Mini Filosofía - Jonny Thomson - E-Book

Mini Filosofía E-Book

Jonny Thomson

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Beschreibung

¿Por qué la gente disfruta viendo películas de terror? ¿Debemos creer en la existencia de Dios? ¿Por qué el placer es mejor que el dolor? ¿Y cuándo un pato no es un pato? Mini Filosofía es un fascinante viaje por lo que algunas de las mentes más brillantes de los últimos 2.500 años opinan respecto las grandes cuestiones de la vida, y sobre por qué aún son relevantes para nosotros hoy en día. Desde la estrategia de Sun Tzu para ganar en los juegos de mesa hasta las reflexiones de Freud sobre nuestra «pulsión de muerte»; pasando por las razones por las cuales De Beauvoir creía que el instinto maternal era un mito o por las que Schopenhauer probablemente no se divertía mucho en las fiestas, estas minimeditaciones ampliarán tu mente (y también la doblarán).

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MINI FILOSOFÍA

Un pequeño libro de grandes ideas

Jonny Thomson

Traducción de Vicente Campos González

Título original: Mini Philosophy, originalmente publicado en inglés por WILDFIRE an imprint of HEADLINE PUBLISHING GROUP en 2021

Primera edición en esta colección: febrero de 2022

Text and illustrations copyright © 2021 Jonny Thomson

© de la traducción, Vicente Campos González, 2022

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2022

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18927-25-6

Diseño de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

IntroducciónLA ÉTICAPlatón sobre la invisibilidadBentham sobre el cálculo moralAristóteles sobre el término medioKant sobre «¿Y si todo el mundo lo hiciera?»Rand sobre el egoísmoComte sobre el altruismoAbelardo sobre las mejores intencionesSinger sobre el favoritismoKant sobre cómo no tratar a los demásAquino sobre ir a la guerraSinger sobre el especismoZimbardo sobre convertirse en malvadoClifford sobre la ética de la creenciaLovelock sobre la madre naturalezaEL EXISTENCIALISMOSartre sobre la mala feEl existencialismo y el vacíoMontaigne sobre memento moriNietzsche sobre ser fuerteHeidegger sobre la mortalidadCamus sobre el absurdoSchopenhauer sobre el aburrimientoSartre sobre los otrosNietzsche sobre el eterno retornoKierkegaard sobre las esferas de la existenciaHegel sobre amos y esclavosCamus sobre la rebeliónDe Beauvoir sobre el feminismoFanon sobre el existencialismo negroLAS ARTESWabi-sabi sobre la belleza rotaAristóteles sobre desahogarseKant sobre lo bello y lo sublimeSchopenhauer sobre la músicaGoethe sobre la teoría de los coloresHarari sobre los mitos colectivosJung sobre el menú de selección de personajesEl Joker sobre el nihilismoNietzsche sobre Apolo y DionisoAdorno sobre la industria culturalThanos sobre el ecoterrorismoEstética japonesa sobre el espacio vacíoLA SOCIEDAD Y LAS RELACIONESPlatón sobre el amor verdaderoMontaigne sobre la pasión mal enfocadaDe Grouchy sobre padres cariñososMurdoch sobre ver lo mejor en los demásWeber sobre trabajar hasta tardeDu Bois sobre la doble concienciaWollstonecraft sobre la primera ola del feminismoMarx sobre la lucha de clasesConfucio sobre la pertenenciaHegel sobre el WeltgeistAppiah sobre el cosmopolitismoMacKinnon sobre las reglas injustasBurke sobre los modales que hacen al hombreArendt sobre la banalidad del malLA RELIGIÓN Y LA METAFÍSICAAl-Kindi sobre las primeras causasFreud sobre el Dios PadrePaley sobre el relojeroHume sobre el malDescartes sobre probar a Dios mediante la lógicaFeuerbach sobre Dios a imagen del hombrePascal sobre apostar por DiosMarx sobre drogar al puebloBerkeley sobre las cosas invisiblesHume sobre los milagrosSpinoza sobre cómo todos somos DiosBudismo zen sobre el kōanLA LITERATURA Y EL LENGUAJECampbell sobre todas las historias, siempreHuxley sobre el mundo felizBeckett sobre quedarse esperandoOrwell sobre el doblepensarKafka sobre la alienaciónProust sobre los recuerdos involuntariosLos románticos sobre la poesía de la naturalezaRadford sobre la ficciónAristóteles sobre la retóricaShelley sobre los científicos malvadosChomsky sobre el aprendizaje de lenguasDerrida sobre las palabrasWittgenstein sobre los juegos del lenguajeEstructuralismo sobre los binariosLA CIENCIA Y LA PSICOLOGÍABacon sobre el método científicoKuhn sobre los cambios de paradigmaHeidegger sobre qué nos hace la técnicaHeráclito sobre el yo cambianteLibet sobre observar cómo nos comportamosPopper sobre la pseudocienciaTuring sobre robots versus humanosAsimov sobre las leyes de la robóticaFermi sobre los alienígenasGodfrey-Smith sobre otras mentesFreud sobre la personalidadPiaget sobre la psicología del desarrolloTerapia de la Gestalt sobre no hacer nadaLA FILOSOFÍA COTIDIANAAristóteles sobre la amistadDe Beauvoir sobre la maternidadRousseau sobre la infanciaFoucault sobre la disciplinaEstoicismo sobre la perspectiva desde lejosFreud sobre la pulsión de muerteFrankl sobre dar sentido al sufrimientoEpicuro sobre el placerHusserl sobre la contemplación de los árbolesEstoicismo sobre la elección de nuestras reaccionesThoreau sobre caminarSun Tzu sobre ganar en los juegos de mesaHarvey sobre el insomnioEL CONOCIMIENTO Y LA MENTEDescartes sobre duendes naranjas voladoresLocke sobre estar dentro de su propia cabezaPlatón sobre ver la luzPirrón sobre la suspensión del juicioHume sobre cisnes negrosBuridán sobre asnos indecisosSócrates sobre cuestionarlo todoAristóteles sobre las leyes de la lógicaEubulides sobre montones de rocasDescartes sobre el cogitoHume sobre el haz del yoKant sobre crear el mundoChalmers sobre los pensamientos de los lápicesClark y Chalmers sobre la mente extendidaLA POLÍTICA Y LA ECONOMÍAHobbes sobre la creación de GobiernosMaquiavelo sobre cómo ser reyIbn Jaldún sobre el ascenso y la caída de los imperiosHerder sobre el nacionalismoTucídides sobre las guerras inevitablesMarx sobre la historia del mundoBurke sobre la sabiduría de nuestros antepasadosPaine sobre las revolucionesSmith sobre la mano invisibleTocqueville sobre la protección de la democraciaKant sobre la paz mundialGandhi sobre la no violenciaEngels sobre el mercado de las ideasFukuyama sobre el final de la historiaAgradecimientos

Introducción

La filosofía, a veces, está rodeada de un aura que aleja a los lectores. No tengo claro si se debe a que los filósofos utilizan con frecuencia palabras como «falaz» cuando un simple «falso» habría bastado, o a que, como quien no quiere la cosa, introducen una breve cita en griego antiguo cada dos frases. Pero no tiene por qué ser así, y esa es la razón por la que he escrito este libro.

La filosofía debería ser cercana, debería ser práctica, y debería ser legible y comprensible. Pero, sobre todo, debería ser divertida.

En Minifilosofía, explico ideas filosóficas de un modo que puede entenderse y que apela al lector. No puedo prometer que no utilizaré palabras largas, complicadas e inventadas, pero, cuando lo haga, procuraré que tengan sentido al final de la página. Este es un libro dirigido a cualquiera que haya oído nombres como Platón, Descartes o De Beauvoir, pero solo conozca vagamente cuáles eran sus ideas. Es un libro para personas que quieren saber qué significan en realidad el estructuralismo, la fenomenología o el existencialismo, sin tener que enfangarse en densos volúmenes filosóficos que le dejarán más confundido que antes de leerlos. Espero bajar la filosofía de su intimidante torre de marfil al salón de casa, la cafetería o el trayecto al trabajo.

En todos los sectores sociales y profesionales, cuando la gente se apasiona con un tema, es reacia a explicarlo con claridad. Hacer eso, en cierto sentido, quizá lo rebajaría o le restaría importancia. Pero en ocasiones lo único que nos hace falta es dar un primer paso o encontrar un punto de acceso. En ese sentido, este libro expondrá las ideas de los filósofos de un modo que, si todo sale según lo previsto, hará que usted quiera leer más. Es una hoja de ruta para recorrer la materia.

Creo firmemente que todo el mundo se plantea preguntas filosóficas y que cualquiera puede ser filósofo. Así que, para ponernos en marcha, bien podemos recurrir a una pequeña ayuda de algunas de las grandes mentes de la historia.

LA ÉTICA

En un día cualquiera usted toma un número ingente de decisiones «éticas». Cuanto hace que afecte a otro ser humano es, en cierto sentido, ético. En un extremo, se encuentra lo «correcto o incorrecto» de robar, matar, mentir, ayudar o cuidar. El otro extremo tiene que ver con su carácter personal. Abarca el valor, la lealtad, la honestidad, el amor y la virtud.

La ética trata de las buenas y las malas acciones, o de las buenas y las malas personas.

Platón sobre la invisibilidad

Usted va de paseo cuando se topa con una vieja bruja de dientes mellados. Ella le da un pequeño pero asombroso regalo: un anillo que tiene el poder de volverlo completamente invisible. Puede ir a cualquier parte o hacer lo que quiera. Nada ni nadie lo verá. La cuestión es: ¿qué hará usted con el anillo? ¿Cómo usará ese poder?

Este interrogante del «anillo de Giges» se planteó por primera vez en la obra más conocida de Platón, la República (escrita en el 375 a. C.), como un cuestionamiento de la idea del «ciudadano justo» de manera innata. En el libro, Platón hace que su anciano maestro, Sócrates, afirme que la justicia es algo más que lo que se le ocurra a la gente poderosa; tampoco cree que sea meramente egoísmo descarado ni que todo el mundo vaya a la suya. Sin embargo, el personaje de Glaucón es mucho más cínico, y su relato del anillo de Giges pretendía replicar las nociones idealistas y elevadas de Sócrates de lo que es una persona justa y honesta.

Glaucón suponía que cualquiera que se pusiera ese anillo lo utilizaría inmediatamente en su propio beneficio. La justicia, la moral, las leyes y la honestidad quedarían a un lado en cuanto se comprobara su poder. Platón escribe (reproduciendo a Glaucón): «Si puedes imaginarte a alguien que consiguiera ese poder de volverse invisible y no hiciera nada malo ni tocara lo ajeno, se le consideraría… un completo idiota».

Pregúntele a un amigo qué haría. Pregúnteselo a sí mismo. Las respuestas pueden ser divertidas, curiosas o, tal vez, turbadoras. En el fondo de su corazón, ¿de verdad no robaría, entraría en casas ajenas, agrediría… o tal vez haría algo indeciblemente peor? La mayoría no lo reconocería, pero muchos, sin duda, se lo pensarían, incluso fantasearían con ello.

El anillo de Giges no demuestra que el poder corrompa, sino, más bien, que el poder desvela nuestra propia naturaleza. Todos nosotros llevamos un diminuto tirano acechando en nuestro interior. El juicio social, el vecino que se asoma por encima de la valla, es lo que nos hace comportarnos bien. Lo único que mantiene nuestra rectitud es la opinión de los demás.

Si Glaucón está en lo cierto en este ejercicio teórico, hay inmensas implicaciones en nuestra visión de los políticos, los líderes o las empresas colosales. Todos necesitamos mecanismos de controles y equilibrios, o alguna autoridad que nos mantenga a raya. La justicia necesita una aplicación y una transparencia constantes. ¿Los secretos de Estado, las argucias de las empresas y las mentiras almibaradas de los políticos no son acaso las consecuencias genuinas y modernas del relato del anillo de Giges?

Bentham sobre el cálculo moral

¿Y si hubiera un modo de averiguar qué es lo que se debe hacer, lo correcto? ¿No sería genial que usted dispusiera de una sencilla herramienta que le dijera cómo comportarse en cualquier situación?

Eso fue precisamente lo que intentó crear el filósofo británico del siglo XVIII Jeremy Bentham con su hedonic calculus. El cálculo hedonista.

Bentham es el padre de la teoría ética normativa (i. e. sobre cómo debemos actuar) conocida como utilitarismo. Este sostiene que una acción es correcta o incorrecta basándose en sus consecuencias. Específicamente, si genera más utilidad o placer, entonces es buena; si genera más desdicha o dolor netos, es mala. Según él: «La medida de lo correcto y lo incorrecto es la mayor felicidad para el mayor número [de personas]».

De ese modo…, Robin Hood era moral; Butch Cassidy, no. La Segunda Guerra Mundial era (para los aliados) moral; Gengis Kan, no. Matar a una persona para salvar a diez es correcto; desencadenar una guerra para rescatar a una princesa secuestrada, no. Dicho de otro modo: haga feliz a la gente y minimice la desdicha. Esté atento a las consecuencias de sus actos.

Sin embargo, queda pendiente una pregunta importante: ¿cómo podemos estar seguros del resultado neto, positivo o negativo, de nuestros actos? La respuesta de Bentham: ¡el cálculo hedonista!

Bentham afirma que debemos hacer un recuento del placer y del dolor de todos nuestros actos basado en siete criterios: intensidad, duración, certeza, proximidad, fecundidad (si generará más placer), pureza (¿el dolor causará más dolor?) y extensión.

Podemos anotar las cifras, realizar la suma y voilà ! Ahora usted ya sabe cómo comportarse. ¿No es sencillo? Es la moralidad para una era matemática: la ética para lo racional. ¡Ya no hay por qué darle más vueltas!

… Esperemos solo que disponga de un par de horas para resolver todas las operaciones.

Aristóteles sobre el término medio

Todos queremos hacer lo correcto en el momento oportuno. Queremos ser virtuosos. Pero ¿cómo sabemos qué es lo correcto en una situación dada? Si quiero ser valiente, ¿cómo me aseguro de no ser temerario? Si quiero ser educado, ¿cómo evito mostrarme reservado? ¿Cuándo la seguridad en mí mismo se transforma en arrogancia? ¿Cuándo la generosidad se vuelve condescendencia?

Aristóteles, discípulo de Platón, aborda esta cuestión en su Ética a Nicómaco, y a la solución le da el nombre de «media dorada» o justo medio.

Aristóteles argumentaba que el acto ético, el hacer lo correcto, se concreta en ser virtuoso. A través de la práctica, la repetición y la imitación de los demás, podemos instruirnos para destacar en cualquier virtud. ¿Quiere ser amable? Sencillamente compórtese con amabilidad a menudo. ¿Quiere ser indulgente? Imite a una persona indulgente que conozca. Haga y será. El autor escribió la conocida frase: «Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, así, no es un acto, sino un hábito».

Sin embargo, no siempre es fácil saber cuál es el acto virtuoso en una situación dada. Cada decisión moral, cada elección, es única. Lo que sería valeroso en un contexto no lo será en otro. La honestidad puede haber sido oportuna ayer, pero dolorosamente cruel hoy. Así que ¿cómo lo aclaramos?

Aristóteles sostenía que el buen acto es el «medio» entre dos extremos. El acto virtuoso se encuentra entre dos vicios: el vicio del exceso y el vicio de la insuficiencia. El valor es el punto medio entre la temeridad y la cobardía. La amabilidad se halla a medio camino entre lo taciturno y lo efusivo. La generosidad no es ni tacañería ni munificencia. Como escribió el poeta griego de la Antigüedad Hesíodo: «Moderación en todo».

No obstante, esta habilidad para dar con la «media dorada» requiere práctica. Necesita la sabiduría de la experiencia, lo que Aristóteles denomina frónesis. Cuando actuamos como es debido y practicamos la virtud, al cabo de un tiempo perfeccionamos esa capacidad, como un músculo en el gimnasio. Mediante la frónesis sabremos intuitivamente cuál es el justo medio. Seremos el ciudadano moral perfecto, y sabremos con precisión qué hacer y decir en todo momento, y un día, tal vez, los jóvenes nos copiarán para ser tan perfectamente virtuosos como nosotros.

Kant sobre «¿Y si todo el mundo lo hiciera?»

¿Qué pasaría si todos en este mundo se comportaran como usted? ¿Sería ese un mundo bueno, amable y feliz, o un mundo en el que detestaría vivir? ¿Y si cada cosa que hiciera, por insignificante que fuese, se convirtiera en norma para toda la humanidad? ¿En qué afectaría eso a su propia forma de comportarse?

Esa es la idea que subyace en la primera formulación del imperativo categórico del filósofo alemán del siglo XVIII Immanuel Kant.

Kant escribió en una ocasión: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí». Para él, en cada uno de nosotros existe una moral absoluta que somos capaces, y tenemos el privilegio, de poder desplegar. La ley moral solo es accesible mediante nuestra maravillosa razón humana. Por tanto, ser moral es utilizar la razón (frente a nuestras pasiones o «intuición»).

Para Kant, nuestra razón identifica ciertas «máximas» (que, a sus efectos, significan tan solo una ley moral o instrucciones para el comportamiento) por las que guiarnos en la vida. En cualquier situación dada, se nos ofrece una selección de máximas, y nosotros, el agente moral, debemos decidir cuáles seguir. Es la razón, cuando se aplica como es debido, la que nos dice cuáles de esas opciones morales deberían ser «imperativas» (es decir, qué tenemos que hacer) o, dicho de otro modo, nuestros deberes.

Hay tres formas de hacer lo anterior (Kant las llama «formulaciones»), pero la primera es la más conocida, la denominada «fórmula de la ley universal» o universalizabilidad, que bien podría ser el título de una canción de Mary Poppins poco conocida. Básicamente, esta nos pide que imaginemos qué pasaría «si todo el mundo lo hiciera». Es la voz de padres señalando con dedo acusador al mundo entero.

Tómese una máxima como «miente si quieres». Bien, si todo el mundo la siguiera, el acto de mentir se volvería tan cotidiano, tan rutinario, que la verdad y la falsedad perderían el sentido, y así las mentiras (que son «no verdades» deliberadas) serían imposibles. La máxima original se viene abajo. O, si todo el mundo incumpliera una cuarentena, la idea misma de cuarentena desaparecería en una nube conceptual de humo. Ejemplos similares pueden darse para el adulterio o el robo.

Estas máximas se autodestruyen cuando se convierten en norma universal para todos. Por tanto, resulta imperativo ser sincero y cumplir la cuarentena. Estos tipos lógicos autodestructivos son lo que Kant denomina nuestros deberes perfectos.

Existen otros tipos de máximas, y Kant las denomina deberes imperfectos. Son imperfectos porque no usan exclusivamente la razón, sino que están impulsados por nuestras preferencias o deseos. Por ejemplo, no tiene nada de implosivo desde el punto de vista lógico «nunca ayudar a otro», pero, si todos siguieran esa regla, el mundo sería desolador.

La palabra «categórico» significa «hecho como un fin en sí mismo», como ver una película por el simple placer de hacerlo. De este modo, ahora podemos entender la expresión «imperativo categórico».

Así, la próxima vez que se enfrente a un dilema moral, utilice la sencilla herramienta de Kant. Tómese un momento y reflexione: ¿y si todo el mundo lo hiciera?

Rand sobre el egoísmo

¿Qué gracia tiene hacer algo bueno si no puede subirlo a las redes sociales para alardear? ¿Cómo va a ser buena persona si no hay nadie que lo alabe por serlo? Si hace algo bueno, ¡cerciórese antes de que haya alguien mirando!

Entre en el mundo del «egoísmo racional» de Ayn Rand. Disfrute de su estancia y cuídese (solo a usted mismo).

Según Rand, la escritora del siglo pasado de origen ruso, es racional y natural que los seres humanos miren por sí mismos. Toda relación, comportamiento o deseo debe juzgarse en la medida en que lo beneficie, que beneficie al individuo. Cuanto más satisfaga algo su egoísmo racionalmente definido, mayor será la motivación para actuar.

Si dona dinero a obras de caridad, lo hace porque le hace parecer bueno a ojos de sus amigos. Si ayuda a un vecino a arreglar su valla, es porque a lo mejor usted necesitará su ayuda en la próxima tormenta. Si se casa, es porque le da la seguridad, la felicidad o los hijos que desea. Todo está cuidadosamente calculado y nos exige, a veces, sentarnos y preguntarnos: ¿qué es lo que me beneficia en esta situación? Desde la perspectiva del «egoísmo racional», cada acto es visto en función de para qué le sirve.

En los casos en que su vida empeore, es completamente irracional actuar. Sacrificar su vida (a no ser, sostiene Rand, que sea un suicida) es siempre inapropiado. En resumen, todo es visto en términos instrumentales, es decir, por lo que le da. En el mundo de Rand, toda interacción es un contrato entre partes legales, cada una de las cuales procura sacar el mayor provecho de su propio yo racional (lo cual, por descontado, podría también beneficiar a ambos signatarios).

A Rand se la suele amar u odiar y puede ser incorrectamente tergiversada o atacada por lo que no es. Ella reconocía, por ejemplo, que hay que ser un «psicópata» para no sentir cierto impulso moral de ayudar a un perro herido o a otro ser humano. Sin embargo, Rand sostiene que este impulso surge de la percepción generalizada de «se recoge lo que se siembra». Si todo el mundo se ayuda la mayor parte del tiempo, es sencillamente mejor para todos. Es casi un egoísmo kármico (parecido a lo que pensaba Epicuro, véase página 277).

De manera que, si alguien lo reta a sacrificarse en cualquier sentido o a ceder cualquier ventaja o beneficio, pregúntele por qué. ¿Qué tiene de racional rebajarse? ¿Por qué iba a renunciarse a la inteligencia?

Comte sobre el altruismo

Ha vuelto a casa por Navidad, y todo el mundo está viendo la televisión en el salón. Buscando algo que picar, ve que la caja de los bombones caros está abierta, y queda uno. Es su bombón favorito. Aunque, bien pensado, a todos les gusta ese bombón. En ese breve instante, su ser entero se convierte en un campo de batalla entre las fuerzas parejas del egoísmo y el altruismo. ¿Cuál se impondrá? ¿Se comerá el bombón?

Para el filósofo francés Auguste Comte, que acuñó el término «altruismo», usted debe convencerse firmemente de lo que hacer para anteponerse a su egoísmo. El altruismo puede vencer.

A Comte le gustaba pensar que conocía bien la naturaleza humana, y muchos de sus argumentos se basan en lo que hoy denominamos «psicología evolutiva» (aunque murió en 1857, dos años antes de El origen de las especies, de Darwin). Comte creía que todos estamos impulsados por poderosas «fuerzas afectivas» que son abrumadoramente egoístas. Nuestra inclinación natural es cuidar de nosotros mismos y sacar lo que podamos.

Sin embargo, no somos esclavos de nuestra biología, y nuestros impulsos no cumplen un destino predeterminado. Todos estamos dotados de unas mentes tan poderosas que podemos trascender y escapar de cualquier fatalismo genético. Por eso la batalla se libra entre la «personalidad» por un lado, a la que también podríamos llamar «individualismo», y el «colectivismo» por el otro, es decir, el querer cuidarnos los unos a los otros. Es el «yo» frente al «nosotros».

A fin de ganar la batalla, podemos entrenarnos para superar nuestro egoísmo natural y tener en cuenta a «los otros». De hecho, ya lo hacemos en muchos gestos de la vida cotidiana. Por ejemplo, casi todos mantendremos la puerta abierta para que pase otro. Eso no supone ninguna ventaja en absoluto para nosotros. Es más, para la mayoría es tan cotidiano que lo hacemos de manera mecánica. El altruismo puede programarse de ese modo, pero también a una escala mucho mayor.

Para Comte, no se trata de ninguna nimiedad. Tiene que ver con una vida plena de felicidad y «estabilidad» para todos nosotros. El egoísta que «no se ama más que a sí mismo» está condenado a un «nerviosismo incontrolable»; en otras palabras, siempre querrá más (un sentimiento del que se hará eco Schopenhauer cien años más tarde, véase página 66). La verdadera satisfacción proviene de negar la propia individualidad, que solo se preocupa de sus deseos insaciables y volubles, y, en su lugar, vivir enteramente para alguien o algo distinto. La perfección se alcanza al proyectar nuestro interés hacia el mundo exterior.

Así que, si está planteándose si debe comerse ese bombón o no, manténgase fiel a sus facultades humanas más elevadas. Puede que su propio instinto le diga que pase de todo, pero usted sabe que no debe hacerlo. Usted no es una máquina biológica, programada servilmente para apropiarse de cuanto pueda. El altruismo nos hace ser mucho mejores, y le proporcionará una mayor felicidad.

Abelardo sobre las mejores intenciones

Dos personas están siendo juzgadas por un tribunal. La primera había disparado un arma para gastar una broma. La bala había rebotado en la pared de un edificio y había acabado matando a su amigo. La segunda había seguido a su exnovia a casa y la había disparado. Su puntería era mala y falló, pero luego cambió de idea. ¿Quién debería ser castigado con más dureza? ¿Tendría que pasarse la primera persona el resto de la vida en la cárcel por un accidente tremendamente desgraciado? ¿Tendría la segunda que recibir únicamente una amonestación por su «suerte moral»?

Eso era lo que preocupaba al filósofo y poeta del siglo XII Pedro Abelardo.

En la época en que escribió Abelardo, la Iglesia (el poderoso y ubicuo centro de la sociedad) sostenía que los actos eran buenos o malos. Cosas como el incesto, el robo o la blasfemia siempre eran malos, independientemente de las intenciones o el conocimiento del agente.

Abelardo pensaba que eso era ridículo. Por su parte, creía que la valía moral de un acto dependía por entero de sus intenciones. Pone el ejemplo de dos hermanos separados al nacer. Años más tarde, se reencuentran y se enamoran, completamente ignorantes de su parentesco. Para Abelardo, no estaban en pecado. Para la Iglesia, estaban simplemente condenados.

Hoy en día, parece una opinión de sentido común, pero Abelardo fue un revolucionario en su época. Se atrevió incluso a decir ¡que el sexo no era pecado! Afirmaba que, si el placer sexual dentro del matrimonio estaba aprobado por la Iglesia, pero se convertía repentinamente en pecado carnal fuera de él, el acto en sí no era a todas luces la cuestión en juego desde el punto de vista moral.

Más polémica, si cabe, era su afirmación de que quienes asesinaron a Cristo no eran, de hecho, culpables, porque ignoraban su divinidad. El propio Jesús dice al final: «Perdonadlos, pues no saben lo que hacen».

Como siempre sucede en la ética, no se trata de afirmaciones tajantes. ¿Cómo podemos estar seguros de las verdaderas intenciones de un agente? Un asesino difícilmente admitirá su premeditación, sabiendo muy bien cuáles serían las consecuencias de tal admisión. La respuesta de Abelardo consistió en afirmar: «Dios lo sabrá», pero eso no basta, al menos hoy. De manera que los tribunales seculares modernos tienen que ponderar diversos análisis de personalidad, revisar todas las pruebas y tener en cuenta la plausibilidad de la situación, todo lo cual resulta sumamente difícil y es susceptible de un inmenso margen de error.

Además, ¿cómo reconocer la muy delgada línea que separa la ignorancia de la negligencia? Afirmar que «no sabía que las armas eran peligrosas» ¿es una defensa razonable? Como sostiene Clifford en la página 45, ¿cuánto debemos esperar que se esfuercen las personas para educarse? ¿Cuánto debemos saber sobre las consecuencias de nuestros actos?

Sin tener en cuenta todas esas cautelas, las contribuciones de Abelardo a la ética y al derecho secular posterior fueron enormes. Fue una luz racional en una era supersticiosa y voluble, y en la actualidad todavía aprendemos de él.

Singer sobre el favoritismo

La «igualdad» es la mayor mentira que nos contamos los unos a los otros. Con mojigatería afirmamos que tratamos a todos igual y que todos somos iguales, pero todos discriminamos y ejercemos nuestras preferencias casi a diario. Y lo que es peor, ni siquiera pensamos que sea malo.

Plantéese estas preguntas: ¿a quién salvaría si le dieran la opción de elegir entre su madre y un desconocido? ¿A quién dejará su herencia? ¿Por qué donaría un riñón a su hijo, pero no a un desconocido?

En cada caso, clasificamos a unas personas por delante de otras y las premiamos de manera desigual. ¿Qué es eso más que discriminación?

Y eso era lo que abordaba el filósofo australiano Peter Singer en su idea del «círculo expansivo», en su libro del mismo título, The Expanding Circle, de 1981.

La obra de Singer era una tentativa de abordar lo que él consideraba la obvia inmoralidad de discriminar en favor de nuestros amigos y nuestra familia.

Richard Dawkins, en su libro El gen egoísta, afirma que cuidar de los nuestros es algo natural para la psicología evolucionista, dado que protege nuestros genes y los de nuestra familia. Así, nuestro círculo altruista es estrecho y nuestros actos se limitan a aquellos que sirven a un fin evolutivo. Dawkins no es tan burdo como para afirmar que siempre deberíamos hacer aquello a lo que nos impulsa la evolución, pero sí sostiene que es natural y sensato.

Pero Singer argumenta que solo porque algo sea un «hecho» biológico o evolutivo no se convierte en moral. Un hecho, por sí mismo, no es un deber. Uno no extrae un «debe ser» de un «es».

Por el contrario, Singer sostiene que somos algo más que una simple imprimación biológica. También tenemos una capacidad única para la racionalidad. Centrarse con tal empecinamiento en la psicología evolucionista supone minimizar la importancia de la condición humana en conjunto. Los seres humanos pueden ir más allá del determinismo biológico.

A lo largo de la historia humana, las personas han utilizado la razón para «expandir sus círculos». Si siguiéramos rígidamente a Dawkins, solo deberíamos preocuparnos por nosotros mismos, nuestros hijos o, como mucho, nuestros parientes más cercanos. Pero los seres humanos siempre hemos utilizado la razón para crear valores y sistemas que expandan nuestro círculo de empatía. Primero, nos preocupamos por la familia extensa. Luego, por la tribu. Más adelante, por el país. Para Singer, ¿por qué no por el mundo entero? Con la razón y la moral podemos vivir según principios que respeten la dignidad y el valor de todos los seres humanos, sin preocuparnos por sus conexiones genéticas. Es una idea que habría atraído a Gandhi, como vemos en la página 360.

Singer cree que todos podemos ampliar nuestro círculo de empatía. Podemos convertir nuestra discriminación sociobiológica en genuino altruismo y preocupación por más seres humanos y, con el tiempo, por todos. Singer no cree que la ética sea «racionalidad frente a emoción», sino que la racionalidad se basa en (y a la vez expande) nuestra compasión natural. Nos impulsa a exteriorizar nuestra tendencia a los cuidados para incluir a más gente.

De manera que ¿hace mal si favorece a su hermano antes que a otro? ¿Está bien legar su dinero a sus propios hijos? Puede que sea «natural», pero ¿lo convierte eso en correcto…?

Kant sobre cómo no tratar a los demás

Está cenando con algunos colegas y alguien chasquea los dedos y dice: «Garçon ! ¡Ven aquí!». Alguien se apea de un taxi sin haberle dirigido ni una sola palabra, ni gracias, al conductor. Un secuestrador pide un rescate de un millón de dólares por un niño. Un Gobierno mata a un traidor para impedir que otros se rebelen. ¿Qué tiene todo lo anterior en común?

Para Kant, en todos los casos se trata a un ser humano como un mero medio para un fin, y todos se equivocan al hacerlo.

Kant estaba embelesado con la racionalidad humana. Para él, se trata del mayor valor que poseemos. Lo mejor de ella, por descontado, es que nos permite descubrir lo que es bueno y malo. En una entrada previa (véase página 23) vimos a Kant construir su primera formulación del «imperativo categórico» utilizando únicamente la razón; ahora esta, su segunda formulación, se considera una extensión de la primera. Se necesitaría entrecerrar un poco los ojos y darle un título distinto al libro (Megafilosofía) para ver exactamente cómo.

Para Kant hay una dignidad incuestionable implícita en ser un ser humano racional, y como tales debemos comportarnos de un modo que la respete. Todos debemos «actuar para tratar a la humanidad… en todos los casos como un fin, nunca solo como un medio». Los demás no son herramientas que podamos utilizar ni peones en nuestros planes, sino que tienen su propio valor intrínseco. Todo el mundo importa.

Kant sostiene lo anterior basándose en que cada uno de nosotros valoramos subjetivamente nuestra propia existencia como lo más importante. Yo me creo alguien, y estoy convencido de que usted también. Dado que nosotros constituimos el mundo en cuanto entidades subjetivas, podemos hacer la afirmación universal de que todo el mundo tiene el derecho a ese valor. Si todos nos consideramos como valiosos sin reservas, el mundo está, por tanto, compuesto colectivamente de seres humanos valiosos.

Por supuesto, Kant no era ningún ingenuo. La sociedad se basa en servir, ayudar y trabajar unos para otros. Por eso su formulación está redactada para decir que no deberíamos tratar a los demás «meramente» o solo como medios. Reconocer siempre la humanidad del camarero, el taxista o el delincuente, dado que cada uno de ellos es valioso por sí mismo. Kant siempre trató a su criado, Lampe, con gran dignidad e incluso lo incluyó en su testamento.

Así que la próxima vez que dude sobre cómo comportarse con alguien, pregúntese: «¿Estoy respetando la humanidad de esta persona? ¿O la estoy utilizando como usaría una herramienta?». Es una norma sencilla y factible a la que atenerse en la vida.

Aquino sobre ir a la guerra

¿Cuándo debe un país ir a la guerra? ¿Cuándo está justificado el uso de la fuerza, si es que lo está alguna vez? ¿Por qué la mayoría de la gente llamaba demonio a Gengis Kan, pero el Día D se considera un acto de heroísmo? ¿En qué circunstancias iría usted a la guerra?

Santo Tomás de Aquino, el erudito italiano del siglo XIII, empleó su inteligencia monástica para abordar esas preguntas y se le reconoce como una de las figuras principales en el desarrollo de una defensa de la jus ad bellum (guerra justa). A partir de la obra similar y anterior de san Agustín, Aquino sostiene en su Summa Theologica que una guerra es «justa» o moralmente aceptable cuando cumple tres criterios:

1. Debe ser autorizada por la autoridad del príncipe (hoy podríamos decir un «Estado reconocido»), y no basarse en los caprichos de una ambición privada. Así, la batalla de Plassey, que libró en 1757 la Compañía de las Indias Orientales contra los nativos bengalíes, era injusta porque la promovió una empresa privada, para lucro de sus directores.

2. Debe librarse en interés de la justicia, contra quienquiera que merezca ser atacado por una falta que hubiera cometido. Así, la intervención de la OTAN en Bosnia (tras la masacre de Srebrenica) fue justa. Como lo sería cualquier intervención humanitaria.

3. Debe librarse para causar el menor sufrimiento posible y en interés de la resolución del conflicto y la paz, y así «promover el bien o evitar el mal». En 1209, Arnaud Amalric derrotó a los cátaros franceses y luego decidió masacrar la ciudad de Béziers entera (diciendo: «¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!»). Se equivocaba por completo.

Hoy, raramente hablamos de una «guerra justa», sino de «fuerza legítima», y muchos de los argumentos de nuestros líderes utilizan variantes de los criterios de santo Tomás de Aquino. Las definiciones de «guerra justa» de la ONU moderna son muy restrictivas: el artículo 51 de la Carta de la ONU menciona que la guerra solo está justificada como autodefensa y nunca como acto de agresión activa (que Aquino considera posible). Pero ¿no es una definición demasiado restrictiva? ¿No hay casos en que la guerra, o la intervención militar, está justificada? ¿O la guerra, como deja implícito el texto de la ONU, solo puede ser el último recurso de defensa?

Singer sobre el especismo

¿Cómo cree que nos juzgarán las generaciones venideras? ¿Piensa que nuestros nietos se asombrarán cuando les contemos historias de nuestras vidas actuales? ¿Preguntará el niño cursi: «Abuela, ¿por qué nadie decía que estaba mal?» en los programas de la televisión del futuro?

El filósofo contemporáneo Peter Singer defendería que un aspecto que podría ser juzgado con dureza es cómo tratamos a otros animales y nuestra hipocresía al hacerlo. Nos desafía a reflexionar qué justificación ética y filosófica, si es que hay alguna, nos lleva a explicar nuestro trato a los animales. En resumen: ¿por qué la mayoría de nosotros asumimos que somos mejores que los animales?

El «especismo» es una rama de la ética medioambiental y animalista popularizada por Singer en la década de 1970, y consiste, en sus propias palabras, en «la actitud sesgada a favor de los intereses de los miembros de la propia especie y en contra de aquellos que corresponden a los miembros de las demás especies».

Como todos los «ismos» discriminatorios, es un sesgo que acaba por fosilizarse por la costumbre y se convierte en un impedimento para el examen crítico de nuestras convicciones.

Singer se empeña en subrayar que no está diciendo que todo lo vivo tenga el mismo valor (él mismo concede valor a la «conciencia de sí»), sino que la experiencia del dolor y la voluntad de vivir son iguales en todas las especies, y que cualquier teoría ética que sopese los pros y los contras de las consecuencias de un acto debe tener en cuenta a todas las especies y no solo a la nuestra.

El especismo de Singer está integrado en su utilitarismo (que estudia el previsible dolor o placer causados por un acto para determinar si es bueno o malo). Argumenta que todas las decisiones morales deberían tener en cuenta las consecuencias de un acto, no solo para la humanidad, sino también para los animales, las plantas y la naturaleza. ¿Por qué solo el placer humano entra en esa ecuación?

Estamos ya en pleno siglo XXI, y nos acercamos cada vez más al punto de vista de Singer. Hoy en día, mucha gente considera inmorales los deportes cruentos como el toreo o las peleas de perros. El sufrimiento de un animal no debería producir placer a un ser humano: ahora los animales entran en algunas de nuestras ecuaciones morales. Aun así, a muchos les gusta pensar que el placer de su bistec es superior a la voluntad de vivir del ternero. Singer argumentaría: ¿qué cálculo moral podemos realizar que prohíba maltratar a los osos, pero permita la avicultura intensiva?

Singer, tal vez con espíritu de polemista, sostiene que el especismo es un prejuicio pernicioso y anticuado que revisaremos con la misma repugnancia que nos producen el racismo y el sexismo hoy. Si no tuviéramos más razones que los prejuicios y la tradición para el maltrato de la vida sentiente, vida que es capaz de sufrir y tener relaciones…, ¿deberíamos continuar así?

Zimbardo sobre convertirse en malvado

¿Se ha preguntado alguna vez qué habría hecho si hubiera nacido en la Alemania nazi? En el fondo de su corazón, ¿cree que habría sido tan distinto de sus coetáneos? ¿Nunca ha hecho algo terrible, a la escala que sea, porque le mandaron que lo hiciera o simplemente para que lo aceptaran? ¿Qué cree que sería capaz de hacer si le dieran un uniforme, un grado militar y carta blanca? Plantéese esas preguntas. Para sus adentros: no hay nadie en su cabeza para juzgarlo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, muchos psicólogos sociales quisieron dar respuesta a precisamente esas mismas preguntas como reacción a lo que había pasado en Alemania. ¿Cómo pudo un pueblo así, arraigado en la historia y con una larga tradición intelectual, cambiar tan rápidamente?

En el famoso experimento de la cárcel de Stanford, llevado a cabo en 1971 por el psicólogo norteamericano Philip Zimbardo, participaron setenta y cinco adultos en un entorno carcelario, de los cuales veinticuatro recibieron herramientas e instrucciones para ser «guardias» mientras que el resto eran «presos». El experimento tuvo que abandonarse al cabo de seis días, después de que algunos de los guardias se volviesen cada vez más autoritarios, brutales y estrictos. Según Zimbardo, un tercio de los guardias mostraba rasgos clínicos de sádicos.

Posteriormente, filósofos y psicólogos han señalado que este experimento demuestra hasta qué punto gran parte de nuestra moralidad alcanza tan solo hasta lo que es socialmente permisible. Zimbardo creía que las inclinaciones y la moralidad individuales han sido sobrestimadas a costa del contexto o la presión social. Con permiso, uniforme y máscara, todos podríamos haber sido guardias de Auschwitz.

Sin embargo, desde entonces el experimento ha sido objeto de muchas críticas y revisiones.

En primer lugar, se ha criticado basándose en que el propio Zimbardo no había conseguido mantenerse imparcial, y había adoptado incluso el papel de «supervisor malvado» para animar a que sus sujetos asumiesen más a fondo sus papeles. Zimbardo, por ejemplo, había dado a los guardias gafas de sol reflectantes como las que lleva el sádico guardia de la película La leyenda del indomable. Las cosas se le fueron tanto de las manos que tuvo que salir su colega en la investigación (y en la vida), Christina Maslach, señalando lo espantoso que se había vuelto el experimento para que Zimbardo acabara cancelándolo.

En segundo lugar, no queda claro cuántos guardias de hecho se volvieron tan crueles como para exhibir esas inclinaciones sádicas. El peor de los comportamientos parece ser obra de un único guardia, Dave Eshelman, que afirmó que creó deliberadamente un personaje para que los investigadores tuvieran algo con lo que trabajar. Los demás probablemente fueran más responsables de dejarse llevar por el «efecto espectador» que de participar activamente en los hechos.