Un amor de verano complicado - Ali Hazelwood - E-Book

Un amor de verano complicado E-Book

Ali Hazelwood

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Beschreibung

La razón y el deseo entran en conflicto en este romance de verano ambientado en Italia. Maya Killgore tiene veintitrés años y todavía está en proceso de descubrir qué hacer con su vida. Conor Harkness tiene treinta y ocho, y Maya no puede dejar de pensar en él. Es un cliché tan manido que le va a explotar el corazón: hombre mayor y mujer más joven; ricachón que trabaja en el sector biotecnológico y estudiante de posgrado con dificultades para llegar a fin de mes; el mejor amigo de su hermano y la chica en la que él ni se había fijado. Como bien le ha dicho Conor en más de una ocasión, la dinámica de poder está demasiado descompensada. Cualquier relación entre ellos sería conflictiva por muchos motivos, así que Maya debería quitárselo de la cabeza. Al fin y al cabo, Conor ha dejado claro que no quiere que ella forme parte de su vida. Pero no todo es lo que parece, y los clichés a veces pueden convertirse en un giro en la trama. Dado que el hermano de Maya ha optado por celebrar su boda en Taormina, ella y Conor acaban teniendo que pasar más de una semana juntos en una romántica villa siciliana. Allí, en la maravillosa costa jónica, entre ruinas antiguas, comida deliciosa y cuevas naturales, Maya se da cuenta de que Conor quizá le oculta algo. Y, cuando la boda en Italia empieza a traer problemas, decide que a lo mejor lo único que necesita es vivir un amor de verano complicado.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Una vez más, para Jen, la única que me pidióque escribiera esta historia.Feliz cumpleaños. He hecho que sea asíde turbulenta especialmente para ti.

Prólogo

Me da vergüenza admitirlo, pero, por un instante, me planteo seriamente no ir a la boda de mi hermano.

—¿Eli lo sabe? —me pregunta mi amiga Jade.

—¿Que prefiero lamer el suelo de un baño que estar presente mientras intercambia los votos con el amor de su vida?

—No. Que lo escuchaste.

Niego con la cabeza sin apartar la mirada de mis patines. Me gusta imaginarme que el hielo es la representación de lo que habría preferido no escuchar y que, al patinar, lo voy rajando con las cuchillas. No hay nada como un poco de violencia para levantarme el ánimo.

—Maya, no vayas y ya está. Debería ser fácil escaquearte. ¿No es ese el objetivo de celebrar una boda en un lugar a tomar por culo? Cumples con tu deber invitando a todas las personas que conoces, incluida esa tía lejana que colecciona muñecas y el primo tercero que abraza a la gente empapado en sudor, pero, por dentro, esperas que el noventa por ciento de los invitados te manden sus disculpas y digan que no podrán acudir. Ahora en serio, si a la gente le sobrara la pasta y quisiera pegarse unas vacaciones, no se la gastaría yendo a comer una mierda de tarta nupcial a un sitio elegido por otra persona.

—En teoría, sí. —Sería mucho más satisfactorio si el hielo sangrara, aunque solo fuera un poquito—. Pero lo cierto es que esa no es la razón por la que Eli ha elegido celebrar la boda lejos de aquí. Para empezar, se ha ofrecido a pagarles el vuelo a todos los que no pueden permitírselo. —Es decir, a mí. Mi hermano es mayor que yo y tiene un trabajo muy bien remunerado, dos cualidades que comparte con todas las demás personas de la lista de invitados.

No todo el mundo tiene el placer de ser como yo y formar parte del exclusivo y glamuroso mundo de los universitarios recién graduados.

—Espera. ¿La boda no es en Italia? Eso debe de costar un pastizal.

—Ya, bueno. No va corto de pasta.

—¿Y qué? ¿No puede limitarse a acapararla? —Finge que le dan arcadas—. Odio a las personas generosas.

—Son insoportables. —Hago un giro hacia atrás con los brazos abiertos como si fueran alas—. De todas formas, es una boda íntima. Seremos menos de una docena de personas durante la semana previa a la celebración. Solo los amigos más cercanos. Y, para la cena de ensayo, está previsto que lleguen treinta más. El otro día tuve un momento de debilidad del cual no me enorgullezco y le solté una mentirijilla a Eli. Le dije que tenía que quedarme más tiempo en Austin para asistir a la entrevista final de ese proyecto del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Y que no podría reunirme con ellos hasta unos días más tarde, justo antes de la ceremonia. —Suspiro. Vuelvo a cogerle el paso a Jade. La pista está casi desierta y el hielo brilla con su blancura bajo las luces del techo.

—¿Y?

—Y me miró como si hubiera pellizcado a su perro, como si le hubiera dicho que el Ratoncito Pérez no existe y como si estuviera intentando meterle el pie por el culo. Todo a la vez. Una mirada de pura traición.

—¿Cómo se atreve a valorar tanto tu presencia?

—Ya, me saca de quicio. Yo aquí, pensando que los dos somos unos pragmáticos desalmados a quienes se la sudan las convenciones, y va y me sale con esas. A ver si se cree que no tengo en mente acosarlos a él y a su futura mujer durante las próximas cinco u ocho décadas.

—Es evidente que estar enamorado lo ha ablandado más de lo que cabía esperar. Pero no te preocupes, amiga mía. —Jade se detiene frente a mí, bloqueándome el paso—. Has acudido a la persona indicada. Soy experta en el arte de salirme con la mía.

—Bien. Dispara.

—La forma más eficaz de escaquearte de un compromiso es sufrir una dolencia. Concretamente, una que cumpla las tres íes. —Las enumera con los dedos—: Infecciosa, incómoda y, sobre todo, inesperada.

Parpadeo. Ella no se viene abajo.

—La enfermedad debe sobrevenirte de una forma tan repentina que sea algo imposible de predecir. Debe ser transmisible, algo que te impida viajar. Y, lo más importante, debe dar grima e incomodar. Como, por ejemplo, tener fístulas purulentas. Algo que genere malos olores. Fluidos. Tiene que ser algo tan chungo que nadie se plantee que estás mintiendo, y es que ¿por qué iba alguien a destruir su reputación así porque sí?

—Jade —tomo sus manos entre las mías—, gracias. Esta información es oro.

—De nada. He estado sopesando la posibilidad de organizar un taller.

—Pero no te lo he contado porque quisiera hacer una lluvia de ideas para escaquearme.

—Ah. ¿En serio?

Respiro hondo.

—Si mi hermano me quiere en su boda, voy a ir. Fin de la historia.

—Ah. Comprendo. —Suelta un profundo suspiro—. ¿Recuerdas la época en que lo odiabas?

—Sí. Qué tiempos aquellos. —Me fuerzo a encogerme de hombros—. Pero solo será una semana. Sinceramente, estoy siendo un poco infantil.

—¿Segura?

Asiento y reanudo la marcha sobre el hielo. Un instante después, Jade me alcanza.

—Bueno, no olvides que la diarrea explosiva es tu amiga. —Me pasa un brazo por debajo del mío—. Puede resultarte útil si en algún momento te encuentras sentada frente a Conor Harkness.

Capítulo 1

En un golpe de suerte por el cual estoy muy agradecida, la criatura favorita del mundo mundial de mi hermano es un perro.

Bueno… Eso no es del todo cierto. La vida de Eli gira alrededor de un único centro de gravedad: Rue, su prometida. Y, después de dos años de observarla, estudiarla meterme con ella, mirarla de reojo y entablar conversaciones rebuscadas con ella, debo admitir que no lo culpo. Rue es única y complicada y leal y callada y a la mayoría de la gente no le cae demasiado bien.

Hubo un tiempo en el que creía que era fría. Me preocupaba que su relación con mi hermano estuviera condenada a decantarse siempre hacia el mismo lado y que acabara rompiéndole el corazón. Sin embargo, con el tiempo se ha hecho cada vez más evidente que ella haría cualquier cosa por él, incluso fingir que le interesa la chapa que le está pegando su hermana pequeña por cuarta vez en un mes sobre si debería o no hacerse flequillo.

Tras evaluarla, considero que es digna de su amor.

Sin embargo, el perro vino antes que Rue. Eli lo rescató de una perrera. Pesa noventa kilos, es un encanto y entre sus aficiones se incluyen roncar, llenarse de babas y ser indiscriminada y agresivamente cariñoso. Cuando Eli empezó a pensar que sería bonito celebrar una boda con solo los amigos y familiares más cercanos, fue Rue quien dijo:

—Pero no deberíamos celebrarla muy lejos.

—¿Por qué?

—¿No quieres que Tiny esté presente?

En efecto: digna de su amor.

Por suerte, a Tiny le encanta viajar, lo que les permitió mantener la opción de Europa sobre la mesa. Por desgracia, no todas las compañías aéreas permiten transportar en cabina a perros del tamaño de un oso que ladran cuando se despiertan asustados por el olor de sus propios pedos. La deficiente higiene del sueño de Tiny me rompe el corazón, pero también es una oportunidad a la que me he agarrado como a un clavo ardiendo.

—He encontrado una compañía —les dije a Rue y Eli un par de semanas antes de la boda—. El vuelo llega un día después que el vuestro, pero viene con un montón de comodidades especiales para perros grandes. Tiny estaría cómodo. Y yo podría acompañarle. —Le dediqué una sonrisa a Tiny, cuya cabeza ya estaba apoyada en mi rodilla—. Hola, precioso. ¿Te apetece ir de excursión con la tía Maya?

Empezó a mover la cola tan rápido que parecía un helicóptero.

Así es como he conseguido ahorrarme un día de la Semana Infernal y, además, voy a tener el placer de pasar el rato con el único ser vivo masculino que nunca me ha roto el corazón.

—Tiny Archibald Killgore —le digo mientras se revuelca por el pasillo del avión, aceptando con gusto las caricias en la barriguita de los diecisiete nuevos mejores amigos que ha hecho en lo que llevamos de vuelo—. Tú nunca me vas a decepcionar.

En un momento dado, pasamos por unas turbulencias. El macho de mis sueños se me sube al regazo de un salto y después se le olvida volver a bajarse.

Viajar de Austin al aeropuerto de Catania, con una escala de por medio, nos lleva unas quince horas. Tomo la decisión consciente de no pagar por tener wifi y, en lugar de pasarme el trayecto estresada hablando con Jade, me centro en lo importante: mentalizarme.

Cualquier defensa que haya construido contra Conor Harkness requiere ser reforzada urgentemente.

Nunca dudé que él también vendría a la boda. Al fin y al cabo, es el mejor amigo de mi hermano, sin contar a Tiny (aunque yo sí lo cuento). Ambos son socios, o zares, o como se llamen, de Harkness, una empresa de biotecnología con la que ganan dinero haciendo no sé qué cosas raras. Cosas que me han asegurado varias veces que son legales. Él es, por alguna razón que aún no me han terminado de explicar bien, el culpable de que la boda se celebre en Sicilia y no en Canyon Lake o en Galveston, Texas.

Salvo que se diera una gran discusión sobre la caída del índice Nasdaq en bolsa, estaba claro que Conor iba a ser el padrino de Eli.

Como le expliqué a Jade, el problema no es Conor per se.

Aunque hasta a mí me suena falso. Estando a miles de metros de altura, mientras acepto el interminable desfile de refrescos con cada vez más cafeína que me ofrecen las azafatas, me doy cuenta de que, para ser alguien que no es un problema, Conor tiene una curiosa forma de ocuparme el cerebro y no me gusta nada la capacidad mental que estoy gastando en alguien que hace años que ni siquiera piensa en mí.

Mentira, dice una voz pedante que nunca perdona. En agosto del año pasado pensó en ti, al menos.

Soy un cliché tan manido… Una veinteañera enamorada del amigo de su hermano, con el que casualmente se lleva una década y media. Tal vez esta semana consiga desintoxicarme. Redirigir mi vida. Hacer una purga general, de Conor y de todo lo que ha pasado entre nosotros. Será como beber lejía: desagradable, incluso podría matarme, pero, si consigo sobrevivir, seré mucho más fuerte.

Eso, o acabaré con un fallo multiorgánico. No sé, no soy médica.

Aun así, soñar es gratis, incluso cuando mi pesadilla se materializa unas horas más tarde, en el aeropuerto de Catania.

Mientras Tiny seduce a las azafatas de la zona especial para mascotas, mi móvil busca una red a la que conectarse. Echo un vistazo a mi alrededor. Reencuentros efusivos, abrazos y el ritmo pausado de Italia. Cuando el teléfono empieza a vibrar por la llegada de los mensajes, abro el último que me ha mandado mi hermano.

ELI: Un conductor os recogerá y os llevará a la villa.

Genial, respondo.

Aunque de genial no tiene nada. Es el uso del plural lo que me preocupa. Eli podría estar refiriéndose a Tiny y a mí, o a mí y a otro invitado, en cuyo caso, quisiera saber el nombre. Sin tener que preguntar, a poder ser.

Pero no hay tiempo para preocuparme por eso. Los agentes de aduanas inspeccionan el pasaporte sanitario de Tiny. Es una pila de papeles del tamaño de un ladrillo. Después nos sacan a empujones de la zona de seguridad, donde me encuentro con un puñado de preadolescentes bebiendo expreso en unos vasitos diminutos, como si fueran chupitos de mezcal. Agarro el asa de la maleta, dispuesta a enfrentarme a lo que venga, y menos mal. Cuando diviso a un hombre con cara de aburrido sosteniendo un cartel en el que pone «Boda Killgore» y a una mujer morena a su lado, se me cae el alma a los pies. Por no decir que pasa de largo y se hunde en el subsuelo.

Qué bien. Justo la persona a quien quería evitar. Y ahora la tengo enfrente.

—Maya, ¿verdad? —pregunta la mujer dando unos pasos hacia mí con elegancia. Una amplia sonrisa le crea un hoyuelo en la mejilla izquierda—. Soy Avery.

No le digo que ya lo sé porque quedaría como una friki que invierte grandes cantidades de tiempo en buscar a la novia del chico que le gusta en redes sociales y averiguar información irrelevante sobre ella.

Que es exactamente lo que yo hago, por supuesto, pero es un secreto que prefiero llevarme a la tumba. Jade tiene órdenes estrictas de borrar todo lo que haya en mis dispositivos electrónicos en cuanto estire la pata.

—He oído hablar mucho de ti, Avery. —Es la respuesta más sincera que se me ocurre.

Me espero un cordial apretón de manos, pero, en vez de eso, se abalanza sobre mí y me da un afectuoso abrazo. No puedo evitar rogarles a mis poros, dilatados tras tantas horas de viaje, que dejen de transpirar, aunque solo sea por un segundo.

—Me alegro de conocerte. ¡Ya era hora! No entiendo cómo no nos han presentado antes —añade.

Es un poco más bajita que yo y no terminamos de encajar bien al abrazarnos. Su nariz acaba en mi hombro y su boca en mi pelo encrespado. Cuando me aparto, me siento incómoda y desaliñada con mis pantalones de chándal llenos de pelos de perro y mi crop top de la Universidad de Texas.

Debería fingir ser más distante. Educada y poco más. El problema es que Avery parece muy agradable, y me cae bien la gente agradable.

—Es muy raro que, viviendo ambas en Austin… —empiezo.

—Nos estemos conociendo en Italia. Ya ves. Sobre todo después de haber oído hablar tanto de la hermana de Eli.

—Todos los rumores son falsos.

Inclina la cabeza.

—¿Qué rumores?

—Los que sea que te hayan contado.

Suelta una risa melódica, un poco ronca. Mierda, creo que hasta se la podría considerar sexy.

—No, no. Tu hermano y Minami están muy orgullosos de ti. Y más después de haber recibido ofertas de tantas startups, de haber ganado ese premio, de que el Instituto de Tecnología de Massachusetts te haya ofrecido un puesto… Todo el mundo te admira un montón. Me daba pena ser la única que no te conocía.

—Ya, bueno, en realidad es culpa mía. Empezaste a trabajar en Harkness el verano pasado, ¿verdad? Pasé la mayor parte del año en Suiza, he vuelto hace solo unas semanas.

—Cuesta seguirte la pista, desde luego. —Se encoge de hombros y lo hace de una forma tan bella y perfecta como es toda ella. Incluso recién salida de un vuelo transatlántico.

No quiero que se sienta incómoda si me quedo mirándole esa piel tan bien hidratada y esos ojos sin rastro de hinchazón, así que me obligo a desviar la vista. A mi alrededor presencio más reencuentros, una mezcla de idiomas, abrazos, besos y más abrazos. El chófer que ha mandado Eli se agacha frente a Tiny y le acaricia la cabeza, un nuevo súbdito dispuesto a someterse ante nuestro rey.

Los ojos de Avery permanecen fijos en mí.

—Lo siento. No era mi intención quedarme mirándote así, pero es… asombroso.

—¿El qué?

—Lo mucho que te pareces a Eli.

Me río.

—Sí, me lo dicen mucho. —Estoy acostumbrada a que me identifiquen primero como la hermana pequeña de Eli Killgore y ya si eso después como un individuo por derecho propio. Tampoco es que me importe demasiado.

—Sí. Te pareces a él, pero a la vez…

—Pero a la vez no me parezco en nada, ¿no?

—Exacto. Resulta inquietante.

Le doy mi respuesta habitual:

—Es por el pelo, negro y rizado. Y por los ojos azules. —En realidad, es mucho más que eso.

Tanto Eli como yo tenemos la misma barbilla, los colmillos afilados, las piernas demasiado largas en comparación con el torso, las cejas pobladas, el arco de Cupido marcado y la infame nariz de los Killgore: romana y con el puente estrecho. La protagonista de nuestro rostro. «Una nariz imponente y orgullosa», decía papá, y yo negaba con la cabeza y buscaba en Google tutoriales de maquillaje sobre cómo aplicarme el contorno y el iluminador para crear una naricita más mona, o calculaba cuánto tendría que ahorrar para pagarme la rinoplastia. Cuando teníamos trece años, Jade se ofreció a darme una hostia con un palo de hockey para ver si así se redistribuían un poco las cosas. Le dije que nanay.

Y, de repente, un día me desperté y decidí que mi cara estaba bien como estaba. Papá se pondría tan contento de saber que he conseguido hacer las paces…, no, de que he conseguido hacer alarde de los genes Killgore.

—Es curioso que os parezcáis tanto. —Suelta una risita—. Y ya me callo. Es que eres guapísima, y él también es… —Frunce el ceño, como si se acabara de dar cuenta de hacia dónde se dirige esa frase.

—Tranquila, te entiendo perfectamente —digo para quitarle hierro al asunto. Sé qué es lo que la desconcierta: que Eli y yo estamos hechos de las mismas piezas, pero el resultado es diferente a más no poder. Que los mismos rasgos pueden ser bellos y encajar a la perfección en un rostro masculino y, a la vez, en uno femenino. Tampoco ayuda que él tenga un aspecto tan varonil, mientras que mi estilo personal es de lo más cursi.

—Algo me dice que tú y yo nos vamos a llevar muy bien —concluye.

Trago saliva. Detesto que sea tan amable. Y detesto la idea de tener una buena relación con esta mujer que…

—Andiamo? —pregunta el conductor, interrumpiéndonos. Es un hombre mayor. Fornido. No parece hablar nuestro idioma lo suficiente como para entender la conversación entre Avery y yo, pero no ha tenido ni el más mínimo problema en encontrar una forma efectiva de comunicarse con Tiny—. Andiamo —repite con más firmeza, señalando la salida.

—Sí, por favor —responde Avery.

Yo también asiento, aliviada.

Él señala mi maleta con gesto inquisitivo. Al ver que le digo que no con la cabeza, me guiña un ojo, coge el equipaje de Avery y juntos nos adentramos en el sofocante calor siciliano.

Capítulo 2

Me mudé a Europa por primera vez cuando tenía casi diecisiete años, después de terminar el instituto. Me gradué un año antes de lo habitual impulsada por la insaciable necesidad de irme de Austin. De Texas. De los Estados Unidos.

Sacadme de aquí. ¡Pero ya!

No fue la decisión más meditada de la historia, que digamos. No me matriculé en la Universidad de Edimburgo porque quisiera estudiar en una institución prestigiosa que me ofreciera un entorno académico serio y enfocado en la investigación, aunque, por un golpe de suerte, así fue. Mi elección se redujo a tres criterios: ¿me ofrecen una plaza becada?, ¿las clases serán en inglés? y ¿está lo bastante lejos del agujero negro en el que he vivido mis peores recuerdos? Escocia fue la primera que los cumplía todos, y empecé a hacer las maletas en cuanto me aceptaron.

No fui muy racional. Aunque, claro, me gustaría ver qué adolescente es capaz de actuar racionalmente después de perder de forma inesperada a sus padres en menos de dos años y de verse obligada a ir a vivir con un hermano al que apenas conoce.

Fueron tiempos duros. Antes de la enfermedad, antes del accidente, yo era la mejor amiga de mi madre y la niña de los ojos de papá. Los echaba tanto de menos, tenía dentro una cantidad de dolor tan abismal, que me sentía constantemente al borde de la asfixia. Había una única cosa que me hacía sentir como si tomara una bocanada de aire: la rabia. Me atravesaba las costillas y me hacía agujeritos en los pulmones. Me permitía funcionar. Me mantenía viva.

A pesar de lo desorientada que estaba y de lo joven que era, me daba cuenta de que ni mi ira ni las estrategias que utilizaba para afrontarla eran saludables, de que estaba alejando a las personas que me querían, de que mis constantes arrebatos solo acabarían convirtiendo mi vida en un erial. Pero esa furia era lo único que me quedaba. Ir a terapia ayudaba, pero no lo suficiente. Lo mismo con los medicamentos. Así que me rebelaba. Desafiaba a mi hermano, que estaba tan perdido como yo. Decía cosas terribles, reaccionaba de forma impulsiva y hacía muchas tonterías que atentaban contra mi seguridad.

No me gusta recordar aquella época. No me gusta recordar que una vez me fui de excursión con mis amigos y desaparecí de la faz de la Tierra durante veinticuatro horas, lo cual casi lo mata de preocupación. Que le destrocé la camiseta de su equipo de hockey de la universidad para vengarme después de que me echara la bronca delante de los vecinos. Que perdí la virginidad puesta de éxtasis con un tipo que ni siquiera recuerdo cómo se llamaba, solo que insistía en que los permisos de conducir eran parte de un complot del Gobierno para someternos. Es evidente que no estoy orgullosa de la persona que era. Intento no utilizar el dolor que sentía como excusa: me comporté como una energúmena egoísta que se dejaba llevar por la rabia y me arrepiento de muchas de las cosas que hice desde que tenía unos doce años hasta… Bueno, puede que todavía esté en un periodo activo de arrepentimiento. No cabe duda de que sigo intentando redimirme.

Sin embargo, creo que mudarme a Escocia fue una buena decisión y lo volvería a hacer. Estar sola me dio el espacio que necesitaba. Jamás me imaginé lo mucho que me ayudaría a madurar y a aclarar las ideas. Volví a Austin con veinte años siendo mejor persona.

Me matriculé en la Universidad de Texas para hacer un máster en Física. Me mudé con mi hermano y descubrí que no solo era un tío de puta madre, sino que además se le olvidaba constantemente darse de baja de los servicios de streaming, lo que me daba acceso a una cantidad infinita de entretenimiento. Volví a ponerme en contacto con algunos de los amigos del instituto a los que había abandonado en mi afán por escapar, incluida Jade. Volví a patinar sobre hielo, me hice voluntaria en la pista de patinaje local y les enseñé lo básico a unas cuantas niñas, aprendí que me gustaba restaurar muebles viejos, me apunté a clases de yoga con cabras e iba al menos dos veces por semana. «Has construido una vida adulta bonita sobre las ruinas de una adolescencia turbulenta», me dijo una vez mi psicóloga, y me gusta esa imagen mental. La idea de la vida como algo sobre lo que puedo elegir, que puedo cultivar, cuidar y mejorar día a día. Ser consciente y sensata, en lugar de estar a la que salta.

Y entonces, hace poco menos de un año, mi tutor del máster se puso en contacto conmigo para hablarme de la posibilidad de hacer unas prácticas. Física computacional. Dinámica de fluidos. La luna Io de Júpiter y todos sus volcanes activos. Justo lo que buscaba.

Si aceptaba, tenía que mudarme a los suburbios de Ginebra.

—Es una oportunidad increíble —dijo Eli cuando se lo conté. Tenía la misma sonrisa que ese día que ganó un partido de hockey de la liga recreativa. Estaba orgulloso. Exultante. Complacido—. Ser científica asociada en el Centro Europeo para la Investigación Nuclear te daría derecho a presumir el resto de tu vida, Maya. No se puede llegar más lejos, a partir de ahí todo es cuesta abajo.

—Puede ser. Pero la última vez que me mudé tan lejos fue porque estaba furiosa. Prácticamente me fui dando un portazo. Siento que volver a irme es como…, no sé.

Él enarcó una ceja. Me agarró del hombro con su pesada mano.

—No es lo mismo. Para nada. Te vas para perseguir un objetivo, no porque estés huyendo.

No se equivocaba. Sin embargo, lo cierto es que Eli no tenía toda la información.

Y sigue sin tenerla a día de hoy.

—Bene? —pregunta el conductor, mirándome desde el retrovisor y señalando el aire acondicionado. Gira por una calle y el pequeño ambientador con forma de árbol oscila de un lado a otro. «Arbre Magique», proclama con alegría—. Più freddo?

Digo que no con la cabeza y sonrío, y con eso me gano el segundo guiño del día.

¿Estamos flirteando? ¿Acaso estoy a punto de embarcarme en un tórrido romance con un vigoroso septuagenario (o un quincuagenario algo demacrado)? No tendré yo una tendencia un poco tóxica a que me gusten los hombres mayores, ¿no? ¿Seré…?

—Es impresionante, ¿a que sí? —pregunta Avery, y siento alivio de que alguien me haya sacado de esa espiral de pensamientos.

—Sí. Cuesta creer que exista un sitio tan bonito.

Casi hemos llegado a Taormina, nuestro destino final, que está a solo una hora del aeropuerto. A pesar de mis innumerables escapadas de fin de semana por toda Europa durante la carrera, todas posibles gracias a una gran oferta de billetes de avión baratos y albergues aún más baratos que siempre parecían estar a cero coma de acabar en orgías, nunca he estado en el sur de Italia ni en ninguna de sus islas. Cuanto más nos alejamos de Catania, más pego la frente a la ventanilla. Pasamos colinas cubiertas de olivares y viñedos frondosos y abundantes bajo el sol de última hora de la mañana. Casi me siento insultada. Los cultivos se convierten en pueblos de piedra blanca, seguidos de espesos bosques, para luego…

Dios mío, el océano.

—¿Cómo se llamaba este mar? —le pregunto a Avery mientras contemplo cómo la luz se refleja en el agua. No es el Tirreno. Tampoco me refiero al Mediterráneo—. ¿Joniano?

—Jónico —me corrige.

Su tono es delicado, propio de la gente inteligente y equilibrada que no quiere que los demás se sientan ignorantes o inferiores. Lleva una hora siendo la elegancia personificada. Tiny también la adora, y ella le corresponde. Lo sé porque, cuando le ha dado un beso en la mejilla con su lengua llena de babas, ella ni siquiera ha hecho ademán de apartarse. Necesito que esta mujer haga algo objetable cuanto antes. Así es imposible formarse una mala opinión sobre ella. Me niego a que me caigas bien, Avery. Deja de ser tan maravillosa.

—Eso. ¿Es la primera vez que visitas la isla?

Ella asiente y dice:

—Lo que voy a hacer a continuación dejará mucho más en evidencia mi faceta como empollona de lo que normalmente estoy dispuesta a mostrar, y más en presencia de alguien a quien acabo de conocer, pero… —Saca un libro de su bolso de piel sintética. El lomo está lleno de arrugas y agrietado, como si se lo hubiera leído unas cuantas veces. Es una de esas guías de viaje de antaño, de las que se usaban antes de que existiera la posibilidad de tener internet en todas partes. Cuento docenas de post-its que sobresalen de las páginas. Taormina, proclama el título.

Se me curvan los labios.

—Eso es de ser muy empollona, sí. Por favor, dime que no la has llenado de anotaciones.

—Ah. —Parpadea sorprendida. Su expresión se vuelve confusa y dolida, pero intenta disimularlo—. Em…, no. Solo he añadido un puñado de comentarios.

—Bien. Porque eso sería de ser muy… —saco algo de mi mochila— rarita.

Es la misma guía. Misma editorial, mismo título. Un poco más deteriorada, dado que prefiero marcar las páginas doblando las esquinas, pero también hay post-its amarillos llenos de comentarios sobresaliendo en todas direcciones: «Jardín botánico, a Rue le encantaría»; «Pasear por aquí si es posible»; «Comprobar si este sitio sigue abierto». Avery se queda mirándolo y levanta la vista con una sonrisa justo cuando el coche se detiene frente a una casa de campo. Veo a dos hombres fuera y se me revuelve el estómago.

—¿Acabamos de convertirnos en mejores amigas? —pregunta con una sonrisa.

Me temo que eso es exactamente lo que acaba de pasar.

Capítulo 3

Mi hermano nos espera en una mesa del patio adoquinado, sentado a la sombra de una celosía de madera cubierta de buganvillas fucsias, con una mano sobre los ojos y la cabeza echada hacia atrás por la risa. Enfrente de él está Conor Harkness, que sigue narrando lo que sea que le está haciendo tanta gracia a Eli.

Bueno, está bien así. Es mejor enfrentarme a él ahora, nada más empezar las vacaciones. Una vez superada la primera interacción con Conor, se habrá marcado el tono y el resto será coser y cantar. Estoy segura de que él quiere lo mismo: un acuerdo mutuo y tácito según el cual nos trataremos con educada indiferencia y fingiremos que lo único que nos une es el vínculo con Eli.

—Increíble —dice Avery, todavía en el asiento trasero del coche.

—¿El qué?

—Hark llevando algo que no es un traje de negocios desenfadado. El apocalipsis está más cerca que nunca. —Abre la puerta y sale. Tiny la sigue, pisoteándome para correr a los brazos del único humano por el que nos enterraría a todos en una zanja.

Salgo del coche a tiempo para ver cómo aborda a mi hermano con toda la violencia desenfrenada de su amor.

—Han pasado menos de cuarenta y ocho horas desde la última vez que lo viste —murmuro para mis adentros, a pesar de no poder contener la sonrisa—. Ten algo de dignidad, Tiny.

Entonces, por encima del zumbido hipnótico de las cigarras, oigo una voz desconocida.

—No creo que sea tan descabellado esperar que, si mi empresa envía un memorando de información, el director le pida a su equipo que lleve a cabo ciertos procesos y elabore una presentación. ¿Me equivoco, Hark? —Las palabras proceden de un teléfono puesto en altavoz que está boca arriba en medio de la mesa.

—¿Está hablando con…? —le susurra Avery a Eli, que consigue asentir a pesar de los vigorosos lametones de Tiny.

—Así es.

Ella sonríe.

—Pobre Molnar. ¿Está vivo? ¿Deberíamos empezar a cavar una tumba?

—Aún no, pero me preocupa su salud mental.

—Pues sí, te equivocas —contesta Conor mirando el teléfono. Cualquiera diría que está hablando con un niñato que acaba de mear en su jardín. Su expresión es una mezcla rara entre cansancio y asco que solo la gente que viene de buena familia es capaz de lograr. Su perfil, que hubo un tiempo en el que me asombraba lo suficiente como para obligarme a buscar información sobre lo que era el hueso cigomático y su relación con el maxilar, es idéntico a como era la última vez que lo vi. Debe de haberse afeitado hace poco. Esta mañana, tal vez—. Pero una equivocación la puedo perdonar, Tomas. El problema es lo profundamente tedioso que ha sido todo este proceso.

Eli hace una mueca. Le hace gracia la situación. La sonrisa de Avery también se ensancha.

—No voy a pedirles a mis vicepresidentes ni a mis analistas que pierdan una semana haciendo análisis ad hoc y preparando un puto collar de macarrones para que tú puedas colgártelo del cuello —continúa Conor—. Si quieres fingir que sabes jugar al juego de las inversiones de capital, hazlo en tu tiempo libre. Nosotros, con solo echar un vistazo, ya sabemos si los beneficios alcanzarán el umbral que buscamos.

—Las cosas no funcionan así, Hark.

—Así es como funcionamos nosotros. Nuestro proceso de selección es riguroso y no vamos a respaldar un estado de resultados como el vuestro solo porque el novio de tu hija quiera un poco de dinerito para empezar una startup que nunca generará suficiente cuota de mercado para ser sostenible.

—Como socio, tengo derecho a opinar sobre…

—En este caso, con un conflicto de intereses de tal calibre, no. Y menos si nadie respalda el acuerdo. Eres un socio comanditario, nada más. Existen unas cosas llamadas palabras. Y cada una tiene su significado.

Eli y Avery intercambian risas silenciosas y yo desvío la mirada para contemplar el paisaje. Es tan impresionante que el acento irlandés de Conor se desvanece hasta quedarse en un rincón remoto de mi cerebro.

Villa Fedra, donde se alojará la comitiva nupcial, se construyó en lo alto de una colina. Como la mayoría de las casas históricas de Taormina, se alza sobre un acantilado, según mi guía de viaje, para defenderse de los ataques piratas y aprovechar al máximo la brisa en los sofocantes veranos sicilianos. Sabiendo eso, me esperaba que el paisaje fuera algo escarpado, pero no hasta este punto. La caída del acantilado rocoso es abrupta y sus piedras se convierten en estrechas playas de arena blanca justo antes de la interminable extensión de mar.

El Jónico, como bien he aprendido hoy.

Es demasiado bonito. El agua turquesa y los árboles verde oscuro contrastan tanto que parece una postal generada por inteligencia artificial. Cuando me alejo unos metros del coche y me inclino hacia delante, con las palmas apoyadas en la balaustrada de piedra pensada para evitar que los visitantes pasados de copas se precipiten por el acantilado, una ráfaga de viento me da en la cara.

Mi cerebro semicomatoso por el jet lag se da cuenta de que este lugar existe de verdad. Por inverosímil que parezca, estoy aquí. Y girar la cabeza hacia el suroeste hace que me cuestione aún más la realidad, porque a lo lejos se alza el monte Etna. El volcán más activo de toda Europa. Una presencia omnipresente, con un perfil ligeramente inclinado. Se eleva miles de metros hacia arriba, culminando en un pico negro que es a la vez aterrador y majestuoso.

—Qué pasada —susurro hablando conmigo misma, con el volcán, con el aire, con el paisaje costero de Sicilia.

—¿Verdad? —A mi lado, Eli apoya los codos en la barandilla. Tiny va detrás, pisándole los talones, mientras descubre nuevos olores con entusiasmo—. Me he sentido sucio y feo desde que llegamos.

Me vuelvo para echar un vistazo a la villa, observar la hiedra y las glicinas que decoran su fachada blanca, y compararla con la casa donde crecimos. La nuestra no le llega ni a la suela de los zapatos.

—Ahora me doy cuenta de que nos criamos en un cuchitril infestado de ratas.

—Y ni siquiera éramos conscientes.

—¿Qué clase de padres negligentes se olvidan de plantar un huerto de cítricos en el patio? —Alargo la mano hacia el árbol que tengo a la izquierda, plantado en una maceta de cerámica de colores, y acaricio con la punta de los dedos una hoja brillante. Al apartarla, descubro un limón redondito, jugoso y un poco obsceno. Su aroma perfuma el aire que nos rodea, mezclándose con el de la salmuera y algo que me recuerda al… tomillo. El matorral que se asoma por el acantilado, como si intentara huir de nosotros, es tomillo silvestre. Estoy enamorada—. Cuidado, Eli. Rue podría abandonarte y fugarse con este limón.

—Llegas tarde. El limón y yo ya hemos planeado fugarnos juntos.

Sonrío y él me pasa un brazo por el hombro para estrecharme contra él. Mi hermano y yo no solemos abrazarnos mucho, pero hoy tengo muchas cosas en la cabeza y esto me reconforta.

—Me alegro de que hayáis decidido celebrarlo aquí. Sé que me quedé boquiabierta cuando me dijiste que no ibais a hacer cola durante seis horas en la Secretaría del Condado de Travis para intercambiar anillos hechos con botellas de plástico, pero la verdad es que esto me parece…

—Más que un plan improvisado, ¿no? —Asiento mientras se echa para atrás—. Como si realmente hubiera aparcado el trabajo y me hubiese centrado en planificar cómo celebrar y reconocer ante el mundo que estoy enamorado de Rue.

—Si sigues así, voy a vomitar —espeto, pero se me escapa la risa cuando intenta darme un coscorrón—. Aunque no tiene pinta de que hayas aparcado el trabajo.

—No te equivoques. Yo lo he aparcado. Es Hark el que es físicamente incapaz de no revisar el correo electrónico. Tampoco me parece mal, ya que verlo peleándose con otros inversores me resulta de lo más entretenido.

Desvío la mirada.

—¿Dónde están los demás? Pensé que Avery y yo seríamos las últimas en llegar.

—Así es. La mayoría está recuperando horas de sueño. Algunos han ido al centro del pueblo y Rue está dando un paseo por la playa con Tisha.

Echo un vistazo al acantilado. Ahí sigue, empinado y medio cubierto de musgo y arbustos.

—¿Se han tirado desde aquí?

Señala un lugar algo más alejado de la costa, donde la pendiente es menos pronunciada. Alguien tuvo la gran idea de construir ahí unas escaleras de piedra, incrustadas en la densa roca de color naranja tostado. Va haciendo zigzag hasta terminar en lo que parece una playa privada.

—Ah, entiendo.

Sigo la línea de la costa con los ojos y entonces la veo. Justo ahí, en la bahía, a solo unos cientos de metros mar adentro, hay un pequeño islote rocoso cubierto de una exuberante vegetación.

—Santo cielo. No pensé que estaríamos tan cerca. ¿Eso es…?

Eli asiente.

—Isola Bella.

Cuando leí por primera vez sobre ella, mi único pensamiento fue que los lugareños podrían haber puesto un poco más de su parte a la hora de escoger un nombre. Sin embargo, ahora que la veo, considero que la simplicidad tiene su puntito. Y es que, desde luego, es toda una belleza. Bueno, y también una isla, claro. Al menos eso creo. Tiene forma de montículo, es redondeada y con un contorno dentado de tonos verdes y grises. Está completamente rodeada por el mar. La única excepción es una fina franja de arena, o más bien de minúsculas piedrecitas, que la conecta con tierra firme.

—¿Ahora mismo hay marea alta?

Eli se encoge de hombros.

—No sé. ¿Por?

—Baja —dice una voz grave desde detrás de nosotros—. El banco de arena estaba cubierto de agua esta mañana.

Bueno, supongo que lo he pospuesto tanto como he podido.

Exhalo, adopto una expresión serena y me doy la vuelta.

—Hola, Conor —digo con un tono alegre. Lo cual es… una elección consciente, dado que casi todo el mundo le llama Hark.

La costumbre, supongo.

—Maya —responde.

No «Hola, Maya». Ni «Ey, Maya». Está claro que no es el tipo de persona que siente la necesidad de poner tres mil signos de exclamación en sus correos electrónicos para denotar entusiasmo. Conor apenas sonríe, aunque me niego a tomármelo como algo personal. Así es él: brusco, impaciente, a veces mezquino. Quizá se deba al hecho de haberse criado en una familia emocionalmente distópica. A lo mejor es una estrategia comercial y se presenta tan intenso, tan intimidante y tan cascarrabias para encarnar al típico ricachón. Siempre he dado por hecho que los trajes tenían gran parte de culpa, pero ahora mismo solo lleva unos pantalones de color whisky y una simple camiseta blanca. Con todo, nadie jamás lo confundiría con un desarrollador de software o un profesor de filosofía.

Para ser sincera, ni siquiera es mi tipo. Demasiado estresado. Demasiado incapaz de dejarse llevar. Demasiado cabezota. Demasiado gilipollas.

Y, sin embargo, llevo tres años enamorada de él.

Yo siempre he sido un poco terca, pero esto ya roza la locura. La demencia. El autosabotaje. Mi cerebro se encaprichó con él cuando tenía veinte años, y aquí sigo. Todavía. A pesar de todo lo que ha pasado desde entonces.

Hubo una época en la que los profesores llamaban a mi hermano para decirle lo lista que era, y mírame ahora. Más tonta y no nazco.

—¿Qué tal el colegio? —me pregunta.

Tiene un don para hacer preguntas «inocentes» con el objetivo de ponerme en mi sitio. Que, en su cabeza, es la piscina infantil. Lejos de los adultos. De él.

—De maravilla. —Sonrío, esforzándome por ignorar la forma en que Avery le apoya la mano en el dorso del brazo, propia de dos personas que se tienen mucha confianza. Sabías que esto pasaría, me recuerdo. Y el contacto físico es algo totalmente normal entre personas que disfrutan de su compañía mutua. No recuerdo la última vez que lo toqué—. Avery, ¿has visto lo cerca que está Isola Bella? —le pregunto a mi nueva amiga.

—¡Sí! Me muero de ganas de ir a explorar. —Frunce el ceño—. Aunque también me da un poco de miedo. Nadar no es mi fuerte.

—Podemos ir juntas —propongo.

—Me parece una buenísima idea.

—Había pensado en ir más tarde, tal vez después de echarnos una siesta y…

—Por el amor de Dios, Maya —se ríe Eli—. Vamos a estar por aquí una semana entera y todavía tenemos que planear las actividades. Aprovecha para descansar hoy y recuperarte del jet lag. Vamos, te voy a enseñar cuál es tu habitación. —Acepta una maleta que le ofrece el chófer y se dirige hacia el pórtico, pasando entre dos columnas blancas acanaladas. Tiny le sigue.

Me encantaría hacer lo mismo, pero…

—Ay, Eli, esa maleta es la mía —dice Avery, corriendo tras él.

—Ah, vaya. Bueno, pues te enseño cuál es la tuya. Hark, ¿te importa llevarle tú el equipaje a Maya? Todas las habitaciones que tienen la puerta abierta están libres, asígnale la que quieras.

Conor no responde. Sin embargo, le da unos billetes al conductor, intercambian unas cuantas palabras que no entiendo y coge mi bolsa.

Qué bien. Qué bien todo.

—¿Hablas italiano? —le pregunto con un tono jovial. Consigo no sonar como si quisiera arrancarme el bazo aquí mismo y desangrarme delante de todos, y eso me hace sentir orgullosa.

—Sí.

—¿Es porque…? Espera, ¿esa niñera de la que me hablaste era italiana? ¿La que colgaba jamones en la ducha?

—A Lisa no le habría hecho nada de gracia que pienses que ella se rebajaría a comer otra cosa que no fuera prosciutto.

Entramos en el vestíbulo de mármol y se hace el silencio entre nosotros.

—¿El jamón y el prosciutto no son lo mismo? —pregunto en voz baja, ya que no soporto el silencio. Vamos, Conor, pienso. Pon un poco de tu parte. Tengamos la fiesta en paz. Seamos desconocidos cordiales lo que queda de semana—. ¿Acaso hay alguien capaz de distinguirlos?

—El prosciutto es un tipo de jamón —espeta. No es tajante, pero sí escueto.

—Ah.

Al menos ya estamos dentro. Y si hay algo que se me da de lujo para compensar la falta de conversación es señalar los impresionantes detalles arquitectónicos de un ostentoso edificio de tres plantas del siglo xix.

—Mira ese fresco. —Silencio—. Estoy flipando con lo elaborado que es el diseño del techo. —Silencio—. Me pregunto si esa lámpara de araña todavía funciona.

Es molesto, y quizá también humillante, que Conor solo responda a preguntas directas. Deja que yo siga diciendo tonterías para llenar el silencio mientras me lleva escaleras arriba. Lo sigo. Observo sus hombros atléticos, propios de alguien que practicó remo en su juventud. Carga mi bolsa como si no pesara nada. Su espeso pelo castaño oscuro tiene más canas que la última vez que lo vi y su ceño fruncido me empuja a seguir parloteando un poco más.

—Las puertas acristaladas me dan la vida. ¿Crees que alguien se daría cuenta si mango esa alfombra? ¿Eso es una puta biblioteca?

Estoy segura de que hay personal trabajando en algún lugar de estas instalaciones, pero no nos cruzamos con nadie. Eli debe de haber elegido una habitación en la segunda planta para Avery, tal vez al lado de la de Conor. Eso explicaría por qué el susodicho me hace subir hasta la tercera. Siempre ha tenido una capacidad para evitarme digna de mención.

—¿Te parece bien esta? —pregunta señalando una puerta e interrumpiendo mi monólogo sobre el suelo de mosaico del pasillo. En la cerradura hay una llave antigua, plateada y ornamentada. Asiento y entra a dejarme la bolsa.

—Muchas gracias. Eli tenía razón, estoy agotada. Será mejor que me eche una siesta antes de que me desplome de cansancio. —Es una clara invitación a que se marche, pero Conor decide cerrar la puerta.

De repente, su mirada es más severa.

Yo me quedo un poco a cuadros.

Un poco del todo, porque entonces me pregunta:

—¿Te has metido algo?

—¿Que si…? —Parpadeo. No estoy segura de haber oído bien la pregunta—. ¿Perdón?

—¿Te has metido algo? ¿Algún tipo de estimulante? ¿Está de moda hacerlo cuando tienes que coger un vuelo internacional o algo?

—Yo no… Espera, ¿qué?

—No voy a chivarme, pero si hubiera algún problema…

—No. ¿Por qué coño crees que me he drogado?

Da un paso hacia mí, obligándome a inclinar el cuello hacia atrás. Siempre ha sido demasiado alto para mi comodidad, tanto física como espiritual.

—Vas acelerada. Tienes las pupilas dilatadas. Has estado hiperactiva e inquieta desde que has salido del coche, no has cerrado el pico…

—Yo soy así.

Se ríe. Ese sonido oscuro inunda la habitación.

—Maya.

Hay tantas cosas detrás de esa palabra… «Venga ya, Maya». «Maya, sé perfectamente cómo eres». «Te conozco, Maya».

Y sí. Es cierto. Me conoce. Por eso debería saber que no me drogaría en la boda de mi hermano.

—No me he metido nada. Y podrías ser un poco más agradecido.

Frunce el ceño.

—¿Agradecido con quién?

—Conmigo. Por intentar ponértelo fácil.

—¿Fácil? —Suelta un resoplido de incredulidad—. Nunca en tu vida me has puesto nada fácil.

—Pero podría.

—Maya. —El mismo tono. Niega con la cabeza y me mira como si la posibilidad de que yo quiera fingir que no hay tensión ni incomodidad entre nosotros fuera absurda—. Duerme un poco. Y deja de comportarte como una niñata. Eso no es ponérmelo fácil. —Se da la vuelta para irse. Ni siquiera está lo bastante molesto como para enfadarse. Se limita a tratarme con el mismo desdén de siempre.

Y es entonces cuando decido que, si quiere guerra, tendrá guerra. Ahora sí que se lo voy a poner difícil.

—Fue por Avery, ¿verdad?

Se queda inmóvil de espaldas a mí.

—¿Qué?

—Ella fue la razón por la que dejaste de hablarme.

Capítulo 4

Conor se da la vuelta muy muy despacio.

Lo suficientemente despacio como para que a mí me dé tiempo de poner una cara neutra, que no muestre lo enfadada ni lo dolida que me siento.

Ahora él también está recordando nuestra última conversación. Sus palabras por teléfono: concisas, formales, definitivas. El largo silencio antes de que lograra reunir el valor para responderle. Mi risa incrédula. «Estoy empezando a salir con alguien, Maya. Y me preocupa que pueda malinterpretar la relación que tenemos tú y yo».

Le colgué. Y me arrepentí al ver que no volvía a llamarme, ni esa noche ni ninguna otra en los diez últimos meses. Está claro que mis problemas de ira están vivitos y coleando.

Me bastó con hacerle una pregunta a Eli como quien no quiere la cosa para averiguar que ese «alguien» era Avery, pero hasta ahí llegaron mis descubrimientos sobre la relación. Conor no es el tipo de persona que sube fotos después de un fin de semana romántico por la costa, más que nada porque no tiene redes sociales, y seguir indagando solo habría provocado que Eli sospechara.

Intenté contactar con él después de un tiempo. Al fin y al cabo, éramos buenos amigos. A pesar de su miedo a que se malinterpretara nuestra relación, siempre habíamos tenido un vínculo explícitamente no romántico. Pero Conor no es tonto. En lugar de coger las llamadas, me respondía con mensajes que dejaban una cosa muy clara: estaba ahí si lo necesitaba, pero prefería transferirme un millón de dólares antes que mantener una conversación de cinco minutos conmigo.

Y hoy, después de casi un año de silencio, nuestros ojos se encuentran y dice con cautela:

—Avery y yo no estamos juntos desde hace meses.

—Lo sé. —Sonrío a pesar del sabor amargo que tengo en la boca—. Resulta que hace un par de semanas vinieron Minami y Sul a casa y empezaron a hablar de vosotros dos. Dijeron que era una pena que la cosa no hubiese funcionado. Que pensaban que era solo porque no había sido el momento adecuado. Están seguros de que este viaje os volverá a unir.

Conor cierra los ojos y se le ensanchan las fosas nasales de la rabia. No hay que olvidar que tiene casi tan mal genio como yo.

—Va siendo hora de que todo el mundo deje de meterse donde no le llaman.

Me fuerzo a encogerme de hombros.

—Entiendo por qué piensan así. Avery es muy maja. Y apropiada para tu edad, ya de paso.

—Maya.

—Por cierto, ¿cuántos años tiene? —Ahora soy yo la que se cruza de brazos. La que da unos pasos hacia él. Esta conversación puede ser peligrosa. En mi afán por lograr que le duela tanto como a mí, puede que haya ignorado mi instinto de supervivencia—. Solo pregunto porque ambos sabemos que consideras un requisito fundamental que no haya diferencia de edad para que una relación tenga éxito.

—Maya.

—¿Qué? —Inclino la cabeza—. Somos amigos. Creo que es normal que sienta curiosidad. Me encantaría saber qué es lo que le ha gustado a mi amigo de esta chica que…

—Precisamente eso: que no es una chica. —Aprieta la mandíbula. Cuando vuelve a hablar, noto la ira que esconde su tono—. Nada de esto es relevante. Avery y yo somos compañeros de trabajo y amigos. La razón por la que estoy aquí es para celebrar la boda de Eli. Tengo el mismo interés en reanudar mi relación con ella como el que tengo en retomar el contacto contigo, es decir: ninguno.

Es un puñetazo en el estómago. Les ordeno a todos mis músculos faciales que se queden inmóviles, pero esa última palabra me golpea con tanta fuerza que me tambaleo un poco hacia atrás.

Conor se da cuenta. Da media vuelta, los tendones de su cuello de repente ya no están tensos.

—Por el amor de Dios, Maya. —Se pasa una mano por la cara. Por un instante, parece tan destrozado como yo—. Hablamos por última vez hace casi un año. Has estado viviendo en el extranjero durante meses. Eres… Lo tienes todo a tu favor.

—¿Qué tiene que ver eso? —Odio lo débil que suena mi voz.

—Esperaba que lo hubieras superado.

—¿Superado el qué?

—Que te importara tanto…

—¿Que me importaras tanto tú, Conor? —Niego con la cabeza, riendo. Me hace gracia de verdad—. Por curiosidad, ¿acaso crees que mi cerebro aún no es capaz de formar recuerdos a largo plazo? ¿O que no tengo la capacidad de sentir emociones que…?

—Basta —me interrumpe con brusquedad. Me clava la mirada en los ojos y añade—: Me voy, pero que sepas que sigo convencido de que te has metido algo.

—No me…

—Y —me corta—, la próxima vez que nos crucemos, espero que ya se te haya pasado el colocón y dejes de comportarte como una niñata malcriada, ya que tanto te gusta recordarme que no lo eres.

Da media vuelta y empieza a andar hacia la puerta.

—Conor. —Como no se detiene, continúo—: Eras mi mejor amigo. Y yo tu mejor amiga. Siempre me vas a importar. No hay forma de cambiar eso.

Por un breve instante, me parece que capto una pizca de vacilación, un titubeo en sus movimientos, aunque puede que solo sea cosa de mi imaginación, ya que no se digna a girarse para mirarme. Me deja ahí sola, con el puño cerrado, los dientes apretados y murmurando un «joder» en voz baja.

A menudo tengo la sensación de que Eli y Conor llevan más tiempo siendo mejores amigos que Eli y yo siendo hermanos.

Aunque no es así, claro. Eli es unos catorce años mayor que yo, pero se fue a jugar al hockey a una universidad de Minnesota cuando tenía diecisiete o así y yo aún no había cumplido los cuatro, lo que significa que en algún momento de principios de la década de los 2000 vivimos bajo el mismo techo. Durante varios años. Por desgracia, no recuerdo gran cosa. De hecho, solo tengo dos recuerdos de Eli de cuando era pequeña: que me llamaba «calabacita» y aquella vez que discutió con papá y dio un portazo tan fuerte que se cayó un cuadro de Bob Esponja y Calamardo cogidos de la mano que tenía colgado en mi habitación.

Quizá que mis padres murieran pronto fue lo mejor, porque no estoy segura de que hubieran podido soportar verme convertida en una adolescente tan encantadora como lo había sido Eli. Nótese el sarcasmo. Un ser humano es capaz de pasar esa penitencia una vez, pero ¿dos en menos de dos décadas? Me gusta pensar que, si hay vida después de la muerte, en estos momentos mis padres están brindando con piña colada, aliviados por no haber tenido que repetir.

Si lo que me contaban era cierto, los pasatiempos favoritos de Eli cuando era joven se resumían en: discutir con papá, cabrearlo y provocarle infartos. A mí me parecen cosas típicas de la edad, pero, después de que mi hermano se mudara, papá hablaba de él como si fuera la semilla del diablo infiltrándose en nuestro sagrado e indefenso hogar, y… Bueno, sí que es cierto que mi padre podía llegar a ser un hombre difícil. Aunque no para la niñita de sus ojos. Me llamaba «princesa traviesa» cuando venía a hacerme cosquillas cada vez que yo fingía estar molesta por lo fuertes que eran sus estornudos o por los constantes comentarios sarcásticos sobre mis programas de televisión favoritos (los cuales siempre se paraba a ver conmigo cuando pasaba por el salón). Con Eli, sin embargo… Digamos que no culpo a mi hermano por contar con los dedos de las manos las veces que vino a visitarme después de mudarse. A fin de cuentas, yo hice lo mismo cuando me fui a estudiar a Escocia.

No sé si Eli realmente llegó a soñar con convertirse en jugador profesional de hockey. Lo que sí sé es que, durante la carrera, se dio cuenta de que le encantaba la investigación biomédica y, después de graduarse, dio un giro de ciento ochenta grados y pasó de ser un amante del deporte a ser… un amante del deporte que juega con pipetas. Volvió a Austin, pero la frecuencia de sus visitas no aumentó. En lugar de eso, empezó un doctorado en Ingeniería Química en la UT y allí fue donde conoció a Conor, que iba un año por delante, y a Minami, que ya se había doctorado. Los tres se hicieron amigos enseguida.

Tras la muerte de mis padres, cuando Eli se convirtió en padre soltero de la noche a la mañana, Minami y Conor fueron de gran ayuda. No estoy segura de si estaría aquí de no ser porque Minami le dijo a mi hermano que quizá tener cuarenta grados de fiebre era motivo más que suficiente para llevarme a urgencias, o porque Conor tomó el relevo para que Eli pudiera llevarme al hospital (y probablemente también se encargó de pagar la factura médica).

Después de aquello, pasaron un montón de cosas. Detrás hay una historia; una con más perspectivas que un prisma. Ha ido cambiando a lo largo de los años y, de alguna manera, involucra a Rue mucho antes de que ella y Eli se conocieran en una aplicación de citas. Por desgracia, nadie se atreve a contármela, y yo paso de seguir preguntando. Un resumen general sería: a Eli, Conor y Minami los expulsan de la UT de malas maneras; Conor y Minami se enamoran, aunque Minami después se desenamora y se casa con otra persona. (¿Por eso Conor es un imbécil? No. Me niego a culpar a una mujer de que un tío tenga un comportamiento de mierda, aunque sí que me culpo a mí misma por seguir sintiéndome atraída por él a pesar de saber que no debería); Eli, Conor y Minami crean Harkness, una empresa de capital biotecnológico; empiezan a llegar los beneficios.

A medida que la empresa crecía, sufrió muchos bandazos financieros. Pasé de ser una niña a la que le decían: «Podemos ir a Disneyland si ahorramos durante un par de años», a una preadolescente a la que le decían: «El banco nos ha embargado la casa, hoy no puedo darte dinero para el almuerzo, pero toma, cómete este bocadillo que te he preparado», antes de llegar a la adolescencia y tener que escuchar: «Así es, puedo pagarte la matrícula de la universidad, sea cual sea».

A Harkness le va bien. Durante la primera década, más o menos, los socios al frente fueron Eli, Conor, Minami y su marido, Sul. Luego, hace un par de años, Eli conoció a Rue y decidió reducir sus horas de trabajo para poder… contemplarla embobado, creo. Entonces Minami y Sul tuvieron a Kaede, la niña más adorable del mundo mundial. Fue entonces cuando empecé a oír el nombre de Avery.

«Por su formación y experiencia, es perfecta para el puesto. Es amiga de Minami desde hace años. Ha trabajado para las mayores empresas de asesoramiento estratégico del país. Llevamos años colaborando con ella y nos gusta su estilo. Acaba de terminar una relación larga y le encantaría cambiar de aires. Está cansada de la costa este, está pensando en mudarse a California».

«O a Austin».

Avery se hizo cargo de las labores de Minami y Sul mientras estaban de baja de paternidad. Sin embargo, unos meses más tarde, cuando les tocaba volver al ruedo, anunciaron que, tras traer al mundo a «la niña más mona del universo» (estoy totalmente de acuerdo), les apetecía pasar tiempo con ella. «Mucho tiempo. Todo el rato, a poder ser». Y, como habían comprobado que la combinación de sus genes había dado como resultado al Bebé Más Mono del Universo, estaban pensando en tener otro pronto. Ambos estaban igual de involucrados en lo de ser padres y no tenían muy claro si volverían algún día a Harkness a tiempo completo.

Fue entonces cuando el puesto de Avery pasó a ser permanente.

Luego, unos meses más tarde, Conor, a quien por aquel entonces consideraba mi mejor amigo, me dijo que estaba empezando a salir con alguien. Y que si podía irme un poco a tomar por culo, básicamente.

Por supuesto que sí. Me mudé a Suiza y nunca jamás volví a pensar en él. ¿Conor qué? ¿Conor quién? No me suena.

—Tía —me dice una voz desde arriba—, es evidente que estás planeando cómo asesinar a alguien y, dado que no pienso interponerme entre tú y tu víctima, ¿podrías contarme los detalles? Quiero asegurarme de que tenemos algo a lo que aferrarnos en el juicio.

Capítulo 5

Levanto la vista del agua tranquila de la piscina y me bajo un poco las gafas de sol. De pie sobre la tarima de madera, con un cuerpo de supermodelo y un bikini amarillo chillón que contrasta de forma exquisita con su piel morena, está mi abogada favorita. Admiro sus piernas largas y firmes, su figura de reloj de arena, las ondas que le cubren los hombros. Detengo los ojos en el sombrero de ala ancha y mi ceño fruncido se convierte en una sonrisa de oreja a oreja.

Nyota. La hermana pequeña de Tisha, amiga de la infancia de Rue. Bueno, Nyota y Rue también son amigas a pesar de que el pasatiempo favorito de la primera sea ponerlas a las dos a caldo.

—No sabía que también llevabas casos penales —digo volviendo a subirme las gafas de sol.

—Mi especialización es el derecho concursal, pero está claro que me vas a necesitar después de la masacre.