Los hombres de lo eterno - Gustave Thibon - E-Book

Los hombres de lo eterno E-Book

Gustave Thibon

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Beschreibung

Gustave Thibon impartió innumerables conferencias durante casi medio siglo. Se dirigía al gran público con una sorprendente capacidad de compartir con todos las mismas verdades, pero en diferente profundidad. Cada oyente, a su nivel, podía así dejarse iluminar, porque "la evidencia más común, si penetra en lo más profundo del alma, se transforma en revelación inagotable". "No quiero llevaros a pensar igual que yo, sino a pensar por vosotros mismos, a vuestra manera". Se publican por primera vez en nuestra lengua veinte de sus mejores conferencias, que ofrecen una mirada excepcionalmente lúcida para entender mejor nuestro tiempo.

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GUSTAVE THIBON

LOS HOMBRES DE LO ETERNO

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Les Hommes de l'eternel

© 2012 by Mame

© 2024 de la edición española traducida por David Cerdá

by EDICIONES RIALP, S.A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6631-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-6632-7

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6633-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ni conservadores que bloquean el futuro ni progresistas que niegan el pasado: debemos ser, ante todo, hombres de lo eterno, hombres que renuevan lo mejor del pasado mediante una fidelidad alerta y activa, siempre interpelada y renaciente.

A Zézé

ÍNDICE

Prefacio

I.

Facere veritatem

1. El irrealismo moderno

2. Meditación y acción

3. Información frente a cultura

4. ¿Hacia dónde se dirige la civilización?

5. La moral de siempre y las nuevas morales

II. Transmitir, servir, compartir

6. La comunidad de destino

7. Tradición y movimiento

8. La autoridad del líder

9. La ciencia del carácter aplicada a la educación de los niños

10. El conflicto intergeneracional

III. ¿Seremos «derrotados por nuestras conquistas»?

11. Mito o realidad del progreso

12. Escepticismo y confianza en las autoridades médicas

13. Ambigüedad del progreso

14. El hombre y la naturaleza

IV. Despertar al «hombre nuevo» en el hombre de hoy

15. Fundamentos psicológicos y sociológicos de la vida espiritual

16. ¿Existe la Verdad?

17. Progresismo cristiano

18. ¿Existe una doctrina cristiana sobre la violencia?

19. ¿Ha muerto Dios?

20. Raíces culturales de la fe

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Epígrafe

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

Notas

Prefacio

Gustave Thibon dio innumerables conferencias por todo el mundo a lo largo de casi medio siglo. Fue una parte importante de su obra; esa es la razón de que lamentemos tanto su carácter volátil. Hemos intentado darles aquí una idea, aunque poner por escrito lo que dijo en persona sea algo así como desplazar por una pantalla las imágenes fijas del vuelo del águila. Transcribir la palabra hablada a la forma escrita no puede captar en toda su plenitud ni el brío del orador ni el estilo del escritor, pero a pesar de esta relativa pérdida de forma —«la carne del pensamiento», como decía Flaubert— basta ojear estas páginas para captar la maravillosa paradoja de un hombre tan fraternal como incomparable, un hombre cuya inteligencia fuera de lo común era al mismo tiempo extraordinariamente comunicativa.

«El filósofo debe mantener siempre la mirada fija en Sócrates, hijo de la comadrona y partero de las mentes; de todas las mentes, incluida la del esclavo de Menón», escribió Gustave Thibon en su prefacio a L’Équilibre et l’Harmonie1. Dirigiéndose al gran público, tenía el don de compartir con todos no ya las mismas verdades a la misma profundidad, sino las mismas verdades a distintos niveles, desde los lugares comunes hasta «la puerta infranqueable». De hecho, toda su obra atestigua que de lo evidente a lo inefable no hay solución de continuidad. Lo que es verdadero no lo es menos en su base que en su cima, de modo que cada cual, a su nivel, puede tener un sentido íntimo de lo que es verdadero, y «la evidencia más común, si penetra hasta el fondo del alma, se transforma en revelación inagotable». Este sentido de lo verdadero vincula a los hombres más simples —no en sentido intelectual, sino ontológico— con las realidades más elevadas: les guía sin instruirles. En la cima de la escala, por otra parte, impide que los sabios, los filósofos en el sentido pleno y primario de la palabra, olviden la humilde realidad de «ahí abajo». El más grande de los hombres se reconoce por su capacidad para llegar hasta el más pequeño de los seres humanos, puede «bajar sin bajar», como tan bellamente dice nuestro autor, y tanto mejor precisamente por haber subido más arriba. Lo expresa con admirable genio socrático el «maestro del pensamiento» que Gustave Thibon no quería ser: «¿Un maestro? No: soy uno de vosotros, camino y busco con vosotros: no tengo discípulos, solo amigos». «O quizá», concedía a veces, «soy un maestro en hacer pensar».

Si «pensar es propio del hombre», como debe entenderse aquí, entonces pensar no es privilegio de los intelectuales, como pintar, por ejemplo, es privilegio de los pintores. Uno puede consolarse por no saber coger un pincel, pero no puede, sin traicionarse y desnaturalizarse, renunciar a pensar. Hoy, sin embargo, la gente tiende a dividirse entre los «inteligentes», que se entienden entre ellos según la indiferencia generalizada, y los otros, que, privados de facultades intelectuales notables, descuidan, con un fatalismo teñido de complacencia, todo lo que no concierne a la vida práctica y a los asuntos materiales. Esta desastrosa dicotomía se profundiza en la misma medida en que se pierde el sentimiento religioso: la noción de vida interior, inherente a este sentimiento, arrastra a la noción más amplia, pero estrechamente relacionada, de la vida de la mente. A partir de entonces, pensar es una palabra que ya no puede decir plenamente lo que significa. Porque pensar está ligado a la vida de la mente del mismo modo que respirar está ligado a la vida del cuerpo. Y porque forma parte del ser humano, no requiere absolutamente nada más que el «intelecto» mínimo del que no carece ninguna persona razonable, aunque, naturalmente, florece tanto más armoniosamente cuanto más es iluminado por la inteligencia propiamente dicha2. ¿Qué niño no piensa? No es que piense nada sobre la realidad que descubre, pero la piensa, la mira, la cuestiona, adopta desde el principio «el paso de la interrogación», como decía Valéry, y ese es el paso mismo del filósofo. Por supuesto, el niño no tiene respuestas, pero las respuestas del filósofo dan lugar a nuevas preguntas, de modo que, por muy avanzado que esté intelectualmente en relación con el niño, conserva, como una gracia, el espíritu de la infancia, sin el cual la vida de la mente se apaga y la inteligencia, privada de objeto, opera en el vacío.

Pensar es, por tanto, más esencial de lo que pensamos. Pero el pensamiento en sí no puede ni quiere expresarse. En cambio, lo que pensamos —las ideas que germinan en nosotros bajo la influencia del pensamiento— requiere palabras (no es casualidad que el hombre, esta «caña pensante», sea el único animal dotado de habla). Y aquí es donde entra en juego la inteligencia, la inteligencia y toda su tripulación: el juicio, el sentido común, las facultades de abstracción y elaboración, la memoria, el don de la expresión, etcétera. ¡Ay! Aquí es precisamente donde corremos el riesgo de fallarnos a nosotros mismos de la forma más cruel. Cuanto más nos inspiramos en la vida del espíritu, más carecemos de ella. ¡Qué saludable alegría, entonces, encontrar en las palabras de otro lo mismo que en vano tratábamos de concebir y, para concebirlo, de expresar! «Lo que está bien concebido está claramente expresado», sí, pero la recíproca del apotegma de Boileau también es cierta, porque solo sabemos realmente lo que queremos decir reconociéndolo en lo que decimos. A este respecto, me viene a la memoria la respuesta, inesperada por su sencillez, de Gustave Thibon a un amigo que le preguntó por qué escribía: «¡Escribo para explicarme lo que pienso!», exclamó, en ese tono de obviedad que le era tan familiar. Si no eres Gustave Thibon, tienes suerte de conocerle; para «explicarte lo que piensas» es a veces mejor confiar en sus palabras que sentarse, bolígrafo en mano, frente a una hoja en blanco.

Aunque las ideas más acertadas sean solo un respiro, no un fin, aunque «la verdad se vuelve falsa cuando nos instalamos en ella», aunque «el hombre que ama la verdad está siempre en movimiento», lo cierto es que cuando pensamos, necesitamos pensar algo de vez en cuando, como para dar testimonio de lo inefable. Las ideas son al pensamiento lo que las palabras son a las ideas: son una especie de lenguaje elevado al cuadrado. Y si las palabras que dicen lo más verdadero son las que dejan entrever mejor la verdad indecible, lo mismo ocurre con las ideas: las más sensatas son las que nos guían más allá de sí mismas. «El pensamiento está condenado a no llegar nunca a una conclusión, a no detenerse nunca»; o al menos a llegar solo a conclusiones provisionales, como las paradas que hacen los excursionistas para reponer fuerzas antes de proseguir su camino. Paradas: eso es exactamente lo que son las conferencias de Gustave Thibon, paradas en las que todo el mundo, esté donde esté en el camino que nunca termina, puede extraer de sus palabras el valor para continuar su viaje y seguir su última recomendación: «No quiero llevaros a pensar en el mismo sentido que yo, sino a pensar por vosotros mismos, en vuestro propio sentido».

Solo he seleccionado algunas conferencias. ¿Por qué estas y no otras? No se trata de una elección más o menos juiciosa, y en todo caso discutible, por mi parte. Muy pronto me di cuenta de que solo podría llevar a cabo este trabajo si disponía, para cada conferencia, de su esquema manuscrito completo y de una grabación mecanografiada no demasiado oscurecida por malentendidos. En la masa de folios dispersos, encontré que solo las conferencias presentadas en este volumen cumplían estas dos condiciones. Algunas de las conferencias más antiguas han sido totalmente reeditadas o corregidas por el autor. Para las demás, he tenido que preparar yo mismo el texto: en primer lugar, los inevitables errores encontrados en las mejores mecanografías; en segundo lugar, la preocupación de introducir el mínimo de orden exigido por la palabra escrita conservando al mismo tiempo, en la medida de lo posible, el ritmo y el sabor de la palabra hablada; y, en tercer lugar, el hecho de que las conferencias de una misma época contengan pasajes comunes. Todo ello exigía correcciones y recortes, que he realizado a partir de los documentos de los que me había provisto previamente. Huelga decir que las conferencias solo pueden fecharse de forma aproximada, lo que basta, no obstante, para respetar su orden cronológico dentro de cada capítulo.

Gustave Thibon pronunció innumerables conferencias a lo largo de casi medio siglo; el presente texto recoge algunas de las mejores. Dirigiéndose al gran público, tenía el don de compartir con todos no las mismas verdades a la misma profundidad, sino las mismas verdades a distintos niveles, desde los «lugares comunes» hasta «la puerta infranqueable», para que cada cual pudiera iluminarse y nutrirse a su nivel, porque «la evidencia más común, si penetra en lo más profundo del alma, se transforma en revelación inagotable».

Françoise Chauvin

I.Facere veritatem

Esta sencilla palabra del Evangelio nos da la clave de la relación entre lo ideal y lo real: «Hacer la verdad», adherirse a ella, no solo con el pensamiento, sino también con la acción, testimoniarla con todo nuestro ser

1. El irrealismo moderno

El mal más profundo de nuestra época reside en el irrealismo. Vamos a definir aquí el realismo y el irrealismo de acuerdo con nuestra concepción orgánica del ser humano. La necesidad de un intercambio vital entre sujeto y objeto domina nuestra idea de realismo. El campesino es realista porque su conocimiento, amor y trabajo de la tierra provienen de un contacto íntimo entre la tierra y él; el político es realista cuando las leyes que rigen la realidad social se reflejan fielmente en su mente; y los santos son los más grandes realistas porque están unidos a la realidad suprema. A la inversa, nuestros pensamientos, afectos y acciones se contaminan de irrealismo cuando no se nutren de un contacto suficiente con su objeto. El urbanita que se deleita «volviendo a la tierra» como si fuera un idilio o un cuento de hadas, el político que cree que bastará un cambio de instituciones para que vuelva la edad de oro a su mundo y el falso místico de aura malsana son irrealistas porque no tienen vínculos vitales con la naturaleza, con el hombre o con Dios, y sustituyen la verdad objetiva por sus sueños.

Escuchemos por ejemplo al hombre de la calle. Este hombre tiene opiniones y sentimientos sobre la mayoría de las cuestiones sociales e internacionales. Adora a una nación y detesta a otra; ve a un hombre de Estado como un salvador y a otro como un villano, y así sucesivamente. ¿Cuál es la garantía objetiva, el «pago en oro», como diría Gabriel Marcel, de estas declaraciones apasionadas? Si preguntamos a este hombre en qué experiencia personal basa sus afirmaciones, su vergonzosa respuesta terminará con esta confesión: «Yo no sé nada personalmente, pero se dice que, se piensa que...». El uso del «se», esa abstracción por excelencia, marca la cima del irrealismo. Los vínculos orgánicos que condicionan el realismo son siempre vínculos que unen a personas concretas con objetos concretos. La abstracción, como instrumento necesario de la ciencia y la acción humanas, debe partir de lo concreto y conducir a lo concreto. Pero allí donde la abstracción es abandonada a su suerte, por la primacía del cerebro (intelectualismo) o del corazón (subjetivismo), da lugar al irrealismo.

«La multiplicación de los solitarios»

La abstracción también significa separación. El cautivo de la abstracción pura es un hombre aislado del mundo, un extraño al orden de las cosas —un hombre a la vez cerrado y aislado— y no es por casualidad que asistimos hoy al trágico fenómeno del que hablaba Paul Valéry: «La multiplicación de los solitarios».

Aquí hay una objeción. El aislamiento de los individuos, decimos, es uno de los principales defectos de nuestra época. Pero ¿alguna vez han sido las personas más dependientes unas de otras? ¿No es nuestra época la era de las multitudes? ¿Acaso los formidables «movimientos de masas» que agitan a las naciones no revelan una profunda unanimidad social? Creemos, por el contrario, que la escala y la velocidad de los «movimientos de masas» son siempre testimonio de una falta de unidad orgánica. Las hojas muertas no tienen nada que ver unas con otras: sin embargo, todas vuelan juntas al menor capricho del aire. Y no hay mayor «movimiento de masas» que una tormenta de arena en el desierto.

Además, la expresión «movimiento de masas» es formidable en sí misma; tomada de la física, implica la dependencia absoluta de los movimientos exteriores y la ausencia total de impulso creador que son característicos de la materia inanimada. El proceso de «degradación de lo vivo en mecánico», denunciado por Bergson, entra aquí en pleno juego, y la escala material de estos «movimientos de masas» es inversamente proporcional a su contenido vital. Los movimientos sociales que surgen y se propagan en el seno de agrupaciones humanas verdaderamente orgánicas son infinitamente más lentos y mesurados: las hojas vivas crecen más lentamente que las muertas.

Pero ¿a qué viene este aislamiento dentro de las mayores concentraciones sociales y las más formidables corrientes de opinión que ha conocido la historia? Paradójicamente, la sociabilidad profunda disminuye a medida que aumenta la idolatría de lo «social» en nuestro mundo.

Expliquémonos: en el pasado, los pueblos se unían bajo la presión de necesidades o de ideales que, bien desde abajo (lazos de tierra y de sangre), bien desde arriba (lazos religiosos), iban mucho más allá de lo humano y de lo social propiamente dicho. Hoy, por el contrario, a causa de cierto encogimiento interior agravado por el orgullo, las personas tienden cada vez más a apartarse de la influencia de las realidades cósmicas (que ven como mera materia que esclavizar y explotar) y de la influencia de las realidades sobrenaturales (donde solo ven quimeras y supersticiones que eliminar) para moverse y adornarse en el plano único de la realidad social. El hombre ya no cree ni espera en nada que no sea el hombre. ¿Cuántos hombres, incapaces de mirar a la naturaleza o de volverse hacia Dios, solo pueden vivir codeándose constantemente con sus semejantes? Pensemos también en la hipertrofia de las pasiones políticas —que para muchos se han convertido en un sustituto de la fe y de los ideales— y en la insensata esperanza en una ciudad futura en la que el perfecto juego de las instituciones compensaría ventajosamente la armonía vital y espiritual que se ha perdido. Las recientes pretensiones de la sociología de haber absorbido toda la filosofía son, en el plano especulativo, la transposición normal de este estado de ánimo.

Los vínculos recíprocos presuponen vínculos comunes, y la unidad entre los hombres exige que participen juntos en realidades extrahumanas. Amontonados en la estrecha plataforma de lo social, separados por igual de los mundos cósmicos y del mundo divino, los individuos ya no gozan de esa riqueza interior y de esa flexibilidad que son a la vez las condiciones primordiales de los intercambios auténticos entre ellos y los efectos felices de su convergencia hacia las realidades centrales. Confinados a un nivel superficial y cautivos de los mismos intereses vulgares e inmediatos (en particular, de la persecución del dinero, que es el gran instrumento del triunfo puramente social), todos semejantes e indiferentes entre sí, se amontonan sin unirse nunca, y solo evitan el aplastamiento anárquico mediante coacciones legales exteriores a su naturaleza. De ahí esta paradoja: ya no hay sociedad cuando el hombre, ajeno a sus fuentes terrestres y celestes, se convierte en un animal casi exclusivamente social. También en este caso, el primer efecto de la idolatría es la ruina de la cosa idolatrada.

Esto explica el desarrollo paralelo de la concentración social y la soledad individual. La promiscuidad es el sucedáneo de la comunión. Miserable compensación, en cualquier caso: al igual que dos órganos distantes, pero conectados por una arteria, están más presentes entre sí que dos granos de arena tocándose, así, en una sociedad orgánica, los seres más distintos y distantes pueden tener una relación viva entre sí, bastante imposible para los habitantes de las ciudades que, sin embargo, se amontonan en los mismos lugares.

Nuestros pensamientos y sentimientos se ven aún más amenazados por el irrealismo cuando se refieren a objetos más elevados

El contacto con las realidades invisibles es más frágil e incierto que con las cosas materiales. Esto se debe, en primer lugar, a la debilidad natural de la mente humana (infimus in ordine spiritualitatis, decía santo Tomás), y, en segundo lugar, a todas las posibilidades de ilusión y fraude que abre el mundo de la vida interior y de los valores espirituales. Un mal trabajador manual se convencerá rápidamente de su incapacidad por los malos resultados de su trabajo; en cambio, el filósofo más mediocre nunca recibirá advertencias tan seguras y precisas. Por eso el irrealismo, casi inexistente entre los trabajadores manuales, amenaza más o menos a todos los hombres que hacen profesión de pensar.

Peor aún: estos valores espirituales, que por su naturaleza inmaterial y por tanto incontrolable se prestan tan fácilmente a la ilusión y a la mentira, se convierten a menudo en máscaras destinadas a ocultar y compensar una inferioridad en el ámbito de las cosas materiales. Los ideales políticos, morales o religiosos de algunas personas son tan irreales que su fuerza motriz inconsciente es precisamente el deseo de escapar, o incluso de vengarse de la realidad. Desde la amarga castidad de la solterona hasta el ardor revolucionario del «fracasado» incapaz de encajar en un orden social, ¡cuántas virtudes e ideales sirven de pretexto a los hombres para mancillar o desacreditar, en nombre de una realidad superior, una realidad más humilde a la que, como la zorra bajo la parra, no tienen acceso!

En el punto extremo del irrealismo, es decir, del agotamiento de la personalidad viva, tenemos seres que, incapaces de elegir y de asimilar realmente nada, se convierten en juguetes para las influencias externas: incapaces de vivir nada, lo mimetizan todo. Y cualesquiera que sean las contradicciones de sus opiniones y comportamientos, no son «mentirosos» ni «hipócritas» en el sentido moral de la palabra: si no dicen lo que piensan no es por hipocresía, no es porque piensen otra cosa o lo contrario de lo que dicen, es porque, en el sentido en que pensar implica adhesión y compromiso personal, realmente no piensan. El camaleón es gris mientras camina sobre la arena, pero adquiere un tono verde si pasa bajo un árbol; y no puede decirse que es más o menos sincero de gris que de verde. Del mismo modo, innumerables personas se adaptan inocentemente a la estructura y los matices del entorno en el que evolucionan.

La falta de autenticidad de las personas poco realistas puede reconocerse por algunos signos

En primer lugar, el carácter plano y abotargado de la expresión. No hay originalidad, ni frescura, ni magnetismo de vida: bajo la hinchazón, se adivina el vacío. Ante este despliegue de opiniones sin matiz y de pasiones sin calor, uno se siente avergonzado, abrumado por una impresión de que la persona «suena hueca» y monótona. Esto se debe a que, desprovistos de toda profundidad humana o espontaneidad creativa, estos individuos se comportan como aparatos de grabación cuando se trata de corrientes de opinión y modas: ya se trate de la última profecía escuchada, de la última ocurrencia política o de la última alharaca colectiva, estas cosas se propagan de unos a otros como un simple temblor sonoro en el espacio.

Otro signo es el extremismo. Porque abraza y domina la tensión entre fuerzas opuestas, son propias del espíritu realista la armonía y la templanza. Pero el irrealista —extraño por definición a las cosas de la vida— ignora las leyes de la corporeidad y la posibilidad: sus «ideas», que no somete al escrutinio de la experiencia, pueden estirarse impunemente hasta el absoluto. Lleva los principios de los que parte hasta sus consecuencias más absurdas; por ejemplo, será un conservador esclerótico o un revolucionario desenfrenado, un amante idólatra o un misógino impenitente, etcétera.

La versatilidad1 es también un síntoma de irrealismo. El extremismo, por el hecho mismo de que escapa a las leyes de la vida, suele ir acompañado de inestabilidad. Una persona sin vínculo con la armonía universal pasa con increíble facilidad de un extremo a otro. Es demasiado simple explicar ciertos retrocesos intelectuales o emocionales, o ciertas conversiones sospechosas, únicamente por la bajeza o el interés propio: a estos motivos se añade a menudo la mímica no calculada de un hombre desprovisto de estabilidad interior. En los últimos años, por ejemplo, ¿cuántos franceses han cambiado sus convicciones según soplase el viento, sin que sus intereses personales entraran en juego? En resumen, las ideas y las pasiones «irreales» tienen los dos grandes estigmas que siguen siempre a la ruptura de los lazos vitales: son tan descoloridas como las hojas muertas, y tan móviles como ellas.

Pero es cierto que la versatilidad no siempre va de la mano del irrealismo. Un intelectual seco o un doctrinario fanático no son inestables: congelados en sus principios, suelen permanecer fieles a ellos hasta la muerte. Según la estructura de su carácter, la persona irreal puede ser ligera y móvil como una hoja muerta, o inmóvil y pesada como una piedra. La vida es ciertamente estable y una en su principio y en su fin, pero implica, en su constitución interna y en interés mismo de esta unidad, una renovación y un cambio continuos, una adaptación perpetua al entorno y a las circunstancias. La vida se caracteriza por el movimiento al servicio de la unidad2. El pensamiento irrealista, tanto si se inclina por la pura movilidad como por la inmovilidad, también está marcado por la muerte. Las opiniones políticas de un Saint-Just, por muy rígidas e inmutables que sean, no están más abiertas a la realidad que las de un político siempre dispuesto a «cambiar de chaqueta» si le conviene.

En cuanto al irrealismo de los «ideales» nacidos de la envidia y el resentimiento, puede reconocerse por la contradicción entre la actitud exterior y la conducta íntima. Hay que desconfiar de la idealista que sueña con la felicidad de toda la humanidad, pero no se preocupa por la de su familia y amigos, o de la mujer devota que predica la caridad, pero denigra alegremente a quienes la rodean.

La vulnerabilidad del yo es también un signo revelador de las virtudes basadas en el resentimiento. Si se inflige la más mínima humillación o contradicción a ciertos seres hipermorales o hipermísticos, los vemos reaccionar con una susceptibilidad y una amargura impropias de su aparente pureza y generosidad. No es casualidad que los escritores religiosos consideren el olvido de sí mismo como el mejor criterio de la auténtica virtud.

En todas las formas de irrealismo encontramos, pues, el subjetivismo, la inadaptación del sujeto al objeto o, dicho de otro modo, la falta de encarnación del espíritu.

Sin embargo, hay una fase en la vida humana en la que estas carencias son normales. La subjetividad es el sello distintivo de la juventud. En la edad de la gran ebullición intelectual y emocional, seguimos careciendo de un sentido de finalidad. Nos emborrachamos con nuestras propias ideas y sentimientos; «amabam amare», decía san Agustín. Las imágenes, las vibraciones y los sueños priman sobre la realidad. Además, no has tenido tiempo de poner a prueba tus ideas y deseos. El espíritu de la juventud es tanto más rápido cuanto que aún no sabe lo débil que es la carne.

Se trata de un fenómeno natural: el subjetivismo, la inexperiencia y la indeterminación están ligados a la inmadurez. El fermento intelectual y moral que se produce en el vacío de la pubertad es indicativo de una especie de muda interior, a través de la cual el yo se abre al mundo y adquiere por fin ese sentido del objeto que marca el paso a la madurez.

Cada una de nuestras facultades debe jugar en su propio nivel

El realismo implica no solo una adhesión vital de las facultades humanas a su objeto, sino también (y esta es otra exigencia esencial de la vida) un equilibrio armonioso entre esas facultades, debiendo jugar cada una en su propio plano, sin invasiones ni desórdenes. De este modo, cada miembro de un organismo cumple su función específica dentro del conjunto del que forma parte.

La hipertrofia y las invasiones ilegítimas de tal o cual facultad, ejercidas fuera de sus límites naturales, son siempre causa de irrealismo. De hecho, nada es más común que este desequilibrio: es irrealista, por ejemplo, el hombre «práctico» que permite que su sentido común se derrame en las áreas sutiles de la vida espiritual y que juzga a los héroes y a los santos según los criterios inferiores proporcionados por su prudencia demasiado carnal; son irrealistas, también, esos seres enamorados del ideal que no distinguen entre el cielo y la tierra; o esos científicos (un Edison, un Haeckel, un Freud, etcétera) que se creen filósofos; y esos poetas (un Hugo, un Guggenheim, etcétera) que se creen filósofos. Igualmente, esos poetas (Hugo, Lamartine) que, sin cambiar de inspiración ni de método, pasan de escribir sus poemas a postularse para dirigir la polis.

Una especie particularmente peligrosa es la de los idealistas puros que no dudan, en nombre del deber y del honor, en comprometerse (y sobre todo comprometer a los demás) en las aventuras más salvajes o en las empresas más desastrosas. Esta disyunción entre lo moral y lo ontológico, lo deseable y lo realizable, resulta de la propensión de toda mente incorpórea (es decir, debilitada y mutilada) a tomarse por un espíritu puro (es decir, la mente perfecta y todopoderosa de Dios)3. No basta con que un enfermo postrado en cama pueda y quiera caminar: también debe tener la fuerza para hacerlo. A menudo intentamos justificar a los utopistas invocando la «pureza de sus intenciones». Desconfiemos. No hay nada más vano y sospechoso que la pureza de las intenciones cuando, erigida en absoluto, no ordena una actividad fecunda, sino que, por el contrario, pretende sustituirla, o incluso disculpar una actividad mala. El Evangelio dice: «Paz a los hombres de buena voluntad». Pero también dice: «No todo el que me llama Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos». La sabiduría popular añade que «el infierno está empedrado de buenas intenciones».

Este argumento puede parecer estrechamente positivista. ¿No son precisamente los hombres más grandes quienes, impulsados por un ideal intransigente, rechazan y rompen los límites impuestos por la naturaleza y lo «posible» a su voluntad heroica? Muchos refranes que se han convertido en proverbiales alaban con razón este poder creador del impulso moral. «Querer es poder», «La fe mueve montañas», «Nada es imposible para un corazón valiente», «“Imposible” no existe en francés», etcétera.

Hay dos respuestas a esta objeción. En primer lugar, señalaremos que la audacia moral, en los mejores, se basa generalmente en sólidas reservas físicas (en el sentido muy amplio que Aristóteles da a esta palabra): los héroes y los santos no son paralíticos con puros deseos, son hombres en los que el ideal moral o religioso se encarna ampliando lo posible hasta un punto desconocido para el hombre ordinario. Señalaremos entonces que la incomodidad dentro de los límites de la naturaleza y del sentido común puede provenir de dos causas muy diferentes: o del heroísmo real de las grandes almas comprimidas dentro de estos límites, o de la compensación imaginaria y verbal de los impotentes incapaces de cumplirlos. Tanto si el cuerpo se aprieta en una prenda demasiado estrecha como si flota y se encadena en una prenda demasiado grande, el malestar es igual. Es la eterna ley de la miseria y el orgullo que quienes no alcanzan la medida humana traten de emular a quienes la superan. Parecen impulsados por esos sueños fatídicos que Júpiter envía a quienes desea extraviar. Pero las «locuras» de los héroes y los santos están respaldadas por una energía y una virtud excepcionales, inspiradas por una sabiduría más realista que la prudencia inmediata y carnal. La «audacia» que dictó la declaración de guerra en 18704 solo tiene en común el nombre con el sentimiento que inspiró la gloriosa expedición de Juana de Arco.

Causas extrínsecas del irrealismo

Según el temperamento y la calidad de su alma, los hombres están más o menos predispuestos al irrealismo. Pero hay una serie de causas extrínsecas que, además del destino individual, provocan este tipo de anemia psicológica.

En primer lugar, la función social. Como hemos dicho antes, las profesiones relacionadas con asuntos de la mente ofrecen un terreno más fértil para el irrealismo que las ocupaciones manuales. La estructura de la sociedad moderna agrava este peligro. El sentido de la realidad, que, como todas las facultades intelectuales y las virtudes morales, necesita ser constantemente estimulado, se marchita en la mente de los hombres sobreprotegidos contra las vicisitudes de la vida y cuyos errores no se traducen, como en las ocupaciones elementales, en una brutal reacción contra las leyes naturales que se descuidan. Estos hombres se embriagan fácilmente con palabras rimbombantes y planes abstractos, y tanto más cuanto que la fuerza de las cosas, con la que nunca se han medido, nunca los ha contradicho. Como no tienen experiencia de la resistencia de la materia a encarnarse, no tienen ningún problema en desmontar y volver a montar el mundo a su antojo, es decir, en el plano de las ideas puras. Es asombroso constatar, por ejemplo, que dos mil años después del Evangelio, todavía hay gente que espera el nacimiento de una República universal en la que la injusticia y la guerra desaparezcan para siempre. Así pues, si la sangre de un Dios encarnado y la de millones de mártires no han conseguido cimentar la concordia entre los individuos y entre los pueblos, ellos concluyen que un poco de saliva bastaría para lograrlo.

En segundo lugar, una cierta comodidad material5 —una cierta facilidad para vivir— también contribuye a embotar el sentido de la realidad. Cuántas veces he oído lo que dicen los viejos campesinos u obreros para explicar el irrealismo de un burgués: «Es un hombre que no entiende las cosas: siempre lo ha tenido todo a mano». No sirve de nada tener siempre «todo a mano». Aquellos cuyos dedos ya no necesitan fuerza y destreza para asir un objeto pierden la capacidad de aprehender. El esfuerzo para superar las dificultades es necesario para desarrollar el sentido de la realidad. Es normal que quien lo tiene «todo a mano» no comprenda nada: no es casualidad que comprender sea también aprehender, esto es, asir.

Quizá nunca estemos tan cerca de ciertas realidades naturales como cuando nos vemos obligados a luchar contra ellas. El hombre está más ligado a su adversario que a su esclavo, y por eso la «esclavitud» de la naturaleza no está exenta de peligros. El campesino que lucha con la tierra para hacerla fructificar ama la tierra más que el urbanita que recorre los campos como un turista, saboreando de paso los frutos que otros han cultivado (por eso hay tanta dosis de utopía en la concepción que los urbanitas tienen de la vida en el campo). La dificultad, la lucha y el riesgo son también fuentes de vida: al esforzarnos demasiado por aflojar el abrazo para que no nos duela, suprimimos también el contacto que es fecundo.

Por último, la espantosa dispersión de la vida moderna es otra causa de irrealismo. ¿Cómo puede esperarse que una persona normal, cuya vida familiar y profesional corriente sería más que suficiente para absorber todas sus capacidades físicas, intelectuales y morales, reaccione de forma humana ante la inaudita multitud de informaciones y excitaciones que le trae cada día el torbellino de conversaciones ininterrumpidas, periódicos y ondas sonoras? Semejante masa de conocimientos y sentimientos inasimilables actúa sobre la mente humana como una apisonadora o un laminador: la transforma en una inmensa superficie donde las ideas y las pasiones se mueven en una ronda ligera y desordenada («Deslizaos, mortales, no os apoyéis en nada», era el consejo que oía de su abuela Jean-Paul Sartre). Donde nada puede echar verdaderas raíces en la memoria, nada puede dar verdaderos frutos en la voluntad. Tales movimientos de la mente o del corazón, generados artificialmente, no atan ni comprometen al individuo más que las imágenes y los deseos que pueblan nuestros sueños.

Toda vida real implica elecciones

Puesto que la causa del irrealismo se define como el aflojamiento de los vínculos vitales entre el sujeto y el objeto, se deduce que el remedio debe consistir ante todo en el estrechamiento de dichos vínculos. La cuestión puede considerarse tanto desde el punto de vista moral como social.

Un severo esfuerzo de concentración, y por tanto de recogimiento, es necesario para todo hombre que quiera salvar y desarrollar el realismo en su interior. No puede haber asimilación ni dominio de la realidad sin ascetismo. Practicar el ascetismo: esta expresión, tan anticuada y menospreciada, no significa otra cosa que desherbar, podar, acabar con la dispersión (con los parásitos). El suelo de nuestras almas no es infinito ni inagotablemente fértil: si dejamos que todo germine en él, no veremos florecer nada. Toda vida real implica elecciones, y toda elección implica una eliminación. Saber decir no es el principio de la sabiduría.

De este deber de ascesis se derivan dos principios prácticos que son los dos ejes morales del realismo. El primero consiste en cuidarse constantemente de no concebir opiniones y sentimientos más allá de lo que realmente sabemos y podemos hacer (Por desgracia, basta con entrar en un café a la hora del aperitivo y escuchar a la gente hablar sin parar sobre la marcha de los asuntos públicos o la fecha de la próxima guerra mundial para darse cuenta de que esta sabiduría no está precisamente extendida). Después de tantos excesos estériles de la imaginación y del verbo, es urgente que todos tomemos conciencia de la humilde plenitud de esta expresión: hacer todo lo que está en nuestra mano. Hay, en efecto, una pequeña zona de posibilidad para cada persona que depende de ella y solo de ella, un rincón del mundo donde nadie más puede ocupar su lugar y donde, si fracasa en su tarea, se perderá para siempre algo infinitamente precioso. Esta perseverancia en seguir el propio destino, en encarnar el propio ideal, pacientemente, poco a poco, como crece una planta o se forma un niño (desde el florecimiento de las semillas en la tierra hasta el nacimiento de Cristo en un establo, todo comienza en la abnegación y el silencio), es tanto más necesaria cuanto que vivimos en una época en la que los hombres, en palabras de Shakespeare, «se han hecho lenguas» y los más altos valores se bañan de verbalismo y mentira. Se ha establecido —no sin razón— en el pensamiento de multitud de hombres una ecuación degradante entre la llamada a la virtud y al deber y el «lavado de cerebro». Es hora de recordar que todavía hay personas que hacen lo que dicen y viven lo que piensan. Solo el ejemplo de esta encarnación cotidiana puede devolverles la atracción por los valores espirituales.

Pero no seamos ilusos: este esfuerzo individual y moral solo puede producir resultados esporádicos si no se ve alentado y alimentado por las exigencias del entorno. Es necesaria una cierta revisión de las condiciones de vida; la mejor semilla aborta si el clima es hostil. No esperemos el menor renacimiento de la sabiduría mientras se deje a la humanidad al juego de las fuerzas más alejadas de la realidad concreta y humana: el capitalismo y el estatismo.

La descongestión de las grandes concentraciones anónimas y su reagrupación en pequeñas comunidades de vida, el retorno generalizado de los hombres a las tareas básicas, ya sean artesanales o agrícolas, el renacimiento de una vida familiar, local y profesional estable en el espacio y en el tiempo, en la que se aúnen seguridad y riesgo (la verdadera seguridad descansa en la plena aceptación de la responsabilidad personal), todo ello es necesario para la encarnación del espíritu.

El realismo, como todas las virtudes, necesita imponerse a los hombres por las leyes de la conservación, del interés y del medio ambiente. Es bueno, porque la naturaleza humana es tan débil y pesada, que el deseo de felicidad nos lleva por los ásperos caminos cuesta arriba de la disciplina y el esfuerzo. Mientras tengamos la esperanza de encontrar un refugio abajo, no nos molestamos en subir. Solo la cruel experiencia puede enseñarnos que los caminos descendentes conducen a callejones sin salida. Las catástrofes que ahora asolan el mundo pueden tener el efecto positivo de devolvernos el sentido de las duras necesidades naturales que nos salvan a pesar de nosotros mismos. Los medicamentos que seducen y prolongan nuestras enfermedades ya no sirven para nada: hoy no podemos elegir más que entre la salud y la muerte.

Todo conocimiento y amor auténticos implican la participación del sujeto en la realidad del objeto

Transire in conditionem objecti, decían los escolásticos. Esta intuición del objeto falta totalmente en el idealista: su pensamiento no es más que un vano nominalismo y sus pasiones se reducen al culto de la emoción interior. Como decía Nietzsche, «amamos nuestras inclinaciones, no amamos aquello hacia lo que nos inclinamos».

El irrealismo es la consecuencia normal de la aberración por la que la mente humana, orgullosamente centrada en sí misma, se abstrae tanto de la naturaleza como de Dios. Aislada de este modo de lo tangible y de lo espiritual, cae inevitablemente en la única forma de pensamiento que puede ejercerse sin ningún contacto con el mundo vivo: el pensamiento cuantitativo y mecánico. La anemia de la mente separada se refleja internamente en la mecanización de los pensamientos y sentimientos que denunciábamos antes, y externamente en el auge de una civilización técnica que carece de contrapesos. Estos dos fenómenos están interrelacionados y se agravan mutuamente sin cesar; a medida que la mente se seca, tiende a no concebir más que las leyes abstractas de la materia que, al hipnotizarla, completan su degradación.

Porque este materialismo, nos apresuramos a añadir, no es el materialismo pagano que rinde culto a la materia viva, al lugar y matriz de las formas. Es el materialismo de la materia pura, abstracta, reducida a su única arista cuantitativa. No es casualidad que los dos grandes ídolos del materialismo moderno, la máquina y el dinero, sean producciones artificiales, entidades arrancadas de la pureza original de las cosas y de las que se ha retirado el calor de la vida6.

Facere veritatem: decir la verdad

El hombre moderno corre el peligro de no ser más que un cerebro que gira vacío entre el cielo y la tierra, gracias a un materialismo sin sangre y a un falso idealismo. Para evitar este riesgo, debemos volver a entrar en contacto con las dos grandes realidades con las que ningún artificio interfiere: la naturaleza, obra de Dios, y Dios mismo. Al realismo pagano, que nos vincula a la creación, hay que añadir el realismo cristiano, que nos une al Creador. La palabra religión no tiene otro sentido que ese; el hombre religioso está unido al universo espiritual por lazos tan directos y concretos como los que nos unen al mundo sensible.

El hombre solo se encarna por este doble movimiento que le lleva a la vez a inclinarse hacia la tierra y a elevarse hacia el cielo. La encarnación del espíritu es inseparable de la espiritualización de la carne. El realismo es tan indivisible como la realidad. El positivismo absoluto, que descuida las cosas del cielo, no es mejor que el idealismo escandaloso, que desprecia las cosas de la tierra. Y cualquier sabiduría que pretenda abarcar solo una parte de la realidad, tarde o temprano compromete a esa misma parte. El idealismo desencarnado traiciona el ideal, porque el ideal del hombre solo puede realizarse a través de la carne. El materialismo, por su parte, traiciona las realidades inferiores que cree conocer y a las que desea servir exclusivamente, pues las cosas sin alma se desvanecen como los sueños. El fracaso final, en sus respectivas líneas y campos, de los idealistas sin manos y de los realistas sin alas es una constante histórica.

Tanto si hablamos de la continuidad de las órdenes religiosas a lo largo de los siglos como del triunfo sobre la política de la dinastía de los Capetos, el éxito duradero siempre ha sido alcanzado por hombres que combinaron un profundo sentido práctico con altos ideales. Una sencilla expresión del Evangelio nos da la clave de esta necesaria relación entre el ideal y la realidad: Facere veritatem, «hacer la verdad». «Hacer la verdad» significa adherirse a ella, no solo con el pensamiento, sino con la acción, testimoniarla con todo el ser. Esta expresión que es propuesta disipa la diferencia, que renace siempre en un plano inferior, entre el homo faber y el homo sapiens.

2. Meditación y acción

En primer lugar, aclaremos el significado de las palabras. Meditar significa reflexionar enérgicamente sobre algo. En este sentido, la meditación es ya una acción, pero una acción en el interior del hombre. En cuanto a la palabra acción, en el vocabulario actual designa una intervención en el mundo exterior. Si decimos, por ejemplo, que un médico es un hombre muy activo, no queremos decir que medite poderosamente en el silencio de su despacho, sino que atiende a muchos pacientes.

La meditación y la acción no se oponen, sino que se correlacionan

Podemos meditar sin producir ninguna acción externa, pero lo contrario no es cierto: no podemos actuar sin meditar (excepto en los actos puramente reflejos). El homo faber es inconcebible sin el homo sapiens. Así pues, no hay oposición sino correlación entre meditación y acción. Y es esta ósmosis perpetua entre la vida interior y la exterior, entre el pensamiento y la mano, lo que ha conducido al progreso de la ciencia y la tecnología. Las matemáticas aplicadas tienen su origen en las matemáticas puras; la primera máquina de calcular nació de la meditación de Pascal sobre los números.

La meditación se refiere a la esencia de las cosas (o a su existencia como representación), mientras que la acción se refiere a su existencia concreta y a su materialidad. Marx, teórico de la acción, nos dice que el mundo nos es dado «para ser transformado y no para ser contemplado». Pero, para transformar, primero debemos saber qué estamos transformando, y después saber en qué dirección vamos a transformarlo. El carpintero, antes de empezar a hacer una mesa, ya tiene una idea precisa de cómo será esa mesa, y es esa idea, esa representación, la que le guía en su trabajo y le hace elegir sus materiales y herramientas. La acción pone en práctica los medios necesarios para alcanzar un objetivo que ya tiene en mente.

Si se quiere conseguir algo, en cualquier campo, incluso en el más elevado, hay que utilizar un método, es decir, una técnica, hay que utilizar ciertas «cuerdas»: hay una técnica para la pintura, por ejemplo, una técnica para la poesía e incluso, para el sacerdote, una técnica para el apostolado. Solo que, por supuesto, tiene que haber algo más que la técnica, las cuerdas no deben colgar solas. En algunos discursos académicos o religiosos, estas cuerdas se ven a la legua, ¡es pasmoso! En Estados Unidos, oí hablar de la «tecnología de la salvación». La tecnología está por todas partes. Hace nada le contaba a Gilbert Tournier una pequeña anécdota que me hizo mucha gracia: en cierta calle de Aviñón hay muchas jóvenes de «moral distraída». Aviñón es una ciudad pintoresca donde estas jóvenes hacen mucho alarde de sí mismas, de forma bastante inofensiva. Pues bien, hace veinte años paraban a los transeúntes y les decían: «Venga conmigo, seré amable con usted». El otro día me di cuenta de que habían cambiado de discurso. Ahora dicen: «Sabes, soy una especialista». Verdaderamente, hoy en día la tecnología se encuentra por todas partes.

Solo los animales, seres finalizados de una vez por todas cuyos instintos determinan su conducta, pueden permitirse el lujo de actuar sin pensar. Un pájaro que construye su nido recoge musgo y ramitas sin devanarse los sesos. Por eso Rousseau, el apóstol de la «buena naturaleza», decía que «el hombre que medita es un animal depravado». Pero también por eso los animales son incapaces de mostrar iniciativa y creatividad: todos los nidos de golondrina tienen el mismo aspecto desde el principio del mundo, mientras que la arquitectura de las casas construidas por los humanos evoluciona constantemente.

El hombre está «condenado al sentido»: modifica el mundo exterior según un proyecto, un valor, que nace de su meditación. Podríamos decir que entre la meditación y la acción existe la misma relación que entre el alma y el cuerpo, tal como la definió el filósofo alemán Ludwig Klages: «El alma es el sentido del cuerpo y el cuerpo es el signo del alma».

El equilibrio entre la meditación y la acción puede alterarse de dos maneras

La primera consiste en pensar por pensar, con todo lo que ello conlleva de facilidades e ilusiones, porque en el terreno de las ideas todo vale. Las cosas de la mente son extremadamente maleables, se puede hacer con ellas lo que se quiera, cualquier combinación es posible, y no hay ningún tipo de sanción, mientras que con la materia siempre existe el riesgo de caer en lo irreparable, en lo irreversible. Debemos ser tan rigurosos en la esfera intelectual como en la material. ¿Qué pasaría si un guardagujas manejara los trenes como ciertos intelectuales (o políticos) manejan las ideas? Y ¿quién fue el que dijo: «Dios perdona siempre, el hombre a veces, la naturaleza nunca»?

La segunda es actuar por actuar, sin un propósito, sin referencia a una idea o un ideal, con todo lo que ello conlleva en términos de agitación, trepidación, empobrecimiento interior y, en última instancia, embrutecimiento. Forma parte del ser humano que estemos siempre en un equilibrio inestable, siempre en peligro de caer, a veces hacia un lado, a veces hacia el otro. Cuando caminamos, a cada paso que damos percibimos el principio de una caída.

Los mundos antiguo y medieval tendían a la meditación, en detrimento de la acción. Los antiguos —con algunas excepciones, como Arquímedes— nunca pensaron en desarrollar las aplicaciones técnicas de las matemáticas puras. Resulta sorprendente comprobar hasta qué punto la mayoría de ellos despreciaba la tecnología. En sus Cartas a Lucilio, Séneca habla de tres inventos que acababan de producirse en la época: la calefacción central, la taquigrafía y el vidrio transparente. Son tres cosas importantes desde un punto de vista práctico. Pues bien, esto es lo que tiene que decir al respecto: «Todo esto no es obra de sapientia (sabiduría), sino de sagacitas (habilidad, madre de las técnicas, saber hacer), y lo que prueba la insignificancia de estas cosas es que fueron esclavos, como por casualidad, quienes las inventaron. La sabiduría apunta más alto».

El mundo moderno, en cambio, se inclina peligrosamente hacia la acción. Las prodigiosas transformaciones de la materia y de nuestras condiciones de vida, gracias al desarrollo de la tecnología, nos llevan a valorar las ciencias y a depreciar el conocimiento especulativo, que pasa a considerarse un estéril juego de la mente. «¿A qué conduce?», decimos despectivamente de los estudios puramente literarios o filosóficos. Si representamos las dos cosas de las que estamos hablando: una, la especulación, por el espejo (speculum es «espejo» en latín), y la otra, la acción, por el martillo, diríamos que hoy debemos tener especial cuidado de que el martillo no rompa el espejo, aunque solo sea porque, si se rompiera el espejo, la acción quedaría desfigurada.

El hombre del siglo xx es víctima de que se haya roto el equilibrio entre su poder sobre las cosas y su capacidad de vida interior. Sus actos están desorientados por la falta de meditación. Ya no tiene tiempo para pensar, dice, tiempo para leer, tiempo para dedicar una hora a algo remotamente esencial (conversación con un pariente, con un amigo, intercambio de cartas, etcétera): la existencia lo devora, la materia lo absorbe. Y eso que parecía que las máquinas se inventaron para liberarnos, para darnos más tiempo. Supongo que no sabemos utilizarlas. El progreso técnico, cuya función en principio es reducir nuestra esclavitud, en realidad nos esclaviza cada vez más. Hay algo que no está bien en todo esto. Lo que no está bien es que lo que realmente interesa a la gente no es tener tiempo, sino saber ahorrar cada vez más tiempo, y no ser libre, sino saber cómo liberarse cada vez más: en una palabra, no es el fin, sino el rendimiento de sus medios.

La aceleración de la historia

Daniel Halévy ha descrito nuestra época como la de «la aceleración de la historia». Y en verdad se producen en una década más cambios que en un siglo anteriormente. Todo lo que nos rodea cambia a un ritmo cada vez más rápido: las técnicas y sus productos son constantemente suplantados por nuevas técnicas y nuevos productos. El hombre de acción, si no quiere verse superado y eliminado, no solo debe saber adaptarse a un presente siempre cambiante, sino también prepararse constantemente para el futuro. Este estado de cosas ha dado lugar a una nueva ciencia: la prospectiva. No voy a repetir lo que mi amigo Gilbert Tournier ha dicho sobre la prospectiva. Pero cuanto más rápido avanzamos, más necesitamos anticiparnos, es decir, ver lo que aún no es visible. Ciertamente, si conduces una carreta de bueyes, no necesitas mirar muy lejos. Pero, si vas por la autopista, es mejor saber lo que ocurre y lo que puede ocurrir en la mayor distancia posible. Lo mismo ocurre hoy en día si diriges una empresa. El desarrollo de consultorías estratégicas, formadas por personas ajenas a la acción a corto plazo, es una respuesta a esta necesidad.