Los atacantes - Alberto Chimal - E-Book

Los atacantes E-Book

Alberto Chimal

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Beschreibung

Las cámaras de seguridad nos han dado la tranquilidad de tener a alguien velando por nosotros. Pero también la incertidumbre de que siempre habrá algún otro vigilándonos. La ciencia ha erradicado enfermedades, pero también ha creado monstruos e infecciones impensables. El correo electrónico, las redes sociales, un teléfono en el bosillo: consuelos para la soledad, mejoras en la comunicación, pero también el principio del fin. Acosadores, stalkers, suplantadores. Atacantes de nuestro confort. Con un imaginario y una estética absolutamente personales, Alberto Chimal –una de las grandes revelaciones mexicanas de los últimos años– nos ofrece, agazapado entre siete magistrales relatos, el terror con el que convivimos, aun sin percatarnos. Un libro de cuentos de miedo –no necesariamente de horror– que mira en las esquinas más negras de nuestra sociedad, sin renunciar tampoco a la imaginación más libre, a la mirada más fantástica, al humor e incluso a la poesía. Aunque esta sea la poesía que llega con el final del mundo. "Un narrador que no puede desprenderse, para nuestra fortuna, (...) del afán por describir aquello que sólo puede ser creado con palabras" Verónica Murguía, La Jornada "Para los lectores algo cansados con el modo realista en el que se desenvuelve buena parte de la literatura latinoamericana contemporánea, Chimal es un escritor imprescindible" Edmundo Paz Soldán, La Tercera "Así funciona la narrativa de Chimal: con potencia. Tiene poder, tiene eficacia, engancha" Sara Mesa, Estado Crítico "Uno de los narradores más polifacéticos e imprevisibles de la literatura hispanoamericana actual" Marco Kunz, Quimera

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Alberto Chimal

Alberto Chimal, Los atacantes

Primera edición digital: enero de 2017

ISBN: 978-84-8393-597-2

Colección Voces / Literatura 217

El autor completó este libro con apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México.

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

© Alberto Chimal, 2015

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2017

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

a Raquel,

por estar conmigo

en la sala vacía

Tú sabes quién eres

 

–Sus amigas empezaron a notar que algo pasaba en enero. O febrero, quizá. Mucho tiempo después de que yo comenzara.

»Antes de ese tiempo pudo guardarse todo. La tensión tardó mucho en ganarle. La preocupación. Lo más que Sonia dejó ver fue una serie de detalles de poca importancia, y nadie se molestó en unirlos ni en interpretarlos. Un día cerró su cuenta de Twitter. Poco después cerró la de Facebook. Usaba la segunda un poco más que la primera pero en ambos casos la gente, incluyendo sus amistades cercanas, tardó en enterarse. Luego cambió de número celular. ¿O se dice móvil? No importa. No desechó el aparato que ya tenía: simplemente dejó de usarlo, compró otro (uno más barato: de los que solo sirven para hacer llamadas y no tienen aplicaciones ni acceso a internet ni nada parecido) y pidió a esas amistades más cercanas, por teléfono y por correo electrónico, que anotaran el nuevo número.

»Y después, como algunas de esas amistades tampoco dieron señas de haberse enterado, tuvo que reabrir nuevamente sus cuentas de redes sociales, por un tiempo, para enviar más avisos de su nueva información de contacto.

»(Por cierto, cuando volvió a cerrar esas cuentas tuvo la paciencia de seguir todos los pasos necesarios para borrarlas de veras, que es algo que casi nadie intenta. Vamos, es algo que casi nadie sabe que es posible hacer. ¿Sabías que Sonia podía ser así de persistente? Seguro que sí lo sabías).

»Luego cambió su manera de vestir. A la oficina en la que trabajaba, y esto sí que lo sabes, solía ir con faldas amplias y largas, sandalias y blusas de manta, con manga corta o a veces sin mangas, de muchos colores, y de pronto empezó a llevar trajes sastre, oscuros, con zapatos negros de punta cuadrada, o bien pants grises e informes y zapatos tenis. Luego cambió su peinado: solía llevar el cabello suelto o en largas colas y primero lo recogió en chongos muy apretados; luego le agregó tinte, y lo hizo pasar de su castaño natural, todavía sin una cana, a un negro cenizo, a un rubio opaco, a un rojo vino… Luego se cortó el cabello: mucho. Su peinado parecía “de niño”, le dijeron varias personas, y se veía aún más inusual porque ella nunca había usado casi nada de maquillaje. Y, desde luego, porque tiene la cara redonda, la nariz un poco ancha, la piel pálida pero con un rubor perpetuo en las mejillas y los ojos grandes… Una cara de muñeca, le decían en ocasiones parientes, amigos, algún amante. Personas maliciosas de la oficina sugirieron que se había vuelto lesbiana, o bien que siempre lo había sido y por fin dejaba de fingir.

»Nadie, pues, tenía idea. Todavía no.

»Tú, Lina, que eras realmente su mejor amiga, fuiste de las muy pocas en enterarse de que, poco después del corte de cabello, hubo otros cambios más secretos: dejó de ir de casa al trabajo, y de vuelta, por su ruta habitual, que se dividía en un trayecto de autobús y varias calles a pie, y comenzó a optar aleatoriamente por una de entre cinco rutas distintas, todas más largas y costosas; cambió las cerraduras de su departamento; contrató también una segunda línea telefónica, privada, que solo compartió a dos o tres personas incluyéndote a ti.

»Pobre Lina: sí eres un poco tonta. Solo te inquietaste un viernes, mucho después de enero y de febrero (de hecho fue casi en abril), al darte cuenta de esto: encima de todo lo demás, Sonia había comenzado a morderse las uñas.

»Esto era de lo más extraño, le dijiste, en cuanto pudiste hablar con ella a solas. Pusiste tu cara de franqueza y de sinceridad. Ella, Sonia, que siempre había sido tan serena y tan dueña de toda situación, que siempre lograba salir de cualquier dificultad y realizar cualquier tarea imprevista sin que se le notara esfuerzo alguno…, ahora estaba así.

»¿Qué le estaba pasando?, preguntaste. ¿Le estaba pasando algo? ¿Había relación entre esto y sus cambios de costumbres…, de aspecto…?

»Estaban en el pequeño comedor de la oficina, que en realidad es poco más que un armario: un cuartito con una mesa para dos, una cafetera, una caja de galletas y un pequeño refrigerador. Una burla.

»Por cierto, ¿no te parece deprimente? ¿No es espantosa la vida de las oficinas? La luz venía, viene siempre, de aquel par de tubos largos en el techo: una luz blanca y verdosa a la vez, que apenas deja espacio a ninguna sombra…

»Sonia parpadeó al escuchar tus preguntas. Luego se sentó en una de las dos sillas disponibles y comenzó a llorar a gritos. Bueno, casi a gritos. En cualquier caso te costó mucho calmarla. Nadie le había preguntado nada, explicó. Nadie le había dicho una sola palabra, antes que tú, respecto de lo que le estaba sucediendo. En realidad estaba llorando de alivio, te dijo. En realidad todo aquello era en parte un pedido de auxilio.

»¿Todo aquello?

»Todo esto, te dijo. Había cambiado de aspecto, de costumbres, de datos de contacto y más, para que se notara. Y también, desde luego, para protegerse.

»¿De qué?, le preguntaste.

»Y entonces, Lina, hasta entonces, Sonia te contó. No fue muy coherente. Empezó por la mitad y luego retrocedió, volvió a avanzar y retrocedió de nuevo. Yo puedo contarlo mejor. El comienzo es simple: supe de Sonia, me enteré de su existencia y empecé a acercarme a ella. Eso fue hace unos quince meses. Más de un año de esfuerzos, pero también de felicidad. Y Sonia lo mantuvo oculto de manera admirable casi hasta el final.

»Primero le envié mensajes en internet. Usaba cuentas que había creado expresamente para hacer contacto. Sonia era de esas personas que aceptan conectarse, “amiguearse” sin mucha dificultad y casi con cualquiera. Me confundió con alguien más, o no se fijó demasiado en lo que hacía, y listo.

»Mis mensajes eran así: le decía algo sobre ella misma, de preferencia algo llamativo e importante, y remataba con la misma frase: “Tú sabes quién eres”. Esto te parecerá raro, dado que sabes cómo se manejan las redes sociales en estos tiempos…

»Sí es así, ¿no? Tú eres de las que mandan con frecuencia chistes e imágenes cursis. Usas las redes como cualquiera.

»No importa. Te explico. Decir eso: “Tú sabes quién eres”, se acostumbra en mensajes que no van dirigidos a nadie en particular, con la idea de que la persona que debe leerlos lo hará de todos modos y se reconocerá. También se ha convertido en un cliché, como otras frases o “memes” –algo gracioso y sin sentido–, pero esa que te digo es la intención original.

»Le decía a Sonia, pues, cosas como “Te estoy observando. Tú sabes quién eres”, o bien “Me encantan tus blusas de colores. Tú sabes quién eres”. Al mencionarla a ella directamente, lo que se hace de maneras distintas según la red social que se utilice…, esto seguro que sí lo sabes…, me aseguraba de que ella viera todo lo que quería decirle.

»La intención de ese primer momento de mi aproximación no era que se acostumbrara a mí ni nada parecido: no funciona de ese modo.

»Lo que suele pasar en estos casos pasó aquí: Sonia me bloqueó de sus redes sociales. Hay varias formas distintas de hacerlo, como sabes también.

»Entonces empecé a mandarle mensajes por otros medios. Primero, por correo electrónico. Ese es un canal obvio. Sonia comenzó a recibir mensajes de varias cuentas mías, porque usé varias, similares a los anteriores.

»“Tienes el pelo castaño. Tú sabes quién eres”.

»“Tienes el pelo castaño y, pese a que tu trabajo es agobiante y ya tienes treinta y cuatro años, sin una sola cana. Tú sabes quién eres”.

»“Desde hace algunos días intentas esconder tu cuerpo con ropa que lo oculta. Feos zapatos. Tú sabes quién eres”.

»“Estás asustada desde hace días y estos mensajes no te tranquilizan. Tú sabes quién eres”.

»Acepto, Lina, que todo eso que le escribía a Sonia era más bien mediocre. Ni siquiera realmente malo, estéticamente ofensivo, sino rutinario: lo que la gente aprende a esperar de quienes se dedican a acosar a alguien. A stalkear a alguien. Así se dice ahora. No me digas que no lo sabías.

»Ya decía yo que tenías que saberlo. ¿Tú qué palabra conociste primero? ¿Acosar? ¿O stalkear?

»No contestes. No importa.

»Acepto, digo, que lo que le escribía era mediocre, y también fue mediocre lo que llegué a decirle cuando la llamé por teléfono. Pero parte del efecto deseado dependía de esa mediocridad: los villanos en la vida real deben parecerse a los del cine o la tele. ¿Cómo va a saber la gente que debe tener miedo si los monstruos no son como los que ya conoce?

»Por cierto, claro que la llamé por teléfono. A ti te costó creerlo cuando ella te lo dijo, pero yo siempre era capaz de encontrarla. Por supuesto. Era mucho más fácil que mandarle correos electrónicos. Aquí, otra parte del efecto se logra no dejando jamás un mensaje grabado en una máquina contestadora o un buzón de voz. En el fondo, hacerlo es poco elegante: algunos piensan que es suficiente imaginarse a la otra persona cuando escucha las palabras que se le han dejado, pero no.

»Es agradable, sí, es muy agradable, pero nunca es suficiente.

»Y Sonia no tenía buzón de voz ni mucho menos contestadora, que es un artefacto arcaico. Por supuesto.

»Todo esto te lo contó Sonia, con menos orden, aquella vez, en el cuartito miserable de la oficina. Ella, te dijo, llevaba mucho tiempo sintiendo miedo de mí. Miedo constante. Y por eso había hecho todos aquellos cambios. Tampoco es tan inusitado. Muchas personas que intentan librarse de un acosador se comportan de la misma manera. Creen que es posible simplemente cortar el contacto, hacer perder la pista a quien las busca. De hecho, a veces sí es posible.

»Pero en este caso, como ella te dijo, nada funcionó. Ni los cambios de ruta, ni los cambios de vestuario, ni los cambios de cerradura, ni los de teléfono y correo. Yo siempre me abría paso. Yo siempre lograba encontrarla, observar algún detalle de su vida diaria y hacérselo saber. Cada día. A veces, más de una vez al día.

»Y ahora, te dijo, ella no sabía qué hacer, y nada de lo que había intentado funcionaba, y no sabía si tendría que acabar cambiándose de casa, o de trabajo, o de ciudad, y tenía muchísimo miedo porque estaba sola, totalmente sola.

»Te asombraste cuando te dijo eso, ¿verdad, Lina? Tú debes haberla considerado invulnerable, como casi todos: tan fuerte que nada podía alterarla. Como los demás, tú tampoco viste que su apariencia de fuerza era solo eso: una máscara, una coraza con la que intentaba protegerse del mundo.

»Yo, en cambio, que la he mirado tanto, la he mirado de otra forma: incluso desde lejos, incluso cuando no estaba haciendo nada, cuando estaba de pie en la parada del autobús, o ensimismada leyendo algo en su teléfono, o revisando algún papel en la oficina, yo era capaz de entrever lo que estaba pensando: de adivinar lo que sucedía en su interior. Esto no es normal: esto fue el primer signo de que lo nuestro era algo distinto. Especial. ¿No te has preguntado por qué, si en realidad era tan fuerte como parecía, no intentó defenderse sino cambiando lo que tenía más a su alcance, su apariencia física, sus movimientos, sus contactos personales? Realmente podría haberlo dejado todo atrás: haber tomado un autobús o un avión, cualquier día, sin avisar, a una ciudad en la que no conociera a nadie. Podría haber abandonado todo para intentar comenzar de cero. No le hubiera servido de nada, pero nunca lo hizo. Nunca lo pensó siquiera.