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En esta fantástica comedia romántica de la autora de La hipótesis del amor y La química del amor, dos físicos rivales chocan en una vorágine de disputas académicas y relaciones falsas. Las múltiples vidas de la física teórica Elsie Hannaway han acabado atrapándola. De día es profesora adjunta. Se afana en corregir exámenes y enseñar termodinámica con la esperanza de, algún día, conseguir la titularidad. De noche, complementa su inexistente sueldo ofreciendo el servicio de ser una novia falsa, lo cual lleva a cabo con éxito gracias a sus habilidades para caerle bien a la gente y encarnar cualquier versión de sí misma que necesite el cliente. Lo cierto es que es un trabajo estupendo... hasta que el Elsie-verso que tanto le ha costado construir se viene abajo. Jack Smith, el hermano arrogante e irritantemente atractivo de su cliente favorito, resulta ser el físico experimentalista sin corazón que arruinó la carrera de su mentor y minó la reputación de los teóricos a nivel mundial. Y ese mismo Jack Smith, que es quien dirige el departamento de Física del MIT, se interpone ahora entre Elsie y el trabajo de sus sueños. Ella está dispuesta a poner en marcha una guerra de sabotaje académico, pero... ¿qué son esas miradas tan largas y penetrantes? ¿Cómo es que, cuando está con él, no tiene que ser una versión diferente de sí misma? ¿Caer en la órbita de un experimentalista conseguirá que, por fin, ponga en práctica todas sus teorías sobre el amor?
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Seitenzahl: 576
Veröffentlichungsjahr: 2023
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A todas mis lectoras, desde los días de AO3 hasta hoy.El cameo de Adam y Olive es para vosotras. ❤
A lo largo de mi vida he sentido arrepentimiento, vergüenza y tal vez incluso una pizca de angustia. Pero nada, absolutamente nada, me había preparado para la ignominia de encontrarme en el cubículo de un baño apretujada contra el arrogante hermano mayor del chico con el que llevo seis meses fingiendo tener una relación.
Esto ha sido tocar fondo a un nivel digno de reconocimiento. Sobre todo si tengo en cuenta que, además, Jack Smith me está salvando el pellejo. Cuando me coge por la cintura para moverme por el estrecho espacio con una fuerza que desafía la gravedad, no sé qué es peor: si el hecho de que sus manos sean lo único que impide que me pliegue sobre mí misma como un coletero o la mortificante gratitud que siento hacia él.
—Cálmate, Elsie —me dice contra la piel de la mejilla con un tono seco (algo habitual en él) pero, en cierta manera, tranquilizador. Está cerca. Demasiado cerca. Y yo también estoy cerca. Demasiado cerca. ¿O no lo suficiente? Ay, ese dulce abandono que se siente cuando una está a punto de morir—. Y estate quieta.
—Ya estoy quieta, Jack —digo sin poder estarme quieta.
Pero, al cabo de un segundo, me rindo. Cierro los ojos. Me relajo sobre su pecho. Siento cómo el aroma que desprende me invade las fosas nasales y evita que pierda la cordura. Y me pregunto, de las millones de decisiones absurdas que he tomado a lo largo de la vida, cuál ha sido la que me ha llevado a este momento.
Veinticuatro horas antes
Durante toda la secundaria, en Halloween iba disfrazada de la dualidad de la luz.
Me hice el disfraz con un rotulador. Recuperé una camiseta interior blanca que papá había tirado a la basura y pinté un montón de círculos y líneas en zigzag por encima. El resultado fue tan pobre que ni siquiera el profesor de Física consiguió adivinar de qué se trataba. Pero no me importaba. Caminaba por los pasillos escuchando la voz de Bill Nye en mi cabeza; qué gracia tenía para explicar que la luz, dependiendo de cómo uno quisiera verlo, podía ser dos cosas diferentes a la vez: una partícula y una onda.
Me pareció una idea fantástica. Y me pregunté si existía la posibilidad de que yo también tuviera dos… no, una multitud de Elsies dentro de mí. Cada una de ellas hecha a mano, a medida, cuidadosamente seleccionada y pensada para ser una persona diferente. De ser así, podría ofrecerle a cada persona el yo que quisiera, que necesitara, que anhelara, y, a cambio, la gente se preocuparía por mí.
Fácil y rápido como un aminoácido.
Es curioso que mi trayectoria como física y mi trayectoria como persona dedicada a complacer a la gente empezaran al mismo tiempo. Podría trazar una línea recta desde el primer concepto de mecánica cuántica que aprendí hasta mi trabajo actual. Bueno, en realidad, hasta mis dos trabajos actuales. El diurno, en el que cobro prácticamente nada por elaborar teorías de Física que explican por qué las moléculas pequeñas se agrupan como si fueran un grupito de chicas malas en el recreo. Y el otro, en el que… Bueno. En el que finjo ser quien no soy, pero al menos me pagan bien.
—El tío Paul va a intentar convencernos de hacer un trío. Otra vez —me dice Greg, con esos ojos marrones cargados de disculpas.
No titubeo. No muestro signos de enfado. No me estremezco de asco al pensar en el apestoso aliento del tío Paul o en su pelo grasiento, que me recuerda al vello púbico.
Vale, puede que un poco sí me estremezca. Pero lo disimulo con una sonrisa y un tono profesional al decir:
—Comprendo.
—Ah, y otra cosa —continúa, pasándose una mano por el pelo rizado—: papá ha desarrollado una grave intolerancia a la lactosa, pero se niega a dejar los lácteos. Puede que ocurran…
—¿Ciertos fenómenos gastrointestinales? —Lógico. A mí también me costaría dejar el queso.
—Y a mi prima Izzy se la conoce por recurrir a la violencia física cuando la gente no está de acuerdo con ella sobre el valor literario de la saga Crepúsculo.
Doy un respingo.
—¿Está a favor o en contra?
—En contra —responde sombríamente.
Me encanta Crepúsculo, incluso más que el queso, pero voy a tener que guardarme la TED Talk sobre por qué Alice y Bella deberían haber dejado plantados a todos esos imbéciles y haber dado comienzo a una nueva vida juntas.
100pre equipo Bellice.
—Entiendo.
—Lo siento, Elsie. La abuela cumple noventa años. Viene toda la familia. —Suspira y su aliento forma una nube blanca en contraste con el aire nocturno de este gélido enero en Boston—. Mamá estará subiéndose por las paredes.
—No te preocupes.
Llamo al timbre de la casa de la abuela de Greg y esbozo mi mejor sonrisa. Me ha contratado para ser su novia falsa, y tendrá a la Elsie que quiere que sea: la que le brinda apoyo y, a su vez, es ligeramente mandona. Una dominatrix a la que no le gusta blandir el látigo, pero que es capaz de hacerlo si es necesario.
—¿Recuerdas nuestro plan de huida? —le pregunto.
—Pellizcarte el codo dos veces.
—Diré que me siento mal y nos escabulliremos. Y cuando nos propongan lo del trío, insinúa de forma muy evidente que tengo gonorrea.
—Eso no disuadiría al tío Paul.
—¿Verrugas genitales?
—Mmm… ¿puede? —Se masajea la sien—. Lo único bueno es que viene mi hermano.
Me tenso.
—¿Jack?
—Sí.
Qué pregunta más tonta. Greg solo tiene un hermano.
—¿No me dijiste que no venía?
—Le han cancelado la cena de trabajo.
Refunfuño para mis adentros.
—¿Qué?
Mierda, he refunfuñado en voz alta.
—Nada. —Sonrío y le aprieto el brazo por encima del abrigo. Greg Smith es mi cliente favorito, y voy a ayudarle a salir airoso de esta noche—. Yo me encargo de tu familia, ¿vale? Al fin y al cabo, para eso me pagas.
Y es que así es. Y doy gracias todos los días por no haber tenido que recordárselo nunca. Muchos de mis clientes cuestionan de una forma más o menos evidente qué otros servicios ofrezco, a pesar de que las condiciones de servicio en la aplicación Faux son bastante claras. Carraspean, se acarician la barbilla y preguntan: «¿Qué incluye exactamente esta… tarifa de novia falsa?». A menudo siento la tentación de poner los ojos en blanco y darles un rodillazo en los huevos, pero intento no tomármelo a malas, sonreír con amabilidad y decir: «Sexo no».
También, para adelantarme a las dudas que suelen venir a continuación, digo que nada de besos ni frotamientos, no me desnudo ni digo guarradas, no hago juegos anales, mamadas, pajas ni cubanas. No dejo que me orinen encima ni que me acaricien los pies y no propicio ni permito eyaculaciones cerca de mi persona.
No es que crea que sea nada malo: el trabajo sexual es un trabajo legítimo, y las personas que se dedican a ello merecen tanto respeto como una bailarina, un bombero o un gestor de fondos de inversión. Pero hace diez meses, cuando me saqué el doctorado en Física Teórica en la Northeastern, di por hecho que a estas alturas tendría un puesto académico con una remuneración digna. No imaginaba que, a los veintisiete años, para poder pagar mis facturas tendría que ayudar a hombres adultos a fingir que tienen una vida amorosa activa. Y, sin embargo, aquí estoy, haciendo de novia falsa para pagar mi préstamo estudiantil.
No es por aguarle la fiesta a nadie, pero empiezo a sospechar que, en la vida, las cosas no siempre salen como uno quiere. Se da una inevitable pérdida de fe: hay un número limitado de veces en las que una puede ser contratada para proyectar la idea de que su cliente es un ser humano encantador, que es capaz de encajar y tiene la suficiente disponibilidad emocional como para mantener una relación a medio plazo con una adulta también funcional, todo ello con el fin de… Bueno, los motivos varían. Nunca le he preguntado a Greg por qué Caroline Smith está tan obsesionada con la idea de que su hijo de treinta años tenga pareja. Si me baso en fragmentos de conversaciones que he escuchado dentro del Universo Cinematográfico Smith, sospecho que tiene algo que ver con el enorme patrimonio que entrará en juego una vez que la matriarca muera, y con la creencia de que, si él proporcionara el primer bisnieto, tendría más posibilidades de heredar… una manguera con diamantes incrustados o algo así, supongo.
Ay, los ricos. Son igualitos que nosotros.
Pero hasta la madre de Greg, por entrometida que sea, es mucho mejor que su hermano, que me resulta molesto por un montón de razones que no merece la pena enumerar. Francamente, es un alivio que mi objetivo sea la madre. Significa que, cuando la puerta principal de la mansión Smith se abre, puedo centrar toda mi atención en ella: la mujer reprimida y con un corazón de PVC que se las arregla para darnos dos besos sin llegar a tocarnos, juguetear con el pelo de Greg y ponernos dos copas de vino en la mano, todo a la vez.
—¿Cómo va la cosa en el sector financiero, Gregory? —le pregunta Caroline a su hijo, que se bebe la mitad de la copa de un trago. Sospecho que porque ya le he oído explicar en otras ocasiones que, de hecho, no trabaja en el sector financiero. Lo he presenciado al menos cuatro veces—. ¿Y tú, Elsie? —añade sin esperar respuesta—. ¿Cómo van las cosas en la biblioteca?
De acuerdo con las directrices de Faux, a mis clientes no les cuento nada sobre mí: ni mi nombre completo, ni a lo que me dedico normalmente, ni mi verdadera opinión sobre el cilantro (muy rico, si eres de esos a quienes les gusta comer jabón). Y eso, en pocas palabras, es en lo que consiste ser una novia falsa. Al principio no me terminaba de creer que la gente fuera a pagar por esto en la era de Tinder y Pornhub; menos aún que me fueran a pagar a mí, la anodina Elsie Hannaway, del montón en todo. De altura del montón. Con pelo y ojos castaños del montón. Nariz, culo, pies, piernas y pechos del montón… Guapa, sí, bueno, pero de una forma anodina, del montón. Sin embargo, mi vulgar delmontonismo es como una página en blanco a la espera de que alguien escriba algo en ella. Un lienzo sin estrenar sobre el que pintar. Un espejo que refleja solo lo que los demás quieren proyectar. Un trozo de tela que puede hacerse a medida de… En fin, creo que pilláis la metáfora.
La Elsie que Caroline Smith quiere es alguien capaz de encajar con la gente que utiliza el verbo vacacionar, no lo bastante llamativa como para atraer a alguien que sea mejor partido que Greg y con suficiente instinto cariñoso como para cuidar del hijo al que puede que quiera, pero al que no se molesta en conocer. Bibliotecaria de la sección infantil me pareció una profesión falsa perfecta. Ha sido divertido navegar por los foros de internet en busca de anécdotas graciosas.
—Hoy he encontrado tres galletitas saladas con forma de pez dentro de nuestro mejor ejemplar de Matilda —cuento con una sonrisa. Al menos eso fue lo que le pasó al usuario de Reddit mencantanloslibros.
—Qué gracia —dice Caroline sin reír, sonreír ni mostrar ningún indicio de que realmente le haga gracia. Luego se inclina para acercarse y me susurra como si su hijo, que está a un palmo de distancia, no pudiera oírnos—. Estamos muy contentos de que estés aquí, Elsie. —Creo que ese plural incluye al padre de Greg, que permanece en silencio junto a ella mientras se mete tres trozos de queso Colby Jack en la boca con una sonrisa vacía, propia de alguien que lleva desentendiéndose de las cosas desde 1999—. Estábamos muy preocupados por Gregory. Pero ahora está contigo y nunca lo habíamos visto tan feliz. —¿Sí? ¿Segura?—. Gregory, asegúrate de pasar mucho tiempo con tu abuela esta noche. Izzy va a ir tomando fotos con su Polaroid para dárselas al final de la noche. Más te vale salir en todas.
—Me aseguraré de que así sea, señora Smith —le prometo, entrelazando mi brazo con el de Greg.
Rompo mi promesa quince segundos después, al final del ostentoso pasillo. Él se acaba lo que queda de vino en su copa, me roba dos grandes tragos de la mía y susurra:
—Nos vemos en diez minutos. —Y acto seguido se encierra en el cuarto de baño.
Me río y lo dejo a lo suyo. Siento la necesidad de protegerlo, la suficiente como para romper el protocolo estándar de Faux y aceptar repetir citas, la justa como para querer defenderlo de atracadores, piratas y familiares. Tal vez sea porque la primera frase que me dijo fue: «Mi madre no deja de preguntarme por qué no salgo con nadie». Entonces, titubeante y exhausto, me explicó por qué eso no iba a ocurrir. Esa explicación me tocó de cerca. Quizá sea porque siempre tiene un aspecto similar a cómo me siento yo: cansada y agobiada. En otra línea temporal seríamos mejores amigos y estaríamos unidos gracias a las inevitables úlceras por estrés que pronto harán estragos en el revestimiento de nuestros estómagos.
Encuentro la cocina vacía, me acerco al fregadero y observo cómo el líquido rojo se arremolina en el desagüe mientras vierto lo que queda de mi copa. Qué desperdicio. Debería haberlo rechazado sin más, pero eso habría dado lugar a preguntas, y no quiero explicar que el alcohol es un peligroso terrorista glucémico y que mi pobre páncreas no negocia con…
—¿No ha sido de su agrado?
Doy un respingo y suelto un chillido. Casi se me cae el vaso, que probablemente cuesta más que mi matrícula para el doctorado.
Creía que estaba sola. ¿No estaba sola? Sí que estaba sola. Pero ahora el hermano mayor de Greg está en la cocina, apoyado en la encimera de mármol, con los brazos cruzados sobre el pecho. Sus ojos multicolores me miran con esa expresión inescrutable suya, tan habitual. Yo estoy entre él y la única puerta que tiene la estancia. O lo he pasado por alto o este hombre acaba de doblar el continuo espacio-tiempo.
Eso o lo he confundido con el frigorífico. Al fin y al cabo, son de tamaño similar.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Estoy… Sí. Sí, lo siento. Es que… —Fuerzo una sonrisa—. Hola, Jack.
—Hola, Elsie. —Dice mi nombre como si fuera algo que hace a menudo. Como si fuera la primera palabra que aprendió, algo que le sale natural, y no solo un montón de vocales y consonantes que apenas ha tenido motivos para usar antes.
No sonríe, por supuesto. Bueno, sonreír sonríe, pero nunca a mí. Siempre que estamos en la misma habitación, lo siento como una presencia imponente, celestial y sombría, cuyo principal pasatiempo parece ser considerarme indigna de Greg.
—¿No te ha gustado el vino?
—No es eso. —Parpadeo, nerviosa.
Tiene un tatuaje en el antebrazo que asoma por debajo de la manga remangada de la camisa. Porque, cómo no, lleva vaqueros y una camisa de cuadros a pesar de que en la invitación se especificaba que la indumentaria debía ser semiformal.
Pero es Jack Smith. Puede hacer lo que quiera. Probablemente tenga un permiso escrito en sus ridículos bíceps y un sello estampado en ese fragmento azul que tiene en el ojo derecho y que destaca sobre el resto del iris marrón.
—El vino estaba muy bueno —digo reponiéndome—, pero tenía una mosca en la copa.
—¿Ah, sí?
No me cree. No sé por qué lo sé, pero lo sé. Y él sabe que lo sé. Puedo verlo, no, puedo sentirlo. Noto un cosquilleo en la base de la columna, líquido, centelleante y cálido. Cuidado, Elsie, me dice. Hará que te arresten por cometer un delito de lesa uvacidad. Pasarás el resto de tu vida en una prisión federal. Te visitará una vez a la semana para mirarte a través del plexiglás y hacerte sentir incómoda.
—Izzy debe de estar buscándote —digo, esperando librarme de él—. Está arriba.
—Lo sé —responde, pero veo que no tiene intención de subir. Se limita a estudiarme atentamente, sin prisa, como si supiera algún secreto sobre mí. Que me paso el hilo dental, como mucho, una vez a la semana. Que no sé lo que es el Dow Jones, ni siquiera después de haberme leído la entrada de Wikipedia. Esas u otras cosas más turbias y aterradoras.
—¿Ha venido tu novia? —pregunto para llenar el silencio.
Una vez trajo a alguien a una comida familiar. Una geóloga. La mujer más guapa que he visto nunca. Además de simpática, divertida… Ojalá pudiera decir que no pegaban en nada.
—No.
Silencio, otra vez. Más miradas. Sonrío para ocultar que estoy apretando los dientes con fuerza.
—Hacía mucho que no te veía.
—Desde el Día del Trabajo.
—Ah, cierto. Se me había olvidado.
No se me había olvidado. Aparte de hoy, he visto a Jack dos veces, o sea, hemos coincidido en dos ocasiones, primero una y luego otra, y ambas se resisten a abandonar mi mente. Son como trozos de espinaca de los que se te quedan entre las muelas.
La primera fue en la cena de cumpleaños de Greg. Nos dimos un buen apretón de manos mientras él asentía con la cabeza. Se pasó la noche mirándome fijamente y oí cómo le preguntaba a Greg: «¿Dónde la conociste?», «¿cuánto tiempo hace de eso?» y «¿vais en serio?» con un tono inquisitivo y fingiendo desinterés, lo cual me produjo un extraño escalofrío.
Así pues, Jack Smith no era mi mayor fan. Vale. Bueno. Tampoco es que me importe.
Y luego vino el segundo encuentro. Fue a finales de verano, cuando los Smith organizaron una fiesta en la piscina para celebrar el Día del Trabajo. Yo no me metí en el agua porque no hay bikini que logre esconder mi bomba de insulina.
No me avergüenzo de ser diabética. A estas alturas, tras casi dos décadas, ya he hecho las paces con mi sistema inmunitario hiperactivo, que se divierte destruyendo células necesarias. Pero la reacción de la gente al saber que debo inyectarme insulina de forma regular es impredecible. Cuando me la diagnosticaron (a los diez años, tras un ataque en clase de gimnasia que me otorgó el cruel pero poco creativo apodo de Elsie la Temblorosa), oí a mis padres hablar en voz baja desde el otro lado de la cortina divisoria que tenía al lado de la cama, en la habitación del hospital.
—Y ahora esto… —Mamá sonaba agotada.
—Ya. —Papá sonaba igual—. Debe de ser culpa nuestra. Lance está a punto de abandonar el instituto. A Lucas cualquier día de estos lo van a arrestar por pelearse con alguien en el aparcamiento del Walmart. Cómo no, la única hija que no nos trae problemas resulta que tiene algo.
—No es culpa suya.
—No.
—Pero esto nos va a salir caro.
—Sí.
No culpo a mis padres: mi hermano Lance acabó dejando los estudios (y ahora se gana la vida la mar de bien como electricista) y Lucas, efectivamente, acabó detenido (aunque detrás de un Shake Shack y por posesión de drogas que ahora son legales). Mamá y papá estaban cansados, agobiados. Y eran un poco pobres. Querían un respiro, algo fácil por una vez en la vida, y yo lamentaba de verdad no poder dárselo. Para compensarlos, he intentado que mis problemas de salud —y cualquier otro problema derivado— sean lo más fácil de ignorar posible.
Me he dado cuenta de que le caigo mejor a la gente cuando no tienen que gastar energía emocional conmigo.
Por eso no me metí en el agua el día de la fiesta en casa de los Smith y opté por quedarme sentada sobre una toalla y comerme un trozo de tarta, procurando no dejar de sonreír. Y por eso calculé mal los carbohidratos que estaba ingiriendo y la insulina que iba a necesitar. Y por eso me fui tambaleando por el césped en dirección a la casa de vacaciones de los Smith, en Manchester-by-the-Sea, puesta de glucosa, con la visión nublada, la cabeza martilleándome, intentando recordar dónde había dejado el teléfono para poder ajustar la dosis y…
Me topé con Jack.
Literalmente.
No lo vi y me tropecé con su pecho como si fuera un agujero negro supermasivo. Que no lo era. Un agujero negro, me refiero. Bastante supermasivo, eso sí.
—¿Elsie? —Uf. Su voz—. ¿Estás bien?
—Sí. Sí, estoy… —A punto devomitar.
Me puso la mano en la mejilla y me estudió la cara.
—¿Quieres que llame a Greg?
—No hace fa… —Un dolor punzante me inundó la cabeza.
—Voy a llamar a Greg.
—No. Ni se te ocurra llamar a Greg, por favor.
Frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque… —Porque una buena novia falsa no da quebraderos de cabeza. Solo sonríe, evita tener una opinión clara sobre el cilantro y nunca, jamás, te obliga a marcharte de una fiesta en la piscina—. ¿Puedes…? Necesito ir al baño y… mi teléfono…
Un segundo después estaba en un cuarto de baño que parecía un spa de lujo y con el bolso en el regazo. Me encantaría decir que no sé cómo llegué hasta allí, pero hay un recuerdo que flota por mi cabeza, un recuerdo de unos brazos fuertes que me levantan, que me llevan, y yo sobre ellos, ligera como un pájaro; de un aliento cálido en mi sien, murmurando palabras que no logro rememorar.
Y, por desgracia, eso fue todo. ¿Fue Jack amable y servicial? Sí. ¿Se creyó la historia que me inventé después sobre que no quería molestar a Greg con mis migrañas? Su mirada escéptica, fría e insistente me decía que no. Tal vez sospecha que me drogo. Tal vez teme que contamine el linaje de los Smith con mis débiles genes propensos al dolor de cabeza. Estoy segurísima de que cree que su hermano puede aspirar a más.
Pero no importa. Jack no es mi objetivo. Es su madre. Lo cual es bueno, porque no tengo ni la menor idea de quién es la Elsie que Jack quiere.
Este es un hecho sin precedentes. Soy toda una profesional a la hora de captar señales, pero Jack… no me envía ninguna. No sé qué amplificar, qué atenuar; qué ocultar y qué fingir; qué personalidad sacrificar en su honor. Es como si intentara descifrarme sin cambiarme, y eso es imposible. La gente no es así, no conmigo.
Así que cuando me pregunta: «¿Qué tal va todo, Elsie?», con un tono demasiado inquisitivo, sonrío con la mayor neutralidad posible.
—Pues como siempre. Todo genial. —Al menos esta vez no estoy a punto de perder el conocimiento en tus brazos—. ¿Y tú? ¿Cómo van las cosas en el trabajo?
Es una especie de profesor de Educación Física, según me dijo Greg. No es de extrañar, ya que tiene pinta de ser el típico que lleva una pegatina de algo relacionado con el CrossFit en el coche y bebe batidos de proteínas mientras lee la columna sobre levantamiento de pesas de la Men’s Health. Los otros Smiths son morenos, ágiles e insustanciales. Y luego está este armario empotrado de pelo rubio, que mide un palmo más que su pariente más alto y que va por ahí con esa voz grave y unos rasgos extremadamente masculinos. Mi teoría: enfermera sobresaturada por la cantidad de trabajo y cambiazo en las cunas del hospital.
—¿Estás teniendo un buen semestre?
Suelta un gruñido. No he terminado de convencerlo, pero me contesta:
—De momento no he matado a ninguno de mis alumnos. De momento.
Un sentimiento sorprendentemente familiar.
—Me parece todo un logro.
—A mí no.
Mierda. Me está haciendo sonreír.
—¿Por qué quieres matarlos?
—Son unos quejicas. No leen el plan de estudios. —¿Plan de estudios para Educación Física? Lo único que nuestro profesor de gimnasia nos daba era la certeza de que, si no lográbamos subir la cuerda, nos avergonzaría en público. La educación avanza—. Mienten.
Trago saliva.
—¿Mienten sobre qué?
—Sobre muchas cosas. —Le brillan los ojos y se le crispan los labios y se le hunden los hombros dentro de la camisa y…
Solía pensar… no, solía estar convencida de que los chicos de pelo claro no eran atractivos. En secundaria todo el mundo iba detrás de Legolas, pero yo era más de Aragorn. En los test de BuzzFeed para saber de qué casa de Juego de Tronos era, nunca me tocaban los Targaryen. Odio que Jack Smith, con esa mandíbula perfecta, esos labios perfectos y esas manos perfectas, me resulte atractivo.
Tal vez sea mejor no mirarlo y ya. Sí, eso haré.
—Si me disculpas —digo con cortesía—, seguro que Greg me estará buscando.
Me doy la vuelta antes de que pueda responder y me invade la sensación de haber conseguido liberarme de una singularidad espaciotemporal.
Uf.
El salón no está muy lejos, grande pero abarrotado, bonito a pesar del exceso de cuadros navales y muebles de cuero con aspecto hostil. Paso unos minutos asegurándole a la tía de Greg que antes de elegir el catering para la boda lo consultaremos con ella; fingiendo no darme cuenta de que el tío Paul se relame los labios mientras me mira; charlando amistosamente con un surtido de primos sobre el tiempo, el tráfico y lo mala que es Crepúsculo. La cumpleañera abre los regalos junto a la chimenea y le dice a una de sus nueras:
—¿Un cupón para un baño de barro? Espléndido. Será como practicar para cuando me entierren y estéis todos peleándoos por mi dinero.
Muy propio de ella. El día que conocí a Millicent Smith, me puso las manos sobre los hombros y me dijo: «Tener hijos ha sido el mayor error de mi vida». Tenía a su hijo mayor al lado. Aún no sé si es una bruja malvada o si es que le sale ser cruel inconscientemente. En cualquier caso, es mi personaje favorito de todos los Smith.
Me alejo con una sonrisa y termino delante del tablero de Go que hay en una esquina, con las fichas abandonadas a mitad de una partida. Lleva aquí desde mi primera visita. Los cuadrados de madera y las piedrecitas de porcelana desentonan en medio de la decoración costera. Greg está charlando con su padre y me pregunto si tardaremos mucho en irnos. Tengo que corregir treinta y tres ensayos de la asignatura de Vibraciones, Ondas y Ópticas que seguramente harán que quiera tirarme por un puente. También tengo que crear una plantilla de respuestas para el examen de Fundamentos de Ciencia de los Materiales. Y, por supuesto, tengo que preparar la entrevista de trabajo. Quiero… no, necesito que me salga perfecta. No hay margen de error, ya que es la única forma de librarme de pasar las noches teniendo citas falsas y los días intercambiando correos electrónicos con [email protected] sobre si la alergia al gluten de su chinchilla es motivo suficiente para librarse de hacer el parcial de Introducción a la Física. Tendré que ensayar un mínimo de once veces, que es el número de dimensiones que existen según la teoría M, mi versión preferida de la teoría de supercuerdas, ya que…
—¿Juegas?
Doy un respingo. Otra vez. Jack está de pie al otro lado del tablero, estudiándome con esos ojos oscuros. Tiene a toda su familia aquí, ¿por qué en vez de esta pendiente de ellos pierde el tiempo incordiando a la novia falsa de su hermano?
—¿Elsie? —Mi nombre, otra vez. Pronunciado como si el universo hubiera creado esa palabra expresamente para él—. Te preguntaba si juegas al Go. —Percibo en su tono cierto regocijo. Lo odio.
—Ah. Em… un poco. —Es un eufemismo. Este juego te retuerce la mente y es muy pero que muy intrincado, por lo que es la actividad extracurricular preferida de muchos físicos—. ¿Y tú?
Jack no responde. En su lugar, añade unas cuantas piedras blancas al tablero.
—Uy, no. —Niego con la cabeza—. Es la partida de otra persona. No podemos…
—¿Te van bien las negras?
La verdad es que no. Pero trago saliva y, vacilante, cojo las piedras y las coloco. Mi orgullo juega un bonito tira y afloja contra mis instintos de supervivencia: no quiero ocultar mis habilidades y dejarlo ganar, pero, si pierde, es posible que se transforme en un bisonte que escupe fuego e incinere un muro de carga. Y no quiero morir aplastada por esta casa, junto a Jack Smith y su tío obsesionado con los tríos.
—¿Cómo está Greg? —pregunta.
—Está allí, con tu primo —digo distraída mientras miro cómo coloca más piedras.
Me parece ridículo lo grandes que tiene las manos. Pero también son elegantes, lo que no tiene sentido. ¿Qué otra cosa tampoco tiene sentido? Que haya dos sillas, pero que ninguno de los dos se siente.
—Pero ¿cómo está?
En mi humilde experiencia, los hermanos, en el mejor de los casos, se toleran entre ellos, y, en el peor, se pegan chicles en el pelo. (En el mío. En mi pelo.) Jack y Greg, en cambio, están muy unidos por razones que no logro adivinar, dado que Greg es un desastre humano adorable que rebosa Sturm und Drang, mientras que Jack… no sé muy bien cómo se las gasta. Tiene un leve aire de malote, una pincelada de misterio, una pizca de finura. Y, a su vez, un toque de ansia, un aura de crudeza sin refinar. Por encima de todo, parece un tío guay. Demasiado guay como para ser guay, incluso. Como si en el instituto se hubiera perdido el baile de fin de curso para poder asistir a la exposición de arte que hacía un colega en el Guggenheim y aun así lo hubiesen elegido rey del baile.
Jack parece un hombre distante. Falto de interés. Seguro de sí mismo sin ni siquiera tener que esforzarse. Carismático de una forma desconcertante, opaca, inaccesible.
Pero se preocupa por Greg. Y Greg se preocupa por él. Le oí decir, con mis propios oídos, que Jack es su «mejor amigo», alguien en quien «se puede confiar». Pensé que, en realidad, tanto tanto no debe «confiar»en su «mejor amigo» o, de lo contrario, le contaría la verdad sobre lo de la relación falsa. Pero me lo callé porque soy una novia falsa a la que le gusta dar apoyo.
—Greg está bien. ¿Por qué lo preguntas?
—Cuando hablamos el otro día parecía preocupado por lo de Woodacre.
¿Por lo de qué? ¿Está hablando de algo que la novia de Greg debería saber?
—Ah, sí —miento—. Un poco.
—¿Un poco?
Me entretengo jugando con las piedras. No me está siendo tan fácil ganar como esperaba.
—Está mejor ahora. —El tiempo todo lo cura, ¿no?
—¿Ah, sí?
—Mucho mejor, sí —digo mientras asiento con entusiasmo.
Él también asiente, aunque con menos entusiasmo.
—¿De verdad?
La verdad es que a Jack no se le da nada mal jugar al Go. ¿Cómo es posible que no haya arrasado ya con todas sus fichas?
—De verdad.
—Pensaba que lo de Woodacre era dentro de un par de días. Me imaginé que seguiría estando alterado.
Me pongo tensa. Tal vez debería haberle pedido a Greg que me contara más sobre su vida.
—Ah, sí, cierto. Ahora que lo mencionas…
—Elsie, hazme un favor —dice mientras se acerca un pasito más hacia el tablero, irguiéndose ante mí como una torre. No es que yo sea bajita. Me niego a sentirme bajita—. ¿Podrías recordarme de qué va eso de Woodacre?
Mierda.
—Es… —Intento no perder la sonrisa—. Woodacre es Woodacre.
Jack me mira con cara de No intentes tomarme el pelo.
—Eso no es una respuesta, ¿no te parece?
—Es… —Me aclaro la garganta—… una cosa en la que Greg está trabajando. —¿Qué sé sobre el trabajo de Greg? Que es un científico de datos. Nada más—. No conozco los detalles. Cosas de científicos que no entiendo. —Sonrío para quitarle importancia, como si no me pasara la vida construyendo complejos modelos matemáticos para descubrir los orígenes del universo. Me duele hasta el corazón.
—Cosas de científicos que no entiendes —repite. Me estudia como si me estuviera retirando la cáscara y esperara encontrar una fruta podrida bajo mi piel.
—Sí. La gente como tú y yo no lo entenderíamos.
Frunce el ceño.
—Gente como tú y yo.
—Sí. Me refiero… —sigo hablando mientras le sostengo la mirada y pongo otra piedra sobre el tablero— ¿acaso sabemos para qué sirven los números siquiera?
Cierro la boca de golpe. Ambos íbamos a dejar una piedra en el mismo punto. Nuestros dedos se rozan y algo eléctrico e inidentificable me recorre el brazo. Espero a que se aparte, pero no lo hace. Aunque era mi turno. ¿No era mi turno? Estoy bastante segura de que…
—Bueno, ¡no será esto un empate!
Retiro la mano. Millicent está a mi lado, observando el tablero. Sigo su mirada y casi ahogo un grito porque… tiene razón.
Acabo de no darle una palizaal puto Jack Smith en el Go.
—Hacía mucho tiempo que Jack no perdía o empataba una partida —dice Millicent con una sonrisa de satisfacción.
Hacía mucho tiempo que yo no perdía o empataba una partida. ¿Qué coño ha pasado aquí? Miro a Jack, que sigue mirándome con el ceño fruncido, juzgándome en silencio. Mi cerebro se congela. Me entra el pánico y suelto lo primero que se me ocurre.
—Hay más jugadas posibles en el Go que átomos en el universo conocido.
Alguien suelta un resoplido.
—Me sé de uno que lleva diciéndome eso desde que iba en pañales. —Millicent mira con perspicacia a Jack, que sigue mirándome. Aún. A mí—. Elsie y tú hacéis muy buena pareja. Aun así, Jack, querido, deberías asegurarte de que firme un acuerdo prenupcial.
Tardo un momento en entender a qué se refiere. Entonces caigo y me pongo roja.
—Ay, no. Señora Smith, yo estoy saliendo con Greg. Su otro nieto.
—¿Estás segura?
¿Perdón?
—Sí, claro.
—No me lo había parecido. —Se encoge de hombros—. Pero ¿qué sabré yo? Soy un murciélago de noventa años que retoza en el barro.
Miro cómo se aleja arrastrando los pies hacia la mesa de aperitivos. Luego me vuelvo hacia Jack con una risa nerviosa.
—Guau. ¿Qué acaba de…?
Siguemirándome. A mí. Inmutable. Con intención. Con esa heterocromía parcial. Como si yo fuera interesante, muy interesante, muy pero que muy interesante. Abro la boca para preguntarle qué le pasa. Para exigirle la revancha, un duelo a muerte. Para rogarle que deje de contar los poros de mi nariz. Y es entonces cuando:
—¡Sonreíd, chicos!
Giro la cabeza y el flash de la Polaroid de Izzy me ciega al instante.
—Después del aniversario de mis padres, que es el mes que viene, no creo que necesite traerte más. —Greg pone el intermitente de la derecha y entra en el aparcamiento de mi edificio—. Le diré a mi madre que rompiste conmigo. Que te supliqué que no te marcharas. Que te canté una serenata. Que te compré mi peso en peluches… Todo en vano.
Asiento, comprensiva.
—Te habré roto el corazón y estarás demasiado triste para salir con otra persona.
—Puede que necesite encontrar consuelo mediante una lista de reproducción de Spotify.
—O cambiar de peinado.
Hace una mueca. Me río y, cuando el coche se detiene, me apoyo en la puerta del copiloto para estudiar su atractivo perfil bajo las luces amarillas.
—Dile que te engañé con el repartidor de comida a domicilio. Eso te concederá más tiempo de duelo.
—Buenísima idea.
Nos quedamos en silencio mientras pienso en la situación de Greg. En la razón por la que necesita una novia falsa. En que se sintió cómodo contándome eso a mí, una extraña, y no a su propia familia. En lo mucho que nos parecemos.
—Cuando esto acabe, si necesitas… si quieres hablar con alguien… con una amiga… Estaré encantada.
Su sonrisa es sincera.
—Gracias, Elsie.
Apenas salgo del coche, el hielo cruje bajo el tacón de mi bota. Me doy la vuelta.
—Ah, y… ¿Greg?
—¿Sí?
—¿Qué es eso de Woodacre?
Suelta un lamento. Apoya la cabeza contra el reposacabezas.
—Es un retiro de meditación en silencio que nuestro jefe nos obliga a hacer. Nos vamos mañana. Serán cuatro días sin contacto con el mundo exterior. Sin correo electrónico, sin Twitter. Sacó la idea de un boletín de Goop, la marca de Gwyneth Paltrow.
Oh.
—¿Así que no tiene nada que ver con… cosas de ciencia?
Me lanza una mirada de desespero.
—Todo lo contrario. ¿Por qué?
—Eh… —Cierro los ojos. Dejo que la mortificación hunda sus colmillos en mi cerebro—. Por nada. Buenas noches, Greg.
Cierro la puerta, hago un leve saludo con la mano y dejo que el aire gélido se me meta en los pulmones. La Estrella Polar parpadea desde el cielo y recuerdo la entrevista de trabajo de mañana.
No importa si esta noche he hecho el ridículo con el hermano de Greg, porque, con un poco de suerte, no tendré que volver a ver al imbécil de Jack Smith.
Asunto: Re: Re: Re: Mi chinchilla
Ey, doctora H.:
Entiendo que no le importe la alergia al gluten de Miss Mofletotes, pero ¿y si le digo que anoche me multaron por conducir borracho? ¿Me libra eso del parcial de Física 101?
Atentamente,
Chad
Asunto: no puedo ir a clase
adjunto una foto de lo que he vomitado esta mañana
Emmett
Asunto: Disertación sobre El mercader de Venecia
Dr. Hannaday:
Me preguntaba si, cuando tenga un momento, podría darme su opinión sobre lo que he escrito en relación con la iconografía del cofre de plomo. Adjunto el documento de Word.
Atentamente,
Cam
Asunto: ELSIE PONTE EN CONTACTO CONMIGO LO ANTES POSIBLE TUS HERMANOS VUELVEN A TENER UNA ACTITUD POCO RAZONABLE Y NECESITO AYUDA INTENTÉ LLAMARTE ANOCHE PERO NO CONTESTABAS
[este mensaje no tiene contenido]
Asunto: Entrevista vacante MIT
Estimada doctora Hannaway:
Quería transmitirle una vez más lo emocionada que estoy de que vaya a entrevistarse para la vacante en el departamento de Física del MIT. Estamos muy impresionados con su CV y hemos reducido las opciones a usted y otra persona. Al comité de selección y a mí nos encantaría poder conocerla esta noche en el restaurante Miel, donde esperamos poder disfrutar de una cena informal antes de que mañana demos inicio a la primera fase de su entrevista en el campus.
Si le parece bien, me gustaría que nos viéramos a solas unos minutos antes de que comience la cena para charlar un poco. Hay algunas cosas que me gustaría explicarle.
Saludos,
Doctora Monica Salt
Catedrática de Física en Wentworth
Departamento de Física, Presidencia
MIT
Mi corazón lanza chispas de la emoción.
Dejo el té sobre la mesa de la cocina y hago clic en Responder para confirmarle a Monica Salt que sí, por supuesto que me reuniré con ella cuando y donde quiera, ya me convoque en Mordor a las dos y cuarto de la madrugada, porque ella tiene la llave de mi futuro. Pero en cuanto pongo la mano sobre el ratón, un dolor terrible me apuñala en la palma y me sube por el brazo.
Chillo y me levanto de la silla de un salto.
—¡La madre que me…!
—¿Dónde están? ¡¿Dónde están?! —Mi compañera de piso entra a trompicones en la cocina, en pijama y con un antifaz de Noam Chomsky en la frente. También va blandiendo un bate de béisbol de plástico como si estuviera loca—. ¡Fuera de aquí o llamo a la policía! ¡Esto es allanamiento de morada!
—Cece…
—¡Es una infracción y un delito grave! ¡Os arrestarán por agresión! ¡Mi prima se colegia este año y os va a interponer una demanda millonaria que…!
—Cece, no hay nadie.
—Ah. —Le da unas cuantas vueltas más al bate, parpadeando como una lechuza—. ¿Por qué estamos gritando entonces?
—Porque tu puercoespín ha decidido hacerse pasar por mi ratón, por ejemplo.
—Eriza. Sabes perfectamente que es una eriza.
—¿Estamos seguras de eso?
Bosteza y tira el bate hacia su habitación. No acierta y rebota en el suelo de linóleo desconchado.
—Más pequeña. Más bonita. Con más púas. Además, Erizabeth Bennet no es nombre para un puercoespín.
—Cierto. Perdón. —Me llevo la mano al pecho—. El dolor me ha nublado la razón.
—No pasa nada. Eri es buena por naturaleza, te perdona. —Cece la levanta—. ¿A que sí, cariño? ¿A que perdonas a Elsie por llamarte lo que no eres?
Miro fijamente a Eri, que me devuelve la mirada con ojos brillantes y triunfantes. Maldito alfiletero sintiente. Te voy a freír con ajetes picados, digo para mis adentros.
Juraría que he visto que hinchaba un poco las espinas.
—¿Dónde estuviste anoche? —pregunta Cece, por suerte ajena a nuestra guerra entre especies. Me pregunto qué dice de mí que la mejor amiga de mi mejor amiga sea una eriza—. ¿Faux? ¿Con ese tal Greg?
—Sí.
—¿Cómo te fue?
—Bien. —De repente recuerdo la no paliza a Jack Smith—. Bueno, pasable. ¿Y a ti?
Cece y yo empezamos a hacer de novias falsas durante el periodo económico y emocional más oscuro de nuestras vidas: mientras nos sacábamos el doctorado. Yo solo poseía dos pares de calcetines desparejados y vivía a base de teoremas de cosmología computacional y fideos instantáneos. En retrospectiva, creo que estuve peligrosamente cerca de desarrollar escorbuto. Entonces, en una noche oscura y tormentosa, mientras contemplaba la posibilidad de vender una válvula cardiaca, un examigo, J. J., me envió el enlace a la página de contratación de Faux. También un emoticono de risa, de esos a los que se les salen las lágrimas por los ojos, y un simple: Mira esto!! Es como lo que hacíamos en la uni.
Fruncí el ceño, como suele pasar cuando me recuerdan la existencia de J. J., y no contesté, pero sí me fijé en que la tarifa por hora era alta. Y mientras ejercía como profesora adjunta de Cálculo Multivariable, trataba de formarme una opinión sobre la gravedad cuántica de bucles e intentaba no darles una paliza a mis compañeros de promoción (todos hombres) por dar siempre por hecho que debía ser yo quien les hiciera el café, me creé un perfil. Después vinieron las entrevistas. Y después me emparejaron con mi primer cliente: un veinteañero con pocas luces que me miró con cara de pena y me preguntó: «¿Puedes fingir ser de mi edad? ¿Y que eres canadiense? Nos conocimos en el instituto, en un campamento de verano, y te llamas Klarissa, con K.Además, si alguien pregunta, no soy virgen». «¿Es probable que alguien me lo pregunte?», le contesté. Se quedó pensando un momento. «Si no se da el caso, ¿podrías dejarlo caer disimuladamente?»
Aquello no fue tan mal como esperaba, así que le pregunté a Cece si también quería probarlo. Prometo que no es que la odie en secreto; fue lo único que se me ocurrió al darme cuenta de que ambas habíamos elegido tener carreras profesionales absurdas (es decir, pertenecientes al mundo académico). Estamos sobreeducadas y somos demasiado pobres para sobrevivir. El apartamento cutre en el que vivimos es la prueba de ello. Está lleno de cables a la vista y arañas terroríficas que parecen las hijas bastardas de una avispa gigante y un cangrejo de los cocoteros. Si tuviéramos un grupo de amigos como los de las comedias de la tele, daríamos una fiesta para celebrar que nos van a quitar el amianto. Por desgracia, solo estamos nosotras dos. Y el peligro de desarrollar escorbuto.
—Pues verás —dice mientras me roba la taza de té y se sube a la encimera. No se lo impido: ¿quién necesita cafeína después de haberse pinchado con mil púas?—, tuve que quedar con un tío.
—¿De qué pie cojea? —Lo que se traduce como: ¿Qué trauma desgarrador y arraigado en lo más profundo de su alma ha sacado a este pobre diablo de la pecera y le ha hecho desembolsar un fajo de billetes para fingir que no está solo?
—Es uno de los tuyos.
—¿De los míos?
—Un científico.
Cece es lingüista y está terminando un doctorado en Harvard. Nos conocimos cuando su antiguo compañero se fue del piso: al parecer, Eri se había comido un trozo de sus calzoncillos. También parece ser que lo de poner Immigrant Song a todo volumen mientras hace huevos pochados los sábados por la mañana no es algo que la gente normal aguante. Cece estaba desesperada por encontrar a alguien que la ayudara con el alquiler. Yo me sentía como si acabaran de despellejarme viva y estaba desesperada por no seguir viviendo con J. J. Dos almas desesperadas que se encontraron en tiempos de desesperación y conectaron desesperadamente. Tuvimos la suerte de que yo me vi capaz de reunir setecientos dólares al mes, de que no sentía mucho apego por mi ropa interior y de que tenía unos auriculares con cancelación de ruido.
Y menos mal, la verdad. Las peleas entre compañeras de piso son un coñazo, con todo eso de tener que poner notas pasivo-agresivas y emplear otros métodos agresivo-agresivos, como el de envenenarlas con limpiacristales. Estaba dispuesta a doblegar, retorcer y esculpir mi personalidad de mil maneras diferentes para llevarme bien con Cece, pero resulta que la Elsie que Cece quiere es muy parecida a la Elsie que soy: alguien que se pone las botas comiendo queso mientras se queja del mundo académico y que, como ella, optapor tomar el paracetamol para niños porque está más rico. Eso sí, también me toca fingir que me gusta el cine de vanguardia, pero, aun así, sigue siendo una amistad sorprendentemente agradable.
—¿Qué tipo de científico es? —le pregunto.
—¿Es que hay más de un tipo? —Sonrío—. No sé. ¿Químico? ¿Ingeniero? Era… guapo. Gracioso. Me contó un chiste sobre el musgo. Es la primera vez que alguien me hace una broma relacionada con el musgo. Me desvirgó en ese aspecto. —Su tono es ligeramente soñador—. Es como… da la sensación de ser alguien con quien querrías salir de verdad, ¿sabes?
—¿Con quien yo querría salir?
—Mujer, no tú tú. —Agita la mano—. Antes preferirías saltar al agua con piedras en los bolsillos que tener una cita de verdad, aunque eso es porque tienes un concepto erróneo de las relaciones románticas y crees que solo pueden funcionar si ocultas una parte de ti y te amoldas a lo que piensas que los demás quieren de ti…
—No es un concepto erróneo.
—… pero el resto del mundo no le prohibiría la entrada en sus aposentos a alguien como Kirk.
—Conque Kirk, ¿eh?
Al principio temía que Cece fracasara estrepitosamente en lo de ser una novia falsa. Para empezar, es demasiado guapa. Sus ojos separados, su barbilla puntiaguda y su arco de Cupido bien marcado pueden resultar inusuales, pero, en conjunto, es la cosa más sexy y espectacular del universo. Segundo: es todo lo contrario a una página en blanco. Es una criatura que mea con la puerta abierta, come una mezcla de cereales dulces y salados, y se dedica a contar con un encantador ceceo muchas anécdotas escabrosas sobre la vida sexual de lingüistas muertos. Yo quizá oculto demasiado mi personalidad, pero ella acribilla a la gente.
Y al final sí ha resultado ser un problema: a los clientes les gusta demasiado.
—¿Qué les dices cuando te piden tener una cita de verdad? —me preguntó una noche. Estábamos compartiendo una bolsa de Babybels mientras veíamos una película rusa muda que tenía ocho partes.
—No estoy segura. —Me pregunté si el tipo que me había ofrecido setenta pavos por acostarme con él en el coche entraba en esta categoría. Probablemente no—. Nunca me ha pasado.
—No jodas.
Me encogí de hombros.
—Nadie me ha ofrecido tener una cita de verdad.
—No puede ser.
Dejé que el queso se me derritiera en la boca. En la pantalla, alguien llevaba veinticinco minutos sollozando.
—No creo que la gente vea en mí lo que hay que tener para que te inviten a una cita.
—Se sienten intimidados. Porque eres inteligente. Y guapa. Y simpática. Eri te ama, y ella es la que mejor juzga el carácter de la gente. Además, sabes un montón de cosas sobre la galaxia Renacuajo.
Todo eso era falso, excepto lo último. Por desgracia, enumerar datos aleatorios sobre cúmulos estelares a cuatrocientos millones de años luz no se considera una cualidad digna de interés amoroso.
Volviendo al ahora, Cece continúa:
—Kirk el Científico me preguntó si podía volver a contratar mis servicios. La semana que viene. Le dije que sí.
Intento mantener un tono desenfadado:
—Según la política de Faux, no se debe tener más de una cita.
—Lo sé, pero tú también lo incumpliste por Greg. —Se encoge de hombros, tratando de mantener una actitud desenfadada. Mucho desenfado hay en la sala. Hmm…—. Aunque, claro, quizá acabo cancelándolo, porque para la semana que viene ya tendrás tu puestazo en el MIT, y yo me retiraré de la escena de las citas falsas para convertirme en tu mejor amiga a tiempo completo.
Me vuelvo a sentar en la silla. Lo deseo tanto, tantísimo, que suelto un quejido. Mi vía de escape del mundo de los falsos noviazgos. Y, sobre todo, mi vía de escape del círculo más cutre y lamentable del mundo académico: el de los profesores adjuntos.
Sé que sueno dramática. Sé que el título evoca imágenes excelsas. ¿«Profesora»? Tiene prestigio, alimenta las mentes, lleva chaquetas de tweed. ¿«Adjunta»? Una palabra bonita, que empieza con la primera letra del alfabeto y recuerda ligeramente a un estornudo. Cuando le digo a alguien que soy profesora adjunta de Física en varias universidades de Boston, piensa que he triunfado en la vida. Que soy toda una adulta. Y yo se lo permito. Por ejemplo, mi madre: ya tiene mucho de qué preocuparse, entre el idiota de mi hermano y el idiota de mi otro hermano. Para ella es bueno creer que su hija es un ser humano plenamente operativo con acceso a un seguro de salud básico.
¿Qué no es bueno para ella? Saber que imparto nueve clases y que me tengo que desplazar entre tres universidades diferentes, lo que se traduce en unos quinientos estudiantes enviándome fotos del extraño sarpullido que tienen en la entrepierna para justificar su ausencia. Saber que gano tan poco dinero que equivale prácticamente a la nada. Saber que no tengo contrato fijo ni prestaciones extra.
Aquí es cuando empieza a sonar una lúgubre sonata de violín.
No es que no me guste enseñar. Es que… odio enseñar. De verdad, de verdad, de verdad. Me ahogo constantemente en las arenas movedizas de los correos electrónicos de los estudiantes y estoy demasiado hecha mierda como para moldear la mente de los jóvenes y que resulte en algo que no sea aberrante. Mi sueño era entrar en el mundo académico de la física como investigadora a tiempo completo, con una pizarra delante y largas horas dedicadas a reflexionar sobre las teorías de las secciones ecuatoriales de los agujeros de gusano de Schwarzschild.
Y, sin embargo, aquí estoy. Haciendo de profesora adjunta y de novia falsa en los ratos libres. Carga docente: cien por cien. Carga de desesperación: incalculable.
Pero cabe la posibilidad de que las cosas estén cambiando. Los adjuntos son mano de obra barata, los falsos autónomos del mundo académico, pero los puestos como titular… ay, los puestos como titular. Me estremezco solo de pensarlo. Si los adjuntos son como boyas flotantes en mar abierto, los titulares son plataformas petrolíferas clavadas en el fondo del océano. Si los adjuntos abren los conciertos de Nickelback, los titulares son cabeza de cartel en el Coachella. Si los adjuntos son quesitos de La vaca que ríe, los titulares son queso Pule, elaborado con cariño con leche de burras de los Balcanes.
La cuestión es que llevo un tiempo siendo una novia falsa de quita y pon y estoy agotada. Estoy harta. Estoy lista para tener una relación de verdad; idealmente, una con el MIT, quien me proporcionará un buen plan de jubilación y un compromiso a largo plazo.
A menos que elijan al otro físico que están entrevistando. Ay, Dios. ¿Y si eligen al otro físico que están entrevistando?
—¿Elsie? ¿Estás pensando en si contratarán al otro candidato?
—No me leas la mente, por favor.
Se ríe.
—Escúchame, eso no va a pasar. Eres la hostia. Después de todos estos años estudiando y pensando en multiversos y ecuaciones binomiales y… ¿protones? —Levanto una ceja—. Vale, no tengo ni idea de lo que haces. Pero muchas veces has renunciado a tener vida social, e incluso a tener higiene personal, para elevarte por encima del mar de hombres blancos y mediocres que inunda el sector de la Física Teórica. Y, de repente, este año sale una oferta de trabajo, una, y de entre cientos de candidatos, llegas tú a la ronda final…
—Han salido dos ofertas de trabajo. Lo que pasa es que los de Duke no me llamaron ni para entrevistarme.
—Porque la Universidad de Duke es un pantano nepotista y el puesto estaba destinado a ser para la llama de la novia del primo del presidente, o algo por el estilo. —Se baja de la encimera, se sienta frente a mí y me coge la mano—. Vas a conseguir el puesto. Lo sé. Sé tú misma en la entrevista. —Se muerde el labio—. A menos que puedas ser Stephen Hawking. ¿Hay alguna forma de que puedas…?
—No.
—Entonces vas a tener que ser tú misma sí o sí. —Sonríe—. Piensa en el futuro. En el salario digno que tendrás. Nos permitirá contratar a algún muchacho musculoso para que venga a poner la parte de arribadel aparador en su sitio. —Señala el aparador que hay en la esquina del salón. Cece y yo nos estancamos a mitad del montaje. Hace tres años—. Y, por supuesto, me permitirá mantener el nivel de consumo de queso al que estoy acostumbrada.
Con Cece es fácil sonreír y dejarme llevar por la imaginación.
—Pecorino romano ilimitado.
—Y toda la insulina que el inútil de tu páncreas desee.
—Ladrillos de hormigón. Para aplastar a las arañas cangrejo-avispón resistentes al insecticida.
—Una pequeña tele de plasma para el terrario de Eri.
—Tatuajes a juego que digan «El mundo académico es una mierda».
—Un retrete de oro.
—Un bidé de oro.
Suspiramos. Luego nos reímos. Luego me pongo seria.
—Solo quiero que alguien me pague a cambio de pasarme el día contemplando los modelos cosmológicos del universo observable, ¿sabes?
—Lo sé. —Su sonrisa se suaviza—. ¿El Dr. L. considera que tienes posibilidades?
Laurendeau (o Dr. L., aunque nunca me atrevería a llamarlo así a la cara) fue mi mentor durante el doctorado y es la persona a la que debo todos y cada uno de mis éxitos académicos. Está tan involucrado en mi carrera laboral como lo estaba antes de que me graduara, y se lo agradezco constantemente.
—Es optimista.
—Pues ya está. ¿Cuántos días durará la entrevista?
—Tres.
—¿Empiezas hoy?
—Sí. Esta noche me hacen la primera en una cena informal. —Pienso en que la presidenta quiere que nos reunamos antes. ¿Es eso buena señal? ¿Mala? ¿Raro? Ni idea—. Mañana, demostración de cómo imparto clase. Pasado, presentación sobre mi investigación y picapica final. Y durante los tres días tendré varias reuniones con miembros de la facultad.
—¿Te lo has preparado?
—¿Hacerme bolita en la cama cuenta como preparación? ¿Plantearme mi propia existencia? ¿Ofrecer el sacrificio de una criatura a los dioses de la academia? —Miro a Eri, que se muestra pertinentemente atemorizada.
—¿Has buscado los perfiles de los miembros del comité en internet?
—Aún no me han dado sus nombres ni un itinerario detallado. Aunque ya está bien así. Tengo que contestar correos. E ir a comprar medias. Y llamar a mi madre.
—No, no, no. —Cece levanta la mano—. No llames a tu madre. Te va a cargar con todos sus problemas. Necesitas concentrarte, no estar escuchando cómo se queja de que tus hermanos se han pegado por el último perrito caliente que quedaba.
—Mujer. Están al borde del fratricidio por una mujer. —Los Hannaways: material de primera para el programa de Jerry Springer.
—Da igual. Prométeme que, si te llama tu madre, le contarás lo de la entrevista. Y que le reprocharás que tu infancia fue mediocre, por no decir más.
Lo medito.
—¿Qué tal si te prometo que la voy a evitar durante unos días?
Entrecierra los ojos.
—Bien. ¿Así que vas a salir a por medias?
—Sip.
—¿Puedes pasar por el súper a comprarme cereales?
Lo cierto es que no tengo tiempo para eso. Pero lo que no te mata te hace más fuerte. O te hace maldecir tu patológica incapacidad para poner límites, una de las dos.
—Claro. ¿Qué clase de…?
—¡No! —Da una palmada en la mesa—. Elsie, tienes que aprender a decir no.
Me masajeo la sien.
—¿Quieres dejar de ponerme a prueba?
—Pararé cuandodejes de anteponer las necesidades de los demás a las tuyas. —Deja la taza, ya vacía, y coge a Eri—. Voy a hacer pis. ¿Aún quieres que te preste mi vestido rojo para esta noche?
Frunzo el ceño.
—¿Cuándo te he pedido yo que me dejes el…?
—También te maquillaré, ya que insistes.
—De verdad que no necesito que…
—Vale, tú ganas. También te depilaré las cejas. —Me guiña el ojo. Eri me fulmina con la mirada, posada como un loro en su hombro. La puerta del baño se cierra tras ellas.
El reloj de pared marca las siete menos cuarto. Suspiro y me permito un pequeño capricho: hago doble clic en el documento de Word que hay en la esquina superior izquierda de mi pantalla. Me desplazo hasta la última página del manuscrito a medio escribir y luego vuelvo arriba. El título, «Una teoría unificada del cristal líquido bidimensional», me saluda con nostalgia. Durante unos segundos dejo volar mi imaginación hacia un futuro cercano, uno en el que pueda tener tiempo para terminarlo. Tal vez incluso enviarlo para que se publique.
Suspiro profundamente mientras lo cierro. Luego me paso el dedo por las cejas, acomplejada, y vuelvo a lo de contestar correos.
Las entrevistas de trabajo en el mundo académico son conocidas por estar optimizadas para garantizar el máximo sufrimiento de los candidatos. Así pues, no me sorprendo cuando llego al Miel y descubro que se trata de un restaurante de los que tienen varios tenedores en la mesa, porciones minúsculas y camareros que dicen Si me lo permiten, les recomiendo probar un sauvignon blanc de 1934.
Guardo un minuto de silencio por el queso caro y delicioso que voy a pedir pero que no voy a disfrutar porque estaré ajetreada con lo de mi futuro: bleu d’Auvergne; brie; camembert (bastante diferente del brie, a pesar de lo que digan los paganos). Entro en el restaurante y, con los tacones que llevo puestos, parezco un cervatillo recién nacido al andar.
No había medias normales en la tienda, por lo que llevo unas hasta el muslo (un tributo apropiado a lo burlesca que es mi vida). También estoy un 56 por ciento segura de que no debería haber dejado que Cece me convenciera de llevar su vestido rojo carmesí, su pintalabios rojo cardenal o su esmalte de uñas rojo lava.
—Pareces Taylor Swift en 2013 —me ha dicho, satisfecha, tras rizarme el pelo y recogérmelo en un lado.
—Mi idea era más bien ir a lo Alexandria Ocasio-Cortez en 2020.
—Ya —me ha contestado entre suspiros—, la tuya y la de todas.
Cojo el móvil. Más allá de las grietas con inexplicable forma de vulva que tengo en la pantalla (el iPotorro, lo llama Cece), encuentro un correo de última hora de mi mentor:
Vas a causarles una fantástica impresión. Recuerda: tú mereces este puesto más que ningún otro candidato.
Su confianza es como una mano sobre mi hombro: tranquilizadora, cálida e incómodamente pesada. No debería estar tan nerviosa. No porque tenga el puesto asegurado (no tengo nada asegurado, a excepción de la muerte, la certeza de que debo devolver el préstamo estudiantil y que si meto la mano en el bolso sacaré Mentos de hace tres años cubiertos de pelusa). Lo que sí tengoes mucha práctica mostrando a la gente que soy quien quieren que sea, y en eso consisten las entrevistas. Una vez interpreté de forma muy convincente a una bailarina enamorada. Me arrodillé en medio de un restaurante abarrotado para declararme a un hombre calvo de mediana edad que olía a pies, y todo para que acabara rechazándome delante de su archirrival del trabajo. Debería ser capaz de convencer a un puñado de profesores del MIT de que soy una física decente. ¿Verdad?
