Novia - Ali Hazelwood - E-Book

Novia E-Book

Ali Hazelwood

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Beschreibung

Una peligrosa alianza entre una novia vampira y un licántropo alfa da lugar a una historia de amor tan intensa como para querer hincarle el diente Misery Lark, la única hija del consejero vampírico más poderoso del suroeste, es, de nuevo, una marginada. Los días de anonimato entre los humanos se le han acabado: su padre recurre a ella para poder llevar a cabo una alianza de paz histórica entre los vampiros y sus enemigos mortales, los licántropos, por lo que no le queda más remedio que resignarse al intercambio. Otra vez... Los licántropos son despiadados e impredecibles, y su alfa, Lowe Moreland, no es la excepción. Lidera a su manada con total autoridad, pero siempre de forma justa y, a diferencia del consejo vampírico, con compasión. Por el modo en que no pierde de vista a Misery, está claro que no se fía de ella. Y bien que hace... Porque Misery tiene sus motivos para haber accedido a ese matrimonio de conveniencia, motivos que nada tienen que ver con la política ni con ninguna alianza, sino con lo único que le ha importado en la vida. Y está dispuesta a hacer lo que haga falta para recuperar lo que ha perdido, incluso si para ello debe vivir a solas en territorio licántropo; a solas con el lobo.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Para Thao y Sarah. No podría hacer esto sin vosotras, aunque tampoco querría. Las dos LOBOrdais

PRÓLOGO

Este matrimonio me va a traer problemas.

Ella me va a traer problemas.

Nuestra guerra, la de los vampiros y los licántropos, dio comienzo hace varios siglos con una cruenta escalada de violencia, alcanzó su punto álgido entre caudalosos torrentes de sangre multicolor y llegó a su fin con una triste tarta de crema de vainilla el día en que conocí a mi marido.

Que, mira tú por donde, resultó ser también el día de nuestra boda.

Nada que ver con la típica ceremonia que sueñas con tener cuando eres pequeña, ¿eh? Aunque, por otra parte, yo nunca he sido de las que sueñan. Solo me había planteado la idea de casarme una vez y fue durante mi horrorosa infancia. Tras unos cuantos castigos demasiado severos y un intento de asesinato bastante chapucero, Serena y yo trazamos un plan de huida que iba a consistir en tirar unos cuantos petardos a modo de distracción, robarle el coche a nuestro profe de mates y hacerles una peineta a nuestros cuidadores por el espejo retrovisor.

—Pasaremos por la protectora y adoptaremos uno de esos chuchos peludos. Pillamos un batido para mí, un poco de sangre para ti, cruzamos a territorio humano y ya no nos ven más el pelo.

—¿Me dejarán entrar aunque no sea humana? —pregunté, pese a que aquella no era ni mucho menos la mayor pega que tenía nuestro plan. Las dos éramos unas crías de once años. Ninguna sabía conducir. La paz entre especies de la región suroeste dependía, literalmente, de que yo me quedase quietecita.

—Yo responderé por ti.

—¿Bastará con eso?

—¡Me casaré contigo! Creerán que eres humana: mi mujer humana.

A mí me pareció una propuesta de matrimonio bastante buena, de manera que asentí con solemnidad y respondí:

—Acepto.

Aunque eso pasó hace catorce años y al final Serena no se casó conmigo. A decir verdad, desapareció hace un tiempo. Yo estoy aquí sola, rodeada por un porrón de recuerdos de boda carísimos que esperemos que logren engatusar a los invitados para que pasen por alto la falta de amor y compatibilidad genética entre el novio y yo, además del hecho de que no nos conocíamos de antes.

Intenté quedar con él. Les sugerí a los míos que les sugirieran a los suyos que fuéramos a comer la semana previa a la boda. Que nos tomásemos un café el día de antes. O un vaso de agua del grifo la misma mañana de la ceremonia; lo que fuera con tal de evitar un: ¿Qué tal? Encantada delante del oficiante. Después de que mi petición se derivase al consejo vampírico, recibí una llamada del ayudante de uno de los miembros. Se las arregló para ser cortés y al mismo tiempo dar a entender que me faltaba un hervor.

—Es un licántropo. Uno muy peligroso y poderoso. El despliegue de seguridad que haría falta organizar para un encuentro de dicha…

—Le recuerdo que voy a casarme con ese peligrosísimo licántropo —señalé sin alterarme, y oí un tímido carraspeo.

—Es un alfa, señorita Lark. Está demasiado ocupado para reunirse con usted.

—¿Ocupado con…?

—Con su grupo, señorita Lark.

Me lo imaginé en el garaje de su casa, dándole a la batería o berreando frente a un micrófono, y me encogí de hombros.

Han pasado diez días y aún no he conocido al novio. En vez de eso, me he convertido en un proyecto: uno que exige la labor coordinada de un equipo multidisciplinar para tener una pinta presentable el día de mi boda. Una manicurista me pinta las uñas de rosa y les da forma ovalada. Una esteticista me da cachetitos entusiasmados en las mejillas. Una peluquera consigue ocultar como por arte de magia mis orejas puntiagudas bajo un montón de trenzas de color rubio oscuro y un experto en maquillaje traza un rostro diferente encima del mío, uno interesante, sofisticado y con unos pómulos de infarto.

—Esto sí que es arte —le digo, examinando el contouring en el espejo—. No sé cómo no te han concedido aún una beca Guggenheim.

—Ya te digo, y eso que no he acabado todavía —me riñe antes de meter el pulgar en un bote de tintura verde oscura y pasármelo por el interior de las muñecas. Y por ambos lados de la base de la garganta. Y por la nuca.

—¿Qué es esto?

—Un pelín de color.

—¿Para qué?

Un resoplido.

—He movido unos cuantos hilos e investigado las costumbres de los licántropos. A tu marido le gustará. —Se aleja y me deja sola con cinco marcas extrañas y mi recién descubierta estructura facial. Me embuto en el traje pantalón que el estilista me pidió por favor que no llamase «esquijama» y entonces aparece mi mellizo, que viene a buscarme.

—Estás superguapa —dice Owen, circunspecto, y me mira con recelo, como si fuera un billete falso.

—Ha sido un trabajo en equipo.

Me hace un gesto para que lo siga.

—Espero que también te hayan vacunado contra la rabia.

Se supone que la ceremonia debe ser un símbolo de paz, y por eso mi padre, en un conmovedor despliegue de confianza, exigió que el dispositivo de seguridad del enlace estuviera compuesto en su totalidad por vampiros armados. Los licántropos se negaron de plano, lo que dio lugar a varias semanas de negociaciones y a que el compromiso estuviera a punto de irse al traste, hasta que por fin se adoptó la única solución capaz de cabrear a todo el mundo por igual: echar mano de personal humano.

Hay ambientes tensos y luego está esto. Un recinto, tres especies, cinco siglos de conflicto y ni una pizquita de buena fe. El personal de seguridad que nos escolta a Owen y a mí parece debatirse entre protegernos y mandarnos al otro barrio ellos mismos para acabar de una vez por todas con el asunto. No se quitan las gafas de sol ni a tiros y se dedican a murmurar mensajes en clave de lo más lamentables contra las mangas de sus camisas. «La murciélago vuela hacia el salón de ceremonias. Repito, tenemos a la murciélago.»

Al novio lo llaman «Lobo», así que salta a la vista que no se han calentado mucho la cabeza.

—¿Cuándo crees que intentará asesinarte tu futuro marido? —pregunta Owen como si nada, con la vista clavada al frente—. ¿Mañana? ¿La semana que viene?

—A saber.

—Seguro que no pasa ni un mes.

—Seguro.

—Me pregunto si los licántropos enterrarán tu cuerpo o si, simplemente, ya sabes… se lo comerán.

—Sí, es una duda que me corroe.

—Yo lo que haría es lanzar un palo cuando vaya a abalanzarse sobre ti. Creo que a los licántropos les encanta ir a buscar…

Me detengo de golpe y monto un pequeño revuelo entre los agentes.

—Owen —digo volviéndome hacia mi hermano.

—¿Sí, Misery? —Me sostiene la mirada.

De pronto, su máscara de humorista cabroncete y apático se desvanece, y ya no es el frívolo heredero de mi padre, sino el hermano que se metía en la cama conmigo cuando yo tenía una pesadilla, el que juró protegerme de la crueldad de los humanos y la sed de sangre de los licántropos.

Han pasado décadas desde entonces.

—Ya sabes lo que ocurrió la última vez que los vampiros y los licántropos intentaron algo así —me dice pasando a hablar en la lengua.

Ya lo creo que sí. El Áster aparece en todos los libros de texto, si bien las interpretaciones difieren enormemente. Fue el día en que el púrpura de nuestra sangre corrió y se entremezcló con el verde de la de los licántropos, de forma tan llamativa y preciosa como la flor que dio nombre a la masacre.

—¿Quién coño se prestaría a un matrimonio de conveniencia política después de aquello?

—Parece ser que yo.

—Vas a vivir entre lobos. Tú sola.

—Ya. Así funcionan los intercambios de rehenes. —Los agentes de seguridad de nuestro alrededor comprueban de forma apresurada sus relojes—. Tenemos que irnos…

—Te harán pedazos. —Owen aprieta la mandíbula. El gesto es tan poco propio de él que frunzo el ceño: de normal se la suda todo.

—¿Desde cuándo te importa?

—¿Por qué has aceptado?

—Porque una alianza con los licántropos es necesaria para la supervivencia de…

—Esas son las palabras de nuestro padre. No es la razón por la que has accedido a esto.

No lo es, pero no pienso reconocerlo.

—Igual subestimas las habilidades de persuasión que tiene padre.

Su voz se convierte en un murmullo.

—No lo hagas. Acabarás muerta. Diles que has cambiado de opinión… dame seis semanas.

—¿Qué habrá cambiado dentro de seis semanas?

Vacila.

—Un mes. Me…

—¿Ocurre algo? —Ambos nos sobresaltamos al oír la voz cortante de nuestro padre. Durante una fracción de segundo, volvemos a ser niños y nuestra existencia vuelve a ser objeto de regañina. Owen recupera la compostura antes, como siempre.

—Nah. —La sonrisa hueca vuelve a sus labios—. Solo estaba dándole unos consejos a Misery.

Mi padre se abre camino entre los guardias de seguridad, me coge la mano y se la pone en el hueco del codo como si nada, como si no hubiera pasado una década desde nuestro último contacto físico. Me obligo a no retroceder.

—¿Estás lista, Misery?

Ladeo la cabeza. Examino su adusto semblante y le pregunto, más por curiosidad que otra cosa:

—¿Acaso importa?

Me da a mí que no, porque no responde a la pregunta. Owen nos observa inexpresivo mientras salimos y luego exclama por detrás:

—¡Espero que lleves un rodillo quitapelusas encima porque he oído que sueltan mogollón de pelo!

Uno de los guardias de seguridad nos detiene frente a las puertas dobles que dan al patio.

—Consejero Lark, señorita Lark, esperen aquí un momento, por favor. Faltan todavía algunos detalles.

Aguardamos el uno junto al otro durante unos incómodos instantes y entonces mi padre se vuelve hacia mí. Gracias a los tacones que me han obligado a ponerme los estilistas, soy casi tan alta como él, por lo que me mira a los ojos sin necesidad de tener que bajar la cabeza.

—Deberías sonreír —me ordena en la lengua—. Según los humanos, no hay día más feliz para una novia que el de su boda.

Se me crispan los labios. En parte, toda esta situación me resulta grotescamente divertida.

—¿Y para el padre de la novia?

Suspira.

—Esa rebeldía tuya ha sido siempre absurda.

Mis fracasos no conocen límites.

—No hay vuelta atrás, Misery —añade, no sin cierta amabilidad—. En cuanto los esponsales concluyan, serás su mujer.

—Ya lo sé. —No necesito palabras de consuelo ni de ánimo. Siempre he estado comprometida al cien por cien con esta unión. No soy muy dada al miedo ni a los ataques de pánico ni a los cambios de opinión a última hora—. No es la primera vez que hago algo así, ¿a que no?

Me examina durante unos instantes, hasta que las puertas se abren para dar paso a lo que quiera que me quede de vida.

Hace una noche ideal para celebrar una ceremonia al aire libre: hay guirnaldas luminosas, corre una brisa suave y las estrellas titilan. Tomo aire y escucho la marcha nupcial de Mendelssohn interpretada por un cuarteto de cuerda. Según la extrovertida organizadora de bodas que no ha dejado de petarme el móvil con enlaces de los que he pasado olímpicamente, la que toca la viola es miembro de la Orquesta Filarmónica Humana. Es de las tres mejores del mundo, me puso en un mensaje, seguido de más signos de exclamación de los que he usado yo en total en toda mi vida. Debo reconocer que tocan fenomenal, pese a las miradas confundidas de los invitados, que no saben muy bien cómo proceder hasta que un miembro del personal con pinta de hacer horas extra a tutiplén les hace un gesto para que se pongan en pie.

No es culpa suya. Desde hace más o menos un siglo, las bodas son algo exclusivamente humano. La sociedad de los vampiros ha dejado atrás la monogamia y los licántropos… No tengo ni idea de cuál es su rollo porque nunca he conocido a ninguno.

De lo contrario, no seguiría viva.

—Venga. —Mi padre me agarra del codo y ambos empezamos a recorrer el pasillo.

Los invitados vampíricos me suenan, aunque solo vagamente. Son un océano de figuras esbeltas y espigadas, con las orejas en punta y penetrantes ojos de color violeta. Todos tienen la boca cerrada para ocultar los colmillos y, aunque su mirada refleja cierta compasión, el asco que sienten es más que evidente. Veo a varios miembros del círculo íntimo de mi padre; a consejeros con los que llevo sin cruzarme desde que era pequeña; a familias influyentes con sus vástagos, muchos de los cuales me hacían la vida imposible cuando era cría mientras adulaban a Owen que daba gusto. Ninguno de los presentes podría ser considerado, ni de lejos, amigo mío, pero debo decir, en defensa de quienquiera que organizase la lista de invitados, que mi falta de relaciones significativas debió de complicar una barbaridad el asunto de llenar los asientos.

Y luego está la parte del novio. La parte que emana un calor que me es ajeno. La parte que me quiere ver muerta.

La sangre que corre por las venas de los licántropos late más rápido y con más firmeza, su aroma es penetrante y desconocido. Son más altos, fuertes y rápidos que los vampiros y a ninguno parece entusiasmarle particularmente la idea de que su alfa se case con una de nosotros. Fruncen los labios mientras me observan, desafiantes y enfadados. Es tal la aversión que sienten que soy capaz de saborearla.

No los culpo. No culpo a nadie por no querer estar aquí. Ni siquiera los culpo por andar cuchicheando y poniéndome verde ni por el hecho de que la mitad de los invitados no sepan que el sonido se propaga mejor que la gripe.

—… después de ser la Garantía de los vampiros y pasar diez años con los humanos, ¿ahora sale con estas?

—Fijo que le encanta llamar la atención…

—… una sanguijuela asquerosa…

—… orejapincho de los cojones…

—No va a durar ni dos telediarios…

—Ni dos horas, diría yo, si esos animales…

—… o bien estabiliza la situación de la región de una vez por todas, o bien estalla otra guerra con todas las letras…

—¿… crees que follarán esta noche?

A mi izquierda no tengo ningún amigo y a mi derecha solo hay enemigos, de manera que me armo de valor y miro al frente.

A mi futuro marido.

Está al final del pasillo, de espaldas a mí, mientras otro hombre, el padrino, tal vez, le susurra algo al oído. No le veo bien la cara, pero hace unas semanas me enseñaron una foto y sé lo que me voy a encontrar: un tío guapo, serio e imponente. Lleva el pelo, de un intenso tono castaño, muy corto, y el traje negro se le ciñe a los anchos hombros. Es el único hombre de la estancia que no lleva corbata, pero aun así se las arregla para parecer elegante.

Igual compartimos estilista. Un punto de partida tan bueno como cualquier otro para dos desconocidos a punto de casarse.

—Ojo con él —me susurra mi padre, sin mover apenas los labios—. Es muy peligroso, así que no lo hagas enfadar.

Justo lo que toda chica quiere que le suelten a tres metros del altar, sobre todo cuando los tensos hombros del novio parecen rezumar ya cabreo. Impaciencia. Irritación. No se molesta en mirar en mi dirección, es como si me considerase insignificante, como si tuviera cosas mejores en las que invertir el tiempo. Me pregunto qué le estará susurrando el padrino. Puede que una versión totalmente opuesta de las advertencias que acaban de darme mí.

¿Misery Lark? Tranquilo, es prácticamente inofensiva, así que cabréala todo lo que quieras. ¿Qué es lo peor que puede hacer, lanzarte el rodillo antipelusas?

Se me escapa una leve risotada, y meto la pata hasta el fondo. Porque mi futuro marido la oye y finalmente se vuelve hacia mí.

El estómago se me encoge.

Mis pies vacilan.

Los murmullos se desvanecen.

En la foto que me enseñaron, sus ojos me parecieron de un azul normal y corriente, pero en cuanto clava la vista en mí, me doy cuenta de dos cosas. La primera es que me había equivocado: su mirada es de un extraño tono verde claro que roza el blanco. La segunda es que mi padre tenía razón: este hombre es muy muy peligroso.

Examina mi rostro e intuyo de inmediato que a él no deben de haberle enseñado fotos. ¿O igual como su futura esposa se la traía al pairo no se molestó en echarles un vistazo? En cualquier caso, es obvio que mi aspecto no le entusiasma. Qué lástima que esté ya acostumbrada a decepcionar a los demás y su reacción me la sople. Si no le gusta lo que ve es cosa suya.

Me enderezo. Mientras salvo la pequeña distancia que nos separa, no aparto la mirada de él en ningún momento, y por eso veo lo que sucede a continuación en directo.

Las pupilas se le dilatan.

El ceño se le frunce.

Las fosas nasales se le ensanchan.

Se me queda mirando como si fuera una criatura hecha de gusanos y toma una lenta y profunda bocanada de aire. Luego otra, más brusca, en cuanto mi padre me acerca al altar. Abre mucho los ojos y, durante un instante, su expresión refleja una profunda conmoción, y yo lo sabía, sabía que los licántropos no soportan a los vampiros, pero esto parece ir más allá. El desprecio que irradia parece absoluta y rotundamente personal.

Ajo y agua, chaval, pienso alzando el mentón. Vuelvo a avanzar hasta que ambos nos encontramos frente a frente, demasiado cerca el uno del otro.

Dos personas que acaban de conocerse y que están a punto de casarse.

La música cesa. Los invitados toman asiento. El corazón me palpita con lentitud, incluso más que de costumbre, al ver la forma en que el novio se cierne sobre mí. Se inclina hacia delante y me examina como si fuera un cuadro abstracto. Advierto que el pecho le sube y baja con avidez, como si intentara… inhalarme. Y entonces se echa hacia atrás, se lame los labios y se me queda mirando.

Me mira y sigue mirándome y luego me mira un poco más.

El silencio se prolonga. El oficiante se aclara la garganta. Los murmullos desconcertados se extienden por el patio y una desagradable y familiar sensación de fricción se apodera poco a poco del ambiente. Me percato de que el padrino ha sacado las garras. A mi espalda, Vania, la jefa de la guardia de mi padre, muestra los colmillos. Y los humanos, cómo no, echan mano de sus armas.

Entretanto, mi futuro marido sigue mirándome fijamente.

De manera que me acerco un poco y murmuro:

—Me trae sin cuidado lo mucho que te repatee esto, pero a no ser que quieras que el Áster se repita…

Alarga la mano con una rapidez impresionante y me coge del brazo; la calidez de su piel resulta sobrecogedora, incluso a través de la tela de mi manga. Las pupilas se le contraen de forma extraña, adquiriendo una expresión salvaje. Intento zafarme de él y… la cago.

Se me engancha el talón en un adoquín y pierdo el equilibro. El novio me rodea la cintura con un brazo e impide que me caiga, y gracias a la acción combinada de la gravedad y su total determinación acabo embutida entre el altar y él, apretada contra su pecho. Me encajona, me inmoviliza y me mira como si se hubiera olvidado de dónde está y yo fuera algo comestible.

Como si fuera su presa.

—Esto es de lo más… ¡Cielo santo! —exclama el oficiante entre jadeos cuando el novio lanza un gruñido en su dirección. A mi espalda, los invitados emplean tanto el inglés como la lengua: oigo exclamaciones de pánico, gritos y confusión, los gruñidos de mi padre y el padrino, amenazas y sollozos. Esto va a ser otro Áster, pienso. Y debería hacer algo, voy a hacer algo para detenerlo, pero…

El aroma del novio me inunda las fosas nasales.

Y lo demás desaparece.

Qué delicia, me susurra el instinto de forma disparatada. Seguro que su sangre está deliciosa.

Inspira varias veces seguidas, llenándose los pulmones, atrayéndome hacia él. Desliza la mano desde mi brazo y me la apoya en la parte baja de la garganta, en una de las marcas. Profiere un sonido gutural y profundo que hace que me tiemblen las piernas. Acto seguido, abre la boca y tengo la certeza de que va a hacerme pedazos, de que me va a destrozar, de que me va a devorar…

—Tú —dice con un tono de voz grave, casi demasiado bajo para oírlo—. ¿Cómo es que hueles así, joder?

Y menos de diez minutos después me pone el anillo en el dedo y prometemos amarnos hasta que la muerte nos separe.

CAPÍTULO 1

Cuando por fin vuelve de la reunión con el líder de la cuadrilla del Big Bend, lleva lloviendo a cántaros tres días seguidos. Dos de sus segundos se encuentran ya dentro de casa, esperándolo con expresión preocupada.

—La vampira… se ha echado atrás.

Se seca la cara mientras suelta un gruñido. Chica lista, piensa.

—Pero han encontrado una sustituta —añade Cal, y desliza una carpeta sobre la encimera—. Tienes aquí toda la información. Quieren saber si te parece bien.

—Procederemos según lo previsto.

Cal suelta una carcajada. Flor frunce el ceño.

—¿Pero no quieres echarle un vistazo a…?

—No. Esto no cambia nada.

De todas formas, todas son iguales.

Seis semanas antes de la ceremonia

Se presenta en la start-up donde trabajo un jueves por la tarde, cuando el sol ya se ha puesto y la oficina al completo está considerando la idea de provocarle graves daños corporales a cierta persona.

Concretamente a mí.

No creo merecer semejante nivel de inquina, pero lo entiendo. Y por eso no pongo el grito en el cielo cuando, tras una breve reunión con mi jefe, vuelvo a mi mesa y advierto el estado de mi grapadora. No pasa nada, en serio. Trabajo desde casa el 90 por ciento del tiempo y casi nunca imprimo nada. ¿Qué más da si alguien la ha rebozado con mierda de pájaro?

—No te lo tomes como algo personal, Missy. —Pierce se apoya en la mampara que separa nuestros cubículos. Su sonrisa se parece más a la de un vendedor de coches de segunda mano que te hace la rosca que a la de un amigo preocupado; incluso su sangre despide un olor aceitoso.

—No pensaba hacerlo. —La aprobación de los demás es una droga de lo más adictiva, pero por suerte nunca he tenido la oportunidad de engancharme. Si hay algo que se me da bien es racionalizar el desprecio que sienten mis compañeros hacia mí. He estado practicando como uno de esos pianistas prodigio: sin parar y desde bien pequeñita.

—A ti que te la sude.

—Eso hago. —Aunque no literalmente, porque apenas tengo las glándulas necesarias para ello.

—Y ni caso a Walker. No dijo lo que tú crees.

Yo diría que lo que gritó en la sala de conferencias fue: «serás zorra» y no «vaya modorra», pero a saber.

—Son gajes del oficio. Tú también te cabrearías si alguien realizara un test de intrusión en un cortafuegos en el que te has tirado semanas trabajando y consiguiera saltárselo en ¿cuánto, una hora?

Tardé unos veinte minutos, contando el descanso que me tomé entremedias tras darme cuenta de lo poco que me estaba costando colarme. Aproveché para comprarme por internet una nueva canasta para la ropa sucia, ya que no sé cómo, pero cada vez que tengo que hacer la colada me encuentro al dichoso gato de Serena haciendo la siesta encima de la antigua. Le mandé una foto de la factura, seguida de: Tu gato y tú me debéis dieciséis pavos. Luego aguardé a que me contestara, como hago siempre.

No contestó, aunque tampoco esperaba otra cosa.

—Ya se les pasará —Pierce sigue dale que te pego—. Al menos no te traes nunca la comida, así que no tienes que preocuparte por si alguien te escupe en el táper. —Se echa a reír. Me vuelvo hacia el monitor del ordenador con la esperanza de que se largue, pero el tío no capta la indirecta ni a la de tres—. Aunque, si te digo la verdad, también es un poco culpa tuya. Si intentaras integrarte más… A mí ese aire de tía solitaria y misteriosa no me desagrada, pero algunos piensan que eres un poco altanera, que te crees mejor que el resto. Si te esforzaras por…

—Misery.

Cuando oigo mi nombre —el de verdad— me recorre una brevísima y absurda oleada de alivio porque la conversación vaya a acabarse por fin, pero entonces estiro el cuello y me fijo en la mujer que está al otro lado de la mampara. Su rostro, así como el pelo negro, me resultan familiares, pero solo consigo reconocerla tras concentrarme en los latidos de su corazón. Su ritmo cardiaco es lento, como el de todos los vampiros, y…

Mierda.

—¿Vania?

—Me ha costado dar contigo —me dice con una voz melódica y grave.

Durante un instante, me planteo la posibilidad de estrellar la cabeza contra el teclado, pero al final me conformo con responder con calma:

—Esa era mi intención.

—Me lo imaginaba.

Me masajeo la sien. Vaya día. Vaya día de mierda.

—Y, aun así, aquí estás.

—Caray, hola. —La sonrisa de Pierce se vuelve aún más babosa cuando se gira hacia Vania. Primero posa la mirada en sus taconazos y luego recorre las líneas rectas de su traje pantalón de color oscuro hasta detenerse en sus tetas. No sé leer el pensamiento, pero no me hace falta porque casi puedo oír las palabras «madurita buenorra» resonando en el interior de su mente—. ¿Eres amiga de Missy?

—Se podría decir que sí. Desde que era una niña.

—No me digas. Venga, cuenta, ¿cómo era Missy de peque?

Vania tuerce la comisura de los labios.

—Era… rara, y nos traía a todos de cabeza. Si bien a menudo nos resultaba útil.

—Un momento… ¿Sois familia?

—No. Soy la mano derecha de su padre, la jefa de su guardia —responde mirándome—. Y se ha convocado su presencia.

Me enderezo en la silla.

—¿Dónde?

—En el Nido.

Ya no es que la situación sea poco habitual, sino que es del todo inaudita. Salvo alguna que otra llamada ocasional y quedadas aún más ocasionales con Owen, llevo años sin hablar con ningún otro vampiro. Porque nadie se ha puesto en contacto conmigo.

Debería mandar a Vania a freír espárragos. Ya no soy ninguna niñita ilusa: reunirme de nuevo con mi padre con la esperanza de que él y los míos no se comporten como unos gilipollas integrales es un esfuerzo inútil, y soy plenamente consciente de ello. Pero, al parecer, este mediocre intento de acercamiento ha conseguido que se me olvide, porque me oigo preguntar:

—¿Por qué?

—Tendrás que venir y averiguarlo. —La sonrisa de Vania no le alcanza los ojos.

Entorno la mirada, como si llevara la respuesta tatuada en la cara. Entretanto, Pierce nos recuerda su lamentable existencia.

—A ver, chicas… ¿qué es esa forma de hablar tan rara? ¿Mano derecha? ¿Que se ha convocado su presencia? —Suelta una carcajada de lo más irritante. Me encantaría darle un capón ahora mismo, pero la seguridad de este mamarracho empieza a preocuparme—. ¿Os van los juegos de rol en vivo o…?

Por fin cierra el pico. Porque cuando Vania se vuelve hacia él, no hay nada que pueda disimular el tono púrpura que reflejan sus ojos. Ni los largos y blanquísimos colmillos que resplandecen bajo las luces de la oficina.

—E-eres… —Pierce alterna la mirada entre ambas durante varios segundos, farfullando algo incoherente.

Y entonces Vania decide joderme la vida y entrechocar los dientes.

Suspiro y me pellizco el puente de la nariz con los dedos.

Pierce da media vuelta y echa a correr para alejarse de mi cubículo, llevándose por delante un ficus.

—¡Una vampira! ¡Hay una…! ¡Nos ataca una vampira, que alguien llame a la Agencia! ¡Que alguien llame…!

Vania se saca una tarjeta plastificada con el logo de la Agencia de Relaciones Humanovampíricas, la cual le otorga inmunidad diplomática en territorio humano, pero nadie se fija: el pánico ha cundido entre la oficina y la mayoría de mis compañeros se han puesto a chillar y están ya bajando las escaleras de emergencia a toda prisa. Tropiezan los unos con los otros mientras intentan llegar a la salida más cercana. Veo que Walker sale escopetado del baño con un trozo de papel colgándole de los pantalones caqui. Dejo caer los hombros.

—Me gustaba este trabajo —le digo a Vania mientras cojo una polaroid enmarcada donde salimos Serena y yo y me la meto en el bolso—. Era muy cómodo. Se habían tragado la excusa de que padecía un trastorno del ritmo circadiano y me dejaban venir por la noche.

—Lo siento —dice sin sentirlo en absoluto—. Ven conmigo.

Debería mandarla a la mierda, y pienso hacerlo, pero de momento, dejo que la curiosidad gane la partida y voy tras ella. Al salir, enderezo al pobre ficus.

El Nido sigue siendo el edificio más alto del norte de La Ciudad y, tal vez, el más característico: un podio de color rojo sangre que se extiende cientos de metros bajo tierra, coronado por un rascacielos con la fachada espejada que cobra vida al atardecer y vuelve a aletargarse con los albores del día.

Traje a Serena una vez, cuando me pidió que le enseñara el corazón del territorio de los vampiros, y al ver las elegantes líneas y el diseño ultramoderno se quedó boquiabierta. Seguro que esperaba encontrarse candelabros, pesadas cortinas de terciopelo con las que bloquear los letales rayos del sol y los cadáveres exangües de nuestros enemigos colgando del techo. También cuadros de murciélagos, en honor a nuestros alados y quirópteros antepasados. Y ataúdes, ya de paso.

—Es bonito, aunque me lo imaginaba más… ¿estrambótico? —reflexionó, en absoluto intimidada por ser la única humana en un ascensor lleno de vampiros. El recuerdo aún me saca una sonrisa, más de cinco años después.

Versatilidad de espacios, sistemas automatizados, herramientas integradas: eso es el Nido. No solo se trata de la joya de la corona de nuestro territorio, sino que también constituye el centro de nuestra comunidad. Un lugar con tiendas, oficinas y establecimientos donde hacer recados, donde todo aquello que podríamos necesitar, desde servicios de atención primaria a permisos de construcción o incluso cinco litros de AB positivo, se encuentra a mano. Además, las plantas superiores cuentan con zonas privadas, algunas de las cuales pertenecen a las familias más influyentes de nuestra sociedad.

Básicamente a mi familia.

—Ven conmigo —dice Vania cuando se abren las puertas, y eso hago, flanqueada por dos guardias vestidos de uniforme que, desde luego, no están aquí para protegerme.

Me ofende un poco que se me trate como a una intrusa en el lugar donde nací, sobre todo mientras pasamos junto a una pared llena de retratos de mis antepasados. Han ido cambiando a lo largo de los siglos, del óleo al acrílico y después a las fotografías, primero hechas en gris, luego con Kodachrome y, finalmente, digitales. Lo que no cambia son las expresiones de los protagonistas: distantes, arrogantes y, para ser sinceros, infelices. El poder no conlleva nada bueno.

Al único al que llegué a conocer es al señor del retrato que está más cerca del despacho de mi padre. Mi abuelo ya era mayorcísimo y tenía un poco de demencia cuando Owen y yo nacimos, y el recuerdo más vívido que guardo de él es el de la vez que me desperté en plena noche y me lo encontré plantado en mi habitación, señalándome con un dedo tembloroso y gritándome en la lengua algo sobre que mi destino era sufrir una muerte espantosa.

Para ser sinceros, no iba muy desencaminado.

—El consejero está esperándote —dice Vania mientras llama a la puerta con suavidad.

Escudriño su rostro. Los vampiros no somos inmortales; envejecemos igual que cualquier otra especie, pero… joder. Está igual que el día que me acompañó a la ceremonia de intercambio de Garantías. Hace diecisiete años.

—¿Pasa algo?

—No. —Me vuelvo y alargo la mano hacia el pomo. Vacilo un instante—. ¿Está enfermo?

A Vania parece hacerle gracia.

—¿Crees que si así fuera te llamaría a ti?

Me encojo de hombros. No se me ocurre ninguna otra razón por la que quiera verme.

—¿Para qué, para contarte sus penas? ¿O buscar consuelo en el cariño de su hija? Llevas con los humanos demasiado tiempo.

—Más bien pensaba que igual le hacía falta un riñón.

—Somos vampiros, Misery. Actuamos movidos por el bien de la mayoría o no actuamos.

Se marcha antes de que pueda poner los ojos en blanco o mandarla por fin a la mierda. Suspiro, les echo un vistazo a los guardias impertérritos que me ha dejado de regalito y entro en el despacho de mi padre.

Lo primero que me llama la atención son las paredes llenas de ventanales, que es justo lo que mi padre pretende. Todos los humanos con los que he hablado asumen que los vampiros detestamos la luz y adoramos la oscuridad, pero no podrían estar más equivocados. Tal vez el sol nos esté vedado, pues no solo es tóxico para nosotros, sino que en grandes cantidades resulta mortal, pero precisamente por eso lo codiciamos tanto. Tener ventanas es un lujo, ya que se hacen con unos materiales absurdamente caros que filtran todo lo que nos es perjudicial. Y unas ventanas tan grandes como las que tiene mi padre constituyen un símbolo de estatus de la leche, una demostración de poder y riqueza indecentes. Y al otro lado de los cristales…

El río que divide el norte y el sur de La Ciudad: nosotros y ellos. Solo un centenar de metros separan el Nido del territorio de los licántropos, pero la ribera está repleta de torres de vigilancia y garitas de control custodiadas las veinticuatro horas. Hay un puente, pero el acceso se encuentra estrechamente vigilado desde ambas direcciones y, que yo sepa, ningún vehículo lo ha cruzado desde mucho antes de que yo naciera. Al otro lado, hay unas cuantas zonas de seguridad licántropas y el manto verde oscuro de un bosque de robles que se extiende varios kilómetros hacia el sur.

Siempre me pareció que habían sido muy listos al no establecer asentamientos civiles junto a una de las fronteras más sanguinarias del suroeste. Cuando Owen y yo éramos pequeños, antes de que me mandaran a vivir fuera de casa, mi padre nos oyó preguntarnos por qué la sede principal de los vampiros se había construido tan cerca de nuestros enemigos más letales.

«Para que no se nos olvide —explicó él—. Y para que ellos lo recuerden también.»

No sé. A mí sigue pareciéndome bastante jodido veinte años después.

—Misery. —Mi padre deja de dar golpecitos a la pantalla táctil del monitor y se incorpora desde detrás de su lujoso escritorio de caoba. No sonríe, pero tampoco refleja frialdad—. Da gusto volver a verte por aquí.

—No sé si «gusto» es la palabra.

Los años han tratado bien a Henry Lark. Observo su alta silueta, su rostro triangular y sus enormes ojos, y recuerdo lo mucho que me parezco a él. Tiene el cabello rubio algo más salpicado de canas, pero sigue llevándolo perfectamente peinado hacia atrás. Jamás lo he visto con un pelo fuera de su sitio, jamás lo he visto lucir un aspecto que no fuera impecable. Esta noche se ha arremangado la camisa blanca, pero de un modo del todo meticuloso. Si su intención es la de hacerme pensar que se trata de una reunión informal, la lleva clara.

Y por eso, cuando señala la silla de cuero frente a su escritorio y me dice que me siente, opto por apoyarme en la puerta.

—Vania me ha dicho que no te estás muriendo. —Mi intención es sonar borde. Por desgracia, creo que solo parezco curiosa.

—Confío en que tú goces también de buena salud. —Sonríe levemente—. ¿Qué tal has estado estos últimos siete años?

Detrás de su cabeza hay un reloj antiguo. Lo observo hacer tic tac durante ocho segundos antes de responder:

—De perlas.

—¿Sí? —Me echa un vistazo—. Será mejor que te las quites, Misery. Alguien podría tomarte por humana.

Se refiere a mis lentillas marrones. Me planteé quitármelas en el coche, pero al final opté por no molestarme. El problema es que hay muchos otros indicios de que he estado viviendo entre humanos y la mayoría no pueden revertirse así como así. Por ejemplo, es poco probable que se le escape el estado de mis colmillos, los cuales me limo una vez a la semana.

—Estaba en el trabajo.

—Ah, sí. Vania me comentó que tienes trabajo. Conociéndote, será algo relacionado con ordenadores, ¿no?

—Algo así.

Asiente.

—¿Y qué tal tu amiguita? Espero que ya sana y salva.

Me pongo rígida.

—¿Cómo sabes que…?

—Ay, Misery. No creerías que no íbamos a vigilar tus comunicaciones con Owen, ¿verdad?

Aprieto los puños a mi espalda y me planteo seriamente la posibilidad de marcharme dando un portazo y volver a casa, pero debe de haberme hecho llamar por alguna razón, y necesito descubrir cuál. De manera que me saco el móvil del bolsillo y, en cuanto tomo asiento frente a mi padre, lo dejo boca arriba sobre la mesa.

Abro la aplicación del cronómetro, lo programo para que suene dentro de diez minutos y levanto la vista para mirarlo. Acto seguido, me apoyo en el respaldo de la silla.

—¿Qué hago aquí?

—Llevo años sin ver a mi única hija. —Aprieta los labios—. ¿Acaso no es razón suficiente?

—Te quedan nueve minutos y cuarenta y tres segundos.

—Misery, hija mía. —La lengua—. ¿Por qué estás enfadada conmigo?

Enarco una ceja.

—No deberías estar enfadada, sino orgullosa. La mejor decisión siempre es la que garantiza el bienestar de la mayoría. Y tú fuiste el medio para poner en práctica dicha decisión.

Lo observo sin perder los estribos. Estoy convencida de que se cree esa chorrada, de que cree que es un buen hombre.

—Nueve minutos y veintidós segundos.

Durante un instante, parece estar realmente triste. Y luego dice:

—Va a celebrarse una boda.

Echo la cabeza hacia atrás.

—¿Una boda? ¿Como… las de los humanos?

—Una ceremonia matrimonial. Como las que los vampiros celebraban antiguamente.

—¿De quién es la boda? ¿Tuya? ¿Te vas a…? —No me molesto en terminar la frase: la mera idea resulta absurda. No fueron solo las bodas las que pasaron de moda hace siglos, sino también la idea de las relaciones a largo plazo. Resulta que cuando a tu especie se le da de pena engendrar hijos, el peregrinaje sexual y la búsqueda de una pareja reproductivamente compatible tiene prioridad sobre el romance. Aunque no creo que los vampiros hayan sido nunca particularmente románticos, la verdad—. ¿Quién se casa?

Mi padre suspira.

—Aún está por ver.

Nada de esto me gusta ni un pelo, aunque todavía no sé por qué. Noto un zumbido en los oídos y el instinto me dice que debería largarme a la de ya, pero cuando me dispongo a levantarme, mi padre me dice:

—Teniendo en cuenta que decidiste vivir entre los humanos, debes de haber estado al tanto de las noticias.

—A veces —miento. Podríamos estar en guerra con Eurasia y a un tris de clonar unicornios y yo ni me habría enterado. He estado ocupada. Indagando. Buscando—. ¿Por?

—Los humanos han celebrado elecciones hace poco.

No tenía ni idea, pero asiento.

—Me pregunto cómo debe de ser eso. —Lo de tener una estructura de mando que no está constituida por un consejo inaccesible compuesto exclusivamente por miembros de un puñado de familias, que pasa de generación en generación como un juego de porcelana destartalado.

—No muy conveniente, ya que Arthur Davenport no ha sido reelegido.

—¿El gobernador Davenport? —La Ciudad se encuentra dividida entre la manada de licántropos de la zona y los vampiros, pero el resto de la región suroeste pertenece casi en exclusiva a los humanos. Durante las últimas décadas, han elegido al cretino de Arthur Davenport para que los represente y, que yo recuerde, sin demasiados titubeos—. ¿Y quién ha ganado las elecciones?

—Una mujer. Maddie García será la nueva gobernadora, y su mandato dará comienzo dentro de unos meses.

—¿Y a ti qué te parece? —Debe de tener una opinión al respecto. La colaboración entre mi padre y el gobernador Davenport es la fuerza que impulsa la amistosa relación que mantienen ambos pueblos.

Bueno, a lo mejor tildarla de amistosaes un poco exagerado. Por lo general, los humanos creen que tenemos unas ganas locas de dejar secos a sus animalitos e hipnotizar a sus seres queridos; los vampiros, por su parte, siguen pensando en su mayoría que los humanos son unos caraduras y unos irresponsables de cuidado, y que su mayor talento es procrear y llenar el mundo con más humanos. Salvo cuando se celebra algún que otro acto diplomático de lo más artificial, nuestras especies no suelen relacionarse mucho, pero llevamos bastante tiempo ya sin asesinarnos a sangre fría los unos a los otros y estamos aliados contra los licántropos. Hay que mirar el lado bueno, ¿no?

—No tengo opinión al respecto —me dice impasible—. Ni la tendré en un futuro próximo, ya que la señora García se ha negado a reunirse conmigo.

—Ah. —La señora García debe de ser más espabilada que yo.

—No obstante, mi tarea sigue siendo la de garantizar la seguridad de los míos. Y en cuanto el gobernador Davenport sea historia, puede que no solo tengamos que lidiar con el peligro constante al que estamos expuestos en la frontera sur por culpa de los licántropos, sino que también debamos enfrentarnos a una amenaza proveniente del norte. Por parte de los humanos.

—Dudo que busque jaleo, padre. —Me toqueteo el esmalte de uñas descascarillado—. Lo más probable es que deje la alianza tal y como está ahora y se limite a reducir todas esas chorradas ceremoniales…

—Su equipo nos ha comunicado que, en cuanto asuma el cargo, se deshará del programa de Garantías.

Me quedo tiesa. Y luego levanto la vista lentamente.

—¿Qué?

—Nos han solicitado formalmente que les devolvamos a la Garantía Humana. Y ellos nos devolverán a la chica que ahora ejerce de Garantía Vampírica…

—Al chico —lo corrijo de forma automática. No me siento las yemas de los dedos—. La Garantía Vampírica actual es un chico.

Me topé con él una vez. Tenía el pelo oscuro y cara de mala leche y cuando le pregunté si necesitaba ayuda para llevar la pila de libros con la que estaba cargando, me respondió: «No, gracias». A estas alturas puede que ya sea tan alto como yo.

—Sea chico o chica, el intercambio se producirá la semana que viene. Los humanos han decidido no esperar a que Maddie García tome posesión del cargo.

—No veo… —Trago saliva y me recompongo—. Es lo mejor. Era una costumbre absurda.

—Una costumbre que ha garantizado la paz entre los vampiros y los humanos durante más de cien años.

—A mí me parece un poco cruel —replico con calma— pedirle a un crío de ocho años que se mude él solo a territorio enemigo y que asuma el papel de rehén.

—«Rehén» es una palabra muy burda y simplista.

—Retenéis a un niño humano durante diez años, conscientes ambas partes de que, si los humanos incumplen los términos de la alianza, los vampiros asesinarán de inmediato al crío. También me parece bastante burdo y simplista.

Mi padre entorna los ojos.

—No es algo unilateral. —Su tono de voz se endurece—. Los humanos se quedan con uno de nuestros niños por la misma razón.

—Ya lo sé, padre. —Me inclino hacia delante—. Por si se te ha olvidado, yo fui la Garantía anterior.

Tampoco me extrañaría, pero no. Puede que no se acuerde de cómo intenté cogerle la mano mientras el sedán blindado nos conducía a la zona norte, ni de cómo me escondí tras el muslo de Vania cuando vi por primera vez los peculiares ojos de los humanos. Tal vez ignore lo que fue crecer con la certeza de que, si el acuerdo de paz entre ambos pueblos llegaba a su fin, los mismos custodios que me habían enseñado a montar en bici irrumpirían en mi habitación y me clavarían un cuchillo en el corazón. Quizá no le dé muchas vueltas al hecho de que obligó a su hija a ser la undécima Garantía, a ser durante diez años la prisionera de unas personas que odiaban a los de su especie.

Pero sí que se acuerda. Porque, por supuesto, la primera regla del programa es que las Garantías deben guardar una estrecha relación con aquellos que ostentan el poder. Con los que toman las decisiones relativas a asuntos de paz y guerra. Y el hecho de que Maddie García no quiera echar a los leones a un miembro de su familia en aras de la seguridad ciudadana solo hace que la respete más todavía. El chico que me sustituyó cuando cumplí los dieciocho es nieto de la consejera Ewing. Y cuando yo ejercía de Garantía Vampírica, mi contraparte humana era nieto del gobernador Davenport. A menudo me preguntaba si se sentía igual que yo: a veces enfadado y otras, resignado. Prescindible, sobre todo. Me encantaría saber si, ahora que han pasado los años, se lleva mejor con su familia que yo con la mía.

—¿Te acuerdas de Alexandra Boden? —El tono de mi padre vuelve a ser informal—. Sois de la misma quinta.

Me apoyo en el respaldo de la silla, en absoluto sorprendida por el repentino cambio de tema.

—¿Una chica pelirroja?

Asiente.

—Hace poco más de una semana, su hermano pequeño, Abel, cumplió los quince. Esa misma noche, él y tres amigos salieron a celebrarlo y acabaron cerca del río. Los críos de esa edad suelen tener muy poco sentido común, así que se retaron unos a otros a cruzarlo a nado, tocar la orilla situada en territorio licántropo y volver. Una demostración de coraje, por así decirlo.

No es que lo que le haya pasado al cabraloca del hermano de Alexandra Boden vaya a quitarme el sueño, pero la sangre se me hiela de todas formas. A todos los niños vampiro se les advierte sobre lo peligrosa que es la frontera sur. Todos sabemos dónde acaba nuestro territorio y comienza el de los licántropos antes de aprender a hablar. Y todos somos conscientes de que debemos mantenernos lo más alejados posible de ellos.

Salvo estos cuatro memos, claro está.

—Están muertos —murmuro.

Los labios de mi padre adoptan una expresión más parecida al fastidio que a la compasión.

—Se lo hubieran merecido, francamente. Al no hallar rastro de los críos, nos temimos lo peor, desde luego. El padre del chico, Ansel Boden, que está estrechamente vinculado con varias familias del consejo, quiso tomar represalias. Alegó que la desaparición de los chavales era motivo suficiente para atacar. Se le recordó que el bienestar de la mayoría del pueblo está por encima del de un único individuo: el principio básico en el que se sustenta la sociedad vampírica. La tasa de natalidad ha caído a niveles históricos y corremos el riesgo de extinguirnos. No es momento de fomentar el enfrentamiento. Y, aun así, en un despliegue impropio de debilidad, siguió suplicándonos.

—Claro, menuda jeta, cómo se atreve a llorar la pérdida de su hijo.

Mi padre me lanza una mirada de reproche.

—Debido a su relación con el consejo, estuvo a punto de salirse con la suya. La semana pasada, sin ir más lejos, mientras tú jugabas a ser humana, a nosotros nos faltó un pelo para vernos envueltos en una guerra entre especies; hacía un siglo que la cosa no se ponía tan fea. Y luego, dos días después del disparatado numerito… —Mi padre se pone en pie. Rodea la mesa y acto seguido se apoya en el borde. Es la viva imagen de la parsimonia—. Los chicos aparecieron. Sin un rasguño.

Parpadeo, una costumbre que adquirí mientras fingía ser humana.

—¿Sus cadáveres, dices?

—Están vivos. Aunque se llevaron un buen susto, eso sí. Unos guardias licántropos los interrogaron: al principio los tomaron por espías y luego por unos gamberros, aunque finalmente los dejaron marchar sanos y salvos.

—¿Cómo es posible? —Me vienen a la cabeza media docena de incidentes ocurridos durante los últimos veinte años en los que se vulneraron las fronteras: lo que quedó de los infractores fue devuelto en cachitos. Es más común que suceda a las afueras de la ciudad, en las zonas forestales desmilitarizadas. No obstante, los licántropos jamás han mostrado piedad alguna con los nuestros, ni nosotros con ellos, lo que significa…—. ¿Qué ha cambiado?

—Una pregunta excelente. Verás, la mayoría del consejo dio por hecho que Roscoe se había ablandado por la edad. —Roscoe. El alfa de la manada del suroeste. Mi padre lleva mencionándolo desde que era pequeña—. Pero yo me reuní con él una vez. Solo una: siempre dejó muy clara su falta de interés por la diplomacia y los hombres como él son huesos duros de roer. Con el tiempo se vuelven cada vez más inflexibles. —Se gira hacia la ventana—. Los licántropos siguen siendo tan reservados como siempre en cuanto a su organización social, aunque nos las hemos apañado para obtener información. Tras llevar a cabo algunas pesquisas, hemos descubierto…

—Que se ha producido un cambio en su estructura jerárquica.

—Muy bien. —Parece satisfecho, como si yo fuera su alumna y hubiera exhibido un dominio sobresaliente de la lógica—. Quizá debería haberte nombrado a ti sucesora. Owen se ha mostrado poco dispuesto a desempeñar el papel; parece más interesado en socializar.

Agito la mano.

—Fijo que cuando te jubiles dejará las juergas con los ricachones de sus amigos y se convertirá en el político ideal que siempre has soñado. —Ni de coña—. Los licántropos. ¿Qué ha cambiado?

—Al parecer, hace unos meses, alguien… desafió a Roscoe.

—¿Cómo que lo desafió?

—Su sistema de traspaso de poderes no es particularmente sofisticado. Al fin y al cabo, están emparentados con los perros. Basta decir que Roscoe está muerto.

Evito señalar que nuestras oligarquías dinásticas y hereditarias parecen ser aún más primitivas y que a todo el mundo le gustan los perros.

—¿Conoces al nuevo alfa?

—Después de que los chicos volvieran sanos y salvos, solicité una reunión con él. Para mi sorpresa, aceptó.

—¿En serio? —Me joroba que el asunto me intrigue tanto—. ¿Y?

—Tenía curiosidad, la verdad. La compasión no es siempre una señal de debilidad, aunque puede serlo. —Aparta la mirada de pronto y la dirige a un cuadro de la pared oriental: un sencillo lienzo pintado de un intenso color púrpura en recuerdo de la sangre derramada durante el Áster. Casi todos los espacios públicos cuentan con obras de arte similares—. Y de la debilidad nace la traición, Misery.

—¿Eso crees? —Siempre he pensado que la traición no era más que eso, pero qué sabré yo.

—El nuevo alfa no es débil. Al contrario, es… —Mi padre se retrae—. Otra cosa. Algo nuevo. —Posa la mirada en mí, expectante, paciente, y yo niego con la cabeza, porque no se me ocurre qué razón podría tener para contarme todo esto. Dónde entro yo en juego.

Hasta que una idea se abre camino en mi mente.

—¿Por qué has mencionado lo de la boda? —pregunto sin molestarme en disimular el recelo.

Mi padre asiente. Debo de haber hecho la pregunta que toca, porque no me responde.

—Al crecer entre los humanos, no gozaste de una educación vampírica, así que puede que no estés al tanto de los detalles relativos a nuestro conflicto con los licántropos. Sí, llevamos siglos enfrentados, pero también ha habido intentos de diálogo. A lo largo de la historia, ha habido cinco matrimonios interespecie entre ellos y nosotros, durante los cuales no se registró ninguna escaramuza fronteriza ni se produjeron muertes de vampiros a manos de los licántropos. El último fue hace dos siglos: un matrimonio entre un vampiro y una licántropa que duró quince años. Cuando ella murió, se concertó otro enlace, pero este no terminó bien.

—El Áster.

—Efectivamente. —La sexta ceremonia matrimonial acabó en masacre cuando los licántropos atacaron a los vampiros, quienes, tras décadas de paz, se habían vuelto demasiado confiados y cometieron el error de acudir a la boda prácticamente desarmados. Entre la superioridad física de los licántropos y el elemento sorpresa, fue un baño de sangre. Nuestra, en su mayor parte. Púrpura con alguna que otra salpicadura verde, igual que un áster—. No sabemos por qué los licántropos decidieron volverse contra nosotros, pero desde que la relación quedó rota de forma irreparable, ha habido algo que no ha cambiado: nosotros hemos estado aliados con los humanos, pero los licántropos no. Hay diez licántropos por cada vampiro, y centenares de humanos por ambas especies juntas. Sí, puede que los humanos carezcan de nuestras habilidades y de la velocidad y la fuerza de los licántropos, pero cuando una especie es tan numerosa, hay que andarse con ojo. Tenerlos de nuestro lado resultaba… tranquilizador. —Mi padre aprieta la mandíbula. Y luego, tras un prolongado instante, vuelve a relajarla—. Seguro que entiendes por qué me preocupa la negativa de Maddie García a reunirse conmigo. Sobre todo teniendo en cuenta su relativa cordialidad con los licántropos.

Abro los ojos de par en par. Puede que no esté al tanto de todo lo que se cuece en el panorama cultural humano, pero no me imaginaba que establecer relaciones diplomáticas con los licántropos formara parte de su lista de objetivos políticos de este año. Que yo sepa, ambas especies se han ignorado siempre, algo que no ha resultado demasiado complicado, puesto que no comparten fronteras importantes.

—Los humanos y los licántropos han entablado conversaciones diplomáticas.

—Exacto.

Sigo sin estar convencida.

—¿Te lo dijo el alfa cuando os reunisteis?

—No, esta información nos ha llegado a través de otra fuente. El alfa me dijo otras cosas.

—¿Como qué?

—Es joven. Tiene más o menos tu edad y está hecho de otra pasta. Puede que sea tan salvaje como Roscoe, pero es más abierto de miras. Cree que la paz es posible. Que las tres especies deberíamos cultivar alianzas entre nosotras.

Lanzo una risotada.

—Pues le deseo suerte.

Mi padre ladea la cabeza y clava la mirada en mí, evaluándome.

—¿Sabes por qué te elegí a ti como Garantía en vez de a tu hermano?

Ay, no. No estoy de humor para esta conversación.

—¿Lo echaste a suertes?

—Eras una niña de lo más peculiar, Misery. No te interesaba lo que sucedía a tu alrededor, te encerrabas en ti misma. Eras muy reservada y costaba llegar hasta ti. Los demás niños intentaban hacerse amigos tuyos, pero tú te empeñabas en no hacerles ni caso…

—Los demás niños sabían que sería yo la que acabaría viviendo con los humanos y empezaron a llamarme «traidora desdentada» en cuanto aprendieron a hablar. ¿O no te acuerdas de cuando tenía siete años y los hijos de tus coleguitas consejeros me robaron la ropa y me echaron a la calle al mediodía para que me friese al sol? Fueron los mismos que me repudiaron y me pusieron a caldo cuando volví diez años después, tras ejercer de Garantía para que ellos pudieran vivir tranquilos, así que no… —Exhalo lentamente y me recuerdo a mí misma que no pasa nada. Que estoy bien y no me pueden hacer daño. Tengo veinticinco años, un carné humano falso, un piso, un gato (que te den, Serena), un… Vale, lo más seguro es que me haya quedado sin trabajo, pero no tardaré en encontrar otro, uno con un cien por cien menos de Pierces. Tengo amigos. Bueno, una amiga. Creo.

Y, sobre todo, he aprendido a que absolutamente todo me resbale.

—La boda esa que has mencionado. ¿De quién es?

Mi padre aprieta los labios. Transcurren varios segundos antes de que retome la palabra.

—Cuando un licántropo y un vampiro se colocan frente a frente, lo único que ven es…

—El Áster. —Bajo la mirada hasta el móvil, impaciente—. Tres minutos y cuarenta y siete segundos…

—Ven la boda que debería haber facilitado la paz entre ambas especies, pero que acabó en masacre. Los licántropos son animales y siempre lo serán, pero estamos al borde de la extinción y debemos tener en cuenta el bienestar de la mayoría. Si dejamos que los humanos y los licántropos formen una alianza sin nosotros, podrían borrarnos del mapa por completo y…

—Madre de Dios. —De pronto me doy cuenta del absurdo y disparatado punto al que se dirige la conversación, y me tapo los ojos—. Estás de coña, ¿no?

—Misery.

—No. —Dejo escapar una risa—. Tú… Padre, no podemos librarnos de la guerra con una boda. —No sé por qué me he pasado a la lengua, pero lo dejo descolocado. Y tal vez sea algo bueno, tal vez sea justo lo que necesita. Un momento para reflexionar con calma acerca de este despropósito—. ¿Quién iba a aceptar semejante locura?

Me mira de forma tan elocuente que no hace falta que diga nada. Porque sé la respuesta.

Y me echo a reír.

Solo me río a carcajadas con Serena, lo que significa que debe de haber pasado más de un mes desde la última vez. El cerebro casi se me descoyunta del susto al oír los nuevos y misteriosos sonidos que producen mis cuerdas vocales.

—¿Te ha dado por beber sangre podrida? Porque tienes ideas de chalado.

—Lo que tengo es la responsabilidad de velar por el bien común, y el bien común equivale al crecimiento de nuestro pueblo. —Mi reacción parece haberlo ofendido un poco, pero no puedo evitar que la risa me trepe por la garganta—. Sería un trabajo, Misery. Remunerado.

Esto es… Joder, es para partirse. Y un disparate.

—No vas a convencerme por mucha pasta que… ¿Me pagarías diez mil millones de dólares?

—No.

—Bueno, pues no conseguirás convencerme de que me case con un licántropo por menos de eso.

—Económicamente hablando, tendrás la vida solucionada. Ya sabes que el consejo tiene mucho dinero. Además, nadie espera que sea un matrimonio de verdad. Solo estaríais casados sobre el papel. Permanecerás en su territorio únicamente durante un año, lo que transmitirá la idea de que los vampiros no tienen nada que temer de los licántropos y…

—Pero es que eso no es verdad. —Me pongo en pie de golpe y empiezo a alejarme de él mientras me masajeo la sien—. ¿Por qué me lo pides a mí? No me creo que yo sea vuestra primera opción.

—No lo eres —dice sin rodeos. Tiene muchos defectos, pero la falta de sinceridad no es uno de ellos—. Ni tampoco la segunda. El consejo coincide en que debemos actuar y varios de los miembros han ofrecido a sus parientes. La hija del consejero Essen había accedido en un principio, pero cambió de parecer…

—Madre mía. —Dejo de pasearme de un lado a otro—. Estáis tratando el asunto como si fuera un intercambio de Garantías.

—Pues claro, igual que los licántropos. El alfa nos entregará a uno de los suyos, alguien que sea importante para él. Permanecerá con nosotros mientras tú estés allí. Así garantizaremos la seguridad de ambos.

Es un despropósito. Es un puto despropósito.

Tomo aire para tranquilizarme.

—Bueno, pues… —Creo que se os ha ido la olla a todos y que la boda va a acabar siendo una carnicería y, además, me parece increíble que tengas el morro de pedírmelo a mí—. Es un honor que al final os viniera mi nombre a la cabeza, pero no, gracias.

—Misery.

Me acerco a la mesa para coger el móvil —queda un minuto y trece segundos— y, durante un instante, estoy tan cerca de mi padre que noto el ritmo de su sangre en mis huesos. Lento, constante y dolorosamente familiar.

Los latidos del corazón son como las huellas dactilares: únicos, inconfundibles, la forma más sencilla de distinguir a las personas. Los de mi padre palpitaron contra mi piel el día en que nací, ya que él fue la primera persona que me cogió en brazos, la primera persona que me cuidó, la primera persona que me conoció.

Y que después se lavó las manos.

—No —le digo. A él. A mí.

—La muerte de Roscoe nos brinda una oportunidad.

—La muerte de Roscoe fue un asesinato —señalo sin alterarme—. Que cometió el hombre con el que pretendes que me case.

—¿Sabes cuántos niños vampiro han nacido este año en el suroeste?

—Me trae sin cuidado.

—Menos de trescientos. Si los humanos y los licántropos unen fuerzas para arrebatarnos nuestro territorio, nos exterminarán. El bienestar de la mayoría…

—Es una causa con la que ya he contribuido, y nadie me ha mostrado demasiada gratitud, que digamos. —Lo miro directamente a los ojos. Me meto el móvil en el bolsillo con determinación—. Ya he hecho bastante. Tengo mi vida y voy a seguir con ella.

—¿Seguro?

Me detengo mientras estoy dándome la vuelta.

—¿Perdona?

—¿Seguro que tienes vida, Misery? —Me mira a los ojos cuando pronuncia las palabras, de forma deliberada, con cuidado, como si me hubiera acercado un arma afilada a pocos milímetros del cuello.