia por venir», viniendo desde un porvenir que, como dice Derrida cuando habla de ella, es «herencia de una promesa»2. Es así como también se ilumina, para su intención de radicalización de la democracia, el deseo de república. Al expresarlo, el empeño por hablar de ello ha de estar acompañado por la consciencia de que, en tal empresa, no se parte de cero y se cuenta además con la memoria compartida de logros y muchas derrotas, de forma que la melancolía en la que nos sume un presente distópico encierra potenciales de transformación que aguardan ser activados para el republicanismo que necesitamos.

El recorrido por las páginas del libro al que este prólogo invita a leer podrá hacerse compartiendo la convicción con la que han sido escritas: el republicanismo es legado de una larga y rica tradición que no sólo merece ser actualizada, sino que necesitamos reactualizar para insuflar a nuestras democracias la vitalidad de la que en estos últimos tiempos nuestros carecen. La época en la que vivimos, más allá de una tecnología que invitaría al optimismo si no fuera porque sus desarrollos más punteros se nos presentan con una notable ambivalencia en cuanto a sus posibilidades positivas y a sus riesgos negativos3 —así ha sido siempre, pero las potencialidades actuales con las que las ciencias dotan a su despliegue tecnológico acentúan esa ambivalencia, que repercute en todas las dimensiones de la cultura, incluida la vida política, como vemos con la llamada «inteligencia artificial»4—, presenta un panorama que, por las causas que en el primer capítulo se señalan, tiene todos los deméritos para ser considerado distópico. En el entrecruzamiento de las diferentes crisis en que estamos sumidos, la institucionalización de lo político en sistemas democráticos y el marco que para ello ofrece el Estado nacional no quedan fuera del desgaste que esas crisis suponen y del cuestionamiento a los que ellas someten al paradigma dominante desde el que se ha pensado en los últimos siglos dicho modelo de Estado, las formas en las que se ha realizado la democracia y la manera como se ha vivido en ellos la condición de ciudadanía.

Estados que se ven sobrepasados en el contexto de globalización en el que estamos, en esta tercera década del siglo xxi tan convulsionado; democracias presionadas desde fuera por las dinámicas de los mercados y zarandeadas desde dentro por procesos de deslegitimación de sus instituciones, cuando no por fuerzas de corte neofascista que actúan contra ella; y ciudadanas y ciudadanos que ven recortados derechos que parecían logros irreversibles..., todo ello urge a la crucial tarea de repensar lo político y activar una nueva política para mantener la convivencia y salvar la dignidad de todos y cada uno en sociedades plurales y muy complejas, en un mundo fuertemente interrelacionado y en el medio que nos ofrece la naturaleza como ese común hábitat planetario que llamamos Tierra. Para profundizar en la democracia, reconfigurar los Estados y potenciar la ciudadanía el republicanismo supone un camino transitable, a condición de que él mismo se ponga al día. Ello implica retomar la herencia de esa tradición y hacerla valer frente a otras maneras de afrontar las crisis en que estamos, como son las propias del amplio espectro de posiciones políticas, pero con un identificable denominador común, que conocemos como propio de los populismos, acrecentados con los nuevos modos que les ha facilitado la dinámica de la posverdad.

Pasar por la confrontación entre republicanismo y populismo, argumentando a favor del primero, es, por tanto, paso obligado. Con todo, para darlo, se hace a la vez insoslayable afrontar y clarificar el estado de ánimo desde el que se acomete la empresa de recuperar republicanismo y poner en nuestro horizonte república como clave de radicalización de la democracia. Dicha tarea, aunque hay que llevarla a cabo con pretensiones de transversalidad política, se presenta con especiales connotaciones desde y para la izquierda, habida cuenta de una historia reciente en la que ciertamente se lograron importantes objetivos en cuanto a exigencias de igualdad y metas relativas a libertades —hoy sabemos que nunca hay que dar por definitivamente conseguidas—; también es verdad que en ese recorrido se anotan derrotas clamorosas cuya memoria se suma a las dificultades estructurales por las que pasamos en estos momentos. Las trampas de un utopismo ingenuo, pero investido de la irracional seguridad aportada por una mitificación de lo utópico de corte escatologista, han propiciado trágicos desarrollos políticos en los que han acabado enterrados procesos revolucionarios que movilizaron tremendas energías sociales y en cuya realización se sacrificaron millones de vidas individuales5. Cuando los fracasos han sido irrefutables, la melancolía ha hecho mella con acerados dientes de desengaño. ¿Qué hacer en y por la izquierda a partir de esa melancolía, convertida en seña de identidad colectiva en un tiempo donde se echan en falta alternativas transformadoras y fuerzas sociales y energías políticas suficientes para llevarlas a cabo? Si las reflexiones del italiano Enzo Traverso nos son indispensables para penar la propia situación, no lo es menos el pensamiento de Walter Benjamin y otros para elucidar no sólo la situación en que nos hallamos, sino también el pathos con el que afrontarla.

Poner al día la opción republicana, además de atar cabos que históricamente nos vienen de atrás, a la hora de anudarlos requiere contar con aportaciones que en la actualidad nos brindan nuevos argumentos con los que hacer consistente una propuesta republicana que haga valer sus buenas razones en los debates de hoy, especialmente con los que siguen en pie con corrientes liberales, cuyo legado, por otra parte, sigue siendo valioso por más que se considere insuficiente, o con planteamientos neoliberales, en este caso fruto de una deriva ideológica a la que el republicanismo deberá siempre oponerse. Cuando en el capítulo 2 de esta obra se emprende ese poner al día la fuerza de los argumentos republicanos se cuenta con el indudablemente positivo que es el apoyo en el neorrepublicanismo de Philip Pettit sobre el eje de un concepto de libertad como «no dominación». Esas y otras aportaciones en torno a cuestiones claves para una «apuesta republicana» son pertinentes como lo es retomar la idea de apuesta que en su día Lucien Goldmann reelaboró desde claro trasfondo pascaliano.

Si hay que revitalizar la democracia, no menos empeño ha de ponerse desde la izquierda en reconstruir proyecto socialista, lo cual, si ha de tener en cuenta la pluralidad de posibles propuestas al respecto, lo que sí puede entenderse como elemento común es la articulación de las mismas en clave republicana. Si el socialismo, como Habermas dijo hace ya tiempo, cabe renovarlo bajo la idea de radicalición de la democracia, la vía para la misma es la que ofrece a su vez un republicanismo que entronca con la misma tradición socialista. En el capítulo 3 de los que siguen a continuación se atiende la idea de fraternidad, fundamental para trabajar ese nexo, como Axel Honneth ha puesto de relieve o como Antoni Domènech realzó con muy buen criterio.

En el capítulo 4, partiendo de cómo la instauración de repúblicas ha venido históricamente de la mano de revoluciones de signo muy diverso, destacando al respecto las dos estudiadas a fondo por Hannah Arendt, la estadounidense y la francesa, con lo que ello induce a revisar esa conexión desde parámetros democráticos actuales, lo que se aborda a continuación son dos cuestiones de máxima relevancia para reactualizar el republicanismo: la crítica de una idea de soberanía en virtud de la cual ésta continúa sacralizándose, con muy negativas consecuencias, y de la mitificación de la nación que ha ido asociada a ellas, imprescindible para propugnar un republicanismo laico. Un recorrido que pasa por autores como Carl Schmitt, Luigi Ferrajoli o Roberto Esposito, desemboca tratando la sugerente visión de Habermas de la opinión pública como cauce de «soberanía fluidificada», de crucial importancia para una democracia deliberativa.

Un enfoque crítico, y a la vez propositivo, como el apuntado tiene su continuación en el abordaje de dos temas claves en la teorización sobre el Estado y en la práctica de los Estados que requieren una revisión en profundidad si de verdad se quiere que democracias constitucionales se configuren coherentemente y actúen consecuentemente como repúblicas respetuosas y valedoras de los derechos humanos. Esos dos temas son la razón de Estado, en primer lugar, y el estado de excepción, en segundo, temas que son verdaderos problemas que el republicanismo debe abordar con el rigor y la autoexigencia que hasta ahora no se han dado. Para adentrarnos por ese camino, en el capítulo 5 contamos con diversos guías, destacando entre ellos Walter Benjamin, de nuevo, y Giorgio Agamben.

Un paso más se da en el capítulo 6 al proponer la razonabilidad de un republicanismo cosmopolita. En este punto del trayecto seguido en estas páginas nos enfrentamos a la dramática, cuando no trágica, cuestión que a diario se plantea en nuestro mundo: las migraciones de millones de personas en busca de condiciones de vida dignas o que simplemente dejan atrás insoportables empobrecimientos de sus sociedades o mortíferas guerras que las asolan. La tragedia añadida es la provocada por la barbarie que significan las políticas que en relación a las migraciones suelen aplicar los Estados, evidenciando desde sus mismas sociedades una «alergia al otro», como dice Emmanuel Lévinas, consonante con políticas que en la mayor parte de los casos no merecen siquiera ser llamadas así —no son propiamente políticas migratorias, sino de control de fronteras—. Es frente a esa realidad, buscando alternativas realmente transformadoras, como este capítulo se interna en un cosmopolitismo republicano, modulando pretensiones universalistas —de suyo, universalizables— desde la diversidad de culturas y el reconocimiento de las diferencias, capaz de promover nuevas políticas contra la exclusión y la barbarie, además de propiciar la abertura del republicano valor del patriotismo como «patriotismo constitucional». Es con esos ingredientes como se prepara el terreno para la «constitucionalización» de un orden cosmopolita para una efectiva mundialidad democrática, para lo cual, desde el mismísimo Kant, escuchamos las cualificadas voces de Giacomo Marramao, Martha Nussbaum, Otfried Höffe, David Held y Jürgen Habermas, entre otros.

El cosmopolitismo que ha de impregnar el republicanismo a estas alturas del siglo xxi ha de concretarse, conforme a la credibilidad que ha de ganar para su replanteamiento del universalismo, con propuestas de una interculturalidad crítica, como ofrece Fidel Tubino desde el Perú, la cual implica nuevos modos de hacer política atendiendo a la diversidad cultural y a las dinámicas del reconocimiento exigible entre los diferentes, a la vez que se erradican desigualdades. Promover democracias inclusivas con esa voluntad de diálogo intercultural conlleva la exigencia de eliminar prejuicios que consolidaron exclusiones, recogiendo la crítica no sólo al racismo en el que la exclusión tanto se ha apoyado, sino también la que tiene por objeto el eurocentrismo que en la modernidad consolidó una visión supremacista de la historia de todo punto insostenible. Siendo este un punto sobre el que se ha concentrado la mirada crítica del pensamiento decolonial, que, tras la estela de Aníbal Quijano, no deja de señalar cómo perduran estructuras coloniales, aun después de procesos de descolonización, en lo que detectó como la «colonialidad del poder», dicha mirada no puede dejar de considerar cómo hoy, cuestionada desde los hechos mismos la otrora hegemonía occidental, se abren nuevas perspectivas para un mundo consciente de su diversidad —destaca al respecto cómo expresa Dipresh Chakrabarty esa consciencia—, de manera que un republicanismo cosmopolita no puede sino asumir del todo el compromiso con una interculturalidad que lleve a superar el abismo entre centro(s) y periferias(s) cuando se vislumbra que entramos en la «transmodernidad» a la que Dussel dirigió la mirada; y nosotros con él en el capítulo 7 de La república por venir.

Como particular «Estación Término» del recorrido aquí expuesto, el capítulo 8 está dedicado a reelaborar también algo que siempre ha acompañado al republicanismo: un pensar humanista, con su centro de gravedad en la dignidad humana. Hecha la crítica al eurocentrismo y desvelado el colonialismo como reverso de la modernidad, más criticada la hipoteca que pesa sobre él por amparar una voluntad de dominio sobre la naturaleza que se concibió irrestricta, así como iluminado el punto ciego que le supuso la cultura patriarcal dominante, el humanismo debe ser repensado para liberarlo de los lastres acumulados en su propia historia y que impiden que siga siendo fecundo como marco de acción y pensamiento emancipadores. Es lo que lleva a rehabilitarlo como humanismo otro, situándolo bajo un nuevo paradigma cuyos mimbres nos lo facilitan desde la visión de un ethos barroco con las miras puestas en lo que aspiraba como «modernidad otra», como bien lo ha hecho saber Bolívar Echeverría, hasta las declaraciones al respecto de Aimé ­Césaire, antecesor del pensamiento decolonial, así como otros filósofos actuales tales que Achille Mbembe. No hay que olvidar el «humanismo del otro hombre» del que habló Lévinas, cuya aportación es de sumo interés para un humanismo otro que, acorde con lo que significa un republicanismo cosmopolita, es pieza crucial como sostén de la cultura cívica que ha de acompañarlo. Es así, precisamente desde Lévinas, como se perfila la condición metafísica, también desde un nuevo paradigma metafísico en una época que se entendió como inductora de pensamiento posmetafísico, de una propuesta republicana cuyo humanismo, conformado ahora como pluriversal, feminista y ecologista, puede ser, desde su relación con una nueva ontología de lo político, acicate para una radicalizada democracia cosmopolita.

La última parte del libro, presentada como «sucesión de epílogos cuando la república no llega», recoge, bajo un título en el que se dejan ver ciertas resonancias orteguianas —«meditaciones republicanas» (y quijanescas)— junto a explícitas referencias a Ernst Bloch al hablar por mi parte de experimentum Hispaniae, contiene cinco temáticas para el análisis y la reflexión expresamente atinentes a la realidad española, a su memoria republicana, a ciertas tareas por hacer de cuño republicano y a una esperanza en cuanto a república que hay que cultivar entre anhelo no satisfecho y una realidad distante de él, pero que, desde sus carencias, mas también desde sus logros y posibilidades, da pie para que el deseo se obligue a la acción política. Es para ello para lo que la melancolía, singularmente en lo que atañe a la izquierda, ha de transmutarse en melancolía transformadora en el sentido que quedó expuesto al comienzo del recorrido que con las aludidas «meditaciones» concluye.

Desde nuestra realidad hispana se cuentan, por razón de nuestra historia contemporánea, motivos añadidos que tanto explican una sobredosis de melancolía como la imperiosa necesidad de convertirla en palanca inductora de acción republicana —vaya la expresión como homenaje a don Manuel Azaña, cuya figura puede tomarse como epítome del republicanismo español del siglo xx—. Afortunadamente podemos contar en nuestra tradición con antecedentes, cuyos ecos llegan hasta nosotros, en cuanto a esa transmutación de la melancolía. Sabido es que el personaje que la encarnó sobremanera en el arranque de la modernidad, entrando en la época del Barroco, fue el Quijote, prototipo de una melancolía heroica, apegada a tan imposibles ideales que, fuera de lugar y tiempo reales, no alcanzaron realización alguna..., salvo la consolidación en la férrea convicción de protagonista de empresas tan osadas como ilusas de un ansia inconmovible de justicia, la cual, el mismo Cervantes, muestra como cimiento que permanece en el final de los días de un Alonso Quijano ya vuelto a la cordura. Después de todo, la melancolía del Quijote, sin asomo de locura, pero sí con mucho desengaño, era también la de Cervantes, la cual, a su vez, expresaba la melancolía que epocalmente se extendía sobre una España que en el siglo del Barroco entró en lamentable decadencia6. Lo que podemos anotarnos, habida cuenta además de que la melancolía, sin limitarla a acedia paralizante, posteriormente fue vivida y vista en el Romanticismo como germen del genio artístico, es que, así como el autor del Quijote sublimó su melancolía extrayendo de ella la fuerza para la genialidad de su gran novela, también podemos pensar, desde las cotas de humildad en que debemos situarnos, que la melancolía que cultural y políticamente nos caracteriza, con más motivos en España, puede transformarse en melancolía ac­tiva, con sello republicano para más señas. Así, en un tiempo al que no faltan señales para considerarlo neobarroco, una melancolía transformada y transformadora posibilitará continuar una obra colectiva que nos vaya permitiendo invertir la declaración de un Alonso Quijano al afrontar la muerte diciendo: «Ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño»7, de forma que quizá se pueda decir un día que están cumplidos anhelos de antaño en la república de hogaño. Aunque muchos de los que podamos pensarlo no lleguemos a verlo.

Antes de que el prólogo dé paso al logos que se despliega en todas las páginas que siguen me detengo gustoso en algunas líneas de agradecimiento que escribo por muchos motivos más que por el obligado cumplimiento de fórmulas rituales. Tras lo aquí escrito hay muchas horas de reflexión, y mucho tiempo de conversaciones y debates con amigas y amigos y no pocos compañeros, tanto en el ámbito académico como en foros sociales y espacios políticos. La común preocupación por el futuro de la democracia en medio de la tensa complejidad de nuestro mundo es invitación a retomar el hilo del republicanismo, máxime desde una España que tiene una deuda sin saldar con su propia tradición republicana. Las gracias que doy las dirijo también a la dirección de las diferentes publicaciones, tanto de editoriales como de revistas especializadas y de prensa escrita en las que fui anticipando, como en muchas ocasiones se refleja en el texto mediante notas a pie de página, argumentos ahora recogidos, ampliados y actualizados en el empeño de repensar un republicanismo puesto al día. Tal agradecimiento he de formularlo expresamente con mayor énfasis hacia Alejandro Sierra, a la cabeza de la Editorial Trotta, por la generosa acogida, una vez más, a este trabajo filosófico-político que sale de la factoría de este Pérez Tapias. Aumentando el número de páginas escritas crece mi deuda con el entorno familiar cuya atmósfera republicana posibilita y alienta que así sea, lo cual agranda mi deuda, especialmente con mi compañera Mati Espigares y con nuestros hijos Pablo y Carlos, e incrementa los motivos para mi gratitud.

Granada, enero de 2024

[email protected]

1. Cf. M. Blanchot, El libro por venir [1959], Trotta, Madrid, 2005.

2. Son muchos los lugares en los que encontramos reflexiones sobre «la democracia por venir» en la obra de J. Derrida, como son Políticas de la amistad [1994], Trotta, Madrid, 1998, pp. 82 ss.; o Canallas. Dos ensayos sobre la razón [2003], Trotta, Madrid, 2005, pp. 101-119. Igualmente, es abundantísima la bibliografía que comenta la idea de Derrida sobre «la democracia por venir», destacando aquí a L. Llevadot, Jacques Derrida: Democracia y soberanía, Gedisa, Barcelona, 2020; y G. Balcarce, «La democracia por venir en la filosofía derrideana: entre la soberanía y la incondicionalidad»: Areté, 27/1 (2015), http://www.scielo.org.pe/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1016-913X2015000100002.

3. Cf. J. A. Pérez Tapias, Internautas y náufragos. La búsqueda del sentido en la cultura digital, Trotta, Madrid, 2003.

4. Cf. J. A. Pérez Tapias, «Is ‘An-Other Humanism’ Possible Out of the Folds of Big Data?», en A. Gallego Cuiñas y D. Torres Salinas (eds.), Humanities and Big Data in Ibero-­America, De Gruyter, Berlín/Boston, 2023, pp. 55-71.

5. Cf. J. A. Pérez Tapias, Del bienestar a la justicia. Aportaciones para una ciudadanía intercultural, Trotta, Madrid, 2007, cap. 8: «Cambio de paradigma en el pensar utópico».

6. Cf. P. Cerezo, El Quijote y la aventura de la libertad, Biblioteca Nueva, Madrid, 2016, pp. 488-501.

7. M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, parte II, cap. lxxiii, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1998, p. 1210.

1CRISIS DE LA DEMOCRACIA Y DEL ESTADO EN UN TIEMPO DISTÓPICO. NECESIDAD DE REPÚBLICA

Ninguna mirada atenta deja de ver hoy que la democracia, como sistema político, es frágil. No hay democracia que tenga garantía de vigencia a perpetuidad. La resistencia de sus instituciones puede verse gravemente erosionada o fuerzas hostiles a ella pueden hacerla implosionar si no hay una ciudadanía crítica y activa que la defienda para su Estado. Y en verdad puede decirse que el mismo Estado, con toda su arquitectura institucional, tampoco cuenta con que sine die está garantizada su perdurabilidad.

Si la democracia disfrutó de un momento esplendoroso y esperanzador cuando hace décadas se instauraron regímenes democráticos en muchos países, en Europa especialmente tras la «caída del muro de Berlín» en 1989 y sus efectos consiguientes hasta la disolución de la urss en 1991 y en América Latina tras el final de ominosas y crueles dictaduras —puede considerarse también la recuperación de la democracia en países del sur de Europa, como Portugal, España y Grecia en la década de los setenta del siglo pasado—, en los últimos años, en cambio, vemos cómo la democracia sufre en muchos países por la crisis de la representación política o por deterioro del Estado de derecho, a la vez que en otros directamente queda menoscabada por prácticas golpistas de nuevo cuño —golpes lawfare— o directamente abortada por golpes de Estado a la vieja usanza militarista. Cuando no se llega a tales extremos, que en algunos casos han bordeado incluso en países reconocidos como de sólida tradición democrática, cual fue el caso de Estados Unidos cuando su Congreso fue asaltado por seguidores de Donald Trump que no aceptaban su derrota en las elecciones presidenciales, una ola de autoritarismo impulsada por fuerzas ultraconservadoras o por partidos representativos de un neofascismo en alza pone a determinadas sociedades en trance de liquidar logros democráticos, como la libertad de expresión o la igualdad de derechos de ciudadanas y ciudadanos que ha de corresponder a toda democracia constitucional digna de ese nombre.

Tenemos, pues, que aun democracias firmemente establecidas no se libran de verse en crisis por factores endógenos —la mencionada crisis de la representación política tiene que ver con la obsolescencia de la «organización partido», con el desgaste de prácticas parlamentarias que se perciben ya muy anquilosadas, con la falta de cauces más amplios y efectivos de participación de la ciudadanía en la vida política no limitados a la participación electoral, con nuevas formas de funcionamiento de los medios de comunicación social y de conformación de la opinión pública..., sumándose a todo ello los casos de corrupción que han azotado a las democracias, desprestigiando la política y alejando a la ciudadanía de ella—, así como con factores exógenos. A la hora de reparar en éstos es obligado tener en cuenta que, sobre la democracia, al desplegarse en el marco de los Estados, recaen condiciones y problemáticas que también a éstos los ponen en cuestión.

Lo que hemos conocido como proceso de globalización, de carácter fundamentalmente económico hasta conformar en especial un «mercado global», lejos de instancias mundiales con eficacia suficiente para hacer valer planetariamente criterios democráticos y de respeto a derechos humanos, ha puesto a los Estados a expensas de los avatares del globalismo de ese mercado, desde las incidencias del capitalismo financiero transnacional hasta las consecuencias medioambientales de una economía extractivista que agota recursos en la misma medida en que contribuye a la crisis climática. Viéndose desbordados por esas realidades, los Estados afrontan enormes dificultades para hacer valer sus decisiones respecto a procesos económicos —incluso formando parte de organizaciones supraestatales como la Unión Europea—, lo cual repercute sobre la misma pretensión de seguir actuando conforme a lo que exige ser un Estado social implementando políticas de bienestar con criterios redistributivos. Es por ello que las políticas socialdemócratas, aunque realzadas al hilo de la intervención de los Estados para hacer frente a la pandemia de covid-19 en los pasados años, no cuentan con aliento suficiente para ofrecer una alternativa potente al neoliberalismo, que impulsó la supeditación del Estado al mercado y que ha sido hegemónico desde los tiempos de Margaret Thatcher al frente del Reino Unido y Ronald Reagan en la presidencia de Estados Unidos. Así es por más que en la actualidad aparezca con grandes grietas la cobertura ideológica que proporcionó a la expansión del capitalismo tras el final de la Guerra Fría —aquélla de la que Francis Fukuyama se convirtió en vocero universal, más allá de los ideólogos de la Escuela de Chicago, con su libro El fin de la historia y el último hombre1—.

Atisbando una crisis de la democracia que se presentaba con todas las señales que anunciaban su agravamiento y, tras ella, la crisis del Estado nacional en el contexto de la globalización, ong y movimientos sociales cobraron especial brío en las últimas décadas, tratando de encauzar energías ciudadanas que los trillados caminos de la política tradicional no lograban acoger. Fue significativo que incluso las energías utópicas que podían aglutinar dieran lugar a la formulación de nuevas metas, como las expresadas en las conocidas «un mundo sin fronteras» —difundida por muchas organizaciones que la incorporaron a sus denominaciones, empezando por Médicos Sin Fronteras— u «otro mundo es posible», lema del altermundialismo para el que en determinado momen­to pareció abrirse un futuro prometedor. Sin embargo, dicho futuro se vio atascado por las sucesivas crisis que fueron presentándose, incluso solapándose unas sobre otras, de forma que agravaban la crisis de la democracia y el Estado nacional y, en definitiva, de lo político mismo.

Las sucesivas crisis que han ido marcando el devenir de este siglo xxi desde su comienzo han agravado los cuestionamientos que pesan sobre las democracias y la fundada percepción acerca de los que afectan al Estado nacional, claramente sobrepasado por los acontecimientos. En poco más de veinte años hemos visto las nuevas formas de un terrorismo también global que desde la masacre del 11S en Estados Unidos hasta las actuaciones de Al Qaeda y el isis en Oriente Medio y África subsahariana, pasando por los múltiples atentados, en especial del terrorismo yihadista, en España, Francia, Bélgica..., han zarandeado la vida y las instituciones democráticas de muchos países, muy desconcertados ante lo que incluso se ha presentado como «nuevas guerras»2. La crisis financiera que a partir de 2008 se extendió por todo el mundo a partir de Estados Unidos, provocando como respuesta durísimas políticas de ajuste con muy fuertes recortes sociales, también puso a prueba la capacidad de respuesta de los Estados, quedando en evidencia su disposición para salvar el mercado, en especial el sistema bancario, en detrimento de las políticas de bienestar y, por contra, con impulso al crecimiento de las desigualdades. Apenas saliendo de esa crisis, la extendida como crisis sanitaria mundial a causa de la pandemia de covid-19 fue el siguiente desafío, ante el cual la misma globalización del mercado mostró sus límites, obligando con ello a un papel protagonista del Estado —si bien muy desigual según latitudes— en aras de la salud pública y la vida de millones de ciudadanos3. Si lo que quedaba fuera de lo imaginable ocurrió, esa misma experiencia agudiza la sensibilidad social y política frente al cambio climático y sus consecuencias, pero sin que ello se traduzca en medidas eficaces para hacerle frente, con lo cual ese vector de crisis planetaria no mengua en cuanto a su carácter amenazante.

A las crisis sucintamente aludidas se suma, a partir del 24 de febrero de 2022, la desencadenada por la guerra emprendida por Rusia con la invasión de Ucrania, la cual desestabiliza todo el orden mundial, evidenciando un desorden acrecentado hasta el punto de que suponen las amenazas de guerra nuclear proferidas por Putin en respuesta al apoyo occidental a la legítima defensa del masacrado pueblo ucraniano. En un momento en el que el mundo parecía entrar en etapa favorable a un diálogo multilateral más efectivo tras el fracaso de Occidente, con Es­tados Unidos a la cabeza, en Afganistán, a la guerra en Ucrania emprendida por Rusia en forma tan brutal como anacrónica —es evidente que ha dejado de serlo a la vista de los hechos—, le sigue por ahora un reparto de papeles entre protagonistas globales —destacan China y, obviamente, la misma Rusia— en busca de hegemonía que tampoco para lo que se entiende como Sur global comporta, desde un justificado antioccidentalismo, vías de emancipación y solidaridad reales.

Inmersos en este entrecruzamiento de crisis solapadas, al que se suma el conflicto bélico entre Israel y Hamás en la Franja de Gaza, cuando en Occidente ya hemos levantado acta de la crisis de la modernidad, y no siendo factor menor de la misma la crítica sin contemplaciones de la fe en el progreso —en la mitificada idea de progreso— sobre la que confluyeron sus vectores de secularización de la cultura, de avance científico-­técnico, de desacralización del poder, de democratización de los Estados, de potenciación capitalista de la economía..., de expansión imperialista de Europa, con el reverso esclavista de su colonialismo..., como efecto globalizado de esa misma hegemonía occidentalocéntrica de los últimos siglos, podemos decir actualmente para nuestro tiempo —¿de transmodernidad, como dice Enrique Dussel?— lo que Reinhart Koselleck decía de la modernidad misma: la crisis es su «signatura»4.

No es de extrañar, por tanto, que la democracia, en su facticidad en los distintos países donde la hay, se vea cuestionada y a veces acosada, de la misma manera que los Estados quedan desbordados, dado un contexto de crisis que, contrariamente al horizonte que dibujaban utopías de antaño, ofrece un panorama notablemente distópico por cuanto nuestro mundo se presenta como «lugar de lo negativo». De ahí que si lo utópico sigue aflorando lo haga de la paradójica manera que supone la «retrotopía», como esa vuelta a encontrar lo ideal anhelado en un tiempo pretérito que Zygmunt Baumann nos llegó a mostrar5, lo que no deja de ser edición corregida y aumentada del «futuro pasado» del que en su día nos habló el recién mencionado Koselleck, toda vez que el «horizonte de expectativas» está recortado casi a términos de supervivencia colectiva en el supuesto de mantener la habitabilidad del planeta6. A tal punto nos han traído los «crímenes de sistema» cuya denuncia, tras la constatación de las emergencias y catástrofes globales en las que estamos inmersos, es punto de partida argumentativo para la propuesta de Luigi Ferrajoli sobre una «Constitución de la Tierra»7.

1. Entre la deshumanización y la melancolía: ¿será posible «organizar el pesimismo» para construir república?

El tono distópico de la época, que sin duda repercute en el clima político de la democracia allí donde se mantiene viva, afecta a sus dinámicas internas, así como a las actuaciones externas de los Estados, dándose entre ambas dimensiones de lo político un intenso flujo bidireccional, máxime, como bien sabemos, cuando se han difuminado notablemente la separación entre política interna y política exterior. Tal afección hace que la propia democracia pierda capacidad para dramatizar los conflictos políticos —capacidad de dramatización que, cabe recordar, atribuye Simmel a la cultura en general frente a la dimensión trágica de la existencia humana, y la democracia no deja de ser invención cultural—, lo cual conduce en algunos casos a patentizar una impotencia política de los Estados que repercute, en cuanto lo dramático deriva a trágico, a incrementar la deshumanización de sociedades en las que crece, cuando menos, el indiferentismo moral. Es lo que sucede, por ejemplo, ante la gran cuestión de este tiempo que suponen los movimientos migratorios. Así pasa en supuestos Estados democráticos de derecho, pero en los que falta una respuesta política al drama de las migraciones, que verdaderamente sea respuesta justa y eficaz, y no quede en inhumanas medidas de control de fronteras, seguidas de «devoluciones en caliente», deportaciones, prácticas policiales empapadas de racismo institucionalizado, etc., en definitiva conculcaciones de derechos humanos como ocurre en los «países del Norte», mediando en muchos casos impresentables acuerdos con «países del Sur» para que ejerzan al modo de gendarmería despiadada frenando la inmigración a los primeros. El drama se ve, así, convertido en tragedia sin remisión para los cientos de miles que, por ejemplo, naufragan en el Mediterráneo tratando de alcanzar las costas europeas, Mare Nostrum convertido en gigantesca fosa común, o los que en la ruta Canaria quedan ahogados en incontable número.

No hace falta repetir el diagnóstico del «cansancio de Occidente» que, con cierto aire spengleriano, establecieron ya hace tiempo Rafael Argullol y Eugenio Trías8, pero sí es cierto que esta «Europa desalmada» se cansa pronto y, pasado el impacto mediático de las tragedias humanas, vuelve la vista queriendo desentenderse —ocurre una y otra vez ante las noticias sobre tragedias de migrantes, así como ahora también con la destrucción y el genocidio que padecen el pueblo de Ucrania o el pueblo palestino a manos de Israel9—. La gran paradoja es que, al apartar la mirada, no se quiere ver cómo se agudizan las cuestiones por resolver. Las consecuencias del indiferentismo también recaen sobre la ciudadanía que en él se instala, desistiendo de compromisos democráticos, incluso llevados al punto de las exigencias que habrían de ser planteadas ante los propios Estados —la consecuencia es el «autoritarismo posdemocrático»10—. Podría decirse que queda la acción humanitaria llevada a cabo por encomiables ong, como Médicos sin Fronteras u Open Arms, por citar dos muy activas y conocidas, cuyo quehacer es muchas veces rayano en el heroísmo —si aplaudido, poco movilizador de hecho en sociedades posheroicas: ahí no hay «honor del guerrero» que salvar, siguiendo a Michael Ignatieff11—. De nuevo la paradoja, reveladora de las tremendas contradicciones en las que nos movemos: la acción humanitaria, cuando no es torpedeada desde los mismos Estados, acaba siendo «inverso complementario» de la inhumanidad de la (anti)política hacia los migrantes.

Un nuevo giro de tuerca sobre lo dicho nos lleva a señalar que, sobre nuestras contradicciones y paradojas, con sus efectos deshumanizadores, se añade el tremendo vacío de la carencia de alternativas solventes. Podemos decir que en todos los terrenos no se pasa, en el mejor de los casos, de medidas paliativas y a corto plazo, inmediatistas, como cuadra con el presentismo en el que nos movemos. Ya esa misma despotenciación política en lo que se refiere a la capacidad de generar alternativas y, en función de ellas, estrategias de largo recorrido y proyectos de alcance, da a entender que no se debe solamente a la oscuridad del momento que se vive, sino que, y en especial por lo que toca a la izquierda, muestra la noche de derrotas de la que venimos. El crepúsculo, si hay que situar una fecha de referencia, se produjo de golpe en el antes mentado 1989, cuando el muro de Berlín cayó por insostenible, y por la presión de quienes lo padecían por el lado de la órbita soviética12. Lo que se sabía, o debería saberse, se hizo evidente de forma palmaria: el fracaso de los regímenes comunistas. La socialdemocracia no se dio en principio por aludida, pero no pudo librarse de que cayeran sobre ella los «cascotes del muro», una vez que el bloque capitalista, de tener al comunismo como antagonista, se ve exonerado de la presión que éste le suponía, de forma que se refuerza con el maridaje entre democracia liberal y mercado capitalista al modo en que lo teoriza y difunde el neoliberalismo. Apelando a la consciencia sobre la nueva situación, Habermas, por ejemplo, convocó a responder a «la necesidad de revisión de la izquierda», insistiendo en la revitalización del socialismo como radicalización de la democracia13. Por un camino diferente transitó el llamado «nuevo laborismo» de Tony Blair, bajo influjo neoliberal, hasta que le llegó la derrota que Tony Judt, antes de morir, pudo diagnosticar bajo el amable título de «algo va mal»14.

El problema no se limitó a la crisis de la socialdemocracia; se hacía extensivo a crisis de la izquierda en general, por más que a la izquierda de los partidos socialdemócratas se cultivaran expectativas de una nueva política, recogiendo impulsos provenientes de los movimientos sociales (pacifista, ecologista, feminista) y tratando de llenar el vacío dejado por una clase obrera industrial que, tras cambios económicos y demográficos en nuestras sociedades, había dejado de ser el «sujeto político» de referencia para la izquierda. Sin embargo, lo que apareció como enfoque prometedor para análisis y prácticas, al cabo del tiempo hizo notar sus limitaciones y en algunos casos sus contraindicaciones. Las esperanzas insufladas desde el otro lado del Atlántico con la «revolución bolivariana» en Venezuela, la transformación hacia un Estado plurinacional en Bolivia, la interculturalidad promovida en Ecuador, el resurgir de la izquierda liderada por Lula en Brasil..., se vieron, por distintas causas, apagadas. Lamentablemente, tristes finales tuvieron las «primaveras árabes» de 2011 en países del norte de África y en Siria15. En Europa se mantuvo la llama a la búsqueda de nuevas formas de organización y nuevas propuestas transformadoras, hasta llegar al momento de la victoria de Syriza en Grecia o de la eclosión del 15M en la España de 2011, dando paso a Podemos como nueva formación política. Nos encontramos al cabo con el ascenso electoral de las derechas, pasando por las experiencias de Brasil con Bolsonaro, de Estados Unidos con Trump, con Orbán en Hungría... Y con Putin en Rusia. Partidos de cuño fascista se ven normalizados en muchos países de Europa —o fuertemente apoyados en las urnas como recientemente en Argentina con Milei—, sin que en España nos veamos libres de ello, dada la fuerza adquirida por Vox y su efecto de atracción sobre el Partido Popular. No hace falta insistir en el agotamiento de una izquierda —unas izquierdas, a tenor de su pluralidad— que sufre sobremanera en los procesos electorales y si llega a gobernar en coaliciones diversas , como en España con el psoe, se las ve y se las desea para sacar adelante necesarias medidas sociales o políticas con cierta capacidad de incidencia en el campo de la economía.

Dado el panorama descrito, está bien dicho de nuestras democracias y, por lo que le atañe también de la izquierda, que está sumida en una profunda melancolía. Cabe decir, contra cualquier desmesurado efecto sorpresa por tal declaración, que no habría de ser para tanto una vez que muchos hemos coincidido en calificar nuestro tiempo como una suerte de época neobarroca que, al final de una modernidad en crisis, acusa, como ocurrió en la cultura barroca del xvii, el choque entre dos mundos: entonces el mundo de la cristiandad que quedó atrás y el de la modernidad que habría de venir —el mundo de los conquistadores que invadían y el de los invadidos y sometidos que marcó el Barroco de América16—; ahora el mundo de la modernidad fuertemente cuestionada y el que se abre paso entre una gran incertidumbre, quedando en medio el vacío en que crece el nihilismo que caracteriza nuestro momento histórico, dando lugar a esa melancolía que especialmente se detecta desde el ámbito político, cuando en él se refuerza el eco de fracasos que desmienten la fe en el progreso que hasta nuestra época catalizó una determinada visión, gravitando sobre un insostenible teleologismo ontológico, del sentido de la historia17. Esa melancolía, que siglos atrás fue seña de identidad del ethos histórico propio del Barroco como «era melancólica»18, la volvemos a encontrar en nueva variante. Así lo pone de relieve Enzo Traverso en su obra Melancolía de izquierda. Después de las utopías19, en pormenorizado análisis que podemos recoger desde lo que otrora fue país marcadamente melancólico, calificado por algunos como «península metafísica». Fuera de academicismos nos podemos tomar la licencia de recordar aquella broma entre militantes de izquierda cuando se decía «vamos de derrota en derrota, hasta la victoria final»: la melancolía en que nos vemos atrapados puede hacerse cargo de la paradoja que, con parodia de La Internacional, encierra ese dicho, pero a condición de suprimir la paradoja misma por eliminación de la coletilla final. De derrota en derrota, estamos donde estamos.

De derrota en derrota... Por cierto, eso mismo, dicho en España, tiene connotaciones añadidas desde el punto en que la misma recuperación de la democracia en la transición a partir de la dictadura franquista fue a parar a la instauración de un sistema democrático, pero acompañada en el mismo «paquete constitucional» por la restauración borbónica en la persona de Juan Carlos I, rey de España por designación del general Franco. Como es bien sabido, se hurtó a la ciudadanía española pronunciarse en referéndum sobre la alternativa república o monarquía, dando el salto consistente en meter la monarquía, como parlamentaria, en el mismo texto constitucional que se presentó para refrendo ciudadano el 6 de diciembre de 1978. Presentado como bloque inseparable, la democracia se reinstauró con el pie forzado de considerar el principio monárquico como indiscutible, lo cual lastró desde entonces la democracia del Estado democrático en España, por más que en la comisión constitucional del Congreso salido de las urnas tras las primeras elecciones democráticas de 1977 hubiera un interesante debate al respecto. En él, la posición republicana fue enfáticamente defendida por Luis Gómez Llorente, diputado del psoe, mas para concluir que en aras de la democracia necesaria para España se aparcaba la exigencia de, al menos, referéndum sobre sobre la forma de Estado, en alarde de un pragmatismo teorizado por Alfonso Guerra, también diputado, y luego vicepresidente del Gobierno español con Felipe González, como aceptación de la monarquía por «accidentalismo».

La reivindicación de vuelta a la república, dado que lo que liquidó el golpe de Estado de 1936 que dio paso a la guerra civil y a la dictadura fue la II República española, legítima y legalmente constituida en 1931, quedó desde entonces en España como invocación ritual, reforzada por el ondear de banderas republicanas en actos de la izquierda como elemento ornamental, pero sin una reivindicación seria y eficaz de la república como forma de Estado. Puede decirse, recogiendo el análisis de Pierre Nora, que tal uso de la simbología de la II República se hace de manera análoga a como se tratan lugares de memoria histórica exactamente como eso, «lugares de memoria», pero desde una visión de la historia en el presente que los neutraliza para ser «ámbitos de memoria» en los que ésta sea movilizadora eficaz para lo que se reivindica desde un recuerdo activo20. La llamada «memoria histórica» o «memoria democrática» ha de activar no sólo el recuerdo debido a las víctimas de la guerra civil y de la dictadura, sino también la reivindicación de la legitimidad de la II República y la exigencia de reinstauración de república en España si no se quiere que todo ello quede atascado indefinidamente en los lazos de una melancolía pasiva, gratificante subjetivamente en todo caso, pero sin capacidad alguna de transformación como revulsivo en la misma conciencia de lo que supuso la derrota.

¿La melancolía de la que hablamos no da más de sí que la acedia que ya proscribían los medievales como peligroso mal del espíritu? ¿O cómo cabe pensarla —y vivirla— si ya no nos movemos en el bucle de los pliegues de una cultura barroca que puede sobreponerse a experiencias de sin-sentido confiando aún, desde la tensión finito-infinito, en la promesa salvífica de la esperanza religiosa, aunque sea puesta en un Deus absconditus? ¿Qué hacer con la melancolía como estado de ánimo cuando tampoco vale la romántica vía de escape de sublimarla por los caminos del genio y su creación artística? Lo que cabe es transitar desde una melanco­lía pasiva, que sería pasión negativa al decir de Spinoza, a una melan­colía que, a pesar de todo, pero sin la falsificación de ilusiones hueras, pueda ser una melancolía movilizadora, es decir, una melancolía que se asume el fracaso y a partir de ahí se reinventa ella misma. Así, aplicando a la melancolía de la izquierda un enfoque como el de Judith Butler en Vida precaria al insistir en el «efecto transformador de la pérdida»21, o recogiendo el hincapié de Derrida en Espectros de Marx sobre la «persistencia de un pasado presente» y «el retorno de los muertos de los que el trabajo mundial de duelo no puede deshacerse» —con resonancias del acento benjaminiano sobre la deuda con las víctimas de la historia22—, Traverso afirma: «La melancolía de izquierda no significa el abandono de la idea de socialismo o de la esperanza de un futuro mejor; significa repensar el socialismo en un tiempo en que su memoria está perdida, oculta y olvidada y necesita ser redimida. Esta melancolía no implica lamentar una utopía perdida, sino más bien repensar un proyecto revolucionario en una era no revolucionaria»23.

Recordando a Benjamin, Traverso señala que en el caso que nos ocupa no puede tratarse de una «melancolía fatalista hecha de pasividad y cinismo», sino que ha de implicar «una intuición histórica y alegórica de la sociedad y la historia», para ser una «melancolía politizadora» capaz de activar potenciales de transformación24. En consecuencia, la melancolía queda lejos de la nostalgia cuando se carga de «memoria y conciencia de las potencialidades del pasado», para retomar el legado de luchas por la emancipación que, a pesar de fracasos, impulsa la acción para el futuro gracias, como dijo Benjamin, a aquella «chispa de la esperanza» que viene de atrás25. En definitiva, para que tal melancolía sea fructífera a partir de los procesos de duelo que entraña, es obligado movilizarse, como ya lo formuló el autor de Sobre el concepto de historia o Tesis de filosofía de la historia, en torno a la «organización del pesimismo», reconociendo derrotas sin capitular ante el enemigo y, si aún hay que movilizar energías utópicas, como diría Bloch, hacerlo desde la experiencia de «la catástrofe»26. Tal perspectiva no se nos presenta como nueva, pues desde hace décadas no faltan voces indicando que habíamos de pasar «del concepto de crisis al concepto de catástrofe», así como de pensar en términos de progreso a hacerlo en los de entropía —así lo sugiere Giacomo Marramao27—, lo cual se nos impone como ineludible en un tiempo distópico.

¿Con qué hilo conductor «organizar el pesimismo»? ¿Cuál puede ser la vía, desde una melancolía que asume, en la crisis de la democracia —y del Estado— y desde la crisis de la izquierda, para hallar salidas transitables de ambas? No hace falta decir que pueden presentarse distintas vías, pero que algunas pueden ser falsas. Es imperioso detectar en primer lugar por dónde el caminar puede ser errado a la hora de buscar salidas a las crisis que nos afectan. Y, en cualquier caso, la melancolía capaz de politizar sabe, para orientar su potencial transformador a la luz de las experiencias vividas, que no puede saltar por encima de los límites, de la misma manera que no puede cubrir el hueco vacío que toda comunidad política conlleva, recordatorio siempre de que es imposible —e improcedente— culminar toda pretensión de totalidad, sea en clave de reconciliación o de redención28.

2. El populismo, en su maridaje con la posverdad, como vía falsa para revitalizar la democracia (y por donde es imposible que la izquierda recupere su proyecto)

A la vista de todos está que, en la tan extendida crisis de la democracia y del marco estatal en que se desarrolla, se ha propagado por doquier el recurso a expedientes populistas para afrontarla. La adscripción al populismo como forma de hacer política se ha visto reforzada por la necesidad de abordar las demandas dirigidas a un Estado social cuando el «bienestarismo» construido en décadas pasadas —donde se pudo llevar adelante— resulta difícil de mantener, por un lado, y, por otro, cuando nuestras sociedades están por completo inmersas en una cultura digital que ha supuesto una verdadera revolución informacional de la que ningún aspecto de nuestras vidas ha quedado al margen y, por supuesto, tampoco lo político y la política. Si al populismo como práctica política lo caracterizan cosas tales como la pretensión de «construir pueblo» en medio de las crisis sociales y del sistema político, queriendo articular una respuesta desde abajo, frente a la oligarquía o casta, en un agudizado conflicto a causa de la desigualdad, aglutinando demandas heterogéneas para acumular la fuerza que un determinado partido o movimiento —o partido-movimiento— pueda catalizar, sirviéndose para ello del hiperliderazgo de quien lo encabece, en comunicación directa con los «sectores populares», gracias a la adhesión emocional que en ellos se activa..., si todo ello es así, entonces los recursos tecnológicos de la cultura digital, tales como internet o las llamadas «redes sociales», a las que millones de personas se suman, multiplican las posibilidades del populismo como modo de hacer política en nuestro tiempo.

La complejidad de la cuestión señalada aumenta, con la consiguiente problematicidad, desde el momento en que la tecnología digital, como todas, pero con efectos más difundidos y penetrantes en la realidad social, es ambivalente en sus posibilidades y más que ambigua en sus realizaciones. Es decir, las mayores posibilidades de información y comunicación que brindan también dan lugar, como bien sabemos, a una desinformación que puede ser masiva y a una comunicación gravemente distorsionada por esa producción y difusión sistemáticas de mentiras que supone el fenómeno que hemos denominado «posverdad». Es, por tanto, en maridaje con esa fabricación del engaño, incluso respecto a los hechos más relevantes, tecnológicamente propiciada, políticamente organizada y rentabilizada, mediáticamente extendida y socialmente difundida, como el populismo, llegado a ese punto, entra en una deriva en la que sus rasgos más riesgosos por la vertiente de la negatividad a la que pueden deslizarse, efectivamente se inclinan hacia ellos. La verdad queda depreciada en aras de una «política de las emociones» en la que no cuenta como valor29, aunque ello no quita que, manipulando la información sobre los hechos, se pretenda construir falsas «verdades alternativas» —evidencia de que la mentira es parasitaria de la verdad—, alentando una antipolítica que camina hacia la destrucción cínica de la democracia misma. No todo populismo llega a ese extremo, pero sí que todo populismo se sitúa en una pista de despegue para la cual el extremo a la hora de aterrizar es el de las amenazas que señalamos para la democracia y para la misma convivencia social en general.

Es cierto que no todos los populismos se presentan ni en el mismo estado ni con la misma intensidad, por más que tengan elementos en común como los apuntados, con los riesgos en cuanto a las derivas que puedan tener lugar a partir de esos elementos. Hecha tal observación, es también obligado tener en cuenta que, en cuanto se hacen referencias al populismo como práctica política, se impone hacer ineludibles clarificaciones, puesto que la palabra misma —«populismo»— sirve constantemente como término para descalificar a adversarios políticos, utilizándose en múltiples direcciones. Tal situación es un tanto paradójica, pues, por una parte, se trata con eso de neutralizar, devolviéndola, la crítica que a unas fuerzas políticas les vengan de otras que les sean antagonistas, pero, por otra, en lo que tengan de descripción adecuada, viene a confirmar cómo el populismo está extendido por todo el espectro político —cabe decir, contamina a todo él—.

La cuestión no deja de presentarse compleja por cuanto, más allá de utilizar «populismo» como arma arrojadiza, la pretensión de una política populista se rescata, trascendiendo el hacerla objeto de análisis, para convertirla en propuesta de acción política, tal como hace, por ejemplo, Carlos Fernández Liria en su libro En defensa del populismo30. Tal intención obliga a quienes así proceden, en particular desde la izquierda, como hace Enrique Dussel tratando de distinguir entre lo «popular» y lo «populista», para entender lo primero como referencia válida del buen populismo31 —la derecha tiene el populismo como tan connatural que no se ve en la necesidad de teorizarlo—, a tratar de diferenciar claramente entre populismo de derecha y populismo de izquierda. Chantal Mouffe, por ejemplo, es adalid en el trabajo de tal diferenciación, sin que se libre de que tal distinción se sostenga unas veces incurriendo en contradicciones, como al decir que el eje derecha-izquierda ha perdido relevancia, y otras sostenida desde interpretaciones inadecuadas, como hace respecto a la democracia deliberativa para oponerla a populismo de izquierda, sirviéndose de un distorsionar la categoría de consenso para acentuar el agonismo de la democracia con el fin de realzar la indisolubilidad del antagonismo que entraña lo político32.

Es de cara a esa demarcación entre populismos como destaca la obra de Ernesto Laclau, La razón populista, en la que acomete un análisis exhaustivo de lo que llama la «lógica populista»33. Presenta su dinámica como algo que no sólo se da en contextos de crisis de la representación política y de erosión de instituciones democráticas, sino como lógica constituyente de lo político con las miras puestas en la conformación del pueblo como sujeto político a partir de sectores sociales «plebeyos» que no ven satisfechas sus «demandas democráticas». El caso —y es lo que aquí interesa subrayar— es que para tal proceso de conformación hace falta liderazgo fuerte con potente capacidad retórica a fin de movilizar emociones, factor indispensable para sostener una «demanda popular» apta para funcionar, según anticipamos, como aglutinante de expectativas de reordenación política. ¿No suena todo eso como melodía consonante con dinámicas de posverdad