La sombra del rey de Jerusalén - Agustín Tejada - E-Book

La sombra del rey de Jerusalén E-Book

Agustín Tejada

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Beschreibung

Jerusalén, año 1175. Balduino IV ha sido coronado hace unos meses rey de Jerusalén siendo apenas un adolescente, pero sufre claros síntomas de lepra. Sus tutores quieren protegerlo de toda clase de peligros y accidentes, pero él se empeña en ser adiestrado en las armas, como cualquier cruzado cristiano. Tan peliagudo encargo recae en Amadís Pérez de Traba, un caballero de origen hispano de habilidad portentosa con la espada. Un hombre taciturno, zarandeado por su propia tragedia: perdió a su hijo pequeño, a causa —también— de la lepra, y a su esposa, quien se lanzó de una muralla al no poder soportarlo. Todo ello lo llevó a ingresar en la Orden de San Lázaro, de la que es su gran maestre. Con la ayuda de Amadís, Balduino endurece su cuerpo y su espíritu. Renace como hombre y como soldado cuando muchos ya lo daban por muerto. Se empeña en reinar y en defender su territorio de los ataques de un nuevo caudillo musulmán llamado Saladino. A pesar de que la enfermedad resulta implacable, Balduino librará grandes batallas al lado de templarios, hospitalarios y caballeros de San Lázaro. En tan intenso reinado lo compartirá todo con su maestro de armas: las victorias, los desastres, las intrigas en la corte… y hasta el amor de la mujer que se cuela, sin pretenderlo, entre ambos corazones. Cuando el final se acerca, el rey moribundo confía un último deseo a quien hasta ese instante ha sido como su misma sombra. Amadís tiembla al escucharlo. El hombre que jamás ha rehuido una batalla en su vida se debate ahora entre el deber y la desobediencia. La pelea por el reino de Jerusalén no ha hecho más que comenzar para el gran maestre de San Lázaro…

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Primera edición: noviembre de 2022

Copyright © 2022 Agustín Tejada Navas

© de esta edición: 2022, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-36-9

BIC: FV

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías: Anton Vierietin/Nejron Photo/Shutterstock

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

ÍNDICE

Listado de personajes

Mapa de Jerusalén

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Epílogo

Conten ido especial

A todos los enfermos de cáncer y a las personas que cuidan de ellos.

Listado de personajes históricosque intervienen o se citan en la novela

Abul Khair: De origen beduino, fue el maestro de equitación del rey Balduino IV.

Aimery de Lusignan: Hombre astuto y ambicioso. Sus amoríos con Inés de Courtenay le concedieron una gran influencia en la corte. Fue nombrado condestable del reino tras la muerte de Hunfredo II de Torón, cuando en realidad carecía de experiencia militar. Su mayor logro consistió, sin embargo, en introducir a su hermano menor, Guido, en los más altos círculos de poder.

Alberico: El relato De conversatione servorum Dei de Gerardo de Nazaret —obispo de Laodicea entre 1139 y 1161— menciona la existencia de un sacerdote de origen alemán llamado Alberico que habría tomado a su cargo las necesidades diarias de los leprosos de Jerusalén.

Amalarico I de Jerusalén: Rey de Jerusalén (1162 – 1174), y conde de Jaffa y Ascalón antes de su ascenso al trono. Era el segundo hijo de Melisenda I y Fulco I de Jerusalén. Se casó con Inés de Courtenay cuando era conde de Jaffa y Ascalón. Tuvo de ella dos hijos: Balduino y Sibila. Sin embargo, el patriarca de Jerusalén pronto puso objeciones al enlace por motivos de consanguinidad: ambos cónyuges compartían un cuarto abuelo. El Alto Tribunal se mostró taxativo cuando el rey Balduino III falleció y Amalarico pretendió el trono de su hermano: antes de coronarse rey debía repudiar a su esposa. María Comneno, hija del emperador bizantino Manuel I, fue la elegida. Tuvieron una hija, Isabel.

Amalarico de Nesle: Prelado de la Picardía, originario de Nesle. Fue prior del Santo Sepulcro y después patriarca de Jerusalén desde 1158 hasta 1180. Murió en octubre de 1180.

Andrónico Ángelo: Andrónico Ángelo o Andrónico Ducas Ángelo fue un gran general bizantino que contó con todo el apoyo del emperador Manuel I tanto en tareas militares como diplomáticas. Fue el encargado de liderar la flota bizantina que se presentó en Acre en agosto de 1177.

Andrónico I Comneno: Primo del emperador bizantino Manuel I. Hombre elocuente y enérgico. Además de por sus dotes como militar, destacó también por su crueldad a la hora de imponer su criterio político. Usurpó el trono al pequeño Alejo II, ordenó matar a su madre y se convirtió en emperador a una edad avanzada. Murió de forma trágica.

Arnaldo de Torroja: Caballero catalán. Noveno gran maestre del Temple. Sucedió a Eudes de Saint-Amand. Ya tenía más de 58 años cuando ascendió al cargo. Por lo tanto, era un hombre curtido en la disciplina militar y en el funcionamiento de la Orden. Su etapa de gobierno está marcada por las querellas que en aquella época libraron templarios y hospitalarios en busca de más tierras y poder político.

Balduino de Ibelín: Hermano menor de Hugo y Balián de Ibelín. Caballero de gran valentía, seguidor, igual que sus hermanos, de Raimundo de Trípoli. No en vano algunos lazos de parentesco unían a ambas familias. Según las crónicas de la época, fue el eterno pretendiente —sin éxito— de la princesa Sibila de Jerusalén.

Balduino IV de Jerusalén: Hijo de Amalarico I de Jerusalén y de Inés de Courtenay. Se le apodó «el Leproso» debido a la enfermedad que le afectó desde niño. Ascendió al trono con apenas trece años y gobernó hasta su muerte a los veinticuatro. Lidió tanto con quienes querían apartarlo del cargo desde el bando cristiano como contra el todopoderoso sultán Saladino. Solo la lepra logró derrotarlo definitivamente en el año 1185.

Balduino V: Heredero «teórico» de su tío Balduino IV. Hijo de Sibila de Jerusalén y del conde de Monferrato, el niño nació enfermizo; y se crio siempre débil y achacoso a pesar de los cuidados.

Balián de Ibelín: Importante noble cruzado del reino de Jerusalén, señor de Ibelín y de Ramla. Hermano de Hugo y Balduino de Ibelín. Contrajo matrimonio con María Comneno, viuda del rey Amalarico I, y recibió el señorío de Nablus. Fue una figura clave en la defensa final de Jerusalén.

Bohemundo de Antioquía: También conocido como Bohemundo el Niño o el Tartamudo, fue príncipe de Antioquía desde 1163 hasta 1201. Era el hijo mayor de Constanza de Antioquía y su primer esposo, Raimundo de Poitiers. Al igual que Raimundo de Trípoli, jamás se consideró vasallo del rey de Jerusalén. Se alió con Balduino IV cuando le convino, pero también lo hizo con líderes musulmanes si entendía que los beneficios para su principado así lo justificaban.

El Viejode la Montaña: Líder de la Secta de Los Asesinos. Su nombre real era el de Rashid Adin Sinan. Se aprovechó de la estratégica situación de sus fortalezas así como de las guerras e intrigas entre suníes, chiíes y cristianos para actuar y sobrevivir.

Farrukh-Shah: Sobrino de Saladino. Fue el emir ayubí de Baalbek entre 1179 y 1182. Sustituyó a su tío Turan-Shah (hermano de Saladino) en las labores de administración de Damasco. Permaneció como virrey de la capital siria hasta su muerte.

Federico Barbarroja: Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1155 – 1190), rey de Alemania (1152 – 1190) y duque de Suabia. Participó en la Segunda Cruzada junto a su tío, el emperador Conrado III, quien lo nombró heredero. Su derrota en la guerra contra la Liga Lombarda propició que el matrimonio de su primo, Guillermo de Monferrato, con Sibila perdiera interés estratégico para el reino de Jerusalén.

Felipede Flandes: Conde de Flandes entre 1157 y 1191. Su gobierno coincidió con el apogeo y principio del declive de la pujanza flamenca en Europa. Su paso por la corte de Jerusalén en tiempos de Balduino IV resultó absolutamente surrealista. Como soldado cruzado dejó mucho que desear.

Gérardde Ridefort: Segundón de un noble flamenco, no esperaba conseguir fortuna en su país, por lo que se une a la Segunda Cruzada en 1146, con la idea de conseguir el señorío feudal. Llegó a ser gran maestre de la Orden del Temple desde 1184 hasta su muerte.

Gismond D’Arcy: Las crónicas de la época hablan de un caballero leproso de ese nombre que sirvió al rey Balduino.

Guidode Lusignan: Aprovechó el trabajo de su hermano Aimery en la alcoba de Inés de Courtenay para alcanzar cotas insospechadas en un advenedizo sin oficio ni beneficio. Guillermo de Tiro, canciller del reino e historiador de la época, lo describe como un «adolescente» cuando aparece en la corte de la mano de la princesa Sibila. Fue el último rey cristiano de Jerusalén.

Guillermode Monferrato: Apodado «Espada Larga» debido a sus incuestionables habilidades con el acero, Guillermo era sobrino de Conrado III de Alemania, primo de Federico Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y del rey de Francia, Luis VII. Recibió el condado de Jaffa y Ascalón tras su matrimonio con la princesa Sibila. Hombre apuesto, amable y jovial, además de valiente. Murió demasiado pronto. No pudo siquiera conocer a su hijo, Balduino V.

Guillermode Tiro: Arzobispo de Tiro y posteriormente canciller del reino de Jerusalén. Estuvo al cargo de la educación humanístico-religiosa de Balduino IV. A él se debe el descubrimiento de los primeros síntomas de lepra en el pequeño aspirante a rey.

Guiomar Rodríguez: Única hija de la que hay constancia documental del matrimonio entre don Rodrigo Pérez de Traba, conde de Monterroso, y doña Fronilde. Se casó dos veces; la primera con Fernando Ponce el Mayor, y la segunda con Diego Ximénez, señor de los Cameros.

Gümüshtekim: Fue un eunuco que ascendió dentro de la dinastía Zengid hasta ostentar los más altos cargos. Sirvió con fidelidad a su señor, Nur ed Din, pero tras la muerte de este confabuló con unos y otros, incluso pactó con los cruzados, para hacerse con todo el poder. Se adueñó de Mosul y Aleppo y trató de conquistar Damasco. Saladino se lo impidió.

Heracliode Auvernia: Comenzó su actividad en Tierra Santa como arzobispo de Cesarea. Fue otro de los amantes destacados de Inés de Courtenay y, a la vez, enemigo acérrimo de Guillermo de Tiro. A la muerte de Amalarico de Nesle, Balduino IV tuvo que elegir entre ambos rivales para el puesto de patriarca latino. Escogió al primero, influido seguramente por su madre. Guillermo de Tiro jamás superó la decepción.

Hugode Burgundy: Tras la desaparición prematura de Guillermo de Monferrato, Balduino IV volvió a mirar a Europa en busca de un nuevo marido para su hermana Sibila. Hugo de Burgundy se le antojó como la mejor opción. El franco era sobrino de la reina Adela de Francia y ya conocía Tierra Santa, pues había combatido allí en 1177.

Hunfredo II de Torón: Ascendió al puesto de condestable del reino en 1153, cuando Balduino III salió victorioso de su lucha fratricida contra su madre, Melisenda. En 1176 su importancia en la corte real se redujo drásticamente debido a la influencia de Inés de Courtenay, aunque consiguió seguir siendo condestable. Fue uno de los partidarios más valiosos de Raimundo III de Trípoli. Ambos eran los máximos representantes de la facción que se oponía a algunos recién llegados como Reinaldo deChâtillon, Joscelino de Courtenay y, posteriormente, Guido de Lusignan.

Hunfredo IV de Torón: Nieto del gran Hunfredo II, mítico condestable del reino. En 1180 Balduino IV arregló su compromiso de boda con Isabel de Jerusalén, hija del rey Amalarico I y María Comneno. Es decir, su propia hermanastra. El objetivo no era otro que el pago de su deuda de honor con Hunfredo II. La maniobra también servía para eliminar a Isabel de la esfera política de su padrastro, Balián de Ibelín.

Inésde Courtenay: Mujer de belleza cautivadora, casada en primeras nupcias con Reinaldo de Marash y posteriormente con Amalarico I de Jerusalén. De este último matrimonio nacieron Balduino IV y Sibila, aunque Inés apenas pudo gozar de la compañía de sus dos hijos. Su propio marido la repudió y la expulsó de la corte siguiendo el dictado del Alto Tribunal. Sus miembros argüían que los lazos de consanguinidad que unían a ambos cónyuges —compartían un cuarto abuelo— inhabilitaban a Amalarico para acceder al trono de Jerusalén. Inés de Courtenay se casó con el conde de Sidón en 1170. No tuvo más hijos.

Isabelde Jerusalén: Hija de Amalarico I de Jerusalén y de su segunda mujer, María Comneno. Es decir, nieta del emperador bizantino Manuel I Comneno. Isabel creció en la corte de su madre y de su padrastro, Balián de Ibelín, en Nablus. Con 12 años se acordó su matrimonio con Hunfredo IV de Torón, de 17.

Jobertde Siria: Fue el séptimo gran maestre de la Orden de los Caballeros de San Juan del Hospital —también llamada «de Malta»— desde 1172 hasta su muerte. En general se mostró colaborador con el reino de Jerusalén, aunque siempre a cambio de valiosas concesiones en cuestión territorial.

Joscelinode Courtenay: Hermano de Inés de Courtenay y conde honorífico de Edesa, dado que el territorio había caído en manos musulmanas en 1144. En 1164 fue capturado por Nur ed Din en la batalla de Harim y permaneció en cautividad hasta 1176. Al parecer su hermana pagó por su rescate cincuenta mil dinares, probablemente procedentes del tesoro real. Su sobrino, Balduino IV, pronto lo nombró senescal del reino. También le concedió tierras y castillos.

Leoncio II: Nació en Tiberiópolis (Macedonia), en la frontera balcánica del Imperio. Manuel I Comneno trató de restituirlo en su cargo de patriarca ortodoxo de Jerusalén en 1176. Su regreso a la ciudad formaba parte del acuerdo alcanzado entre el emperador y el rey cristiano a cambio de ayuda militar en la guerra contra Saladino. Pero todo se malogró y Leoncio II murió exiliado en Constantinopla.

Luis VII, rey de Francia: Fue consagrado rex designatus en Reims en octubre de 1131 por el papa Inocencio II tras la muerte accidental de su hermano mayor, Felipe. Tomó parte en la Segunda Cruzada con el fin de socorrer a los estados cristianos de Palestina, en especial al condado de Edesa, amenazado por los turcos. Fracasó rotundamente en su intento.

Manuel I Comneno: Emperador de Bizancio hasta 1180. Bajo su gobierno, el Imperio de Oriente rompió su tradición defensiva y se lanzó a una política militar agresiva. Destacó por su carisma y sus victorias militares, pero también fue criticado por su ambición, por su exceso de confianza y por su derrota contra los turcos al final de su reinado. En algunas ocasiones se enfrentó a los árabes en Tierra Santa en apoyo al reino de Jerusalén. En otras rehusó hacerlo, bien por estrategia política o por falta de medios.

María Comneno: Nieta del emperador bizantino Manuel I Comneno. En 1167 se casó con el rey de Jerusalén, Amalarico I, una vez que este anulara su primer matrimonio con Inés de Courtenay. Tuvieron una hija, Isabel. Un año más tarde murió su esposo, lo que la convirtió en reina viuda. Posteriormente (1177), se casó con Balián de Ibelín.

Maríade Antioquía: María de Antioquía era la hija de Constanza de Antioquía y de su primer marido, Raimundo de Poitiers. Fue la segunda esposa del emperador bizantino Manuel I Comneno. En sus tiempos de regente de su hijo Alejo II favoreció a los mercaderes italianos y se mostró dispuesta a colaborar con el reino de Jerusalén. Por todo ello se ganó la animadversión de los griegos.

Milesde Plancy: Amalarico lo nombró senescal de Jerusalén en 1167. Todas sus decisiones resultaron bastante desafortunadas para el reino. En 1174 actuó como regente no oficial de Balduino IV, hasta que Raimundo III de Trípoli se presentó en Jerusalén y, como varón más cercano en la línea familiar del pequeño rey, reclamó el puesto para sí.

Nured Din: Sultán de Siria y de Egipto hasta su muerte, en 1174. Combatió victoriosamente contra la Segunda Cruzada. Se engrandeció con importantes conquistas, y fue considerado como el enemigo más peligroso de los cristianos de Tierra Santa, hasta el advenimiento de Saladino.

Odón de Saint-Amand: Octavo gran maestre del Temple. Marchó muy joven a Palestina. Cuando asume la jefatura de la Orden ya tiene en su haber una importante carrera militar. Fue un hombre orgulloso en lo personal y valiente en el campo de batalla. Como todos los templarios, solo se sentía obligado ante Dios y el papa. Para Balduino IV resultó un aliado en general valioso a pesar de su indisciplina.

Raimundo III de Trípoli: Era todavía menor de edad cuando la Secta de los Asesinos mató a su padre, Raimundo II de Trípoli. Capturado en la batalla de Harim por tropas de Nur ed Din en agosto de 1164, sufrió presidio en territorio enemigo durante casi diez años. Su matrimonio con Eschiva de Bures lo convirtió en príncipe de Galilea y en uno de los nobles más ricos del reino de Jerusalén. Al morir Amalarico, y como pariente masculino más cercano del niño rey, Raimundo fue elegido regente a la espera de que Balduino IV alcanzara la mayoría de edad.

Reinaldode Châtillon: Era un hijo segundón de Enrique, señor de Châtillon, descendiente de una familia de la nobleza media de Champaña. Hombre práctico, astuto y cruel. Participó en la Segunda Cruzada y permaneció en Tierra Santa tras el fracaso de aquella. Fue príncipe de Antioquía durante siete años gracias a su sorprendente matrimonio con Constanza de Antioquía, la heredera del principado. En 1160 Reinaldo cayó prisionero cuando se encontraba en una expedición de saqueo contra los campesinos sirios y armenios de Marash. Estuvo confinado en Alepo durante diecisiete años. Regresó de su cautividad más ambicioso y sediento de sangre que nunca.

Reinaldode Sidón: Conde de Sidón. Uno de los nobles más importantes del reino de Jerusalén de finales del siglo xii. Se convirtió en padrastro del rey Balduino al casarse con Inés de Courtenay en 1170. Hombre prudente, no destacó precisamente por su arrojo en la batalla, pero sí es cierto que fue uno de los pocos señores francos que logró expresarse con fluidez en árabe.

Rodrigo Pérezde Traba. Condede Monterroso: Era hijo del conde Pedro Froilaz y de su segunda esposa, Mayor Guntroda. Llamado «el Velloso», fue conde de Monterroso y gran señor, alférez mayor del emperador Alfonso VII. Es el más destacado de los hijos que Pedro Froilaz tuvo de su segundo matrimonio. Se casó con Fronilde Fernández, de la que tuvo al menos una hija, Guiomar Rodríguez, única de la que hay constancia documental. Estuvo por dos veces en Jerusalén, la primera en 1138. Dejó constancia de su paso en el cartulario de la iglesia del Santo Sepulcro. Aparece mencionado como «el conde Rodericus Petri, dueño del castillo de Trava» [sic].

Rodrigo Álvarez de Sarria: Miembro de la más alta nobleza gallega. Fundador de la Orden de Monte Gaudio en el castillo de Alfambra. Viajó a Tierra Santa en 1175, y debió de presentarse en Jerusalén hacia 1177. Se le concedieron abundantes tierras y castillos para que defendiera los territorios fronterizos del sur.Contaba con el apoyo del papa y del rey Alfonso II de Aragón. Tras su fallecimiento, poco antes de 1188, la Orden de Monte Gaudio se unió a la del Hospital de San Redentor, en Teruel. Popularmente se la conoció como Orden de Alfambra. El cuerpo de Rodrigo Álvarez de Sarria fue inhumado en el castillo turolense del mismo nombre.

Rogerde Moulins: Sucedió a Jobert de Siria a la cabeza de los caballeros hospitalarios. Hombre siempre implicado en la política del reino, se negó a ceder su clave de la tesorería real a Guido de Lusignan cuando este fue coronado rey de Jerusalén.

Roupen de Cilicia: Fue el noveno señor de la Cilicia armenia. Era un príncipe justo y bondadoso, según las crónicas. En general mantuvo una buena relación con los Estados Cruzados, y llegó a casarse con Isabel de Torón, hija de Hunfredo III de Torón y Estefanía de Milly.

Saladino: Nació en 1138 en Tikrit (Irak), en el seno de una respetable familia kurda. Sultán de Siria y Egipto y principal héroe del mundo musulmán. A él se debe la reunificación de los diferentes estados islámicos de Oriente y la pérdida progresiva de poder por parte de los Estados Cruzados.

Sibilade Jerusalén: Hermana mayor de Balduino IV. Condesa de Jaffa y Ascalón desde 1176. Casada por primera vez con Guillermo de Monferrato, de quien tuvo un hijo: Balduino V. Volvió a contraer nupcias con Guido de Lusignan.

Turan-Shah: Fue emir de Yemen, Damasco y Baalbek en distintas etapas. Finalmente Saladino le encomendó el gobierno de Alejandría, donde murió. Sirvió con bastante fidelidad a su hermano menor, el sultán de Siria y Egipto, aunque no siempre con el debido acierto. De ahí, tal vez, sus frecuentes cambios de destino.

I

Marzo, año del Redentor de 1175

Balduino descendió por la rampa de troncos y acicateó a su montura. Las herraduras del animal pronto llenaron de ecos metálicos la zanja labrada en la roca. Galopar a lo largo del foso de Jerusalén le había resultado sumamente divertido al principio, cuando los monótonos ejercicios de doma en los jardines de palacio dieron paso por fin a las primeras cabalgadas. Soltar riendas, picar espuelas y salir catapultado como una flecha le habían supuesto sensaciones indescriptibles, apasionantes. Poco después llegaron nuevos retos.

Abul Khair, el maestro beduino al servicio del reino, se había empeñado en enseñarle a sortear travesaños, piedras y otras muchas trampas habituales en cualquier campo de batalla. Y cuando aquellas dificultades ya parecieron un juego de niños, el hombre del desierto decidió prenderles fuego. Para añadirle un ápice de realidad al entrenamiento; pero, sobre todo, para que su joven pupilo no se aburriera de hacer siempre lo mismo.

Aquel día Guillermo de Tiro se lanzó al foso haciendo aspavientos. El archidiácono, canciller del reino y tutor personal del futuro monarca no juzgó necesaria ni procedente tan temeraria práctica.

—¡Maldito árabe loco! ¿Pretendes dejarnos sin rey antes de que podamos subirlo al trono? —recriminó agriamente al beduino.

A la mañana siguiente, Abul Khair compareció en palacio con dos camellos, pero no logró llevar a cabo su peregrino propósito. Guillermo de Tiro no lo autorizó a impartir clases de equitación sobre aquellas criaturas horribles. Un rey cristiano, le dijo, jamás montaría bestias jorobadas más propias de infieles como él mismo. Así pues, lo único que el beduino consiguió con su iniciativa fue el despido. Tras aquel día de infortunio, Balduino continuó con sus prácticas ecuestres una vez al día, pero ya sin nadie a su lado. Y, sobre todo, sin trabas ni cortapisas que pudieran poner en peligro su integridad física. Así lo decidió Guillermo de Tiro.

El joven jinete rodeó la ciudadela y dejó atrás la torre de David a galope tendido. La cuenta mental dentro de su cabeza se había iniciado en la misma pasarela de troncos, al descender al foso. Porque, a falta de otra cosa, el tiempo invertido en el recorrido había pasado a ser su único desafío. A Balduino le gustaba pensar que cada día era más rápido a lomos de su montura, aunque solo fuera durante unos pocos segundos. Y a tal fin trazaba las curvas a cuchillo y se aplicaba cada vez más tarde al freno en el momento de dar la vuelta, siempre en el mismo punto.

Al pequeño monarca le habría encantado cabalgar por lugares abiertos, asomarse al valle del Tiropeón, ascender al monte de los Olivos… O, cuando menos, completar el contorno de la ciudad, aunque su único horizonte no fuese otro que las paredes del foso. Pero Guillermo de Tiro se lo tenía prohibido. Invariablemente debía regresar tras doblar la torre de Tancredo. Y para asegurarse de que así lo hacía, el archidiácono había apostado allí a un puñado de guardias; por si a su a protegido le daba por incumplir las órdenes.

Muchas veces Balduino se preguntaba qué harían aquellos fieles soldados si un día decidiese no retener a su cabalgadura y seguir adelante. ¿Bajarían aquellos hombres las lanzas en son de amenaza o se apartarían para franquear el paso al futuro rey de Jerusalén?

Varias siluetas se asomaron desde el puente levadizo de la puerta de Jaffa al escuchar un golpeteo de cascos en el suelo del foso. Eran peregrinos provenientes de la costa. Hombres y mujeres que habían llegado en barco a alguno de los puertos de Tierra Santa con la ilusión de visitar el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo ahora que estaba en manos cristianas otra vez. Evidentemente, poco podían sospechar aquellas gentes que quien cruzaba como una exhalación por debajo de sus cabezas era el hijo pequeño del difunto rey Amalarico.

Balduino se ciñó a la pared derecha tras rodear la torre de Tancredo. Después tiró de las riendas y giró bruscamente cuando la colisión con los guardias ya parecía inminente. Era una maniobra arriesgada, violenta, pero muy medida, la que el aprendiz de jinete ejecutaba a diario, siempre en sentido izquierdo. Y es que desde muy niño Balduino había notado más fuerza en su extremidad zurda, y de ahí que prefiriese usar ese brazo a la hora de realizar esfuerzos.

Divisó, como todos los días, la imagen rechoncha de su tutor sobre la rampa de troncos. El archidiácono acostumbraba a esperarlo allí, encaramado sobre el artilugio que él mismo había hecho construir con el fin de utilizar el foso de Jerusalén como un hipódromo. Otras dos figuras contemplaban también su escalofriante galopada desde la muralla de la ciudadela. Balduino las reconoció al instante a pesar de los contraluces. Aquellos brazos desnudos saludando desde las almenas, aquellas melenas sueltas al viento… Solo podían ser ellas. Tanto a su madre como a su hermana les gustaba asistir a sus ejercicios matinales de monta y jalear calurosamente sus progresos. A él, por su parte, le encantaba saberse admirado; y también querido por ambas mujeres.

Las dos habían regresado recientemente a la corte tras años de obligado destierro. En realidad sus vidas, y también la del propio Balduino, habían cambiado drásticamente en el mismo momento en el que el difunto Amalarico decidió ceder a las presiones del Alto Tribunal del reino.

Tras dos años de tiras y aflojas, Amalarico aceptó finalmente repudiar a su esposa con el único fin de mantenerse en el trono. Según el máximo órgano de Gobierno, el parentesco entre ambos cónyuges resultaba excesivamente cercano y, por tanto, indecoroso. Ya le habían permitido ser conde de Jaffa y Ascalón a pesar de estar casado con una prima lejana. Ostentar, sin embargo, el cargo de rey de todos los cristianos de Tierra Santa en esas circunstancias se antojaba inadmisible a los ojos de Dios y del papa. De ahí la procedencia de un divorcio inmediato.

Por eso Balduino se había criado como un pobre huérfano. A su madre dejó de verla a los dos años, cuando aún no tenía uso de razón. En cuanto a su progenitor, este siempre estuvo esclavo de sus guerras y sus treguas, sujeto a viajes inaplazables que lo mantenían ausente durante meses. Pero es que ni siquiera pudo disfrutar Balduino del contacto con su hermana Sibila. Amalarico pronto la recluyó en el convento de San Lázaro, en la ciudad de Betania, para que la criara su tía abuela, la abadesa Ioveta.

A cambio, el pequeño príncipe recibió una madrastra, María Comneno, sobrina nieta del emperador de Bizancio; y una media hermana, Isabel, con la que apenas había convivido dada la diferencia de edad entre ambos.

Balduino se soltó de manos para devolver el cariñoso saludo de ambas damas. Abul Khair le había enseñado a usar las piernas para manejar un caballo lanzado al galope. Heridas, golpes, lesiones o el simple embarazo de las armas, había insistido el beduino, exigían que un verdadero guerrero aprendiera a conducir su montura con una leve insinuación de las rodillas.

La brisa le trajo la voz angustiada de Guillermo de Tiro. El archidiácono lo instaba a dejarse de piruetas, y a recoger de nuevo las riendas, pero Balduino no le hizo caso. Además, en vez de finalizar su recorrido en la rampa de troncos, cambió de rumbo y se dirigió hacia la pequeña poterna de la torre de David.

Jamás había tratado de superar a lomos de un caballo los empinados escalones que ascendían directamente al interior de la ciudadela. Sin embargo, aquella mañana Balduino se propuso impresionar a sus dos admiradoras. Quería aparecer en los jardines de palacio por el lugar más insospechado.

Inevitablemente, el cuadrúpedo trastabilló un par de veces y casi perdió el equilibrio al verse obligado a atacar tan abruptos peldaños. Entonces los gritos del archidiácono se volvieron desgarradores, desaforados. Espabilaron a los dos centinelas que dormitaban al otro lado del arco, pero ya era demasiado tarde para impedir la osada maniobra del jinete.

Ambos guardias tan solo pudieron apartarse de un salto para que aquel centauro valiente no se los llevara por delante. Cuando Guillermo de Tiro se presentó junto a la fuente del patio, Balduino todavía estaba sobre la silla, recibiendo las felicitaciones de ambas damas.

—¡¿Pretendes que tu padre se levante de su tumba para asarme a fuego lento, maldito insensato?! ¡Le prometí que haría de ti un buen rey! ¡Pero no conseguiré nada si ni siquiera llegas a la mayoría de edad vivo! —resopló el religioso, rojo de ira y cansancio tras la carrera desde el foso.

Balduino se apeó del caballo de un salto y corrió hacia los centinelas. Apenas encontró oposición para hacerse con la espada del primero.

—¡¿Un buen monarca has dicho?! —exclamó furioso—. ¡Solo me queda un año para alcanzar la mayoría de edad! ¡¿Hasta cuándo vas a tratarme como a un chiquillo?! ¡¿Acaso no hay nadie en todo el reino capaz de enseñarme a pelear como un caballero cruzado?!

—¡Balduino, por todos los santos, baja esa espada ahora mismo! —Guillermo de Tiro retrocedió al ver acercarse a su enfurecido alumno. A veces había considerado la posibilidad de proporcionar un cierto adiestramiento militar a su protegido, pero siempre había acabado desechando la idea.

Balduino era un adolescente sano, pero solo en apariencia. La enfermedad se presentaría en algún momento. De eso Guillermo estaba bien seguro, pues había sido él mismo quien descubriera los primeros síntomas. Y cuando eso ocurriera, el joven rey bastante haría con tomar decisiones desde su lecho. La cabeza importaba más que el físico, y por eso procedía priorizar lo intelectual sobre lo meramente atlético. Así lo había hecho siempre, con el beneplácito de su padre, el rey Amalarico.

—¡Pelea conmigo! ¡Mira, soy un guerrero beduino! —le gritó entonces Sibila a su hermano tras arrancarle la lanza a uno de los centinelas.

Balduino giró la cabeza y soltó una carcajada.

—¡Los beduinos son aliados nuestros! ¿Es que no lo sabes? ¡Pero sí que tienes aspecto de soldado mameluco con esa lanza! —rio abalanzándose sobre su hermana.

Ambos jóvenes cruzaron un par de golpes inofensivos ante la mirada de pavor del archidiácono.

—Tal vez debieras ser menos estricto con mi hijo. A su edad es normal que se interese por las armas. Al fin y al cabo, ya no es un niño…

Guillermo de Tiro escuchó la voz insinuante de Inés de Courtenay sobre su hombro. Entonces se volvió bruscamente, como si esperara una cuchillada por la espalda.

—Balduino es un joven enfermo. Ambos lo sabemos, condesa —repuso con la mayor firmeza posible.

Inés guardó silencio. Dejó que su mera proximidad y la fragancia de sus afeites surtieran efecto poco a poco.

—Al parecer, los médicos todavía conciben esperanzas… —murmuró cuando vio que el archidiácono comenzaba a embriagarse con el aroma de su cuerpo.

—Los… los físicos no tienen dudas en cuanto a la aparición de… de… —Quiso rebatir Guillermo la validez de tan descabellado argumento, pero se sintió incapaz de concentrarse. La madre del rey había dado un nuevo paso adelante. Era Inés de Courtenay una mujer alta y voluptuosa, y por eso los bucles de su melena le hacían cosquillas en los mofletes. Lo peor de todo, sin embargo, era que el busto desafiante de la condesa de Sidón le quedaba justo debajo de los ojos.

Le sofocó al archidiácono la visión de aquel tobogán de carne trémula y brillante. Detestaba a la madre del rey desde hacía mucho tiempo, por su conocida vida licenciosa, y por considerarla una influencia nefasta para un ser todavía inmaduro. Aun así, debía reconocer que la antigua reina de Jerusalén era una hembra imponente, incluso a los ojos de un célibe. No era de extrañar que Amalarico hubiera sucumbido a sus múltiples encantos.

Se azoró Guillermo al ver que Inés todavía reducía distancias. Temió desfallecer ante las esencias de unos ungüentos capaces de convertir a una mujer de casi cuarenta años en una doncella de veinticinco.

—Los físicos no pueden predecir el momento en que la enfermedad se presentará de manera virulenta. Pero es posible que el proceso todavía se demore un poco. Mientras tanto, digamos que Balduino es un condenado a muerte con derecho a pedir un último deseo, o capricho, si queréis llamarlo de ese modo. ¿No os parece? Por eso mismo, ayer hablé con el regente.

La perplejidad hizo parpadear a Guillermo de Tiro.

—¡¿Habéis hablado con Raimundo de Trípoli?!

—Así es.

—¿Sobre qué? —preguntó el religioso a sabiendas de que la relación entre ambos era más bien tirante.

La condesa compuso uno de sus mohínes irresistibles.

—Sobre la educación de mi hijo —repuso—. Ambos estamos de acuerdo en que Balduino se inicie en el uso de las armas. Cuanto antes.

El archidiácono enarcó las cejas hasta que estas le rozaron el flequillo. Tenía a Raimundo III de Trípoli por un hombre recto y cabal, a pesar de que se había visto obligado a hacer algunas concesiones tras acceder a la regencia. La primera, permitir el retorno a la corte de Inés de Courtenay y de su hija Sibila por requerimiento expreso de Balduino. Sin duda podía haberse negado a ello, amparado en su cargo. Pero el cauteloso conde de Trípoli no había juzgado conveniente indisponerse con el pequeño monarca, aun cuando su concepto de la familia Courtenay no fuera precisamente favorable. Ahora saltaba a la vista que la bella Inés había comenzado a ganar terreno.

—¡Para Balduino manejar una espada o una lanza supone un riesgo inasumible! —protestó el religioso mientras trataba de alejarse de la tentación de la carne.

Resultó aquel un gesto inútil, porque una mano blanca y sensual lo retuvo por el brazo.

—No me cabe ninguna duda de que entre el regente y Vuestra Ilustrísima sabréis escoger al candidato más adecuado para el puesto —le susurró la condesa de Sidón desde muy cerca.

El archidiácono dio un brusco respingo tras recibir el recado. Inés de Courtenay acababa de restregarle el interior del oído con la punta de la lengua.

II

14 de marzo del año del Señor de 1175

Fortaleza de Homs

El lamento metálico de los cerrojos puso a Amadís en guardia. El caballero cristiano se sentó de un salto sobre el borde de su camastro. Fue aquel un movimiento dictado por el instinto y no por el miedo; igual que cuando un animal salvaje presiente a otra alimaña en medio de la espesura. Hacía ya algún tiempo, además, que a Amadís vivir o morir le importaban lo mismo. Pero tampoco era cuestión de darle facilidades al verdugo.

En realidad, el trasiego de guardias y prisioneros por el pasillo se había iniciado unos minutos antes, aunque de manera un tanto anómala. Demasiado pronto para tratarse del paseo diario. Demasiado tarde como para que sus guardianes hubieran pensado en un traslado de los cautivos cristianos a otro presidio. Por eso, la fiera que Amadís llevaba siempre dentro había preparado las garras, por si acaso.

Dos hombres aparecieron en el umbral de la puerta. Al más distinguido le embargaba la curiosidad; al carcelero, en cambio, le podía el aburrimiento. Llevaba ya muchos días viendo al mismo cristiano alto y fornido que no despegaba los labios ni para quejarse de la comida.

El hombre del turbante y la barbita rala se dirigió a su interlocutor en el idioma de los francos.

—¿Sabes quién soy?

Amadís lo miró detenidamente a la luz de la vela. Era aproximadamente de su edad. Tenía la nariz aguileña, las mejillas un poco hundidas y la tez aceitunada. El árabe no destacaba por su envergadura, ni por su fortaleza. A decir verdad, cualquiera habría dicho que su aspecto resultaba casi enfermizo.

—Eres Saladino —dijo.

Unos dientes blancos y diminutos brillaron en la semipenumbra de la celda como un relámpago en la noche.

—Así me conocen los cristianos. —Asintió—. ¿Sabías también que esta fortaleza es ahora mía?

—Lo suponía.

—No me digas… —Saladino compuso una simpática mueca de sorpresa, como si la perspicacia de su prisionero le divirtiese.

En realidad, poco era lo que Amadís había presenciado desde su celda, pero sí había escuchado el clamor de la batalla en el exterior. Algún ejército había asediado Homs durante varias semanas, y no habían sido los francos. Porque entonces las represalias de los carceleros habrían sido inmediatas y despiadadas. Por eso había dado por hecho que el ataque sobre la ciudad amurallada respondía una vez más a desavenencias entre facciones sarracenas.

Estaba Amadís frente a un auténtico sultán, pero no quiso dispensarle el tratamiento honorífico que habría merecido un rey cristiano. Y por eso se dirigió a él como si fuera un carcelero más de la fortaleza.

—Deduzco que atacaste a tu señor, Nur ed Din, el pasado ocho de diciembre —aventuró tranquilamente—, pero no lograste hacerte con la ciudadela hasta primeros de año.

No pareció tomarse a mal la desconsideración el guardián máximo del islamismo. De hecho, una abierta sonrisa se dibujó en sus labios.

—En realidad no fue exactamente así —dijo.

Amadís enarcó una ceja, súbitamente interesado en el acertijo.

—Nur ed Din murió en mayo del año pasado —continuó explicando Saladino—, poco después de que todos vosotros ingresarais en este presidio. Así que difícilmente podría guerrear con un muerto. Pero sí, en cambio, me interesaba borrar de la faz de la tierra a quien ahora pretende hacerme sombra.

—¿Gümüshtekin?

Saladino asintió en silencio.

—El muy imbécil se ha autoproclamado gobernador de Alepo, y la guarnición de Homs decidió guardarle fidelidad en un primer momento. Cuando se vieron perdidos, se encerraron en la ciudadela y pidieron ayuda a los tuyos. Tal vez os contaran algo mientras esperaban una respuesta…

A la memoria de Amadís acudieron hechos pretéritos: días de lucha y gritos, batir de fundíbulos y arietes, altas voces entre los propios carceleros, hombres desesperados corriendo por el pasillo…, pero solo eso.

—Nadie nos explicó nada a los prisioneros.

Saladino compuso un gesto displicente.

—Es natural, supongo. Porque los francos les exigieron la puesta en libertad de todos los cautivos cristianos…, y los hombres de Gümüshtekin no aceptaron. A los pocos días se rindieron a nosotros.

Amadís sí recordaba el repentino cambio de guardias en los calabozos, y de pendones en las torres. Aparte de eso, una vez restablecida la paz, la rutina de los cautivos había continuado siendo la misma.

—Entonces ya no somos prisioneros de Nur ed Din, ni de Gümüshtekin, sino tuyos…

—Así es, desde hace tres meses.

Amadís frunció los labios. Algo le preocupó de repente.

—No sé si estás al corriente del acuerdo… —titubeó—. Es decir, no sé si conoces la razón por la que mis hermanos cristianos y yo nos encontramos aquí presos.

Otra vez la dentadura perfecta de Saladino iluminó la estancia.

—Siempre estuve informado de todos los asuntos de Nur ed Din cuando le debía obediencia; también de sus cuentas pendientes con los cristianos —rio—. Sé que mi antiguo señor apresó a muchos grandes señores en la batalla de Harenc hace diez años. Tal vez tú mismo estuviste en aquel lance…

Amadís rememoró brevemente la confusión, el desorden de las líneas… y el descalabro final de los ejércitos cruzados.

—Estuve, pero logré escapar.

Un gesto de decepción ensombreció el rostro de Saladino.

—Yo no pude gozar de aquella victoria —se lamentó—, pero me enteré de que entre los cautivos cristianos se encontraba el mismísimo conde de Trípoli. Conozco también el acuerdo reciente por el cual Nur ed Din accedió a liberarlo a cambio de una fuerte suma que, sin embargo, no cubría todo el montante del rescate. Sé que Raimundo tuvo que presentar garantías de pago antes de quedar libre.

Amadís miró de frente al caudillo sarraceno.

—Esa garantía fuimos nosotros. Veinte rehenes cristianos —dijo, pero a Saladino se le había quedado el aire un poco embelesado.

—Veinte hombres de alto rango, sí… Veinte cruzados… Veinte caballeros de élite… Eso es mucho dinero todavía pendiente. Y una gran pérdida para el reino de Jerusalén si yo decidiera sacrificaros —murmuró sin salir de su ensimismamiento.

El rumor de pasos había cesado en el pasillo. El último preso en abandonar su confinamiento había sido Eustaquio de Sidón, justo en la celda de al lado. Si a sus compañeros estaban ejecutándolos en el patio, a lanzadas o a tajos, él no iba a enterarse; hasta que le llegara el turno.

Saladino levantó de repente la cabeza para observar mejor a su prisionero. Había curiosidad en aquellas pupilas negras.

—La pregunta es: ¿qué razones empujan a un hombre a empeñar su libertad para que otro pueda volver a su castillo y tal vez desentenderse de todo?

Amadís dudo sobre la conveniencia de responder o guardar silencio. Sabía que muchos de sus compañeros cautivos habían aceptado convertirse en rehenes porque esperaban futuros favores políticos. Pero ese no era su caso.

—Cada cual maneja sus propias razones, supongo. Y yo no me he preocupado por averiguar las de los otros —respondió lacónico.

Saladino asintió en silencio, conforme aparentemente con lo escuchado.

—Pero conoces las tuyas… —dijo.

Amadís volvió a meditar su respuesta.

—En mi caso fueron la amistad y el agradecimiento —confesó al cabo.

—¿Tanto aprecias a Raimundo de Trípoli?

—Sí.

—¿Y tanto le debes?

A la memoria de Amadís acudieron retazos de una infancia feliz en la corte de Trípoli. Raimundo III había sido para él igual que un hermano. Ambos se habían criado juntos. Habían compartido juegos y enseñanzas, e incluso la ausencia de un padre. En el caso del conde, debido a un lamentable asesinato. En el suyo…, a causa de la distancia.

Amadís había nacido en Palestina por accidente. Su progenitor, don Rodrigo Pérez de Traba, lo había engendrado allí en Tierra Santa, en algún desliz entre batalla y batalla. Así lo imaginó él siempre, porque de su madre jamás supo nada. Y cuando un día preguntó, le dijeron que había muerto.

Lo cierto era que el viejo conde de Monterroso había venido desde España para combatir al enemigo infiel, como hacían muchos grandes señores de Europa. Se trajo con él a un pequeño ejército que puso al servicio de Raimundo II de Trípoli durante un tiempo. Fue poco antes de regresar a su Galicia natal cuando le nació aquel hijo imprevisto; el único, que se supiese. Tardó diez años en volver a verlo.

Así pues, los de Trípoli habían sido su verdadera familia. Con ellos había convivido como uno más, en la mesa y en la batalla. Por ellos estaría dispuesto a morir si hacía falta.

Amadís agitó levemente la cabeza y chascó la lengua. Hablar por hablar no era una actividad que le divirtiese.

—Sin duda no has venido para que te cuente mi vida ni mis pensamientos —gruñó incómodo.

Un atisbo de sonrisa onduló el gesto del nuevo sultán.

—En realidad he venido para comunicarte tu liberación inmediata.

Amadís echó la vista atrás. Ocho meses habían pasado desde su ingreso en presidio. Un tiempo que no se le había hecho ni corto ni largo, más bien difuso. Libre o cautivo, por su cabeza cruzaban siempre los mismos recuerdos. Momentos que ya no volverían y que tal vez estuviesen mejor enterrados y muertos.

Saladino observó, no sin intriga, la escasa reacción de su prisionero.

—Finalmente el regente del reino de Jerusalén y yo hemos alcanzado un acuerdo que os convierte de nuevo en hombres libres. Me extraña que no te alegres… —repuso el sultán no sin asombro.

Un dardo imprevisto hirió los oídos del prisionero.

—¿Has dicho regente?

Un gesto de fingida contrariedad curvó los labios del caudillo sarraceno.

—¡Ah, claro, me olvidaba de que las noticias suelen llegar con cierto retraso a los calabozos! —exclamó—. Tu rey Amalarico murió poco después que Nur ed Din, cuando tú ya estabas aquí dentro. Ahora tenéis un monarca que todavía no ejerce, y del que además se dice que está leproso. Por eso el Alto Tribunal ha nombrado regente a tu amigo Raimundo III de Trípoli.

Amadís se mantuvo en su sitio, erguido, grave, asimilando los hechos y los cambios. Sabía que algo más se escondía tras el anuncio de liberación de Saladino.

—También estoy aquí para hacerte una oferta —confesó al fin el gobernante agareno.

—¿Sobre qué?

—Sobre tus habilidades.

Amadís frunció el ceño.

—¿Cuáles?

—¿Sabes cómo te llaman mis hombres?

—No.

—Pues te dicen alshaytan al’akhdar.

Se encogió de hombros el prisionero cristiano.

—No hablo árabe.

—Yo sí. Significa «el demonio verde». —Saladino abrió los brazos como si le costara explicar lo evidente—. Lo de «verde» es por el color de la cruz que llevas cosida al pecho. En cuanto a lo de «demonio»… no es muy difícil de entender para cualquiera que te haya visto luchar en un campo de batalla. Y yo lo he hecho.

Durante muchos segundos, el silencio inundó el aire caldeado de la celda.

—Quiero que pelees a mi lado, en mis ejércitos —asentó al fin el sultán de Siria y Egipto.

Amadís agitó la cabeza.

—Eso no es posible.

—Te pagaré bien, como jamás nadie haya hecho. Te concederé tierras, te haré un hombre rico —continuó Saladino mientras contemplaba con aprensión la raída sobreveste de su prisionero.

—No es una cuestión de dinero.

—Pues tampoco creo yo que sea la fe la causa de tu rechazo —contraatacó enseguida Saladino.

—¿Por qué dices eso?

—Porque a pesar de esa cruz de San Lázaro que luces al pecho, nadie te ha visto rezar ni una sola vez en estos meses.

Amadís siempre había sido consciente de la paradoja. Aun así, decidió atenerse a una excusa que resultaba tan vulgar como indemostrable.

—Que nadie me haya visto no significa que no lo haya hecho —arguyó, hermético.

Saladino se mordió el labio inferior. Después se golpeó las rodillas con ambas palmas en claro ademán de derrota.

—Está bien. No insistiré más —concedió—, pero sabes mejor que yo que el reino de Jerusalén está condenado. Caerá en mi poder tarde o temprano. Con tu ayuda o sin ella.

Amadís asintió lentamente.

—Todo lo que nace muere, incluso los reinos. Por eso el tuyo también se desplomará algún día.

Saladino tendió su mano al hombre que estaba a punto de quedar libre.

—Volveremos a vernos, supongo…

El caballero de la Orden de San Lázaro aceptó la amable despedida del islamita.

—No habrá más remedio.

III

Amadís fue el último en abandonar la fortaleza a lomos de su caballo. Al animal, comprobó, lo habían tratado casi mejor que a su dueño en aquellos ocho meses de encierro. Le brillaba el pelo, lucía la grupa llena y parecía en plena forma. Seguramente lo habrían paseado por los alrededores casi todos los días. Picó espuelas para comprobarlo.

Puso rumbo hacia el montículo en el que sus compañeros de cautiverio estaban celebrando la liberación con amigos y familiares. Un escuadrón completo de caballería cristiana formaba tras ellos. Amadís distinguió las banderas amarillas del reino de Jerusalén y dos pendones con las cruces rojas del condado de Trípoli. En medio de aquellos estandartes se encontraba un hombre, también a caballo. Solo, expectante, con la mirada puesta en las puertas ya cerradas de Homs.

Raimundo III acicateó a su montura al ver aparecer en lontananza al último de los rehenes. Ambos jinetes se encontraron a medio camino, entre el cerrete de los reencuentros y las murallas de la fortaleza. El abrazo de los dos hombres resultó efusivo, rocoso, interminable.

—¡Al fin! —exclamó el conde de Trípoli con los ojos velados por la emoción—. Me habría gustado que fuera antes, pero…

Amadís zarandeó cariñosamente a su amigo de juventud y de infancia.

—¿Qué son ocho meses comparados con diez años? —dijo, en referencia a la duración del cautiverio del propio Raimundo.

Los dos caballeros se miraron de hito en hito durante unos segundos. Llevaban una década sin verse, desde la aciaga derrota de Harenc, cuando muchos cruzados murieron o cayeron prisioneros de las huestes sarracenas. Les costaba reconocerse. Pasaban con creces de la treintena. Seguían siendo fuertes, pero ya no eran los jovenzuelos de antaño. Al conde Raimundo el encierro había hecho que le crecieran algunos flecos grises en las barbas. Menos mella le habían hecho a Amadís los ocho meses de calabozo. El destino, sin embargo, le había dado otro tipo de zarpazos.

—Siento lo de tu hijo. —El conde de Trípoli frunció los labios—. Me enteré al salir…

Amadís asintió, pero no hizo ningún comentario. Prefería engañarse pensando que el silencio lo ayudaba a mitigar el dolor y olvidar la tragedia.

—Tengo algunas otras noticias que darte —titubeó Raimundo entonces.

—Si te refieres a la muerte de Amalarico y a tu regencia…, el propio Saladino me ha puesto al corriente.

—Bueno, eso me ahorra algunas palabras —el conde de Trípoli esbozó una sonrisa amarga—, pero no las peores.

—Tú dirás…

—Al parecer, tu padre ha fallecido en España.

Una cabezada de asentimiento fue la contenida respuesta de Amadís. Para él, su verdadero padre siempre había sido Raimundo II, aunque bien era cierto que guardaba un simpático recuerdo del año y medio que su progenitor permaneció en la corte durante su segunda visita a Tierra Santa. Aunque aún era casi un niño, había cabalgado junto a él muchas veces por los campos de Trípoli, e incluso más lejos. Habían salido a cazar con azores. Habían hablado de España, de los proyectos que el viejo conde de Monterroso guardaba para su hijo franco. Porque siempre había sido voluntad de don Rodrigo Pérez de Traba que Amadís retornara a Galicia hecho ya un hombre.

—Recibimos en Trípoli su testamento. Yo mismo lo he dejado en la oficina de la torre de David para que lo leas. Deberías echarle un vistazo, supongo.

Asintió Amadís sin mucho entusiasmo.

—Sí, lo haré en cuanto pueda —dijo.

Un jinete se había destacado del escuadrón que esperaba sobre el montículo. Amadís reconoció la pelambre gris y la silueta todavía enhiesta de Hunfredo II de Torón, el sempiterno condestable del reino. Siempre había tenido una buena relación con aquel hombre honorable. Aun así, el caballero de San Lázaro prefirió ponerse al día sin esperar la llegada del viejo caballero.

—¿Cómo están las cosas en Jerusalén?

Raimundo III se encogió de hombros.

—Coronamos a Balduino en julio del año pasado, pero nadie puede decir si será capaz de gobernar cuando le llegue el momento —dijo—. Y todavía estamos lamiéndonos las heridas del último desastre.

Amadís dio un respingo.

—¡¿Otra derrota?!

Raimundo de Trípoli pasó a relatar entonces la rocambolesca historia de su ascenso al cargo. Según dijo, a la muerte de Amalarico, el Alto Tribunal decidió dar plenos poderes al senescal, Miles de Plancy, un hombre más hecho a la vida palaciega que a las campañas contra el enemigo infiel. Y de ahí que el ataque conjunto que bizantinos y francos lanzaran sobre Egipto resultara al final un auténtico fiasco. Fue a la vuelta de aquel sonado fracaso cuando el conde de Trípoli había reunido de urgencia a todos los barones para exigir la regencia sin paliativos.

El futuro del reino de Jerusalén y el de todos los Estados Francos estaban en peligro, afirmó, sobre todo ahora que un único poder islámico los rodeaba como un lazo corredizo. Nadie encontró entonces palabras ni argumentos para frenar el ascenso de Raimundo a la regencia.

—Así pues, nos interesa la paz más que la guerra ahora mismo… —aventuró Amadís.

—Desde luego, al menos hasta que nos recuperemos de los últimos reveses —respondió el conde, tajante—. Falta dinero, faltan mercenarios y dependemos más que nunca de la ayuda que pueda llegar de Europa y de la buena voluntad de Bizancio.

—Todo eso no es nuevo para nosotros…

Raimundo de Trípoli chascó la lengua.

—No lo es, efectivamente. Pero lo cierto es que nunca hemos tenido un enemigo tan poderoso.

—¿Te refieres a Saladino?

El nuevo regente miró hacia las murallas de Homs entre la aprensión y el disgusto.

—¿A quién si no? —suspiró—. Las cosas han cambiado bastante en los últimos meses. Con Nur ed Din muerto, Gümüshtekin acobardado y los príncipes selyúcidas arrodillados ante él como humildes vasallos, el poder de Saladino empieza a ser asfixiante para nosotros.

—Y el rey… ¿qué dice al respecto? —repuso Amadís de repente.

La pregunta cogió desprevenido a Raimundo.

—¿Balduino?

—Sí, ¿sabes qué opina sobre la nueva situación…, sobre la última derrota…, sobre su futuro como monarca…?

El conde de Trípoli torció el gesto.

—Balduino no es un muchacho fácil. Creo que desconfía de mí. Por eso he tratado de ganarme su confianza haciéndole algunas concesiones.

—¿Cuáles?

—Me he visto obligado a permitir el regreso de su madre y de su hermana a la corte.

—Ya, entonces… ¿Inés de Courtenay ha vuelto a Jerusalén después de tantos años?

—No he podido evitarlo —se lamentó el conde de Trípoli—. Balduino me lo pidió en cuanto llegué al cargo. Negarme a ello habría supuesto tensar un poco más la cuerda del arco.

La curiosidad guio la siguiente pregunta de Amadís.

—¿Y la reina? ¿María Comneno ha accedido a convivir en la corte con la madre de Balduino? Eso sí que no puedo imaginármelo…

Una nube de contrariedad veló la mirada del conde.

—María se marchó a su feudo de Nablus con la pequeña Isabel en cuanto murió Amalarico. Mucho me temo que Inés de Courtenay ha vuelto a Jerusalén para convertirse en reina defacto. Una desgracia con la que tendremos que convivir, supongo.

Amadís asintió comprensivo.

—Entiendo. Es natural que transigieras. Tu posición no es fácil —consoló a su amigo—. ¿Y quién se encarga de la educación del rey, además de su propia madre? ¿Guillermo de Tiro?

La nube de polvo en la que cabalgaba Hunfredo de Torón estaba a punto de alcanzarlos. Cuando el condestable se uniera a ellos, volverían los abrazos, los gritos de júbilo y los parabienes.

—Precisamente de eso quería hablarte. Hay algo que a ti también te concierne. Pero tendremos tiempo de sobra para tratar de ello por el camino.

IV

Amadís se quitó el sol con la mano para contemplar mejor la Ciudad Santa. Muchas cosas habían ocurrido desde su partida ocho meses atrás, pero Jerusalén seguía siendo la misma. Resistía altiva, a pesar de las adversidades. Ni la muerte de sus reyes ni las derrotas de sus pobladores frente al enemigo islamita, ni siquiera las rencillas y disensiones entre sus gobernantes habían conseguido marchitar su grandeza.

Desde el monte de los Olivos el caballero de la Orden de San Lázaro admiró el contorno aserrado de la fortaleza, y la intrincada disposición de sus calles y barrios. Jerusalén era un laberinto labrado en la roca. Una ciudad vieja, como el mundo, en la que los cristianos de antaño y los llegados de Europa convivían con relativa armonía desde los tiempos de la Primera Cruzada.

Divisó la recién construida torre de Tancredo en el extremo noroccidental de la fortaleza. Una robusta atalaya llamada a reforzar el punto más crítico de la muralla. La mirada de Amadís barrió después el corazón de Jerusalén de un extremo a otro. A aquella hora, la explanada del Santo Sepulcro era un hervidero de gentes que buscaban la última comida del día, y también un aposento donde pasar la noche.

Los muros del hospital de San Juan destacaban por encima de las cúpulas de la iglesia como si ellos fueran los auténticos guardianes del cuerpo del Redentor. Un poco más a la izquierda, Amadís distinguió los mercados cubiertos. Imaginó la efervescencia que se vivía debajo de aquellas calles abovedadas, sobre todo en la ruga Malquisinat, el lugar en el que muchos peregrinos andarían comprando un trozo de queso, alguna fruta o cualquier vianda que llevarse a la boca antes de retirarse a dormir. A partir de ahí, el terreno descendía hasta el Tiropeón, el riachuelo que sacaba al exterior todas las inmundicias de la ciudad. Las calles volvían a empinarse al otro lado del valle hasta alcanzar el Templo del Señor, en el distrito de los templarios.

Amadís sintió la mano firme de Raimundo sobre su hombro.

—Nosotros entraremos por la puerta de Damasco —le dijo su amigo—. Como ves, el archidiácono está esperándonos para celebrar el retorno de los rehenes, sanos y salvos.

Amadís observó la comitiva. Eran principalmente clérigos y canónigos del Santo Sepulcro los que se arremolinaban al otro lado del puente con cirios y palmas. Al frente de todos ellos se encontraba el recién nombrado canciller del reino: Guillermo de Tiro, la mano derecha de Raimundo III de Trípoli. El religioso que debía educar al rey y librarlo de algún modo de los funestos influjos de su querida madre.

—Yo me quedo en la colonia. Excúsame ante el archidiácono. Sé que sabrá entenderlo —repuso el último cautivo de Homs.

—Por supuesto. Te conoce de sobra.

Amadís se despidió de Raimundo y de Hunfredo de Torón con un gesto de la cabeza. Descendió del monte de los Olivos por la senda que bordeaba el estanque de San Lázaro entre campos de vides plagados de pámpanos.

Los huertos y las casitas blancas surgieron poco después, a medida que el solitario jinete fue acercándose a la colonia. Así la llamaban los más bondadosos. Otros preferían usar el término «leprosería» para referirse al barrio surgido fuera de la ciudad, al otro lado del foso: un hospital, un convento, una iglesia con su cementerio y un pequeño racimo de viviendas aledañas.

Amadís aspiró el aroma dulzón de los frutales. La primavera había cuajado sus ramas de yemas y flores. Cabalgó hasta detenerse delante de su antiguo huerto. Encontró los árboles floridos, pero tristemente ahogados por la maleza. La misma hierba que asfixiaba sus troncos ocultaba además otros cultivos viejos y también malogrados. Muchas veces se había propuesto roturar de nuevo la tierra, y volver a plantar ajos, cebollas y puerros, como había hecho antes, ayudado por su vástago muerto. Pero nunca había logrado reunir el coraje suficiente para vencer la nostalgia. Tal vez algún día.

Los primeros hachones, observó, prendían ya en las torres. Las puertas de la ciudad cerrarían muy pronto. Después nadie podría entrar o salir de Jerusalén sin una excusa muy justificada. Pero la vida continuaría intramuros, al menos para algunos noctámbulos.

El hospital de leprosos, en cambio, siempre permanecía abierto. Porque su cometido era atender, a cualquier hora del día y en cualquier momento de su desgracia, a todos los aquejados por el mal de San Lázaro. Ya fueran peregrinos o residentes, pobres o ricos, hombres o mujeres. Como ya suponía, Bartolomé continuaba en su puesto a las puertas del recinto. El viejo cruzado se sobresaltó al reconocer a su amigo.

—¡Por todos los santos, Amadís! —exclamó—. ¡No te esperábamos tan pronto!

—¿Te refieres a los ocho meses de cárcel o a los seis días de viaje desde el presidio? —bromeó el recién llegado mientras se apeaba de su cabalgadura.

Ambos caballeros se fundieron en un abrazo emotivo pero incompleto, pues al bravo Bartolomé le faltaba la extremidad izquierda. Se la había dejado en una de las muchas escaramuzas libradas en territorio infiel. Su fuerza, sin embargo, seguía siendo admirable a pesar de las limitaciones. Además, ocultaba bastante bien el percance pues acostumbraba a colgarse el escudo del cuello mientras montaba guardia.

—¡Se me había olvidado! ¡Igual prefieres que te llamemos «conde» a partir de ahora! —exclamó el caballero manco en tono de rechifla.

Amadís le asestó un cariñoso puñetazo en el hombro.

—¡Hazlo y perderás el otro brazo! ¿Cómo están los enfermos? —preguntó.

Bartolomé torció el gesto.

—Dominique y René han muerto. Los demás aguantan.

—¿Hemos tenido ingresos?

—Sí, algunos. La enfermedad no descansa, ya sabes…

—Cierto.

—Si quieres comer algo antes de acostarte, Alberico anda todavía por ahí repartiendo cenas y bendiciones.

—No tengo hambre. —Amadís desestimó la idea de probar bocado y se encaminó directamente a los establos.