Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro - Pablo Sol Mora - E-Book

Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro E-Book

Pablo Sol Mora

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Beschreibung

"Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro" traza, a grandes rasgos, la historia de los conceptos miseria y dignitas hominis desde sus orígenes hasta el Renacimiento, además de hacer una lectura detenida de seis textos áureos en las que éstos ocupan un lugar preponderante: Diálogo de la dignidad del hombre de Fernán Pérez de Oliva, la continuación de esta obra realizada por Francisco Cervantes de Salazar, De los nombres de Cristo de fray Luis de León, La cuna y la sepultura y Providencia de Dios de Francisco de Quevedo, La vida es sueño de Calderón de la Barca y El criticón de Baltasar Gracián.

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El triunfo de Baco o Los borrachos,Diego Velázquez (ca. 1629)

SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS

MISERIA Y DIGNIDAD DEL HOMBRE EN LOS SIGLOS DE ORO

PABLO SOL MORA

Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro

Primera edición, 2017Primera edición electrónica, 2017

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5403-8 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

PrólogoPrimera parte HACIA UNA HISTORIA DE LA MISERIA / DIGNITAS HOMINISI. Orígenes clásicos y bíblicos1. Antigüedad clásica2. BibliaII. La patrísticaIII. La Edad MediaIV. El RenacimientoSegunda parteMISERIA / DIGNITAS HOMINIS EN LOS SIGLOS DE OROI. El Renacimiento1. Fernán Pérez de Oliva y el Diálogo de la dignidad del hombre2. Francisco Cervantes de Salazar y su continuación del Diálogo de la dignidad del hombre3. Fray Luis de León y De los nombres de CristoII. El Barroco1. Francisco de Quevedo y La cuna y la sepultura y Providencia de Dios2. Pedro Calderón de la Barca y La vida es sueño (comedia y auto sacramental)3. Baltasar Gracián y El criticónEpílogoBibliografíaÍndice onomástico

Patri meo.

Hic domus, haec patria est. Genitor mihi talia namque (nunc repeto) Anchises fatorum arcana reliquit.

Aeneis, VII, 122-123

Sobre el hombre es nuestra contienda…

FERNÁN PÉREZ DE OLIVA,

Diálogo de la dignidad del hombre

Prólogo

“O Asclepi, magnum miraculum est homo.”1 Las palabras de Hermes Trismegisto en el Asclepio resuenan aún en nuestros oídos, gracias, sobre todo, al célebre Discurso de Giovanni Pico della Mirandola (otros, antes y después, las citaron, pero ninguno con la fortuna del Princeps Concordiae, a cuyo nombre quedaron unidas desde entonces). Para su anónimo autor, siguiendo la tradición hermética, el hombre es un gran milagro por ocupar un lugar intermedio en la jerarquía de los seres y estar vinculado a los dioses, por ser capaz de superar su parte meramente humana y ascender a la divina. Lo afirmaron también, a su manera, Sófocles y el salmista. El primero, en el famoso primer estásimo de Antígona: “Muchos son los portentos, / pero nada más portentoso que el hombre”;2 el segundo, con referencia a Dios, en el salmo 139, 14: “prodigio soy, prodigios tus obras”.3

La noción general de que el hombre encierra en sí cierta grandeza, de que sobresale entre los demás seres y posee algo que le da una excelencia particular es, por supuesto, antigua y común a diferentes culturas, como lo es también la de que en realidad es un ser miserable, el más infeliz y desvalido de todos. A decir verdad, ambas, más que excluyentes, son complementarias: representan dos extremos de la visión de lo humano, las dos caras de una sola moneda. En la tradición occidental, estas nociones hallaron forma en una serie de ideas que, devenidas algunas de ellas lugares comunes, identificamos como miseria y dignitas hominis. Éstas tienen sus orígenes en la Antigüedad clásica y en la Biblia, fueron desarrolladas por los Padres de la Iglesia y alcanzaron su mayor esplendor en la Edad Media y el Renacimiento, respectivamente. De las dos, la segunda ha sido sin duda la que mayor atención ha atraído y la que se ha beneficiado de más estudios, al punto de que a veces se ha ignorado por completo a la primera, pero a poco de reflexionar sobre ellas queda claro que es imposible separarlas. A lo largo de la historia ha habido periodos en que una parece prevalecer sobre la otra, pero aun en los momentos en que esta preponderancia es mayor, la contraparte nunca desaparece del todo. Es por esto que cualquier intento de acercamiento general debe tomar en cuenta ambas como una unidad.

Escribir la historia de la miseria / dignitas hominis plantea varias dificultades de índole teórica y metodológica.4 En ella conviven elementos filosóficos, religiosos y literarios que exigen que su estudio no se limite a una sola perspectiva y considere su diversidad. Así, la antigua filología, en su sentido clásico,5 y la moderna historia intelectual,6 por su carácter interdisciplinario, parecen ofrecer una vía particularmente útil para aproximarse al tema.

Habría, quizá, que empezar por las palabras mismas. Una historia estrictamente semántica de las expresiones miseria y dignitas hominis7 sería un valioso instrumento en la comprensión general de esta doble noción e iluminaría la cultura de las épocas en que alguno de sus elementos ha sobresalido. Consideremos en principio la palabra dignitas y su descendiente “dignidad” (o, para el caso, dignité, dignità o dignity). Dignitas proviene del adjetivo dignus, derivado del verbo decet, “convenir a”, y significaba, generalmente en un contexto social y político, “mérito”, “alto rango”, y era inseparable de los conceptos de autoridad y honor que éste implicaba.8 Así, por ejemplo, César, en la Guerra civil (I, 8-9), refiere cómo Pompeyo le pide que, por su propia “dignitas”, deponga su ira en beneficio de la república, y cómo le responde que ésta ha sido siempre lo primero y más importante en su vida.9 En Cicerón abundan los ejemplos de este tipo, pero también él, en Sobre los deberes (I, 106-107), habla de la excellentia y la dignitas de la naturaleza humana y la vincula con la razón, común a todos los hombres y que nos hace superiores a los animales.10 Éste es uno de los orígenes de la dignitas hominis que encontraría su auge en el Renacimiento. La dignitas, en cualquier caso, implicaba una afirmación de excelencia, una orgullosa conciencia de grandeza y superioridad. La transformación que sufrió ese concepto se ve claramente en lo que en la actualidad se entiende por dignidad. Ésta suele significar hoy poco menos que el mínimo respeto que cada uno se debe a sí mismo y por el que se hace o deja de hacer algo; en circunstancias adversas de algún tipo, se apela a la “dignidad” como último elemento de resistencia. Y en qué consista exactamente, en un mundo secular, la “dignidad del hombre”, expresión que conserva su prestigio e invocada aquí y allá a la menor provocación, no es pregunta de fácil respuesta.11

Sin dejar de tener en cuenta, entonces, la semántica, la historia de la miseria / dignitas hominis debe ir más allá de ella, pues la historia de las palabras que componen la expresión en la que se ha consagrado una idea no agota la historia de esa idea. Por ejemplo, en el mencionado Discurso de Pico, la expresión dignitas hominis no aparece de hecho ni una sola vez (y menos que en otra parte en el título, invento de la posteridad), pero es clara su trascendencia para la historia de la idea. Dicho esto, subrayemos que la historia intelectual no debe pasar por alto nunca los recursos lingüísticos y retóricos utilizados para expresar una idea determinada, pues las ideas no viven, incorpóreas, en el cielo platónico, sino encarnadas en el lenguaje.

En la literatura de los Siglos de Oro, la miseria / dignitas hominis aparece por todas partes. Apenas hay género en el que no figuren: poesía, teatro, novela, diálogo, discurso, tratado religioso y un prolongado etcétera. No es mi intención, claro está, componer su historia exhaustiva. En muchas, demasiadas ocasiones, la miseria / dignitas hominis es ciertamente sólo un ornamento retórico, un recurso utilizado al paso con la ayuda de alguna poliantea, pero en otras es algo más: no un mero accesorio, sino asunto central; no elemento secundario, sino estructural. Son ésos los casos que me interesan. Es fundamental, en un estudio como éste, tener claro qué proviene de la tradición y cuáles son sus orígenes, pero no menos —y, para nuestros fines, de hecho, más— explorar las diferencias, hallar lo particular dentro del patrimonio común, las orientaciones individuales en medio de la corriente general.

Con este propósito, he elegido obras específicas de seis autores (tres del Renacimiento y tres del Barroco) en las que la miseria/dignitas hominis ocupa un lugar preponderante. La primera, el Diálogo de la dignidad del hombre de Fernán Pérez de Oliva, no necesita justificación: es el texto canónico de la dignitas hominis en castellano, la primera obra escrita en cualquier lengua vulgar sobre ella y su mejor síntesis en la literatura española; la segunda, prolija continuación de la anterior, fue compuesta por Francisco Cervantes de Salazar, quien buscó deshacer cualquier posible ambigüedad respecto a la primacía de la dignitas que pudiera haber quedado en la obra de Pérez de Oliva, marcando así una evolución importante en la historia de la idea; la tercera, en el otoño del Renacimiento español, es la magna obra de fray Luis de León, De los nombres de Cristo, clave de la espiritualidad de la época de Felipe II, en la que el cristocentrismo luisiano subraya los caracteres específicamente religiosos de la miseria / dignitas hominis y se observa un prudente distanciamiento del optimismo que imperaba a principios del periodo; en cuarto lugar, ya en el Barroco, he escogido dos obras religiosas de la madurez de Quevedo (si bien la primera es la refundición de un opúsculo juvenil), La cuna y la sepultura y Providencia de Dios, representativas de la crisis de la época y en las que aunque en última instancia el autor se esfuerza en favorecer la dignitas, su pesimismo característico parece indicar otra cosa; en quinto, me ocupo de La vida es sueño (tanto la comedia como el auto sacramental), en la que Calderón lleva a escena el permanente conflicto entre la miseria y la dignitas hominis e intenta salvaguardar el delicado equilibrio entre ambas; por último, he elegido El criticón de Gracián, monumental suma barroca en la que el autor acaba haciendo una apología de la dignitas hominis en términos de un humanismo casi secular. Apenas hace falta decir que el examen de la miseria/dignitas hominis en cualquiera de estas obras bastaría, por sí solo, para un estudio independiente, pero lo que me interesa justamente es la evolución a largo plazo del binomio y ofrecer una visión de conjunto, histórica, que permita examinar su desarrollo general en los Siglos de Oro.

Ahora bien, en un mundo ideal, el historiador intelectual propone un objeto de estudio, muestra sus orígenes, estudia su evolución —lineal, progresiva, sin retrocesos ni vacilaciones— y, al final, obtiene conclusiones generales, diáfanas e incontrovertibles. Desgraciadamente, la historia de las ideas, como la historia a secas, se empeña en complicar las cosas a quien pretende encontrarle un sentido. Las ideas, como toda creación humana, son imperfectas y su desarrollo no es una límpida serie de estadios en la que cada uno es nítidamente distinto al anterior y señala un camino claro de evolución. A lo largo de su historia, una idea avanza, recula, a veces da grandes saltos hacia delante, luego parece retroceder a una etapa que se creía superada, se detiene, conoce periodos de transformación vertiginosa y después otros en que parece casi inmóvil, etc. Para cada hipótesis con pretensiones de generalización absoluta (típicamente, en este caso, la Edad Media es la edad de la miseria hominis; el Renacimiento, de la dignitas) sería sencillo reunir un puñado de ejemplos que la desmentiría. Por ello me ha parecido importante evitar ese tipo de juicios sumarios y observar en ocasiones los casos contrarios al lugar común. Esta precaución, sin embargo, no debería llevarnos al extremo opuesto: pensar que no es posible señalar líneas generales de evolución y negar que hay casos de obras que son más representativas del espíritu de una época que otras.

Por otro lado, si la miseria/dignitas hominis es realmente un asunto central en la obra de un determinado autor, no bastará, entonces, con consignarla y hacer un repaso somero de sus elementos; habrá que considerar los diversos factores que integran su concepto del hombre: sus creencias religiosas, sus presupuestos filosóficos, etc. Por esta razón, me he detenido en algunos aspectos relevantes que inciden en la concepción de la miseria / dignitas hominis (por ejemplo, el cristocentrismo de fray Luis o la noción de persona en Gracián). Tampoco he dejado de aludir, aquí y allá, a los factores específicamente históricos que afectaron el desarrollo del tema y que en un momento dado inclinaron la balanza hacia uno u otro lado. La miseria/dignitas hominis, como toda idea, no se desenvuelve en una inmaculada esfera de cristal, sino en el mundo, y está sujeta a la influencia de los acontecimientos históricos.

En el contexto de la cultura europea, particularmente renacentista, la miseria / dignitas hominis ha sido objeto de numerosos estudios, aunque sigue a la espera de la obra que intente hacer su historia general. Entre ellos habría que destacar los pioneros de Giovanni Gentile, Ernst Cassirer, Herschel Baker y, de manera especial, Eugenio Garin y P. O. Kristeller;12 posteriormente, los de Giovanni Di Napoli, Robert Bultot, Robert Javelet, Charles Trinkaus y Lionello Sozzi;13 más recientemente, habría que mencionar los de Jean-Luc Martinet y la realización de algunos congresos dedicados exclusivamente al tema que han resultado en la publicación de sendas actas.14 En el marco específico de los Siglos de Oro, la miseria/dignitas hominis ha recibido atención especial por parte de Otis H. Green, José Luis Abellán, Francisco Rico, María José Vega y Aurora Egido, entre otros.15

El libro está dividido en dos partes. En la primera, intento trazar a grandes rasgos la historia de la miseria/dignitas hominis desde sus orígenes hasta el Renacimiento; en la segunda, procuro hacer una lectura detenida de los textos áureos en torno al núcleo de la miseria/dignitas hominis.

Una aclaración para terminar. Que el principal estudio del hombre es el hombre mismo constituye la base de eso que nos empeñamos en seguir llamando humanidades, herederas de los antiguos studia humanitatis o letras de humanidad, cultura común que vincula a Pérez de Oliva a comienzos de los Siglos de Oro con Calderón o Gracián (o sor Juana) en las postrimerías. No es éste el lugar para lamentar una vez más el estado actual de las humanidades ni de extenderse en su no por muy deplorada menos verdadera crisis: desplazadas del centro del saber, marginadas en las escuelas, acomplejadas frente a otras ramas del conocimiento, desconfiadas de lo que constituye su esencia (la palabra), ignorantes con frecuencia de su origen, las modernas humanidades parecen seguir con la brújula perdida. Uno de los signos más inquietantes y significativos de este prolongado malestar es la creciente hiperespecialización académica en detrimento de estudios de espectro más amplio. Nadie, por supuesto, se opondría al necesario proceso de especialización de una disciplina. El problema empieza cuando se pierde de vista lo que constituía el principal objetivo de la empresa humanista. Joseph Perez lo ha resumido así:

La meta es llegar a un conocimiento tan completo como sea posible de lo que es útil saber al hombre para ser plenamente hombre. Es por esto que la cultura de los humanistas tiene pretensiones enciclopédicas —el ideal sería saber todo, como se ve en el programa que Rabelais fija a su Pantagruel— y, al mismo tiempo, se opone a una especialización excesiva. La cultura que recomiendan los humanistas tiene un valor en sí misma y es de entrada una cultura general en el sentido de que no es la propiedad exclusiva de un grupo restringido de profesionales del saber, de técnicos, de expertos.16

Conocer y, ante todo, conocerse para llegar a ser verdaderamente humano; conquistar (porque se trata, en verdad, de una conquista: homines non nascuntur sed finguntur, como predicó incansablemente Erasmo)17 la tan ansiada humanitas, la cualidad que nos aparta de las bestias; ese y no otro era el fin al que debían tender todos los estudios humanistas y que hoy, entre sus herederos, parece perdido en la tupida selva de la microespecialidad. El fenómeno, desde luego, oculta algo más. No es sólo el proceso natural de especialización del saber el que ha conducido a esto, sino que, frente a la incertidumbre que corroe los cimientos mismos de las humanidades, sus tímidos practicantes hemos corrido demasiadas veces a refugiarnos en la seguridad de un nicho reducido en el cual puede pasarse la vida sin enterarse de nada más. Todo moderno estudio humanístico debería preguntarse en qué medida se relaciona con el propósito esencial de los studia humanitatis y cuál es la trascendencia actual de su tema, si es que las humanidades (y en particular los estudios filológicos) han de ser hoy algo más que una curiosidad de museo o una rama del miniaturismo.

¿Hace falta decir ahora que creo que el estudio de la miseria/dignitas hominis en un puñado de autores de los Siglos de Oro sólo tiene sentido en la medida en que contribuya a aclarar la historia de una de las principales ideas que el hombre ha tenido sobre sí mismo, para estar en mejores condiciones de comprender en qué pueda basarse, hoy, una nueva dignitas hominis? Y acaso en esta búsqueda se encuentre ya parte de la respuesta, pues, como sabía bien Pascal —para quien, dicho sea de paso, la miseria/dignitas hominis no era un expediente retórico, sino una cuestión vital—, es en la facultad de pensar e interrogarse donde reside la grandeza de esta caña que somos.

No quisiera concluir este prólogo sin una nota de agradecimiento: este libro comenzó a fraguarse en El Colegio de México, mientras terminaba los cursos de doctorado; buena parte de la investigación y la redacción se llevó a cabo durante dos años en la Universidad de Harvard, y finalmente se revisó y corrigió en el Tecnológico de Monterrey. Sin el apoyo brindado por estas tres instituciones, no habría sido posible.

1 [¡Oh, Asclepio, el hombre es un gran milagro!] Asclepius, 6, Corpus hermeticum, 4 vols., edición crítica del texto de A. D. Nock, y traducido al francés por A.-J. Festugière, Les Belles Lettres, París, vol. II, 1972.

2 Cito la traducción de María Rosa Lida en su Introducción al teatro de Sófocles, Losada, Buenos Aires, 1944, p. 54.

3 Cito siempre la Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999.

4 Véase, respecto a la dignitas, Jean-Luc Martinet, “La questione ‘teorica’ della dignitas hominis”, en Immagini dell’uomo e transformazioni della storia nel Rinascimento. Per una interpretazione del moderno, edición de Achille Olivieri, Unicopli, Milán, 2000, pp. 73-100.

5 “Ciencia compuesta y adornada de la gramática, retórica, historia, poesía, antigüedades, interpretación de autores y generalmente de la crítica, con especulación general de todas las demás ciencias” (Diccionario de autoridades).

6 Véase Anthony Grafton, “The History of Ideas: Precept and Practice, 1٩٥٠-٢٠٠٠ and Beyond”, Journal of the History of Ideas, 67 (2006), pp. 1-32.

7 Cuyos antecedentes, en el caso de la dignitas, pueden buscarse en J. Kamerbeek Jr., “ ‘La Dignité humaine’. Esquisse d’une terminographie”, Neophilologus, 41 (1957), pp. 241-251, y Jean-Luc Martinet, “Una storia semantica della ‘dignitas hominis’ ”, en Immagini dell’uomo e transformazioni della storia nel Rinascimento, p. cit., pp. 55-71.

8 Véase A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine, Librairie C. Klincksieck, París, 1959, s. v. Decet, y Carmen Codoñer, “El concepto de dignidad del hombre en época romana”, en La dignità e la miseria dell’uomo nel pensiero europeo. Atti del Convegno internazionale di Madrid 20-22 maggio 2004, Salerno Editrice, Roma, 2006, pp. 87-107.

9 “Caesarem quoque pro sua dignitate debere et studium et iracundiam suam rei publicae dimittere neque adeo grauiter irasci inimicis ut, cum illis nocere se speret, rei publicae noceat […] Sibi semper primam fuisse dignitatem uitaque potiorem” (2 vols., texto revisado y traducido por Sebastián Mariner Bigorra, Alma Mater, Barcelona, 1959) [También en aras de la república debía César deponer, en prestigio propio, tanto su ambición como su resentimiento, y no enojarse contra sus adversarios tan enconadamente que, al intentar perjudicarles, perjudique a la república […] Para él siempre el honor había sido lo primero y más importante que la vida misma].

10 “Atque etiam si considerare volumus, quae sit in natura excellentia et dignitas […] Intellegendum etiam est duabus quasi nos a natura indutos esse personis; quarum una communis est ex eo, quod omnes participes sumus rationis praestantiaeque eius, qua antecellimus bestiis” (De officiis, traducción al inglés de Walter Miller, Heinemann / Harvard University Press, Londres / Cambridge, 1938) [Si queremos considerar la excelencia y la dignidad de la naturaleza humana […] Hemos de pensar también que la naturaleza nos ha dotado, por así decirlo, de una doble persona. Una es común a todos los hombres, como resultado de que todos somos partícipes de la razón y de la excelencia que nos sitúa por encima de los animales].

11 Una exposición moderna de la concepción religiosa puede verse en Christoph Schönborn OP, “L’Homme créé par Dieu: le fondement de la dignité de l’homme”, Gregorianum, 65 (1984), pp. 337-363.

12 Véase Giovanni Gentile, “Il concetto dell’uomo nel Rinascimento”, en Il pensiero italiano del Rinascimento,Opere complete, 55 vols., Sansoni, Florencia, vol. XIV, 1968, pp. 47-113; Ernst Cassirer, Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Emecé, Buenos Aires, 1951; Herschel Baker, The Dignity of Man. Studies in the Persistence of an Idea, Harvard University Press, Cambridge, 1947; Eugenio Garin y Lionello Sozzi, La “dignitas hominis” e la letteratura patristica / La “dignitas hominis” dans la littérature française de la Renaissance, edición de D. Cecchetti, G. Giappichelli, Turín, 1972, pp. 11-50; P. O. Kristeller, Renaissance Thought and Its Sources, Columbia University Press, Nueva York, 1979, pp. 169-181.

13 Véase Giovanni Di Napoli, “ ‘Contemptus mundi’ e ‘dignitas hominis’ nel Rinascimento”, en Studi sul Rinascimento, Giannini Editori, Nápoles, 1973, pp. 31-84; Robert Bultot, “Mépris du monde, misère et dignité de l’homme dans la pensée d’Inocent III”, Cahiers de Civilisation Médiévale, 4 (1961), pp. 441-456, y “La ‘Dignité de l’homme’ selon S. Pierre Damien”, Studi Medievali, 13 (1972), pp. 941-966; Robert Javelet, “La Dignité de l’homme dans la pensée du XIIe siècle”, en De dignitate hominis. Mélanges offerts à Carlos-Josaphat Pinto de Oliveira a l’ocassion de son 65e anniversaire, edición de Adrian Holderegger, Ruedi Imbach y Raúl Suárez de Miguel, Universitätsverlag / Verlag Herder, Friburgo y Viena, 1987, pp. 39-87; Charles Trinkaus, In Our Image and Likeness, 2 vols., Constable, Londres, 1970, y “Renaissance Idea of the Dignity of Man”, en Dictionary of the History of Ideas, 4 vols., edición de Philip P. Wiener, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1973, vol. IV, pp. 136-147, y Lionello Sozzi, “Un désir ardent”. Études sur la dignité de l’homme à la Renaissance, Il Segnalibro, Turín, 1997.

14La Dignité de l’homme. Actes du Colloque tenu à la Sorbonne-Paris IV en novembre 1992, edición de Pierre Magnard, Champion, París, 1995, y La dignità e la miseria dell’uomo nel pensiero europeo. Atti del Convegno internazionale di Madrid 20-22 maggio 2004, op. cit.

15 Cito sólo los trabajos de alcance más general: Otis H. Green, España y la tradición occidental, 4 vols., Gredos, Madrid, vol. II, 1969, pp. 140-165; José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, 5 vols., Espasa-Calpe, Madrid, vol. II, 1979, pp. 148-161; Francisco Rico, “ ‘Laudes litterarum’. Humanismo y dignidad del hombre en la España del Renacimiento”, en El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Destino, Barcelona, 2002, pp. 163-194, y El pequeño mundo del hombre, Destino, Barcelona, 2005, pp. 107-124; María José Vega, “Miseria y dignidad del hombre en el Renacimiento: de Petrarca a Pérez de Oliva”, Ínsula, 674, febrero de 2003, pp. 6-9 (el número está dedicado en su totalidad al tema y contiene varios trabajos de interés), y Aurora Egido, Humanidades y dignidad del hombre en Baltasar Gracián, Universidad de Salamanca, Salamanca, 2001.

16 Traduzco de “L’Humanisme: essai de définition”, en De l’Humanisme aux Lumières. Études sur l’Espagne et l’Amérique, Casa de Velázquez, Madrid, 2000, p. 171.

17 “Los hombres no nacen sólo; sino que son formados.” [De cómo los niños han de ser precozmente iniciados en la piedad y en las buenas letras, en Obras escogidas, Aguilar, Madrid, 1956, p. 925.]

PRIMERA PARTE

HACIA UNA HISTORIA DE LA MISERIA / DIGNITAS HOMINIS

I. Orígenes clásicos y bíblicos

1. Antigüedad clásica

Los orígenes de la miseria y la dignitas hominis se encuentran en la tradición clásica y en la Biblia. En el caso de la primera, ya en el siglo V a.C. podemos encontrar un discurso bien articulado acerca de aquellas cosas que hacen miserable al hombre y, sobre todo, de las que constituyen su dignidad y lo colocan por encima de los animales. Podría hablarse, entonces, de una miseria/dignitas hominis estrictamente clásica. Ésta, enriquecida de manera decisiva por una serie de nociones bíblicas durante la patrística, dará lugar a sus versiones medievales y renacentistas más conocidas.

Si bien sería posible rastrear los antecedentes de esta miseria/dignitas clásica hasta Homero,1 es quizá en Píndaro en donde, como resultado de sus preocupaciones religiosas en torno a las relaciones entre los dioses y los mortales, encontramos por primera vez la idea del hombre escindido entre dos extremos,2 fundamental para la futura dialéctica del binomio miseria/dignitas. La Nemea VI, que data del año 465 a.C., comienza:

Una sola es la raza de los hombres y de los dioses; el aliento de

[ambos procede

de una única madre, mas nos separa el distinto reparto

de todos los poderes, pues nada somos los unos, mientras que el

[cielo broncíneo

permanece eternamente

como sede firme de aquéllos. Aun así, en algo nos acercamos

a los inmortales, ya sea en superioridad de espíritu, ya en nuestra

naturaleza [1-5].3

El hombre es nada, ciertamente, pero su origen divino lo hace participar de algún modo de la grandeza de los inmortales; el hombre, pues, es esa singular criatura que es grande y miserable a la vez.4

Con el tiempo, la capacidad racional del hombre, en tanto rasgo que lo distingue fundamentalmente de los animales, se convertirá en la piedra angular de la dignitas hominis clásica. Quizá este proceso comenzó con Alcmeón de Crotona, filósofo presocrático, que observó que justamente era la razón lo que diferenciaba al ser humano de las bestias.5 Más tarde, Anaxágoras (II, núm. 668) sostuvo que el hombre era el más inteligente de los seres vivos a causa de tener manos, antecedente de uno de los topoi predilectos de la dignitas hominis, el elogio de la mano, en la que se cifraría su capacidad de transformar al mundo.

La sofística (a diferencia de la filosofía presocrática, más preocupada por el cosmos y la naturaleza) hizo del hombre el centro de sus reflexiones, como queda de manifiesto en la famosa frase de Protágoras.6 Aunque de su obra no llegaron hasta nosotros sino algunos fragmentos, podemos recurrir al diálogo platónico que lleva su nombre para saber más acerca de sus ideas antropológicas. En él pretende mostrar a Sócrates que la virtud política puede ser enseñada y con este propósito narra el mito de Epimeteo y Prometeo (320c-322d).7 Toda la narración, envuelta en la noción de progreso, enfatiza los atributos que apartan al ser humano de los animales y le conceden un lugar especial, sobreponiendo así sus méritos a sus defectos.

Protagórico, de hecho, con su énfasis en el hombre, su concepción de progreso y su acento en la política, es el trasfondo intelectual de la expresión más famosa de la dignitas hominis en la literatura griega, el primer estásimo de la Antígona de Sófocles, que vale la pena citar in extenso:8

Muchos son los portentos,

pero nada más portentoso que el hombre.

Éste, aun en el ábrego invernal, cruza el mar gris,

pasando por las olas que se abren profundas alrededor;

y a la más alta de las diosas, a la Tierra

—inmortal, infatigable—,

agota año tras año con el ir y venir del arado,

con el revolver de los caballos.

La tribu leve de las aves,

el tropel de las fieras salvajes y las criaturas del mar

envuelve en redes entretejidas de mallas, y lleva cautivas

el hombre, sapientísimo.

Con sus astucias vence la fiera que vive en los campos y recorre la

[montaña;

somete al yugo que le rodea la cerviz al crinado caballo,

y al incansable toro montaraz.

Y se ha enseñado la palabra,

y el pensar, ligero como el viento, y el impulso que ordena las

[ciudades.

Y, munido para todo,

aprendió a huir los dardos de los hielos, crudos a la intemperie,

y los de malignas lluvias.

Hacia todo futuro

marcha munido: sólo para la muerte no hallará huida,

aunque ha discurrido la fuga de innumerables enfermedades.

Poseedor de arte ingeniosa

—sabiduría que supera a la esperanza—,

se desliza unas veces al bien, otras al mal.

Si enlaza las leyes de su tierra

y la justicia jurada por los dioses,

alto está en la patria.

Pero no tiene patria quien por audacia se acompaña del mal.

No esté junto a mi hogar,

ni piense igual que yo quien tal hace [334-375].9

Varios de los elementos clásicos de la dignitas hominis están ya presentes aquí: el dominio del hombre de la naturaleza, su superioridad frente a las demás criaturas en virtud de su inteligencia y el uso del lenguaje y el pensamiento. No falta tampoco la noción religiosa de que el ser humano tiene la posibilidad de elegir entre el bien y el mal y que un exceso de osadía (hybris) puede perderlo.10

En su Memorabilia (I, IV, 11-14), Jenofonte refiere una discusión en la que Sócrates intenta convencer al incrédulo Aristodemo de que el hombre ha sido privilegiado por los dioses. Los argumentos que enumera, entre los que se encuentran varios que aparecen también en los elogios del hombre en la tragedia, muestran la temprana configuración de un discurso sobre la grandeza humana alrededor de ciertos tópicos: la posición erguida, que le asegura una mejor visión de las cosas; las manos; el lenguaje; la actividad sexual, no confinada a una sola estación, y, lo más importante, un alma (psiqué) noble, pues sólo el hombre es capaz de reconocer y reverenciar a los dioses, y sólo su alma puede prevenir el hambre y la sed, las inclemencias del tiempo, la enfermedad, y ser capaz de recordar.

Que la verdadera dignidad humana radica en el alma y no en el cuerpo será reafirmado por Platón (con consecuencias definitivas, pues será fundamentalmente platónica la argumentación agustiniana, patrística y humanista en torno a la dignitas hominis). Mientras que el cuerpo está del lado de lo mortal e irracional, el alma lo aproxima a lo divino e inmortal (Fedón, 80b). La teoría del amor expuesta en el Banquete es en sí misma un programa para que el ser humano se desarrolle plenamente. Sólo cuando el hombre ha vencido sus impulsos inferiores y logrado imponer su mejor naturaleza (pues el hombre tiene la libertad de elegir entre sus distintas inclinaciones), alcanza su verdadera grandeza. Y al que lo ha logrado, “al que ha engendrado y criado una virtud verdadera, ¿no crees que le es posible hacerse amigo de los dioses y llegar a ser, si algún otro hombre puede serlo, inmortal también él?” (Banquete, 212a).11 En la República (588c-589b), Platón recurre a la alegoría para explicar el alma humana: el ser humano tiene en su interior una bestia de muchas cabezas, un león y un hombre. El que favorece la injusticia no hace sino alimentar a la bestia y al león y debilitar al hombre; el que, por el contrario, favorece la justicia, hace prevalecer al hombre sobre las fieras. Esto es, el ser humano posee en sí mismo diversas posibilidades: puede librarse a sus instintos y pasiones y ser simplemente una bestia con apariencia humana; sin embargo, puede también someter sus impulsos irracionales, cultivar al hombre interior y alcanzar entonces la verdadera humanidad (una humanidad que, al desarrollar su mejor parte, se aproxima mucho a lo divino). Todo esto irá a parar a la famosa imagen final del Timeo (90): el hombre es una planta celeste, pues su alma racional, raíz divina cuya sede es la cabeza, lo llama hacia el cielo. Sin embargo, la importancia de Platón no está sólo del lado de la dignitas hominis. El Fedón ha sido considerado el primer ejemplo del género consolatorio,12 medio de transmisión ideal de la miseria hominis, que consiste básicamente en tratar de aliviar las desdichas de la existencia humana. Al observar las penurias a las que está sujeta el alma en esta vida por culpa del cuerpo y la liberación que trae consigo la muerte, Sócrates elabora un catálogo de las miserias del hombre y marca el camino que habrán de seguir futuros escritos consolatorios, notoriamente el seudoplatónico Axíoco, quizá compuesto hacia el siglo I a.C., en el que Sócrates trata de reconfortar al protagonista del diálogo, primero haciéndole ver las miserias de esta vida y luego hablándole de las dichas de la ultraterrena.

Platónicos y consolatorios son los orígenes del tema de la miseria y la dignidad del hombre en Aristóteles, cuyo Eudemo, diálogo perdido de juventud compuesto a raíz de la muerte de su homónimo compañero de la Academia, parece depender en varios puntos del Fedón. En uno de los fragmentos conservados (Plutarco, Consolación a Apolonio, 115b-e) cita el mito de Midas y Sileno (uno de los lugares comunes de la miseria hominis), cuya conclusión es que el bien supremo para los humanos es no haber nacido o, en su defecto, morir lo antes posible. Para el primer Aristóteles parece claro que la vida del hombre, sujeta a innumerables desgracias, no puede dejar de ser vista con pesimismo, pero esta actitud, según Werner Jaeger, contrasta con su “optimismo metafísico-religioso, que brilla sobre toda la pobreza y toda la miseria de este mundo, y pugna por llevar con el puro intelecto, a través de este reino de las apariencias, hasta la meta que nos hace señas desde la vida inmortal”.13 Porque es naturalmente a través de la mente (nous) y la inteligencia, que el ser humano puede trascender su miseria y ascender a lo más alto. Es ahí donde radica su posibilidad de grandeza. Esta idea fundamental de sus años platónicos no lo abandonará nunca y volverá a ella más tarde en la conclusión de la Ética nicomaquea:

Si, pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; pues, aun cuando esta parte sea pequeña en volumen, sobrepasa a todas las otras en poder y dignidad [1177b 30-1178a].14

Otra contribución aristotélica para la noción de la dignitas hominis es la idea de la escala de los seres según las potencias del alma (nutritiva, sensitiva, desiderativa, motora y discursiva). Los que se encuentran en las posiciones más bajas sólo poseen una, mientras que los que ocupan los lugares superiores gozan de todas. Las plantas, por ejemplo, están confinadas a la nutritiva; el hombre, en cambio, el ser mejor dotado, posee el privilegio de la razón (Acerca del alma, 414a 30-414b 15).

Entre las escuelas de la filosofía helenística, la estoica fue la que más contribuyó a la dignitas hominis. Para su fundador, Zenón de Citio, en tanto partícipe del logos que gobierna el mundo, el ser humano se distingue radicalmente del resto de las criaturas y se aproxima a la divinidad. Como repetirán una y otra vez las posteriores generaciones de estoicos: cuando el hombre se conforma a la voluntad de la naturaleza y actúa apegado a la razón (que es lo mismo), entonces logra todo su potencial y se redime de su fragilidad corporal. La Estoa media (ss. II-I a.C.), a través de filósofos como Panecio de Rodas y Posidonio,15 profundizó en esta noción.

Cicerón fue el responsable de difundir estas ideas en el mundo romano. Autoridad predilecta del humanismo renacentista, su obra es el vínculo entre éste y el pensamiento griego y, del lado de la tradición clásica, la que mayor influencia ejercería en su concepto de la dignitas hominis. Ésta parte de la noción misma de humanitas, aquello que hace verdaderamente humano al hombre. El diálogo Sobre la República inicia con la convicción de que el hombre debe ser el objeto central de la filosofía y, tras una concesión a la idea de la miseria respecto a la caducidad humana y la pequeñez de la Tierra (I, 26), sostiene cuál es la meta que debe perseguir y el medio para alcanzarla:

¿Qué mando supremo militar, qué magistratura civil, qué reino puede ser más insigne que el que posee quien desprecia todo poder humano, y juzgándolo todo inferior a la sabiduría, solamente dirige su ánimo hacia lo que es eterno y divino? ¡Aquel que está persuadido de que aunque muchos se llaman hombres, lo son únicamente los que han logrado perfeccionarse por las artes humanas! [I, 28].16

El diálogo complementario, Sobre las leyes, amplía el tema:

Este animal previsor, perspicaz, múltiple, agudo, dotado de memoria, lleno de razón y de inteligencia, al que llamamos hombre, ha sido creado por el Dios supremo en una condición especialísima. Entre todas las especies animales y de seres vivos él solo está dotado de conciencia y de pensamiento, careciendo de ello todos los demás. ¿Hay algo, no diré en el hombre, sino en todo el conjunto de cielo y tierra, más divino que la razón? [I, 22].17

El elogio continúa en términos que conocemos bien: el parentesco entre el hombre y la divinidad; la naturaleza al servicio del hombre; el descubrimiento de las artes; la excelencia del pensamiento y los sentidos humanos; la posición erguida; etc.

En Sobre la naturaleza de los dioses (II, 16), Balbo, portavoz del estoicismo, introduce un matiz importante en el concepto de la preeminencia humana. Es cierto que el hombre es el único ser dotado de razón y que en ella radica toda su majestad, pero sería arrogante creer que no hay en el mundo algo mejor que él, y ese algo es Dios. Ahora bien, el hombre, junto con la divinidad, constituye el eje del mundo en virtud de la razón. Hacia el final de su discurso, la loa al hombre se transforma en una verdadera apoteosis:

Del mismo modo, todo dominio sobre los bienes terrestres se da en el hombre: nosotros gozamos de las llanuras y los montes, nuestros son los arroyos, nuestros los lagos, nosotros sembramos las mieses, nosotros los árboles, nosotros damos fecundidad a las tierras mediante conducciones de agua, nosotros contenemos, dirigimos y desviamos los ríos. Con nuestras manos, en fin, nos proponemos crear así una segunda naturaleza dentro del mundo de la naturaleza. Pues bien, ¿no ha llegado a adentrarse hasta el cielo la razón humana? Porque, entre los seres vivos, sólo nosotros hemos llegado a conocer las salidas, las puestas y el curso de los astros. El linaje de los hombres es el que ha delimitado la duración del día, la del mes y la del año, el que ha llegado a conocer los eclipses de sol y los de la luna, prediciendo para toda la posteridad cuáles, cómo y cuándo iban a suceder. Al contemplar esto, el espíritu accede al conocimiento de los dioses, del que se origina la piedad, a la que está unida la justicia y las restantes virtudes; sobre éstas se basa una vida apacible, par y similar a la de los dioses, que no cede ante los celestes en ninguna cosa salvo en lo que se refiere a la inmortalidad, la cual nada tiene que ver con el vivir bien. Una vez expuestas estas cosas, me parece haber enseñado suficientemente en cuánto aventaja la naturaleza del hombre a todos los seres vivos [II, 152-153].18

Acaso sea éste el pasaje ciceroniano en el que la exaltación del hombre alcanza su punto más alto. El elogio de la mano, cuyos orígenes hemos visto en Anaxágoras, se transforma en elogio del hombre en su totalidad. Amo y señor de la naturaleza, es de hecho el creador de una segunda naturaleza. Es el homo faber, capaz de modificar su entorno mediante sus habilidades manuales. Conocedor, además, de los secretos celestiales, su vida es semejante a la de los dioses.

En su última obra, Sobre los deberes (basada en un tratado perdido de Panecio), Cicerón se ocupa de manera más sistemática de aquello que constituye la dignidad del hombre. Ésta se encuentra estrechamente relacionada con el decorum, que se divide en dos clases, uno general y otro subordinado: “El primero suele definirse: decoro es todo lo que se halla conforme con la excelencia del hombre precisamente en aquello que su naturaleza lo distingue de los demás animales” (I, 96).19 Los animales buscan instintivamente el placer, pero el hombre tiene un fin más alto:

Si queremos considerar la excelencia y la dignidad de la naturaleza humana, veremos la torpeza y la vergüenza que es desbordarse en la lujuria y vivir voluptuosa y muellemente; y, por el contrario, qué honesto es llevar una vida módica, temperante, austera y sobria. Hemos de pensar también que la naturaleza nos ha dotado, por así decirlo, de una doble persona. Una es común a todos los hombres, como resultado de que todos somos partícipes de la razón y la excelencia que nos sitúa por encima de los animales y de donde procede toda especie de honestidad y decoro, y se deduce el método que lleva a la investigación y al hallazgo del deber [I, 106-107].20

Es decir, más allá de las cualidades individuales que distinguen a los hombres entre sí, hay una que es común a todos y que los hace superiores a los animales. Y esta cualidad es la razón.

La síntesis entre la filosofía griega y la fe judía comenzó a operarse en la obra de Filón de Alejandría. Al leer el Génesis en términos platónicos en Sobre la creación del mundo,21 abrió un capítulo decisivo en la construcción de la dignitas hominis. Ésta se origina, no en un argumento humano (como podría ser atribuir un valor especial a la razón), sino en la incontrovertible afirmación divina de que el hombre fue hecho a su imagen y semejanza (Génesis, 1, 26). Lo que resta es averiguar en qué consisten éstas. No tienen que ver, desde luego, con su forma corporal, sino con la mente. Éste es el punto clave, pues, como observó Jean Daniélou,22 al identificar el εἰκών con el νοῦς, Filón inauguró una teología. Ahora bien, sólo cuando el hombre es bueno y piensa con rectitud se le puede asociar con Dios. Filón distingue con precisión entre el hombre hecho de tierra (Génesis, 2, 7) y el hecho a imagen y semejanza de Dios: el primero posee cuerpo y alma, es hombre o mujer y mortal por naturaleza; el segundo es la idea, el arquetipo del hombre. Sin embargo, a pesar de estar hecho de tierra, el primero posee algo de divino, pues fue animado por el aliento de Dios. Por eso es que el hombre puede ser considerado como la frontera entre lo mortal y lo inmortal, mortal en cuanto al cuerpo e inmortal respecto a la mente.

Hemos visto ya, a propósito de Platón y Aristóteles, la importancia que tuvo el género consolatorio como vehículo de la miseria hominis. Acaso éste se haya consolidado hacia el siglo III a.C., con el tratado perdido Sobre el duelo del académico Crántor. En el siglo I d.C., en las Consolaciones de Séneca, primeras entre sus obras que han llegado hasta nosotros, la miseria hominis aparece ya como un recurso retórico perfectamente configurado cuyos ecos van a escucharse hasta Pascal: “¿Qué es el hombre? Un frágil vaso expuesto a cualquier rotura y caída. No hay necesidad de una gran tempestad para que desaparezcas: donde quiera que sufras un embate, te desvanecerás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo débil, frágil, desnudo, sin defensas naturales, necesitado de la ayuda de los otros, expuesto a todas las ofensas de la fortuna” (Consolación a Marcia, 11, 3).23 Sin embargo, puesto a escoger entre la miseria y la dignidad, Séneca hubiera elegido esta última, como de hecho lo hace en sus obras filosóficas. En Sobre el ocio (5, 4) se recuerda que el hombre ha sido colocado en el centro del universo para que pueda contemplar mejor las maravillas de la naturaleza, así como fue hecho erguido y con la cabeza en la parte más alta para mirar el cielo, como ya había afirmado Ovidio (Metamorfosis, I, 85-88). Esta confianza en la dignidad del hombre se reitera de diversas formas en las Epístolas a Lucilio:

La naturaleza nos creó de gran ánimo, y así como a ciertos animales les dio la fiereza, a otros la astucia y a otros el miedo, así nos dio a nosotros un espíritu glorioso y elevado, que busca dónde vivir con mayor honestidad y no con mayor seguridad, muy semejante al mundo, al que sigue y emula cuanto es posible a los pasos de los mortales. Se manifiesta, busca ser alabado y admirado. Es el señor de todas las cosas y está sobre todas; así es que a ninguna cosa ha de someterse, nada ha de parecerle pesado, ni capaz de doblar a un hombre [CIV, 23-24].24

El punto de comparación, como en el caso de Cicerón, vuelven a ser los animales, que si bien aventajan al hombre en ciertos aspectos, éste los supera en virtud de su espíritu.

Una postura en apariencia diametralmente opuesta sostendría Plinio, que con el tiempo se convertiría en una de las máximas autoridades clásicas de la miseria hominis. Al principio del libro VII de su Historia natural, con palabras que serían citadas y parafraseadas hasta el cansancio en los siglos por venir, lamenta el desamparo del hombre:

El primer lugar […] Porque, lo primero, a él sólo entre todos los animales, siéndole estraña [la naturaleza], viste de agenas riquezas […] Al hombre sólo arroja el día de su nacimiento, desnudo, en la tierra desnuda, para que grite, llore y derrame lágrimas y, éstas, luego, en el principio de la vida […] Ansí que este hombre de próspero nacimiento yace tendido, atado de pies y manos, llorando, siendo el que ha de mandar a todos los otros animales, y comienza de tormentos la vida por sólo que nació […] Los demás animales tienen sus particulares naturalezas. A unos es propria la ligereza, a otros el bolar, a otros grandes fuerzas, con otros se nace el nadar, mas el hombre ninguna cosa sabe sin aprendella, no habla, no anda, no come y, en suma, no saca del vientre, sabido, sino llorar. Y, ansí, ha havido muchos que dixeron ser lo mejor, o no nacer, o morir muy presto [VII, 2-4].25

No obstante, cuando apresuradamente se le califica como pesimista, se suele perder de vista el concepto estoico de la naturaleza que preside su obra.26 La naturaleza estoica, con su alto contenido de antropocentrismo, no admite un pesimismo extremo. Plinio explícitamente afirma que el hombre ocupa el primer lugar entre los animales y que todo parece haber sido hecho en su beneficio. Más que tener un concepto enteramente negativo del ser humano, para él representa una paradoja: centro del mundo y superior a los animales, es más frágil que ellos en muchos aspectos. La conciencia de esta debilidad, sin embargo, no invalida la convicción fundamental de su valor.

La dignitas hominis encontraría una de sus expresiones canónicas en el Corpus hermeticum, conjunto de textos filosófico-religiosos compuesto entre los siglos II y III. Allí, en el Asclepio, aparece el famoso “magnum miraculum est homo” (6), retomado por Ficino y Pico, entre otros, durante el Renacimiento. Ya desde el primer tratado, conocido como el Poimandres, se subraya la preeminencia del hombre en el mundo (12). El hombre posee plenos poderes sobre el resto de las criaturas mortales, desposeídas de razón (14), y su fin último, de naturaleza mística, es reintegrarse al Padre (26). Dios ha creado al hombre para que sea testigo de sus obras y ornamento del mundo, y si el mundo le lleva ventaja por ser eterno, el hombre lo supera en virtud de la razón y el intelecto (IV, 2). El hombre, de hecho, puede ser considerado superior a los dioses (aquel que verdaderamente merece ese nombre, o sea, el que posee