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El agente del FBI Sam O'Rourke tenía la misión de atrapar al asesino de su hermana. La investigación lo llevó hasta Jessica Taylor, la única de la larga lista de víctimas que había conseguido escapar con vida, pero cuya amnesia la convertía en objetivo de aquel loco. Haciéndose pasar por un trabajador del rancho, Sam tenía la firme intención de ganarse la confianza de aquella frágil mujer para así poder resolver el crimen.
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Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Debra Webb
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Locura sin coartada, n.º 223 - septiembre 2018
Título original: Her Secret Alibi
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-914-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Agencia Colby
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Fundada más de veinte años atrás por James Colby, la Agencia Colby es regida y administrada actualmente por su viuda, Victoria. Aunque relativamente pequeña, se ha ganado una inmejorable reputación en el mundo de la investigación privada y la seguridad personal. Victoria Colby es altamente respetada por las fuerzas de la ley y muy bien relacionada con los departamentos de espionaje del gobierno.
La Agencia Colby contrata a los mejores en los campos de la investigación y la protección privadas. Cada uno de los hombres y mujeres que la representan deben poseer las cualidades que James Colby personificó durante su vida: el honor, la lealtad y la valentía.
Victoria Colby miró por la ventana de su despacho del cuarto piso e intentó no pensar en el pasado, algo que no le resultaba fácil últimamente. No era propio de ella regodearse en lo que no podía cambiar, pero, por desgracia, cada vez le costaba más esfuerzo olvidar.
Aunque viviera mil años, jamás podría olvidar a James Colby, el hombre al que había amado. Él había sido su compañero del alma, un hombre de honor… de coraje. Y parecía que ya no quedaban muchos. Pensó inmediatamente en Lucas Camp. Sí, él era muy parecido a lo que había sido James. Lucas era la personificación de un hombre bueno.
Una parte de ella anhelaba compartir el resto de sus días con él, sobre todo después de haber estado tan cerca de perderlo unos meses atrás. Se estremeció al recordar la isla y las largas horas en las que no sabía si estaba vivo o muerto. Pero algo le impedía comprometerse y le hacía dudar de su corazón. Quería a Lucas, no podía negarlo. Pero había algo que le había impedido seguir adelante con su vida en ese terreno en todos esos años.
James Colby. Su hijo.
Parpadeó para reprimir las lágrimas que aparecían siempre que pensaba en su hijito. ¿Pero de qué servirían las lágrimas? Lo había perdido. Si estaba vivo, sería ya un hombre adulto. Se preguntó si se parecería todavía tanto a su padre, si sería la mitad de honorable y valiente que él; si era feliz. Si su vida había sido agradable.
Pero sobre todo se preguntaba si estaba vivo. Había esperado todos esos años con la esperanza de que lo estuviera y no los hubiera olvidado ni a ella ni el hogar feliz que habían compartido. Con la esperanza de que volviera algún día.
Un suspiro hondo salió de sus labios. Seguramente nunca sabría nada y él no volvería. Pero nada podía impedirle esperar.
—¿Querías verme, Victoria?
La voz de Simon Ruhl la devolvió a la realidad. Respiró hondo antes de volverse. Tenía la agencia y a sus agentes… los mejores del mundillo de la investigación privada. Había llevado a la cima la agencia que montara su esposo y eso ya era algo. No tenía tiempo de compadecerse de sí misma.
Ese pensamiento hizo que se concentrara en el presente. Tenían un caso nuevo, un caso que era perfecto para Simon Ruhl. Le devolvió la sonrisa.
—Siéntate, por favor —esperó a que lo hiciera—. Jason Hodges es el presidente del banco First International en Atlanta —pasó una carpeta a Simon—. Como puedes ver ahí, tiene un historial estelar, y su banco también.
Hizo una pausa para que Simon leyera el contenido de la ficha.
—El señor Hodges tiene muchos amigos importantes —continuó luego—, incluidos un par de contactos en las oficinas del FBI en Atlanta. Uno de ellos le ha pasado el aviso de que el banco está en la lista para ser investigado por posible blanqueo de dinero.
—Raymond Brasco —comentó Simon, con expresión pensativa.
Victoria asintió. Cuando Simon trabajaba en el FBI, el sureste era parte de su territorio y seguía conociendo a los jefes mafiosos relacionados con los negocios en esa zona.
—El señor Hodges quiere averiguar si hay un problema y, en caso afirmativo, arreglarlo antes de que llegue la investigación federal. Ha contratado a unos auditores independientes. Mientras ellos investigan la contabilidad del banco, tú investigarás a los empleados. Te harás pasar por miembro de ese equipo.
Simon cerró la carpeta.
—¿Hodges sospecha de alguien?
—No —Victoria se encogió de hombros—. Por lo menos no ha admitido que sospeche de nadie en concreto. Sin embargo, cree que el lugar más claro para una actividad ilegal de ese tipo sería en el departamento internacional y quiere que empieces por allí. La directora del departamento es una joven llamada Jolie Randolph —Victoria señaló la carpeta con la cabeza—. Hay una foto de ella con otros empleados en la fiesta de Navidad del año pasado. La tercera por la izquierda en la primera fila.
Simon sacó la fotografía y localizó a la mujer mencionada.
—Es más joven de lo que cabría esperar de una directora de departamento.
—En mi opinión, su juventud la hace vulnerable —comentó Victoria—. Creo que puede ser un buen punto donde empezar.
Simon la miró a los ojos.
—Estoy de acuerdo —se puso en pie—. Empezaré de inmediato—. ¿Hay algo más que quieras decirme?
—Nada más.
Simon asintió con la cabeza y salió del despacho.
Victoria suspiró. ¡Menos mal que el trabajo la ayudaba a mantener la perspectiva y olvidar su vida personal!
Porque no había ninguna fuerza en el mundo que pudiera devolverle a su hijo.
Jolie recuperó despacio la consciencia. Sentía la cabeza pesada y confusa. El instinto le advertía que, si abría los ojos, sentiría dolor; pero tenía que despertar, tenía que moverse. Tenía que estar en alguna parte, hacer algo aparte de dormir. ¡Si pudiera despertarse!
Abrió lentamente los párpados y la luz de la estancia le hizo parpadear. Poco a poco fue capaz de asimilar lo que la rodeaba. El sol entraba por la pared de cristal que tenía enfrente. Frunció el ceño y su cerebro luchó por identificar las imágenes que veía. Estaba en la cama. La sensación de las sábanas en la piel era fresca y suave. Se preguntó vagamente qué hora sería.
Se sentó, carraspeó y se apartó el pelo de los ojos. El dolor estalló dentro de su cráneo. Gimió y apoyó la cabeza en las manos hasta que cedieron un poco las palpitaciones. Un instinto profundo la perturbaba, urgiéndola a responder a una amenaza que todavía no conseguía comprender. Se lamió los labios resecos e hizo una mueca. El sabor de su boca era extrañamente amargo. Necesitaba desesperadamente beber agua.
Con un esfuerzo monumental, apartó la sábana que la cubría y colocó los pies en la moqueta gruesa del suelo. Se arrepintió de inmediato. La habitación giró de modo salvaje durante unos segundos. ¡Tenía resaca! Se quedó inmóvil. Pero no recordaba haberse emborrachado.
¿Qué día era? Miró la habitación enorme y sus muebles de lujo. Desde las cortinas elegantes descorridas para mostrar los grandes ventanales hasta los muebles de madera oscura colocados aquí y allá, el lugar exudaba riqueza, pero no tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo había llegado allí.
Se levantó y lanzó un gemido de dolor. Se estremeció. Y bajó la vista para mirarse.
¡Estaba desnuda!
Sintió una oleada de pánico y volvió a revisar la estancia. ¿Dónde se encontraba?
Con el pecho contraído por el miedo, se puso a buscar con los ojos algo, lo que fuera, que le ofreciera alguna pista de dónde estaba.
Nada.
El color burdeos de las paredes y la moqueta resaltaba el caoba oscuro de los muebles pesados. Las generosas ventanas salvaban a la habitación de resultar oscura. Un par de sillones de orejeras ocupaban un rincón a modo de centinelas. Cuadros exquisitos adornaban las paredes. Pero nada de todo eso le resultaba familiar. Pensó con temor que tenía que estar en casa de un amigo porque la alternativa resultaba demasiado terrible. La conclusión que empezaba a formarse en su mente aletargada le hizo temblar.
Tragó saliva convulsivamente. No estaba en casa de un amigo. No tenía tiempo para hacer amigos. Trabajaba muchas horas en el banco. Sólo tenía una amiga de verdad, Erica, y aquél no era su apartamento.
Su corazón latía cada vez con más fuerza y el impulso de salir corriendo resultaba casi irresistible. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? Se sentía confusa y perdida…
Y asustada.
El sonido de un chorro de agua atrajo su atención y se volvió hacia él sorprendida. Una puerta abierta llevaba a lo que parecía ser un cuarto de baño. Se acercó y se paró en el umbral de la puerta. Un aroma atrayente, innegablemente masculino, perfumaba el aire. Registró en su mente una ventana de cristales ahumados, una bañera enorme y azulejos italianos, pero lo que de verdad atrajo su atención fue el cubículo de la ducha. Bajo el chorro de agua había un hombre y el vapor lo envolvía como una nube de jirones. Pelo moreno, hombros amplios, espalda musculosa… cuando vio sus nalgas bien formadas, levantó de nuevo la cabeza hacia arriba y dio un par de pasos temblorosos.
Movió la cabeza en un gesto de negación. Se le encogió el estómago y el aliento se le quebró en la garganta. Ella nunca se había ido con un desconocido a su casa.
Nunca. Nunca. Nunca.
Ropa. Necesitaba su ropa. La adrenalina se abría paso por sus venas. Tenía que encontrar su ropa y salir de allí. Aquel hombre no se quedaría eternamente en la ducha. Tenía que darse prisa.
Buscó a su alrededor con frenesí y encontró su ropa esparcida por un diván, con los zapatos y el bolso en el suelo. Se puso la ropa interior y el vestido con el que había salido a cenar la noche anterior. A cenar. Retazos de recuerdos empezaron a cruzar por su mente confusa. Cena con Erica en el Carlisle. Música. Risas. Gente que iba y venía.
Se esforzó por recordar. ¿Qué había ocurrido después de eso? ¿Por qué no se acordaba de haber salido del restaurante? Otro pensamiento hizo que se le formara un nudo de ansiedad en el estómago. La cena con Erica había tenido lugar el domingo. Por lo tanto, ese día debía de ser lunes. Miró el reloj de oro que siempre llevaba en la muñeca izquierda y que le había regalado su padre por su graduación. Las ocho y veinte. El corazón le dio un vuelco. Tenía cuarenta minutos para llegar al trabajo y no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí…
O con quién.
El silencio la devolvió rápidamente al presente. El ruido del agua había parado. El miedo se agolpaba en su garganta. Se puso los zapatos, agarró su bolso y salió corriendo del dormitorio.
Simon, detrás de los cristales oscurecidos de su BMW, miraba a Jolie Randolph subir los escalones que llevaban a la puerta principal del banco First International de Atlanta. La falda corta del traje sastre verde mostraba sus piernas exquisitas y la chaqueta ceñida realzaba su figura esbelta. Todo aquel pelo rubio se movía en torno a sus hombros como seda brillante y hacía que Simon quisiera hundir los dedos en él. Su cuerpo reaccionó de inmediato a aquel pensamiento y un músculo se aflojó en su mandíbula tensa. Cuando ella entró por la puerta, volvió su atención al teléfono móvil.
—Acaba de entrar —dijo con voz irritada a su cliente al otro lado de la línea—. No, no será ningún peligro —arguyó con impaciencia—. Jolie es el eslabón débil, estoy seguro —se ajustó la corbata—. A las doce tengo una cita con el presidente del banco. Empezaré a presionar de inmediato.
Miró al segundo piso del edifico de cuatro alturas y buscó con la vista el despacho de Jolie Randolph.
—No te preocupes, está todo controlado.
Cortó la llamada y puso el motor en marcha. Miró de nuevo hacia el banco y sus labios formaron una línea sombría. Si Jolie Randolph creía que ya tenía problemas, no sabía lo que la esperaba. Simon estaba relativamente seguro de que estaba metida hasta el fondo. Aunque todavía tenía algunas dudas, dudas que lo preocupaban, ella era la primera de su lista de sospechosos. Pero no estaba sola en esa lista.
Una ansiedad totalmente ilógica lo atormentó de nuevo. Tenía que encontrar el modo de mantener la objetividad. Había esperado cuatro largos años esa oportunidad. Y aunque la señorita Randolph no lo supiera, su pesadilla acababa de empezar.
—Señorita Randolph…
Jolie se encogió por dentro y se detuvo en su retirada apresurada de la sala de reuniones. A pesar de sus esfuerzos, había llegado quince minutos tarde y no le había pasado por alto la expresión preocupada que le había lanzado el señor Knox, presidente del banco. Reprimió un suspiro de cansancio. No quedaba más remedio que pagar las consecuencias. Sonrió lo mejor que pudo y se giró a mirarlo.
—¿Sí, señor Knox? ¿Hay algo más de lo que quiera hablarme?
Su jefe respiró hondo, cruzó un brazo sobre el pecho, apoyó en él el codo del otro y se tocó la barbilla. Jolie tuvo el impulso casi irresistible de tirarse del cuello de la blusa hacia arriba. Temblaba todavía por el episodio de esa mañana y tres tazas de café fuerte no habían conseguido que empezara a controlar los temblores.
—¿Seguro que se encuentra bien, señorita Randolph? —el hombre fruncía el ceño con preocupación—. ¿Su nuevo puesto no está resultando más estresante de lo que había anticipado?
Jolie apretó los dientes un par de segundos. Seis meses atrás la habían ascendido a vicepresidente de inversiones y el puesto le gustaba. ¿Por qué todo el mundo, incluido su padre, tenían que preocuparse tanto por si era capaz de controlar el estrés?
—Todo va bien, señor —repuso con calma—. Sólo me he retrasado un poco esta mañana.
El señor Knox se dio una palmadita en la mejilla y la observó un momento.
—Es usted la vicepresidenta más joven que ha tenido nunca el banco —le recordó—. Y mujer —añadió con orgullo—. Su bienestar me interesa especialmente, señorita Randolph.
Esa vez la sonrisa de Jolie fue sincera. Sabía que la intención de él era buena.
—Gracias, señor.
Él sonrió a su vez.
—Se ha ganado ese ascenso y yo tengo plena confianza en usted. Se parece a su padre —se volvió y echó a andar hacia su despacho, en el extremo del pasillo.
Jolie entró en el suyo, situado enfrente de la sala de reuniones, y cerró la puerta. A pesar de todo lo ocurrido ese día, se detuvo un momento en su mesa para admirar las vistas. Toda la pared trasera de la estancia era una gran ventana.
Igual que el dormitorio donde había pasado la noche.
Soltó un gemido. Todo el episodio era muy confuso y ya casi no recordaba cómo era el edificio del que había salido corriendo. Como tenía prisa, Jolie había tomado un taxi hasta su apartamento, se había duchado y cambiado y había llegado tarde a la reunión semanal de personal. Seguro que su padre no se había retrasado jamás. Se había jubilado como presidente del banco seis años antes y había dejado tras de sí un ejemplo difícil de emular.
Jolie, decidida a no pensar más en lo ocurrido por el momento, guardó el bolso y llamó a Renae, su secretaria, para que le pasara lo más urgente. Se sentó en su sillón de cuero negro y cerró un momento los ojos. Enseguida volvió a su mente la imagen del hombre en la ducha y se estremeció al pensar que podía haberla tocado un desconocido.
Erica. Llamaría a su amiga y ella sabría lo que había pasado. Pero cuando oyó la voz de su contestador, recordó que Erica había salido esa mañana en viaje de negocios y no volvería hasta el día siguiente por la tarde.
Suspiró con disgusto. ¿Cómo era posible que se hubiera ido con un hombre a su casa y no se acordara?
El miedo se apoderó de ella. Movió la cabeza para negar el pensamiento que se abría paso en su mente. Ella no era como su madre. Eso no era posible. Nunca sería como ella. Su madre había estado muy enferma. Los dos últimos años de su vida habían sido un viaje en montaña rusa por las últimas fases de una enfermedad mental grave. Jolie tragó saliva. Al final, vivir con ella era como vivir con dos personas distintas. Una la mujer cariñosa que la joven había conocido toda su vida y otra a la que no reconocía. Pero su madre estaba muy débil para combatir los demonios que la habían atormentado durante muchos años. Jolie era fuerte. Y estaba bien.
—Bien —repitió en voz alta.
Renae llamó a la puerta y ella le dijo que entrara y se esforzó por concentrarse en el trabajo.
—Señorita Randolph… —Renae entró en el despacho con una carpeta apretada contra el pecho—. Tenemos un problema
Jolie frunció el ceño, pero no tardó en animarse. Bien. Con los problemas del trabajo sí podía lidiar.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Su secretaria abrió la carpeta y le puso delante los papeles que contenía.
—Hay una discrepancia de cincuenta mil dólares en esta cuenta —musitó.
Jolie miró el número y el nombre del poseedor de la cuenta. Era una de las suyas.
—Debe de haber un error —murmuró.
—Estoy segura de que usted podrá arreglarlo —sugirió Renae con vacilación.
Jolie reprimió una punzada de irritación. Por supuesto que podría arreglarlo. ¿Por qué parecía Renae tan nerviosa? De pronto lo entendió. La auditoría anual del mes siguiente tenía nervioso a todo el personal.
—No pasa nada, Renae —le aseguró—. Ya me ocupo yo. Seguro que sólo es un error.
La secretaria sonrió débilmente.
—Tiene razón. No sé por qué estaba tan preocupada —se encogió de hombros—. Es por la auditoría, claro.
—Pasará pronto.
—Ah, casi se me olvida —Renae parecía pensativa—. Esta mañana la ha llamado un hombre antes de que llegara, pero no ha dejado mensaje.
Jolie sintió pánico.
—¿Ha dicho su nombre?
La secretaria negó con la cabeza.
—Sólo quería saber si había llegado bien al trabajo.
—¿Y no ha vuelto a llamar?
—No —Renae frunció el ceño—. Ha sido muy raro —sonrió con picardía—. Pero tenía una voz capaz de hacer romper sus votos a una monja.
Jolie frenó la ansiedad que le subía por la garganta. Se negaba a considerar quién podía ser ese hombre. Era mejor fingir que el episodio de la noche anterior no había ocurrido, sólo así podría mantener la cordura.
¿Pero cómo iba a olvidarlo? Sintió un nudo en el estómago. Podía haber consecuencias serias. ¿Qué había hecho?
—Llegaré al fondo de esto —dijo. Tamborileó en la carpeta con los dedos y sonrió con confianza.
—Llámeme si necesita algo —Renae se retiró hacia la puerta.
—Gracias.
Jolie la miró alejarse por la pared de cristal que separaba su despacho del pasillo. Las dos llevaban años trabajando juntas. Renae era alta, esbelta y muy atractiva. Presumía de tener un novio nuevo cada semana y siempre había considerado a Jolie demasiado estirada para su bien. ¿Qué pensaría si supiera que el hombre que había llamado esa mañana era seguramente el desconocido con el que había pasado la noche?
Apartó de sí aquellos pensamientos y se lanzó de cabeza al trabajo.
A mediodía, Jolie ya sabía que tenía un problema serio entre manos. Había agotado todas las posibilidades sin resultado. El dinero había desaparecido. Se mordió el labio inferior y se permitió pensar en la única palabra que ningún banquero quería tener que formular nunca.
Desfalco.
¿Pero cómo era posible? Aquella cuenta era suya. Aunque podía haber pasado sus cuentas a otro departamento al ascender, había conservado varias para supervisarlas personalmente. Cuentas de clientes especiales que preferían contar con sus ideas sobre estrategias financieras. Mark, que ahora dirigía en solitario el departamento de inversiones, no estaba contento y prácticamente había insinuado que se quedaba con los mejores clientes, pero Jolie era ahora su jefa y él no había tenido más remedio que aceptarlo. Además, Jolie no consideraba que fuera capaz de pelearse abiertamente por ello. Siempre le había parecido un hombre poco arriesgado que, sin embargo, hacía bien su trabajo. Ningún cliente se había quejado nunca de él y se mostraba encantador y diplomático con todo el mundo. Además, era listo.
Jolie miró los papeles que tenía ante sí. Por fuerza tenía que haber pasado algo por alto. El dinero no podía haberse evaporado. Y ella no se lo había llevado. Una sensación de incomodidad acompañó a aquel pensamiento, pero la apartó de su mente. Ella no se había llevado el dinero y nunca cometía errores como ése.
Apoyó las manos en la mesa y se puso en pie. Necesitaba un respiro. Saldría, comería con calma y recargaría las pilas. El episodio de la mañana la había alterado y no había desayunado. Lo que necesitaba era comer. Tomó el bolso y salió por la puerta. Había un buen restaurante a un par de manzanas y, aunque ya estaría lleno, Lebron, el dueño, que sabía cómo le molestaban las multitudes, le buscaría una mesa tranquila en la parte de atrás.
Se detuvo un momento antes de bajar las escaleras al primer piso y miró el atestado vestíbulo. El First International era un banco hermoso, con suelos de mármol, decoraciones intrincadas de madera tallada y ventanas amplias. Sonrió. Le gustaba ese banco. Unos clientes hacían cola delante de las ventanillas y otros rondaban alrededor de las mesas, rellenando hojas de ingresos o de retirada de dinero. La elite financiera de Atlanta confiaba en aquel banco. Confiaba en ella.
Vio al señor Knox haciendo lo que mejor se le daba… mezclarse con los clientes y promocionar las relaciones banco-cliente. Se hizo a un lado y Jolie vio al hombre con el que hablaba y contuvo el aliento. Era alto y muy atractivo, con el pelo tan oscuro como la noche, rasgos angulosos y piel bronceada.
No recordaba haber visto nunca a un hombre tan atractivo. El traje negro le sentaba tan bien que tenía que haber sido cortado ex profeso para él. Frunció el ceño. No sabía por qué el mero hecho de ver a un hombre atractivo hacía que sintiera mariposas en el estómago. Movió la cabeza y se riñó en silencio por ser tan tonta.
En ese momento los ojos del hombre se encontraron con los suyos y la miró con insistencia, como si la conociera y compartieran algún secreto. Como si… la deseara. Jolie tuvo la impresión de que se habían visto antes e intentó pensar dónde o cuándo, pero no pudo. Sólo podía mirar aquellos ojos oscuros.
—Jolie, tienes una llamada urgente del extranjero.
Se volvió con brusquedad, casi aliviada por la interrupción. La expresión de Renae era ansiosa.
—Date prisa. Dice que es imperativo que hable contigo.
—Voy.
Por el camino, Jolie respiró hondo varias veces y soltó el aire con lentitud.
—Buenas tardes, señor… —miró la nota que Renae le había puesto en la mano— Millard. Soy Jolie Randolph. ¿En qué puedo ayudarlo? —frunció el ceño al ver las palabras banco First Royal Cayman anotadas al lado del nombre.
—Señorita Randolph —dijo el hombre con acento espeso y distinguido—. He recibido su última transferencia de fondos sin las instrucciones de costumbre y eso me ha preocupado.
¿Transferencia de fondos? Jolie arrugó la frente. ¿En un banco de las islas Caimán? Eso era imposible.
—Perdone, señor Millard. ¿Se refiere a una cuenta perteneciente a un cliente de este banco?
—No, no, señorita. Me refiero a su cuenta personal.
Jolie casi soltó una carcajada.
—¿Mi cuenta personal? Lo siento, debe de haber un error.
—¿Error? No. Usted transfiere fondos dos veces al mes y siempre con instrucciones precisas sobre sus deseos —el hombre carraspeó con impaciencia—. Por eso llamo. Quiero sus instrucciones.
Jolie sintió una capa de hielo en el estomago. Aquello tenía que ser un error. Ella no tenía una cuenta en el extranjero. Nunca hacía transferencias personales ni con instrucciones ni sin ellas. El corazón le latía con fuerza en el pecho.
—¿Señorita Randolph?
La joven movió la cabeza.
—¿Puede darme el saldo de la cuenta, señor Millard?
Cuando oyó una cifra próxima al medio millón de dólares, casi dio un salto en la silla. La habitación daba vueltas a su alrededor y por un momento pensó que se iba a desmayar. Aquello era una locura; tenía que ser un error.
—Ha hecho seis transferencias de fondos desde que abrió la cuenta en persona hace tres meses —añadió él, que parecía cada vez más confuso.
Jolie no podía lidiar con eso en aquel momento. Ella no había ido nunca a las islas Caimán ni mucho menos abierto una cuenta en aquel banco prestigioso. Tenía que cortar aquella llamada; necesitaba pensar. Respiró hondo.
—Señor Millard, pido disculpas por el malentendido. Por favor, haga con la última transferencia lo mismo que con las anteriores. Y tenga la amabilidad de refrescarme la memoria con respecto a los demás depósitos.
Diez minutos más tarde, colgaba el teléfono. Aquello era una locura. Ella no podía haber hecho un viaje, abierto una cuenta en el extranjero y haber transferido más de un millón de dólares allí sin acordarse.
¿O sí?
Recordó a su madre jurándole a su padre que ella no había comprado la ropa y las joyas que él había encontrado escondidas en su armario. Jurando que no había gastado miles de dólares de la tarjeta de crédito. Había sido otra persona. ¿Por qué no la creía nadie?
Jolie se lamió los labios y negó con la cabeza. No. A ella no le sucedía eso. No era como su madre. Cerró los ojos para reprimir las lágrimas. Había querido mucho a su madre, pero ella no era así. Ella no estaba enferma, estaba bien.
Se secó las lágrimas y respiró hondo para calmarse. Miró el despacho y buscó solaz en las numerosas placas y diplomas que adornaban las dos paredes laterales. Ella no era su madre; aquello era un error y lo arreglaría. Y podría olvidar al fin aquel día deplorable.
La comida tendría que esperar.
Un millón cuatrocientos mil dólares. La cantidad depositada en un banco de las Caimán era la misma que faltaba en las cuentas de clientes que supervisaba personalmente Jolie. Todas las discrepancias, fechas de retirada de fondos y cantidades encajaban con las transferencias hechas al banco First Royal Cayman.