Los herederos del pasado: Tomo II - Carl Henrik Langebaek - E-Book

Los herederos del pasado: Tomo II E-Book

Carl Henrik Langebaek

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RAZA Y EDUCACIÓN: ENTRE LOS SIGLOS XIX Y XX Colombia y Venezuela dejaban el siglo XIX con un legado ambiguo con respecto al nativo. Por un lado, algunos insistían en considerarlo un elemento positivo en el destino de la nación ; por otro lado un sector importante no disminuida la importancia del elemento racial nativo, pero lo veía con malos ojos. En cualquier caso el tema de la raza era crucial para entender el pasado indígena y el porvenir. Los textos escolares de finales del siglo XIX y principios del siglo XX sirven para ilustrar como gradualmente se comenzó a dar relevancia a los aspectos de raza, ya no en el ámbito académico , donde había tenido relevancia desde temprano, si no en el de los materiales destinados a la educación del pueblo.

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LOS HEREDEROS DEL PASADO

INDÍGENAS Y PENSAMIENTO CRIOLLO EN COLOMBIA Y VENEZUELA

VOLUMEN II

Para citar este libro: http://dx.doi.org/10.30778/2020.05

COLECCIÓN ÁGORA

LOS HEREDEROS DEL PASADO

INDÍGENAS Y PENSAMIENTO CRIOLLO EN COLOMBIA Y VENEZUELA

VOLUMEN II

Carl Henrik Langebaek Rueda

UNIVERSIDAD DE LOS ANDESFACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

Nombre: Langebaek Rueda, Carl Henrik, autor.

Título: Los herederos del pasado : Indígenas y pensamiento criollo en Colombia y Venezuela / Carl Henrik Langebaek Rueda.

Descripción: Bogotá : Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Ediciones Uniandes, 2021. | 2 volúmenes : ilustraciones ; 21 x 27,5 cm. | Colección Ágora

Identificadores: ISBN 9789587980332 (volumen 1 : rústica) | ISBN 9789587980349 (volumen 1 : electrónico) | ISBN 9789587980288 (volumen 2 : rústica) | ISBN 9789587980295 (volumen 2 : electrónico)

Materias: Etnohistoria – Colombia | Etnohistoria – Venezuela | Criollos – Colombia | Criollos – Venezuela | Indígenas de Colombia – Opinión pública – Historia | Indígenas de Venezuela – Opinión pública – Historia | Colombia - Historia | Venezuela – Historia

Clasificación: CDD 986.1063 –dc23

SBUA

Segunda edición: febrero del 2021

© Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología

© Carl Henrik Langebaek Rueda

Ediciones Uniandes

Carrera 1.ª n.° 18A-12

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: 3394949, ext. 2133

http://ediciones.uniandes.edu.co

http://ebooks.uniandes.edu.co

[email protected]

Facultad de Ciencias Sociales

Carrera 1.ª n.° 18A-12, bloque G-GB, piso 6

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: 3394949, ext. 5567

http://publicacionesfaciso.uniandes.edu.co

[email protected]

Volumen I

ISBN: 978-958-798-033-2

ISBN e-book: 978-958-798-034-9

DOI: http://dx.doi.org/10.30778/2020.04

Volumen II

ISBN: 978-958-798-028-8

ISBN e-book: 978-958-798-029-5

DOI: http://dx.doi.org/10.30778/2020.05

Corrección de estilo: Tatiana Grosch

Diagramación interior y de cubierta: Lorena Morales

Imagen de cubierta del volumen I: “Alma indígena camino del cielo”, detalle de la Alegoría de la salvación de las ánimas del Purgatorio, obra atribuida a Antonio Acero de la Cruz. Cortesía de la Universidad del Rosario Imagen de cubierta del volumen II: Archivo Nacional de Bolivia

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

Universidad de los Andes | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 28 del 23 de febrero de 1949, Minjusticia. Acreditación institucional de alta calidad, 10 años: Resolución 582 del 9 de enero del 2015, Mineducación.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

CONTENIDO

VOLUMEN II

El siglo XX: de las razas al elogio de la diversidad

Raza y educación: entre los siglos XIX y XX

La mezcla: africanismo y mala ralea indiana

Indios y latinos

Civilización y mestizaje en Venezuela

Civilización y mestizaje en Colombia

Dos caballeros ingleses y el imperialismo

Sois una raza superior

¿Degenera la raza?

Lo autóctono y la lucha contra el imperialismo

Estética caribe, mestiza y muisca

¿Razón o emoción?

El inmigrante, el colono y la raza

Los indios y el peligro amarillo

El nacimiento de los expertos

El Estado etnógrafo

La ambigüedad de la diferencia

El pasado neutralizado

La etnología redentora

Marx antes de Colón

Marx en tierra de los muiscas

Marx en tierra de caribes

Ecología y diferencia

Droga, sabiduría e indios

Bienvenido a la sierra, doctor Freud

Marx y el retorno de los bosques

Nuevo imperio y viejas ideas en Ciudad Perdida

Quinientos años

Conclusiones

Bibliografía

EL SIGLO XX: DE LAS RAZAS AL ELOGIO DE LA DIVERSIDAD

Raza y educación: entre los siglos XIX y XX

Colombia y Venezuela dejaban el siglo XIX con un legado ambiguo con respecto al nativo. Por un lado, algunos insistían en considerarlo un elemento positivo en el destino de la nación; por otro lado, un sector importante no disminuía la importancia del elemento racial nativo, pero la veía con malos ojos. En cualquier caso, el tema de la raza era crucial para entender el pasado indígena y el porvenir. Los textos escolares de fines del siglo XIX y principios del XX sirven para ilustrar cómo gradualmente se comenzó a dar relevancia a los aspectos de raza, ya no en el ámbito académico, donde había tenido influencia desde muy temprano, sino en el de los materiales destinados a la educación del pueblo.

Algunos textos de finales del siglo XIX enfatizaron que el pasado indígena hacía parte de la nación, a veces de forma sutil. El Estudio cronológico sobre los gobernantes del Continente Americano desde la más remota antigüedad hasta el presente año, publicado por Adolfo Flórez en 1888, presentó a los últimos caciques muiscas como dignos antecesores de los gobernantes españoles (Flórez, 1888: 35-36). Otros enfatizaron la necesidad de aprender del pasado indígena, como, por ejemplo, el Compendio de la Nueva Granada, desde antes de su descubrimiento, hasta el 17 de noviembre de 1831 para uso de los colejios nacionales i particulares de la República de José Antonio de Plaza, publicado en 1850. El libro narra los principales acontecimientos de la nación, con la idea de hacer la historia de la “común patria” amable al lector. Comienza con la historia del Imperio muisca, e incluye un elogio a su legislación, la cual “contenía todos los preceptos de la sociedad civil”. Sin embargo, no pone énfasis en el tema de raza: dedica una pequeña sección al tema del origen del indígena americano, para concluir que probablemente era de ancestro egipcio. El idioma muisca, caracterizado por ser “armonioso, dulce, mui sentimental, abundante en vocales i sinónimos”, parecía de origen hebreo (Plaza, 1850: 5-9).

Un pequeño cambio se observa en El Institutor-colección de textos escojidos para la enseñanza en los colejios i en las escuelas de los Estados Unidos de Colombia, publicado por José Benito Gaitán en 1870. El libro enseñaba la historia patria simulando un intercambio de preguntas y respuestas. En una parte dedicada a la geografía política defendía el origen único de la humanidad, aunque aclaraba que, por la influencia del clima, cada población había adquirido sus propias peculiaridades. Al mismo tiempo sostenía que los habitantes de la Tierra también se podían diferenciar en salvajes, pueblos que no sabían leer y escribir; bárbaros, que además de saberlo tenían culto y leyes, y civilizados, que conocían la literatura, las bellas artes, las ciencias y las artes mecánicas (Gaitán, 1870: 361-362). Sin embargo no estableció una relación estrecha entre raza y esa tipología. Desde luego nadie podía negar que hubiera características propias de cada raza. La muisca, para citar un caso, era esforzada y valiente. No obstante, no se racializaba el pasado: el texto insistía en que los muiscas eran descendientes de una tribu de Israel que veneraba el templo de Sogamoso como reminiscencia de Jerusalén. Otros textos de enseñanza del pasado, como la Historia de Colombia contada a los niños (1872) de José Joaquín Borda, también presentaron el pasado indígena —específicamente, el muisca— como raíz de la nacionalidad. Reiterativamente se refirieron al muisca como un “imperio” y criticaron duramente la conquista española y los tormentos a los cuales había sometido a los líderes indígenas, pero tampoco mostraban una historia patria en la cual el aspecto racial fuera importante. Algunos textos de Historia no consideraban que el pasado indígena fuera relevante: José María Quijano publicó en 1891 un Compendio de la Historia Patria, en el cual dedicó unas pocas líneas a los muiscas y apenas se lamentó de la destrucción de monumentos que podían servir para conocer cómo y cuándo había sido poblado el país.

Los textos de enseñanza escritos en las provincias se divorciaban del tema racial y, con frecuencia, de cualquier necesidad de referirse al pasado indígena. En 1889, en las Apuntaciones histórico-geográficas de la actual Provincia de Cali, de Belisario Palacios, se afirmaba que los indios timbas, jamundíes, lilíes y gorrones eran feroces antropófagos que adornaban sus casas con prisioneros desollados. Por supuesto,

Llegaba el momento en que la Providencia Divina dispuso el exterminio de los aborígenes de América; quienes no sólo se hallaban entregados á la mas torpe idolatría, sino también á toda clase de vicios y delitos: las tribus se odiaban y se aniquilaban recíprocamente. Exceptuando los indios de Cundinamarca relativamente civilizados, los demás eran asesinos, traidores, ladrones y perezosos. (Palacios, 1889: 2)

En la Geografía especial del Estado de Santander, de Eladio Mantilla (1880), no se escribió nada sobre los indígenas. En la Geografía e Historia de la Provincia del Quindío (Departamento del Cauca) de Heliodoro Peña se afirmaba que las tribus autóctonas habían sido destruidas por completo, de tal forma que la historia comenzaba con los conquistadores (Peña, 1892: 5). También en 1892, El Compendio de Geografía para curso preparatorio, escrito por R. Solano para el Colegio Pestalozziano del Socorro (Santander), afirmaba que en esa región del país “las razas predominantes son la blanca y la mestiza, pero en sus selvas se encuentran aún algunos indios” (Solano, 1892: 10). Nada se decía sobre el pasado de estos. El Compendio de Geografía de la República de Colombia, publicado en Medellín por Ángel Díaz y que en 1894 había alcanzado las cuatro ediciones, estipulaba sin mayor reparo que la raza blanca era “la más inteligente y la constituyen los pueblos que han llegado al más alto grado de civilización”; en contraste, la indígena “llevaba en lo general una vida salvaje” (Díaz, 1894: 28); ese mismo año, otra historia regional, la de José Rafael Sañudo —Apuntes sobre la historia de Pasto—, comenzaba con la llegada de los españoles. Por cierto, en Venezuela algunos textos seguían la misma lógica; el Catecismo de Historia de Venezuela, publicado por Antonia Esteller en 1886, lamentó que los indígenas hubieran sido maltratados por los españoles, pero no se preocupó por incluir algo de su historia en la narración (Esteller, 1886: 7-8). Aunque el Manual de Historia de Venezuela para el uso de escuelas y colegios, de Felipe Tejera, publicado en 1875, sostuvo que la mayor parte de los conquistadores era “jente inmoral y aventurera” (Tejera, 1875: 12), después de unas breves consideraciones sobre el origen bíblico de los indígenas afirmó que los españoles habían encontrado antiguos imperios en México y Perú; de resto, el continente estaba habitado por tribus semisalvajes, algunas de ellas antropófagas, entre las cuales, “la más feroz era la de los caribes” (Tejera, 1875: 8).

Gradualmente, sin embargo, los textos comenzarían a incorporar el tema nativo de forma mucho más elaborada. Se sabe que en Pasto, en 1893, Tomás Hidalgo preparaba un Ensayo de una Historia, cuyo interés principal eran las antiguas tribus de la región. Pero los ejemplos más claros arrancan con el siglo XX. Por ejemplo, en 1909, Cayo Leonidas Peñuela, canónigo de la catedral de Tunja, se atrevió a presentar una cronología de la historia de Colombia bastante inusual. En su Nuevo Curso de Historia de Colombia sostuvo que la historia, concebida como la “narración de los acontecimientos públicos notables”, tenía en el país dos épocas: la prehispánica y aquella posterior a la llegada de los españoles. La visión del pasado indígena no cambiaba mucho: habría tres poblamientos: uno correspondiente a la remota llegada de asiáticos; otro, de pueblos del Viejo Continente a través de la Atlántida, y el más reciente, de inmigrantes mayas, aymaras y caribes. De resto el texto dedicaba unas pocas páginas a los muiscas. Pero lo interesante es que consideraba —al mejor estilo de Acosta o Uricoechea— que el pasado nativo estaba conformado por “acontecimientos públicos notables” (Peñuela, 1909: 3-5 y 7-13).

Mapa de Colombia en el cual se destaca la civilización muisca, de acuerdo con la Historia de Colombia de Henao y Arrubla, 1911.

Al entrar el siglo XX, la influencia de la visión de la historia centrada en consideraciones de raza estaba creciendo. Un ejemplo corresponde a los libros de historia escritos por Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, ampliamente utilizados en las escuelas. En el Compendio de la Historia de Colombia para la enseñanza en las escuelas primarias de la República se aceptaba la creación bíblica, pero, al mismo tiempo, se exponía la historia indígena con razas aborígenes como protagonistas. El país había estado habitado por salvajes caracterizados por rasgos físicos, usos y costumbres particulares. Todos los nativos encontrados por los españoles provenían de dos grandes razas: la andina y la caribe. La característica de esta última era su antropofagia, ya que, en efecto, eran “tan carnívoros como los tigres”. Por otra parte, la muisca, ejemplo de la estirpe andina, era “la nación indígena más civilizada”. San Agustín se presentó como testimonio de un pueblo poderoso que había vivido en tiempos remotos (Henao y Arrubla, 1911: 15).

De los dos autores, Gerardo Arrubla tenía un especial interés por el pasado lejano. En efecto, escribió varios artículos sobre el tema, en su mayoría basados en los trabajos de Carlos Cuervo y, en menor grado, de Miguel Triana. En un ensayo sobre prehistoria colombiana (1923a), Arrubla presentó el pasado de Colombia a través de las grandes migraciones étnicas, similares a las propuestas por Carlos Cuervo: la de los pampeanos o paras, los andinos y los caribes, con la probable existencia de una raza anterior, muy inferior, de rasgos negroides (Arrubla, 1923a: 361). San Agustín habría sido una excepción notable, porque la escultura indicaba que había sido elaborada por pueblos mayas, procedentes de México. También en 1923, Arrubla publicó Prehistoria colombiana-Los chibchas, trabajo en el cual aceptó la propuesta de Cuervo sobre el origen andino de la raza muisca. Tiwanaku habría sido ocupado por gentes de una raza superior desde tiempos antiquísimos, y cuando su región comenzó a congelarse por la elevación de los Andes, sus habitantes tuvieron que buscar moradas más hospitalarias, dando origen a numerosas civilizaciones, entre ellas, la muisca (Arrubla, 1923b: 48).

La mezcla: africanismo y mala ralea indiana

El tema de las razas cumplía un papel importante en la manera como los criollos de finales del siglo XIX y principios del XX se veían a sí mismos. Pero, más importante que eso, se trata de un testimonio sobre la forma como se imaginaban en relación con lo foráneo. Sin el referente europeo acerca de la relación entre raza, clima y civilización es imposible entender el nacimiento de la preocupación del criollo por el mestizaje, su defensa a ultranza o su crítica feroz. Y es que en la discusión europea, el tema de la raza caucásica como destino de la humanidad entera se había introducido hasta en los rincones más insospechados del pensamiento. Ya en el siglo XVIII, el filósofo alemán Johann von Herder había establecido una relación entre clima y raza muy diferente de la que los ilustrados, europeos y criollos favorecían y en torno a la cual habían reaccionado estos últimos para decir lo mismo, solo que a su favor. La suya fue una voz relativamente ignorada en su momento, pero que renació cuando los imperialismos europeos manifestaron sus primeros síntomas de debilidad. Los pueblos, escribió Herder, eran fieles al suelo que habitaban y no acertaban a separarse de él. Esto implicaba que el trasplante de europeos al trópico no era natural; allí, en efecto, no lograrían oponerse victoriosamente a los efectos del clima. Es más, cualquier posibilidad de éxito se podía desechar de antemano: la naturaleza era más fuerte que la civilización ajena y, por lo tanto, resultaba improbable que los europeos pudieran “cambiar en otra Europa, con medios artificiales, un Continente extraño”. Además, ningún imperialismo lograría imponerse en el mundo, debido a que la naturaleza había hecho a las naciones separadas no solo por bosques y montañas sino por inclinaciones y costumbres. Los colonos e inmigrantes, tarde o temprano, eran expulsados o absorbidos por los pueblos indígenas, de la misma forma que la naturaleza vengaba toda ofensa que se le infligía (Herder, 1959: 217).

Para muchos europeos se agregaba una preocupación más: si la raza blanca perecía, la mestiza no parecía digna de sucederle. Una vertiente del evolucionismo por entonces aceptada en Europa se basaba en la idea de que las razas mixtas eran degeneradas e infértiles. Un caso pertinente es el de Luis Agassiz, famoso investigador suizo, profesor de Harvard, cuya visión del problema se forjó después de la visita que realizó a Brasil entre 1865 y 1866. Agassiz había sido protegido de Cuvier y de Humboldt, y como heredero del primero aceptaba el catastrofismo; pero, además, admirador de las tesis de Samuel Morton, compartía la idea del origen múltiple de las razas y también sostenía que estas se organizaban según un grado de complejidad. Por ejemplo, el cerebro de un negro tenía un desarrollo comparable al de un infante de siete meses en el vientre de una mujer blanca. Su visita a Brasil había tenido como objetivo refutar a Darwin y su teoría del origen de las especies la cual, al fin y al cabo, ayudaban más a los monogenistas que a los poligenistas. Agassiz había sostenido que las glaciaciones correspondían a un designio divino que había eliminado unas formas de vida para dar comienzo a otras. Su idea, en consecuencia, consistió en estudiar el impacto de las glaciaciones en el trópico (Schwarcz, 1999: 5-6; Menand, 2002: 108-127).

Los resultados de su experiencia en Brasil, resumidos en su Journey to Brazil, contribuyeron al pesimismo con respecto a la mezcla de razas. En efecto, según Agassiz, la raza blanca no se adaptaba y la mestiza era un producto deteriorado (Menand, 2002: 128-158). Esta idea iba en contra de algunas tipologías raciales, como la célebre de Quatrefages, que veía que todas las razas progresaban bajo el liderazgo de los blancos europeos (Quatrefages, 1889: 608). Agassiz, por el contrario, al defender la idea de que la raza blanca degeneraba en el trópico y que las mezclas tampoco eran un buen elemento racial parecía condenar al trópico al atraso eterno. Ni Colombia ni Venezuela tuvieron visitantes que alcanzaran renombre tan grande como el de Agassiz, aunque fuera por sus ideas racistas, pero sí viajeros que llegaron a conclusiones más o menos similares. En 1863, en una presentación ante la Sociedad Antropológica de Londres, William Bollaert señaló que las características propias del indígena en Colombia respaldaban la idea del origen múltiple de las razas. Es más, aseguró que la mezcla de razas, especialmente profusa en el país, había tenido un efecto pernicioso: los mulatos eran con frecuencia poco fértiles y era muy difícil la cría de niños criollos y mestizos, lo cual impedía que la población creciera. El problema parecía sellar el destino de Colombia, en la medida en que, si bien los indígenas estaban adaptados al medio desde tiempos remotos, se trataba de una especie que tenía un pobre desarrollo en la escala de inteligencia, por debajo del blanco europeo. Incluso en Norteamérica, donde gracias al clima la población blanca prosperaba más que en la Nueva Granada, la confusión de razas parecía limitar seriamente el desarrollo del país y sus instituciones políticas (Bollaert, 1863: iii-x).

Un equivalente a Bollaert en Venezuela es el español Cristóbal González de Soto, autor de Noticia Histórica de la República de Venezuela. Obra política, moral y costumbres americanas, escrita en 1873, después de treinta y ocho años de haber vivido en el país. El argumento central de González de Soto consistió en que América tendía a su estado natural, que era el de la barbarie. Lo primero que se observaba era que los blancos habían “degenerado en lo general”, formando así “una excepción muy bien marcada de la raza española”; el criollo, en efecto, desarrollaba las más perniciosas características: no se observaba uno que no fuera “protervo, inicuo y patibulario” (González de Soto, 1873: 15). Desde luego, la culpa no era del régimen colonial, cuando España había tratado de civilizar a Venezuela, sino que podía ser atribuida a tres razones: la primera, el clima “inconstante y abrasador”, que imposibilitaba producir el mismo organismo físico y el desarrollo de los países europeos; en segundo lugar, la malísima educación, y, en tercer lugar, la lucha de razas. La conclusión sobre el mestizaje, además, no podía ser peor: favorecía “la malicia intuitiva, la desconfianza, la falsedad, la inconsecuencia en todo, la hipocresía, la vanidad y orgullo, la superficialidad, las pasiones vehementes, la inconstancia y ligereza de ánimo, la ansiedad por improvisar riquezas, la molicie, la indolencia”. Finalmente, en opinión de González de Soto, “El africanismo y la mala ralea indiana no se habrían encumbrado tanto, encontrando su elevación, apoyo y sostén en los renegados descendientes de los pobladores de América, si estos hubieran estado connaturalizados con los honrosos sentimientos y buenas impresiones de la madre patria” (González de Soto, 1873: 73).

El problema de las razas mezcladas había sido adelantado en la Historia de la República de Colombia del francés Guilleme Lallement, escrita en 1827. En su opinión, al hablar de los indígenas siempre se tenía “cierto interés generoso”, cuando era evidente “el entorpecimiento de sus facultades intelectuales” (Lallement, 1827: 64-65). Una vez alcanzada la Independencia, era evidente que no prometían “nada á los progresos de la cultura humana”; y, por lo tanto, surgía la pregunta: “¿habremos de seguir á algunos observadores buscando allí los elementos de nuevas generaciones?”. El asunto no era tan grave con los indígenas, pues, al fin y al cabo, terminarían por mezclarse y desaparecer. El problema era lo que sobrevenía: los mestizos y los mulatos eran mezclas “felices”, pero los zambos eran terribles: sus facultades intelectuales eran inferiores, y sus inclinaciones naturales se desviaban al mal: “de modo que el nombre de zambo ha llegado a ser sinónimo de vicioso, de ladrón, de asesino, y está observado que de cada diez crímenes, los ocho son cometidos por individuos de esta especie”.

Mujer indígena ilustrada en la obra de Henri Candelier, 1893.

Desde luego las posiciones no fueron unánimes y las ideas de Herder en cuanto a que cada pueblo debía ser fiel a su suelo no dejaron de ser fuente de preocupación (Herder, 1959: 185). En 1831, ante la Real Sociedad de Geografía, J. A. Lloyd sostuvo que aunque el trabajador de Panamá era perezoso, tenía amplia ventaja sobre el europeo, gracias al clima, en cualquier empresa para comunicar los dos océanos (Lloyd, 1831: 99). Pero había más que simplemente reconocer la adaptación del trabajador: el trópico no solo despertaba certeza de la existencia de pueblos degenerados y climas horrendos, sino que una lectura igualmente europea del paisaje tropical podía estar cargada de sensualidad y admiración, sobre todo cuando el referente era el cuerpo de la mujer. Élisée Reclus, anarquista y geógrafo francés, que soñó emprender la colonización de la Sierra Nevada de Santa Marta, es uno de los personajes más interesantes al respecto. Casado con una mujer mulata, hija de francés y negra africana, fue un duro crítico del racismo (Dunbar, 1978). En sus numerosos artículos sobre la Nueva Granada elogió su naturaleza y su gente. En Mis exploraciones en América, publicadas en 1861, pero producto de su experiencia de cerca de veinte años antes, Reclus expresó su fascinación por la sensualidad de la mujer y la naturaleza en el trópico. En un pasaje referente a las mujeres guajiras observó que se trataba de “los más hermosos tipos de todos los indígenas de América”, y alabó sus “formas de dureza admirable y gran perfección de contornos”, así como que andaban tan libres como la naturaleza (Reclus: 1861: 152). Las tierras bajas, lejos de ser hogar de hombres y mujeres monstruosos, albergaban a las razas más hermosas: por ejemplo, se decía que los de la Sierra eran más “altos, más fuertes y más intrépidos que los moradores del Llano”, pero en realidad eran “más pequeños y menos inteligentes que los guajiros” (Reclus, 1861: 152).

Élisée Reclus no fue el único europeo que resaltaba la importancia de la sensualidad femenina en la revaloración del significado del trópico. Mucho antes Boussingault había caído bajo el encanto de la sexualidad abierta de mulatas y mestizas del pueblo (Melo, 2007). El también francés Henri Candelier arribó a la costa colombiana en la década de 1880, inspirado por la historia de Robinson Crusoe y los cuentos de compatriotas sobre las fascinantes aventuras que se podían vivir en la costa colombiana; más aún, con una idea predeterminada de que las “flores del mal” solo prosperaban en los países fríos civilizados, y que, por lo tanto, en el trópico encontraría modelos de vida idílicos. Es raro encontrar un lugar visitado por el francés en el cual no reflexionara sobre la mujer. En Martinica había encontrado que el tipo nativo era feo, pero su impresión parecía mediada por el hecho de que sus mujeres se vistieran a la moda del Segundo Imperio (Candelier, 1994: 15). Igual impresión tuvo con los mestizos de Barranquilla, en cuyo mercado se esforzó en vano por encontrar “una fisonomía agradable” (Candelier, 1994: 23). En Riohacha, las mujeres no le parecieron demasiado bonitas en comparación con las obreras francesas, pero allí encontró lo que buscaba, nativos de verdad, en especial una joven de unos veinte años que no era bonita, “en el sentido que sus rasgos no eran regulares”, pero que tenía una cara agradable, con ojos bellos, “labios rojos, sensuales, de talla un poco mayor que el promedio, las caderas desarrolladas y bien formadas, los senos erectos y firmes”, como el mejor cuadro de Rubens (Candelier, 1994: 46).

Europa encontraba en el trópico una sensualidad mestiza, negra, mulata o indígena. Sus imperios podían lanzarse en búsqueda de sus riquezas y misterios, pero sus hombres, con frecuencia, deseaban con igual o mayor ahínco poseer a sus mujeres. Reclus, en ese sentido, estuvo lejos de ser una excepción. Con base en los preparativos de la Exposición Industrial de París de 1900, el francés Georges Brisson hizo una recomendación importante a los colombianos. Europa

No necesita de guacas, ni de flechas de los indios, ni de culebras en frascos, ni de pieles de tigres; estos objetos son muy interesantes para un Museo, pero no sirven para una Exposición Industrial, Comercial y Agrícola; y precisamente nos debemos proponer mostrar al extranjero europeo, en general tan colosamente ignorante tocante á estas tierras que aquí no vivimos entre tigres ni culebras, y que no llevamos plumas en la cabeza, sino que estas las llevan las señoras en sus sombreros. (Brisson, 1899: 310)

Es más, a pesar de que resultaba innecesario enviar fotografías de tipos de arrieros, indios, mendigos, etc., aunque fuesen interesantes en Le Tour du Monde, u otras publicaciones viejas, en cambio, resultaba imprescindible mostrar cómo eran las mujeres:

No deben temer enviar sus fotografías [...] Nada hace más honor á la cultura de un país, nada le da más derecho á ocupar un alto puesto en la escala de las razas que la hermosura de sus mujeres [...] Desconfíen de una nación donde las mujeres son feas, los hombres allí serán crueles y toscos, no tendrán gustos artísticos ni literarios, ni sociabilidad ni hidalguía. (Brisson, 1899: 318)

Parte de la idea de la extraordinaria sensualidad de la mujer del trópico se relacionaba con la idea de la juventud americana, en oposición a la decrepitud del Viejo Mundo, la cual ahora, en contra de la interpretación ilustrada, jugaba a favor de América incluso en la mente del europeo. Para Reclus, Europa mostraba signos de fatiga y de excesivo apego a la tradición, mientras que el Mundo Nuevo representaba la esperanza: “Tal vez, en medio de esta naturaleza virgen, los hombres rejuvenezcan también; tal vez los ciclos de la historia, no sigan siempre, cómo animales encadenados, su acostumbrado círculo” (Reclus, 1861: 224). Desde luego no se apartó de las ideas predominantes sobre la sobrevivencia del más fuerte. Finalmente, “las razas fuertes y felices, no se desarrollaron jamás sino por la lucha, así como lo cuenta la antigua fábula de las Hespérides, guardadas por los dragones. Los sacrificios no son nada; lo esencial es saber si la finalidad los exige” (Reclus, 1861: 218). No obstante, dicha lucha por la sobrevivencia exigía el mestizaje: el futuro se definiría por la feliz migración europea, pero también con el concurso de los indios. Así, en otra de sus obras, Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, de 1861, concluyó que, en Cundinamarca y Boyacá, la raza indígena había absorbido plenamente a la blanca y que en la costa caribe pronto pasaría lo mismo. La raza indígena de Ciénaga, que no le temía al trabajo, terminaría por asimilar a la población europea de Santa Marta. En La Guajira, el indígena era el elemento más importante de la regeneración social y rápidamente integraría a negros y blancos, acabando de paso con el feroz antagonismo de raza (Reclus, 1992: 88 y 183).

El 20 de septiembre de 1871, la Revista Científica e Industrial publicó en Bogotá un extracto de su obra en el que las conclusiones de Reclus sobre el asunto de las razas se alimentaban, más que de sus impresiones de viaje, de las verdades de la ciencia: el hombre no se podía independizar de la influencia del clima, de “los innumerables fenómenos del relieve continental, de las aguas fluviales i marinas i de la atmósfera ambiente”. No obstante, no se trataba de un “paralelismo geométrico”, dado que había tantas analogías como contrastes y, además, gradualmente el hombre lograba librarse de las fuerzas de la naturaleza. La experiencia de la Antigüedad era aleccionadora: sin duda, el hombre era muy antiguo en la Tierra y había evolucionado mediante selección natural, aunque era cuestión de debate si todas las razas tenían un origen común o no. Lamentablemente, el asunto había desbordado los límites de la ciencia, por culpa de la pasión política, pero lo importante es que la unidad racial se podía constituir en el futuro. Según algunos, las razas estaban condenadas a vivir aisladas; es más, los productos de cualquier mezcla “serán híbridos, destinados a perecer por la esterilidad”, o producirían generaciones cada vez más débiles. Peor aún, se pensaba que solo las razas fuertes estarían destinadas a sobrevivir, eliminando a las más débiles. Sin embargo, el hecho es que las razas venían confundiéndose y que tarde o temprano se conformaría una sola familia. En América predominaba ya una raza mixta entre blancos, indios y negros:

I esas poblaciones tienen la inteligencia del europeo, el espíritu de resistencia del indio i el entusiasmo del africano, ¿no son una prueba viva de que las razas humanas pueden unirse en una, a despecho de la diferencia de oríjen? Bajo la influencia de los cambios rápidos, de los viajes incesantes, de los diversos elementos llevados i traidos por las emigraciones […] El egipcio de nuestros días es con lijeras modificaciones […] el que se ve esclavo i encorvado en los obeliscos […] pero ninguna pintura, ningún grabado en piedra o metal, nos había revelado el tipo del yankee o del hispanoamericano. (Revista Científica e Industrial, 20 de septiembre de 1871)

Ofrendatario muisca, según la obra Nouvelle Géographie Universelle de Élisée Reclus, 1893.

Precisamente, una de las pocas oportunidades en que el pensamiento criollo sobre el mestizo se enfrentó directamente con el ideario europeo de las razas tropicales se encuentra en la reseña que Reclus hizo, en 1866, del Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper. En ella, una vez más, Reclus puso de manifiesto su optimismo sobre la raza mestiza, aunque también los límites del mismo. En su opinión, la de Samper era una verdadera obra de filosofía histórica, más de carácter etnográfico que geográfico, elocuente, aunque exagerada. Su reseña mostraba una enorme simpatía por la imagen del mestizo que proyectaba Samper: aunque era ilusorio pensar que “la fusión general haya hecho que todos los colombianos tengan el mismo tipo de fisonomía, el mismo color, las mismas características raciales”, todos los elementos étnicos formaban “una nación compacta” con un mismo sentimiento de patria: “El contacto incesante, los matrimonios interraciales, las tradiciones de fraternidad creadas por la guerra de independencia” habían cimentado la unión entre los descendientes de “vencedores y vencidos, amos y esclavos”. El mestizaje, además, venía de tiempos prehispánicos: algunas tribus eran cobrizas, otras negras, otras amarillas. La Conquista había detenido la lucha de estas razas y las había puesto en contacto, fusionándolas con el blanco y el negro. La distribución de las mezclas no era, como ya lo había observado Samper, producto del azar: “los habitantes de Colombia se establecieron en diferentes altitudes según el color de la piel”. Los blancos se habían agrupado en los Andes, mientras que los indios y los negros habían poblado las riberas de los ríos y los valles ardientes, aunque había algunas excepciones. Por ejemplo, los arhuacos de la Sierra Nevada eran más oscuros que los guajiros (Reclus, 1866: 104).

No obstante, por lo menos algunas mezclas no resultaban ideales. Según Samper, la mezcla de indio y negro era deficiente. Reclus fue más moderado pero no dejó de señalar el problema. Admitió que se trataba de uno de esos resultados raciales que “produce algunas veces un envilecimiento fastidioso de la especie humana”, sobre todo en las enfermizas regiones de las tierras bajas, aunque también señaló que Samper era “demasiado severo con sus compatriotas zambos”. Por su parte, la mayoría de los que había conocido en el Bajo Magdalena y la costa no merecía “el apelativo de brutos con rostro humano; saben por lo menos ejercer las virtudes de la hospitalidad y, si se me permite rememorar aquí algunas impresiones personales, no olvidaré nunca la acogida y los conmovedores cuidados que me brindó un boga, cuando me arrastraba penosamente por la playa, temblando de fiebre y con los pies ensangrentados” (Reclus, 1866: 112).

Y, aun así, en opinión de Élisée Reclus, el libro de José María Samper era “el mejor que tenemos sobre las repúblicas hispanoamericanas” (Reclus, 1866: 111).

Indios y latinos

Una de las cuestiones que aseguraba para Reclus el futuro de la raza mixta era la fortaleza biológica del indio y el entusiasmo del negro. En las postrimerías del siglo XIX, época de renovados intentos de colonización imperial inglesa, francesa, alemana, belga y hasta española en el África negra, la cuestión del progreso en el trópico y las virtudes o defectos de las razas mezcladas, así como el tema de qué raza se impondría en los climas cálidos, tuvieron un fuerte impacto en Europa. En 1895, Kidel Benjamin publicó Social Evolution, libro en el cual auguró que la raza blanca perecería en las nuevas colonias. Su modo de vida, simplemente, no era apto para las condiciones de los climas ardientes, aspecto que no había escapado al mismo Reclus. El propio Darwin se había preguntado en Descent of Man si la civilización europea podría poner en peligro el proceso de selección natural. Émile Durkheim temió a las patologías que desarrollaba la Revolución Industrial y habló de un proceso de “hipercivilización”, una suerte de exceso de civilización que implicaría eventualmente su ruina. Hasta Joseph Gobineau, el francés defensor de la raza germánica, consideraba que el mestizaje la estaba llevando a su perdición (Herman, 1997: 137 y ss.).

En América Latina, la discusión sobre el mestizaje y la decadencia de los blancos obligó a cambiar el lente desde el cual se miraban los problemas de raza, naturaleza y pasado. Un ejemplo paradigmático fue José Martí, para quien la sobrevivencia de la raza indígena en el Nuevo Mundo colonizado por los españoles le había evitado los problemas raciales de otras partes. Es más, para Martí, el pasado indígena resultaba evocador de la posibilidad de una civilización original. Sus publicaciones periodísticas, especialmente en la serie La América, impresa en Nueva York, están repletas de alusiones al pasado nativo: quejas sobre el tráfico de objetos arqueológicos (La América, junio de 1883); elogios al trabajo de los arqueólogos, especialmente al del norteamericano Daniel G. Brinton (El economista americano, agosto de 1887); recuentos evolucionistas de la América indígena (La América, abril de 1889) y metáforas sobre el pasado conservado en el subsuelo, en espera de ser investigado (La Edad de Oro, agosto de 1889). Por supuesto, su interés en el pasado no era gratuito, pero sí ambiguo. En teoría ayudaba a que el sentido de raza fuera reemplazado por el de nacionalidad: ser cubano era más que ser blanco, negro o mulato; es más, las razas no existían. Pero esa era una estrategia de consumo interno, no apta para imaginar la relación con el foráneo. Martí no negaba la relación entre raza y carácter. Por ejemplo, los germanos se caracterizaban por buscar, los sajones por construir, los franceses por entender y los italianos por colorear (La América, abril de 1889). Por lo tanto, el legado de la sangre indígena se debía entroncar en el patrimonio latinoamericano, aunque con un juicio de valor positivo. El indio era para Martí “de todos los primitivos el más bello y menos repugnante” (La América, enero de 1884). Y las ruinas del pasado venían en apoyo de la idea de un pasado más esplendoroso, incluso que el europeo. En efecto, “No con la hermosura de Tetzcontzingo, Copán y Quiriguá, no con la profusa riqueza de Uxmal y Mitlá, están labrados los dólmenes informes de la Galia; ni los ásperos dibujos en que cuentan sus viajes los noruegos; ni aquellas líneas vagas, indecisas, tímidas con que pintaban al hombre de las edades elementales los mismos iluminados pueblos del mediodía de Italia” (La América, abril de 1889).

La obra de Martí asumía una homogeneidad racial que neutralizaba la diversidad. Su idea probaría ser exitosa a lo largo y ancho de Latinoamérica, sobre todo en los sectores más críticos de alcanzar un propósito en últimas no muy diferente, pero a través del hispanismo y, particularmente, en aquellos países en los que buena parte de la población era mezclada. Se puede afirmar que en un principio la cosa fue más bien tímida. Por ejemplo, el venezolano César Zumeta, inspirado en Martí, insistía en que los latinoamericanos se sentaban ante el festín de la vida como niños y que para remediar el asunto debían crear una civilización acorde con las condiciones tropicales. No obstante, había un grito desesperanzado en su ruego: el trópico no había recibido un buen flujo de inmigrantes mediterráneos y estaba condenado a lograr una “civilización lentamente progresiva” (Zumeta, 1899: 14). Con todo, pronto vendrían perspectivas más optimistas. En Brasil, la obra de Gilberto Freyre en los años veinte y treinta encontró un mestizo en cada ciudadano, garantía de una nueva civilización tropical (Freyre, 1945). La convulsionada México posrevolucionaria también probaría ser caldo de cultivo de ideas similares, o incluso más audaces. Allí, por ejemplo, José Vasconcelos llevó a su máxima expresión las ideas criollas sobre naturaleza, raza y nacionalismo. Dos de sus obras dan una idea de cómo desarrolló la idea de una raza latinoamericana superior: Bolivarismo y Monroísmo (1937) y La raza cósmica (1948). En la primera criticó la doctrina de la superioridad sajona, y como contraparte desarrolló su propia noción sobre la superioridad de América Latina en dos ámbitos: el medio y la raza, esta última relacionada con cultura y moral. Como en el caso de Martí, el pasado parecía demostrarlo todo: en los ríos, en Norteamérica nunca se había dado “creación autóctona” alguna; en contraste, las “civilizaciones más permanentes” las habían encontrado los españoles “en el altiplano de México y en los más altos valles andinos” (Vasconcelos, 1937: 55). Incluso las tierras bajas tropicales del sur latino resultaban apropiadas para la civilización. De otra manera, ¿cómo se podría explicar que los mayas, “la raza más civilizada de la América precolombina”, tuvieran su hogar en ellas? Además, mientras que España había logrado fundar ciudades como Cartagena de Indias, “una de las más bellas ciudades del mundo”, en el Caribe anglosajón nada se le podía comparar (Vasconcelos, 1937: 68). En el norte, si al caso habría una civilización maquinista, muy inferior a lo que la cultura latina había logrado gracias a los españoles y la religión cristiana en el sur, allí donde se había forjado una unión perenne entre indios, mestizos y criollos.

En La raza cósmica, Vasconcelos anunció una refutación a la idea de la doctrina darwinista de la selección natural que salvaba a los aptos y condenaba a los débiles. Su obra partía de preguntarse si la mezcla entre linajes era un hecho ventajoso o si, por el contrario, producía decadencia. Para elaborar su argumento, Vasconcelos planteó una secuencia de civilizaciones equivalente a una sucesión de razas. En Egipto, la raza más antigua, bastante blanca y homogénea, había dado los primeros pasos hacia la civilización pero luego decayó, dando lugar a una raza mestiza, con características mezcladas de blanco y negro, más notable que la anterior. En Grecia, la Edad de Oro había sido el resultado de una mezcla de razas de color claro, luego Roma y la invasión de los bárbaros habían sido fecundas como resultado de la mezcla racial. En conclusión, la historia enseñaba que el mestizaje era fecundo siempre y cuando se tratara de linajes similares. Desde luego, no se podía negar que la mezcla entre español e indígena involucraba tipos distantes, pero esto no impedía ser optimista. Todo era cuestión de tiempo; el proceso de creación de un tipo homogéneo tardaría más, pero sería mejor. Y otra vez el pasado: una serie de consideraciones arqueológicas hacía de América Latina cuna de una auténtica cultura; las ruinas abandonadas por los “mayas, quechuas, y toltecas legendarios” eran testimonio de que tenían vida civilizada “anterior a las más viejas fundaciones de los pueblos de Oriente y de Europa” (Vasconcelos, 1966: 13). Las civilizaciones americanas —de hecho— habían llevado la civilización al Viejo Mundo; quizá “los preceptos de su sabiduría” que iluminaron al Viejo Mundo habrían llegado grabados en alguna esmeralda colombiana. Y esa posibilidad regresaba al continente: las primeras civilizaciones se habían desarrollado en el trópico, y así sería de nuevo: después de las razas negra, india, asiática y blanca, le tocaría el turno a la “quinta raza”, después de la cual jamás habría una sexta; es decir, a la raza mestiza que surgía en América producto de la fusión, principalmente, entre el indio y el blanco, bajo el liderazgo de la cristiandad, nada la podría superar (Vasconcelos, 1966: 32). El proceso era ya evidente: “cualquier profesor puede comprobar que los grupos de niños y de jóvenes descendientes de escandinavos, holandeses e ingleses de las universidades norteamericanas son mucho más lentos, casi torpes, comparados con los niños y jóvenes mestizos del sur” (Vasconcelos, 1966: 43).

Civilización y mestizaje en Venezuela

El asunto de las categorías raciales implicaba un cambio en la imagen convencional del indio. Ahora, este resultaba vital para entender la realidad nacional como ingrediente de una compleja fórmula de miscegenación. En Venezuela, las Observaciones antropológicas de la población de Venezuela, de 1870, de Adolf Ernst, partían de que se había dicho mucho “acerca de las habilidades e incapacidades intelectuales y morales de las razas mezcladas” y que el asunto debía estudiarse como cualquier otro problema científico. No obstante, Ernst dejaba entrever de antemano cierto pesimismo: inicialmente, parecería que los cruces no producían “depravación de las facultades intelectuales”. Es más, si se miraba atentamente,

se descubrirá que este aparente progreso no es sino un barniz exterior, el resultado de la facultad imitativa, muy marcada, de las razas mixtas con sangre africana. Ellos tienen una cierta habilidad para reproducir lo que ven, pero generalmente hablando no son capaces ni les interesa buscar algo nuevo […] un bosquejo de las condiciones morales de nuestras raza mixtas tendrá también sombras muy profundas; sensualidad, lujuria y pereza son las fuentes de toda la miseria pública y privada de este país. (Ernst, 1986: 21)

La obra de José Gil Fortoul ofrecía, en contraste, una visión relativamente optimista. Su Filosofía constitucional (1890) se proponía encontrar los factores que determinaban el cambio y seguía un espíritu evolucionista, tanto desde el punto de vista social (todos los hombres civilizados descendían de salvajes) como biológico (el hombre descendía del primate). En las sociedades tribales predominaban el gobierno despótico y lo colectivo sobre lo individual (Gil Fortoul, 1890: 25). La rapidez de la evolución dependía de factores internos y externos, pero, mientras que en las sociedades más primitivas prevalecía la evolución natural, inconsciente, en las más avanzadas la conciencia adquiría un peso más importante. Luego, El hombre y la historia-Ensayo de sociología venezolana (1896) ofrecía una perspectiva sobre el futuro de Venezuela centrada en dos de los factores que parecían más importantes para el progreso: raza y medio físico; aspiraba a dejar atrás el “optimismo lírico que, abstraído de la realidad de las cosas, lo ve todo brillante”, pero también el “pesimismo disgustado que concentra en la América intertropical todos los vicios y defectos” (Gil Fortoul, 1896: viii-ix). Resultaba innegable que cada pueblo tenía un carácter antropológico propio, relacionado con aspectos morales e intelectuales; tampoco se podía objetar que, aunque los caminos a la civilización eran diversos, unas razas eran más propensas que otras a ella. No obstante, nada demostraba que las razas europeas tuvieran más valores morales. Es más, incluso el papel de la raza se podía relativizar. La prueba de esto es que los europeos habían encontrado una sola raza indígena en América y, sin embargo, estados de civilización muy diferentes. Así, “La creencia de que la población de las cordilleras pertenecía a una raza radicalmente distinta de la de los otros indios proviene del postulado superficial de que existe una relación necesaria entre la identidad ó diferencia de raza y los distintos grados de civilización” (Gil Fortoul, 1896: 23)

Los indígenas de Venezuela se habían encontrado en un estado de civilización muy inferior al de los peruanos y mexicanos, pero no eran degenerados. El producto del mestizaje tampoco resultaba desfavorable:

Del indio tenemos el amor a la independencia y el odio hereditario á los privilegios de castas: del negro, en parte siquiera, la energía necesaria para la adaptación rápida á una naturaleza exuberante y bravía, y quizá el tono melancólico y nostálgico […] Del español nos vino la poca capacidad natural para la industria, el débil espíritu de iniciativa, la costumbre de esperarlo todo del gobierno, la pasión por las intrigas políticas, el gusto por la oratoria brillante y majestuosa […] la honestidad de las relaciones familiares, […] el instinto indomable de la guerra. (Gil Fortoul, 1896: 127-128)

El optimismo de Gil Fortoul abarcó también el medio físico: “Si el Suramericano tiene que luchar siempre con el calor y el lodo, contra los insectos nocivos y las fiebres, también el europeo del norte vive en lucha continua con el frío y la lluvia, con el suelo árido y con la atmósfera caliginosa” (Gil Fortoul, 1896: 56).

A pesar de la relativamente pobre experiencia indígena en su país, el medio aparecía como fuente promisoria de civilización. Las primeras civilizaciones necesitaban un medio favorable, pero después podían prosperar en cualquier parte. En efecto, como lo demostraban la India, México y Perú, la “bonanza del clima” favorecía los comienzos del desarrollo social y era cuestión de tiempo para que la civilización volviera “a fecundar toda la zona que fue su cuna y la del hombre” (Gil Fortoul, 1896: 37). Siguiendo al naturalista H. W. Bates agregó que solo en el trópico “la raza perfecta del porvenir alcanzará el goce completo de la bella herencia del hombre, la tierra” (Gil Fortoul, 1896: 58). Con ocasión del primer centenario de la Independencia, en 1911, Gil Fortoul añadiría que el venezolano era resultado de “tres razas y tres almas” que comenzaban a fundirse en un alma colectiva (Gil Fortoul, 1911: 6).

El tema étnico preocupó de una forma similar a Rafael Villavicencio, doctor en ciencias médicas, pionero del positivismo en Venezuela y autor de La República de Venezuela bajo el punto de vista de la Geografía y la Topografía (1880). Su trabajo se quejaba de que el último censo realizado en su país no discriminara entre razas, lo cual impedía “presumir, descubrir, ó confirmar algunas leyes biológicas relativas a la influencia de las razas unas sobre otras, y a los resultados de su cruzamiento; leyes de suma importancia para el papel que desempeñan en la sociología” (Villavicencio, 1880: 87). Las tres vertientes étnicas presentes en el país tendían a formar una sola, en la cual las características de la “superior, en razón á que el tipo es más persistente”, finalmente se impondrían. Para Villavicencio era claro que las poblaciones indígenas de su país vivían en condiciones tan salvajes como hacía trescientos años. La ciencia positiva, sin embargo, le había hecho comprender que “lo que nos parece simple y natural” —es decir, la civilización— solo se podría imponer con el paso del tiempo, si bien, a la postre, el resultado parecía halagüeño. Por consiguiente, “Esta nueva raza que se construye así poco a poco en América, pierde también lentamente aquellas reminiscencias de sus antepasados que entrababan su progreso, y por una acumulación de circunstancias interiores y exteriores, desarrolla aptitudes especiales para una civilización más avanzada” (Villavicencio, 1880?: 88).

Villavicencio partía de una visión muy específica sobre la evolución. Argumentó que la naturaleza era el resultado del pensamiento de Dios (Villavicencio, 1912: 153), pero también que la evolución daba cuenta del mundo biológico, del intelecto, del lenguaje y de la sociedad, explícitamente reconociendo el valor de Darwin (Villavicencio, 1880: 40).

Lo cierto es que en las dos primeras décadas del siglo XX, el debate sobre raza en Venezuela era ineludible como referente sobre un futuro que a todas luces prometía. Un ejemplo es la obra de Pedro Arcaya, Estudios de sociología venezolana (1917), en la cual se asumía que las instituciones, las artes y la política se relacionaban con características morales e intelectuales, a su vez derivadas de un proceso evolutivo. En su opinión, el venezolano se había formado a partir de dos razas incultas —la india y la negra— y una civilizada, la española (Arcaya, 1917: 11). No obstante que predominaba el elemento indígena, había razones para ser optimista. Al igual que Vasconcelos, Arcaya pensaba que aunque en tiempos prehispánicos los indios tenían un nivel de civilización rudimentario, los primeros pasos a la vida civilizada se habían dado en el trópico. Además, el mismo primitivismo del indio garantizaba cierto apego a las instituciones democráticas. Arcaya había sostenido una idea semejante en su posesión en la Academia Nacional de la Historia: dado que cada raza tenía características propias, y todas eran susceptibles de progreso, el mestizaje era el sedimento en el que se agitaban los impulsos que habían permitido un alma nacional distinta de la española. El negro, sin duda, aportaba más que el indio, en particular su vivacidad y energía, mientras que el español colaboraba con sus sueños (Arcaya, 1910: 10-11). Esa misma idea había sostenido Ángel César Rivas en su posesión en la Academia Nacional de la Historia. En su opinión, por oscura que fuera una raza y por mezquino que fuera su pasado, su estudio suministraba sus características intelectuales. En el caso de Venezuela, la capacidad política, atributo exclusivo de las razas superiores, se había heredado del venerable tronco ibérico, si bien el mestizaje introducía algo que no se podía despreciar: sentimientos comunes (Rivas, 1909: 13-15).

Otro ejemplo de la necesidad de deshacerse de las ataduras que condenaban el progreso venezolano se encuentra en el trabajo de Julio Salas, Tierra Firme-Venezuela y Colombia-Estudios sobre etnología e historia, de 1908. En él se consideraba que las “odiosas teorías geográficas o climáticas” no servían para entender a las razas americanas (Salas, 1971: 26). Los españoles habían encontrado razas suaves, como la muisca, o guerreras, como la caribe, “los indios más valientes y audaces de América”. Conocer estos tipos no era simplemente una cuestión de curiosidad histórica: era fundamental para entender la degradación del “bajo pueblo”. En efecto, resultaba poco interesante el estudio de la llamada “gente decente”, pues sus costumbres eran copia imperfecta de la civilización europea (Salas, 1971: 235). Por el contrario, los rasgos típicos de la raza venezolana —y, por extensión, de la colombiana— se hallaban en las clases medias y bajas, en las que, juntamente con las influencias atávicas, se revelaban las condiciones físicas, el clima y la alimentación; de allí que los estudios de las costumbres de los pueblos latinoamericanos tuvieran “por base el íntimo conocimiento de esa raza a través de cuatro siglos”.

Este último llamado era similar al que Miguel Triana defendía en Bogotá y que implicaba adaptarse al medio para no vivir desarraigado y cometer el mismo error de aquellas tribus indígenas que habían sido arrasadas por la raza española (Triana, 1911: 11). En ambos casos, el tema de la geografía era evidente: si bien era cierto que producía tipos humanos muy diferentes, también lo era que, en su conjunto, debían conformar una armonía, un “hermoso orden”, como lo denominó Triana (1911: 7). El propio Salas señalaba en sus Lecciones de Sociología (1914), desdiciendo sus propias palabras, que el ámbito geográfico determinaba cambios físicos rápidos. Por ejemplo, la selva producía un “género de vida especial”, el cual hacía que las razas evolucionaran imperfectamente. En ella,

[…] la extremada humedad del aire debilita al individuo, agregándose a esto que un suelo inundado continuamente va creando hábitos que asemejan al hombre a los antropoides, y aunque creemos que no se desarrolle súbitamente la prensibilidad en los pies tan radical como la de los monos, es indudable que el continuo traficar sobre los árboles derribados y de raíz a raíz de los colosos de la selva exuberante e inundada sin asentar la planta sobre terreno firme, da seguridad y equilibrio especiales a los individuos sometidos a tal género de vida, connaturalizándose el hombre en un medio meramente animal. (Salas, 1914: 10)

Años después, en Civilización y barbarie, de 1919, sostuvo que las razas del norte eran mestizas, mientras que las más puras se encontraban en Centroamérica y Suramérica. Por otra parte,

[…] así como en el antiguo mundo la cuna de la civilización se encuentra en la zona ecuatorial, también en la América precolombina, México, Guatemala, Nicaragua, Cundinamarca y países tropicales eran superiores en civilización a las tribus que vagaban en las praderas, lagos y bosques de los Estados Unidos. De todo lo cual se deduce que el hombre de los climas templados era un salvaje perfecto comparado con el civilizado de los climas cálidos. (Salas, 1977: 29-30)

Debido a que el carácter de los pueblos parecía explicarse a partir de raíces étnicas, resultó inevitable que las observaciones sobre el carácter primitivo del indio venezolano sirvieran para establecer comparaciones con Colombia. Uno de los aspectos que pareció más importante fue el del caudillismo en Venezuela. Como se explicó más arriba, el ancestro indígena había servido en ese país para explicar el desarrollo de instituciones democráticas, pero también el menos agradable caudillismo, como había sostenido Arcaya (1910: 10). Laureano Vallenilla fue más lejos y lanzó una hipótesis sobre la formación de ambos países en términos de su pasado indígena. En su opinión, expresada en Cesarismo democrático, de 1919, no había relación entre raza pura y nación progresista; de hecho, a medida que aumentaba la civilización también lo hacía la impureza étnica. Para explicar el desarrollo del caudillismo en su país propuso que donde hubiera amplias llanuras, caballos y pocos indios prosperaba esa forma de gobierno (Vallenilla, 1991: 14). De allí que fuera común en Argentina, Uruguay y su propio país. En Colombia, donde el caudillismo no prosperaba, se encontraban condiciones muy diferentes, unas de carácter geográfico y otras de naturaleza histórica, que lo impedían. Los españoles traían consigo cierto germen teocrático, el cual prosperó al encontrar una sociedad como la muisca. En otras palabras:

Los conquistadores españoles encontraron a la raza indígena que ocupaba la mayor parte de la actual República de Colombia, en una etapa avanzada de desarrollo social. Pueblo ya sedentario y agrícola, con todos los hábitos que engendra la montaña, se hallaba sometido a un gobierno regular en el cual el zaque, jefe secular de Cundinamarca, compartía el poder con el Gran Sacerdote de Iraca, llamado Lama. (Vallenilla, 1991: 118-119)

La observación de Vallenilla implicaba que el carácter tan diferente de Colombia y Venezuela era el resultado de condiciones naturales, la mayor o menor proporción de indígenas y el carácter de su pasado. Naturalmente su argumento justificaba el caudillismo en Venezuela y, además, daba cuenta de la desproporcionada influencia de la Iglesia en Colombia. Por supuesto, en esta última, la ingeniosa propuesta no pasó desapercibida (Posada, 2006). El liberal Eduardo Santos la criticó por asumir que el caudillismo obedeciera a una necesidad social y que el cesarismo constituyera una forma de gobierno apropiada para los pueblos. Es más: el caudillo era cosa del pasado. No obstante, Vallenilla no solo se ratificó sino que llevó la argumentación más lejos y sostuvo que el carácter teocrático —esto es, conservador— de Colombia obedecía a factores naturales. También aseveró que mientras que en este país gobernaban unas pocas familias, en Venezuela la gente del pueblo tenía más oportunidades (Vallenilla, 1991: 161-167).

Las ideas de Vallenilla habían sido compartidas por el colombiano Carlos Arturo Torres, quien acudió de igual forma a razones topográficas y etnográficas para explicar el carácter tan diferente de los dos pueblos y, sobre todo, de sus tradiciones políticas (Torres, 1946: 74). Pero como en el fondo las explicaciones de Vallenilla eran materialistas (aunque burdamente), solo logró que liberales y conservadores colombianos se unieran con el propósito de criticarlo. Santos, en el diario El Tiempo (21 de diciembre de 1920), se ratificó en que era absurdo asociar la teocracia con el medio y aseguró que, aunque la influencia de la Iglesia en Colombia era grande, no se podía considerar que el país fuera teocrático. Por su parte, Laureano Gómez, líder conservador, llamó a Vallenilla “apologista y filósofo” de la dictadura venezolana (en Vallenilla, 1991: 168-173 y 200).

En 1930, Vallenilla publicó Disgregación e integración-Ensayo sobre la formación de la nacionalidad venezolana. Entonces, raza y clima volvieron a cumplir un papel más protuberante. Su argumento consistió en que, pese a la mezcla, el hispanoamericano no escapaba del influjo del medio. La constitución geográfica había impuesto relaciones sociales y económicas desde antes de la llegada de los españoles, razón por la cual los nativos venezolanos se encontraban en un estado intermedio entre las hordas más primitivas y las sociedades más complejas (Vallenilla, 1930: 109). Como en sus anteriores obras, el carácter del nativo venezolano había proporcionado una impronta especial al venezolano: por un lado, como su grado de fusión con la raza española estaba en función de su nivel de desarrollo, su raza no predominaba en el país como en otros de América. Pero, además, su legado era distinto al del indígena civilizado. El nativo venezolano se había distinguido por su belicosidad y amor a la libertad, en contraste con el carácter sumiso del nativo andino; en su psicología predominaban los “instintos disgregativos” y el “indomable valor”. La mezcla, despreciada por el europeo, era positiva, especialmente en el caso del llanero. En fin, en Venezuela, para estudiar un pueblo tan heterogéneo, se requería “una operación semejante a la del químico que, después de haber estudiado la procedencia y las propiedades de varios cuerpos, emprende una tarea de combinarlos entre sí para descubrir las nuevas propiedades que surgen naturalmente de esa combinación” (Vallenilla, 1930: 157).

Civilización y mestizaje en Colombia

Aunque la obra de Vasconcelos fue tan solo una de las múltiples y frecuentemente contradictorias interpretaciones sobre el asunto de la mezcla racial, su impacto en Colombia fue importante (Fell, 1989: 570-576). El debate entre Vallenilla, Santos y Gómez es apenas una prueba de las sensibilidades que el tema despertaba. Los conservadores recibieron con reservas, cuando no con franca hostilidad, la apología del mestizaje de Vasconcelos y fueron especialmente críticos de su imagen de la Iglesia y de las pullas que había lanzado a Colombia por el excesivo peso de esa institución. Prueba de la importancia que los conservadores daban a la Iglesia es la carta que Augusto Ramírez, político y diplomático de ese partido, escribió en 1922, en la cual sostenía que el catolicismo era el único muro infranqueable contra el imperialismo yanqui (El Nuevo Tiempo, 26 de junio). Pero, en cambio, el elogio a la raza mestiza del mexicano cuadraba bien con la doctrina liberal alimentada desde el siglo XIX. La cuarta Asamblea de Estudiantes, reunida en 1923, lo nombró “Maestro de la Juventud” y varios periódicos de la prensa liberal celebraron sus ideas. Resultado de la invitación al país, Vasconcelos escribió “Carta a la juventud colombiana”, en la cual confesó que la fortaleza de los países de América Latina se basaba en la “ductibilidad y las fuerzas ibéricas”, y depositó su esperanza en Colombia, y en su “rancio espíritu castellano que obrará prodigios” (Vasconcelos, 1990: 114).

En Colombia, como en Venezuela, la utilización de argumentos raciales para buscar la identidad nacional era, desde luego, muy anterior a Vasconcelos. El liberal Salvador Camacho Roldán, abogado, periodista y político, había resumido la cuestión en su discurso El estudio de la sociología, leído en la Universidad Nacional el 10 de diciembre de 1882, y que, en parte, retomaba la nota optimista sobre el mestizaje de José María Samper. En un principio, Camacho había sido partidario de la inmigración europea para colonizar las tierras bajas, aunque a la vez reconocía que esta debía ser limitada, para dar paso a “poblaciones colombianas mejor aclimatadas” (Camacho, 1893: 268). Ahora, el Consejo Académico de la Universidad se había planteado el problema al considerar que

[…] los pueblos americanos, surgidos recientemente a la luz de la historia, sin tradiciones bien conocidas, al impulso del esfuerzo revolucionario, necesitan más que ningunos otros estudiar las leyes fisiológicas que presiden eternamente a la vida de los seres colectivos como a la de los seres individuales; investigar sus orígenes; observar los materiales de que están compuestos; determinar las afinidades que los agrupan y los elementos heterogéneos que pueden contribuir a disolverlos; apreciar las tendencias físicas, intelectuales y morales de sus diversas poblaciones, y marcar, para darles cauce ancho y profundo, la dirección de las corrientes que la naturaleza social del hombre, modificada por las acciones geológicas y climatéricas de la corteza terrestre, determinan entre las varias familias de la especie humana. (Camacho, 1936: 20-21)