Mi paraíso eres tú - Arwen Grey - E-Book
SONDERANGEBOT

Mi paraíso eres tú E-Book

Arwen Grey

0,0
3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

A veces el paraíso solo lo puedes encontrar entre los brazos de la persona que amas. Un novio guapísimo que apenas se sabe su nombre… Un apartamento en un edificio histórico, en un barrio rodeado de ruinas… Un negocio que funciona de maravilla, que la tiene "un poco" esclavizada… ¿Una vida perfecta en la calle Paraíso? Lo último que le faltaba a Ariadna era el interés repentino que siente por ella el Lúgubre, el vecino más extraño de todo el edificio. ¡Lo que las croquetas y la electricidad han unido, que no lo separen ni las caseras maquinadoras, ni los novios perfectos, ni esas cosas mundanas que nos empeñamos en creer que nos hacen felices! - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 302

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2017 Macarena Sánchez Ferro

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mi paraíso eres tú, n.º 159 - junio 2017

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-9759-5

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

—Sííííí, ¡oh, sí, sigueeee!

—¿Quién es tu lobo feroz?

—¡Túúúúú! ¡Solo túúúú!

—Nenaaaaa…

—¡Churriiiiiiii!

Croquetas de jamón con un toque de nuez moscada, croquetas de pollo con un toquecito, muy sutil, de curry, patatas guisadas con un deje picante, pollo asado con hierbas provenzales, arroz con leche, un clásico que no fallaba nunca, café solo con un espolvoreo casi mágico de canela…

—¡Ah, ah, ahhhhhh, sigue que me voy a cor…!

Ariadna Rivas se tapó la cabeza con la almohada, tratando con todas sus fuerzas de dejar de escuchar lo que ocurría al otro lado del descansillo. Romeo y Julieta, como los llamaban los más románticos del vecindario, o Los Folladores, como los llamaban ella y su hermana en privado, le dedicaban cada noche sus noches de amor. Y a veces sus mañanas y sus siestas. Llevaban en Paraíso 13 alrededor de tres meses y juraría que no había dormido una sola noche desde entonces.

Al principio se lo había tomado con humor.

El amor, había pensado para sí. Ella también había vivido épocas fugaces en las que no había podido apartar las manos y otras partes de su anatomía de sus novietes. Hacía lo que parecían siglos de ello, y ahora se conformaba con mucho menos, pero lo había comprendido… la primera semana.

El primer mes se había hecho la encontradiza para lanzarles sutiles mensajes acerca de su insomnio y las posibles causas. Ellos se habían limitado a hablar de remedios caseros y a recomendarle dormir más, por su propia salud. El segundo y el tercer mes al menos había aprovechado para hacer cosas útiles, como inventar recetas nuevas para la empresa de catering que llevaba con su hermana. Tenía la sensación de que había inventado miles de recetas a esas alturas.

—Me apetece algo picante —murmuró para sí, apartando las sábanas a un lado y levantándose.

Al otro lado del descansillo, tras la inocente puerta blanca, todo parecía en silencio tras el explosivo orgasmo, pero no se fiaba, volverían a la carga en cuestión de minutos. Otras veces había confiado en su suerte y le había fallado. Ahora hacía cosas útiles con su tiempo de insomnio, como cocinar.

Mientras caminaba los escasos pasos que la separaban de la cocina, ordenó sus ideas. A veces eran inconcretas hasta que empezaba a trabajar. Estaba cansada y no le apetecía hacer nada elaborado. El deseo de algo picante la martirizaba, pero a la vez también la atraía que fuera algo dulce.

—Bombones de chocolate con cayena, entonces.

Como siempre que trabajaba con chocolate, se sintió feliz al observar cómo se fundía poco a poco, apartándolo del fuego para impedir que hirviera, arruinándolo. Cuando estuvo listo, añadió nata y mezcló con suavidad. Añadió un espolvoreo de cayena, apenas un toque invisible, que nadie notaría de entrada pero que dejaría un recuerdo cálido en las bocas de los que los probaran. Sabiendo que no todo el mundo tenía la misma resistencia ni adoraban el picante como ella, decidió usar muy poca cantidad.

Cuando vio que la mezcla tenía la textura adecuada, la introdujo en los moldes y los metió en la nevera para que se endureciera.

En la media hora que le llevó este proceso, no había pensado más que en chocolate, aromas y en que debía comprar más canela.

Por un instante, pensó que debería volver a la cama, pero al fondo se oía un nuevo coro de gemidos y sabía que no podría dormir. Miró la hora. Las dos y media pasadas. Siempre podía adelantar algo del trabajo del día siguiente, pero no le apetecía.

Se puso una chaqueta por encima del pijama, buscó el libro que tenía a medias, y abrió la nevera otra vez.

—Las croquetas son un clásico.

Las calentó un poco y salió de casa rumbo a la terraza.

 

 

Nada limpia mejor que Limpiex.

Limpies lo que limpies, usa Limpiex. Lo deja todo como los chorros del oro.

Mi abuela usa Limpiex, no te digo más.

Limpiex ha borrado hasta las huellas de sangre, nadie sabrá que yo maté a los vecinos del primero, esos que follan a grito pelado.

 

Ignacio dejó caer la cabeza contra la mesa de su escritorio y gimió de dolor al darse cuenta de que lo había hecho con demasiado ímpetu.

¿Dónde habían quedado los tiempos en que en esa casa se podía trabajar de noche con total tranquilidad, con el ruido de la mecedora de doña Adelaida como tranquilizador contrapunto?

Ahora ya no había paz, hasta los hijos de los Trapp empezaban a alterarse con las serenatas nocturnas, cuando hasta hacía bien poco les daban el toque de queda a las nueve de la noche y se retiraban sin rechistar, como buenos niños de colegio católico.

Desde que Romeo y Julieta habían llegado al edificio, que estuvieran a punto de echarlos de allí para construir una barriada de lujo y que para conseguirlo estuvieran utilizando los métodos más rastreros posibles había dejado de ser su único problema. Esa parejita les restregaba a todos los vecinos su felicidad, sus sonrisas, su placer. En cualquier momento del día o de la noche llegaba hasta su refugio, antes tranquilo, un gemido, una risa, un te quiero gritado con descaro…

O el olor de chocolate que lo desconcentraba, aunque de eso no tenían ellos la culpa. Y no sabía qué le molestaba más.

Bajó la tapa del portátil y se quitó los auriculares, que no conseguían amortiguar el ruido. Aquellos tabiques eran tan finos que ni todas las barreras sonoras del mundo podían evitar que se escuchara hasta el último suspiro de quien estuviera al otro lado de la pared.

Libre del repetitivo sonido de la música, escuchó el ruido del ascensor antiguo, que traqueteaba hacia arriba. ¿Quién podía ser a esa hora?

Sabía que Carmen, la vecina de enfrente, se había retirado hacía horas, sola, y lo sabía porque ella misma le había invitado a compartir su soledad. Por suerte, no se ofendía con sus negativas. A esas alturas, le invitaba por amabilidad o por costumbre. Si un día le dijera que sí, la pobre no sabría qué hacer, estaba convencido de ello.

Con un suspiro, agudizó el oído. El ascensor se detuvo en su planta, pero no escuchó la puerta de Carmen, en efecto.

Unos pasos amortiguados continuaron subiendo hacia arriba, y todavía más hacia arriba, sobrepasando el piso de doña Adelaida, la casera. La trampilla hacia la terraza se cerró con un golpe seco, seguido de una maldición. Era imposible sostener la vieja chapa para que no hiciera ruido, pesaba demasiado.

Sin saber por qué lo hacía, miró hacia arriba. Era ridículo, porque, aunque no lo separase un techo, el ático donde vivía doña Adelaida, la dueña del edificio, y el aislamiento, que por desgracia de tan poco servía a veces, tampoco podría ver quién estaba en la terraza.

De todas formas, lo sabía. Solo había una persona que subía allí por la noche aparte de él.

 

 

Hacía más fresco de lo que pensaba, aunque solo estaban a principios de septiembre.

Hacía solo una semana el calor había sido abrasador e incluso a esa hora había sudado allí arriba, tomando un gazpacho y picando crudités hasta las tantas, preparando listas de ingredientes para la nueva carta de otoño. Si lo pensaba, hasta tendría que darles las gracias a Los Folladores, porque nunca en su vida había sido tan productiva como desde que ellos no la dejaban dormir. Solo una optimista irredenta podía verle un lado positivo a su situación, y a ella se le estaba empezando a pasar la positividad por culpa del cansancio acumulado.

Se instaló en una de las sillas de forja, después de comprobar que el cojín no estaba húmedo, y dejó encima de la mesa la pequeña cesta que había llevado. En el último momento había metido, aparte de las croquetas, un tarro con sopa fría de tomate que estaba probando para sus menús diarios, un paquetito de picatostes caseros y algo de chocolate con canela que había encontrado al fondo de la cesta, recuerdo de alguna incursión similar.

Bien arrebujada en la chaqueta de lana, con un manjar ante ella, suspiró y contempló las vistas.

Si no se fijaba en las antenas, los tejados de los edificios demasiado altos, los carteles publicitarios, las luces demasiado brillantes y el ruido eterno, debía reconocer que vivía en el paraíso… y no solo porque su calle se llamara justo así. Con razón don Federico Ansola Tamayo, constructor, quería comprar ese edificio, una joya arquitectónica de principios del siglo XX venida a menos, para tirarlo abajo, dejando la fachada, y construir un hotel de lujo o un edificio de apartamentos para gente con más dinero que buen gusto.

Sin ser uno de los mejores barrios de la ciudad, el barrio de Las Letras Universales se había convertido en una de las zonas con futuro, como a ese tipo de gente le gustaba denominar a los barrios antes pobres y abandonados y que, con el tiempo, se habían convertido en zonas residenciales llenas de empleados de clase media que exigían servicios y encima los pagaban. En poco tiempo, su barrio había pasado de ser un lugar, si no marginal, al menos depauperado, a convertirse en lo que muchos llamaban una zona «con posibles». Como decía su hermana Diana, ya no se avergonzaba de ir a buscarla allí.

Se llevó una croqueta a la boca y mordió la masa crujiente con deleite, saboreando durante unos segundos eternos la deliciosa bechamel con un punto de nuez moscada, el jamón ibérico que les costaba un dineral, los trocitos de huevo cocido, y dejando que todo se mezclara y se deshiciera en su boca poco a poco.

—Buenas noches.

La voz inesperada hizo que se atragantara. Comenzó a toser, temiendo ahogarse. Se echó hacia delante, sintiendo que los ojos se le anegaban de lágrimas, sin saber si tragar la bechamel o escupirla.

A través de las lágrimas, vio una sombra oscura y melenuda acercándose y retrocedió, acurrucándose contra el respaldo. Quiso gritar, pero no pudo. Antes de que se diera cuenta, se vio envuelta en la maniobra menos romántica y una de las que más vidas había salvado en la historia.

 

 

La maniobra de Heimlich consiste en unos pocos pasos la mar de sencillos, se repetía Ignacio sin parar, mientras sostenía ese cuerpo cálido contra sí, aunque también se decía que sería mucho más sencilla si ella dejara de luchar contra él.

Con la espalda de Ariadna contra su pecho, cerró un puño y lo envolvió con la otra mano, buscando su abdomen, sintiendo sus uñas clavándose en sus brazos sin parar. Palpó hasta dar con el reborde de sus costillas y presionó con fuerza, una, dos veces, notando su resistencia, y sus talones golpeándole con fuerza las espinillas hasta hacerle apretar los dientes de dolor. De haber podido, se habría reído al pensar en lo bonito que parecía en teoría el hecho de salvar a una mujer.

¿Habría expulsado ya lo que fuera que estaba haciendo que se ahogara?

Para no tentar a la suerte, volvió a presionar con fuerza, ganándose con ello un buen codazo.

—¿Has terminado?

La voz de Ariadna había sonado ronca, pero al menos le hizo saber que no se iba a ahogar, al menos no esa noche. Aflojó el puño y colocó la mano plana sobre ella, aunque la apartó al instante al darse cuenta de que la tenía justo bajo sus pechos.

—¿Estás bien?

—Si quitamos que me has dado un susto de muerte y luego casi me partes por la mitad, sí, estoy bien, gracias.

Ignacio se apartó poco a poco y ella aprovechó para girarse y mirarle. Tenía el labio manchado con un poco de bechamel, pero no se atrevía a tocarla, por si acaso. Con el forcejeo, se le había abierto la chaqueta y mostraba una vista más que generosa de un pijama en el que varias frutas tropicales bailaban una danza inquietante. Parpadeó, porque la vista de una piña que miraba a una pera con una sonrisa libidinosa le produjo un efecto inquietante en la entrepierna. No era bueno pensar en esas cosas a esa hora. No cuando incluso allí arriba llegaba el coro de los gemidos de Romeo y Julieta. No cuando todavía recordaba el olor a chocolate de la vecina del 1º A cuando la tenía entre sus brazos. No cuando ella le miraba con cara de pocos amigos.

—Lo siento —fue lo único que pudo decir, sintiendo deseos de batirse en retirada cuanto antes. Su mirada era de todo menos acogedora y era tarde. No debería haber subido, tenía trabajo que hacer.

Empezó a caminar hacia la trampilla, tras levantar la mano a modo de despedida.

 

 

El Lúgubre la había rescatado de la muerte. O algo similar.

Bueno, no había estado a punto de morir, pero él no lo sabía. Pudo ver su cara de decepción cuando lo echó de su lado. El insomnio estaba haciendo estragos con su educación. Debería haberle dado las gracias. Que fuera un tipo inquietante, alto, pálido y poco hablador, con el pelo largo y barba de vagabundo, no quería decir que fuera mala persona. Si lo fuera, la habría dejado morir allí mismo y habría escondido su cadáver, y en cambio la había ayudado.

—¿Te apetece una croqueta?

Él se detuvo cuando estaba a punto de poner el primer pie en el peldaño de la escalera. Pareció dudar. Ariadna estaba segura de que se iba a negar, pero luego él volvió. Tenía pinta de no haber comido caliente en siglos, el pobre.

Con una sonrisa tierna, le preparó un plato y un vaso de sopa fría. Siempre llevaba utensilios de más, porque en ese edificio nunca se sabía con qué se podía encontrar una en un descansillo.

Capítulo 2

 

—Hace buena noche.

La tomó por sorpresa que él hablara. Llevaba casi media hora comiendo en silencio, lenta, metódicamente. Era de los que partía la comida en trocitos pequeños, como analizándola, buscando una trampa en cada bocado, antes de llevárselos a la boca. Y después masticaba, también despacio. Y lo hacía con una calma pasmosa, convirtiendo el proceso en un ritual eterno y fascinante.

Había renunciado a un mínimo de charla educada cuando él había abierto la boca al fin. Aunque para decir eso, se podría haber ahorrado el esfuerzo.

—Fresca —respondió Ariadna, más por educación que por otra cosa.

El Lúgubre la miró por entre sus largas guedejas oscuras, como si no se hubiera dado cuenta de que, de haber podido, se habría dado cuatro vueltas a la lana de la chaqueta. No temblaba de milagro. De hecho, ni siquiera sabía qué estaba haciendo allí. Desde luego, no sería por la agradable compañía.

No hubiera podido jurarlo, pero le pareció que algo similar a una sonrisa se había dibujado en sus labios, aunque ese gesto quedó oculto por la servilleta cuando él se la pasó por ellos para limpiar cualquier resto de comida.

—No me refería a la temperatura. Fíjate.

Ariadna miró a su alrededor, pero no vio nada fuera de lo corriente en la vieja terraza. Esa terraza había sido uno de los motivos para escoger su piso. Ese altillo, que cuando ella había llegado estaba abandonado, sucio y lleno de basura, y ahora era un paraíso. Un paraíso en la calle Paraíso. En una esquina, a resguardo del sol abrasador del verano, estaba su pequeño invernadero con las aromáticas que usaba para cocinar, además de un pequeño huerto que, si bien no le daba para comer todo el año, le hacía buen servicio en las temporadas de primavera y verano. Junto a la trampilla, alguien había instalado una mesa con varias sillas que todos los vecinos usaban sin pudor. En un rincón había una caseta siempre cerrada que guardaba algún tesoro. Nadie sabía quién la había construido, pero tampoco se atrevían a tocarla, por si acaso. Tumbonas para tomar el sol, una barbacoa, una piscina hinchable en verano… cualquier cosa que se pudiera imaginar y todo bueno. Esa era su terraza paradisíaca.

Y ahora estaba allí con el Lúgubre, que señalaba hacia… ¿la caseta del tesoro?

Por un instante se le pasaron por la cabeza un cúmulo de ideas alocadas, como que su hermana y ella no le habían puesto ese apodo por nada. Un tipo joven y no horrible del todo, encerrado en casa todo el día, dedicándose a saber qué… Y ahora estaban a solas ahí arriba, en mitad de la solitaria y oscura noche, con cubiertos a mano.

—Es tarde y mañana tengo que madrugar.

La mano del Lúgubre cayó contra su costado con un ruido sordo.

—Sí, es tarde. Estaba todo delicioso, gracias.

Sin saber cómo había pasado, Ariadna se encontró con una mano grande y delgada tendida ante el rostro. ¿Pretendía que se la estrechara?

Sonrojada, se levantó y le tendió la suya también, sin saber muy bien qué hacer. Ese hombre era extraño y formal. Con un simple «gracias» habría bastado. O con un beso. No… un beso no. Mejor un simple gracias. Mientras sentía que sus mejillas enrojecían más y más, lo contempló desde el otro lado de la mesita de camping, preguntándose cómo sería con un buen corte de pelo, sin esa barba demasiado larga, y vestido de un modo decente. Seguro que Didi le daría un pase, aunque no era su tipo para nada. Al menos tenía una voz bonita, grave y dulce como el chocolate caliente con canela, y olía bien.

 

 

¿Por qué le miraba así?

No debería haberle tendido la mano, estaba claro. Ella no era uno de sus clientes. Un «gracias» hubiera bastado. O un beso. No, un beso no. Un simple gracias habría estado bien.

Se le daban fatal aquellas cosas tan… sociales.

Debería haberse quedado en su apartamento, escuchando la sesión amorosa. ¿Qué había ganado al subir a la terraza? Probar las mejores croquetas de su vida mientras trataba de evitar la mirada lujuriosa de esa piña que, casualmente, caía a la altura del pecho de su vecina.

Todo aquello no le iba a hacer ningún bien a su ya escaso poder de concentración.

Tenía una campaña a medio acabar, un plazo corto y ninguna idea buena, y su cabeza se empeñaba en buscar distracciones.

Y ella seguía mirándole, con la mano extendida.

Al final se la tomó, pero tuvo que apartarla de golpe, con un gesto dolorido. Nada más rozar su piel, una chispa, o más bien una descarga dolorosa, lo traspasó, haciéndole recular, sorprendido.

—Mecagüentup… —la escuchó gritar mientras se llevaba los dedos a los labios, sacudiéndolos—. ¡Eres eléctrico!

Ignacio miró sus dedos, como si esperase ver salir chispas brillantes de ellos, aunque lo único que sentía era un leve adormecimiento. No recordaba haber sentido nada cuando la había tocado la primera vez, aparte del leve desconcierto por su aroma. Aunque, si lo pensaba bien, durante la maniobra de Heimlich no había habido ningún tipo de contacto piel con piel.

Enarcó una ceja y la miró. Ariadna todavía se miraba la mano mientras refunfuñaba cosas nada amables acerca de él.

No supo si lo vio venir de refilón o si lo delató su sonrisa calculadora, pero ella reculó dos metros de un solo salto al verlo acercarse.

—Ni se te ocurra tocarme otra vez, Lúgubre. Si vuelves a rozarme siquiera llamaré a la policía, al CSI, a quien sea. Eres peligroso.

Ignacio siguió caminando hacia ella, a la vez que Ariadna retrocedía más y más, hasta que no hubo hacia donde huir. Su espalda chocó contra la chimenea y se detuvo. Sin arredrarse, le levantó una mano y la colocó contra su pecho. Sorprendida, miró la mano, pálida contra el algodón de su camiseta. Comenzó a sonreír, aliviada, al ver que no ocurría nada. Y entonces él colocó la suya sobre la de ella, apretándola contra su propio pecho.

La sensación no fue tan fuerte en esta ocasión, pero a la vez el efecto fue más devastador. Despacio, el calor se expandió desde los puntos en que se rozaban, subiendo por sus brazos, en espirales, por sus pechos, bajando, bajando. Arremolinándose en sus estómagos, y descendiendo todavía más…

—Voy a matarte si no me sueltas. —La voz de Ariadna sonó grave y entrecortada. Los dos sabían que ella podía soltarse en cualquier momento si quería. Pero tal vez no podía.

—Ojalá pudiera —respondió Ignacio, intentando separarse, sin éxito. Aquello no tenía ningún sentido. ¿Qué diablos tenían aquellas croquetas?

Los dedos de Ariadna se convirtieron en garras sobre su pecho y le clavó sus uñas, dejando marcas en su camiseta de algodón. Ignacio movió apenas la mano para entrelazar sus dedos con los de ella.

Con las piernas temblorosas, ella cayó hacia adelante. Ignacio la sostuvo contra sí unos instantes, con la respiración agitada, inspirando su olor a bocanadas, sintiendo la cara de Ariadna enterrada contra su pecho. Levantó una mano para levantarle la barbilla, mirarla a los ojos y tal vez algo más. Al hacerlo, ella pareció ser consciente de dónde estaba… y con quién.

Tras una mirada de desconcierto, la vio escapar con pasos poco firmes, entre asustada y sorprendida, evitando a toda costa mirar hacia atrás, olvidando su cesta y todo su contenido. Justo junto a la trampilla, se giró hacia él, pero no dijo nada, como si temiera hablarle siquiera.

Ignacio la hubiera seguido, de haber podido. Por lo pronto, no podía ni hablar ni andar. Por no hablar de cierta parte de su anatomía, que había resucitado después de bastante tiempo dormida.

Con una ceja enarcada, levantó una mano y se la miró con aire crítico. La flexionó un par de veces, como buscando un mecanismo oculto en ella.

—¿Qué diablos ha pasado? —se preguntó.

 

 

Ariadna se miraba la mano, o al menos el lugar donde estaría si pudiera ver algo en la profunda oscuridad de su dormitorio.

Hacía al menos una hora que había bajado de la terraza y era incapaz de dormir, y ya no podía echarles la culpa a sus amorosos vecinos de enfrente, que en algún momento durante su ausencia se habían saciado o muerto de agotamiento.

A los pocos minutos de meterse en la cama se había dado cuenta, con una maldición, de que se había dejado arriba todo lo que había llevado, pero se dijo que no iba a arriesgarse a que el Lúgubre estuviera todavía allí, acechándola, y esperando para volver a… hacerle eso… lo que fuera.

Como toda persona romántica, e incluso no romántica, había escuchado hablar de ese tipo de sensaciones, la famosa electricidad al tocar a la persona «elegida». Pero nunca se había imaginado que fuera así. Para empezar, no era agradable ni de lejos. Dolía. Y era desagradable. Y daba miedo. Y desde luego no quería que le pasara con un vecino raro con el que apenas tenía trato, por lo que no podía ser su «elegido».

Por no hablar de que ella tenía novio… más o menos.

Al instante, bajó la mano, que cayó sobre la cama con un golpe seco y sonoro.

Decididamente, si se ponía a pensar en Agustín a esas horas, podía descartar dormir esa noche.

Se giró sobre sí misma, suspirando. Agustín era tan mono. Incluso podía perdonarle su impuntualidad y que no fuera el chico perfecto que ella siempre había esperado, o la ridícula sensación que tenía a veces de que solo la buscaba porque tenía hambre y le gustaba cómo cocinaba e ir allí le salía gratis.

La cara de placer al probar su comida, aunque fuera un placer silencioso, del Lúgubre se cruzó por su mente. Por algún motivo, sus ideas la estaban traicionando, y no lo comprendía. Cierto que Agustín y ella no tenían nada en firme, y que solo salían de vez en cuando, pero no podía estar bien ir alimentando a otros por ahí a sus espaldas.

Se le escapó una risa ante lo absurdo de lo que estaba pensando. ¿Alimentar a otros a sus espaldas? Ella se dedicaba justo a eso.

Trató de mantener a raya sus pensamientos y cerró los ojos. En el silencio de la noche, los ruidos en el edificio a veces le ponían los pelos de punta. Casi prefería los de la parejita, que denotaban que había alguien vivo por ahí.

¿No había escuchado unos pasos justo ante su puerta? ¿Un tintineo?

Se sentó otra vez, llevándose una mano a la boca, aunque apartándola al instante al recordar a quién había estado tocando no hacía tanto tiempo, como si llevársela a los labios supusiera besarla.

Sí, no podía negarse que eso que se escuchaba eran unos pasos en la escalera.

Se levantó y caminó todo lo despacio que pudo hacia la puerta, intentando no asustar al ladrón que, seguro, trataba de entrar a llevarse lo más preciado que poseía: su recetario.

La mirilla al chirriar acabó con todo posible sigilo. De todas formas, no había nadie allí. El ladrón seguramente había visto que no había nadie con dinero en aquella propiedad, más bien al contrario.

Así y todo, y solo por si acaso, abrió la puerta, y estuvo a punto de tropezar con la cesta que había subido a la terraza.

El Lúgubre había colocado todo en ella, bien limpio y ordenado, y la había dejado allí. Encima, había colocado una nota que decía, con letra grande y limpia:

 

ESTOY DESEANDO REPETIR. LA PRÓXIMA VEZ TE ENSEÑARÉ ALGO. IGNACIO. 3ºA.

 

Igual había sonado demasiado a pedirle una cita.

El eslogan de Limpiex, tan abandonado como antes, parecía mirarle con aire de reproche desde la pantalla fría y brillante del ordenador, pero Ignacio lo ignoró. Tenía práctica en ello, llevaba horas haciéndolo.

—No tendría nada de malo —dijo para sí, volviendo a tomar el lápiz, fingiendo que iba a tratar de trabajar, aunque lo que de verdad iba a hacer era comenzar a golpear con él en la mesa de trabajo, de modo obsesivo, como cada vez que pensaba.

No tendría nada de malo… si ella no hubiera escapado de él como si tuviera la peste, o algo peor, ante la mera idea de que la tocara.

No podía culparla por ello. Él también se había asustado. Aquella… sensación… lo que fuera, distaba de ser tan agradable como la contaban. Le recordaba a cuando su madre le había advertido que no metiera los dedos en el enchufe y él había tenido que comprobar por sí mismo que aquello dolía. De acuerdo que luego había mejorado. De hecho, había mejorado mucho. Recordó, enrojeciendo, la erección que había sufrido (sufrido era la palabra, ya que había tenido que darse una ducha fría tan prolongada que había amenazado con causarle una hipotermia para que se le bajara el calentón) justo antes de que ella escapara.

Se rascó la barba y se levantó. Tenía suerte de que el piso de abajo estuviera desocupado, porque así no tenía que preocuparse del ruido que hacía. Le gustaba pasear por la noche. Y soltar algún paso de baile de vez en cuando. En movimiento siempre pensaba mejor.

—Bien. —Sus pies comenzaron a moverse por sí mismos, marcando tacones y puntas, en unos pasos de claqué improvisados—. Limpiex. Céntrate. —Tacón, punta, tacón, scrape, step, tacón—. Limpiex… croquetas.

Sus zapatos, aunque no emitían los sonidos metálicos que debían emitir, parecieron chirriar en su cabeza. Se estaba perdiendo. No debería estar pensando en Ariadna, ni en sus deliciosas croquetas ni en lo increíble que debía de ser besarla, si solo tocarla era así.

Dio un par de pasos más, insonoros, y volvió a sentarse en la silla.

Tendría que comprobarlo. Nunca había sido uno de esos tipos que se quedaba con la duda de algo y luego se atormentaba pensado en lo que podría haber sido.

Con las ideas más claras, retomó el trabajo y realizó un par de esbozos hasta que ya no pudo mantener los ojos abiertos.

Capítulo 3

 

—Parece que has pasado una buena noche.

La ironía de Didi al verla le dio deseos de lanzarle la olla entera de agua hirviendo que llevaba en las manos, pero se conformó con mirarla con cara de pocos amigos.

—Deja de hacerte la graciosa y ayúdame —dijo Ariadna con voz ahogada—, esto pesa una tonelada.

Diana dejó todo lo que llevaba en las manos y corrió a ayudarla. Entre las dos, depositaron la enorme olla en su fuego correspondiente. En ella hervían las raciones de pasta suficientes para los clientes que pasaran por allí durante la mañana, aparte de las raciones que servían en las empresas que las tenían contratadas, y a veces no llegaban.

—Podrías haber esperado a que llegara para abrir.

—Estaba despierta de todas formas, así voy adelantando trabajo —replicó Ariadna, pasando junto a su hermana y tachando cosas en su lista de tareas para ir poniendo otras en marcha.

A las nueve, ya había dejado listas las raciones de arroz, que luego prepararía de al menos tres formas distintas, y el agua ya estaba hirviendo para la pasta, que también cocinaban de varias maneras, dependiendo del día de la semana. Como era martes, tocaba a la boloñesa, al pesto y a la putanesca. Además, habría un par de tipos de carne, de pescado, sopa y un guiso, porque les gustaba tener menús equilibrados que incluyeran alimentos que cualquiera podría comer en su casa. Por eso y por sus buenos precios comenzaban a ser conocidas en el barrio y en la zona. Había incluso un par de empresas que les encargaban los menús de todos sus empleados, con lo que cubrían al menos los gastos mínimos diarios con los que mantenerse.

Aparte de lo básico, si había algo en lo que a Ariadna le gustara improvisar era en los entrantes y en los postres. Su sueño siempre había sido dedicarse a los banquetes de alta sociedad. Sabía que entrar en esas empresas podía suponer hacerse un hueco en alguna fiesta privada de alguno de los jefes, si acaso le gustaba lo que le ofrecía. Era por ello que siempre les daba lo mejor por precios ajustados. Y ellos se lo agradecían con pequeños encargos, en los cumpleaños de sus hijos o alguna celebración privada, pero no era suficiente.

—Hoy han vuelto a llamar de esa agencia de publicidad. Piden un pastón por las cuñas en la radio y toda la campaña en Internet. Sigo sin ver claro el asunto.

Ariadna se secó las manos en el trapo que le colgaba del delantal y miró a su hermana. Cuando habían abierto la empresa, había quedado claro sin palabras que ella se encargaría del trabajo manual y Didi de las labores organizativas, que a ella se le daban fatal. Diana había acabado empresariales hacía varios años y había encadenado trabajos odiosos uno tras otro, sin acabar jamás de encontrar su sitio en el mundo. En un principio tampoco había visto bien el asunto de abrir una empresa dedicada a la comida, ya que ella, como había asegurado mil veces, lo único que sabía acerca de alimentación era si algo estaba bueno o no y si iba mejor con vino tinto o blanco. Para esos menesteres se fiaba de su hermana, que había heredado el gen magistral de su abuela Gregoria, que había nacido y muerto en una cocina, feliz entre sus pucheros, dejándole su recetario lleno de anotaciones.

Juntando los pocos ahorros de las dos, y con algo de ayuda de sus padres, habían alquilado un local viejo y desamparado, que habían arreglado juntas, amueblándolo con lo justo para poder poner en marcha el servicio de catering, dedicado por el momento a una zona pequeña y clientes sencillos, pero con miras a ampliarse en el futuro. Por suerte, tenían el suficiente ingenio y ganas para trabajar con lo básico.

Ahora, un par de años después, tenían una clientela más o menos fija que les permitiría ampliar el negocio… si supieran cómo.

—Podríamos hacerlo nosotras mismas —dijo Ariadna, volcando un paquete de cinco kilos de macarrones en el agua hirviendo, con cuidado de no salpicar para no tener una desgracia que lamentar.

Diana tomó una cuchara de madera enorme de su soporte y se la pasó, con una sonrisa irónica.

—Ya puedo imaginar el maravilloso anuncio en la radio, en horario de máxima audiencia: «Hola, somos Didi y Riri, de El menú de la abuela, si quieres una comidita rica, ¡¡llámanos!!».

Ariadna miró a su hermana con incredulidad, removiendo la pasta sin parar, para que no se pegara. Era una lástima que no pudiera arrearle con la cuchara, porque se lo merecía, sin duda.

—Si lo dices con ese tono, nos llamarán todos los salidos pensando que somos putas. Eso de «si quieres una comidita rica» suena fatal.

Diana apoyó los codos en la mesa de trabajo y tomó una rodaja de zanahoria de uno de los cuencos. Jugueteó con ella unos segundos, antes de metérsela en la boca para masticarla despacio.

—Últimamente ninguna idea te parece buena. Estás cansada y amargada. ¿Has llamado para ir a ver ese piso del que te hablé?

Ariadna dejó la cuchara de madera a un lado y pasó junto a su hermana para abrir la nevera. Mientras se hervía la pasta, bien podía ir preparando alguna salsa o el guiso… cualquier cosa con tal de no volver a hablar de ese tema.

—Ahora no tengo tiempo.

—Riri, nunca tienes tiempo. Esa casa te está matando.

Ariadna bufó y cerró la puerta de la nevera, con una caja de tomates maduros en las manos. Tenía que usarlos ese día o se estropearían sin remedio. Además, la boloñesa quedaría mejor si usaba tomates frescos y no de lata.

—No es la casa precisamente lo que me está matando. Son mis vecinos —añadió con ironía—. Pero ni aun con ellos abandonaría mi piso. Ese sitio es perfecto para mí, y mi invernadero está en su mejor momento. ¿Sabes lo que se siente al contemplar la ciudad desde la terraza? Justo ayer por la noche subí para…

Lo que iba a decir se cortó al recordar lo que había ocurrido en la terraza. Croquetas, sopa fría de tomate, el Lúgubre y sus manos eléctricas.

—¿Para qué?

La alarma que la avisaba de que la pasta estaba lista la libró de responder, al menos por el momento. Mientras la escurría y refrescaba para que quedara disponible para prepararla con las salsas deseadas, pensó en si debía comentarle algo a Didi acerca de lo que había ocurrido la noche anterior. En todo caso, tampoco había pasado nada importante, ni había nada que ocultar.

—Subí para probar una receta nueva, esa de la sopa, para ver qué tal está fría, y me encontré al Lúgubre allí. Me dio un susto de muerte —comentó con aire casual, dándole la espalda a su hermana. En ningún momento debía dar la imagen de que hubiera ocurrido nada más allá de lo normal. Todo había estado en su cabeza.

—¿Ese con pinta de vagabundo sexy?

Ariadna se giró con una ceja enarcada y emitió una risa similar a un quejido.

—¿Vagabundo sexy? ¿Esa es alguna nueva tendencia de moda?

Didi hizo un puchero y picó otro trozo de zanahoria.