La vuelta de Martín Fierro - José Hernández - E-Book

La vuelta de Martín Fierro E-Book

José Hernández

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Beschreibung

Obra imprescindible de la literatura hispanoamericana, presentada por Jorge Luis Borges, con estudio crítico, anotada, e ilustrada. Narra las aventuras de un gaucho trabajador, que viviendo en el campo es reclutado forzosamente dejando desamparada a su familia. Durante años sufre penurias e injusticias hasta que decide desertar y, al volver, su rancho se encuentra abandonado y sin rastro de su familia. Estas desgracias hacen que Martín Fierro se convierta en un fuera de la ley. Huye con su amigo Cruz al desierto para vivir entre los indios, esperando encontrar allí una vida mejor. Tras años cautivos de los indios mapuches, Cruz muere de viruela y Martín Fierro decide huir con una mujer criolla que había sido raptada por los mapuches, matando al indio que la maltrataba y regresando al territorio «civilizado» con la cautiva, a quien deja en una estancia para seguir su camino solo. Enterado de que su mujer ha muerto, va en busca de sus hijos, a quienes encuentra en una cantina junto al hijo de Cruz, -quienes narran sus múltiples vicisitudes- y al hermano del gaucho negro que asesinó en la primera parte.

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La vuelta de Martin Fierro
José Hernandez
Jorge Luis Borges
Century Carroggio
Derechos de autor © 2024 Century publishers, s.l.
Rerservados todos los derechos.Presentación de Jorge Luis Borges en colaboración con Margarita Guerrero.Estudio preliminar de José María Pallarés.Ilustraciones de Ciro Oduber.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
EL «MARTIN FIERRO»
NOTAS SOBRE LA VIDA y OBRA DE JOSE HERNANDEZ
LA VUELTA DE MARTIN FIERRO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
EL «MARTIN FIERRO»
PRESENTACION
por
Jorge Luis Borges
de la Academia Argentina de Letras
en colaboración con
Margarita Guerrero
I. La poesía gauchesca.
La poesía gauchesca es uno de los acontecimientos más singulares que la historia de la literatura registra. No se trata, como su nombre puede sugerir, de una poesía hecha por gauchos; personas educadas, señores de Buenos Aires o de Montevideo, la compusieron. A pesar de este origen culto, la  poesía gauchesca es, ya lo veremos, genuinamente popular, y este paradójico mérito no es el menor de los que descubriremos en ella.
Quienes han estudiado las causas de la poesía gauchesca se han limitado, generalmente, a una: la vida pastoril que, hasta el siglo xx, fue típica de la pampa y de las cuchillas. Esta causa, apta sin duda para la digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero estos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan, pues, el duro pastor y el desierto.
Algunos historiadores de nuestra literatura -Ricardo Rojas es el ejemplo más evidente- quieren derivar la poesía gauchesca de la poesía de los payadores o improvisadores profesionales de la campaña. La circunstancia de que el metro octosílabo y las formas estróficas (sextina, décima, copla) de la poesía gauchesca coincidan con las de la poesía payadoresca parece justificar esta genealogía. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental: los payadores de la campaña no versificaron jamás en un lenguaje deliberadamente plebeyo y con imágenes derivadas de los trabajos rurales; el ejercicio del arte es, para el pueblo, un asunto serio y hasta solemne. La segunda parte del Martín Fierro nos ofrece, a este respecto, un no señalado testimonio. El poema entero está escrito en lenguaje rústico, o que estudiosamente quiere ser rústico; en los últimos cantos, el autor nos presenta una payada en una pulpería y los dos payadores olvidan el pobre mundo pastoril en que viven y abordan con inocencia o temeridad grandes temas abstractos: el tiempo, la eternidad, el canto de la noche, el canto del mar, el peso y la medida. Es como si el mayor de los poetas gauchescos hubiera querido mostrarnos la diferencia que separa su trabajo deliberado de las irresponsables improvisaciones de los payadores.
Cabe suponer que dos hechos fueron necesarios para la formación de la poesía gauchesca. Uno, el estilo vital de los gauchos; otro, la existencia de hombres de la ciudad que se compenetraron con él y cuyo lenguaje habitual no era demasiado distinto. Si hubiera existido el dialecto gauchesco que algunos filólogos (por lo general, españoles) han estudiado o inventado, la poesía de Hernández sería un pastiche artificial y no la cosa auténtica que sabemos.
La poesía gauchesca, desde Bartolomé Hidalgo hasta José Hernandez, se funda en una convención que casi no lo es, a fuerza de ser espontánea. Presupone un cantor gaucho, un cantor que, a diferencia de los payadores genuinos, maneja deliberadamente el lenguaje oral de los gauchos y aprovecha los rasgos diferenciales de este lenguaje, opuestos al urbano. Haber descubierto esta convención es el mérito capital de Bartolomé Hidalgo, un mérito que vivirá más que las estrofas redactadas por él y que hizo posible la obra ulterior de Ascasubi, de Estanislao del Campo y de Hernández.
Podemos agregar una circunstancia de orden histórico: las guerras que unieron o desgarraron estas regiones. En la guerra de la independencia, en la guerra con el Brasil y en las guerras civiles, hombres de la ciudad convivieron con hombres de la campaña, se identificaron con ellos y pudieron concebir y ejecutar, sin falsificación, la admirable poesía gauchesca.
El iniciador fue el montevideano Bartolomé Hidalgo. La circunstancia de que en 1810 fue barbero ha fomentado en los historiadores el pedantesco placer que dan los sinónimos; Lugones, que lo censura, estampa la voz «rapabarbas»; Rojas, que lo pondera, no se resigna a prescindir de «rapista». Lo hace, de un plumada, payador, para ilustrar así su doctrina de que la poesía gauchesca procede de la poesía popular. Admite, sin embargo, que las primeras composiciones de Hidalgo fueron sonetos y odas endecasílabas; inútil recordar que estos géneros son inaccesibles al pueblo, para el cual no hay otro metro perceptible que el octosílabo, y todo lo demás es prosa. Investigaciones hechas en Montevideo (véase la revista Número, 3, 12) han establecido que Hidalgo se inició escribiendo melólogos, extraña palabra que significa «una acción escénica, por lo general para un solo personaje, con un comentario sinfónico que ya teje el fondo sonoro a la voz del actor, ya se alterna con la palabra para subrayar su expresividad o anticipar el sentimiento que va a declamarse de inmediato». El melólogo se llamó asimismo unipersonal. Percibimos ahora que el oculto fin de este género, elaborado en España y sin duda trivial o abrumador, fue sugerir a Hidalgo la poesía gauchesca. Es sabido que sus primeras composiciones fueron los Diálogos patrióticos, en los que dos gauchos -el capataz Jacinto Chano y Ramón Contreras- recuerdan sucesos de la patria. En ellos Bartolomé Hidalgo descubre la entonación del gaucho. En mi corta experiencia de narrador he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. No repetiré líneas de Hidalgo; inevitablemente cometeríamos el anacronismo de condenarlas, usando como canon las de sus continuadores famosos. Básteme recordar que en las estrofas ajenas que citaré, estará de algún modo la voz de Hidalgo, inmortal, secreta y modesta.
Hidalgo fue soldado y se batió en las guerras que cantaron sus gauchos. En épocas de pobreza vendía personalmente por las calles sus Diálogos patrióticos. Hacia 1823, falleció oscuramente de una enfermedad pulmonar, en el pueblo de Morón. Su vida y su obra han sido estudiadas por Martiniano Leguizamón y por Mario Falcao Espalter.
Bartolomé Hidalgo pertenece a la historia de la literatura; Ascasubi, a la literatura y aun a la poesía. En El payador, Lugones sacrifica a los dos para mayor gloria del Martín Fierro. Este sacrificio deriva de la costumbre de considerar a todos los poetas gauchescos como simples precursores de Hernández. Esta tradición comporta un error; Ascasubi no prefigura el Martín Fierro, ya que su obra es radicalmente distinta y busca otros fines. El Martín Fierro es triste; los versos de Ascasubi son felices y valerosos y tienen un carácter visual, del todo ajeno a la manera de Hernández. Lugones ha negado a Ascasubi toda virtud y ello resulta paradójico, porque Lugones, poeta visual y decorativo, tiene afinidad con Ascasubi. Coraje florido, gusto de los colores límpidos y de los objetos precisos, definen a este. Así, en el principio del Santos Vega:
El cual iba pelo a pelo
en un potrilla bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.
Es iluminativo, también, comparar la incolora noticia de los malones que hay en el Martín Fierro con la inmediata y escénica presentación de Ascasubi. Hernández destaca el horror de Fierro ante la invasión y la depredación; Ascasubi nos pone ante los ojos las leguas de indios que se vienen encima:
Pero, al invadir, la indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye delante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos
y cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.
Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los pampas avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá!, ¡chajá!
Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaderas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos,
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.
Ascasubi militó en las guerras civiles, en la guerra del Brasil, en la Guerra Grande del Uruguay, y vio, en el curso de su vida errabunda, miles de cosas; es curioso que la más vívida de sus páginas describa, para siempre, algo que no vio nunca: las invasiones de los indios en la frontera de la provincia de Buenos Aires. No en vano el arte es, ante todo, imaginación.
Ascasubi, en el París de 1870, compuso la casi interminable novela métrica Santos Vega; fuera de algunas páginas famosas, este trabajo singularmente lánguido ha perjudicado la fama póstuma de su autor. Lo mejor de Ascasubi se halla disperso en Aniceto el Gallo y en Paulina Lucero. Una antología de Ascasubi, sacada de todas sus obras, sería más útil a su gloria que las mecánicas reimpresiones del Santos Vega en que parecen complacerse nuestras editoriales.
Antes de dejar a Ascasubi, recordemos dos vistosas décimas suyas, la primera dedicada al coronel Marcelino Sosa, que guerreó contra los federales o blancos:
Mi coronel Marcelino,
valeroso guerrillero,
oriental pecho de acero
y corazón diamantino;
todo invasor asesino,
todo traidor detestable
y el rosín más indomable
rinden su vida ominosa,
donde se presenta Sosa
¡y a los filos de su sable!
Y esta, en que revive un baile de la campaña:
Sacó luego a su aparcera
la Juana Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah, china!, si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto la mezquinaba
en cada dengue que hacía,
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.
Más que gauchesco, el tono de Ascasubi es, a veces, de orillero criollo, de orillero de la campaña. Este rasgo (que prefigura ciertas crudezas del Martín Fierro) lo diferencia de su inspirador Bartolomé Hidalgo, cuyo ámbito, a pesar de algunas chocarrerías, es de paisanos decentes.
Ascasubi nació en la provincia de Córdoba en 1807 y murió en Buenos Aires en 1875. Ricardo Rojas ha destacado con razón la valentía del hombre que, en la plaza sitiada de Montevideo, multiplicó las impetuosas payadas contra Rosas y Oribe; recordemos que en esa ciudad, otro publicista unitario, Florencio Varela, fundador y redactor de El Comercio del Plata, fue asesinado por los mazorqueros.
Alguna vez, Hilario Ascasubi, como para indicar su filiación de la poesía de Hidalgo, firmó Jacinto Chana; Estanislao del Campo, amigo y continuador de Ascasubi, firmó Anastasia el Pollo, notoria variación de Aniceto el Gallo. Su obra más famosa es el Fausto, poema que, igual que los primitivos, podría prescindir de la imprenta, porque sigue viviendo en muchas memorias, singularmente femeninas; ello es extraño y bastaría para sugerir que la índole gauchesca del Fausto es menos esencial que formal. En efecto, de todas las composiciones que estudiaremos ninguna ostenta un vocabulario más deliberadamente rural y ninguna, acaso, esté más lejos de la mentalidad del paisano. Algunos detractores -Rafael Hernández, hermano de José, fue tal vez el primero- han acusado a Estanislao del Campo de no conocer al gaucho. Hasta el pelo del caballo del héroe ha sido examinado y reprobado. Tales censuras importan un anacronismo. En mil ochocientos sesenta y tantos, en Buenos Aires, lo difícil no era conocer al gaucho, sino ignorarlo. La campaña se confundía con la ciudad y su plebe era criolla. Además el coronel Estanislao del Campo se batió en el sitio de Buenos Aires, en Pavón, en Cepeda y en la revolución del 74; la tropa comandada por él, y particularmente la caballería, era gaucha. Los errores que se han advertido en el Fausto son distracciones, debidas precisamente al desahogo de quien está tratando una materia que conoce muy bien y no se demora en la verificación de detalles. Acaso Estanislao del Campo no fuera muy diestro en trabajos rurales, pero no pudo ignorar, lo repetimos, la nada compleja psicología del gaucho.
También se ha dicho que el argumento del Fausto es convencional, ya que un gaucho no podría seguir las peripecias de una ópera y no toleraría su música. Ello, desde luego, es verdad, pero podemos suponer que forma parte de la broma general de la obra. Más importante que el pelo del impugnado overo rosao, al cual no se le permite ser parejero, y que algunas comparaciones inverosímiles, es el espléndido espectáculo de amistad que propone el Fausto. Lo valioso es la venturosa y clara amistad que el diálogo de los aparceros trasluce. Estanislao del Campo ha dejado asimismo otras composiciones criollas; la más conocida, Gobierno gaucho, esboza una serie de reformas análogas a las preconizadas en el Martín Fierro. De una carta a Hilario Ascasubi , que en 1862 se embarcó para Europa, son las siguientes décimas:
Hasta al Espíritu Santo
le rogaré por ustedes,
y a la Virgen de Mercedes
que los cubra con su manto,
y Dios permita que en tanto
vayan por la agua embarcaos,
no haiga en el cielo ñublaos,
ni corcovos en las olas,
ni el barco azoten las colas
de los morrudos pescaos.
Aquí este triste cantor
sus versos fieros remata
y en el cañuto los ata
de su barco de vapor.
No extrañe que ni una flor
vaya en mi pobre concierto:
no da rosas el desierto,
ni da claveles el cardo,
ni dio nunca un triste nardo
campo de yuyos cubierto.
De Estanislao del Campo nos consta que era valiente; en las campañas contra Urquiza vestía el uniforme de  gala para entrar en batalla, y saludaba, puesta la diestra en el kepí, las primeras balas. La simpatía de su trato personal perdura en su obra escrita.
Los poetas cuya obra acabamos de considerar han sido llamados precursores de Hernández. En verdad, ninguno lo fue, salvo en el común propósito de hacer hablar a gauchos, con entonación o léxico campesino. El poeta que ahora estudiaremos y cuya obra es casi desconocida en esta margen del Plata, fue, muy precisamente, precursor de Hernández, y cabría decir que no fue otra cosa. Escribe Lugones, en la página 189 de El payador: «Don Antonio Lussich, que acababa de escribir un libro felicitado por Hernández, Los Tres Gauchos Orientales, poniendo en escena tipos gauchos de la revolución uruguaya llamada campaña de Aparicio, le dio, a lo que parece, el oportuno estímulo. De haberle enviado esa obra, resultó que Hernández tuviera la feliz ocurrencia. La obra del señor Lussich apareció editada en Buenos Aires por la imprenta de La Tribuna el 14 de junio de 1872. La carta con que Hernández felicitó a Lussich, agradeciéndole el envío del libro, es del 20 del mismo mes y año. Martín Fierro apareció en diciembre. Gallardos y generalmente apropiados al lenguaje y peculiaridades del campesino, los versos del señor Lussich formaban cuartetas, redondillas, décimas y también aquellas sextinas de payador que Hernández debía adoptar como las más típicas.»
El libro de Lussich, al principio, es menos una profecía del Martin Fierro que una repetición, bastante desmañada por cierto, de los coloquios de Ramón Contreras y Chano. Tres veteranos cuentan las patriadas que hicieron. Sus narraciones, sin embargo, no se limitan a la noticia histórica y abundan en confidencias autobiográficas y en quejas patéticas o indignadas que anticipan, casi verbalmente, el Martín Fierro. Su tono no es el de Ascasubi o el de Hidalgo; es, ya, el de Hernández. Este, en El gaucho Martín Fierro, dirá:
Yo llevé un moro de número,
¡sobresaliente el matucho!,
con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita.
Siempre el gaucho necesita
un pingo pa fiarle un pucho.
Y cargué sin dar más güeltas
con las prendas que tenía;
jergas, poncho, cuanto había
en casa, tuito lo alcé.
A mi china la dejé
media desnuda ese día.
No me faltaba una guasca;
esa ocasión eché el resto:
bozal, maniador, cabresto,
lazo, bolas y manea.
¡El que hoy tan pobre me vea
tal vez no creerá todo esto!
Antes había escrito Lussich:
Me alcé con tuito el apero,
freno rico y de coscoja,
riendas nuevitas en hoja
y trensadas con esmero;
Una corona de cuero
de vaca, muy bien curtida;
hasta una manta fornida
me truje de entre las carchas,
y aunque el chapiao no es pa marchas
lo chanté el pingo en seguida.
Hice sudar al bolsillo
porque nunca fui tacaño:
traiba un gran poncho de paño
que me alcanzaba al tobillo
y un machazo cojinillo
pa descansar mi osamenta;
quise pasar la tormenta
guarecido de hambre y frío
sin dejar del pilcherío
ni una argolla ferrugienta.
Mis espuelas macumbé,
mi rebenque con virolas,
rico facón, güenas bolas,
manea y bosal saqué.
Dentro el tirador dejé
diez pesos en plata blanca
pa allegarme a cualquier banca
pues al naipe tengo apego,
y a más presumo en el juego
no tener la mano manca.
Copas, fiador y pretal,
estribos y cabezadas
con nuestras armas bordadas,
de la gran Banda Oriental.
No he güelto a ver otro igual
recao tan cumpa y paquete.
¡Ahijuna! encima del flete
como un sol aquello era.
¡Ni recordarlo quisiera!
Pa qué, si es al santo cuete.
Monté un pingo barbiador
como una luz de ligero.
¡Pucha, si pa un entrevero
era cosa superior!
Su cuerpo daba calor
y el herraje que llevaba
como la luna brillaba
al salir tras de una loma.
Yo con orgullo y no es broma
en su lomo me sentaba.
Dirá Hernández:
Ansí es que al venir la noche
iba a buscar mi guarida,
pues ande el tigre se anida
también el hombre lo pasa,
y no quería que en las casas
me rodiara la partida.
Dijo Lussich:
Y ha de sobrar monte a sierra
que me abrigue en su guarida,
que ande la fiera se anida
también el hombre se encierra.
Lussich prefigura a Hernández, pero si Hernández no hubiera escrito el Martín Fierro, inspirado por él, la obra de Lussich sería del todo insignificante y apenas merecería una mención fugaz en las historias de la literatura uruguaya. Anotemos, antes de pasar al tema capital de nuestro libro, esta paradoja, que parece jugar mágicamente con el tiempo: Lussich crea a Hernández siquiera de un modo parcial, y es creado por él. Menos asombrosamente, podría decirse que los diálogos de Lussich son un borrador ocasional, pero indiscutible, de la obra definitiva de Hernández.
II. José Hernandez
Lugones reclamó para el Martín Fierro el nombre de epopeya; esta grandiosa atribución lo obligaba a exaltar a Hernández o a imaginarlo el instrumento de una inspiración superior. Optó (era lo más razonable) por lo último, y confrontó la excelencia del poema con la medianía del poeta. En el séptimo capítulo de El payador, escribió: «Hernández ignoró siempre su importancia y no tuvo genio sino en aquella ocasión ... El poema compone toda su vida, y fuera de él, no queda sino el hombre enteramente común, con las ideas medianas de la época.» Ya veremos que este juicio denigrativo adolece de alguna exageración.
Para la biografía de José Hernández, la fuente principal sigue siendo el artículo que Rafael Hernández, su hermano, incluyó en la obra Pehuajá. -Nomenclatura de las calles. La historia de este libro es curiosa. En 1896, la municipalidad de Pehuajó dispuso que se diera a las calles y plazas de la ciudad nombres de poetas argentinos; Rafael Hernández, que presidía el consejo deliberante, publicó en un volumen las biografías de los conmemorados; una de ellas es la de José Hernández. Este nació el 10 de noviembre de 1834 en la chacra de los Pueyrredón, en el actual partido de San Martín, varias leguas al Noroeste de Buenos Aires. La familia, por el lado paterno, era federal; por el lado materno (los Pueyrredón), unitaria. Sangre española, irlandesa y francesa corría por sus venas.
Hasta cumplir seis años, vivió Hernández en el partido de San Martín. De los seis a los nueve, en una quinta de Barracas. Dieciocho años tenía cuando su padre, mayordomo de estancias, lo llevó consigo al Sur de la provincia de Buenos Aires, región entonces primitiva. Ahí, nos refiere su hermano, «se hizo gaucho, aprendió a jinetear, tomó parte en varios entreveros rechazando malones de los indios pampas, asistió a las volteadas y presenció aquellos grandes trabajos que su padre ejecutaba, y de que hoy no se tiene idea». José Hernández, hacia 1882, recordaría con nostalgia esos tiempos: «Uds., como yo, habrán visto, si han cruzado alguna vez los campos del Sud, inmensas yeguadas alzadas en las que no había una sola manada entablada, que hace pocos años han desaparecido completamente. Durante la época de Rosas había en algunos campos tantas yeguadas ariscas, que para cruzar por ellas con tropilla era necesario llevar un hombre por delante, para impedir que se la arrebataran las tropas de yeguas que cruzaban disparando al sentir gente. Eran animales enteramente salvajes, de seis, ocho, diez años a más, que no habían sentido nunca el dominio del hombre. Ahí se hacían los domadores jinetes, los fuertes boleadores, los pialadores famosos, y los hábiles corredores en el campo.» (Instrucción del estanciero).
Nueve años vivió Hernández en la campaña; en 1853, combatió en Rincón de San Gregorio contra las fuerzas del coronel rosista Hilario Lagos. En 1856 está en Buenos Aires ejerciendo el periodismo. Después, es múltiple su vida. Ingresó en el ejército, lo dejó a raíz de un duelo asaz misterioso, trabajó como empleado de comercio, peleó en Cepeda contra su provincia natal, actuó en la contaduría de Paraná, fue taquígrafo de los cuerpos legislativos de la Confederación y combatió, otra vez al lado de Urquiza, en Pavón y en Cañada de Gómez.
En 1863 predijo en un periódico el asesinato de Urquiza («Allí en San José, en medio de los halagos de su familia, su sangre ha de enrojecer los salones»); siete años después, esta previsión se cumplió, y Hernández militó, con los jordanistas, en la azarosa campaña a la que dio fin la derrota de Ñaembé. Huyó, dicen que a pie, a la frontera del Brasil. Unas palabras reticentes, estampadas en el prólogo del Martín Fierro, dicen que la composición de esta obra lo ayudó a alejar el fastidio de la vida del hotel; Lugones entiende que esta referencia es a un hotel de la Plaza de Mayo, en el que Hernández improvisaría el poema, «entre sus bártulos de conspirador»; otros han interpretado que alude a Sant'Anna do Livramento, donde los gauchos orientales y riograndenses le traerían el recuerdo de los gauchos porteños del Sur. Algunas locuciones propias de la campaña del Uruguay parecen justificar esta conjetura.
Escribe Ricardo Rojas: «En la legislatura de Buenos Aires, debatió con hombres como Leandro Alem y Bernardo de Irigoyen. En la política y la prensa porteñas, alternó con Navarro Viola y Alsina... Sirvió a la federación de Buenos Aires y a la fundación de La Plata ... Conferenció sobre política en el teatro Variedades, con una poderosa voz de órgano, que sus amigos elogiaban.» Carlos Olivera confirma: «Su elocuencia era como un ariete. Tenía más o menos, el cuerpo de dos hombres; su voz era pura y potente; parecía un órgano de catedral. ¡Y cómo le salían las palabras!»
En 1880 habló en el entierro de su amigo y rival Estanislao del Campo, en el cementerio del Norte. Vivió algún tiempo en Buenos Aires, en una casa de la plaza que ahora se llama Vicente López (1).
Sus últimos años transcurrieron en una quinta de Belgrano, que entonces no era un barrio de la capital sino un pueblo aparte. Su hermano ha conservado para nosotros la escena de su muerte: «Al fin, este coloso inclinó la robusta cabeza con la debilidad de un niño, el 21 de Octubre de 1886, a menos de cincuenta y dos años de edad, minado de una afección cardíaca, quizá; en el pleno goce de sus facultades hasta cinco minutos antes de expirar, conociendo su estado y diciéndome: Hermano, esto está concluido. Sus últimas palabras fueron: Buenos Aires, Buenos Aires... y cesó.»
Ya hemos señalado que el Martín Fierro no agota la producción de Hernández. En Buenos Aires fundó el periódico El Río de la Plata, en el que formulaba así su programa político: «Autonomía de las localidades; municipalidades electivas; abolición del contingente de fronteras; elegibilidad de los jueces de paz, de los comandantes militares y de los consejos escolares.» En 1863 publicó en el diario El Argentino de Paraná el folletín Vida del Chacho, obra destinada a vindicar la memoria del caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza y a atacar a Sarmiento. En 1880, Dardo Rocha, gobernador entonces de Buenos Aires, quiso enviar a Hernández a Australia para estudiar sistemas agropecuarios; Hernández rehusó este ofrecimiento y se justificó con el libro Instrucción del estanciero, obra de pioneer, ya que en una de sus páginas leemos: «Hasta ahora el único agrónomo que ha examinado los pastos, el único químico que los ha analizado, es el animal que come el yuyo; engorda o se muere; y a eso ha estado y está todavía limitado el estudio.»
Otro párrafo parece anunciar el Don Segundo Sombra: «Arreando hacienda es donde se prueba el conocimiento del hombre de campo; su firmeza para el trabajo; su empeño para el cumplimiento de sus deberes; su resistencia para el agua, el frío, el calor, y sobre todo, para el sueño ... Allí se prueba el hombre. Es como el marinero en la tormenta.»
Fuera de su obra capital, las composiciones poéticas de Hernández son insignificantes. Merece perdurar, sin embargo, una descripción gaucha de la famosa tela Los treinta y tres orientales, del pintor uruguayo Blanes.
Cabe agregar, a título de curiosidad, que Hernández fue espiritista. Rafael Hernández, en el trabajo que hemos citado, pondera su admirable memoria: «Se le dictaban hasta 100 palabras, arbitrarias, que se escribían fuera de su vista, e inmediatamente las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisando versos y discursos, sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden que habían sido dictadas. Este era uno de sus entretenimientos favoritos en sociedad.»
De José Hernández se ha afirmado que era partidario de Rosas; Pagés Larraya, en el sexto capítulo de la obra Prosas delMartín Fierro (Buenos Aires, 1952), ha refutado esta calumnia y ha podido alegar una serie de testimonios, debidos a la pluma del mismo Hernández. Este, en 1869, declaró que Rosas cayó «porque el reinado del despotismo no podía ser eterno» y cinco años después censuró a quienes vindicaban a Rosas, y escribió estas palabras: «Tales confusiones no solo falsean descaradamente la verdad histórica, sino que arrastran a los pueblos americanos a perennes fluctuaciones entre la verdad y el crimen, y los llevan hasta la admiración y la apoteosis de sus mismos verdugos.» Hacia 1884, volvió sobre el tema en un discurso memorable: «Veinte años dominó Rosas esta tierra; veinte años sus amigos le pedían que diera a la República una constitución; veinte años negó Rosas la oportunidad de constituir la República; veinte años tiranizó, despotizó y ensangrentó al país... » El servilismo y la crueldad del régimen de Rosas estaban demasiado cerca para que el autor del Martín Fierro pudiese defenderlo; Hernández era federal, pera no rosista.
Hernández pensó que la inmigración extranjera destruiría en estas provincias el ejercicio de la ganadería, tal como la practicaban los criollos. En 1874 escribió en una carta a los editores de la octava edición del Martín Fierro: «En nuestra época un país cuya riqueza tenga por base la ganadería, como la provincia de Buenos Aires y las demás del litoral argentino y oriental, puede no obstante ser tan respetable y tan civilizado, como el que es rico por la agricultura, o el que lo es por sus abundantes minas a por la perfección de sus fábricas ... La ganadería puede constituir la principal y más abundante fuente de riqueza de una nación, y esa sociedad, sin embargo, puede hallarse dotada de instituciones libres como las más adelantadas del mundo... y puede poseer Universidades, Colegios, un periodismo abundante e ilustrado; una legislación propia, círculos literarios y científicos.»
Tales afirmaciones son discutibles, pero dejan adivinar la convicción criolla de que la tarea pastoril produce hombres valientes y generosos, y la agricultura o la industria, hombres avaros y apocados.
Estas y otras ideas o pareceres de Hernández respaldan, de algún modo el poema. Pagés Larraya (obra citada, página 77) se funda en ello para contradecir a Leopolda Lugones, que juzgó que «en ninguna obra es más perceptible el fenómeno de la creación inconsciente». Nosotros opinamos que Lugones tiene razón. El Martín Fierro puede haber sido para Hernández y para los lectores de su tiempo una obra de tesis, y es verosímil y aun probable que no habría existido sin el estímulo de ciertas convicciones. Estas, sin embargo, no agotan el valor del poema, que, como todas las obras destinadas a la inmortalidad, tiene raíces hondas e inaccesibles a las intenciones conscientes del hacedor. El Quijote se ejecutó para reducir al absurdo las novelas de caballerías, pero es fama que excede infinitamente ese propósito paródico.
Hernández escribió para denunciar injusticias locales y temporales, pero en su obra entraron el mal, el destino y la desventura, que son eternos.
III. El gaucho Martin Fierro.
Con la acción de Ayacucho, librada por los ejércitos de Sucre en 1824, se consumó la Independencia de América; medio siglo después, en campos de la provincia de Buenos Aires, la Conquista no había tocado aún a su fin. Al mando de Catriel, de Pincén a de Namuncurá, los indios invadían las estancias de los cristianos y robaban la hacienda; más allá de Junín y del Azul, una línea de fortines marcaba la precaria frontera y trataba de contener esas depredaciones. El ejército cumplía entonces una función penal; la tropa se componía, en gran parte, de malhechores a de gauchos arbitrariamente arreados por las partidas policiales. Esta conscripción ilegal, como la ha llamado Lugones, no tenía un término fijo; Hernández escribió el Martín Fierro para denunciar ese régimen. Se propuso evidenciar que esas levas eran la ruina de la gente de la campaña. El protagonista, al principio, es impersonal; es un gaucho cualquiera o, de algún modo, es todos los gauchos. Después, a medida que Hernández fue imaginándolo con más precisión, este llegó a ser Martín Fierro, el individuo Martín Fierro, que conocemos íntimamente como acaso no nos conozcamos a nosotros mismos.
El poema se abre con esta estrofa:
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela;
que el hombre que lo desvela
una pena estrordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.
En la estrofa siguiente («Pido a los santos del cielo - que ayuden mi pensamiento... »), Lugones ha destacado la invocación a los dioses propicios, «que es una costumbre épica». Agreguemos que tales invocaciones (que también figuran en la poesía de las naciones orientales y cuyo empleo ha sido preconizado por Dante en una epístola famosa) no son herencia mecánica de la  Ilíada; proceden de una convicción instintiva de que lo poético no es obra de la razón, sino el dictado de poderes ocultos.
Toda obra de arte, por realista que sea, postula siempre una convención; en el Fausto, un campesino que comprende y cuenta una ópera; en el Martín Fierro, la ficción de una extensa payada autobiográfica, llena de quejas y de bravatas del todo ajenas a la mesura tradicional de los payadores. Ya que hemos hablado del Fausto, cabe destacar asimismo la diferencia fundamental de las estrofas iniciales de ambos poemas. Es sabido que el Fausto comienza así:
En un overo rosao,
flete nuevo y parejito,
caia al bajo, al trotecito,
y lindamente sentao,
un paisano del Bragao,
de apelativo Laguna,
mozo jinetazo, ahijuna,
como creo que no hay otro,
capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.
Estanislao del Campo prodiga festivamente los términos criollos y la estrofa puede resultar incomprensible a un lector español; Hernández, en cambio, no ha buscado palabras diferenciales, y el criollismo está en la entonación y en un par de deformaciones plebeyas. Hernández no juega a ser un gaucho para divertir o para divertirse; Hernández, en la primera estrofa, ya es naturalmente un gaucho.
Las palabras pena estrordinaria sirven para justificar la larga relación que promete. Luego pondera su facilidad de cantor:
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar.
Fierro ha sido arrastrado por una leva, y ahí empezaron sus desgracias; con emoción elegíaca rememora la antigua felicidad que alguna vez fue suya. Dice, resumiendo su suerte:
Tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer;
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera
¡Y qué iba a hallar al volver!
Tan solo hallé la tapera (2).
En otras estrofas declara:
Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía
y sus hijos y mujer. ..
Era una delicia el ver
cómo pasaba sus días ...
Este se ata las espuelas,
se sale el otro cantando,
uno busca un pellón blando,
este un lazo, otro un rebenque,
y los pingos relinchando
los llaman dende el palenque ...
El gaucho más infeliz
tenía tropilla de un pelo;
no le faltaba un consuelo,
y andaba la gente lista ...
Tendiendo al campo la vista,
no vía sino hacienda Y cielo.
Se ha dicho que José Hernández quiso contraponer la dichosa vida de las estancias en el tiempo de Rosas con el desmedro y la desolación de su tiempo, y que esa contraposición es del todo falsa, porque los gauchos nunca disfrutaron de semejante edad de oro. Cabría responder que siempre exageramos las felicidades que hemos perdido, y que si el cuadro no es fiel a la realidad de la historia, lo es indudablemente a la nostalgia y a los emocionados recuerdos. Comentadores hay que en el verso No le faltaba un consuelo