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Una relación falsa entre dos científicos se topa con la irresistible fuerza de la atracción Olive Smith es una doctoranda de tercer año que no cree en las relaciones amorosas duraderas, pero su mejor amiga, Ahn, sí, y por eso Olive se ha metido en un lío monumental. A Ahn le gusta el exnovio de Olive, pero jamás daría el primer paso porque es una buena amiga. A Olive no le va a resultar nada fácil convencerla de que ha pasado página, puesto que los científicos necesitan pruebas. Por eso, como cualquier mujer con un mínimo de amor propio, se deja llevar por el pánico y besa al primer hombre con el que se encuentra para que Ahn la vea. Ese hombre es nada más y nada menos que Adam Carlsen, un joven profesor tan reputado por la calidad de su trabajo como por su imbecilidad. Así que Olive se queda de piedra cuando Carlsen accede a mantener su farsa en secreto y ser su novio falso. Sin embargo, después de que un importante congreso científico se convierta en un desastre y Adam vuelva a sorprenderla con su apoyo inquebrantable (y sus inquebrantables abdominales), su pequeño experimento se acerca peligrosamente al punto de combustión. Olive no tarda en descubrir que la única cosa más complicada que una hipótesis sobre el amor es analizar su propio corazón bajo el microscopio.
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Seitenzahl: 544
Veröffentlichungsjahr: 2022
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A mis mujeres CTIM: Kate, Caitie, Hatun y Mar.Per aspera ad aspera
hi-pó-te-sis (sustantivo)
Suposición o propuesta de explicación basada en pruebas limitadas que sirve como punto de partida para una investigación posterior.
Ejemplo: «Basándome en la información disponible y en los datos recogidos hasta el momento, mi hipótesis es que, cuanto más alejada me mantenga del amor, mejor me irá».
Sinceramente, Olive estaba un poco indecisa con todo aquel asunto de la escuela de posgrado.
No porque no le gustara la ciencia. (Sí le gustaba. Le encantaba la ciencia. La ciencia era lo suyo.) Ni tampoco por la carretada de evidentes señales de alarma. Era muy consciente de que comprometerse con años de semanas laborales de ochenta horas poco valoradas y mal pagadas tal vez no fuese bueno para su salud mental. De que pasarse las noches trabajando hasta la extenuación frente a un mechero Bunsen para descubrir un segmento de conocimiento trivial quizá no fuera la clave de la felicidad. De que probablemente dedicarse en cuerpo y alma a las actividades académicas, con solo algún que otro descanso esporádico para robar unos bocadillos que alguien hubiera dejado desatendidos, no fuese una elección sabia.
Era muy consciente y, sin embargo, nada de todo aquello la preocupaba. O tal vez sí, un poco, pero podía sobrellevarlo. Era otra cosa lo que la refrenaba de entregarse sin reservas al círculo más notorio y amargavidas del infierno (a saber, un programa de doctorado). La refrenaba, esto es, hasta que la invitaron a hacer una entrevista para el Departamento de Biología de Stanford y se topó con El Tío.
El Tío cuyo nombre nunca llegó a saber.
El Tío al que conoció tras entrar dando trompicones, a ciegas, en el primer baño que encontró.
El Tío que le preguntó:
—Por curiosidad, ¿hay alguna razón concreta para que estés llorando en mi baño?
Olive soltó un chillido. Intentó abrir los ojos a pesar de las lágrimas y lo consiguió a duras penas. Todo su campo de visión estaba desenfocado. Lo único que distinguía era una silueta acuosa: alguien alto, de pelo oscuro, vestido de negro y… ya. Nada más.
—Pues… ¿no es el baño de mujeres? —tartamudeó.
Nada. Silencio. Y luego:
—No.
La voz de El Tío era profunda. Muy profunda. Realmente profunda. Profunda como un sueño.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿De verdad?
—Bastante, teniendo en cuenta que este es el baño de mi laboratorio.
Vale. Ahí la había pillado.
—Lo siento mucho. ¿Tienes que…?
Señaló hacia el urinario, o hacia donde creía que estaban los urinarios. Le escocían los ojos, incluso manteniéndolos cerrados, y tenía que apretarlos con fuerza para aliviar el picor. Intentó enjugarse las mejillas con la manga, pero la tela de su vestido era barata y demasiado fina, ni la mitad de absorbente que el algodón de verdad. ¡Ah, las alegrías de la pobreza!
—Solo tengo que tirar este reactivo por el desagüe—contestó él, pero Olive no lo oyó moverse. Quizá porque ella le estuviera bloqueando el lavabo. O tal vez porque El Tío la hubiera tomado por un bicho raro y estuviese contemplando la posibilidad de echarle encima a la policía del campus. Eso pondría un final despiadadamente abrupto a sus sueños de doctorarse, ¿no?—. No lo utilizamos como baño, solo para tirar los residuos y lavar los utensilios.
—Vaya, perdón. Pensé…
Sin atinar. Había pensado sin atinar, como era su costumbre y maldición.
—¿Estás bien?
Debía de ser muy alto. Su voz le llegaba como de tres metros más arriba.
—Claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque estás llorando. En mi baño.
—Ah, no estoy llorando. Bueno, un poco sí, pero solo son las lágrimas, ya me entiendes.
—No, no te entiendo.
Olive suspiró y se dejó caer contra la pared de azulejos.
—Son las lentillas. Caducaron hace un tiempo, y tampoco es que antes fueran de muy buena calidad. Me han destrozado los ojos. Me las he quitado, pero… —Se encogió de hombros. Con un poco de suerte, mirando hacia donde se encontraba El Tío—. Tardan un rato en mejorar.
—¿Te has puesto unas lentillas caducadas?
Parecía personalmente ofendido.
—Solo un poco caducadas.
—¿Qué es «un poco»?
—No sé. ¿Varios años?
—¿Qué?
Pronunció aquella palabra de una forma tajante y precisa. Definida. Agradable.
—Solo un par, creo.
—¿Solo un par de años?
—No pasa nada. Las fechas de caducidad son para los cobardes.
Un ruido brusco, una especie de bufido.
—Las fechas de caducidad son para que no te encuentre llorando en un rincón de mi baño.
Salvo que aquel tipo fuera el mismísimo señor Stanford, tenía que dejar de llamarlo su baño.
—No es nada. —Olive le quitó importancia al asunto con un gesto de la mano. Habría puesto los ojos en blanco si no hubiera sido porque le ardían—. Por lo general, el escozor dura solo unos minutos.
—O sea, ¿que ya lo has hecho más veces?
La joven frunció el ceño.
—¿El qué?
—Ponerte lentillas caducadas.
—Por supuesto. Las lentillas no son baratas.
—Los ojos tampoco.
Hum. Buen argumento.
—Oye, ¿nos hemos visto antes? A lo mejor anoche, en la cena de presentación de los futuros doctorandos.
—No.
—¿No fuiste?
—No me van esos rollos.
—Pero ¿y la comida gratis?
—No compensa las charlas triviales.
A lo mejor estaba a dieta, porque ¿qué clase de alumno de doctorado decía algo así? Y Olive estaba segura de que El Tío estaba haciendo el doctorado; el tono altivo y condescendiente lo delataba. Todos los doctorandos eran así: se creían mejores que todos los demás solo porque tenían el dudoso privilegio de masacrar moscas de la fruta en nombre de la ciencia por noventa céntimos la hora. En el lúgubre y oscuro infierno del mundo académico, los alumnos de posgrado eran las criaturas más humildes y, por lo tanto, debían convencerse de que eran las mejores. Olive no era psicóloga clínica, pero le parecía un mecanismo de defensa bastante de manual.
—¿Has hecho la entrevista para incorporarte al programa? —quiso saber El Tío.
—Sí. Para la hornada de Biología del próximo curso. —Dios, cómo le quemaban los ojos—. ¿Y tú? —preguntó mientras se los apretaba con la palma de las manos.
—¿Yo?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—¿Aquí? —Un silencio—. Seis años. Más o menos.
—Ah. ¿Te queda poco para doctorarte, entonces?
—Pues…
Olive se percató de que El Tío vacilaba y se sintió culpable al instante.
—Espera, no tienes por qué contestar. La primera regla de la escuela de posgrado: no preguntes por los plazos de presentación de las tesis de otros alumnos.
Un segundo. Y luego otro.
—Cierto.
—Lo siento. —Ojalá hubiera podido verlo. Las interacciones sociales ya eran bastante complicadas de por sí; lo último que necesitaba era contar con menos pistas por las que guiarse—. No pretendía imitar a tus padres en Acción de Gracias.
El Tío dejó escapar una risa suave.
—No podrías ni aunque quisieras.
—Vaya. —Olive sonrió—. ¿Padres insufribles?
—Y Acciones de Gracias aún peores.
—Eso os pasa a los estadounidenses por abandonar la Commonwealth. —Tendió la mano hacia donde, más o menos, esperaba que estuviera su interlocutor—. Soy Olive, por cierto. Casi como el árbol.
Empezaba a preguntarse si no acabaría de presentarse al desagüe cuando lo oyó dar un paso hacia ella. La mano que se cerró en torno a la suya estaba seca, y caliente, y era tan grande que podría haberle rodeado el puño entero. Todo lo de aquel hombre debía de ser enorme. La altura, los dedos, la voz.
No le resultó del todo desagradable.
—¿No eres estadounidense? —le preguntó él.
—Canadiense. Oye, si por casualidad hablas con alguien del Comité de Admisiones, ¿te importaría no mencionarle mi percance con las lentillas? Creo que no me haría parecer una aspirante precisamente estelar.
—¿Eso crees? —dijo en tono socarrón.
Lo habría fulminado con la mirada si hubiera podido. Aunque a lo mejor no se le estaba dando tan mal conseguirlo, porque El Tío se echó a reír; no fue más que un resoplido, pero ella adivinó que era una risa. Y tampoco le resultó desagradable.
Cuando El Tío la soltó, Olive se dio cuenta de que se había quedado agarrada a su mano durante más tiempo del debido. Uy.
—¿Tienes pensado matricularte? —preguntó El Tío.
Ella se encogió de hombros.
—Puede que no me ofrezcan la plaza.
Pero había hecho muy buenas migas con la profesora que la había entrevistado, la doctora Aslan. Olive había tartamudeado y mascullado mucho menos que de costumbre. Además, su puntuación en el examen de acceso a la escuela de posgrado y la nota media de su expediente eran casi perfectas. A veces no tener vida resultaba útil.
—Vale, ¿tienes pensado matricularte si te ofrecen la plaza?
Sería tonta si no lo hiciera. A fin de cuentas, se trataba de Stanford, que tenía uno de los mejores programas de Biología. O, al menos, eso era lo que Olive se remachaba para ocultar la petrificante verdad.
Que era que, sinceramente, estaba un poco indecisa con todo aquel asunto de la escuela de posgrado.
—Pues… quizá. Debo decir que la línea que separa una excelente elección de carrera profesional y una cagada vital crítica se me está volviendo un poco borrosa.
—Parece que te inclinas más hacia la cagada.
Le dio la sensación de que El Tío estaba sonriendo.
—No. Bueno… Solo es que…
—¿Solo es que qué?
Olive se mordió el labio.
—¿Y si no soy tan buena? —le soltó.
¿Por qué, Dios, por qué estaba desnudándole los miedos más profundos de su secreto corazoncito a aquel tipo desconocido del baño? ¿Y qué sentido tenía, además? Cada vez que les exponía sus dudas a sus amigos y conocidos, todos le repetían automáticamente las mismas expresiones de ánimo trilladas y vacías. «Te irá bien. Puedes hacerlo. Yo creo en ti.» Seguro que aquel tío hacía lo mismo.
No tardaría mucho.
Estaba a punto.
En cualquier momento…
—¿Por qué quieres hacerlo?
¿Eh?
—¿Hacer… qué?
—Doctorarte. ¿Cuál es tu razón?
Olive carraspeó.
—Siempre he tenido una mente inquisitiva y la escuela de posgrado es el entorno ideal para estimularla. Me aportará importantes destrezas transferibles…
El hombre resopló.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué?
—No me sueltes la frase que has encontrado en un libro de preparación de entrevistas. ¿Por qué quieres tú ser doctora?
—Es cierto —insistió ella en un tono algo débil—. Quiero perfeccionar mis habilidades de investigación…
—¿Es porque no sabes qué otra cosa hacer?
—No.
—¿Porque no has encontrado trabajo en la industria?
—No… Ni siquiera he buscado trabajo en la industria.
—Ah.
Se movió, una figura grande y borrosa que se colocaba a su lado para tirar algo por el desagüe del lavabo. Olive captó un tufillo a eugenol, a detergente para la ropa y a piel masculina limpia. Una combinación extrañamente agradable.
—Necesito más libertad de la que puede ofrecerme la industria.
—En el mundo académico no tendrás mucha libertad. —Su voz le llegó desde más cerca, como si aún no se hubiera apartado—. Deberás financiar tu trabajo mediante becas de investigación ridículamente competitivas. Ganarías más dinero en un trabajo normal y corriente que te permita tomar en consideración el concepto de fin de semana.
Olive frunció el ceño.
—¿Intentas convencerme de que rechace la plaza? ¿Es una especie de campaña contra los que usamos lentillas caducadas?
—No. —Olive oyó su sonrisa—. Voy a hacer la vista gorda y a confiar en que solo haya sido un traspiés.
—Las uso muchísimo y casi nunca…
—En una larga línea de traspiés, claro está. —Suspiró—. A ver, la situación es la siguiente: no tengo ni idea de si eres lo bastante buena, pero esa no es la pregunta que deberías hacerte. El mundo académico es muchísimo esfuerzo a cambio de muy poca recompensa. Lo que importa es si tu razón para entrar en él es lo bastante buena. Así que, ¿por qué el doctorado, Olive?
La joven lo pensó, y lo pensó, y lo pensó todavía más. Y entonces habló con cautela.
—Tengo una pregunta. Una pregunta específica que quiero investigar. Quiero averiguar una cosa. —Listo. Se acabó. Esa era la respuesta—. Una cosa que me temo que nadie más descubrirá si no lo hago yo.
—¿Una pregunta?
Olive notó un cambio en el entorno y se dio cuenta de que ahora El Tío estaba apoyado en el lavabo.
—Sí. —Sentía la boca seca—. Algo que es importante para mí. Y… no confío en que lo haga nadie más. Porque nadie lo ha hecho hasta ahora. Porque…
«Porque ocurrió algo malo. Porque quiero hacer cuanto esté en mi mano para que no vuelva a suceder.»
Pensamientos intensos para tener en presencia de un extraño, en la oscuridad de sus párpados cerrados. Así que los abrió; seguía teniendo la vista borrosa, pero el ardor había desaparecido casi por completo. El Tío la estaba mirando. Quizá tuviera los contornos borrosos, pero estaba muy presente, esperando pacientemente a que ella continuara.
—Es importante para mí —repitió—. La investigación que quiero hacer.
Olive tenía veintitrés años y estaba sola en el mundo. No quería fines de semana ni un sueldo decente. Quería retroceder en el tiempo. Quería estar menos sola. Pero, como eso era imposible, se conformaría con arreglar lo que pudiera.
Él asintió, pero no dijo nada; se enderezó y dio unos cuantos pasos hacia la puerta. No cabía duda de que se iba.
—¿Mi razón es lo bastante buena como para que me matricule en la escuela de posgrado? —le preguntó, a pesar de que odiaba lo ansiosa de aprobación que debía de parecer. Quizá estuviera en medio de una especie de crisis existencial.
Él se detuvo y se volvió para mirarla.
—Es la mejor. —Estaba sonriendo, pensó Olive. O algo parecido—. Buena suerte con lo de la entrevista, Olive.
—Gracias. —El Tío ya casi había salido por la puerta—. Quizá nos veamos el año que viene —balbuceó ella, un poco sonrojada—. Si consigo entrar. Y si no te has graduado.
—Quizá —lo oyó decir.
Y, sin más, El Tío se fue. Y Olive nunca llegó a saber su nombre. Pero, unas semanas después, cuando el Departamento de Biología de Stanford le ofreció una plaza, la aceptó. Sin dudarlo.
HIPÓTESIS: Cuando se me da a elegir entre A (una situación algo incómoda) y B (un desastre colosal con consecuencias devastadoras), inevitablemente acabaré eligiendo B.
Dos años y once meses después
En defensa de Olive, al hombre no pareció importarle demasiado el beso.
Tardó un momento en adaptarse, algo del todo comprensible dado lo repentino de las circunstancias. Fue un minuto raro, incómodo y algo doloroso en el que Olive se sorprendió aplastando los labios contra los de él y, al mismo tiempo, empinándose cuanto le permitían los dedos de los pies para mantener la boca al nivel de la cara del hombre. ¿En serio tenía que ser tan alto? El beso debió de parecer un cabezazo torpe, así que se puso nerviosa pensando que no iba a ser capaz de salir airosa de la situación. Su amiga Anh, a la que Olive había visto dirigirse hacia ella hacía unos segundos, iba a echarle un solo vistazo a todo aquello y a darse cuenta de inmediato de que era imposible que Olive y El Tipo Del Beso fueran dos personas en plena cita.
Luego aquel instante agonizantemente lento pasó y el beso se volvió… distinto. El hombre inhaló con fuerza, bajó un poco la cabeza, cosa que hizo que Olive se sintiera menos parecida a un mono ardilla trepando a un árbol baobab, y le rodeó la cintura con unas manos grandes y que transmitían una calidez agradable en contraste con el aire acondicionado del pasillo. Después las deslizó unos centímetros hacia arriba para rodear la caja torácica de Olive y atraerla hacia sí. Ni demasiado, ni demasiado poco.
Lo justo.
Fue un pico prolongado, más que otra cosa, pero resultó bastante agradable y, durante un lapso de unos pocos segundos, Olive se olvidó de un gran número de cosas, incluido el hecho de que estaba apretada contra un tipo desconocido y aleatorio. De que apenas había tenido tiempo de susurrar «¿Puedo besarte, por favor?» antes de posar los labios sobre los suyos. De que lo que en un principio la había llevado a montar todo aquel espectáculo era la esperanza de engañar a Anh, su mejor amiga en el mundo.
Pero un buen beso tiene esas cosas: hace que una chica se olvide de sí misma durante un rato. Olive se descubrió fundiéndose con un pecho ancho y sólido que no cedía en lo más mínimo. Desplazó las manos desde una mandíbula bien definida hasta un pelo asombrosamente grueso y suave y luego… Luego se oyó suspirar, como si ya se hubiera quedado sin aliento, y fue en ese momento cuando cayó en la cuenta —y fue como si le dieran con un ladrillo en la cabeza— de que… No. No.
No, no, no.
No tendría que estar disfrutando de esa situación. Del tipo desconocido y todo el rollo.
Olive jadeó y se apartó de él mientras buscaba a Anh frenéticamente con la mirada. En el resplandor azulado de las once de la noche del pasillo de los laboratorios de biología, no se veía a su amiga por ninguna parte. Qué raro. Olive estaba segura de haberla visto unos segundos antes.
El Tipo Del Beso, por otro lado, seguía de pie justo delante de ella, con los labios separados, el pecho agitado y una extraña luz titilándole en los ojos, y fue justo entonces cuando Olive se percató de la enormidad de lo que acababa de hacer. De a quién acababa de…
«Me cago en mi vida.»
«Me. Cago. En. Mi. Vida.»
Porque el doctor Adam Carlsen era un reputado imbécil.
No se trataba de un hecho destacable en sí mismo, ya que en el mundo académico todos los puestos de trabajo situados por encima del nivel de doctorando (el nivel de Olive, por desgracia) requerían de cierto grado de imbecilidad para poder mantenerse en el tiempo, y el profesorado titular ocupaba la cúspide de la pirámide de la imbecilidad. El doctor Carlsen, sin embargo, era excepcional. Al menos si lo que decían los rumores era cierto.
Él era la razón de que Malcolm, el compañero de piso de Olive, hubiera tenido que desechar por completo dos proyectos de investigación y de que tal vez acabase doctorándose con un año de retraso; el que había hecho vomitar de ansiedad a Jeremy antes de sus exámenes del primer año; el único culpable de que la mitad de los alumnos del departamento se vieran obligados a posponer su defensa de tesis. Joe, que antes formaba parte de la hornada de Olive y la llevaba a ver películas europeas desenfocadas con subtítulos microscópicos todos los jueves por la noche, había sido ayudante de investigación en el laboratorio de Carlsen, pero al cabo de seis meses había decidido dejarlo por «razones». Seguro que había sido lo mejor para él, porque la mayoría de los ayudantes doctorales que le quedaban a Carlsen tenían las manos perennemente temblorosas y a menudo parecía que no hubieran dormido en un año.
Puede que el doctor Carlsen fuera una joven estrella del rock en el mundo académico y el niño prodigio de la biología, pero también era mezquino e hipercrítico, y resultaba evidente en su forma de hablar, en su manera de comportarse, que se creía el único que hacía ciencia decente de todo el Departamento de Biología de Stanford. De todo el mundo, quizá. Era un gilipollas con fama de tener mal genio y ser odioso y aterrador.
Y Olive acababa de besarlo.
No tenía claro cuánto había durado el silencio, solo sabía que fue él quien lo rompió. Estaba de pie frente a Olive, absurdamente intimidante, con los ojos oscuros y el pelo aún más oscuro, mirándola con fijeza desde quién sabe cuántos centímetros por encima del metro ochenta; debía de ser más de una cabeza más alto que ella. Tenía el ceño fruncido, una expresión que Olive reconoció de cuando lo veía en el seminario del departamento; una mirada que por lo general precedía al momento en que levantaba la mano para señalar algún defecto fatal detectado en el trabajo del orador.
«Adam Carlsen. Destructor de carreras investigadoras», había oído Olive decir una vez a su directora de tesis.
«No pasa nada. Todo va bien. Más que bien.» Iba a fingir que no había pasado nada, a hacerle un educado gesto de despedida con la cabeza y a marcharse de puntillas de allí. «Sí, es un buen plan.»
—¿Acabas…? ¿Acabas de besarme?
Parecía perplejo y quizá algo jadeante. Tenía los labios carnosos y gruesos y… Dios. Besados. Era imposible que Olive negara lo que acababa de hacer.
Aun así, valía la pena intentarlo.
—No.
Para su sorpresa, pareció funcionar.
—Ah. Vale.
Carlsen asintió y se dio la vuelta con aire de andar algo desorientado. Avanzó unos cuantos pasos, hasta la fuente, adonde tal vez se dirigiera en un principio.
Olive empezaba a creer que conseguiría irse de rositas cuando él se detuvo y se volvió con una expresión escéptica en la cara.
—¿Estás segura?
«Porras.»
—Pues… —Olive se tapó la cara con las manos—. No es lo que parece.
—Vale. Eh… Vale —repitió él despacio. Tenía una voz profunda y grave que sonaba como si estuviera a punto de enfadarse. Quizá como si ya estuviera enfadado—. ¿Qué está pasando aquí?
No había manera sencilla de explicarlo. A cualquier persona normal, la situación de Olive le habría parecido extraña, pero Adam Carlsen, que a todas luces consideraba que la empatía era un error del sistema y no un rasgo de humanidad, no la entendería jamás. La joven dejó caer las manos a los costados y respiró hondo.
—Uf… Oiga, no se lo tome a mal, pero esto no es asunto suyo.
Se la quedó mirando un momento y luego asintió.
—Ya. Claro. —Carlsen debía de estar recuperando su compostura habitual, porque su tono de voz había perdido parte de la sorpresa y volvía a ser como de costumbre: seco. Lacónico—. Entonces, volveré a mi despacho y empezaré a trabajar en mi denuncia del Título IX.
Olive exhaló aliviada.
—Sí. Eso estaría muy bien, porque… Un segundo. ¿Su qué?
El doctor Carlsen ladeó la cabeza.
—El Título IX es una ley federal que protege contra la mala praxis sexual en los entornos académicos…
—Sé lo que es el Título IX.
—Entiendo. Así que has decidido ignorarlo de forma voluntaria.
—No… ¿Qué? No. No, ¡qué va!
Él se encogió de hombros.
—Debo de haberme equivocado, entonces. Habrá sido otra persona la que me ha agredido.
—Agredirle… No le he «agredido».
—Me has besado.
—Pero no era en serio.
—Sin contar con mi consentimiento.
—¡Le he preguntado si podía besarle!
—Y lo has hecho sin esperar a que te contestara.
—¿Qué? Ha dicho que sí.
—¿Cómo dices?
Olive frunció el ceño.
—Le he preguntado si podía besarle y ha contestado que sí.
—Incorrecto. Me has preguntado si podías besarme y yo he resoplado.
—Estoy bastante segura de que le he oído decir que sí.
Carlsen enarcó una ceja y, durante un instante, Olive se permitió soñar despierta con ahogar a alguien. Al doctor Carlsen. A ella misma. Ambas opciones le parecían maravillosas.
—Oiga, lo siento mucho. Ha sido una situación extraña. ¿No podemos olvidarnos sin más de lo que ha pasado?
El hombre la estudió durante un momento eterno, con el rostro anguloso, serio y algo más, algo que Olive no llegó a descifrar del todo porque estaba demasiado ocupada fijándose de nuevo en lo alto y ancho de hombros que era. Es que era enorme. Olive siempre había sido flaca, casi demasiado, pero las chicas que miden 1,75 no suelen sentirse diminutas. Al menos hasta que se encontraban de pie junto a Adam Carlsen. Ya se había fijado en que era alto, por supuesto, cuando lo había visto por el departamento o paseando por el campus, o cuando habían compartido el ascensor, pero nunca habían interactuado. Nunca habían estado tan cerca.
«Excepto hace un segundo, Olive. Cuando casi le metes la lengua en la…»
—¿Te pasa algo? —Parecía casi preocupado.
—¿Qué? No. No me pasa nada.
—Porque —prosiguió él con calma— besar a un desconocido a medianoche en un laboratorio de ciencias podría ser señal de que te pasa algo.
—No.
Carlsen asintió, pensativo.
—Muy bien. Entonces recibirás la notificación en los próximos días.
Echó a andar dejándola atrás y Olive se volvió para gritarle a la espalda:
—¡Ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo!
—Estoy convencido de que cualquiera podrá averiguarlo, porque debes de haber pasado la tarjeta para entrar en la zona de los laboratorios fuera de horario. Buenas noches.
—¡Espere!
Olive se acercó a él y lo frenó agarrándolo por la muñeca. Carlsen se detuvo de inmediato, aunque estaba claro que no le habría costado nada zafarse, y clavó una mirada incisiva allá donde los dedos de la joven le rozaban la piel, justo por debajo de un reloj de pulsera que debía de haberle costado la mitad de lo que ella ganaba en un año como doctoranda. O todo.
Olive lo soltó de inmediato y dio un paso atrás.
—Lo siento, no quería…
—El beso. Explícate.
Olive se mordió el labio inferior. La había cagado de verdad. Y ahora tenía que contárselo.
—Anh Pham. —Miró a su alrededor para asegurarse de que, en efecto, Anh no estaba—. La chica que pasaba por aquí. Es alumna de doctorado en el Departamento de Biología.
Carlsen no dio muestras de saber quién era Anh.
—Anh me ha… —Olive se metió un mechón de pelo castaño detrás de la oreja. Ahí era donde la historia se volvía embarazosa. Complicada y un poco infantiloide—. Empecé a salir con un chico del departamento. Con Jeremy Langley, que es pelirrojo y trabaja con el doctor… Da igual. Quedamos un par de veces y luego lo llevé a la fiesta de cumpleaños de Anh, y el caso es que congeniaron y…
Olive cerró los ojos. Pero no fue buena idea, porque entonces lo vio todo pintado en el interior de los párpados: a su mejor amiga y el chico con el que había quedado esa noche cotorreando en la bolera como si se conocieran de toda la vida; los temas de conversación que jamás se les agotaban, las risas y, luego, al final de la noche, a Jeremy siguiendo con la mirada hasta el último movimiento de Anh. Había quedado dolorosamente claro en quién estaba interesado. Olive sacudió una mano e intentó sonreír.
—Resumiendo: cuando Jeremy y yo cortamos, él le pidió salir a Anh. Ella le dijo que no por… el código de las chicas y todo ese rollo, pero sé que Jeremy le gusta mucho. Le da miedo hacerme daño, así que, aunque le he dicho un montón de veces que estoy bien, no me cree.
«Y eso por no hablar de que el otro día la oí confesarle a nuestro amigo Malcolm que Jeremy le parecía increíble, pero que jamás me traicionaría saliendo con él, y me pareció que estaba hecha polvo. Decepcionada e insegura, nada que ver con la Anh valiente y extraordinaria a la que estoy acostumbrada.»
—Así que le he mentido y le he dicho que ya estaba saliendo con otra persona. Porque es una de mis mejores amigas y nunca la había visto tan colgada de un chico, y quiero que tenga todo lo bueno que se merece, y estoy segura de que ella haría lo mismo por mí, y… —Olive se dio cuenta de que estaba divagando y de que a Carlsen todo aquello no podría importarle menos. Se quedó callada y tragó saliva, aunque tenía la boca seca—. Esta noche. Le he dicho que esta noche había quedado con él.
—Ah.
La expresión de aquel hombre era indescifrable.
—Pero no es verdad. Así que he decidido venir a trabajar en un experimento, pero Anh también se ha presentado aquí. Se suponía que no iba a venir. Pero ha venido. Y se dirigía hacia aquí. Así que me entró el pánico… Bueno. —Olive se pasó una mano por la cara—. No lo he pensado muy bien.
Carlsen no dijo nada, pero se le veía en los ojos que estaba pensando: «Eso es obvio».
—Necesitaba que Anh creyera que estaba en una cita.
Él asintió.
—Así que has besado a la primera persona que has visto en el pasillo. Todo muy lógico.
Olive esbozo una mueca de dolor.
—Ahora que lo dice así, tal vez no haya sido mi mejor momento.
—Tal vez.
—¡Pero tampoco ha sido el peor! Estoy bastante convencida de que Anh nos ha visto. Ahora pensará que había quedado con usted y, con suerte, se sentirá libre de salir con Jeremy y… —Hizo un gesto de negación con la cabeza—. Oiga, siento mucho lo del beso.
—Ah, ¿sí?
—Por favor, no me denuncie. De verdad que me pareció oírle decir que sí. Le prometo que no era mi intención…
De repente, Olive asumió de una vez por todas la enormidad de lo que acababa de hacer. Acababa de besar a un tío cualquiera, a un tío que daba la casualidad de ser el miembro más desagradable de todo el claustro del Departamento de Biología. Había confundido un resoplido con su consentimiento, básicamente lo había agredido en el pasillo, y ahora él la miraba de esa manera extraña y pensativa, tan alto y tan concentrado y tan cerca de ella y…
«Mierda.»
Tal vez fuera lo avanzado de la noche. Tal vez fuera que hacía dieciséis horas que no se tomaba un café. Tal vez fuera Adam Carlsen mirándola de aquella forma. De pronto, toda la situación era demasiado.
—En realidad, tiene toda la razón. Y lo siento mucho. Si se ha sentido acosado por mí de cualquier manera, debería denunciarme, porque es lo justo. Ha sido algo horrible, aunque lo cierto es que no quería… No es que mis intenciones importen; es más bien su percepción de… —«Joder, joder, joder.»—. Ahora voy a marcharme, ¿de acuerdo? Gracias y… lo siento mucho mucho mucho.
Olive se dio media vuelta y salió corriendo por el pasillo.
—Olive —lo oyó llamar tras ella—. Olive, espera…
No se detuvo. Bajó corriendo las escaleras hasta la planta baja y luego salió del edificio y cruzó los caminos del escasamente iluminado campus de Stanford; dejó atrás a una chica que paseaba a su perro y a un grupo de alumnos que reían ante la biblioteca. Continuó hasta llegar frente a la puerta de su apartamento, paró solo para abrirla y siguió a toda prisa hacia su habitación con la esperanza de evitar a su compañero de piso y a quienquiera que se hubiera llevado a casa esa noche.
Hasta que se desplomó en su cama y miró las estrellas que tenía pegadas en el techo y brillaban en la oscuridad no se dio cuenta de que había olvidado comprobar cómo estaban sus ratones de laboratorio. También se había dejado el portátil en la mesa y la sudadera en algún lugar, además de que se le había pasado por completo ir a la tienda a comprar el café que había prometido a Malcolm que le llevaría para el día siguiente por la mañana.
«Mierda. Menudo desastre de día.»
A Olive ni siquiera se le pasó por la cabeza pensar que el doctor Adam Carlsen —reputado imbécil— la había llamado por su nombre.
HIPÓTESIS: Cualquier rumor sobre mi vida amorosa se difundirá a una velocidad directamente proporcional a mi deseo de mantener dicho rumor en secreto.
Olive Smith era una alumna prometedora de tercer año de doctorado en uno de los mejores departamentos de biología del país, un departamento que albergaba a más de cien doctorandos y lo que a menudo parecían varios millones de estudiantes de grado. No tenía ni idea de cuál era el número exacto de profesores, pero, a juzgar por los buzones de la sala de fotocopias, diría que una buena suposición era: demasiados. Por lo tanto, llegó a la conclusión de que, si nunca había tenido la desgracia de interactuar con Adam Carlsen en los dos años anteriores a La Noche (solo habían pasado unos cuantos días desde el incidente del beso, pero Olive ya sabía que durante el resto de su vida pensaría en el viernes anterior como La Noche), era muy posible que consiguiera acabar la tesis sin volver a cruzarse con él nunca más. De hecho, estaba bastante convencida de que Adam Carlsen no solo no tenía ni idea de quién era ella, sino que tampoco tenía ninguna gana de enterarse… y seguro que ya se había olvidado de todo lo sucedido.
A menos, por supuesto, que Olive estuviera catastróficamente equivocada y aquel hombre terminara presentando una denuncia basada en el Título IX. En cuyo caso supuso que sí volvería a verlo, cuando tuviera que declararse culpable ante el tribunal federal.
Olive pensó que podía perder el tiempo preocupándose por los honorarios de los abogados o centrarse en cuestiones más urgentes. Como en las alrededor de quinientas diapositivas que tenía que preparar para la clase de Neurobiología que debía impartir en el semestre de otoño, que empezaba en menos de dos semanas. O en la nota que Malcolm le había dejado esa mañana, diciéndole que había visto una cucaracha escabullirse bajo el aparador a pesar de que ya tenían el apartamento lleno de trampas. O en la más crucial: el hecho de que su proyecto de investigación había alcanzado un punto crítico y Olive necesitaba desesperadamente encontrar un laboratorio más grande y con mucho más dinero para llevar a cabo su experimento. De lo contrario, lo que bien podría convertirse en un estudio innovador y relevante desde el punto de vista clínico quizá acabase languideciendo en un puñado de placas de Petri apiladas en el cajón de las verduras de la nevera.
Abrió el portátil medio convencida de buscar en Google «Órganos sin los que se puede vivir» y «Cuánto dinero por ellos», pero se distrajo con los veinte correos nuevos que había recibido mientras se ocupaba de sus animales de laboratorio. Casi todos procedían de revistas académicas poco fiables, de aspirantes a príncipes nigerianos y de una empresa de brillos de labios a cuyo boletín se había suscrito hacía seis años para que le enviaran uno gratis. Olive los marcó enseguida como leídos, impaciente por volver a sus experimentos, y entonces se dio cuenta de que uno de los mensajes era en realidad una respuesta a algo que ella había enviado. Una respuesta de… «Hostia. Hostia.»
Clicó en él con tanta fuerza que casi se hizo un esguince en el dedo índice.
Hoy, 15:15
PARA: [email protected]
ASUNTO: Re: Proyecto de detección del cáncer de páncreas
Olive:
Tu proyecto tiene buena pinta. Iré a Stanford dentro de un par de semanas. ¿Por qué no hablamos entonces?
Gracias,
TB
Doctor Tom Benton
Profesor titular
Departamento de Ciencias Biológicas, Universidad de Harvard
Le dio un vuelco el corazón. Luego se le desbocó. Luego se le ralentizó y empezó a ir a paso de tortuga. Y entonces notó que la sangre le latía en los párpados, cosa que no podía ser sana, pero… Sí. ¡Sí! Tenía un comprador. Casi. ¿Probablemente? Tal vez. Sin duda, tal vez. Tom Benton había dicho «buena». Había dicho que tenía «buena» pinta. Tenía que ser una «buena» señal, ¿no?
Frunció el ceño y se desplazó hacia abajo por la pantalla para releer el correo electrónico que ella le había enviado varias semanas antes.
7 de julio, 8:19
PARA: [email protected]
ASUNTO: Proyecto de detección del cáncer de páncreas
Doctor Benton:
Me llamo Olive Smith y soy alumna de doctorado en el Departamento de Biología de la Universidad de Stanford. Mi investigación se centra en el cáncer de páncreas, en particular en la búsqueda de herramientas de detección no invasivas y asequibles que permitan iniciar un tratamiento temprano y aumenten las tasas de supervivencia. He trabajado con biomarcadores sanguíneos y los resultados son prometedores. (Puede leer sobre mi trabajo preliminar en el artículo revisado por pares que le envío en este correo. También he enviado una solicitud para presentar mis hallazgos más recientes, aún sin publicar, en el congreso de la Society for Biological Discovery de este año; todavía está pendiente de aceptación, pero véase el resumen adjunto.) El siguiente paso sería llevar a cabo estudios adicionales para determinar la viabilidad de mi kit de pruebas.
Por desgracia, mi actual laboratorio (el de la doctora Aysegul Aslan, que se jubila dentro de dos años) no cuenta ni con la financiación ni con los equipos necesarios para permitirme seguir adelante. La doctora Aslan me ha animado a buscar un laboratorio de investigación oncológica más grande donde pueda pasar el próximo año académico recogiendo los datos que necesito. Después volvería a Stanford para analizarlos y redactar las conclusiones. Soy una gran admiradora del trabajo sobre el cáncer de páncreas que ha publicado y me preguntaba si existiría la posibilidad de que continuara con mi investigación en su laboratorio de Harvard.
Estaré encantada de hablarle más en detalle sobre mi proyecto en caso de que le interese.
Un cordial saludo,
Olive
Olive Smith
Doctoranda
Departamento de Biología, Universidad de Stanford
Si Tom Benton, investigador oncológico sin igual, fuera a Stanford y le dedicara a Olive diez minutos de su tiempo, ¡podría convencerlo de que la ayudara con sus dificultades para seguir investigando!
Bueno… A lo mejor.
A Olive se le daba mucho mejor la investigación en sí que venderles lo que hacía a los demás. La comunicación científica y la oratoria en todas sus vertientes eran sin duda sus grandes debilidades. Pero tenía la oportunidad de demostrarle a Benton lo prometedores que eran sus resultados. Podía enumerar los beneficios clínicos de su trabajo y explicar lo poco que necesitaba para convertir su proyecto en un éxito enorme. Lo único que necesitaba era una mesa tranquila en un rincón de su laboratorio, un par de centenares de ratones y acceso ilimitado a su microscopio electrónico de veinte millones de dólares. Benton ni siquiera se daría cuenta de que estaba allí.
Olive se dirigió a la sala de descanso mientras escribía mentalmente un apasionado discurso sobre lo dispuesta que estaba a utilizar las instalaciones del laboratorio de Benton solo por la noche y a limitar su consumo de oxígeno a menos de cinco respiraciones por minuto. Se sirvió una taza de café pasado y, cuando se dio la vuelta, se encontró a alguien con el ceño fruncido justo delante.
Se sobresaltó tanto que casi se quemó.
—¡Ostras! —Se llevó una mano al pecho, respiró hondo y se aferró con más fuerza a su taza de Scooby-Doo—. Anh. Me has dado un susto de muerte.
—Olive.
Era una mala señal. Anh nunca la llamaba Olive; nunca, salvo que estuviera regañándola por morderse las uñas hasta hacerse sangre o por cenar gominolas de vitaminas.
—¡Hola! ¿Cómo te ha ido…
—La otra noche.
«Porras.»
—… el fin de semana?
—El doctor Carlsen.
«Porras, porras, porras.»
—¿Qué pasa con él?
—Os vi juntos.
—Ah. ¿En serio?
La sorpresa de Olive le sonó dolorosamente fingida incluso a ella misma. A lo mejor en el instituto le habría convenido apuntarse a teatro en lugar de practicar todos y cada uno de los deportes que se ofrecían.
—Sí. Aquí, en el departamento.
—Ah. Genial. Vaya, no te vi, de lo contrario te habría saludado.
Anh frunció más el ceño.
—Ol. Te vi. Te vi con Carlsen. Tú sabes que te vi y yo sé que tú sabes que te vi, porque desde entonces has estado evitándome.
—Qué va.
Anh le lanzó una de sus formidables miradas de «déjate de gilipolleces». Seguro que era la que utilizaba como presidenta del consejo estudiantil, como jefa de la Asociación de Mujeres Científicas de Stanford, como directora de divulgación de la Organización de Científicas Negras, Indígenas y De Color. No había lucha que Anh no fuera capaz de ganar. Era temible e indomable y a Olive le encantaba ese rasgo suyo… Aunque no en ese preciso momento.
—Llevas dos días sin responderme a ningún mensaje. Por lo general, nos escribimos cada hora.
Era cierto. Y varias veces. Olive se pasó la taza a la mano izquierda, sin más motivo que el de ganar algo de tiempo.
—He estado… ¿ocupada?
—¿Ocupada? —Anh enarcó una ceja—. ¿Ocupada besando a Carlsen?
—Ah. Ah, eso. Eso no fue más que…
Anh asintió como si quisiera incitarla a terminar la frase. Cuando se hizo evidente que Olive no iba a ser capaz de hacerlo, su amiga continuó por ella:
—Eso no fue más, sin ánimo de ofender, Ol, que el beso más raro que he visto en mi vida.
«Calma. Mantén la calma. Anh no lo sabe. No puede saberlo.»
—Lo dudo —replicó Olive sin mucho convencimiento—. Por ejemplo, el beso al revés de Spiderman fue mucho más raro que…
—Ol, me dijiste que esa noche tenías una cita. No estarás saliendo con Carlsen, ¿no?
Anh contrajo la cara en una mueca de disgusto.
Habría sido muy sencillo confesar la verdad. Desde que habían empezado el doctorado, tanto Anh como Olive habían hecho un montón de tonterías, juntas y por separado; aquella vez que Olive se dejó llevar por el pánico y besó nada menos que a Adam Carlsen podía convertirse en otra más, en una estupidez de la que se reían durante sus noches semanales de cervezas y chucherías.
O no. Cabía la posibilidad de que, si Olive reconocía en ese momento que estaba mintiendo, Anh no volviera a confiar en ella. O de que nunca saliese con Jeremy. Y, por más que la idea de que su mejor amiga mantuviera una relación con su ex le diese unas poquitas de ganas de vomitar, la de que dicha mejor amiga fuera algo menos que feliz le provocaba muchas más ganas de vomitar.
La situación era tan simple que resultaba deprimente: Olive estaba sola en el mundo. Llevaba mucho tiempo así, desde el instituto. Se había ejercitado para no convertirlo en un drama; estaba convencida de que en el planeta había muchas más personas que estaban solas y se veían obligadas a escribir nombres y números de teléfono inventados en sus formularios de contacto de emergencia. Durante la universidad y el máster, centrarse en la ciencia y la investigación había sido su forma de lidiar con ello, así que siempre había estado más que preparada para pasar el resto de su vida escondida en un laboratorio, con apenas un matraz y unas cuantas pipetas como fieles compañeros, hasta… Anh.
En cierto modo, había sido amor a primera vista. Primer día de la escuela de posgrado. Orientación de la nueva hornada de Biología. Olive entró en la sala de conferencias, miró a su alrededor y ocupó el primer asiento libre que encontró, petrificada. Era la única mujer de la sala, estaba prácticamente sola en un mar de hombres blancos que ya se habían puesto a charlar de barcos, de cualquiera que fuese el deporte que habían emitido en la televisión la noche anterior y de las mejores rutas para ir en coche a los sitios. «He cometido un error terrible —pensó—. El Tío del baño se equivocaba. No tendría que haberme matriculado. No voy a encajar jamás.»
Y entonces una chica con el pelo oscuro y rizado y una cara preciosa y redonda se dejó caer en la silla contigua a la suya y murmuró:
—Pues vaya con el compromiso con la inclusividad de los programas CTIM, ¿eh?
Ese fue el momento que lo cambió todo.
Podrían haber sido solo aliadas. Al ser las dos únicas alumnas que no eran hombres cis blancos de su curso, podrían haber encontrado consuelo la una en la otra cuando fuera necesario quejarse un poco e ignorarse en el resto de las ocasiones. Olive tenía muchos amigos así: todos ellos, en realidad, conocidos circunstanciales en los que pensaba con cariño, pero no muy a menudo. Anh, sin embargo, había sido diferente desde el principio. Tal vez porque no tardaron en descubrir que a las dos les encantaba pasar la noche de los sábados comiendo comida basura y quedándose dormidas mientras veían series cómicas. Tal vez porque Anh había insistido en arrastrar a Olive a todos los grupos de apoyo para las «mujeres CTIM» del campus y los había dejado a todos asombrados dando siempre en el clavo con sus comentarios. Tal vez fuera que se había sincerado con Olive y le había explicado lo difícil que le había resultado llegar hasta donde estaba. Que, cuando era pequeña, sus hermanos mayores se reían de ella y la llamaban empollona por lo mucho que le gustaban las matemáticas a una edad en la que ser una empollona se consideraba de todo menos guay. Que, en cierta ocasión, el primer día del semestre, un profesor de Física le había preguntado si se había equivocado de clase. Que, a pesar de sus notas y su experiencia en investigación, incluso su orientador académico se había mostrado escéptico cuando Anh decidió cursar estudios CTIM superiores.
Olive, cuyo camino hacia la escuela de posgrado había sido duro, pero no tanto, se sintió desconcertada. Luego enfurecida. Y después absolutamente pasmada cuando comprendió que Anh había sido capaz de convertir toda aquella inseguridad en pura valentía.
Y, por alguna razón inimaginable, a Anh también parecía caerle bien Olive. Cuando Olive no conseguía estirar el dinero de la beca hasta fin de mes, Anh compartía con ella su ramen instantáneo. Cuando a Olive se le había estropeado el ordenador sin tener copias de seguridad, Anh se había quedado despierta toda la noche con ella para ayudarla a reescribir su trabajo de cristalografía. Cuando Olive no tenía adónde ir en vacaciones, Anh se llevaba a su amiga a casa, a Michigan, y dejaba que su numerosa familia la embutiera de comida deliciosa mientras hablaban vietnamita a toda velocidad a su alrededor. Cuando Olive se había sentido demasiado tonta para seguir en el programa y se había planteado abandonarlo, Anh la había convencido de que no lo hiciera.
El día en que Olive conoció a Anh, en el momento en que esta puso los ojos en blanco por el tema de la inclusión, nació una amistad que le cambió la vida. Poco a poco, habían empezado a incluir a Malcolm y a convertirse en una especie de trío, pero Anh… Anh era su persona. Su familia. A Olive ni siquiera se le habría ocurrido pensar que algo así fuera posible para alguien como ella.
Anh rara vez pedía algo para sí misma y, aunque eran amigas desde hacía más de dos años, Olive jamás la había visto mostrar interés en salir con alguien… hasta Jeremy. Fingir que había tenido una cita con Carlsen era lo mínimo que Olive podía hacer para asegurar la felicidad de su amiga.
Así que hizo acopio de fuerzas, sonrió y trató de mantener un tono razonablemente calmado al preguntarle:
—¿Por qué lo dices?
—Lo digo porque hablamos cada minuto de cada día y nunca me has mencionado a Carlsen. ¿Esto va de que mi amiga más íntima está saliendo con el profesor superestrella del departamento y por alguna razón yo no me he enterado? Conoces su reputación, ¿verdad? ¿Es algún tipo de broma? ¿Tienes un tumor cerebral? ¿Tengo yo un tumor cerebral?
Eso era lo que pasaba siempre que Olive mentía: acababa teniendo que decir aún más mentiras para cubrir la primera, algo que se le daba fatal, de modo que cada embuste era peor y menos convincente que el anterior. Era imposible que lograra engañar a Anh. Era imposible que lograra engañar a nadie. Anh iba a enfadarse, luego se enfadaría Jeremy y después también Malcolm, y al final Olive se quedaría sola por completo. La pena haría que dejara el doctorado. Perdería el visado y su única fuente de ingresos y se mudaría de nuevo a Canadá, donde nevaba a todas horas y la gente comía corazón de alce y…
—Hola.
La voz, profunda y tranquila, provenía de algún lugar indefinido situado a espaldas de Olive, pero esta no necesitó darse la vuelta para saber que se trataba de la de Carlsen. Al igual que tampoco necesitó volverse para saber que el peso vasto y cálido que la estabilizó de repente, una presión firme pero apenas perceptible aplicada en el centro de la parte baja de la espalda, era la mano de Carlsen. Unos cinco centímetros por encima del culo.
«Hostia.»
Olive levantó el cuello y miró hacia arriba. Y hacia arriba. Y hacia arriba. Y un poco más hacia arriba. No era una mujer baja, pero es que él era enorme.
—Ah. Eh, hola.
—¿Todo bien?
Lo preguntó mirándola a los ojos, en un tono bajo e íntimo. Como si estuvieran solos. Como si Anh no estuviese allí. Lo dijo de una manera que tendría que haber incomodado a Olive, pero no tuvo ese efecto. Por alguna razón inexplicable, la presencia de Carlsen en la habitación la tranquilizó pese a que hasta hacía un segundo estaba a punto de perder los nervios. ¿Sería que dos tipos de inquietud distintos se neutralizaban entre sí? Parecía un tema fascinante. Digno de ser investigado. Quizá Olive debiera abandonar la biología y pasarse a la psicología. Quizá debiera excusarse y marcharse a hacer una búsqueda bibliográfica. Quizá debiera fallecer en el acto para evitar enfrentarse a la mierda de situación en la que se había metido.
—Sí. Sí. Todo va genial. Anh y yo solo estábamos… charlando. Sobre el fin de semana.
Carlsen miró a Anh como si hasta ese momento ni siquiera se hubiese dado cuenta de que estaba en la sala. Reconoció su presencia con una de esas breves inclinaciones de cabeza que los tíos utilizan para saludar a los demás. Bajó la mano por la columna de Olive y Anh abrió los ojos como platos.
—Un placer conocerte, Anh. He oído hablar mucho de ti —dijo Carlsen, y Olive tuvo que reconocerle que aquello se le daba muy bien, porque estaba segura de que, desde la perspectiva de Anh, parecía que la estaba manoseando, pero, en realidad…, no era así: Olive apenas sentía la mano con la que la tocaba.
Solo un poco, tal vez. El calor y una ligera presión y…
—El placer es mío. —Anh parecía atónita. Como si estuviera a punto de desmayarse—. Bueno, yo ya me iba. Ol, te mandaré un mensaje cuando… Bueno.
Salió de la habitación antes de que a Olive le diera tiempo a responder. Y eso era bueno, porque así no tendría que inventarse más mentiras. Pero también era un poco menos bueno, porque ahora solo quedaban Carlsen y ella. Demasiado cerca el uno del otro. Olive habría incluso pagado por poder decir que fue ella quien interpuso algo de distancia entre ambos, pero la vergonzosa verdad era que fue Carlsen quien se apartó primero. Lo suficiente como para darle el espacio que necesitaba y un poco más.
—¿Todo bien? —volvió a preguntarle.
Su tono seguía siendo suave. Algo que Olive no se habría esperado de él.
—Sí. Sí, solo es que… —Olive hizo un gesto con la mano—. Gracias.
—De nada.
—¿Ha oído lo que me ha dicho? Lo del viernes y…
—Sí. Por eso…
La miró y luego se miró la mano, la que hacía solo unos segundos estaba calentándole la espalda a Olive, y la chica lo entendió de inmediato.
—Gracias —repitió. Porque quizá Adam Carlsen fuera un reputado imbécil, pero en ese preciso instante Olive le estaba muy agradecida—. Por otro lado, no he podido evitar fijarme en que en las últimas setenta y dos horas no ha venido ningún agente del FBI a arrestarme.
La comisura de la boca de Carlsen se curvó. Mínimamente.
—¿De verdad?
Olive asintió.
—Lo que me hace pensar que tal vez no haya presentado la denuncia. Aunque habría estado en todo su derecho. Así que gracias. Por eso y… y por intervenir hace un momento. Me ha ahorrado muchos problemas.
Carlsen se la quedó mirando un buen rato; de repente había adoptado la misma expresión que durante el seminario cuando la gente confundía la teoría con la hipótesis o admitía haber utilizado la eliminación de datos en lugar de la imputación.
—No deberías necesitar que interviniera nadie.
Olive se tensó. Claro. «Reputado imbécil.»
—Bueno, tampoco es que le haya pedido que hiciera nada. Iba a ocuparme yo so…
—Y no deberías tener que mentir sobre tu estado sentimental —continuó—. Y menos para que tu amiga y tu novio puedan salir juntos sin sentirse culpables. La amistad no funciona así, al menos en mi mundo.
Vaya. O sea, que sí la había escuchado el día que Olive le había vomitado la historia de su vida.
—No es eso. —Carlsen arqueó una ceja y Olive levantó una mano para defenderse—. En realidad, Jeremy no era mi novio. Y Anh no me ha pedido nada. No soy una especie de víctima, solo… quiero que mi amiga sea feliz.
—Y por eso le mientes —añadió él con sorna.
—Bueno, sí, pero… Ella cree que estamos saliendo, usted y yo —soltó Olive.
Dios, lo que aquello implicaba era demasiado ridículo como para soportarlo.
—¿No era ese el objetivo?
—Sí. —Asintió y se acordó del café que tenía en la mano, así que bebió un sorbo. Todavía estaba caliente. La conversación con Anh no podía haber durado más de cinco minutos—. Sí, supongo que sí. Por cierto, soy Olive Smith. Por si sigue interesado en presentar la denuncia. Estoy haciendo el doctorado en el laboratorio de la doctora Aslan.
—Sé quién eres.
—Ah. —Debía de haberla buscado en internet, entonces. Olive trató de imaginárselo escudriñando la sección de Nuestros Alumnos de Doctorado en la página web del departamento. La secretaria del programa le había sacado la foto a Olive durante su tercer día de doctorado, mucho antes de que la joven se hubiera dado cuenta del todo de dónde se había metido. Se había esforzado por salir bien: se había domado el pelo castaño ondulado, se había aplicado rímel para resaltar el verde de los ojos e incluso había intentado taparse las pecas con una base de maquillaje prestada. Eso había sido antes de que se percatara de lo despiadado, de lo feroz que podía ser el mundo académico. Antes de la sensación de incompetencia, antes del miedo constante a no llegar a conseguir nada en ese campo aunque se le diese bien la investigación. Salía sonriendo. Una sonrisa auténtica, de verdad—. Vale.
—Yo soy Adam. Carlsen. Soy profesor de…
Olive estalló en carcajadas delante de sus narices. Y se arrepintió en cuanto notó su expresión de confusión, como si de verdad aquel hombre hubiera pensado que Olive podría no saber quién era. Como si no fuera consciente de ser uno de los investigadores más destacados de su campo. La modestia no le pegaba nada a Adam Carlsen. Olive se aclaró la garganta.
—Ya. Hum, yo también sé quién es usted, doctor Carlsen.
—Creo que deberías llamarme Adam.
—Oh. Oh, no. —Eso sería demasiado… No. Las cosas no funcionaban así en el departamento. Los doctorandos no llamaban a los profesores por su nombre de pila—. No podría…
—Cuando Anh esté cerca.
—Ah. Claro. —Tenía lógica—. Gracias. No lo había pensado. —Ni eso ni ninguna otra cosa, en realidad. No cabía duda de que el cerebro había empezado a fallarle hacía tres días, cuando Olive había decidido que besar a aquel hombre para salvarse el culo era una buena idea—. Si está… Si usted está de acuerdo. Voy a irme a casa, porque todo este lío ha sido un poco estresante y…
«Iba a hacer un experimento, pero lo que necesito ahora mismo es sentarme en el sofá y ver American Ninja Warrior durante cuarenta y cinco minutos mientras como Doritos Cool Ranch, que saben mucho mejor de lo que cabría esperar.»
Él asintió.
—Te acompañaré al coche.
—No estoy tan alterada.
—Por si Anh sigue por aquí.
—Ah. —Olive tuvo que admitir que era un ofrecimiento amable. Sorprendentemente amable. Sobre todo porque venía de Adam Soy Demasiado Bueno Para Este Departamento Carlsen. Olive sabía que aquel tipo era gilipollas, así que no entendía por qué ese día… no lo parecía. Quizá pudiera achacárselo a su propio comportamiento, que había sido tan atroz que, en comparación, cualquiera habría quedado bien—. Gracias. Pero no es necesario.
Olive se dio cuenta de que Carlsen no quería insistir, pero no podía evitarlo.
—Me sentiría mejor si me dejaras acompañarte al coche.
—No tengo coche.
No se molestó en añadir: «Soy una alumna de posgrado que vive en Stanford, California. Gano menos de treinta mil dólares al año. El alquiler se lleva dos tercios de mi sueldo. Llevo el mismo par de lentillas desde mayo y asisto a todos los seminarios en los que se ofrecen aperitivos para ahorrar en comidas». No tenía ni idea de cuántos años tenía Carlsen, pero no podía haber pasado mucho tiempo desde que él mismo se hubiera encontrado en esa misma situación.
—¿Coges el autobús?
—Voy en bici. Y la tengo aparcada justo a la entrada del edificio.
Carlsen abrió la boca y luego la cerró. Y luego volvió a abrirla.
«Has besado esa boca, Olive. Y fue un buen beso.»
—No hay carriles para bicis en esta zona.
Olive se encogió de hombros.
—Me gusta vivir al límite. —«Sin gastar», quería decir en realidad—. Y llevo casco.
Se volvió para dejar la taza en la primera superficie plana que encontró. Ya la recuperaría más tarde. O no, si se la robaba alguien. ¿Qué más daba? Además, a ella se la había dado un posdoc que había dejado el mundo académico para convertirse en DJ. Por segunda vez en menos de una semana, Carlsen le había salvado el culo. Por segunda vez, Olive no soportaba estar a su lado ni un minuto más.
—Ya nos veremos, ¿vale?
A Adam Carlsen se le hinchó el pecho al respirar hondo.
—Sí. Vale.
Olive salió de la habitación lo más rápido que pudo.
—¿Es una broma? Tiene que serlo. ¿Estoy saliendo en la tele? ¿Dónde están las cámaras ocultas? ¿Estoy guapa?
—No es una broma. No hay cámaras. —Olive se ajustó la correa de la mochila sobre el hombro y se hizo a un lado para evitar que la atropellara un universitario con un patinete eléctrico—. Pero, ahora que lo dices, estás muy guapa. Sobre todo teniendo en cuenta que son las siete y media de la mañana.
Anh no llegó a sonrojarse, pero casi.
—Anoche me puse una de las mascarillas faciales que Malcolm y tú me regalasteis por mi cumpleaños. La que parece un panda. Y me he comprado un protector solar nuevo que se supone que te aporta un poco de brillo. Y me he puesto rímel —añadió apresuradamente y en voz baja.
Olive podría haberle preguntado por qué se había esforzado tanto en ponerse guapa un martes por la mañana, pero ya sabía la respuesta: los laboratorios de Jeremy y Anh estaban en la misma planta y, aunque el Departamento de Biología era grande, los encuentros fortuitos eran muy posibles.
Reprimió una sonrisa. Por rara que pudiera parecer la idea de que su mejor amiga saliera con su ex, se alegraba de que Anh empezara a permitirse pensar en Jeremy de forma romántica. Y, sobre todo, le resultaba agradable saber que la humillación a la que Olive se había sometido con Carlsen en La Noche estaba dando sus frutos. Eso, junto con el más que prometedor correo electrónico de Tom Benton sobre su proyecto de investigación, había llevado a Olive a pensar que al fin las cosas podrían estar empezando a mejorar.
—Vale. —Anh se mordió el labio inferior, muy concentrada—. O sea, que no es una broma. Así que debe de haber otra explicación. Tengo que encontrarla.
—No hay que encontrar ninguna explicación. Solo…
—Madre mía, ¿estás intentando conseguir la nacionalidad? ¿Van a deportarte a Canadá porque hemos compartido la contraseña de Netflix de Malcolm? Diles que no sabíamos que era un delito federal. No, espera, no les digas nada hasta que te consigamos un abogado. Y, Ol, me casaré contigo. Te conseguiré una tarjeta de residencia y no tendrás que…
—Anh. —Olive le apretó la mano con más fuerza a su amiga para que se callara un segundo—. Te prometo que no van a deportarme. Solo he salido una vez con Carlsen.
Anh frunció el rostro, arrastró a Olive hasta un banco que había a un lado del camino y la obligó a sentarse. Olive obedeció mientras se decía que, si los papeles estuvieran invertidos, si ella hubiera sorprendido a Anh besando a Adam Carlsen, seguro que habría tenido la misma reacción. Qué narices, seguro que habría movido cielo y tierra para buscarle a Anh una cita con un psiquiatra que le hiciera una evaluación completa.
—Oye —empezó Anh—, ¿te acuerdas de la primavera pasada, cuando te sujeté el pelo mientras vomitabas a propulsión los dos kilos de cóctel de gambas en mal estado que te habías comido en la fiesta de jubilación del doctor Park?
