Mitología Romana - Javier Tapia - E-Book

Mitología Romana E-Book

Javier Tapia

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"Roma es hoy", nos dice el Dr. Tapia, "porque la mitología romana está presente en todo: en el lenguaje, en el calendario, en las estrellas y en los planetas; en la taxonomía y orden de las cosas; en el nombre de los días, en las religiones judeocristianas; en el Antiguo y en el Nuevo Testamento; en nuestra forma de hacer y de pensar y, por supuesto, en el amor, que no es otra cosa que decir Roma de manera inversa." Comparándola con la Inglaterra del siglo XIX, Roma es hoy, diría también Edward Thompson, el prestigioso historiador inglés, con unas cuantas diferencias debidas a la tecnología, pero, por el resto, el modelo de las sociedades modernas es Roma la Eterna. Incluso con la diversificación del mundo, sus guerras y las nuevas y viejas fronteras. Porque la expansión de las religiones judeocristianas, y de la católica principalmente, sigue siendo en buena medida una expansión de la mitología romana y su anterior Imperio mucho más allá de lo que pudiera haber imaginado nunca la mitología griega. Si creías que la mitología romana es una simple copia de la mitología griega, debes leer este libro. Te llevarás varias sorpresas.

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2022

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© Plutón Ediciones X, s. l., 2022

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: [email protected]

http://www.plutonediciones.com

Impreso en España / Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-19087-50-8

Para el Dr. Simone Belli,

seguidor y estudioso

de las emociones.

Prólogo: Historia y mito, más allá de la copia de la mitología griega

La primera idea que nos viene a la cabeza cuando oímos hablar de la mitología romana es que no es más que una mala copia de la mitología griega; una suplantación de nombres y hasta una moda que llegó para quedarse en el Imperio. Ya que, tras unos cuantos años, los romanos la adoptaron del todo, y muchos de ellos ni siquiera sabían que provenía de Grecia y la daban por suya de siempre y para siempre, con un Júpiter Tronante eternamente a la cabeza.

Para autores como Edith Hamilton, casi todas las mitologías del mundo tienen rasgos comunes, por lo que la presunta y simple copia de la mitología griega para convertirla en mitología romana es algo más: una conquista, una absorción, una asimilación de una mitología ajena para hacerla propia.

La mitología griega ofrecía un orden y unas jerarquías que no ofrecían los antiguos dioses puramente romanos, ya que los griegos, que no tenían vocación de imperio, sí tenían un orden jerárquico propio de los imperios entre sus dioses: Zeus mandaba e imponía, obligaba a una moral y a un comportamiento que él no cumplía y se autoproclamaba el dios más elevado del universo. Mientras que la Roma anterior a la absorción de las creencias griegas sí tenía una vocación claramente imperial que pretendió desde un principio dominar a todo el mundo conocido, imponiendo su lengua, sus leyes y sus creencias al resto de los pueblos; no tenía entre sus dioses a ningún tirano primordial que estuviera por encima del resto.

Zeus se convierte en Júpiter, con todos sus atributos y alguno más, y la maternal aunque celosa y caprichosa Hera se convierte en Juno, más astuta, más poderosa, más autónoma e incluso más resolutiva, como correspondía a buena matrona romana.

No solo hay una absorción ad hoc con el sentido imperialista y republicano de Roma ni un simple cambio de nombres, sino toda una intención clara de transformar el pensamiento grecolatino de la época, algo que quizá nunca se logró del todo.

Setecientos años antes de nuestra era, todo el sur de la península itálica era griego, perteneciente a la Magna Grecia. Nápoles, Sicilia y Calabria hablaban en griego y, si bien fueron conquistadas y dominadas por los romanos, tardaron muchos siglos en dejar de ser griegos deudores de Zeus y al poderoso Júpiter prácticamente nunca lo veneraron, e incluso no lo conocieron. En nuestros días, muchos de esos habitantes calabreses, sicilianos y napolitanos no se sienten italianos y mucho menos romanos, y sus lenguas y dialectos siguen siendo en buena medida grecolatinos y no italianos.

El dios Jano, por ejemplo, es anterior a la integración de la mitología griega en Roma, y para los italianos de ayer y de hoy sigue siendo muy importante porque es el que abre las puertas a la fortuna y la cierra a los enemigos, el de los finales felices a pesar de lo amarga que haya sido la experiencia y, más modernamente, el inventor del dinero, la nueva riqueza, justo cuando se funda Roma. Para Ovidio, el dios Jano representaba algo más esotérico y elevado, como ser el guardián de las puertas del Universo, desde las que protegía al mundo entero de los ataques de las estrellas, ya fueran meteoros o entidades malignas y aviesas.

El dios Jano. L’antiquité expliquée et représentée en figures,por Bernard de Montfaucon

Sin embargo, Jano, a pesar de sus atribuciones mundanas y espirituales, no es un dios que mande y decida; carece de esa jerarquía propia de los imperios o de los dioses en otras mitologías, y, como Prometeo, y salvadas todas las distancias, es más del pueblo que de los que mandan y gobiernan.

En otras palabras, Jano, el de las Dos Caras, no es un dios griego con otro nombre, ni siquiera un Titán, sino un dios del todo romano y quizá etrusco, perteneciente a la mitología romana arcaica, original y sin reminiscencias del mar Egeo.

Por cierto, al dios Jano le debemos el nombre del mes de enero, impuesto por los romanos en el calendario desde hace más de dos mil años.

De hecho, y a pesar de haber sido absorbida y puesta de moda, la mitología griega convertida en mitología romana no fue en absoluto la única religión del Imperio romano, y los dioses y sus atribuciones se mezclaban con muchos otros dioses, como Quirino, Enki, Eli y Mazda; algunos provenientes de culturas tan antiguas como los sumerios; y otros, de los pueblos que los romanos iban conquistando y sometiendo gradualmente.

La idea de una religión única que se impusiera en todo el Imperio es tardía, hasta el siglo IV de nuestra era; si bien es cierto que la propia mitología romana fue convertida en religión oficial del Imperio. Esto es algo que a los atenienses no se les había ocurrido hacer con la mitología griega, la cual era seguida pero no conformaba parte legal con las ciudades-estado de Grecia.

Poco a poco, dentro de las instituciones romanas se intuyó la necesidad de una religión única, legal y obligatoria que cohesionara todo el Imperio, con lo que la nueva religión única bien podría ser monoteísta.

Calígula, siguiendo la moda del monoteísmo que empezaba a fraguar en Roma por la difusión fanática que hacían del mismo los judíos y los primeros cristianos, decidió ser él ese único dios, y mandó poner su rostro en las estatuas de Júpiter, Apolo, Mercurio y hasta Plutón, sin olvidarse de también poner su faz en algunas de las diosas femeninas.

Roma era entonces todo el mundo conocido, y quien nacía en Marruecos podía considerarse perfectamente romano, porque a Roma le importaba más el mito de su fundación y destino universal que saber de dónde venía el ser humano y cómo se había creado el Universo.

Los dioses de todo ese mundo conocido, y algunos más, eran sus dioses por absorción, apropiación o sincretismo; en una libertad religiosa, que no material, que no se ha vuelto a dar en el planeta. Pues todas las creencias y mitos eran aceptados y respetados y nadie era perseguido por sus creencias, sino adoptado y asimilado en el grueso de la mitología romana.

Roma es hoy, diría Thompson, el prestigioso historiador inglés, con unas cuantas diferencias debidas a la tecnología. Pero por el resto, el modelo de las sociedades modernas es Roma la Eterna, incluso con la diversificación del mundo, sus guerras y las nuevas y viejas fronteras; porque la expansión de las religiones judeocristianas, y de la católica principalmente, siguen siendo en buena medida una expansión de la mitología romana y su anterior imperio, mucho más allá de lo pudiera haber imaginado nunca la mitología griega.

I: Del mito a la religión

La Mentira,

tanto si se niega como si se apoya,

siempre crece,

pues basta con mencionarla

para que se haga fuerte.

J.T.

Se dice que la memoria social o grupal no dura más de dos semanas, y a menudo solo un par de días, si se produce o publicita un suceso que desbanca al suceso anterior en la memoria de los hombres. Con lo que hay mitos y leyendas milenarias que desaparecen de un día para otro; y hay tradiciones, a las que se les da una importancia y hasta falsa historia, que nacieron hace apenas unas horas pero que han tenido una aceptación social en masa.

La superstición y la ignorancia o ingenuidad han nutrido al mito, y el mito ha nutrido a las grandes religiones, desde las más salvajes y sangrientas hasta las que parecen blancas, puras y buenas. Ya que, en todos los casos, ha habido una aceptación social, un entendimiento tácito entre quien produce la mentira y quien la escucha, cree en ella y la reproduce, sea cual sea.

Creer o no creer: he ahí el dilema. No importa cuál sea el mito, la noticia o supuesta e incluso real tradición. Con el agravante de que hay creencias que permanecen, por absurdas o racionales que parezcan, mientras que otras creencias, absurdas o racionales, duran muy poco, desaparecen del todo o dejan algunas reminiscencias sin la mayor importancia; tanto en lo que se refiere o pretende como elevado como en lo más vulgar. Ya nadie sigue con entusiasmo el culto de castración de Ío, pero fue muy popular desde la antigüedad hasta el siglo III o IV de nuestra era; de la misma forma que ya nadie usas pantalones acampanados.

Hay mitos, sólidos o etéreos, que permanecen en el tiempo; mitologías que parecen eternas, como la mitología romana, de la misma manera que hay mitos y leyendas que se olvidan, que pasan de moda a pesar de la importancia o aceptación social que tuvieron en su momento.

Las grandes religiones como el islam, el catolicismo o el budismo siguen teniendo miles de millones de seguidores, y han sustituido, aunque no del todo, a las mitologías del pasado, sin ser más o menos absurdas y contradictorias unas y otras. Entre otras cosas, porque no dependen de racionalidad alguna, sino de la capacidad de sus mitos de introducirse en la emocionalidad humana, la cual, como buena emoción o sentimiento, es volátil y cambiante.

Se ama lo que se ama, y con intensa pasión, hasta que deja de amarse, y lo que era un universo de emoción positiva puede convertirse en celos asesinos, desprecio total, venganza y hasta asesinato, lo más negativo.

Los ancianos saben que hasta el amor más intenso y el dolor más agudo se olvidan —tarde o temprano, pero se olvidan—, y lo que sobrevive o se recuerda ya no es lo que era, porque lo que verdaderamente subyace es el mito.

Cupido luchando contra su hermano Anteros (Eros y Anteros, de Camillo Procaccini)

El amor es un mito, lo mismo que los dioses, al que se le ha dado un papel preponderante durante los últimos tres siglos, pero que nunca antes fue representado por ningún dios mayor. Pues amar o ser amado no tenía demasiada importancia al final de cuentas, y comer o tener un techo para dormir era mucho más importante que tener relaciones amorosas o sexuales, que tanto se parecen al amor romántico de nuestros días.

Cupido, hijo de Venus y de Marte en la mitología romana, era muy popular en Roma, pues, como su madre, era incitador y protector de toda clase de amores y de todo tipo de relaciones sexuales; pero no del matrimonio o la familia, y mucho menos de la pareja. Hasta la llegada de Octavio Augusto, unos años antes de nuestra era, los romanos eran bastante promiscuos e incestuosos y no tenían al matrimonio especialmente relacionado con esta materia.

Cupido tenía, eso sí, un hermano gemelo, Anteros (o anti-eros), que estaba en contra del sexo ocasional, promiscuo e incestuoso, e incluso del sexo y el enamoramiento en cualquiera de sus formas; pero tampoco estaba a favor del matrimonio o del sexo moral y reglado, sino de la pureza y la asexualidad, necesaria para las sacerdotisas y los sacerdotes y, sobre todo, para las doncellas que dedicaban su vida a Vesta.

Cupido y Venus eran importantes y muy populares en la mitología romana, pero no demasiado, ya que incidían en los dioses y en los humanos pero no mandaban ni dominaban; lo que sí hacían Marte, Júpiter, Neptuno y Plutón, los cuales sí eran dioses de lo más poderoso e importante.

Sin embargo, hoy en día, Marte, por sus implicaciones de guerra, muerte y violencia, está mal visto; Júpiter es heteropatriarcal, misógino, irrespetuoso, abusivo, infiel y déspota, que está aún más mal aceptado actualmente; Neptuno ha mejorado en aceptación, pues ya no hunde tantos barcos; y Plutón, dios de la riqueza material y del Averno, es admirado y repudiado al mismo tiempo. Los dioses de la mitología romana están en desuso, pero no así los mitos que los sustentan.

Los dioses van y vienen, pero los mitos, que son más aceptados y reproducidos socialmente, se mantienen.

La mentira, esa diosa casquivana y a menudo emanación de Juno y compañera del engaño y de la trampa, es atractiva y seguida por muchos sin importar las consecuencias; mientras que la Verdad, diosa seria y más griega que romana, es aburrida y exigente, por lo que casi nadie la sigue, ni siquiera cuando representa a la ley, la ciencia o la justicia; pues, a final de cuentas, también entre ellas se impone la mentira.

La verdad es una vieja exigente y resentida, mientras que la mentira es una joven que reparte ilusiones y promete aventuras excitantes, incluso si son falsedades y desventuras. La aceptación social ha preferido siempre a la mentira y se ha alejado todo lo que puede de la verdad.

El mito puede cambiar de nombre y de fisonomía, pero permanece; a veces en la superficie y en el rito abierto, pero también subyace en el interior de las emociones humanas y en los rituales olvidados y secretos, manifestándose en lo material o manteniéndose latente en el fondo del alma.

Los Despiertos

A lo largo de la Historia de la Humanidad siempre ha habido gente que no cree en nada ni en nadie, pues se niegan a dar por cierto el mito, el cuento o la leyenda, aunque algunas veces reconocen su valor metafórico.

Dicen que traducir es traicionar y que leer y escribir es interpretar; que en realidad casi no hay nada nuevo bajo el sol; y que la especie humana, sobre todo la que se ha vuelto sedentaria y civilizada, viene repitiéndose a sí misma desde hace unos doce mil años. Y que nada de lo que diga, haga, piense, crea y construya es muy diferente de una época a otra; y que si algo parece novedad es por la ignorancia e ingenuidad de las nuevas generaciones, de los novatos, de los neófitos, y no porque la novedad sea verdaderamente nueva.

Los avances en ciencia y tecnología son innegables, pero se mantienen dentro de un pensamiento jerárquico y teocrático, más pendientes de los resultados y de la operatividad que de la esencia.

La famosa teoría del Big Bang es claramente teocrática, con un principio y un final que siempre deja abierta la puerta de la posibilidad divina de la creación o de un antes y un después, como corresponde al ciclo biológico de la vida.

Quizá, si de la ecuación de la ciencia se prescindiera de lo divino y de lo jerárquico, como sucede en cierta manera con la física cuántica, se podría avanzar más en lo que es la esencia y menos en el resultado.

Los filósofos griegos aconsejaban dudar de todo, pero fueron los romanos, mucho menos filosóficos y más prácticos, los que siempre dudaron de todo. Sócrates puso en duda la existencia de los dioses griegos, lo que al final le costó la vida, mientras que personajes como Plinio el Viejo y Plinio el Joven ni siquiera pensaron en los dioses romanos al desarrollar sus investigaciones y taxonomías.

No eran pocos los romanos pragmáticos que se mofaban de los que creían en los dioses y sus favores o milagros, y que incluso gritaban ofensas en contra de los dioses para comprobar que ni serían castigados por ello ni se echarían encima la mala suerte.

En Roma había toda clase de religiones, incluso algunas con pretensiones intelectuales, como la de los gnósticos; pero también había romanos que no seguían ningún culto y que hasta el más refinado les parecía ridículo, como se puede leer en las comedias de Aristófanes como Las ranas, donde las trampas que Júpiter pone a los humanos son tan ridículas como innecesarias.

Para los Despiertos era una verdadera locura adorar a Ío o a Vesta, ya que Ío promovía la castración y Vesta, la castidad sagrada; por mucho que algunas vestales permitieran que se mancillara su cuerpo a cambio de importantes donaciones para el templo, lo que, además de absurdo y contradictorio, era claramente hipócrita.

Pero los Despiertos, los herejes, los ateos y los apóstatas como Juliano siempre han sido los menos, y, como enarbolan a esa aburrida que es la verdad, al final nadie les hace caso y la masa y sus amos siguen contentos con la mentira, que es fuente de los mitos y las supersticiones que en el mundo han sido.

Juliano II, hermano de Constantino, duró solo dos o tres años como emperador de Roma en su parte occidental, gracias al apoyo de Constancio y tras suceder a su hermano en el poder. Tiempo suficiente para renegar de todas y cada una de las religiones; no solo del cristianismo recién romanizado que Teodosio convertiría en la religión única del Imperio, sino de todas y cada una de las creencias y supersticiones que se practicaban en todo el mundo conocido, declarándose neoplatónico y pagano —es decir, ateo—; y execrando de todos y cada uno de los cultos, con lo que se ganó el apodo de El Apóstata o el que renuncia a la religión.

Moneda con el rostro de Juliano II el Apóstata

Por supuesto, y por muy emperador que fuera, nadie hizo caso de su afán por derribar todo tipo de creencia religiosa y supersticiosa, y todos en el Imperio romano siguieron siendo tan supersticiosos como religiosos; sobre todo de la nueva fe, la cristiana, tanto por obligación como porque el cristianismo ofrecía algo más que el milagro personal.

Del mito a la religión

La nueva fe prometía algo más, si no inédito del todo porque Mitra, Mazda y Zoroastro prometían lo mismo: la salvación del alma y la vida eterna celestial, la redención del alma y la depuración de los pecados. Y todo eso, a cambio de simplemente creer en el dios único, muy parecido a Zeus icónicamente pero sin los defectos humanos de este; ya fuera a través de su hijo Jesús o del Espíritu Santo, e incluso simplemente en él y nada más en él. Porque el concepto de la Santa Trinidad, tan parecida a la Tridosha hindú, a las tríadas etruscas divinas que heredaron o absorbieron los romanos e incluso a sus propios triunviratos gubernamentales, fue muy problemática hasta el siglo XI de nuestra era y le costó la vida a personajes como Miquel Servet o Giordano Bruno.

Pasar del todo del mito a la religión no ha sido nada fácil y, de hecho, no se ha podido conseguir nunca del todo; ni siquiera entre los judíos y su acendrado monoteísmo que, si bien no cuenta con santos y vírgenes específicos ni le reza a ángeles o arcángeles, sí le reza a un muro, pone papelitos de petición o agradecimiento en y entre las junturas de sus piedras y cuenta con los mitos de todos sus profetas, además de sus demonios, que también forman parte de su panteón y alejan al deseado monoteísmo de sus prácticas religiosas.

La Iglesia católica, como buena producción romana, ha conquistado a un tercio de la humanidad, ha destruido libros sagrados y culturas enteras, ha quemado y torturado a gente para obligarla a sumarse a sus creencias; pero, lejos de alejarse del mito y del politeísmo, los ha incorporado a sus filas en un mestizaje de creencias, mitos, leyendas y supersticiones, poniendo a los santos y a los ángeles propios en el lugar de los dioses de los territorios conquistados.

La Roma Imperial, convertida en Iglesia católica, apostólica y romana, nunca ha caído, sino todo lo contrario: ha crecido mucho más allá de lo que era el mundo conocido y ha colonizado continentes enteros con sus dogmas y creencias, usurpando templos y nombres de otros dioses, pero tolerando bajo mano la continuidad de las creencias y las supersticiones locales. Todo un éxito durante casi dos mil años que empieza a resquebrajarse a causa de los ateos occidentales, pero que saca pecho y vuelve a la vida en los países emergentes o del tercer mundo, donde tiene miles de millones de seguidores que van a misa los domingos y que dan limosna pero que siguen sus propios mitos y leyendas bajo el disfraz de los santos y las vírgenes de la mitología romana, convertida a su vez en catolicismo con los disfraces convenientes.

Los Papas de hoy son los Césares de antaño, con un reino que sí es de este mundo, porque una gran religión como la católica y todas sus ramas requiere de una administración, un Estado, una normas y muchos empleados. Todo de forma tradicional y jerárquica, piramidal, con amos, servidores, comparsas, cómplices y esclavos; donde las élites mandan, oprimen, gobiernan y se enriquecen lo mismo que toda la institución, mientras que los de más bajo rango viven en la pobreza, y los numerosos creyentes la mantienen.

Los mitos subyacen mientras la religión medra y se enriquece. Total, la mayoría de la humanidad es creyente, manipulable y temerosa al tiempo que es ladina, taimada y convenenciera, a la espera de que entregando una fe más o menos falsa se le dará a cambio la felicidad en la vida celestial y eterna.

II: Diosas y dioses primordiales: los indigetes

¿Dónde está el origen de todo?

¿Dónde están las raíces de la fe?

¿Dónde las razones del conocimiento?

Saber o no saber,

terrible y dulce tormento.

J.T.

La mitología romana sería incomprensible sin el conocimiento de la mitología etrusca y la influencia de los sabinos, ambos sus vecinos en la historia y en el tiempo, con desarrollos culturales casi paralelo. Las influencias y creencias iban de un lado para el otro, lo mismo que la producción, el arte, las artesanías y el comercio; sin dejar de lado las concepciones de Estado, territorio, riqueza nacional, política y manejo del pueblo dentro de un territorio más o menos definido y unas fronteras que se defendían o se modificaban a golpe de batallas y guerras.

Los dioses y los demonios, y la propia mitología, a menudo no es más que el reflejo del comportamiento de un pueblo.

Etruscos

Desde el siglo XI antes de nuestra era hasta el siglo III después de que los romanos decidieran instaurar su calendario en el año uno, existió el pueblo etrusco, que, si bien fue conquistado y sometido entre los siglos III y IV de nuestra era por los romanos, sus más cercanos vecinos, resistieron conservando su cultura, de la cual también se apropiaron los romanos tras quemar sus anales y destruir del todo sus bibliotecas.

Etruria llegó a ser una civilización potente y adelantada en muchos sentidos con respecto a sus vecinos, los romanos por el Sur y los sabinos por el Este, aprovechando el buen clima y las tierras fértiles de la Toscana, llenando de casas circulares y muy bellas, además de funcionales, varias ciudades-estado desde el río Tíber hasta los Alpes; unidas entre ellas más por la religión que por los intereses comerciales, estatales o de guerra. Es decir, más por una forma de ser y estar agradable en este planeta que por los intereses particulares.

Para los etruscos, llamados tirrenos por los griegos, la vida en el más allá era tan importante como la vida en este planeta, por lo que trataban a sus muertos con sumo respeto y cariño, celebrando con ellos todo tipo de fiestas.

La muerte no era tristeza y ausencia, sino una etapa más de la vida, un estado diferente del ser, pero presente siempre.

Durante cerca de mil años, los etruscos vivieron más o menos en paz, plenamente y sin necesidad alguna; pues eran autosuficientes prácticamente en todos los sentidos, lo que no les impedía comerciar con los cartaginenses, los sabinos, los romanos y los griegos, intercambiando artesanías y conocimientos.

Tumba etrusca, precedente refinado de las catacumbas romanas

Las mujeres etruscas gozaban de libertad y prestigio social: podían heredar, divorciarse y manejar sus propios negocios, algo que copiarían más tarde las romanas. En lo único que no participaban era en las continuas batallas y guerras ni en la política o en las decisiones de gobierno; ya que el consejo de ancianos etrusco que se reunía regularmente, más que política propiamente dicha, marcaba las pautas de la religiosidad y la moral de su pueblo.

Los etruscos creían en todo, porque para ellos todo era mágico y divino, desde una pluma de ave hasta el fuego, el rayo o el vino; no en vano habían vivido y convivido mano a mano y trabajado codo con codo, como cuentan sus leyendas, con los indigetes, dioses primarios que en el principio de los tiempos fueron compañeros reales de los humanos y no simples fantasías.

Para algunos autores como Arnubio, del siglo IV, “nunca hubo pueblo más supersticioso que el etrusco”; es decir, más dedicado y creyente. Aunque no especialmente fervoroso ni fanático, porque no había promesas que esperar ni que cumplir; todo era absolutamente mágico, y nada se puede desdeñar o desear cuando se tiene todo, tanto material como espiritualmente.

Etruria lo tenía todo; durante siglos, fue un pueblo afortunado y bendecido que aceptaba todas las creencias y a todos los creyentes de forma natural y normal, sin artificios y sin esperar nada a cambio.

Los mitos y las leyendas eran parte de su historia y de su cotidianeidad, y los compartían con todo el mundo de la manera más sencilla y natural posible.

Eran buenos mineros y mejores forjadores de hierro, por lo que abastecieron de armas, además de creencias míticas y mágicas, a sus vecinos romanos y sabinos, que iban progresando a la par que ellos, pero menos creyentes y con distintas ambiciones. Ya que, mientras los etruscos solo querían vivir mejor cada día, los romanos y los sabinos los tenían en la mira para conquistarlos y arrebatarles sus bienes.

Los etruscos no eran del todo ingenuos y tenían una buena armada y un buen ejército, pero no tan buenas tácticas de guerra; entre otras cosas, porque nunca se habían propuesto conquistar a sus vecinos y someterlos. Los etruscos preferían aumentar su panteón mitológico que aumentar sus caudales, y atraer hacia sí héroes y semidioses que protegieran su espíritu y elevaran su mente.

La influencia mítica de Homero y de Eneas está presente entre los etruscos, que adoptan como deidades a Aquiles y a Áyax el Grande, pero mantienen a Ani, posiblemente de origen lejano y sumerio, como dios del Más Elevado Cielo; no por ello tirano ni celoso ni vengativo, sino de excelente y positivo espíritu.

El carisma de Aquiles —que lucha por honor y compromiso y no por bienes materiales, fama o reconocimiento, y ni siquiera por vanidad, sino con toda el alma; como cuando se enamora de Pentesilea, la amazona que participó contra los enemigos de Troya, tras herirla en la batalla— habla del sentido religioso, moral y honorable de los etruscos, que más tarde servirá de careta a la codicia y a la ambición romanas.

Aquiles, de héroe clásico a dios etrusco

Los etruscos conocían bien a Zeus, pues su relación cultural y comercial con los griegos era muy activa, pero no les interesó nunca una figura como esa para dominar al mundo, algo que sí motivo a los romanos.