Los herederos del pasado: Tomo I - Carl Henrik Langebaek - E-Book

Los herederos del pasado: Tomo I E-Book

Carl Henrik Langebaek

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Beschreibung

Hace poco, apenas el sábado 9 de septiembre de 2006, el editorial del periódico de mayor circulación en Colombia, El tiempo anunció la visita de mamos de la sierra nevada de santa marta al Banco interamericano de desarrollo , Según el diario los indígenas Buscaban restablecer el equilibrio ecológico de la sierra, en su calidad de representantes de una cultura " que desde hace siglos convive armónicamente con la naturaleza"En opinión del editorialista, no había mejor testimonio de esta verdad que ciudad perdida, ese extraordinario poblado prehispánico del que aún aprendían "lecciones de ecología los estudiosos" la noticia aparecio unas semanas antes de una columna del mismo periódico en la que se sugería que el ministro del medio ambiente debía ser nativo porque los indígenas habían demostrado " a lo largo de miles de años que saben convivircon la naturaleza" y que ellos mejor que nadie conocían dónde se debían construir carreteras y represas( el tiempo 18 de marzo de 2007). Pocos días antes del editorial del tiempo se había se había publicado en un periódico ( 4 DE SEPTIEMBRE DE 2006) una feliz noticia: veinticinco ancianos procedentes de diversas tribus se reuniran en Bacata, nombre antiguo de la capital de Colombia.

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LOS HEREDEROS DEL PASADO

INDÍGENAS Y PENSAMIENTO CRIOLLO EN COLOMBIA Y VENEZUELA

VOLUMEN I

Para citar este libro: http://dx.doi.org/10.30778/2020.04

COLECCIÓN ÁGORA

LOS HEREDEROS DEL PASADO

INDÍGENAS Y PENSAMIENTO CRIOLLO EN COLOMBIA Y VENEZUELA

VOLUMEN I

Carl Henrik Langebaek Rueda

UNIVERSIDAD DE LOS ANDESFACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

Nombre: Langebaek Rueda, Carl Henrik, autor.

Título: Los herederos del pasado : Indígenas y pensamiento criollo en Colombia y Venezuela / Carl Henrik Langebaek Rueda.

Descripción: Bogotá : Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Ediciones Uniandes, 2021. | 2 volúmenes : ilustraciones ; 21 x 27,5 cm. | Colección Ágora

Identificadores: ISBN 9789587980332 (volumen 1 : rústica) | ISBN 9789587980349 (volumen 1 : electrónico) | ISBN 9789587980288 (volumen 2 : rústica) | ISBN 9789587980295 (volumen 2 : electrónico)

Materias: Etnohistoria – Colombia | Etnohistoria – Venezuela | Criollos – Colombia | Criollos – Venezuela | Indígenas de Colombia – Opinión pública – Historia | Indígenas de Venezuela – Opinión pública – Historia | Colombia - Historia | Venezuela – Historia

Clasificación: CDD 986.1063 –dc23

SBUA

Segunda edición: febrero del 2021

© Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología

© Carl Henrik Langebaek Rueda

Ediciones Uniandes

Carrera 1.ª n.° 18A-12

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: 3394949, ext. 2133

http://ediciones.uniandes.edu.co

http://ebooks.uniandes.edu.co

[email protected]

Facultad de Ciencias Sociales

Carrera 1.ª n.° 18A-12, bloque G-GB, piso 6

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: 3394949, ext. 5567

http://publicacionesfaciso.uniandes.edu.co

[email protected]

Volumen I

ISBN: 978-958-798-033-2

ISBN e-book: 978-958-798-034-9

DOI: http://dx.doi.org/10.30778/2020.04

Volumen II

ISBN: 978-958-798-028-8

ISBN e-book: 978-958-798-029-5

DOI: http://dx.doi.org/10.30778/2020.05

Corrección de estilo: Tatiana Grosch

Diagramación interior y de cubierta: Lorena Morales

Imagen de cubierta del volumen I: “Alma indígena camino del cielo”, detalle de la Alegoría de la salvación de lasánimas del Purgatorio, obra atribuida a Antonio Acero de la Cruz. Cortesía de la Universidad del Rosario Imagen de cubierta del volumen II: Archivo Nacional de Bolivia

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

Universidad de los Andes | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 28 del 23 de febrero de 1949, Minjusticia. Acreditación institucional de alta calidad, 10 años: Resolución 582 del 9 de enero del 2015, Mineducación.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

CONTENIDO

VOLUMEN I

Abreviaturas

Agradecimientos

Introducción

Criollismo e indigenismo

Lectura de la historia cultural

Ámbito geográfico y cronológico

De la Conquista a la Independencia

El modelo venerable y América

Era gente que entonces florecía

Ropas y joyas prestadas

La mejor y más principal parte del Nuevo Mundo

El indio barroco y el rey

El indio en la Navidad y el purgatorio

Fin de los sodomitas abominables

Visitando pueblos

Demostraciones verídicas de lo que fueron las gentes

¿Gigantes, indios o animales?

La civilización, el pasado y el debate sobre América

Peores que los mismos naturales

Dios y la degeneración americana

Mutis y Humboldt: ilustrados europeos en la Nueva Granada

Ilustración europea en Venezuela y el salvaje

Los criollos y los indios antiguos

El criollo venezolano y las horribles imágenes de su patria

El origen de los buenos y sencillos americanos

Morir bajo los muros de México, de Cuzco o de Bogotá

Fernando VII, rey de los cundinamarqueses

El siglo XIX: las razas

Los restos del naufragio

Romanticismo y civilización

Romanticismo y barbarie

La ciencia romántica: lenguas y monumentos

La ley de los románticos

Elogio de las mezclas

Los indios y el brillante destino

El monstruo de quince cabezas

No más ideas rancias y contradictorias

Venezuela: razas, clima y evolución

La enorme influencia de nuestros antepasados

En el pasado todo era raza

Política y pasado: Isaacs y Caro

Lucha de razas

Tras las huellas de la civilización en Venezuela

Sorprendidos en pleno estado de salvajez

¿Darwin o Lamarck?

Imperio, ciencia e indios

El pasado está bajo tierra

VOLUMEN II

El siglo XX: de las razas al elogio de la diversidad

Raza y educación: entre los siglos XIX y XX

La mezcla: africanismo y mala ralea indiana

Indios y latinos

Civilización y mestizaje en Venezuela

Civilización y mestizaje en Colombia

Dos caballeros ingleses y el imperialismo

Sois una raza superior

¿Degenera la raza?

Lo autóctono y la lucha contra el imperialismo

Estética caribe, mestiza y muisca

¿Razón o emoción?

El inmigrante, el colono y la raza

Los indios y el peligro amarillo

El nacimiento de los expertos

El Estado etnógrafo

La ambigüedad de la diferencia

El pasado neutralizado

La etnología redentora

Marx antes de Colón

Marx en tierra de los muiscas

Marx en tierra de caribes

Ecología y diferencia

Droga, sabiduría e indios

Bienvenido a la sierra, doctor Freud

Marx y el retorno de los bosques

Nuevo imperio y viejas ideas en Ciudad Perdida

Quinientos años

Conclusiones

Bibliografía

Índice

ABREVIATURAS

A. A. C. M. Archivo de la Academia Colombiana de Medicina, Bogotá

A. G. I. Archivo General de Indias, Sevilla

A. G. M. Archivo General de Moscú, Moscú

A. G. N. Archivo General de la Nación, Bogotá

A. H. N. Archivo Histórico Nacional, Madrid

A. R. Archivo Restrepo, Bogotá

A. S. Archivo de Simancas, Simancas

A. U. A. Archivo Universidad de los Andes, Bogotá

B. L. A. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá

B. P. R. Biblioteca del Palacio Real, Madrid

B. N. C. Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá

B. N. E. Biblioteca Nacional de España, Madrid

B. N. V. Biblioteca Nacional de Venezuela, Caracas

B. U. A. Biblioteca Universidad de Antioquia, Medellín

Icanh Instituto Colombiano de Antropología e Historia

M. N. C. N. Museo Nacional de Ciencias Naturales, Madrid

S. G. E. Servicio Geográfico Español

AGRADECIMIENTOS

Este libro es el producto de una concatenación de eventos desafortunados. La historia comenzó cuando la Universidad de Pittsburgh decidió apoyar la investigación en los archivos españoles como complemento al trabajo que como aprendiz de arqueólogo realizaba en ese momento. En esa época tuve la oportunidad de consultar los primeros documentos que me llevaron al tema de esta obra. Poco después, cuando ingresé a la Universidad de los Andes, debí estudiar materiales que requirieron preparar un texto sobre el desarrollo histórico del interés por el indígena. Posteriormente, la vida burocrática estimuló la necesidad de emprender tareas intelectuales que no implicaran largos períodos de campo, las cuales habían sido mi pasatiempo favorito hasta el momento. Todo ello llevó a madurar la idea de escribir un libro sobre lo aprendido.

Por supuesto, lo que hoy se publica es el resultado del intercambio de ideas con estudiantes, maestros, compañeros y amigos. Entre los primeros quiero destacar a Ernst Bein, Guillermo Quiroga, María Elvira Escobar y Robert Drennan. Rara vez se tiene la oportunidad de contar con tan magníficos educadores, todos ellos tan distintos, pero tan auténticos en su vocación de enseñar. Yo la tuve y la debo agradecer.

La investigación que llevó a publicar este libro fue posible gracias al apoyo incondicional de la Universidad de los Andes y de una beca de la Fundación Carolina, que, como complemento al apoyo brindado por Pittsburgh en 1991, financió el trabajo en bibliotecas de España y Venezuela. Para poder empezar este trabajo recibí el impulso necesario de Mauricio Nieto, Jesús María Álvarez y Margarita Garrido en Colciencias, y de Álvaro Camacho y Francisco Zarur, en la Universidad de los Andes. Los tres primeros apoyaron buena parte de la investigación. Los segundos contribuyeron de manera muy especial a que finalmente el proyecto llegara a feliz término. Álvaro Camacho, Juan Francisco Hernández y Jorge Morales se tomaron la molestia de leer este trabajo y hacer valiosos comentarios. A lo largo de cuatro años de investigación, gente generosa compartió información conmigo, entre ellos, Jaime Barrera, Felipe Castañeda, Sigrith Castañeda, Daniel Castro, Gonzalo Cataño, Elvira Cuervo de Jaramillo, William Gamboa, Cristóbal Gnecco, Augusto Gómez, Franz Hensel, José Alfredo Hernández, Juan Francisco Hernández, Hernán Jaramillo, Claudia Leal, Klaus Meschkat, Claudia Montilla, Jorge Morales, Lorenzo Morales, Rodrigo Navarrete, Pablo Navas, Mauricio Nieto, César Peña, Emilio Piazzini, Carlos Augusto Rodríguez, Margarita Serje, Claudia Steiner, Mauricio Tovar, Álvaro Triana, Rodolfo Vallín, Elisa Vargas y Fabio Zambrano. También quiero resaltar la generosidad de Andrés Langebaek, cuya excelente biblioteca de libros antiguos ayudó a hacer de esta tarea algo más grato.

Los funcionarios de la Biblioteca de la Universidad de los Andes (Ángela María Mejía, Gisella Díaz y Mayerly Velásquez), de la Biblioteca Luis Ángel Arango y de la Universidad Nacional de Colombia ayudaron en la búsqueda de textos difíciles de conseguir. Asimismo reconozco la colaboración de Camilo Parra, Leidy Sánchez y Carolina Arévalo en Gatos Gemelos.

En España, agradezco la hospitalidad y ayuda de Hildur Zea, Benjamín Yépez y Elisa Vargas. Así mismo, expreso mi agradecimiento al personal que atiende las bibliotecas de Humanidades y del Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo del CSIC, de la Biblioteca del Museo de América, del Jardín Botánico, de la Biblioteca Nacional, del Museo Nacional de Ciencias Naturales, del Palacio Real, de la Universidad de Salamanca y del Archivo General de Indias.

En Venezuela tengo una deuda de gratitud con mis colegas en el IVIC: Erika Wagner, Liliam Arvelo y Rafael Gassón, y de la Universidad Central: Luis Molina, Rodrigo Navarrete y Emanuele Amodio. También con los funcionarios de la sala de lectura general y de la colección Arcaya de la Biblioteca Nacional en Caracas.

Carolina Gómez, Carlos del Cairo y Catalina Bateman, estudiantes de posgrado de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes, fueron mis asistentes de investigación en el 2005 y el 2006. Durante el 2006 y el 2007, Alejandra Valverde se encargó de tan ingrata labor. En el 2008, Guillermo Díez colaboró eficientemente con la tarea de edición, con lo cual evitó un buen número de errores en el libro.

Por último, agradezco a la Universidad de los Andes, y muy especialmente a su entonces rector, Carlos Ángulo, por el apoyo incondicional a este proyecto.

Nota para la segunda edición

Agradezco inmensamente que el editor general de la Universidad de los Andes, Julio Paredes, me hiciera la propuesta de contar con una segunda edición de Los herederosdel pasado, así como el visto bueno que el entonces decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Hugo Fazio, le dio a dicho proceso. De verdad, estoy muy agradecido, y no solo con ellos, sino con las personas que trabajaron en esta segunda edición para mejorarla: la correctora, Tatiana Grosch, y la diagramadora, Lorena Morales.

Tuve la enorme fortuna de que esta obra se considerara merecedora del Premio Alejandro Ángel Escobar (2009) en la categoría de Ciencias Sociales y Humanas. Agradezco a los jurados y muy especialmente a Camila Botero, quien falleció hace poco, por toda su confianza. Recuerdo con cariño las charlas que tuvimos después de la ceremonia y las anécdotas sobre divertidas quejas de que el premio no correspondiera a áreas de las ciencias sociales supuestamente “más desarrolladas”. Por supuesto, reafirmo todos mis agradecimientos de la primera edición, y muy especialmente a los rectores con quienes tuve la oportunidad de trabajar a lo largo de los años: Rudolf Hommes, Carlos Angulo y Pablo Navas. A todos ellos mis respetos.

INTRODUCCIÓN

Hace poco, apenas el sábado 9 de septiembre del 2006, el editorial del periódico de mayor circulación en Colombia, El Tiempo, anunció la visita de mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta al Banco Interamericano de Desarrollo. Según el diario, la intención de los indígenas era restablecer el equilibrio ecológico de su territorio, en su calidad de representantes de una cultura “que desde hace siglos convive armónicamente con la naturaleza”. En opinión del editorialista, no había mejor testimonio de esta verdad que Ciudad Perdida, ese extraordinario poblado prehispánico del que aún aprendían “lecciones de ecología los estudiosos”. La noticia apareció unas semanas antes de una columna del mismo periódico en la que se sugería que el ministro del Medio Ambiente debía ser nativo porque los indígenas habían demostrado “a lo largo de miles de años que saben convivir con la naturaleza” y que ellos mejor que nadie conocían dónde se debían construir carreteras y represas (El Tiempo, 18 de marzo del 2007). Pocos días antes del editorial de El Tiempo, se había publicado en UN Periódico (4 de septiembre del 2006) una feliz noticia: veinticinco ancianos procedentes de diversas tribus indígenas se reunirían en Bacatá, “nombre antiguo de la capital de Colombia” y “uno de los más importantes centros de reunión espiritual para los indígenas de América, junto a Machu Picchu en Perú y Teotihuacán en México”. En buena hora, la reunión tenía como objeto difundir ideas para proteger la naturaleza y, sin duda, contribuiría en la búsqueda de la paz, contra el individualismo del mestizo que llevaba a la destrucción de la Madre Tierra.

Públicamente pocos desmentirían a El Tiempo o a UN Periódico. La mayor parte de los lectores estaría dispuesta, por benignidad o por ignorancia, o simplemente por genuina convicción, a pasar por alto que la Bogotá indígena no estaba ubicada en la actual capital y que, por lo tanto, difícilmente pudo haber sido “un lugar sagrado”; de igual forma, se preferiría ignorar que no hay información arqueológica que confirme la sabiduría ambiental de los taironas, ni trabajos durante los últimos treinta años en Ciudad Perdida que sorprendan a nadie por el manejo ambiental de sus antiguos habitantes. Muchos lectores irían más allá y verían en esos dos artículos ejemplos de la emancipación intelectual con respecto a Occidente. Celebrarían la diversidad y el advenimiento de una sociedad multicultural que genuinamente comienza a respetar, incluso a través de auténtica admiración, al otro.

Por supuesto, la idea de que los indígenas se caracterizan por su ancestral sabiduría ambiental y búsqueda de la paz hace parte de un juego de imágenes sobre lo que las culturas humanas son y hacen, que nos rodea permanentemente. En esto no hay sorpresa alguna. Pero lo que llama la atención de las noticias sobre los indígenas de El Tiempo y de UN Periódico no reside en su capacidad de generalizar ingenuamente sobre valores culturales. Lo verdaderamente sorprendente con las noticias de El Tiempo y de UN Periódico no consiste en que el indígena sea estereotipado, sino que lo sea positivamente. Por supuesto, esto no quiere decir que siempre sea así: al fin y al cabo, el mismo día en que se publicaba la idea de un ministro de Medio Ambiente nativo, El Tiempo (18 de marzo del 2007) anunciaba, en primera página y a todo color, que los indígenas yupka pertenecían a un pueblo cuyo “espíritu guerrero” los llevaba a “pelear entre ellos mismos”. No obstante, una ojeada a la prensa, independientemente de su orientación ideológica, parecería inclinarse a una imagen francamente positiva del nativo.

Este libro quiere ir en una dirección opuesta a la idea que se forman los lectores de El Tiempo o de UN Periódico. Su propósito es señalar que las imágenes que se reproducen en esos medios son positivas porque no son auténticas reflexiones sobre el extraño (sensu Krotz, 2002: 12). Es preciso explicar este punto algo más: las sociedades producen un conocimiento sobre otras sociedades, el cual constituye una “antropología” que brinda un sentido valorativo sobre ellas. Es sabido que el pensamiento antropológico de Occidente, y buena parte de su legado científico, se basan en una visión peyorativa del otro (Amodio, 2002). Ahora bien, en el caso del criollo buena parte del pensamiento sobre el indio no es en realidad una reflexión sobre el otro, sobre el salvaje o el primitivo, sino apenas el resultado de una preocupación sobre sí mismo, la cual se une a un conjunto de imágenes de reafirmación positiva, como habitar la mejor esquina del mundo, tener la más vivaz y prometedora gente, o la diversidad cultural y natural más notable del planeta, así como a la valoración negativa de un extranjero ignorante de su geografía y de su condición de orfandad, cuando no cargado de intenciones oscuras. Este libro se basa en el argumento de Myriam Jimeno (2005: 46) en cuanto a que el “otro”, en este caso el indio, hace “parte constitutiva del sí mismo”, del criollo que lo representa. No obstante, se acota que no es tanto el indio el que hace parte de la identidad criolla, sino la imagen que el criollo tiene de aquél, como sugiere Earle (2007). En esa medida, pretende demostrar que el indigenismo, entendido como la valoración positiva del indio, hunde sus raíces en el proceso que dio origen a la idea de criollo y que su lógica también hace parte de la exclusión y negación que la acompañan. Quizá no existen dos conceptos que se repitan con mayor frecuencia cuando se habla de las relaciones coloniales con el indio: exclusión e invisibilidad (Pineda, 1984). Se supone que el sistema colonial se basó en ignorar a los indios, en prescindir de ellos y de su pasado en la elaboración de narraciones históricas criollas. En esta obra se tiene una perspectiva diferente: sin ignorar, por supuesto, el tema de la exclusión, se insiste en que el indígena y su pasado no han sido invisibles y, por el contrario, la narración criolla sobre su identidad y su pasado es imposible sin la valoración retórica positiva del indio.

Los anteriores planteamientos implican un tema vasto y complejo, además de una desmedida profundidad cronológica. Pero antes de que el lector señale a este libro de ambicioso, es bueno aclarar sus alcances y esperar que encuentre la tarea menos imposible. Lo más fácil es empezar por lo que este libro no es. De ninguna manera se refiere a cómo se ha explotado y discriminado al indígena, entre otras cosas porque el indio no es el tema de este libro; tampoco se trata de un intento por definir la identidad o la nacionalidad de Colombia o Venezuela a partir de la negación o la reafirmación del ancestro nativo; de igual manera, no es una historia de las disciplinas involucradas en el estudio del indio. Más importante aún, este libro no pretende ofrecer una interpretación sobre el pasado indígena: no quiere ni corregir errores históricos ni poner de manifiesto las limitaciones de la manera como se ha entendido el pasado. Su aspiración es mucho más modesta: quiere indagar sobre cómo se ha imaginado al indio y a su pasado, para analizar el impacto de esa imaginación sobre la manera como los criollos colombianos y venezolanos han desarrollado ideas sobre ellos mismos y los demás.

Criollismo e indigenismo

Una primera tentación para entender la apropiación del indio y su pasado es hacerlo desde el punto de vista del mestizaje. En el momento en el que se escribe este libro predomina el discurso de lo híbrido y de las fronteras porosas. La categoría del mestizaje se basa en la idea de que el enfrentamiento entre culturas indígenas y europeas ha producido un sistema coherente de ideas y prácticas que son fértil objeto de estudio (Gruzinski, 2000). Sin duda, el mestizaje, cultural y biológico, no solo ha sido un proceso evidente desde el descubrimiento de América, sino que, además, hace parte cada vez más de la vida cotidiana de sus actuales habitantes. Además, el mestizaje descubre la inutilidad de seguir pensando a las sociedades en términos de unidades cerradas y puras, como si se quisiera emular el intento colonial de diferenciar cada vez con mayor precisión, y menor éxito, las innumerables castas que surgían en el mundo americano. Sin embargo, la idea de mestizaje no da cuenta, satisfactoriamente, de los titulares de El Tiempo o de UN Periódico en la medida en que haría pasar por natural el carácter “indígena” del criollo colombiano o venezolano. El mestizaje es, por encima de las mezclas biológicas, una ideología (Earle, 2007: 204) que no ayuda a entender textos en los cuales se mantiene cierta, aunque ambigua, la diferencia con el “otro”. En este sentido, se opta por una categoría diferente, la del criollismo, la cual tiene la ventaja de no ocultar elementos culturales cuyo origen es claramente discernible. En todo caso, se quiere argumentar que el pensamiento criollo encierra una serie de oposiciones que nunca se resuelven mediante un pensamiento híbrido. El criollismo no niega las yuxtaposiciones, pero insiste en la existencia de ideologías dominantes que mantienen la idea de jerarquización. El criollismo, además, no ignora ni puede ignorar las mezclas, y con frecuencia las incorpora efectivamente en su discurso, pero tampoco deja de discriminar cuidadosamente a los elementos que las componen. Aunque defienda la superioridad de la mezcla, como frecuentemente lo hace, recuerda qué es indígena y qué es español. Por lo demás, el origen del criollismo, por más idealización retórica del indígena, pertenece claramente a una tradición no indígena que es perfectamente discernible.

El término criollo tiene diversos significados. En un sentido histórico se refiere a la identidad de los descendientes de españoles en el Nuevo Mundo (Lavallé, 1990, 2002; Brading, 1998), pero se puede utilizar para describir procesos más amplios. De hecho, su significado, como señala Anne-Marie Losonczy (2007), es polivalente. Según la lingüística, identifica la situación en que dos lenguas distintas, cada una de ellas con hablantes nativos, da origen a lenguas ad hoc que sirven para la comunicación entre ellas, a partir de la gramática de un idioma y el léxico de otro, hasta que finalmente terminan por tener hablantes nativos. Tomando ese punto de partida, puede referirse a un movimiento artístico producto del contacto colonial, específicamente literario, que pretende tener un equivalente cultural, como sucede con la creolité de los escritores antillanos. Pero la acepción que más interesa aquí es la que tiene desde el punto de vista sociológico, en referencia a la forma como las comunidades se representan a sí mismas a partir de estereotipos impuestos desde afuera. En palabras de Frank Salomon (1993), criollismo se refiere a la situación en la cual la presión colonial genera tendencias desde abajo conducentes a nativizar los señalamientos externos, como si fuesen propios. Basándose en esa noción, este libro sostiene que la visión criolla del indígena y su pasado se puede entender como una cultura que ha interiorizado, como si fueran auténticos, rasgos originalmente desarrollados con respecto al indígena en función del contexto colonial. En el estudio de Salomon, criollización hace referencia a simplificaciones propuestas por el colonizador que son adoptadas como si fueran nativas por el colonizado y, por lo tanto, exhibidas como pruebas de autenticidad. En el caso de este libro, el proceso se refiere a quienes sin ser nativos se adueñan de las narrativas coloniales con respecto a los indios, representándose a sí mismos como objetos, raramente como sujetos, de dichas narrativas (Rabasa, 1993). Así, criollización vendría a ser entendida como el proceso mediante el cual el criollo acepta como propios rasgos que se consideran auténticos en el indígena y los utiliza en las relaciones coloniales en las cuales se encuentra inmerso.

Es más fácil pensar en términos de imágenes para explicar este punto. Es bien sabido que la expansión colonial europea implicó la configuración de nuevas representaciones territoriales. Antes de dicha expansión, cada una de las grandes civilizaciones del mundo —incluidas las americanas— asumía su propia cultura como axis mundi. En el caso europeo, la cartografía medieval representaba a la Tierra en forma de un Jesucristo cuyo ombligo, al mismo tiempo el centro del mundo, era Jerusalén. Los chinos, a su vez, se imaginaban como eje del universo rodeado de una periferia de salvajes desprovistos de cultura, y lo propio hacían las demás civilizaciones mundiales. La colonialidad europea permitió algo inédito hasta ese momento: admitir que el centro del mundo podía desplazarse, no en relación con una periferia genuinamente pensada como “bárbara”, sino con lo que conscientemente se aceptaba como centros de civilización, cada uno de los cuales se imaginaba como axis mundi. Mignolo (1994) trae a cuento una anécdota que sirve para ilustrar este punto: cuando a finales del siglo XVI, el padre Mateo Ricci mostró a la corte china el mapamundi europeo, en el cual China no era el centro del universo, desagradó profundamente a sus anfitriones, de tal manera que, con el fin de imponer su visión cartográfica, optó por desplazar el centro hacia China, ubicando a Europa y a América en los márgenes. La figura es evocadora porque significa que, paradójicamente, gracias a la expansión europea, el centro del mundo se podía desplazar, aunque ya no como estrategia etnocéntrica sino verdaderamente colonial. Ricci estuvo dispuesto a mover el centro del mundo con tal de lograr su objetivo, y no lo hizo simplemente como concesión, sino con la idea de imponer una cartografía en la cual el colonizador se podía imaginar en las márgenes.

En efecto, antes del siglo XVI coincidían las nociones de centro étnico y centro geométrico, en las que el axis mundi dependía del poder político o religioso desde el cual se mirara. Siguiendo a Santiago Castro, la expansión colonial permitió que la representación científica pudiera abstraer el lugar de observación y generar una mirada universal (Castro, 2005: 60). Desde luego, esta es una diferencia fundamental con el criollo porque este sí está en capacidad de asumir imaginativamente su condición de autóctono. El punto es que para competir efectivamente en el mundo colonial, el criollo no solo asume una identidad nativa, sino que debe también naturalizar su relación con el pasado remoto de la tierra que habita. El criollo es, hasta cierto punto, un Mateo Ricci naturalizado.

No sobra una advertencia. En este trabajo, criollo no se reduce a una expresión racial. Ya se mencionó que la acepción corriente del término hace referencia al descendiente de colonizador, aunque no sobra recordar que al comienzo servía para señalar a los descendientes de esclavos africanos. En efecto, el significado racial no es satisfactorio, por dos razones. Primero, porque desde muy temprano el hijo de conquistador podía ser, y con frecuencia era, mestizo; segundo, porque una de las características del pensamiento criollo es que penetra hondamente las fibras de la sociedad, llegando hasta ser incorporado como ideología por parte de población que difícilmente podría considerarse descendiente de los conquistadores, o incluso perteneciente al sector dominante. Un formidable ejemplo de esto es el testimonio del viejo y negro Tomás Zapata en la notable narración de Taussig (1993). Ese corto texto muestra cómo el descendiente de esclavo en el occidente colombiano se apropia del canon occidental erudito, y hasta tiene complicidades con él; no rechaza el conjunto de atributos que se imponen desde afuera al negro y al trópico, pero al mismo tiempo los utiliza para enfrentar el poder dominante. En ese sentido, con frecuencia el propio explotado puede tener un pensamiento criollizado, aunque esto no lo convierte en explotador. El caso es que se trata de una ideología que involucra a todo aquel que, sin ser indígena “auténtico”, utiliza estrategias para representar el pasado indígena como propio. Es decir, se puede relacionar, por lo menos vagamente, con valores culturales, pero no con rasgos biológicos, y no siempre, aunque la mayor parte de las veces lo haga, con diferencias sociales.

Ahora bien, más allá de las definiciones, resulta útil detenerse en algunas de las características de la criollización como proceso. La primera: es altamente idealista, en el sentido de asignar valores a diferentes grupos sociales —llámese indio, y a partir de este, al mestizo, colombiano, latinoamericano, negro, blanco, europeo, judío, sajón, protestante, asiático, y un largo etcétera—, de acuerdo con contenidos sociológicos y morales que se asumen como naturales. Esto lo hace incluso cuando la explicación de la diversidad se afinca en aspectos materiales, de geografía o de raza, los cuales rápidamente se supeditan a la moral y a pautas de comportamiento. La explicación reside, al menos en parte, en que el criollismo construye imágenes del indio y de su pasado por medio de valores que apelan a la emoción. Como argumenta Elias (1989, 1998), las relaciones de interdependencia y subordinación pasan por la emoción, y la imagen de indio es imposible de separar de la emotividad a través de la cual el europeo y el indio entraron en contacto por primera vez.

El carácter emotivo del criollismo exige una corta reflexión sobre la ciencia. Como afirma Castro (2005: 17), las ciencias, y especialmente las ciencias sociales, encontraron su “sentido último” y su condición de posibilidad en la experiencia colonial europea; y sin duda se podría agregar que dicha pretensión científica tiene que ver con la manera como se imagina el pasado indígena (Gnecco, 1999). Pero la ciencia colabora generando imágenes sobre el nativo en un contexto mucho más amplio, el cual cobija manifestaciones inmensamente más efectivas y que tienen una audiencia más amplia que la ciencia como prácticas sociales: la literatura, el teatro, la poesía y todo escenario donde el pasado indígena se invoca a partir de la emoción. La crítica a la ciencia y a su pretensión de conocimiento objetivo, como si se tratara del sistema de poder y exclusión por excelencia, desconoce que las imágenes sobre el nativo encuentran igual asidero en los versos de los poetas, en el discurso político, en el afán de la empatía estética, que en la autoproclamada objetividad de la ciencia moderna. Desconoce, además, que como estrategia de exclusión, su trayectoria ha sido breve y que en el contexto del desarrollo de las ideas la división entre poetas y científicos no ha sido más que una formalidad reciente. Más grave, reduce la ciencia a un solo discurso, ignorando que, como cualquier actividad humana, se trata de un campo de batalla en el cual se enfrentan ideologías y prácticas sociales antagónicas. En el caso del criollismo, el pasado indígena excita, seduce, emociona, raramente invita a resolver problemas lógicos de la razón, incluso entre quienes se consideran tutores de la ciencia objetiva.

Lo dicho sobre la ciencia da otra pista sobre las características del criollismo como proceso: es extraordinariamente complejo y rico. Parte de su riqueza se debe a su carácter faccional, es decir, se debe a que contiene matices, y a veces divergencias, que sirven para distinguir simbólicamente facciones que representan intereses políticos, económicos y sociales diversos; pero, además, reside en que, en lugar de superarse entre sí a través del tiempo, las imágenes del pasado se superponen unas a otras, sin borrar del todo a las anteriores, a modo de un palimpsesto, lo cual siempre genera combinaciones novedosas e intrigantes, no solo desde el punto de vista de su expresión formal, sino también desde su práctica social y política concreta. En efecto, se debe señalar la existencia de ámbitos en los cuales formas de entender el pasado que se antojan premodernas subsisten y funcionan eficientemente en el ámbito moderno. Un ejemplo es el Museo Paleontológico y Arqueológico de Guane, un pequeño pueblo enclavado en Santander, donde los curas párrocos han organizado pacientemente una exhibición que recuerda los gabinetes de curiosidades del Renacimiento, pero que es valorada por quienes lo visitan como una vivencia vigente que apela a sus sentimientos de hoy. Los gabinetes renacentistas exhibían un amplio espectro de objetos, desde fósiles, plantas, antigüedades y animales disecados hasta pinturas, armas y libros, expuestos en aparente desorden (Thomas, 2004: 13-15). En ellos se borraba la diferencia entre el mundo natural y la historia y se ignoraba por completo cualquier narrativa lineal. De igual manera, en Guane se muestran con justificado orgullo, y en un mismo espacio, restos de animales extintos, máquinas para prensar tabaco, armas, un viejo fonógrafo, cuadros coloniales y antigüedades prehispánicas, debidamente precedidas de cuadros relativos a célebres caciques indígenas. El punto es que sería ingenuo ver en este museo un simple residuo de un pasado superado: más bien representa la continua vigencia de maneras de apreciar el pasado que solo caducan desde la óptica del conocimiento experto, que lo concibe como un espacio desordenado y atrasado.

La visión moderna no borra por completo otros modos de entender el pasado, sino que, por el contrario, se erige en una manera privilegiada de comprender esas otras formas que la rodean y hasta cierto punto le dan sentido de pertinencia. Lo anterior implica que la comprensión del pasado indígena por parte del criollo acumula una enorme riqueza en la interacción entre ideas “viejas” y “nuevas” que, en vez de empobrecer el tema, lo diversifican y le dan un verdadero sentido histórico. Por lo demás, en su condición de pensamiento que no es estrictamente vernáculo, ni estrictamente foráneo, su fertilidad es enorme: el Museo de Guane no se puede entender sin su “antecedente” en el Viejo Mundo, pero tampoco sin la emoción que despierta entre las gentes que lo visitan hoy en día. Sin duda, los significados del pasado son imposibles de asir en términos de una cultura original y auténtica porque siempre están mediados por ideologías metropolitanas, pero siguen una dinámica determinada por condiciones y vivencias propias, y por eso es equivocado leerlos, como ocurre con frecuencia, como si fueran eclécticos, desordenados, incompletos o ingenuos.

Gabinete de Olaus Worm. MuseiWormiani Historia, 1655.

Museo Paleontológico y Arqueológico de Guane, 2008.

El criollismo es estructurado y sirve sus propósitos con eficacia. En este sentido, tiene razón Cañizares (2001) en que las que él llama “epistemologías patriotas” representan un proceso creativo y novedoso, no un reflejo tardío, deformado —vale decir insuficiente y empobrecido— de los paradigmas extranjeros. No solamente porque, como anota María Teresa Uribe (2005: 229), el criollo es capaz de “transformar referentes abstractos en figuras e imágenes con suficiente fuerza para producir mutaciones culturales y políticas de amplia significación”, o porque, como refiere Cardoso de Oliveira (1997), la intersección entre las epistemologías puede ser fértil, sino porque la propia lectura colonial europea del mundo colonial no se ha limitado a una relación sujeto-objeto en la cual el resultado esté definido de antemano, sin la experiencia americana, como es el caso de Alexander von Humboldt y de muchos de los que le siguieron. En otras palabras, los ilustrados europeos del siglo XIX, Charles Darwin, Karl Marx, y muchos más, no se han leído desde la ingenuidad y la insuficiencia de la periferia, sino con la mediación de las que Rama (2004: 107) llama “vigorosas tendencias internas”. Los ilustrados jamás se leyeron a partir de la coherencia de su argumentación, sino en el ámbito de las imágenes que naturalizaban la inferioridad americana y que merecieran una respuesta que, a su vez, naturalizara su propio proyecto de civilización. Karl Marx, incluso entre sus más fervientes admiradores, debió ser corregido para poder incorporarlo a la visión criolla de la naturaleza americana y de la historia. Darwin y Spencer se interpretaron a partir de la lectura criolla de su interacción con el mundo europeo y norteamericano, más que desde la lógica de su argumentación en abstracto.

Pero más allá de insistir en la capacidad de producir pensamiento propio, es necesario preguntarse por su significado histórico, así como por su lado oscuro. Por supuesto, aunque la visión criolla del indígena se basa en imágenes relativamente invariables, es extraordinariamente dinámica pero, y este es un argumento central, también políticamente conservadora. La interpretación que se hace del indio tiene como línea base unas pocas imágenes producidas en el siglo XVI, en buena parte bajo la égida del admiratio medieval. En los textos de Colón, y en las primeras crónicas que le siguieron, se encuentra casi toda la materia prima con que los criollos han interpretado al indio hasta el día de hoy, pero esto no quiere decir que esas imágenes prefiguren la realidad de allí en adelante.

Cristóbal Colón y los más antiguos cronistas estuvieron anclados en la premodernidad del que Crosby (1998) llama modelo venerable, el cual, en 1492, se resistía a morir, y eso se traduce en el carácter aparentemente arcaico de las imágenes y figuras a partir de las cuales el criollo se apropia del indio y de su pasado. El criollismo, sin embargo, no es conservador simplemente por el uso de esas imágenes premodernas sino porque niega al indio, e incluso a su propia condición de criollo, la condición de sujeto histórico. Esto es independiente de si la manera de representar al indio y a su pasado sea positiva o negativa. En ambos casos, el presente se imagina como un auténtico residuo del pasado y no como una plataforma desde la cual se inventa el pasado. En su afán por establecer una política de autenticidad, rara vez ofrece reconstrucciones históricas en las cuales el pasado sea superado, o como mínimo distinto; más bien, por lo general, se concentra en imaginar el devenir cronológico como un escenario en el cual se repiten acontecimientos similares que se deben juzgar desde la óptica de lo moral. Para esto, acude a diversas estrategias narrativas, todas las cuales asumen lo que García (1989: 152) llama una “coincidencia ontológica” entre la realidad y la representación, idea que, por supuesto, es completamente ilusoria. La primera de esas estrategias consiste en presentar acontecimientos que están separados en el tiempo y que, por supuesto, son completamente diferentes en su contexto económico, social y político, como si fuesen simultáneos; no se trata tan solo de la idea de que la “historia se repite”, sino también de la estrategia de acudir al pasado indígena de manera reiterada para manipularlo como lección moralizadora para el tiempo presente. Se trata, en pocas palabras, de un recurso para sobrellevar situaciones contemporáneas, para “retornar a algún pasado que imaginamos más tolerable” (García, 1989: 156). La segunda estrategia consiste en naturalizar las diferencias en términos ajenos a la historia, acudiendo a categorías fijas y relativamente inmodificables, de valor universal, a veces disfrazadas de categorías materiales (como clima o raza), pero siempre en el fondo en forma de categorías morales. En ambos casos, el criollismo es conservador por su lectura arcaizante e idealista de la realidad (Nisbet, 1986), lo cual ratifica la idea de que la obsesión con la tradición y autenticidad es siempre una fuerza conservadora, dado que ambas reafirman que la historia es un arreglo de ideas y actos que clasifica a los “hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba que, por regla general, los buenos son los engañados” (Engels, 1977: 390).

Lo anterior se une al carácter positivo que se le da a lo parroquial: en el criollismo, las lógicas de representación sobre el indio y su pasado se imponen haciéndose pasar como genuino producto local, opuesto a cualquier noción de pensamiento cosmopolita (Santos, 2001: 189). Con la misma facilidad con que el criollismo calca y modifica ideologías externas que le favorecen, excluye formas de pensamiento indeseables tachándolas de exóticas. Su lectura del pasado y del indio sirve principalmente como lección moralizante y advertencia del peligro que encierra el cambio en el orden de las cosas que se consideran como naturalmente buenas y deseables, sobre todo en relación con lo foráneo. Vale decir, el pensamiento criollo busca en los tiempos pretéritos una pedagogía que refuerce a la repetición de estructuras, comunidades y hábitos, generación tras generación, negando de plano no solo el cambio histórico y la transformación social, sino alertando de los peligros que el mundo exterior representa. Por esta razón, el pasado del indio se transforma con frecuencia en la antítesis del extranjero. De allí que cualquier aspecto positivo de la naturaleza del indígena sea inmediatamente planteado en forma de comportamiento ancestral que se puede fácilmente imaginar como “propio” y, por lo tanto, como arma contra las ideas externas, como bien se deja ver en los textos de El Tiempo y UN Periódico.

Por supuesto, la imagen del indio y de su pasado son genuinamente históricas, incluso cuando insisten en demostrar la existencia de un indio que no cambia. La recreación de un conjunto limitado de imágenes colombinas, a cada paso, se elabora y reelabora en medio de las tensiones que vive el criollo en relación con el pensamiento europeo y su propia realidad americana. La idea que sirvió de materia prima para definir al indio fue la diferencia entre el “civilizado” y el “salvaje” (Mazlich, 2004: 143). Pero a partir del siglo XVI, la idea de civilización fue reinterpretada desde el aquí y el ahora, mediante fórmulas creativas e ingeniosas que cambiaron a lo largo del tiempo, de acuerdo con contextos históricos concretos. Como afirma Chesneaux (2005: 75), la relación de cada época presente con cualquier época del pasado es más importante que la que pueda existir entre cualquier otra época del pasado con el resto del pasado. En ese sentido no existe una sola idea sobre el indígena que tenga un carácter vestigial, es decir que no se manipule desde el contexto preciso en el que se encuentra situado el criollo. Cuando se insiste en que el indio es auténtico y tradicional se quiere decir algo de vital importancia para el presente, no sobre el pasado mismo. En otras palabras, así como la idealización del indio por parte del criollo en realidad no hace referencia al indio, sus imágenes sobre el pasado rara vez se refieren al pasado.

Una de las pruebas de la vigencia del indígena y de su pasado es que se activa en momentos políticamente pertinentes, especialmente cuando el criollo percibe amenaza externa. El criollo imagina la historia desde el siglo XVI como la repetición de crisis en las cuales él cumple el papel de víctima, rara vez de victimario, y nada le recuerda más su condición que las efemérides de la Conquista, sinónimo ideal de la agresión foránea. Desde luego, como todo momento histórico tiene buena dosis de crisis, el recurso simbólico del pasado indígena nunca es irrelevante; pero, además, de las agresiones externas (reales o imaginadas), las efemérides del primer contacto entre el europeo y el indígena americano amplifican todo tipo de emociones que son aprovechadas para reafirmar y reinterpretar imágenes sobre el pasado en relación con experiencias recientes. Por supuesto, no hay nada cabalístico en las efemérides, pero ellas son una extraordinaria oportunidad que rara vez se desaprovecha para traer las imágenes del pasado al presente. La independencia de Colombia y Venezuela se hizo en nombre de trescientos años de ocupación extranjera; cien años después, el cuarto centenario fue celebrado en medio de teorías raciales e higienistas, del determinismo climático, del auge del imperialismo norteamericano y de la decadencia del europeo; y más recientemente, durante el quinto, tomó las imágenes de la Conquista en el contexto del ideal multicultural y, por lo tanto, de la noción del encuentro. Ninguna imagen de la Conquista se construye sobre las demás, ni mucho menos las revalúa. Todas se construyen sobre la vigencia del presente.

En efecto, el carácter histórico del criollismo impide encontrar estrategias que den cuenta de la idea criolla del indio y de su pasado, independientemente de las condiciones en las que esas estrategias se desarrollan. En opinión de Quijano (1999, 2000), la dominación colonial del siglo XVI en adelante se ha basado en la noción de raza, pero esta idea despoja de vigor histórico al criollismo y omite que las estrategias de dominación son dinámicas y complejas. Aunque la idea de raza lleva implícita la jerarquización de los seres humanos, los criollos han sido extraordinariamente hábiles en basar la exclusión en criterios dinámicos (Wade, 2002: 9; Restrepo, 2007: 41). En este libro se quiere argumentar que, si bien la Ilustración trajo consigo categorías y jerarquías raciales, y que se desarrollaron en la segunda parte del siglo XIX, ellas no se pudieron desligar del imperativo moral. Incluso, a lo largo de los siglos XIX y XX, cuando en Europa se desarrollaron teorías en las cuales la raza o la geografía, autónomamente, podían explicar la jerarquización humana, los determinismos geográficos, las diferencias fenotípicas y las especulaciones genéticas rara vez se pudieron desligar de la noción de civilización, a su vez anclada en consideraciones morales y de comportamiento.

En lugar de una sola lógica histórica existen complejas y cambiantes relaciones entre categorías como raza, clima y moral en relación con el indio y su pasado. Si se quisiera escoger la categoría de análisis más incluyente, ella tendría que ser la de civilización, puesto que no niega la dinámica histórica, y en ella se subsumen construcciones sociales más específicas, incluida la de raza. La oposición entre civilizado y su contrario es dinámica porque, como anota Serje (2005: 6), se refiere a complejas relaciones de dominación reflejadas en múltiples, complejos y hasta contradictorios discursos que generan la diferencia, en lugar de aspirar a eliminarla. La idea de salvaje se asoció inicialmente a un estado natural, anterior a la civilización, pero al mismo tiempo sirvió de evocación de lo mejor de la condición humana y, por lo tanto, encarnaba cierto pensamiento utópico; de hecho, el salvaje se definía como la condición natural que antecedía a la civilización pero no a su condición opuesta (Ellingson, 2001; Kuper, 2005). Con la Ilustración, la diferencia entre el salvaje y el civilizado adquirió pleno sentido histórico. Como demostraron en su momento Lucien Febvre y Norbert Elias, la idea de civilización implica un movimiento progresivo hacia adelante y, por lo tanto, el fin del rudimentario primitivo (Kuper, 1999). La Ilustración imprimió un sentido histórico al desarrollo de la razón y adicionalmente especuló sobre progresos futuros. En ese sentido, la civilización se ve desde ese entonces a sí misma como proceso en construcción que continúa vigente hasta el siglo XXI.

La anterior digresión sobre el significado de civilización es central porque la apropiación del indio y de su pasado por parte del criollo solo pudo ocurrir gracias a la noción de civilización y su sentido histórico con el cual rompía el molde del modelo venerable. Es bueno insistir en este punto. En el Nuevo Mundo del siglo XVI, la oposición entre salvajes y civilizados se basó en una religión monoteísta —el cristianismo— que, a partir de la idea de un solo Dios, juzgaba a la humanidad entera. La ideología monoteísta en cualquiera de sus formas, incluido, por supuesto, el islam, reconoce al enemigo en función del criterio de “pureza” (Moore, 2001), y, en ese sentido, aspira a la totalidad, porque la oposición con el “otro” es irreconciliable y solo se puede resolver mediante la expiación de culpas del enemigo. El famoso Requerimiento redactado por Juan López de Palacios, que fue tomado de la doctrina islámica y se leía a los indios antes de conquistarlos a sangre y fuego, no era otra cosa que el reconocimiento de que la diferencia se entendía en términos de un solo Dios y la profunda equivocación en que vivían los indígenas, al igual que el Islam justificó la esclavitud de los africanos no creyentes (Seed, 1995). En efecto, el modelo de civilización desde el siglo XVII en adelante continuó imponiendo y reproduciendo la diferencia, pero al mismo tiempo la fragmentó y permitió adoptarla o rechazarla a pedazos, transformándola más en un proceso histórico que en una condición religiosa.

Sin una idea de civilización como historia y, por lo tanto, de la reafirmación de una faceta positiva en la imagen del indio con sentido también histórico que pudiera ser asimilado, todo proceso de criollización habría sido infructuoso. Ahora bien, habría que preguntarse qué significó la idea de civilización en el contexto de las estrategias criollas para la diferenciación social. Cristina Rojas, en su provocador estudio Civilización yviolencia, recuerda que la colonización trae consigo un “régimen de representación” que se refiere al proceso dialógico “que facilita encuentros, solapamientos, e intercambios entre interpretaciones internas y locales” (Rojas, 2001: 27). A juicio de esta obra, el criollismo no resuelve esos solapamientos en ningún sentido, sin que por ello renuncie a establecer diferencias insalvables. No porque ninguna de las facciones que las ponen en juego se imponga, sino porque el pensamiento sobre el pasado indígena es tercamente ambiguo por naturaleza y siempre se construye a expensas de un aparente costo en términos de coherencia, reafirmando su sentido emotivo, más que racional. La imagen del criollo sobre el indígena no solo es ambigua por el carácter dislocado entre el manifiesto ideológico y la práctica social, sino también porque en el nivel de discurso es doble: el criollo aspira a imaginarse como heredero que no es. La imagen del indio y su pasado con frecuencia se piensa como legado compartido, funcionando en caso como verdadero “invento de tradición”, en el sentido de Hobsbawm; pero simultáneamente resulta imposible considerarlo como una tradición completamente compartida: “ellos” y “nosotros” a veces se confunden como si fueran lo mismo, pero en ocasiones no se renuncia a su diferencia, y esta aparece claramente delineada. El criollo se apropia del indígena, pero este no deja de ser Otro (Ramos, 1998). Los textos criollos sobre el indio son ambiguos, en cuanto llevan en sí mismos el peso de una interpretación en la cual la distinción entre sujeto y objeto se trata de hacer borrosa pero nunca con éxito absoluto.

El origen de la ambivalencia, por supuesto, es el hecho colonial. Aunque el criollo hable de “sus indios” o de “su pasado”, ambas cosas, como afirma Earle (2007), siempre se encuentran, por lo menos parcialmente, por fuera de su realidad, ya sea que se trate del médico boyacense que encuentra en sus antepasados indígenas la tragedia biológica del pueblo colombiano, del político liberal que quiere rescatar el pasado nativo, del Bolívar que se presenta a sí mismo como vengador de los incas, o del Che Guevara que afirma que por ser latinoamericano comprende mejor que el extranjero a los incas de Machu Picchu.

Por cierto, pareciera que el último protagonista del indigenismo criollo es el propio indio, en la medida en que este no fue diseñado para interactuar con el nativo, sino con “otros” —contrincantes internos, o extranjeros— mucho más importantes en el juego de las representaciones (Krotz, 2002). Lo anterior parece cierto independientemente de la valoración negativa o positiva del indio inventado por el criollo. Usado en sentido positivo, el término sirve para distanciarse del extraño en nombre de la legitimidad histórica del criollo. Usado negativamente sirve para excluir al “pueblo”. No es casual que en buena parte de Colombia, cuando se usa despectivamente el término “indio”, se denigra con más frecuencia al mestizo urbano y al campesino, grupos percibidos como inmensamente más peligrosos para el orden social que los propios indígenas. En otras palabras, para el consumo interno, la valoración negativa del indio no necesariamente va siempre dirigida a este sino que, en términos más generales, y más eficientes, se orienta contra todos aquellos que por su posición socioeconómica, más que por su carácter de nativos, representan un peligro contra el orden establecido. Una anécdota que ilustra este punto tiene que ver con el telón de boca del teatro Colón, inaugurado en 1892, con ocasión del cuarto centenario del “Descubrimiento”. Fue encargado a Annibale Gatti, artista italiano que nunca estuvo en Colombia, pero que, inspirado en colombianos e italianos que habían vivido en el país, decidió incluir dos imágenes que le daban sabor americano a una obra dedicada a enaltecer a los grandes personajes universales del teatro: un grupo de campesinos en actitud de seguir las explicaciones que alguien les hace sobre unos planos y la figura de un indio guaraní vestido a la usanza primitiva (Cantini, 1992: 42). Sin embargo, los dos motivos eran completamente diferentes: mientras el primero hacía referencia a la gente del pueblo, el segundo se refería a un personaje idealizado, a su vez enaltecido por la ópera indigenista del brasilero Carlos Gomes. No hubo duda sobre qué imagen sobraba: el presidente de ese entonces, Rafael Núñez, rechazó la imagen de gente del pueblo con el argumento de que era poco decorativa y entonces Gatti la reemplazó por un grupo de bailarines vestidos a la usanza europea. Aún hoy, por supuesto, el semidesnudo indígena guaraní acompaña al resto de protagonistas universales del teatro (Cantini, 1992: 42-43). Los campesinos desaparecieron.

Se debe enfatizar que, a pesar de que el pensamiento criollo pasa por libertario contra el enemigo foráneo, real o imaginario, no construye una alternativa al pensamiento colonialista. Esa tradición que se indentifica desde el siglo XVII en las élites de origen europeo en el Nuevo Mundo culmina en los discursos populistas del siglo XXI. El criollismo quisiera ser relativista, pero no lo es. Se apropia del valor simbólico que representa pertenecer a los excluidos, a los “pueblos sin historia” (sensu Wolf, 1982), y no desaprovecha pasar por ser el exponente genuino de la “versión de los vencidos” (sensu Wachtel, 1976). Pero la verdad, los titulares elogiosos del indio en El Tiempo no son revolucionarios, ni progresistas. Su reacción ante la hegemonía foránea no es una negación, exactamente de la misma manera que la decisión de Ricci de mover el centro del mundo no fue más que una reafirmación de la intención colonial. Es cierto, su lógica consiste en presentarse como respuesta “nativa”, ante un mundo exterior malintencionado y hostil que se mira con sospecha. Pero hasta allí llega la cosa. Por esa razón es necesario investigar no solo los prejuicios en contra del indígena, sino también su valoración positiva, puesto que no se trata de antítesis entre lógicas coloniales y subversiones a las mismas. El criollo necesita tanto o más del buen salvaje como del caníbal, tanto del indio custodio de la naturaleza como del aborigen ignorante, del indio pacífico y del cruel salvaje.

Propuesta inicial del telón de boca del Teatro Colón, con representación de gente del pueblo (izquierda). Óleo de Annibale Gatti, Firenze, 1889. Tomado de “La Construcción de un Teatro”, en 100 años del TeatroColón, 1993.

Versión definitiva del telón, basada en un cuadro de Gatti existente en el Teatro Colón. Cortesía del Teatro Colón.

La ambivalencia del criollismo le permite atravesar posiciones políticas, confundiéndolas y amalgamándolas hasta, en ocasiones, hacerlas indistinguibles. La razón fundamental para que esto sea así reside en su capacidad para presentarse como si no fuera una ideología. Para utilizar las palabras de John y Jean Comaroff (1992: 28-31), con respecto al pensamiento hegemónico, el criollismo tiene la virtud de erigirse en ideología que ha sido naturalizada, a tal punto que parece ser neutral. Además, el pasado indígena se presenta en forma de patrimonio y, por lo tanto, se constituye en uno de los recursos menos fáciles de poder ser desacreditados, menos sospechosos de ser propaganda y mitología: pasado y presente se aprecian como un don, como un legado simbólico que no cabe discutir (García, 1989: 150). A través de dicho legado, el criollismo se puede presentar impunemente como némesis del formato colonial y, por lo tanto, establecer un elemento de comunión entre individuos y grupos, aunque ellos desempeñen un papel concreto, económico y político, desigual. Independientemente de si se trata de la imposición de la religión católica, de la racionalidad ilustrada o de las ideas partidistas, la lógica criolla a partir de la cual se lee el pasado indígena lo invade todo. Esto no evita disensos, pero personajes antiguos y recientes que nadie consideraría símbolos de ideologías compatibles pueden tener acuerdos fundamentales sobre el indio y su pasado. Por supuesto, algo va de Colón y su hiperbólica imagen de un Nuevo Mundo con el que quería ganar gloria, al conquistador que engrandeció las tierras americanas para ufanarse ante el europeo; al criollo del siglo XX esforzado en demostrar la ilustración del nativo, al médico que cree encontrar en ellos una raza superior, o al marxista que los considera prueba viviente del paraíso socialista. Y también hay un trecho largo entre la infantilización del criollo a manos de Francisco José de Caldas y la mirada lastimosa sobre la orfandad del colombiano por parte de García Márquez. Pero todos ellos se refieren a “los indios” y a “nosotros” (simultáneamente), demostrando que el pensamiento criollo es capaz de forjar una tradición histórica, emotivamente construida, por medio de la cual viejas ideas se repiten en formatos similares a través de contextos cambiantes e incluso a través de interlocutores de las más diversas tendencias ideológicas.

Lectura de la historia cultural

En la medida en que el interés de este libro es el pensamiento criollo, únicamente se detiene en el pensamiento foráneo sobre el nativo americano y su pasado cuando se traduce en prácticas criollas concretas. Arriba se insistió en que el pensamiento criollo es rico y en que no es una simple distorsión del pensamiento europeo. Sin embargo, tampoco es del todo autóctono porque el proceso colonial hace difícil distinguir entre lo local y lo universal, o, más exactamente, entre lo nativo y lo exótico (Melo, 2006: 97). Sin el referente foráneo, el pensamiento criollo, en resumidas cuentas, es incapaz de desprenderse de las formas “ajenas” de interpretarlo a él y a su entorno, en el cual inevitablemente están presentes los indios. No obstante, dado que no existen ideas puras resultado de procesos discursivos ni epistemologías por fuera de las relaciones sociales, o de la maraña de elementos contextuales, políticos, institucionales, sociales y económicos en los que concretamente se desenvuelven las ideas (De la Cadena, 2005; Correa, 2006: 16), los debates foráneos se incorporarán en este libro siempre y cuando sean relevantes para entender la reacción del criollo, de acuerdo con sus propias experiencias de vida y sus realidades nacionales.

Los debates metropolitanos son siempre mediados, y es precisamente esa mediación la que los hace importantes. Esto no quiere decir que el énfasis de lo propio se pueda resumir en un esfuerzo legitimizador o revanchista. Como se anotó, es necesario criticar el lado oscuro del pensamiento criollo. En ese sentido se comparte la observación de Cañizares (1999) en cuanto a que la reacción criolla contra la imagen europea sobre América es aristocrática y temerosa a la vez de los grupos sociales percibidos como peligrosos. Por esta razón, sin embargo, se cuestiona su insistencia (Cañizares, 2006) en la prelación del pensamiento americano sobre el europeo y, más aún, el motivo de orgullo al que da lugar la supuesta prelación. La cuestión de la autenticidad y de la prelación es un falso problema en el contexto de la colonización: el pensamiento criollo es un pensamiento de bisagra y sus ideas sobre el indígena y su pasado no se pueden reducir a la dicotomía entre los representantes del (o los) imperio(s) y quienes domésticamente se les enfrentan desde una perspectiva más humana (Navarrete, 2004: 55). Unos y otros interactúan en una compleja trama de relaciones que son las que interesan como verdadera categoría de análisis. Aunque mediada con frecuencia por una fuerte asimetría de poder, esta no agota la interpretación de la relación, y a veces ni siquiera la describe satisfactoriamente. Pero, además, incluso si se demostrara la prelación del pensamiento americano sobre el europeo, los motivos de orgullo serían limitados: el pensamiento criollo sobre el indio y su pasado no está diseñado para traer igualdad. A partir de ambas cosas, el criollo reafirma su legitimidad, no pocas veces haciendo uso de su antagonismo con el extranjero —real o imaginado—, para legitimar su posición en las redes de poder en las que participa. Y en este punto es importante recordar que las ideologías externas pueden representar la imposición de doctrinas coloniales, pero potencialmente también pueden amenazar el orden establecido, lo cual refuerza la imagen del criollo del mundo exterior como un espacio relativamente homogéneo repleto de incomprensión y peligros. Como señala Jorge Orlando Melo, la expresión “ideas exóticas” es una de las favoritas para desautorizar una forma de pensamiento (Melo, 2006: 95), mientras que el pensamiento pretendidamente “propio” es, casi por definición, un elogio. Los ejemplos a lo largo de la historia de ideas que se rechazan por foráneas incluyen el pensamiento laico liberal y al darwinismo en el siglo XIX, el marxismo (por parte de los no marxistas, pero funciona al contrario también) y el evolucionismo en el siglo XX. En ese rechazo, el “pensamiento propio” muchas veces se esgrime en nombre del indigenismo.

Siguiendo la misma lógica, se considera incompleta la estrategia de develar los errores de argumentación del colonialismo, más específicamente, el lugar de Europa y Estados Unidos como centro y culminación de procesos históricos. No es que se niegue que los países imperialistas imponen ideologías también imperialistas. Pero lo que se quiere aquí es poner en evidencia los mitos y falacias del pensamiento “propio”, de las ideas elogiosas e hiperbólicas sobre nuestras geografías, razas, indios y un largo etcétera, cuando estas se presentan en forma de historia nacional; en otras palabras, este libro destaca que las estrategias de exclusión no solo se dan en la forma de narraciones y prácticas explícitamente excluyentes impuestas desde afuera (determinismo geográfico, discurso racista, etc.), sino también a través de narraciones retóricamente positivas sobre el indio, su pasado y su territorio. En este libro no se encontrarán argumentos para convencer al lector de que los indios eran “buenos” (o “malos”), ni se pondrán al descubierto las falacias del pensamiento de la Ilustración o del Romanticismo sobre los antiguos habitantes de Colombia y Venezuela. En cambio, se analizará la manera como el criollo moviliza su imaginación para responder ante lo que presenta como injusta acusación al colectivo que sostiene representar a través de su vocería (la nación, la raza, el pueblo, los oprimidos, etc.), al tiempo que interactúa con ese colectivo en defensa de sus propios intereses.

No es una tarea fácil, porque dicha interacción está repleta de complejidades. Además, las opiniones del criollo sobre el pasado indígena no se encuentran representadas en unos pocos textos paradigmáticos, sino dispersas en diversas fuentes: prensa, pasquines políticos, escritos científicos, textos de colegio, monedas, correspondencia privada, teatro, poesía, pintura y escultura. Para dar cuenta de esa diversidad, este trabajo pretende alimentarse de la mayor cantidad de expresiones en las que ha cabido el indio, así como el mayor número posible de testimonios, independientemente de su valor científico o estético, o de su legitimidad con la que se les haya premiado en su tiempo.