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Este libro trata diferentes momentos de la confrontación entre las derechas y el Estado a lo largo del siglo XX a través de tres instituciones que tuvieron un papel trascendente, aunque poco estudiado, en la historia de México: los Caballeros de Colón, la Unión Nacional de Padres de Familia y el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación, muro. Dividido en cuatro capítulos, inicia con una introducción que presenta un panorama de la relación entre las derechas vinculadas con el clero y el Estado entre 1917 y 1968, y da cuenta del anticomunismo mexicano durante este periodo. Las tres organizaciones de derechas urbanas de clase media y alta vinculadas con la Iglesia católica abordadas, expresaron oposición al Estado laico, a su control sobre los contenidos educativos, insistieron en no incluir temas religiosos en la enseñanza y, en una palabra, se opusieron a la secularización de la sociedad. Al mismo tiempo, rechazaron el comunismo que, desde su perspectiva, había contagiado al Estado posrevolucionario. La relación de los Caballeros de Colón, la Unión Nacional de Padres de Familia y el muro con la Iglesia católica muestra la importancia que esta institución ha tenido en la lucha contra el laicismo y el comunismo en México; de suerte que se aprecia la consolidación del Estado en el siglo XX desde un ángulo distinto. El devenir histórico de la pugna entre un proyecto laico de sociedad y uno religioso, a lo largo de casi 50 años, también perfila a una Iglesia heterogénea, dinámica, en la que se hallan diferentes matices y posturas, en ocasiones encontradas.
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Seitenzahl: 533
Veröffentlichungsjahr: 2020
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DEWEY LC
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DER.e D4
Las derechas en el México contemporáneo / María del Carmen Collado Herrera (coordinadora) ; Ana Patricia Silva de la Rosa [y otros]. – México : Instituto Mora, 2015.
Primera edición
274 páginas ; 23 cm.- (Historia política)
Incluye referencias bibliográficas e índice
1. Orden de Caballeros de Colón (México) – Historia. 2. Conservatismo – México – Historia. 3. México – Historia – Conflicto religioso y rebelión cristera, 1926-1929. 4. Unión Nacional de Padres de Familia (México) – Historia. 5. Laicismo – México – Historia. 6. Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (México) – Historia. 7. Movimiento anticomunista – México – Historia. I. Collado Herrera, María del Carmen, coordinador. II. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora (México D.F.).
Imagen de portada: Diego Rivera, La epopeya del pueblo mexicano (detalle), Palacio Nacional de la ciudad de México. D. R. © 2015 Banco de México, Fiduciario en el Fideicomiso relativo a los Museos Diego Rivera y Frida Kahlo. Av. 5 de Mayo No. 2, Col. Centro, Del. Cuauhtémoc 06059, México, D. F. Fotografía de Carlos Alvarado, 2011. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2015.
Primera edición, 2015
Primera edición ebook, 2020
D. R. © Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
Calle Plaza Valentín Gómez Farías 12, San Juan Mixcoac,
03730, México, D. F.
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ISBN: 978-607-9475-03-1
ISBN ePub: 978-607-8793-04-4
Impreso en México
Printed in Mexico
Introducción
María del Carmen Collado Herrera
Los Caballeros de Colón y su participación en el conflicto religioso de 1926 a 1929
Ana Patricia Silva de la Rosa
La Unión Nacional de Padres de Familia: una oposición conservadora al laicismo en la educación
Marco Aurelio Pérez Méndez
Anticomunismo católico. Origen y desarrollo del Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (muro), 1962-1975
Mario Virgilio Santiago Jiménez
Índice onomástico
Sobre los autores
María del Carmen Collado Herrera
Las derechas mexicanas han tenido y tienen un papel cada vez más destacado en la historia del país. Este libro intenta contribuir a llenar un vacío en la historiografía del siglo xx y abrir nuevos debates; ofrece varios trabajos de investigación realizados por una generación de jóvenes historiadores, dedicados a explicar el devenir de tres asociaciones: los Caballeros de Colón, la Unión Nacional de Padres de Familia y el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación. Tienen en común, además de su interés por el estudio de organizaciones de derechas urbanas de clase media y alta en la historia de México en el siglo xx, el tratar sobre organismos vinculados a la Iglesia católica.1 Tocan además diferentes momentos de la confrontación entre las derechas y el Estado a lo largo del siglo xx, y abordan a tres instituciones que tuvieron un papel importante, pero poco estudiado, en la historia del país.
El primer capítulo, “Los Caballeros de Colón y su participación en el conflicto religioso de 1926-1929”, fue elaborado por Ana Patricia Silva de la Rosa. Esta Orden fue fundada en México en 1905 como una rama de la asociación del mismo nombre creada en Estados Unidos años antes. Muchos de sus miembros formaron parte de la elite económica, política y social del país. De tal suerte que se convirtió en una organización de gran valía para la Iglesia católica en México. Sus integrantes eran profesionistas, muchos de ellos abogados, que escribieron, dieron conferencias y tomaron parte activa en la promoción del catolicismo. De igual manera fundaron escuelas, imprimieron y repartieron catecismos y respaldaron a otras organizaciones católicas.
Una de las actividades relevantes de los Caballeros fue su colaboración en la fundación del Partido Católico Nacional. Este se creó a instancias del arzobispo de México, José Mora y del Río, el 6 de mayo de 1911, y se insertó en la cauda de movimientos que accedieron al escenario político ante la inminente caída de la dictadura de Porfirio Díaz. Los Caballeros de Colón colaboraron en la expansión del nuevo organismo político utilizando sus sedes en diferentes partes de la república. Se trató de un partido que tuvo presencia política durante el gobierno de Madero y la dictadura de Victoriano Huerta.
La Orden desarrolló también una labor destacada en el fortalecimiento de la nueva doctrina social de la Iglesia, dictada por la Santa Sede en la encíclica Rerum Novarum. Más adelante, los Caballeros de Colón fueron de suma importancia en las labores de propaganda, organización y abastecimiento de los grupos que se levantaron en armas contra el gobierno, como resultado de la confrontación Iglesia-Estado, que provocó la guerra cristera en 1926.
El estudio acucioso de los personajes que formaron parte de esta asociación, presente en este capítulo, permite ubicarlos en distintos frentes y organizaciones católicas durante la guerra y así calibrar la importancia que los Caballeros de Colón tuvieron en estos acontecimientos. El trabajo entrelaza la historia de esta Orden, como principal protagonista, y los acontecimientos que llevaron a la Iglesia y al Estado a enfrentarse mediante un conflicto armado hasta llegar a los arreglos en 1929.
El segundo capítulo de este libro, elaborado por Marco Aurelio Pérez Méndez, se titula “La Unión Nacional de Padres de Familia: una oposición conservadora al laicismo en la educación”. En él se aborda el surgimiento, desarrollo y consolidación de una de las organizaciones de derecha más longevas y militantes dentro del activismo católico, la cual convocó y movilizó a los sectores sociales de derechas en el ámbito educativo. Explica las causas y el contexto en que apareció.
La Unión Nacional de Padres de Familia, que tenía nexos estrechos pero no manifiestos con la jerarquía eclesiástica, fue la principal opositora al artículo tercero de la Constitución de 1917, que establecía la educación laica. Su acción estaba inspirada y normada por las encíclicas papales y pastorales, y las directrices de la Iglesia; por lo tanto, el sustento ideológico de la unpf estaba en el derecho natural y divino, según el cual los padres de familia tenían el derecho inalienable de educar a sus hijos de acuerdo con sus creencias y valores. En cuestiones más mundanas, sin embargo, la Unión funcionaba como un grupo de presión que buscaba derogar o reformar el artículo tercero para que la enseñanza religiosa pudiera proporcionarse en los colegios públicos de nivel básico. Además, fue una defensora incansable de la instrucción privada y del derecho de los padres a supervisar e intervenir en todo lo relacionado con la enseñanza (profesorado, textos y programas); asimismo se dedicó a combatir la “inmoralidad” (en los medios y en las escuelas) y las doctrinas contrarias al catolicismo, como el comunismo y el liberalismo –tal como había sido concebido a partir de la Reforma–. En este capítulo se analiza a la unpf como parte de la resistencia conservadora a la política educativa del Estado posrevolucionario entre 1917 y 1940, la cual buscaba impartir educación sexual e instaurar lo que denominó “educación socialista”.
El tercer capítulo, escrito por Mario Virgilio Santiago Jiménez, se titula “Anticomunismo católico. Origen y desarrollo del Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (muro), 1962-1975”. Se concentra en la organización estudiantil antes referida, que operó en la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), y se convirtió en la principal fuerza de derecha dentro de esta institución en las décadas de 1960 y 1970.
El capítulo describe el origen y crecimiento del muro, así como sus características estructurales, operativas e ideológicas. Se mencionan también sus vínculos con la prensa de la época y con algunos empresarios. Es importante destacar que este capítulo toca una veta historiográfica fecunda, cuyo desarrollo ha tropezado con problemas de fuentes, conceptuales e ideológicos. Para abordar a esta organización católica de derecha, Santiago Jiménez revisó la más reciente literatura académica, la cual es limitada, así como la periodística, que tiene objetivos y, sobre todo, metodologías distintas a la primera.
En ese universo, todavía por delimitarse, aparece la figura del Yunque, una organización secreta-reservada2 que nació en los años cincuenta y que ha sido protagonista de reportajes, investigaciones periodísticas extensas y hasta de novelas. Dicho grupo creó otros tantos para operar en el espacio público, destacando los estudiantiles Frente Universitario Anticomunista (fua) en Puebla y el mencionado muro. Por tal motivo, en el texto se plantean algunos elementos en torno a las organizaciones católicas secretas, el origen del Yunque y los primeros pasos del fua, cumpliendo un papel introductorio y a la vez explicativo del objeto central del trabajo.
En este punto es importante señalar que, además de la reconstrucción histórica de la experiencia del muro, el texto pretende contribuir con algunos elementos a la discusión, todavía balbuceante, sobre las derechas en México, tanto desde la trinchera de la historia y sus necesarios matices, como en el campo de otras disciplinas, donde el uso del concepto “derecha” puede ampliarse o convertirse en camisa de fuerza. La narración concluye en la década de los setenta cuando, al parecer, la fuerza del muro decayó si bien se integró a un crisol de nuevas agrupaciones creadas por el Yunque dentro de una lógica expansiva, apuntalada por el polémico sexenio de Luis Echeverría, quien reavivó la idea de la “amenaza comunista” entre los grupos conservadores y de derechas.
Las tres organizaciones que aquí se abordan se han mostrado recelosas de dar a conocer su actuación por temor a verse expuestas al escrutinio público. Así, no han dado acceso a los especialistas a la consulta de sus documentos y, quienes aún viven, se muestran por lo general renuentes a hablar de su participación en la vida política del país. Esta situación dificulta la investigación, que tiene que valerse del análisis acucioso de la prensa, los archivos políticos del Estado y de la compulsa de información en archivos públicos de diversa índole a fin de rastrear las actividades de los protagonistas, o bien tiene que echar mano de las pocas entrevistas de historia oral realizadas por los mismos autores u otros entrevistadores.
Como es bien sabido, el término de derecha proviene de la asamblea constituyente francesa de 1789, donde se aplicaron los términos derecha e izquierda para referirse al lugar donde se sentaban los asambleístas con respecto al presidente. Como de ella resultara que quienes se sentaban a la diestra eran menos proclives al cambio y los del extremo opuesto eran favorables, por este mero accidente se quedaron tales términos para referirse a la estructura dicotómica de la política.3 En el caso mexicano, como en muchos otros, es menester referirnos al término derechas en plural a causa de las diferencias de grado que hay en cada uno de los grupos y organizaciones.4 Además, su historicidad y su pluralidad nos dan cuenta de sus cambios y permanencias a lo largo del tiempo.
Norberto Bobbio, con objeto de clasificar mediante categorías analíticas a los actores políticos, sostiene que mientras la ideología que caracteriza a las derechas parte de la noción de una sociedad ordenada jerárquicamente, la de las izquierdas nace de la idea de que la igualdad es la base de la sociedad.5 Estas categorías se adecuan a la realidad política mexicana, como veremos más adelante, y no son simples etiquetas o estereotipos, sino conceptualizaciones útiles para explicar los asuntos políticos a partir de las propias características de los movimientos o grupos contendientes. La estructura dicotómica de la política no implica una interpretación simplista de la lucha por el poder, menos aún una visión superficial, instintiva o maniquea,6 más bien permite comprender las diferencias profundas que separan a los proyectos y actores de derechas y a los de izquierdas, a partir de las cuales es posible distinguir entre las múltiples gradaciones de grises que se presentan entre los extremos. No obstante, la polémica en cuanto a la mejor forma de conceptualizarlos continúa hasta el presente.
Algunos autores han utilizado los nombres de conservadores, tradicionalistas o reaccionarios para referirse a los grupos reacios al cambio a lo largo de los siglos xix y xx. Al tiempo, han dado los nombres de liberales o progresistas a los proclives al cambio. Estas denominaciones aluden a la resistencia ante este último de parte de los primeros o a la vocación por el cambio de los segundos, en una concepción en que la idea de modernidad se funde con la de progreso. No obstante, en la actualidad la idea de progreso o de la perfectibilidad de la humanidad es cuestionada por algunos.7 Por ello, no resultan convenientes las definiciones ancladas en la idea de una evolución ascendente del ser humano hacia sus logros, camino que por lo demás no es unívoco, y resulta más precisa la denominación sugerida por Bobbio entre derechas e izquierdas, la cual está anclada en la oposición de sus concepciones fundacionales sobre la sociedad.
Sería difícil negar la importancia de las derechas en la historia de México. El triunfo del pan en el año 2000 trajo un renovado interés académico por estudiarlas, como se puede comprobar si atendemos a las publicaciones dedicadas a la temática.8 No obstante, materias como las abordadas en este libro fueron descuidadas por la historiografía mexicana durante muchas décadas, por lo que cabría especular sobre esta ausencia. Es posible que el predominio político del pri durante la pasada centuria –que mantuvo el poder de forma ininterrumpida desde su fundación en 1929 como pnr hasta el año 2000, cuando perdió las elecciones presidenciales– haya ocultado, descalificado o minimizado la participación de las derechas en la vida nacional. Estas fueron vistas como las enemigas históricas del liberalismo decimonónico y de la revolución, movimientos de los cuales, de acuerdo con la historia oficial elaborada por la facción victoriosa, el partido dominante era el heredero. Este se mantuvo como el paladín del Estado laico, aun cuando en la práctica, a partir de 1983, abandonó el nacionalismo revolucionario y optó por un proyecto monetarista, más cercano a las derechas.
La relación entre el nacionalismo revolucionario y las derechas ha sido muy compleja. Si bien ha habido una derecha secular laica que ha coexistido con otras corrientes dentro del partido oficial a lo largo del siglo xx, sobre todo a partir del cardenismo, el predominio del nacionalismo revolucionario, que dio identidad al pri, la ha mantenido en la penumbra.9 Por su parte, el Estado ha dado juego a las derechas para evidenciar su contraste frente a ellas, tildándolas de ser “la reacción”. Al tiempo que en su afán por aparentar un talante democrático permitió su participación en la política como sucedió con los sinarquistas o con el pan. No obstante, lo que caracterizó al Estado posrevolucionario, al menos hasta 1982, fue su confrontación con las derechas.
Esta situación plantea una paradoja aparente, México ha sido un país predominantemente católico; más de 96% de la población manifestó profesar ese credo en los censos de 1921 a 1970, y sólo en las dos últimas décadas del siglo xx esta proporción bajó a 88 y 89%.10 No obstante, los políticos que gobernaron el país durante ese lapso, o bien fueron agnósticos, o bien mantuvieron su religiosidad en el ámbito privado, pero todos se preocuparon por fortalecer y mantener el Estado laico que Juárez y su generación fundaron en el siglo anterior así como por secularizar a la sociedad. Dentro de este grupo de políticos hubo también algunos radicales que mostraron actitudes antirreligiosas más estridentes que se manifestaron, sobre todo, hasta 1935. Incluso las reformas emprendidas por Carlos Salinas de Gortari en 1992, que reconocieron la personalidad jurídica a las Iglesias, aceptaron que hubiera educación religiosa en las escuelas privadas, devolvieron los derechos políticos al clero y posibilitaron las manifestaciones de culto público externo en ciertas circunstancias, mantuvieron como eje la separación entre el Estado y las Iglesias, y reafirmaron la laicidad del Estado.11
Esta paradoja se reproduce también en una sociedad que, aunque se reconoce como católica, mantiene posturas divergentes en torno al papel de la Iglesia. La confrontación entre el Estado laico y el catolicismo intransigente ha dividido a la sociedad en varias ocasiones durante el periodo posrevolucionario. No obstante, esta división no responde a criterios de clase social, a segmentaciones rurales-urbanas o a divisiones entre “gran tradición” y “pequeña tradición”, como la propuesta por Robert Redfield, sino a rupturas culturales que permearon a todo el conjunto social. Así, de acuerdo con lo señalado por Alan Knight, encontramos por igual a clasemedieros, campesinos y trabajadores anticlericales de raigambre liberal que, aunque se definan como católicos, no siguen a la jerarquía y mantienen formas de religiosidad popular propias y, a la vez, a grupos de clase media, campesinos y trabajadores que practican un catolicismo sacramental, más ligado a la jerarquía y que comparten sus posturas en cuanto a la preeminencia de las ideas religiosas para organizar y explicar el mundo.12 Resulta muy ilustrativo al respecto el trabajo de Matthew Butler sobre una zona del oriente michoacano, donde surgieron dos posiciones contrapuestas fincadas en formas de religiosidad e identidades políticas divergentes durante la guerra cristera.13
La construcción del Estado laico y la secularización de la sociedad en el periodo posrevolucionario desataron la oposición de los católicos más tradicionalistas, quienes buscaban establecer una sociedad regida por el pensamiento católico y anclada en la doctrina social de la Iglesia, esbozada en la encíclica Rerum Novarum (1891). La mencionada encíclica proponía una serie de acciones y la creación de organizaciones lideradas por la propia Iglesia que pretendían ayudar a los pobres que habían sido víctimas del liberalismo. En realidad buscaban una solución a estos problemas distante tanto del liberalismo económico como del socialismo estatista y llevaron a que la Iglesia y los laicos mantuvieran un catolicismo militante14 que los lanzó a la arena política15 y pronto chocó con el reformismo que el Estado revolucionario quería implantar. Esta oposición alcanzó niveles de gran violencia entre 1926 y 1929; renació con menor fuerza entre 1930 y 1937, y en la década de los sesenta reapareció en el contexto de la revolución cubana y la guerra fría. Hubo momentos en que la confrontación disminuyó y se dio un acuerdo tácito de dejar hacer al catolicismo por parte del Estado y no intromisión del clero en los asuntos políticos, en tanto que las organizaciones de laicos mantuvieron su actividad con un perfil más bajo. Pese a estos periodos de reflujo, sectores de la Iglesia católica y algunas organizaciones eclesiales y paraeclesiales de laicos, públicas y secretas, mantuvieron la defensa del catolicismo intransigente frente al avance de un Estado poderoso, interventor en la economía, algunos de cuyos rasgos eran asociados al comunismo, el cual se consideraba inaceptable desde la encíclica de 1891.
La confrontación de clérigos y grupos seglares de derechas con el Estado venía del periodo de la Reforma en el siglo xix.16 Durante la revolución se reavivaron estas pugnas en parte porque algunas facciones revolucionarias consideraron a la Iglesia católica como enemiga, al dar por hecho su cercanía con el régimen de Porfirio Díaz y su apoyo a la dictadura de Victoriano Huerta. No obstante, el enfrentamiento más fuerte y prolongado arrancó con la promulgación de la Constitución de 1917. La disputa se desató por el contenido anticlerical de algunos artículos, como el 3º, el 5º, el 24, el 27 y el 130; es decir, por el establecimiento de una legislación que pretendía limitar la influencia de la Iglesia católica en la sociedad y favorecer el surgimiento y la consolidación de un Estado laico, independiente de cualquier confesión religiosa. El articulado al que nos referimos estableció la obligatoriedad de la educación laica, prohibió que ministros y religiosos la impartieran, proscribió las órdenes monásticas y las manifestaciones de culto público externo, nacionalizó todas las propiedades eclesiásticas, eliminó los derechos políticos a ministros y religiosos, vedándoles la posibilidad de criticar al Estado o a sus leyes, y estipuló que sería el gobierno quien regularía el número de religiosos en el país. El anticlericalismo revolucionario se expresó a través de la separación completa de la Iglesia y el Estado y buscaba limitar la participación de aquella en la vida pública, así como restringir el culto al ámbito privado, manteniendo la pluralidad religiosa.17 El fondo de la querella desatada por la nueva legislación radicaba en el interés del Estado por crear ciudadanos identificados con él mediante la educación, en su propósito de sustituir al cura por el maestro. Se trató de una clara disputa por la lealtad de los ciudadanos.
Una vez terminada la fase armada de la revolución, con el asesinato del presidente Venustiano Carranza en mayo de 1920, los gobiernos sucesivos lucharon sin tregua por construir un Estado laico. La piedra fundamental para edificarlo fue una escuela primaria ajena a las ideas religiosas. Así, la recién creada Secretaría de Educación Pública (1921) desplegó un enorme esfuerzo a lo largo y ancho del país para crear ciudadanos leales a los valores revolucionarios, ligados a la idea de justicia social, que implicaba la integración de los obreros y los campesinos al pacto político. La educación, a la vez que buscó moldear las conciencias de los niños y los jóvenes del campo y la ciudad, introdujo en ellos una versión de la historia en la que los grupos populares eran los actores de las guerras de Independencia, de Reforma y de la Revolución de 1910, tal como fue plasmada en los murales ejecutados por los integrantes de la Escuela Mexicana de Pintura entre 1920 y 1940, al tiempo que la Iglesia era presentada como la fuerza retardataria de la historia. Esta visión unificadora permeó a la educación, que fue la gran transmisora del nacionalismo revolucionario,18 de suerte que mientras este se mantuvo vigente en el ámbito del ejercicio del poder contribuyó a que fueran minimizados los movimientos o las organizaciones de las derechas, creando la idea de un Estado omnipresente poderoso, que parecía abarcar todo el espectro político. Al mismo tiempo, esto hizo de la educación el campo de una persistente lucha que, del lado eclesiástico y de algunos laicos, cuestionó el derecho del Estado a formar las conciencias de la niñez y la juventud y el de impartir una educación acorde con el conocimiento científico y no con la fe religiosa.
Las reformas constitucionales que limitaban a las Iglesias irritaron y provocaron una gran preocupación, sobre todo a la Iglesia católica y a sus fieles más comprometidos, quienes se aprestaron a combatirlas mediante organizaciones de seglares y enarbolando la doctrina social de la Iglesia. Uno de los asuntos que causó más confrontaciones fue la educación laica, ya que la Iglesia y sus seguidores consideraban que se debía impartir educación religiosa católica en las escuelas, argumentando que la gran mayoría de la población mexicana era de esa confesión.19 La Iglesia, desde su visión integrista, buscaba la implantación de una sociedad católica “enemiga de la secularización del Estado y del liberalismo”.20 Por su parte, el Estado no estaba dispuesto a ceder, pues en contraste con la debilidad de algunos gobiernos posrevolucionarios, como los de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, la Iglesia católica era una institución fuerte, poderosa aunque no monolítica, con presencia en casi todo el territorio nacional, en proceso de reconstitución desde que los sacerdotes y el clero volvieron del exilio en 1920, y que contaba además con el respaldo de una entidad internacional como la Santa Sede.
Los sonorenses trataron de impedir por varios medios que la Iglesia católica se fortaleciera, como se manifestó con la expulsión del delegado papal Ernesto Filippi en marzo de 1923.21 El gobierno argumentó que este había violado la Constitución al presidir un acto público externo durante la ceremonia de colocación de la primera piedra del monumento al Sagrado Corazón de Jesús en el cerro del Cubilete, en Guanajuato.22 La Iglesia había coronado al Sagrado Corazón como Rey de México, y aseguraba que la localidad geográfica donde se erigiría el monumento, además de ser una cumbre, era el centro del país. El contenido simbólico del culto y del monumento no pasó desapercibido, la expulsión del delegado fue la respuesta del gobierno a un acto que mostraba la fortaleza del clero, su capacidad de convocatoria y su decisión de incidir en la sociedad.
Un segundo momento de confrontación, previo a la guerra cristera, se dio a raíz del Congreso Nacional Eucarístico en octubre de 1924, que tendría una duración de ocho días. La Iglesia organizó un magno evento religioso para conmemorar el aniversario de la coronación de la Virgen de Guadalupe, en el que hizo gala de la pompa eclesiástica: se realizaron peregrinaciones, misas y festividades en casi todos los templos católicos del país y se utilizaron la bandera y el himno nacionales durante la ceremonia de apertura del congreso en la catedral metropolitana, a la que asistió parte del cuerpo diplomático. Tal despliegue buscaba realzar la capacidad de organización de la Iglesia y el clima de paz que reinaba en ella, el cual contrastaba con la inestabilidad gubernamental, ocasionada por la rebelión delahuertista de finales de 1923. En respuesta a este despliegue, Obregón declaró que estas actividades violaban la Constitución a causa de los actos de culto público externo y ordenó que el procurador buscara a los responsables. La Iglesia reaccionó cancelando dos de los actos de la ceremonia de clausura del congreso.
Otro campo de confrontación surgió en torno a la sindicalización y los derechos laborales. Mientras que los gobiernos sonorenses favorecieron a la Confederación Regional Obrera Mexicana (crom), que devino en una de las centrales obreras más fuertes en los años veinte, e integró entre sus filas a obreros y campesinos de todo el país, la Iglesia apostó a la creación de sindicatos católicos, al estilo de los promovidos por la Rerum Novarum,23 los cuales estaban ligados al clero y obviamente competían por la clientela de trabajadores del campo y la ciudad. Es plausible que la presencia católica en la esfera laboral, junto con el anticlericalismo del líder de la crom, Luis N. Morones, haya contribuido a desatar la postura radical de este y su camarilla en contra de la Iglesia. Tal vez por ello la crom participó en el atentado contra la Basílica de Guadalupe en 1921 y respaldó la creación de una Iglesia Católica Apostólica Mexicana presidida por el patriarca José Joaquín Pérez, quien se escindió de la Iglesia Católica Apostólica Romana en 1925.24 El rechazo a la Iglesia derivaba también de la supeditación de esta a la Santa Sede en Roma, una institución extranjera.
Además de las confrontaciones surgidas alrededor de la educación y el sindicalismo, un tercer campo se abrió frente al temor de la Iglesia y de algunos de sus fieles a los rasgos socialistas que veían en el Estado y los gobiernos posrevolucionarios. Esta confusión, que desde el presente podría parecernos tan absurda, tiene explicaciones tanto en las circunstancias internacionales que se vivían durante las décadas de 1920 y 1930, como en la incapacidad de algunos actores para distinguir entre el socialismo al estilo soviético y las ideas de justicia social que en el discurso enarbolaban los principales líderes de la posrevolución.25 Abonaba a esta confusión el hecho de que algunos de los principales dirigentes mexicanos del periodo, en especial durante la década de 1920, se referían a sus políticas con los apelativos de socialistas.
Si bien el rechazo al socialismo por parte de la Iglesia y de algunos católicos se remontaba a la encíclica de 1891, el radicalismo de algunos grupos durante la revolución mexicana y, en especial, la nueva Constitución, aprobada en 1917, que incluía reformas sociales y daba mayores poderes al Estado, desató la oposición de los sectores más tradicionalistas de eclesiásticos y laicos. La oposición a las reformas constitucionales relacionadas con la propiedad del suelo y el subsuelo, contenidas en el artículo 27, los derechos de los trabajadores, presentes en el artículo 123, las nuevas atribuciones del Estado para ordenar la economía y la sociedad, y los artículos que buscaban disminuir la influencia de la Iglesia en la educación y en la vida general de la sociedad fueron vistas como propias del socialismo. Justo el año en que se promulgó la Constitución triunfó la revolución bolchevique en Rusia y surgieron los soviets, o consejos de trabajadores, que formaron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1922. Los países capitalistas occidentales se sintieron amenazados por la expansión del modelo soviético en el mundo, en Estados Unidos se vivió la primera “amenaza roja”,26 que dio pie a la persecución de izquierdistas, en tanto que sectores católicos en México creían que el país podría dar un vuelco hacia el socialismo, como había sucedido en la Rusia zarista. Estas condiciones internacionales y nacionales nos permiten ubicar el temor anticomunista que se vivió entre 1917 y 1940.
La reforma agraria propuesta por la Constitución, así como las formas impuestas a la propiedad eran contrarias al catolicismo social, que consideraba que la propiedad privada era inviolable y la única aceptable, y rechazaba la expropiación como método para desaparecer la concentración de las propiedades rurales. Temores parecidos surgieron en torno a la creación de sindicatos y derechos obreros, que debían ceñirse a las recomendaciones de aquella doctrina a fin de “no dañar en modo alguno al capital”, de manera que la propia Iglesia se convertía en promotora de sindicatos católicos.27 Si bien la encíclica finisecular se preocupaba por evitar los abusos del capitalismo contra los obreros y mejorar la condición de los campesinos, partía de la idea de que la sociedad estaba ordenada jerárquicamente y, en tal sentido, el socialismo, que aseguraba que por naturaleza todos los hombres eran iguales, era inaceptable. De acuerdo con la Rerum Novarum: “hay por naturaleza entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna”.28
Por su parte, la oposición a que el Estado se ocupara de fijar los contenidos de la educación, lo cual estaba implícito en la idea de una educación laica, iba en contra del interés de la Iglesia por formar a los niños y los jóvenes del país, y tenía relación con la encíclica, que reafirmó que el derecho de los padres a educar a sus hijos tenía preeminencia sobre el del Estado. Este conjunto de contradicciones que confluyeron en la confrontación Iglesia/Estado nos permite explicarla en el marco de la definición izquierdas/derechas a la que nos referimos líneas atrás, según la cual la Iglesia y los laicos comprometidos con la doctrina social católica se ubicarían entre las derechas, mientras que los gobiernos posrevolucionarios de 1917 a 1940 quedarían como parte del espectro de las izquierdas. Esta caracterización no implica que no hubiese matices en cada uno de los dos grandes grupos.
Durante estos años los roces más significativos comenzaron en el gobierno de Obregón, pero alcanzaron su pico más alto a raíz de la publicación, en julio de 1926, de la ley reglamentaria del artículo 130, conocida como Ley Calles, que limitaba el número de sacerdotes, exigía que se registraran y establecía penas para aquellos que infringieran la ley. El episcopado ordenó la suspensión de cultos a finales de aquel mes como medida de presión. Grupos de católicos y el clero promovieron un boicot al pago de impuestos y al consumo, al tiempo que la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, que fue reconocida por los obispos, reunía miles de firmas para pedir la modificación de las leyes anticlericales. Un intento fallido de arreglo entre el presidente Calles y los representantes del clero profundizó la animadversión en ambos lados y la chispa de la rebelión espontánea prendió en algunas zonas del Bajío a finales de 1926. La guerra cristera incendió el centro y el occidente del país, así como el estado de Durango, guerra dirigida mal que bien por la Liga, hasta que en 1929 se alcanzó un modus vivendi entre el Estado y la Iglesia que puso fin a la guerra, sin tomar en cuenta a los rebeldes, ni modificar los contenidos anticlericales de los artículos de la Constitución. Se trataba de acuerdos informales que establecían el compromiso del Estado de no aplicar a rajatabla la legislación en materia de instituciones religiosas.
La Orden de los Caballeros de Colón había tratado de que sus pares en Estados Unidos influyeran en Washington para que presionaran a Calles durante la guerra cristera. En tanto que la Unión Nacional de Padres de Familia, una organización paraeclesial de laicos fundada en 1917, luchó contra la educación laica y en favor de la enseñanza religiosa en las escuelas, reduciendo sus actividades en virtud de la guerra, encontramos también que algunos laicos que pertenecían a la Liga formaban parte de los Caballeros de Colón, de la Unión Nacional de Padres de Familia, de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana o de las Damas Católicas, lo cual indica que luchaban en varios frentes para combatir al Estado laico y al anticlericalismo.
La tregua con la Iglesia y con algunas organizaciones de laicos duró poco. En 1932 algunos gobiernos locales comenzaron a regular el número de sacerdotes, expulsaron a algunos y cerraron seminarios y conventos, mientras que la federación impidió el regreso de varios obispos exiliados durante la guerra cristera y no devolvió todos los templos a la Iglesia. Los acuerdos parecían letra muerta y, ante ello, el papa Pío XI respondió con la encíclica Acerba Animi el 29 de septiembre de 1932. En ella pedía a su grey que secundara a la Acción Católica, le recomendaba paciencia, acusaba al gobierno de desconocer lo firmado, de perseguir a la Iglesia y de que los maestros educaban a los jóvenes “en los errores y disolventes costumbres de la impiedad”, producto de la educación laica.29
La llegada de Narciso Bassols a la Secretaría de Educación Pública (sep), un simpatizante del socialismo ligado a Calles, en octubre de 1932, encendió la confrontación con la Unión Nacional de Padres de Familia. El secretario se propuso introducir la educación laica en la secundaria y eliminar la influencia del clero en las primarias públicas y privadas. Meses más adelante, cuando se filtró la noticia de que la sep pretendía introducir la educación sexual, se abrió una batalla virulenta entre la unpf y el secretario. La educación sexual buscaba dar información gradual, comenzando con las plantas y luego con los animales y, de acuerdo con la edad del educando, sobre la anatomía de los órganos sexuales, la reproducción y la higiene. La Unión rechazó este proyecto por considerarlo inmoral e invasivo de los derechos de los padres a formar a sus hijos y, apuntalada en las propias doctrinas de la Iglesia, organizó boicots contra la escuela pública, exageró y propaló rumores sobre abusos sexuales y conductas inapropiadas de los maestros hacia los jóvenes, hasta que consiguió la dimisión del secretario. Sin duda, se trataba de un triunfo para la Unión, que duró unos pocos meses pues una nueva batalla se desató en 1934, esta vez contra la modificación al artículo 3º que estableció la educación socialista.
Los años treinta fueron tumultuosos. La confrontación entre las derechas y las izquierdas escaló y algunos políticos, anticlericales radicales, parecieron adueñarse del panorama, con lo que la estabilidad del gobierno parecía quedar en entredicho. La agitación política desatada en torno a la sucesión presidencial de 1934 se trasladó a la arena educativa. Calles declaró que el Estado debía apoderarse “de las conciencias de la niñez y la juventud”, que “son y deben pertenecer a la revolución”.30 Al llamado “grito de Guadalajara” respondió el Congreso modificando el artículo 3º para establecer la educación socialista, la cual fue promulgada cuando Lázaro Cárdenas asumió la presidencia. En respuesta a esta andanada anticlerical, grupos de campesinos antiagraristas en la zona del Bajío se rebelaron en lo que se conoce como “la segunda guerra cristera”, un levantamiento de menor envergadura que evidenció, sin embargo, la inconformidad provocada por el anticlericalismo gubernamental y la educación socialista, y que decía luchar contra el “comunismo” y la masonería.31
La educación socialista, impulsada por un sector radical del pnr, era un intento por profundizar más aún la educación laica con miras a modernizar el país. La reforma no explicaba en qué consistiría el socialismo, pero apuntaba que se “combatirá el fanatismo” y se excluiría cualquier doctrina religiosa de la enseñanza para crear en los jóvenes “un concepto racional y exacto del universo”. Pretendía introducir el pensamiento científico y formar ciudadanos con una visión materialista y racional del mundo, e inculcar principios como la solidaridad y la justicia social. El contexto internacional en que se dio la reforma remite a la crisis de 1929, que puso en tela de juicio el modelo capitalista y provocó que el socialismo fuera visto por muchos como una alternativa. En el caso mexicano no se trataba de una reforma que buscara la instauración del socialismo, era más bien una apuesta modernizadora de la educación que buscaba introducir valores como el trabajo, la higiene y la industrialización,32 al tiempo que el Estado profundizaba su intervención en la economía, como sucedía en Estados Unidos durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt. No obstante, esta reforma fue vista por las derechas como una prueba palpable del socialismo hacia el cual se encaminaba el gobierno mexicano.
Este grupo radical de gobernantes, que apoyaba la reforma educativa, convivía con otros más bien marcados por su antirreligiosidad, encabezados por Calles y por figuras como Tomás Garrido Canabal, quien desde su cargo como secretario de Agricultura utilizó a su grupo de choque, los camisas rojas, para atacar, hostilizar y ridiculizar a los católicos. La confrontación con tintes iconoclastas llegó a su término con la expulsión de Calles en 1935 y la salida del gobierno de su grupo, ordenada por Cárdenas para terminar con las intromisiones del Jefe Máximo en la vida política. Ello trajo un respiro a los católicos y a su Iglesia. Al siguiente año se limaron las asperezas entre el gobierno y la Iglesia, la mayor parte de los guerrilleros de “la segunda guerra cristera” depuso las armas, fueron devueltos algunos templos, se dejó de limitar el número de sacerdotes y los expulsados pudieron regresar del exilio. El gobierno optó por “una política de moderación”, que se vio coronada con el nombramiento de Luis María Martínez como arzobispo primado de México en 1937. Martínez había sido amigo de Cárdenas cuando fue gobernador de Michoacán.33
La lucha contra el “fanatismo” religioso, emprendida por varios secretarios de Educación, como Bassols o Ignacio García Téllez, alteró la vida cotidiana en las ciudades del centro, del Bajío y del occidente del país, así como de sus zonas rurales, e incluso de algunos centros urbanos del norte del país. Algunos padres de familia dejaron de mandar a sus hijos a las escuelas en protesta contra la educación sexual, la educación socialista o las escuelas mixtas, pero también en obediencia a los dictados de sus sacerdotes y de la Santa Sede. Algunos maestros, comprometidos con la educación socialista, fueron perseguidos, mutilados y hasta asesinados. Los fieles católicos escucharon las prédicas constantes de denuncia contra los gobiernos y los políticos revolucionarios desde los púlpitos y en el seno de organizaciones católicas o paraeclesiales, al tiempo que enfrentaban la disyuntiva de dejar a sus hijos sin educación, pues muchos no podían costear una educación privada o no existían escuelas católicas en sus localidades. Así como había iconoclastas en el bando del gobierno, algunos grupos católicos adoptaron acciones estridentes. Fomentaron rumores de todo tipo sobre lo que el Estado pretendía con la educación y por momentos hicieron vivir al país en un ambiente de histeria creado por el miedo al comunismo, que se decía estaba penetrando en México a través de las políticas impulsadas por los gobernantes posrevolucionarios.
La reforma agraria inspirada por Cárdenas, centrada en el ejido individual y colectivo, la promoción de los derechos obreros y de la sindicalización, así como la llegada de refugiados españoles republicanos, algunos de ellos anarquistas y otros, comunistas, prendieron las luces de alarma entre algunos grupos empresariales y clases medias. Los propietarios de la Vidriera Monterrey, respaldados por otros hombres de negocios de la región, amenazaron con un paro patronal frente a la militancia y las demandas de los obreros. Cárdenas viajó a la capital de Nuevo León para resolver el conflicto, advirtiendo a los empresarios que si estaban cansados de mantener en operación sus fábricas, el Estado podría hacerse cargo de ellas. Esta advertencia bastó para que desecharan el paro. No obstante el clima de miedo y las confrontaciones cotidianas, estas disminuyeron o prácticamente cesaron una vez que Cárdenas adoptó una actitud tolerante hacia la religión católica, de manera que cuando se dio la expropiación petrolera (1938) la Iglesia y la mayoría de sus fieles la respaldaron.
Sin embargo, las reformas cardenistas polarizaron a la sociedad. Varios intelectuales revolucionarios emblemáticos, como Antonio Díaz Soto y Gama, quien militó en las filas del zapatismo; Luis Cabrera, que fue uno de los autores de la reforma agraria y hacendaria de Venustiano Carranza; José Vasconcelos, uno de los educadores más importantes del periodo posrevolucionario, y Manuel Gómez Morín, creador de algunas de las instituciones económicas de los años veinte, rompieron lanzas contra el cardenismo y dieron un viraje hacia la derecha. Estas metamorfosis ayudan a comprender la magnitud de la polarización, la cual hizo que Cárdenas dejara de impulsar más reformas y optara por consolidarlas con una política mesurada, a fin de no poner en peligro al régimen, escogiendo a un moderado como su sucesor. No obstante, durante las elecciones de 1940 surgió un fuerte candidato de la derecha, también salido de las filas revolucionarias, Juan Andreu Almazán, quien fue derrotado, según las cifras oficiales, en unas elecciones caracterizadas por algunos hechos de violencia en algunas localidades.
Durante el gobierno de Manuel Ávila Camacho el giro hacia la derecha se materializó; pero pese a este viraje, la educación socialista permaneció vigente y la unpf, la Acción Católica Mexicana y otros grupos católicos realizaron campañas constantes en su contra que lograron reducir la asistencia de niños a las escuelas. Asimismo, la Iglesia respaldó a organizaciones de laicos, algunas públicas y otras secretas, para mantener su lucha contra la laicidad de la educación y la secularización de la sociedad.34 No obstante la negativa inicial de Ávila Camacho a modificar el artículo 3º, los aspectos más radicales de la educación socialista cesaron a partir de su gobierno. La política de unidad nacional por él proclamada, que respondía al contexto internacional creado por la segunda guerra mundial, llevó al abandono de esta corriente educativa. El presidente procuró limar las aristas de confrontación entre los grupos surgidos en la década anterior y trató de establecer un ambiente de concordia. La educación socialista desapareció del artículo 3º con la enmienda constitucional proclamada en 1946, ante la inminencia de las elecciones. Con ello se inició un periodo de buenas relaciones entre la Iglesia y los gobiernos sucesivos; la educación religiosa fue tolerada en los planteles privados, el Estado no interfirió en los asuntos religiosos, aunque mantuvo vigentes los artículos anticlericales y, a cambio, la Iglesia se abstuvo de intervenir en los asuntos políticos, aunque organizaciones como la Acción Católica Mexicana mantuvieron su lucha contra el nacionalismo revolucionario y el Estado laico con un perfil más bajo. La luna de miel terminaría con la guerra fría y, en especial, con el triunfo de la revolución cubana.
Si bien el anticomunismo católico se manifestó desde que los países del este de Europa quedaron bajo la órbita soviética, cuando la revolución encabezada por Fidel Castro triunfó en Cuba (1959) los temores de aquel sector en México subieron de tono y comenzó la segunda oleada anticomunista. Los grupos de derechas a los que nos hemos referido, entre los que había laicos católicos, asociaciones secretas de esta confesión, miembros del clero y algunos empresarios, manifestaron de diferentes maneras su temor al comunismo. A diferencia del anticomunismo de la primera parte del siglo xx, el clima internacional en el que anidó este fue el de la guerra fría y la división bipolar del mundo entre países capitalistas occidentales y países socialistas, bajo la égida de la URSS en Europa oriental, China y Corea en Asia y luego Cuba en América Latina. El gobierno de Adolfo López Mateos mostró una simpatía inicial por el gobierno revolucionario de la isla, que posiblemente disparó el temor de los sectores más derechistas de que el régimen comunista asentado en nuestra “tercera frontera” incidiera en México. Ello ayudaría a explicar la fuerte tendencia anticomunista que permeó la mayor parte de la prensa, así como la proliferación de las críticas al régimen castrista. Muchos católicos se preocuparon enormemente por la persecución que sufrió la Iglesia en Cuba y temieron que esta tendencia contagiara al país.35
A los grupos de derechas en México les preocupó el talante liberal del presidente López Mateos, su discurso nacionalista, las simpatías expresadas hacia el nuevo régimen cubano, la nacionalización de la industria eléctrica (1960) y su distancia con respecto a la política exterior de Estados Unidos hacia Cuba. Para estos sectores, el presidente, más que un nacionalista, era un izquierdista peligroso por sus simpatías con Cuba, y su discurso, populista.36 La nacionalización de la industria eléctrica provocó reacciones adversas de la Coparmex, la Concamin y la Concanaco, que cuestionaron si la intervención económica del Estado no desembocaría en “un socialismo de Estado”.37
Lo que desató una importante movilización fue la creación del libro de texto gratuito por parte de la sep en 1959. El secretario de Educación, Jaime Torres Bodet, emprendió una gran campaña de alfabetización e implantó un plan de Once Años para mejorar la enseñanza primaria. Como parte de esta política pensó en la necesidad de que el Estado elaborara y distribuyera gratuitamente los libros de texto para la primaria, a fin de garantizar que todos los niños tuvieran un compendio en el cual estudiar. Para ello creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg), que fue la encargada de elaborar las obras que se entregaron por vez primera en el ciclo escolar de 1960. La salida de los textos generó una enorme oposición entre sectores de la Iglesia, la unpf, el pan38 y algunos empresarios del norte del país, que vieron en esta iniciativa una amenaza a la libertad de enseñanza que habían defendido desde 1917, pese a que el contenido del artículo 3º no había sido cambiado. El decreto de creación de la Conaliteg hablaba de la necesidad de fomentar entre los niños el amor a la patria, los valores cívicos, la solidaridad humana y de brindar un conocimiento de los grandes “hechos históricos que han dado fundamento a la evolución democrática de nuestro país”.39
El contenido de los libros de historia y civismo irritó a estos grupos de derechas. Los textos trataron de mostrarse objetivos, pero la visión de la historia que quedó plasmada en ellos era la oficial. Es decir, aquella en la que el Estado se identifica con la Independencia, la Reforma y la Revolución, movimientos de los cuales se asume como heredero, y en contrapartida muestra a los grupos conservadores y a la Iglesia en el siglo xix como los enemigos de estos movimientos.40 Este discurso fue un recordatorio de que era el Estado el encargado de dictar los contenidos de la educación, imprimiendo en ella un sentido nacionalista derivado de las luchas pretéritas, que se alejaba del construido por algunas derechas que reivindicaban el papel de la religión católica y del hispanismo como fuente de identidad. Por ello, la reacción contra los nuevos textos fue virulenta, se consideraba que atentaban contra la libertad y que eran un signo del avance del totalitarismo y del comunismo en México.41 Los detractores de esta iniciativa los llamaron “libros de texto único” para subrayar la imposición. En vano, Torres Bodet y Martín Luis Guzmán, director de la Conaliteg, aclararon que los maestros podrían pedir otros libros de consulta para los niños, si bien los libros repartidos por el Estado serían la base para establecer el mínimo de conocimientos en los exámenes.42 Las escuelas particulares orquestaron un boicot clandestino contra los libros. Las protestas más organizadas surgieron en Monterrey y después se manifestaron en otras ciudades de la república.
El anticomunismo católico se expresó de nueva cuenta en 1961 entre una parte de las clases medias y altas. Un primer síntoma fue la confrontación que se vivió en Puebla en abril de 1961 en respuesta a una manifestación de protesta contra la invasión de Estados Unidos a playa Girón (luego llamada bahía de Cochinos), en Cuba, convocada por algunos estudiantes de la Universidad Autónoma de Puebla. El Frente Universitario Anticomunista arremetió violentamente contra los manifestantes provocando algunos lesionados entre ellos. Fueron secundados por la Iglesia poblana y por algunos hombres de negocios, quienes exigieron la renuncia de los funcionarios supuestamente comunistas de la universidad. El arzobispo poblano, Octaviano Márquez y Toriz, aprovechó la ocasión para señalar que eran incompatibles el comunismo y el catolicismo.
Casi de manera simultánea arrancó la campaña “¡Cristianismo sí, comunismo no!” promovida por la Iglesia, secundada por muchos laicos y financiada por algunos empresarios del norte del país y que fue, en parte, la respuesta a los libros de texto. La campaña incluyó la distribución de propaganda a través de las parroquias y asociaciones de laicos, como la Acción Católica Mexicana o el Movimiento Familiar Cristiano. Se inundó al país con volantes, calcomanías, folletos, letreros y se organizaron concentraciones masivas con pancartas que rezaban el eslogan anticomunista: “¡Cristianismo sí, comunismo no!” Se habló de los horrores del comunismo y de la necesidad de que las familias lo combatieran mediante la oración y acciones concretas.43 De nueva cuenta la histeria anticomunista sembró el miedo entre algunos campesinos y una parte de las clases media y alta del país.
Algunos sectores y muchos miembros del Episcopado estaban convencidos de que el comunismo se expandiría en México a través de Cuba y desataron esta campaña para evitar la difusión de las ideas izquierdistas en México, pues además, según su percepción, estas ideas eran alentadas por el propio presidente. Temían no sólo a los miembros del Partido Comunista Mexicano y del Partido Popular Socialista, también a algunas asociaciones de campesinos, a sindicatos obreros y al Movimiento de Liberación Nacional, fundado en 1961 con la idea de unificar a las izquierdas, sino asimismo a líderes como el ex presidente Lázaro Cárdenas. El Secretariado Social Mexicano, órgano de la Iglesia, creó la Conferencia de Organizaciones Nacionales para combatir la expansión del socialismo en el país. En el documento de creación de esta asociación se aseguraba que había una conjura para introducir en México el comunismo y que este tenía mucha influencia en algunas facultades de la unam, en el Instituto Politécnico Nacional, en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, sin omitir algunos puestos “clave” dentro de la sep, desde donde controlaban el contenido de los libros de texto gratuitos. También aseguraban que estaban infiltrados en oficinas como la Secretaría de Economía o el Banco de México, entre otros, desde donde causaban daños a la economía nacional, y que tenían el control de instituciones como el Instituto Nacional de Cardiología.44
La polarización de la sociedad alcanzó niveles críticos en las principales ciudades del país donde el movimiento anticomunista se expresó: Puebla, Monterrey, Guadalajara, Morelia, Oaxaca y Chihuahua, entre 1960 y 1962. La ciudad de México fue en cambio el lugar por excelencia donde se expresaron las adhesiones a las políticas laicas y nacionalistas presidenciales, algo muy nuevo pues hasta entonces las derechas se habían expresado en la capital, disputando este espacio con las izquierdas.
Aun cuando a partir de 1962 la visión oficial sobre Cuba fue menos entusiasta, las derechas no compartieron la política exterior mexicana, que mostraba una mayor independencia frente a las posturas de Estados Unidos hacia la isla. No obstante, el acercamiento hacia el país vecino del norte, manifiesto en la visita del presidente John F. Kennedy, y las ingentes inversiones estatales en obra pública, junto con el buen desempeño de la economía, trajeron calma al país. La simpatía que despertó la revolución cubana en la presidencia se relacionó con el nacionalismo que exhibió en sus primeras medidas, pero cesó una vez que el gobierno cubano se alineó con el socialismo soviético. El apoyo que dio Cuba a movimientos guerrilleros en América Latina en países como Venezuela, Colombia, Bolivia, Perú y Argentina no fueron bien vistos por el gobierno mexicano, quien utilizó su relación especial con la isla para evitar que apoyara estas opciones en México. Pero el temor al contagio comunista se instaló entre la mayor parte de la clase política mexicana, lo cual explica el viraje anticomunista que dio el régimen.
En este contexto, organizaciones secretas para la sociedad, pero organizadas y asesoradas por miembros del clero –en especial por integrantes de la orden de la Compañía de Jesús–45 como el Yunque, el muro, que era una careta del Yunque, o el Frente Universitario Anticomunista, también relacionado con el Yunque, desplegaron su actividad en las universidades y escuelas de educación superior en las primeras décadas de la guerra fría. Estos grupos integristas, antisemitas, tenían en ocasiones relación con otros grupos católicos como el Opus Dei y los Caballeros de Colón, y utilizaban la violencia para imponerse en las escuelas, como en el caso del muro. Fueron tolerados por el régimen porque coincidían con él en su anticomunismo; ello se manifestó con claridad durante el movimiento estudiantil de 1968. En cambio, tuvieron mala relación con el gobierno de Luis Echeverría, a quien consideraron un socialista, entre otras cosas por su discurso nacionalista, por las modificaciones a los libros de texto gratuitos, acentuando de nueva cuenta la decisión del Estado de controlar un contenido laico y nacionalista en la educación, por su política exterior tercermundista y por sus descalificaciones a los empresarios. El muro, que es uno de los grupos estudiados en este libro, fue reprendido por la jerarquía católica en varias ocasiones e incluso proscrito, en apariencia porque se salía de control o simplemente porque la Iglesia quería deslindarse de sus excesos.
Lo cierto es que con la llegada de las reformas del Concilio Vaticano II (1962-1965) y la teología de la liberación comenzaron a manifestarse los sectores laicos y eclesiásticos con inquietudes sociales, contribuyendo a abrir el diálogo entre los sectores progresistas de la Iglesia y las izquierdas en América Latina. Los sectores católicos identificados con las izquierdas hablaron de la necesidad de acabar con la miseria y la desigualdad en la región y del compromiso de los católicos con esos cambios.46 Estas reformas no fueron bien recibidas por los grupos católicos de derechas, y así coexistirían en el seno de la Iglesia católicos anticomunistas junto con católicos izquierdistas, lo cual permite apreciar la complejidad de la institución, que se ha manifestado con mayor nitidez en México desde entonces.47 La llegada de las ideas conciliares constituyó una paradoja para los sectores más tradicionalistas, pues si bien rechazaron algunas de las reformas, fue bienvenida la mayor apertura a los laicos en el seno de la Iglesia.
Los organismos de derechas aquí estudiados expresaron su oposición al Estado laico, al control de este sobre los contenidos educativos, a su insistencia en no dar ningún contenido religioso a la enseñanza y, en una palabra, a la secularización de la sociedad. Asimismo, manifiestan el temor anticomunista en dos periodos. En el primero (1917-1940) afloró la oposición a las reformas contenidas en la Constitución de 1917 por parte de los sectores más radicales de clérigos y laicos, acicateados por el anticlericalismo gubernamental, que alimentaron la guerra cristera. Durante las décadas de 1920 y 1930 el anticlericalismo en México encontró la oposición no sólo de la Iglesia mexicana, sino también de la Santa Sede, convertida en caja de resonancia del acontecer nacional, llamando a los católicos a movilizarse. En este periodo los sectores identificados con las derechas confesionales se caracterizaron por su hispanismo y su postura de rechazo a Estados Unidos pues identificaban a este país con el protestantismo, que repudiaban y combatían.
La Santa Sede respaldó casi todas las decisiones del episcopado mexicano y condenó las políticas anticlericales, porque al mismo tiempo que se desarrollaba la guerra cristera en México (1926-1929), se jugaba el destino de la Iglesia en Roma. Una vez firmado el Tratado de Letrán, donde el gobierno de Benito Mussolini reconoció a la Santa Sede como Estado soberano,48 y terminada la guerra cristera, el campo de la confrontación en México se trasladó a la educación, donde fueron combatidos los proyectos de educación sexual y de educación socialista.
La segunda oleada anticomunista (1959-1989) surgió ante el temor de que el comunismo penetrara en México durante la guerra fría. Este periodo se distinguió por orquestar campañas anticomunistas abiertas, como la generada a partir de la creación de los libros de texto gratuitos en 1960, o la de “¡Cristianismo sí, comunismo no!”, por las reacciones contra el nacionalismo mexicano y la creciente intervención del Estado en la economía y la sociedad en coyunturas concretas o por ataques de organizaciones secretas como el muro a instituciones de educación superior públicas. Todas estas reacciones fueron movilizadas por el miedo a que el comunismo se asentara en México. En esta etapa las derechas abandonaron su anterior rechazo a Estados Unidos y se identificaron con la lucha que mantuvo este país contra la expansión del comunismo desde fines de la segunda guerra mundial, durante el macartismo y posteriormente todos los gobiernos hasta la caída del muro de Berlín.
El común denominador de los dos periodos fue el temor de las derechas a la consolidación del Estado laico, con el que entraron en contradicción por defender visiones del mundo contrapuestas, pero sobre todo porque Iglesia y Estado han competido por ganar la lealtad de los mexicanos, la primera para reforzar su influencia en la sociedad y el segundo para hacerlos ciudadanos identificados con sus valores. Además, las derechas se han opuesto a la izquierda nacionalista con la que se identificaba el Estado mexicano posrevolucionario y a las medidas económicas que lesionaran el absolutismo de la propiedad privada, a más de obedecer a una jerarquía localizada en el extranjero. Asimismo, han anatematizado con la intervención del Estado en la economía y con la educación sexual, al tiempo que han luchado por la defensa del papel de la Iglesia y la religión en la sociedad y por imponer sus propias ideas de lo que es moralmente aceptable. En ocasiones algunas de sus posturas han coincidido con las de las derechas seculares.
La relación de los Caballeros de Colón, la unpf y el muro con la Iglesia católica muestra la importancia que esta institución ha tenido en la lucha contra el Estado laico y el comunismo en México. De manera que el estudio de estas derechas nos permite apreciar el surgimiento y la consolidación del Estado nacional en el siglo xx desde una perspectiva distinta. Uno de los supuestos que este libro quiere demostrar es que el anticomunismo mexicano no nació a partir de la guerra fría, sino con la Constitución de 1917, como una primera oleada que anatematizó con la intervención del Estado en la economía, las modificaciones a las formas de propiedad, el anticlericalismo y la defensa del Estado laico. Asimismo, deja ver la participación de ciertos miembros de la Compañía de Jesús y, por momentos, de esta orden religiosa en la organización y el desarrollo de las asociaciones aquí analizadas, y nos hace ver el papel central que la institución tuvo en la consolidación de la religiosidad católica del siglo xx y en sus llamados a que los laicos participaran abiertamente en la política.49 Un tema que demanda sin duda nuevas investigaciones. No obstante, como se describe al final, con la llegada del Concilio Vaticano II la Iglesia se volvió más plural, permitió que se expresaran actores de izquierda dentro de su seno, con lo que se delineaba una institución más compleja y heterogénea. Esta obra analiza el papel de tres organizaciones de derechas vinculadas en mayor o menor medida a la Iglesia y, al ocuparse de su historia, descubre los múltiples matices existentes entre las derechas, así como sus vaivenes y su propia historicidad en el México contemporáneo.
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