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La autora, Monika Krause-Fuchs, ofrece, a través de su autobiografía, una visión sumamente realista de la vida en Cuba tras la Revolución. Esta mujer alemana que debido a su matrimonio con un cubano vivió casi treinta años en Cuba, refleja la complejidad de la Revolución Cubana, sus aciertos, pero también sus contradicciones.
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Seitenzahl: 565
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Esta segunda edición impresa y versión e-book son reproducciones con cambios mínimos de tipografía del original impreso y publicado por el Centro de la Cultura Popular Canaria en Junio 2002 (ISBN: 84-7926-402-0). La autora le ha añadido un epílogo.
Portada: Flora, René Portocarrero, 1970
PRÓLOGO DE JESÚS DÍAZ
U
NA HISTORIA DE AMOR
CAPÍTULO I
E
L RETORNO
A B
ERLÍN
CAPÍTULO II
E
L INICIO
CAPÍTULO III
E
N BARCO A
L
A
H
ABANA
M
IS PRIMERAS EXPERIENCIAS EN TIERRA CUBANA
O
TRA BARBARIDAD
CAPÍTULO IV
E
NTREVISTA CON EL RECTOR DE LA
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NIVERSIDAD DE
L
A
H
ABANA
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L ASESINO
V
ENTURA VISITA A
M
ARY Y
P
ACO Y YO VISITAMOS A
V
ICTOR
M
ANUEL
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L ASESINO
V
ENTURA VISITA A
M
ARY
P
ACO Y YO VISITAMOS A
V
ÍCTOR
M
ANUEL
CAPÍTULO V
F
ILMACIÓN CON LA
DEFA. L
A CRISIS DE OCTUBRE DE
1962
L
A CRISIS DE OCTUBRE DE
1962
CAPÍTULO VI
N
UESTRO HIJO VERÁ LA LUZ DE LA REALIDAD CUBANA
CAPÍTULO VII
U
N ACCIDENTE CASI FATAL
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IS PADRES EN
L
A
H
ABANA
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OSOTROS PARTIMOS HACIA EL CONGELADOR EUROPEO
M
IS PADRES EN
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A
H
ABANA
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OSOTROS PARTIMOS HACIA EL CONGELADOR EUROPEO
CAPÍTULO VIII
D
E NUEVO EN
L
A
H
ABANA
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ICTYS, LA PELOTA DE PIN-PON
. S
E COMPLETARÁ NUESTRA FAMILIA
. N
OS VAMOS A
N
UEVA
Y
ORK
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ANI RESUCITA
.V
ACACIONES CON LOS ABUELOS ALEMANES
. E
XÁMENES DE ADMISIÓNEN LA ESCUELA DE NATACION
. D
ANI NOS SACA DE QUICIO
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ICTYS, LA PELOTA DE PIN-PON
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E COMPLETARÁ NUESTRA FAMILIA
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OS VAMOS A
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ORK
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ANI RESUCITA
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ACACIONES CON LOS ABUELOS ALEMANES
E
XÁMENES DE ADMISIÓN EN LA ESCUELA DE NATACIÓN
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ANI NOS SACA DE QUICIO
CAPÍTULO IX
C
ONTINÚO MIS ESTUDIOS
. L
OS NINOS VAN CRECIENDO
. A
L FIN TERMINO LA CARRERA
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L
“A
NIO DE LOS DIEZ MILLONES
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N TRABAJO FIJO
L
OS NIÑOS VAN CRECIENDO
A
L FIN TERMINO LA CARRERA
1970,
EL
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ÑO DE LOS
10 M
ILLONES
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N TRABAJO FIJO
CAPÍTULO X
C
HILE
CAPÍTULO XI
U
NA EXPERIENCIA TERRIBLE
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RABAJO EN LA
FM C (F
EDERACIÓN DE
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UJERES
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UBANAS
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T
RABAJO EN LA
FMC
CAPÍTULO XII
L
A ESCUELA SATA DE
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ANI
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OS DOS MUCHACHOS SIGUEN PRACTICANDO DEPORTES
L
OS DOS MUCHACHOS SIGUEN PRACTICANDO DEPORTES
CAPÍTULO XIII
C
OMIENZA LA EDUCACIÓN SEXUAL
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I CAPITÁN DESAPARECE
. L
A CASA SE INUNDA
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N ACCIDENTE QUE ME PERMITE ENCAUZAR MI VIDA PROFESIONAL
M
I CAPITÁN DESAPARECE Y LA CASA SE INUNDA
U
N ACCIDENTE QUE ME PERMITE ENCAUZAR MI VIDA PROFESIONAL
CAPÍTULO XIV
U
N PLAN PILOTO EN LAS BECAS
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E PUBLICN LOS PRIMEROS LIBROS SOBRE SEXUALIDAD
. U
N PROGRAMA RADIAL MUY POPULAR
. L
A VISITA INESPERADA DE UN MACHO HERIDO
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AS DESVENTURAS DE
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ANI EN LA ESCUELA VOCACIONAL
S
E PUBLICAN LOS PRIMEROS LIBROS SOBRE SEXUALIDAD
U
N PROGRAMA DE RADIO MUY POPULAR
L
A VISITA INESPERADA DE UN MACHO HERIDO
L
AS DESVENTURAS DE
D
ANI EN LA ESCUELA VOCACIONAL
CAPÍTULO XV
D
ICTYS VIVE EN CARNE PROPIA LAS DELICIAS DEL SISTEMA DE EDUCACIÓN
. L
A MUERTE DE MI PADRE
. L
A ÚLTIMA VISITA DE MI MADRE
. D
E TAL PALO TAL ASTILLA
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L MACHISMO PERVIVE EN LA JUVENTUD CUBANA
. L
OS MUCHACHOS SE ESTÁN HACIENDO HOMBRES
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E CIERRA EL CÍRCULO
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A MUERTE DE MI PADRE
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A ÚLTIMA VISITA DE MI MADRE
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OMITÉ
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ACIONAL DE LA
FMC? L
A DEFENSA DEL DOCTORADO Y LOS EXÁMENES ESTATALES PARA ADQUIRIR LA CATEGORÍA DE PROFESORA DE CIENCIAS MÉDICAS
D
E TAL PALO TAL ASTILLA: EL MACHISMO PERVIVE EN LA JUVENTUD CUBANA
L
OS MUCHACHOS SE ESTÁN HACIENDO HOMBRES
S
E CIERRA EL CÍRCULO
EPÍLOGO
BIOGRAFÍA Y PUBLICACIONES
ANEXO
N
OMBRES DE LOS AÑOS DE LA
R
EVOLUCIÓN
C
UBANA
F
OTOS DE FAMILIA
F
OTOS DE MI VIDA PROFESIONAL
D
OCUMENTOS
La historia sucede ante nuestros ojos pero no la vemos; la turbulencia de los acontecimientos nos lo impide. Sólo el transcurrir del tiempo decanta, pone las cosas en su sitio, permite a cada generación de historiadores hacer su trabajo, leer a su manera el pasado.
Entonces algunos acontecimientos, algunos libros, quedan para siempre, reciben inevitablemente la atención de todas las generaciones de historiadores por venir, devienen clásicos. Ese es el caso, por ejem plo, del Ensayo político sobre la Isla de Cuba de Alejandro Humboldt, la primera mirada de un alemán sobre nuestro país, escrita a principios del siglo XIX y presente desde entonces en cualquier análisis serio sobre el devenir cubano.
El trabajo de Humboldt se inscribe en la tradición de los libros-mirada de europeos sobre América, iniciada por el Almirante Cristóbal Colón en su imprescindible Diario, y continuada por una pléyade de viajeros -militares, comerciantes o científicos-, sin cuya obra sería sencillamente imposible entender el mundo en que vivimos.
Los autores a quienes me refiero fueron casi siempre hombres; no obstante, hubo también algunas mujeres que, venciendo desventajas y prejuicios, se inscribieron por derecho propio en esta tradición sin cuyo legado seríamos sin duda espiritualmente mucho más pobres. En el caso cubano brillan dos, la sueca Federica Bremer, y la franco-criolla Mercedes de Santa Cruz y Montalvo, condesa de Merlín.
Con este libro, el nombre de la germano-cubana Monika Krause pasa a integrar la selecta nómina de europeas sin cuya obra no será ya posible comprender a Cuba.
La joven Monika vivía en la antigua República Democrática Alemana, se mudó a la isla por amor y se quedó allí por amor a la isla, durante largos años. Tuvo dos hijos cubanos, y alcanzó a desarrollar una mirada óptima para el científico social, la de quien está inmersa en los acontecimientos y, sin embargo, tiene a la vez una perspectiva lo suficientemente distante como para analizarlos con ojo crítico.
Durante sus años cubanos -toda una vida, en realidad-, Mónika Krause dedicó su inteligencia y sensibilidad al estudio de un tema central: la sexualidad. Un tema particularmente espinoso y desatendido en medio del caos social inducido por la revolución.
En efecto, Cuba no había logrado cuajar como nación -no lo ha logrado todavía-, y la familia, única estructura que garantizaba un cierto orden, una cierta coherencia, saltó por los aires a partir del terremoto que se inició en 1959 y que dura todavía hoy.
En términos de educación sexual -y en muchos otros que no podemos tratar aquí-, la sociedad quedó literalmente enceguecida, moviéndose a tientas entre la ignorancia y el prejuicio.
Monika Krause tuvo el valor científico de adentrarse en aquel laberinto de sombras, pero no se limitó al gabinete, tuvo también el coraje civil de convertirse en la abanderada pública de una política coherente en el terreno de la sexualidad.
Intervino sistemáticamente en radio, televisión, prensa escrita y en organizaciones sociales, hasta convertirse en uno de los personajes más queridos del país, y más que eso, en un símbolo, y todavía más que eso, en una consejera para miles y miles de muchachos y sobre todo de muchachas que no sabían cómo enfrentar la pubertad y la adolescencia.
Como otros tantos cubanos que alguna vez creímos en que la revolución nos llevaría a la utopía, como yo mismo, por ejemplo, Monika Krause terminó por comprender que aquellos proclamados ideales enmascaraban apenas la dictadura de un caudillo, y decidió entonces regresar a sus orígenes, a Alemania.
Pero ya nunca dejaría de ser cubana, ni de estar inscrita en las mejores tradiciones humanistas de nuestro país, como lo prueba este libro magnífico, que nunca le agradeceremos bastante.
Jesús Díaz, diciembre 2001
Jesús Díaz Rodríguez (La Habana, 14 de octubre de 1941 - Madrid, 2 de mayo de 2002) fue un importante novelista, ensayista, guionista y director de cine cubano.
SON LAS CUATRO DE LA TARDE DEL 10 DE NOVIEMBRE DE 1990. Una última mirada al patio, a los cuartos, a los cientos de libros; a nuestros queridos cuadros -una colección de obras de pintores cubanos contemporáneos, casi todos regalos personales-. Rumba, nuestra perrita fox-terrier, me sigue a todas partes, se ha percatado de que algo raro hay en el ambiente. Al parecer le pegamos la tristeza y el temor que sentimos en vísperas de nuestra próxima aventura.
Afortunadamente ya no queda tiempo para pensar. Tras una revisión final de todos nuestros documentos arrancamos para el aeropuerto. Tantas veces he hecho este viaje que conozco cada bache.
Tenemos que estar en el aeropuerto tres horas antes de la salida planificada del avión; tres horas que me parecen tres años. Mi auto Lada descacharrado y resoplando como un rinoceronte centenario, estado que adquirió a raíz de un choque terrible con una guagua, se comporta como un héroe. No falla ni una vez en el largo camino al aeropuerto.
A los acompañantes no se les permite entrar en el edificio de la terminal aérea. Jesús, mi ex-amor, mi ex-esposo y ahora amigo de por vida, se despide de mí y de Dani, nuestro hijo chico. Estoy poniendo punto final a casi treinta años de vida en Cuba.
Para los amigos, compañeros de trabajo y familiares, nos vamos, Dani y yo, a pasar un mes de vacaciones en casa de mi madre. Yo tengo que participar en un congreso antes de poder seguir viaje a la casa de mi infancia. Dani y yo sabemos que no regresaremos. Los demás no lo saben; no lo deben saber para que no se les pueda reprochar no haber impedido nuestra salida. Me siento como si tuviera un letrero luminoso en la frente que dijera: "No regresaremos". Tengo miedo: si me revisan minuciosamente van a encontrar todos mis documentos, diplomas, certificados, incluso libros que no tienen por qué estar en la maleta para un viaje a un congreso, menos para ir de vacaciones; van a encontrar mi pasaporte alemán. ¿Por qué -podrán preguntar- tienes dos pasaportes?, y yo no estoy segura de si mi posible respuesta les ha de convencer.
Las formalidades de rigor abarcan tres pasos fundamentales: despacho del equipaje, control del pasaporte y aduanero. En cada uno de ellos puede suceder una catástrofe. Estamos chequeando el equipaje. El funcionario cubano mira la pesa. "Su maleta tiene diez kilogramos más de lo permitido; tiene que sacar las cosas que no le resulten imprescindibles, porque ¡así no se puede…!". Desesperada le pregunto: "¿El avión va lleno?".
El funcionario no responde, sólo está mirando mis papeles. Noto que se le ilumina la cara y, en vez de responder a mi pregunta, me dice: "Mónica, ¡al fin la tengo delante de mí! Quiero que sepa que su último programa en la radio levantó polvo como loco, esto de que ella tiene necesidades iguales que el hombre… Me parece que Vd. exageró, aunque, por cierto, hay hombres torpes y bastante brutos…".
No tengo ánimos para escuchar su análisis de mi último programa de radio sobre las supuestas y reales diferencias entre el hombre y la mujer en lo referente a la esfera sexual. Quiero, simplemente, saber si mi maleta completa, con todo lo que lleva dentro, puede hacer el viaje conmigo o no.
Al fin el funcionario se percata de que estamos en el aeropuerto, de que le corresponde despachar las maletas para mi vuelo y que tiene que tomar una decisión respecto a mi sobreequipaje.
“Mónica, esto se resuelve enseguida, ¡no se preocupe! He tenido mucho gusto en conocerla. ¿Cuál va a ser el próximo tema del programa radial? ¿Estará de regreso a tiempo?".
"Por supuesto", le contesto y ya bastante intranquila lo guío otra vez hacia el asunto de la maleta: "y ¿qué podemos hacer con mi equipaje? No puedo sacar nada y necesito las cosas que están dentro". "Mónica, ¡por Vd., hago cualquier cosa! Su maleta sólo pesa veinte kilogramos. Los diez restantes los despacharé con el pasajero que va detrás de Vd., total, él lleva sólo un maletín y el avión volará con menos de la mitad de su capacidad de carga. No hay ningún problema. Le deseo un buen viaje y que regrese pronto. Yo no me pierdo ninguno de sus programas, ¿por qué no amplía un poco el tema de la semana pasada? O, a lo mejor le escribo para que me conteste directamente a mí.¿Verdad que me va a contestar exclusivamente a mí?".
"¡Claro que sí, siempre estoy contestando exclusivamente a las preguntas del público!", replico, sintiendo mucho tener que mentirle a este funcionario amable que acaba de sacarme de un gran aprieto.
Seguidamente nos dirigimos a la casilla de inmigración, la valla más difícil de saltar.
Una teniente le pide el pasaporte a Dani. "Ojalá el muchacho no confunda los bolsillos, porque si saca el documento alemán, aquí mismo se acaba nuestro proyecto", pienso, aparentando indiferencia.
Me parece que los relojes están detenidos, que el tiempo que se toma la teniente para la revisión de los papeles de mi hijo no termina nunca. Al fin lo deja pasar a la próxima prueba, la de la aduana. Y ahora me toca a mí ser analizada por la teniente.
En el bolsillo derecho tengo el pasaporte cubano, el que corresponde enseñar ahora; en el izquierdo el alemán que debo dejar escondido. La teniente hojea minuciosamente el documento, como si estuviese atendiendo a la única pasajera del vuelo a Berlín. De vez en cuando levanta la vista para examinar detenidamente mi cara. Miles de ideas me pasan por la mente. La teniente se levanta y se va, llevando consigo. mi pasaporte. La tensión nerviosa resulta insoportable. "Es por la maldita foto que me sacaron en la Casa de los Monstruos" (así llama la gente a la única institución en aquellos momentos existente en La Habana para hacer fotos de pasaporte), pienso, pues ciertamente hay que recurrir a mucha fantasía para poder encontrar la similitud requerida entre la fotografía y el original.
Por suerte, también esta espera tortuosa termina. La teniente regresa y me devuelve mi pasaporte cubano. Ella no sabe que nunca más en mi vida lo voy a utilizar. Me dice: "¡Que tenga buen viaje!" y aprieta un botón desde su jaula, que acciona la puerta más importante en este instante. Teóricamente ya no existe ningún obstáculo para poder tomar el avión a Alemania. Siento tremendo alivio, pero guardo en algún rincón de mi fuero interno una dosis de desconfianza y de miedo y pienso y vuelvo a pensar: "No puedes sentirte segura antes de que el avión haya atravesado por lo menos Las Bahamas" (he hecho más de un viaje de trabajo, en que el avión de turno regresó a La Habana por algún defecto técnico, después de haber volado más de media hora).
Han pasado dos horas desde que Jesús nos dejó en la terminal. La revisión aduanera debe ocupar muy poco tiempo. La maleta grande se despachó al comienzo de nuestra peregrinación, ya debe estar en el contenedor al lado del avión. Sólo queda por revisar el equipaje de mano y soportar el cacheo que se practica con ahínco y meticulosidad cuando los aduaneros encuentran a una persona sospechosa de esconder algo prohibido.
El puesto de control aduanero esta tarde se encuentra en manos de un grupo de funcionarios muy jóvenes. Se parecen más a alumnos de la escuela secundaria que a empleados públicos de la aduana. Se ríen, hacen chistes e intercambian cuentos de los acontecimientos más recientes de su vida privada. A Dani lo despachan en un santiamén. Ahora me toca a mí. Veo cómo dos de los jóvenes se dan codazos. Uno comunica al otro mi presencia, mi nombre y oigo cómo le dice en voz baja: "Pregúntale a ella, Manolo ¡aprovecha la oportunidad!’'.
Como un niño chiquito sorprendido haciendo alguna travesura, me mira de soslayo y solicita a su colega que me haga ella la pregunta que él no se atreve a pronunciar. Acompañando su planteamiento de una risa nerviosa, mirando al piso, buscando las palabras como si fuera necesario envolver en un vocabulario rebuscado el tema a tratar, ella trata de ayudar a su compañero. Estoy acostumbrada a tener que adivinar cuando del tema sexual se trata. Y tal como tengo la costumbre de proceder en mi programa de radio, repito, con palabras muy simples, toda la historia-pregunta que me acaban de hacer. El grupo de jóvenes me mira con caras de satisfacción y de alivio. Para asegurar haber captado correctamente su preocupación expresada de forma tan complicada como si estuviésemos jugando a las escondidas, pregunto: "¿Es esto lo que quieren saber?".
Un coro disonante de “SÍ", de nuevo acompañado de risas, es la respuesta. El hielo está roto. Debatimos largo rato. Siempre me ha gustado el intercambio con los jóvenes. Por un momento se me olvida por completo que no estoy en el aeropuerto para ofrecer una charla sobre problemas de convivencia y conflictos generacionales. Cuando me están haciendo la quinta o sexta pregunta, me doy cuenta de que hay una cola larga detrás de mí, pasajeros que esperan poder pasar el control de la aduana para tomar sus aviones respectivos. Los muchachos se despiden de mí muy efusivamente, me dan las gracias, me desean un buen viaje y me piden que regrese pronto. "¡Claro que voy a regresar pronto!", miento y continúo cargando mi conciencia con sentimientos de culpa.
Queda casi una hora de espera. Subimos a la cafetería. El aire acondicionado no funciona; hay un calor pegajoso y huele a sudor, a diferentes tipos de bronceadores, a café con chícharos, a pan quemado y fritura mantecosa. Turistas tostados por el sol de Varadero, algunos con quemaduras que les harán recordar -todavía semanas después de su regreso al frío inhóspito de sus países nórdicos- la calidad del sol tropical, conversan, toman cerveza Hatuey o sorben un último ‘mojito’ antes de retornar a la vida cotidiana. Escucho palabras en holandés, alemán, francés e inglés. Trato de seguir el hilo de alguna conversación. No puedo concentrarme. Por mi mente pasan tantas vivencias y tantas ideas que estoy atolondrada. Y constantemente se impone el temor, el miedo de que alguien pueda acercarse a nosotros para decirnos que no se nos permite viajar, que regresemos a nuestra casa, que allí se nos dirán las razones…
No aguanto más esta atmósfera maloliente y ruidosa. "Acompáñame a pasear por las tiendas de abajo", le sugiero a Dani.
Las tiendas están vacías de clientes, llenas de dependientas que conversan en grupos. Apenas me permiten mirar la magra muestra de mercancías expuesta cuando se abalanzan sobre mí, bombardeándome con preguntas. Se dirigen a mí como si fuera su confidente. Me tutean. Parece que mi último programa en la radio, en el que traté un tema escabroso por excelencia para los cubanos, encontró la aprobación de la mayoría del público femenino. Recuerdo que suscitó un debate muy acalorado y llamadas cargadas de agresividad por parte de algunos oyentes como también de aplauso y felicitación por parte de otros. Se trataba de las necesidades sexuales del hombre y de la mujer y de los derechos de ambos a satisfacerlas. Algunos hombres me llamaron durante el programa para manifestar su indignación, insultándome. Otros -al parecer por primera vez en su vida- habían cavilado sobre la aceptabilidad de mi planteamiento de que la mujer tiene iguales necesidades sexuales que el hombre, que la manifestación varía individualmente y que la satisfacción depende enormemente de las circunstancias y características ambientales. Me acuerdo que hice mucho hincapié en aspectos tales como el amor verdadero en lugar de la competencia mecánica, el intercambio de caricias, de ternuras, la necesidad del respeto mutuo y de la consideración, de la prohibición de exigencias inaceptables, de la imposición y de la coacción en la relación de pareja. Había tocado un punto álgido de los machistas que siguen un programa sexual riguroso, sin contemplación, sin perdón a sí mismos y a su pareja, de acuerdo con el cual el hombre tiene que ejercer la función sexual diariamente, aunque no sienta ganas o esté indispuesto. Y la mujer tiene que servirle como objeto. Para una gran parte de la población masculina, la sexualidad es una función mecánica y una demostración de la medida de su hombría. Si surge un embarazo involuntario (para ella), el hombre se siente confirmado como semental potente y manda a la mujer al hospital a que le practiquen un aborto. Total, es una operación de rutina que no cuesta nada y que los médicos saben hacer bien. Lo de los riesgos, los peligros para la salud y, a veces, para la vida de la mujer, es puro cuento. Y la consideración ética y moral en torno al aborto no cabe en la mente de hombres con actitud y conducta machista, para quienes "hacer el amor" significa practicar un deporte sexual, cumplir un programa cuantitativo sobre el colchón, en la playa, en la hierba, acostados o de pie o flotando en el agua y para quienes el mejor "amante" es el que tiene en su lista el mayor número de actos realizados y de nombres de mujeres conquistadas. Una réplica más o menos con este contenido le había lanzado a la cabeza a un hombre que me había llamado por teléfono durante este último programa radial, vanagloriándose de su condición de hombre, de sus cualidades inigualables en el campo amatorio, quejándose al mismo tiempo de los deseos infantiles, "absurdos" e inmaduros de muchas mujeres que preferían "cosquillas" a la función magistral del "señor pene".
Las dependientas comentaban vivamente mis argumentos y los de las partes contrarias. Hubo divergencias, pero no agresividad. Cuando me despedí, dos mujeres de la tienda me hicieron señas, indicándome que las esperara.
La interesada y necesitada de consejo y orientación obviamente había delegado en la otra la función de representarla. Con mucho disimulo me susurró al oído el problema de su colega: había abortado hacía poco y quedado embarazada nuevamente antes de haber transcurrido el tiempo necesario para restablecerse de la intervención quirúrgica. Por supuesto, este embarazo tampoco lo quería llevar a término, fue involuntario. Su esposo no había podido esperar el tiempo requerido para que las heridas causadas por la maniobra abortiva se curaran y ella, sumisa y sin fuerza de voluntad, se había entregado a sus exigencias.
Y allí me tenían otra vez, sólo a pocos minutos de terminar mi estancia en Cuba, enfrentándome al problema más frecuente, más contradictorio y más difícil de abordar y solucionar de los múltiples problemas objeto de mi labor cotidiana de los últimos diez años: el aborto. Sentí pena por esta mujer y al mismo tiempo indignación y frustración.¡Cómo jugaban con su salud tantas y tantas mujeres cubanas, sabiendo perfectamente que se arriesgaban a graves daños, incluso a perder la vida! Y siempre recurrían a un pensamiento mágico, digno de un niño pequeño: no me va a pasar nada.
Le anoté en un papelito nombre, dirección y teléfono de uno de mis ex-colegas, un ginecólogo no sólo muy competente, sino también con experiencia en ayudar a superar conflictos de esta envergadura. Yo, con un pie en el avión, no podía ya hacer otra cosa que delegar en él la compleja tarea de tratar de disminuir los daños ya causados a esta pobre mujer. Le deseé mucha suerte. En efecto, la iba a necesitar. Con lágrimas en los ojos me dio las gracias y se despidió de mí.
Faltaba media hora para ser llamados a presentarnos en la puerta de salida. La vendedora de tabacos, cigarrillos y libros, que había observado desde su quiosco mi conversación con sus colegas del puesto de venta de al lado, solicitó, a su vez, mi presencia. Tras un panegírico bastante cursi, presentado con palabras rebuscadas y gestos un tanto exagerados (parece que empleó estos recursos oratorios para "entrar en confianza"), María Antonia me relató sus cuitas matrimoniales con todo lujo de detalles. Una vez más me quedé asombrada ante la franqueza y desinhibición con las que personas a las que nunca había visto, totalmente desconocidas para mí, me contaban sus vivencias, venturas, aventuras y desavenencias más íntimas.
"Mi marido tiene trastornos nerviosos, y para tranquilizarse se toma todos los días varias cápsulas de Diazepam. Esto le ayuda muchísimo, pero cuando queremos hacer el amor, la naturaleza le falla, él no puede".
"Si pudiera, sería un milagro", le repliqué. "¿El médico le recetó esta cantidad de tranquilizantes?".
"No, qué va, tú sabes que como escasean, sólo le está dando un tratamiento a base de 'bla-bla-bla', le orienta que haga esto, lo otro y aquello, pero sin medicamento él no puede resolver su situación. Un amigo farmacéutico le consigue las cápsulas, ¡por suerte!".
"Yo diría por desgracia, pues tomando este medicamento sin control médico, lejos de resolver sus problemas los está profundizando, y con el tiempo le resultará muy difícil salir de este círculo vicioso que ya se ha creado. Porque el Diazepam es un inhibidor por excelencia de la erección, es decir, aun por mucho que él quiera, la naturaleza -como Vd. la denomina- le va a seguir fallando".
María Antonia quedó perpleja. No quiso creerme. Le expliqué el mecanismo de acción de los tranquilizantes. Ella terminó balbuceando palabras de agradecimiento y dándome un abrazo efusivo. "¡Qué barbaridad, entonces estamos haciendo todo lo contrario de lo que deberíamos!", comentó aún con un dejo de incredulidad en la voz. Le señalé con el dedo índice el libro El hombre y la mujer en la intimidad (del cual había realizado la revisión técnica) que estaba expuesto en su quiosco y que ella debía vender por dólares a turistas extranjeros. Le sugerí que se leyera el capítulo que trataba justamente el asunto de su interés. "Enséñeselo también a su marido, para que sepa que él no es el único con este problema y para que los dos juntos traten de superar la situación difícil que no requiere ningún tipo de medicamentos, pero sí una buena dosis de conocimientos, voluntad, sensibilidad y ayuda profesional. Aquí le anoto el nombre y el número de teléfono de un buen colega mío que los puede apoyar. Es una persona muy competente y discreta y si le dice que yo le di sus señas, estoy segura de que los atenderá muy pronto. Y ahora tengo que despedirme de Vd. porque están llamando a los pasajeros a que aborden el avión. ¡Le deseo mucha suerte!".
"¡Espera un segundo, Mónica, no te vayas todavía! Quiero pedirte un último favor: ¡fírmame este libro!". Sacó uno de los ejemplares del estante y me alcanzó un bolígrafo.
"Pero, María Antonia, este libro no es suyo, es mercancía que debe vender".
"Ahora que sé que trata también sobre el problema nuestro, este libro es mío. Tú no sabes lo feliz que me siento de haberte visto y hablado. Mira, muchacha, esta suerte la tengo que coronar con tu firma en mi libro".
A María Antonia le hice el favor que ella me solicitara con tanta insistencia. Con esta última firma de un libro publicado en Cuba con la sensacional tirada de trescientos mil ejemplares, que vio la luz a lo largo y ancho del país gracias a mi persistencia y tenaz lucha contra bastiones de mojigatos, hipócritas y burócratas que veían en él una amenaza capital a la moral, un detonador de la sexualidad (como si en Cuba la sexualidad no explotara todos los días) era de repente consciente de que había terminado una etapa importante de mi existencia, de que nunca más iba a tener tantas satisfacciones en mi vida profesional, ni tampoco a sufrir tantas decepciones, temores y disgustos como los experimentados desde que el trabajo de educación, orientación y terapia sexuales se había convertido en mi campo de batalla cotidiano.
Ya nadie me llamaría "la temible", "la corruptora de menores", "la obsesa sexual", "la defensora de las mujeres" o "la reina del condón" o, simplemente, "Mónica, de educación sexual", título honorífico que sustituyó durante años mis apellidos oficiales.
Ya no habría de contestar cientos de cartas, ni responder a llamadas telefónicas que desde los lugares más remotos del país me hacían personas pertenecientes a las capas sociales más diversas, representando una gama de ideologías sexuales extraordinariamente versátil, contradictoria por excelencia y, a menudo, verdaderamente folclórica.
Ya no recibiría cartas anónimas con los insultos y acusaciones más horrendos que van más allá de lo imaginable. Ya nadie se vería en la necesidad de recurrir al anonimato más absoluto para comunicarme su fantasía morbosa, sacando de revistas y periódicos la cantidad requerida de letras para componer verdaderas obras de collage.
Tampoco seguiría recibiendo solicitudes de ayuda, ni visitas anunciadas ni inesperadas. Ya nadie me haría preguntas durante el breve tiempo de espera ante un semáforo o en el camino al comedor o en la cola de la bodega. Nunca más volvería a entrar en un estudio de la televisión o de la radio para dialogar "en vivo y en directo" con cientos de participantes. Mónica con C dejó de existir para convertirse otra vez en Monika con K: una pequeña diferencia involucrando cambios como los del día a la noche.
La metamorfosis de rabo de leona a cabeza de ratona acababa de producirse. Una terrible ambivalencia de sentimientos se apoderó de mí, y al pasar de la guagua al avión ya empecé a sentir una nostalgia por la isla que hoy, diez años después de mi salida, aún no me ha dejado. Creo que nunca me abandonará. Sigo soñando en español y en alemán. Cuando converso con mis hijos mezclamos ambos idiomas, saltando de uno a otro sin darnos cuenta. Amigos que de vez en cuando presencian estos encuentros, se quedan atónitos, no pueden entender el cambio tan radical, tan mágico que se observa en nosotros cuando cambiamos de alemanes a cubanos, cuando del lenguaje pausado, bien articulado, que no permite ni muecas ni la participación de brazos ni piernas para establecer una comunicación entendible, caemos en nuestro "cubaneo", aumentando el volumen de voz y la velocidad como si fuéramos ametralladoras parlantes, acompañando nuestras verborreas con movimientos de todo el cuerpo.
La más insignificante noticia de Cuba provoca sueños nocturnos intensos. Despierto agotada, sudando, a veces llorando, a veces riendo y con alivio digo: sólo son sueños. Me levanto y bajo la ducha termina el cambio de ciento diez voltios a doscientos veinte. Y salgo al trabajo hecha una alemana de pies a cabeza como si Cuba nunca hubiese existido en mi vida. Pero la isla es un fenómeno omnipresente. En el momento menos pensado se apodera de mí, me tortura, me persigue, me da alegría y tristeza a la vez, ejerce sobre mí un encanto que me permite entender ahora la actitud vacilante de los españoles-cubanos: si me muero en La Habana, que me entierren en Madrid y si me muero en Madrid, que me entierren en La Habana.
Al fin, después de tanto derroche de tiempo, con los nervios a millón, abordamos el avión. Estamos haciendo uno de los últimos vuelos de la línea aérea INTERFLUG de la ex-RDA. Esta compañía formaría parte, semanas más tarde, de la LUFTHANSA, quedando cientos de empleados cesantes, sufriendo, pasada la euforia con motivo de la reunificación alemana, el choque frontal con los lados negros del para ellos todavía desconocido sistema capitalista.
Unas aeromozas muy amables (¿habrán recibido un curso intensivo en "cómo atender al público"?), nos dan la bienvenida y reparten folletos y periódicos alemanes del día. ¡Mi primera lectura de diarios de la Alemania unificada! Todo es nuevo, todo es diferente. Preparando las maniobras de despegue, la tripulación se presenta a los pasajeros. ¡Con nombres y apellidos y la especificación de las responsabilidades correspondientes! ¿Quién ha visto esto en vuelos anteriores? Se nos informa detalladamente de las características del viaje.
"En estos momentos estamos sobrevolando Varadero, la playa más hermosa del mundo”. Esto me dice que en aproximadamente media hora estaremos llegando a las Bahamas. Mientras no hayamos alcanzado esas latitudes, no podemos sentirnos seguros de haber logrado nuestra escapada, pues ¿quién no nos dice que por un defecto técnico el avión tiene que retornar a Cuba? Cuando volemos sobre las Bahamas, vamos a hacer un brindis, pues entonces ya no hay regreso; incluso si se produce un fallo, o una situación que requiere un aterrizaje de emergencia, éste se efectuaría en territorio norteamericano que ya no es área vedada para vuelos de la INTERFLUG, procedentes de Cuba.
Yo sigo tensa. Dani trata de distraerme. No le presto atención. Podría estar hablando con la pared, el efecto sería el mismo. Todavía no puedo creer que nuestro proyecto se esté realizando sin contratiempo, que a mí, que llevaba el apodo de "saco de sal” por un sinnúmero de accidentes -algunos casi fatales- sufridos a lo largo de mis casi tres décadas en Cuba, debido a los cuales mis compañeros de trabajo advertían a todo el mundo que intentaba salir conmigo a algún lugar: "¡Con Mónica ni hasta la próxima esquina!", que a mí, repito, me saliera bien una empresa de esta envergadura. Y para colmo, esta vez se trata de una acción totalmente individual, de autodeterminación, de violación de las normas establecidas, de traición, de engaño. Había abusado de la ayuda de personas importantes, quienes nos consiguieron el permiso de salida a mi hijo y a mí con fines de pasar nuestras vacaciones en casa de mi madre, no para quedarnos en el extranjero. Y éste era el agradecimiento. ¡Qué descaro!, ¡qué vergüenza!, ¡qué vileza!
Ya estaba tan adaptada al estado de cubana con personalidad compartida, de ser que tiene que pensar y actuar en plural (se empleaba el NOSOTROS institucionalizado, la primera persona del singular ya no se usaba en la gramática del español cubano); estaba hecha una persona con opinión colectiva, que acata los lineamientos del Partido, que hasta tenía sentimientos de culpa, de malagradecida, de monstruo, de desleal por haberme decidido YO MISMA, sin pedir el permiso de nadie, por este camino.
Confieso que este complejo me duró mucho tiempo, hasta que al fin, con la ayuda de mis familiares y amigos, tras discusiones verdaderamente psicoterapéuticas con ellos, yo empezara a restablecer mi ego y a actuar en asuntos personales sin autorización de "los organismos superiores". Llegué a comprender que recurrir a tretas, al engaño, a la trasgresión de "disposiciones" establecidas constituyen recursos legítimos, si uno se encuentra en una situación en que los derechos individuales y de autodeterminación están congelados. Mandé la pena al diablo y dejé de descalificarme y de autocensurarme. Ya no me importaba el qué dirán mis ex-jefes cubanos. ¡Una vez arruinada la fama, ya uno puede vivir con soltura!
"Las luces que ustedes podrán observar desde ambos lados de nuestro avión, pertenecen a las Bahamas", anuncia el capitán de nuestro "airbus" y a continuación nos informa minuciosamente sobre los próximos tramos de este vuelo.
"¡Dani, funcionó! ¿Te das cuenta que ganamos la partida?”.
Abro todas las válvulas de escape. Un agotamiento descomunal, físico y mental, se presenta después de meses de tensión, temor, incertidumbre y ambivalencias. Me siento terriblemente cansada y, por primera vez en años, muy tranquila y relajada.
El vuelo sigue transcurriendo sin contratiempos. Aterrizamos en Berlín, puntualmente, el día después de nuestra salida.
Estamos en noviembre, el mes más triste, más oscuro y más húmedo del año en Alemania. Los árboles pelados estiran sus ramas negras y desnudas hacia el cielo. Llueve y llueve. Es una llovizna que parece no terminar nunca; agujitas microscópicas de agua helada se clavan en la cara, obligan a uno a apurar el paso y a buscar algún techo donde guarecerse.
Tantos años de sol, de calor, de sudor permanente, día y noche, cargaron las baterías de mi organismo con reservas de combustible a largo plazo. Me siento como nueva, con energías como para tomar el mundo por asalto.
Me hará falta esta fuerza, pues comienza con mi llegada a Alemania, casi treinta años después de haberme mudado a Cuba, una etapa incierta, difícil, insegura y llena de sorpresas, sorpresas que seguramente me depararán de vez en cuando alguna alegría y satisfacción (soy por naturaleza optimista y creo en lo bueno del ser humano y en la felicidad), pero también muchos problemas y dificultades. Sin embargo, he tomado esta decisión y ¡a lo hecho pecho!
Los primeros días en Berlín transcurren con la búsqueda de soluciones para nosotros tres: para mi hijo mayor, para Dani y para mí.
Dictys, el mayor, se encuentra en casa de mi hermano desde hace ya tres semanas. Sus vacaciones autorizadas por su ex-centro de trabajo, la agencia de noticias "PRENSA LATINA", han terminado y se está esperando su regreso en La Habana. (Como no regresó, se le hizo -en ausencia- en La Habana, con la participación obligatoria de todos los colegas de PRELA, un "acto de repudio" por traición, por vendepatria y por entregarse al capitalismo enemigo y recibió el título de "honor" de ESCORIA reservado a todos aquéllos que osan tomar una decisión propia de esta índole, no dictada por los organismos superiores. Una colega que pocas semanas después se exilió en Canadá y que participó en dicho acto de repudio, se lo contó con todo lujo de detalles). Dictys había estado trabajando durante un año por encargo de la agencia en Nicaragua, en plena situación de guerra civil y de preparación de las primeras elecciones autorizadas por el gobierno de Ortega. Como poseía un pasaporte de servicio con visas de entrada a Nicaragua y permisos permanentes de salida de Cuba, le resultó fácil abandonar la isla. En vez de reincorporarse a sus actividades laborales de PRELA, se quedó en Berlín, donde, después de semanas de limpiar picaportes y de tocar las puertas de agencias, instituciones, empresas y negocios de la más diversa índole ofertando sus servicios, tiene que aceptar una realidad frustrante: la existencia de un ejército de periodistas de altos quilates, desempleados. Y llega a la conclusión de que tendrá que encaminar su vida laboral en otra esfera que no sea la del periodismo, corroborando su criterio expresado ya desde el comienzo de sus estudios en la inhóspita ciudad de Moscú de que "¡Mi carrera es una reverenda mierda! Pero es la que me tocó por la libreta. O la aceptaba o no estudiaba. No me permitieron escoger mi camino". Aun así le resultó doloroso renunciar a su profesión y empezar de nuevo.
Dani tiene hechos sus planes: regresar a "su" universidad, en la cual estudió matemáticas, para solicitar la continuación de los estudios de post-grado. Este niño nació con el pie derecho. A los pocos días de haberse presentado ante el Consejo Científico, le otorgan la beca y tiene asegurado el porvenir inmediato.
Los problemas profesionales míos adquieren un cariz muy feo, y más rápido de lo que jamás pensara tengo que interiorizar como algo irreversible el que de persona conocida hasta en los rincones más remotos de Cuba haya vuelto al anonimato total y completo. Mis instrumentos de trabajo -biblioteca y videoteca especializadas, protocolos de investigaciones, programas de formación médica, de pre y post-grado, en fin, todo lo que necesito para el desarrollo normal del trabajo- se quedaron en La Habana. Con mi decisión de volver a mis raíces acepté tener que poner el punto y final a mi vida profesional para dedicarme a ganar mi sustento con alguna actividad, aprovechando simplemente mis conocimientos en idiomas extranjeros y olvidando lo demás. En situaciones y momentos como éstos hay que demostrar mucha flexibilidad y tener una buena dosis de voluntad y valor para aceptar realizar labores que llevan implícito la insatisfacción, la frustración, el sometimiento a jefes, cuya característica destacada es la arrogancia, quienes equipados de pocas células grises, pero poseyendo mucho capital se adjudican el derecho a humillar y a ultrajar a sus subordinados.
"¡Tienes que ofertar tus conocimientos, destrezas, aptitudes y servicios (aunque sea más mentira que realidad) como en bandeja de oro!" me aconsejan los entendidos en esta materia y me enseñan una serie de mecanismos que deben ser remedios seguros para encontrar trabajo.
Casi treinta años en Cuba han hecho de mí un ser inservible en lo que a conocimientos reales del sistema capitalista se refiere. No sé absolutamente nada de impuestos, de seguros, de leyes laborales, de derechos y posibilidades. Como soy ignorante, pierdo un montón de oportunidades que sólo están a disposición del que las conoce y reclama.
Me hago especialista en redactar solicitudes de empleo. Docenas de cartas con sus correspondientes documentos que dan fe de mis calificaciones, actividades profesionales anteriores y experiencias acumuladas aterrizan en los departamentos de personal de empresas, centros de investigación, de asistencia y otros que tengan que ver de alguna forma con actividades laborales que yo sabía realizar.
Tengo que experimentar la triste realidad de que con tantos títulos universitarios en mi haber no voy a lograr nada. Un documental interesante sobre académicos alemanes desempleados -un físico haciendo frituras de papas y vendiéndolas en un quiosco; una bióloga laborando en una compañía de recogida de basura en áreas públicas y un licenciado en ciencias jurídicas trabajando media jornada de secretario, teniendo este personaje en su haber dos títulos de doctor, sabiendo siete idiomas que no le sirven para nada, pues sólo gana lo imprescindible para poder pagar el alquiler de un cuartucho similar a una jaula de conejos- me limpia las entendederas y me da la medida del tamaño de mi problema. A todo esto hay que sumarle el hecho de que estaba a punto de cumplir los cincuenta años. ¿A quién se le ocurre solicitar un empleo, siendo tan vieja? Las mujeres alemanas de mi edad que han pasado un desarrollo laboral normal se jubilan a los 60 años.
Sólo una persona ignorante, caída -como yo- de la luna, tiene la ilusión de que lo importante es el saber, no la edad. ¿Acaso no tenemos un Jefe de Estado diez años más viejo que yo, que está seguro que sáldrá electo otra vez para el próximo período legislativo?
Las universidades me rechazan por no tener antecedentes docentes en ninguna del país. Mi querida Universidad de Rostock, donde inicié mi carrera y donde hice la defensa del doctorado con broche de oro, está inmersa en un proceso doloroso de reestructuración, quedando institutos de renombre internacional disueltos y académicos que le han dado fama, despedidos. Allí no hay espacio para mí.
Y Cuba queda tan lejos, despierta en la gente únicamente asociaciones con playas, sol, ron, tabaco, música y mulatas hermosas. Al conocerse que en la isla existe un programa nacional de gran envergadura, serio, sistemático de educación, orientación y terapia sexuales, la gente no quiere creerme y al final, la respuesta a mis indagaciones sobre la posibilidad de empleo, se resume en que: "Aquí, en Alemania, el enfoque, las leyes, la filosofía, en fin, todo es distinto".
Para el trabajo asistencial de planificación familiar y el de educación, orientación y terapia sexuales no hay plazas vacantes; pertenece al sector improductivo. No existen recursos suficientes para poder dar abasto a las necesidades de consulta y asistencia de la población sin recursos financieros, y los ricos tienen sus terapeutas privados; no les hace falta una alemana-cubana que no conoce el nuevo mundo, al cual se acaba de trasladar.
Se me recomienda que busque una fuente de financiamiento para independizarme, para abrir mi consulta propia. Soy lo suficientemente realista como para saber que este consejo no podrá convertirse en realidad, pues la requerida fuente de financiamiento no existe. Y esperar por un premio de la lotería me parece demasiado inseguro, pues nunca en mi vida he ganado en rifas organizadas en la escuela, en el barrio o en actividades de beneficencia. En Cuba, jugar a la lotería estaba prohibido. A mi cuñada la metieron un día en el calabozo porque la sorprendieron jugando al "Monopolio" con una vecina. En vez de dinero usaban frijoles negros y éstos tenían más valor que los pesos cubanos en circulación en aquel momento. De manera que en Cuba se me olvidó cómo se juega a la lotería y aquí en Alemania me faltó el dinero para hacerlo regularmente. Las pocas veces que participo, me discriminan sistemáticamente, nunca, pero nunca he ganado salvo una vez que el monto del premio cubrió exactamente el costo de la boleta.
"¿No tienes ninguna herencia en perspectiva?", me preguntan amigos deseosos por verme ubicada en una posición digna.
En el horizonte no se vislumbra ninguna fortuna y analizando con espíritu realista la situación de mi familia alemana, llego a entender que no tiene sentido esperar milagros.
La oficina de trabajo de Hamburgo me recomienda una plaza de profesora de idioma alemán para asilados, ciudadanos desgraciados del mundo entero y para repatriados ruso-alemanes y polacos que antes de recibir el permiso para trabajar en Alemania tienen que aprender el idioma alemán. Acepto gustosamente, aun sabiendo que el salario -una cuarta parte del que por la tarifa oficial me corresponde- no alcanza ni para empezar.
Mis alumnos se dividen en dos grupos: uno compuesto por personas que hablan el idioma ya bastante bien y que tienen que perfeccionar sus conocimientos para poder dedicarse a la tarea de buscar un empleo, de ser posible en un sector que corresponda al oficio aprendido. El otro grupo consta de hombres y mujeres analfabetos o desconocedores del alfabeto latino, todos ellos de un nivel cultural bajo, todos y cada uno nacidos y criados bajo regímenes inhumanos, autoritarios, despóticos, aniquiladores de la individualidad, por consiguiente son personas cuya psiquis está severamente dañada, que no conocen la tolerancia de lo diferente y que sufren torturas inmensurbles al verse inmersas en un mundo abierto, multicultural, que ofrece libertades que no comprenden y a las cuales no están acostumbradas.
El primer grupo no plantea ninguna dificultad y simplemente cumplo con mis alumnos el programa de rigor establecido concretamente por la dirección del plantel.
El trabajo con el segundo, el de los analfabetos, sin embargo, se convierte en un reto de enorme envergadura. A Cuba había llegado tarde para poder participar en la campaña de alfabetización. Nunca hubiese tenido en cuenta siquiera la posibilidad de dar mi aporte como maestra-alfabetizadora en uno de los países más desarrollados del mundo. Parece que el destino me tiene asignadas misiones estrafalarias por excelencia.
La escuela no está preparada para darle atención especial a mi grupo y con tal de librarse de este compromiso incómodo de darles a esas personas marginadas clases de idioma alemán, me otorga poderes casi totales en lo referente al contenido de mis clases, siempre y cuando yo alcance el objetivo: que los alumnos aprendan al menos a escribir su nombre, a leer textos muy rudimentarios -como, por ejemplo, los nombres de las calles, la identificación de los medios de transporte público, los precios de los productos en el mercado- y a articularse de tal manera que puedan resolver sin ayuda de un intérprete la comunicación más elemental.
Nos divertimos bastante en mi grupo de "analfis". Tengo que improvisar e inventar métodos atractivos constantemente. Mis alumnos hablan curdo, polaco, ruso, afgano, búlgaro, persa, turco, árabe y chino. Ninguno conoce las costumbres, tradiciones y el idioma del otro y cada uno idealiza su Patria lejana que tanto sufrimiento le ha deparado.
El más joven tiene 45 años, el mayor 70. Todos y cada uno han pasado las vicisitudes más inimaginables: torturas, persecución, destierro, fuga, terror y exilio. Todos están enfermos, con los nervios destruidos; los pocos que les quedan sanos, se estropean irremediablemente en la lucha cotidiana contra la insuperable, la inalcanzable, la mundialmente conocida, implacable burocracia alemana. Yo, que nací en este país, que aprendí desde mi tierna infancia las reglas de juego, las normas de convivencia, el idioma, la cultura, me siento como en otro planeta, porque casi tres décadas en el ambiente cubano me "echaron a perder"; cómo se sentirán entonces estos pobres desgraciados de mis alumnos analfabetos que no hablan el idioma ni comprenden absolutamente nada, pero a quienes se les exige el cabal cumplimiento de todas las normas y leyes establecidas en su país anfitrión.
Todos los días traen algún papel de la oficina del trabajo, del seguro social, de la dirección de inmigración, de la policía, del departamento de extranjería.
Nunca me interesé por estudiar leyes, pero ahora me veo en la obligación de enterarme de un montón de disposiciones legales, pues las conozca o no, sin aceptar disculpas ni pretextos se exige en Alemania el acatamiento de los códigos, leyes y regulaciones existentes. En Cuba, al igual que todos los que se encontraban a mi lado, estaba acostumbrada a "resolver los problemas", recurriendo a alguna treta, trampa o buscando una puerta trasera con la ayuda de algún socio, amigo o conocido ("quien tiene un amigo, tiene un central", es una verdad en Cuba), para barrer del camino las avalanchas, los obstáculos legales existentes en el papel y muchas veces en la mente de funcionarios que se dan importancia. Pero en Alemania esto no funciona. Las multas pueden arruinar al más rico si se atreve a transgredir la Ley. Todavía hoy no me explico cómo es posible que este sistema alemán funcione, pero funciona (dicen las malas lenguas que los franceses empollan una ley, los italianos se mueren de risa cuando la conocen y los alemanes la cumplen). Y mis alumnos están viviendo pesadillas tal vez más horribles que las vividas bajo un régimen dictatorial y sanguinario. La tortura, la miseria física se sustituyen por papeles que llevan implícitos amenazas y castigos. Con manos temblorosas me entregan la carta cuyo remitente es alguna de las instituciones arriba mencionadas. Y la carta contiene -sin excepción- alguna acusación, alguna multa u otra condena por no haber el destinatario acatado esta norma, aquélla o la otra. Me convierto en la abogada de mis alumnos, me peleo con funcionarios, cuya tarea consiste en tener la razón y tener que garantizar el orden entre esta gente que para los burócratas constituyen el caos perfeccionado.
Traslado a mis clases técnicas psicoterapéuticas para incorporarlas en mi programa docente. De esta forma no se me atrofian mis células grises y logro que los alumnos se sientan protegidos sin la persecución de los funcionarios. Al menos durante las clases de alemán pueden dejar de lado los problemas legales. En el aula se sienten como en un oasis, despreocupados, seguros y -tal vez lo más importante- comprendidos y respetados por su profesora, a quien adoran. Nos entendemos sin que nadie hable el idioma del otro. Cuando la atmósfera está cargada de agresividad -porque un bando se burle, por ejemplo, de los que "apestan" a ajo y el otro de aquéllos que comen carne de puerco y tienen olor a grajo-, tengo que hacer todo lo posible para que la discusión, la gritería no termine en ataques físicos.
De lunes a viernes tienen que aguantar seis horas de clases diariamente. Están acostumbrados a trabajos físicos violentos, pero aguantar un lápiz entre tres dedos y escribir algunas palabras les hace sudar y, a veces, les dan verdaderos ataques de depresión. Cuando a Yuri se le agarrota la mano, emite un grito que me llega hasta la médula, tira con desprecio el lápiz al otro extremo del aula y en ruso mezclado con algunas palabras alemanas balbucea: "No resisto más esta tortura. Toda mi vida he trabajado en el campo. Hice de caballo y de arado a la vez. Con cuarenta grados bajo cero tuve que estar fuera y para no morir de frío tuve que trabajar, moverme, cargar los bultos más pesados. Y aquí me tienen ahora garabateando letras idiotas que no me hacen falta".
No me resulta fácil consolar a Yuri. Le tomo la mano rígida, le hago un masaje y le hablo en voz baja y con mis tres palabras rusas que todavía recuerdo de mis tiempos de escolar, logro hacerle reír. Cambiamos de actividad, hacemos todos unos ejercicios de relajamiento, acompañados de una canción infantil que les gusta muchísimo y que aprenden con ahínco, como niños en un círculo infantil.
Cada noche cuando preparo la clase del otro día, empollo juegos de adivinanza para hacer más divertido, más aguantable el aprendizaje. Jugamos a la "lotería de imágenes". Reparto elogios y aplaco a iracundos que a veces se desesperan cuando su memoria los traiciona o cuando la mano torpe no quiere escribir letras legibles.
Yuri ya sabe escribir su apellido, puede firmar documentos con su puño y letra. Y descubro que este viejo campesino, descendiente de alemanes reclutados por la zarina Catalina para cultivar las tierras vírgenes a orillas del Volga, más tarde expulsados de su nueva Patria por los secuaces de Stalin, torturados y enviados a campos de exterminio o a Siberia durante la Segunda Guerra Mundial, de vuelta en Alemania aprende más rápido de lo que uno pueda pensar que la comodidad no sólo se inventó para los ricos: cuando le doy la tarea de escribir cinco veces su apellido (que se compone de ocho letras), veo cómo me pone sobre el papel cinco veces sus iniciales. Cuando le pregunto: Yuri, ¿por qué no me escribes el apellido completo?, me contesta: "Es muy largo y así es suficiente. La coletilla sobra".
Mientras tanto, ya he encontrado una vivienda cómoda y barata.
La dueña de una casa en uno de los barrios más exclusivos de Hamburgo me cede la planta baja completa. Su condición: que no le cambie nada, que deje todos los muebles y tarecos en su lugar. La señora ya tiene noventa años, ha vivido los terrores de dos guerras mundiales, las crisis económicas mundiales que acabaron con el país; ha conocido el resurgimiento de una nación fuerte, pero le han quedado la desconfianza y el miedo. Tiene guardadas en el sótano tongas de latas de conservas producidas poco después de la guerra o sea, hace medio siglo, para "por si acaso". No le permite ni siquiera al hijo que se encarga de las reparaciones de rutina y de la recogida de materiales de desecho, que toque su almacén de reservas. Y yo estoy otra vez pasando por una etapa de tener que soportar el despotismo y la subordinación. Es cierto que el pago de alquiler por la mansión en que vivo es casi simbólico, pero tengo que admitir que los muebles baratos gastados, con olor a viejo y sucio constituyen un insulto a cualquiera. De manera muy diplomática trato de persuadir a la señora a que me permita introducir algunos cambios. Ella se mantiene firme. Nuevamente en mi vida tengo que recurrir a tretas, trucos y a otros recursos no convencionales para convertir mi morada en un lugar agradable. Aprovecho su ausencia para cepillar el piso de madera. Mi hijo y un primo, un teutón de dos metros de estatura, barbarroja, ojos azules y con la fuerza de un toro, participan en la conspiración. Alquilamos una máquina que pesa más que yo, produce una bulla capaz de despertar a un muerto y se come -si no se la maneja correctamente- el piso completo. Yo trato de guiarla, pero me levanta como si fuera una pluma. Tengo que pedir a "mis hombres" que manejen la máquina hambrienta de madera de pino, y en cuestión de tres horas tengo láminas brillosas, nuevas con olor a bosque.
Si pudiera botar a la basura los trastos que cumplen función de muebles, la vivienda quedaría perfecta, pero no puedo arriesgar una guerra con la dueña. Tengo que esforzar mi fantasía, hacer cálculos y termino comprando telas, sillas y muchas plantas para camuflar lo feo.
Naturalmente me veo también en la necesidad de botar al sótano algunos de los vejestorios más espantosos, segura de que la señora no los sacaría de allí jamás, esperando que -si tengo suerte- ella no se percate de mis trasgresiones.
Días después de haber terminado mi obra maestra, la dueña de la casa regresa de sus vacaciones. Parece que algún vecino soplón le contó de la bulla y de los movimientos de personas, instrumentos de trabajo y tarecos que se habían manipulado durante su ausencia.
Me saluda muy fríamente y quiere ver la vivienda. Los ojos se le agrandan y dice: ¿Pero esto qué es?, todo está cambiado, el piso, ¿qué ha hecho con el piso?
Como una chiquilla agarrada con las manos en la masa prohibida, le replico: "Señora, ¿ha visto qué bien quedó el piso?".
"Sí, pero no le di la autorización y usted no me avisó de nada y abusó de mi ausencia para hacer todo esto a mis espaldas!".
Sólo después de asegurarle que los costos correrían por entero de mi cuenta, comenta con la cabeza erguida de arrogancia: "¡Quien quiere azul celeste, que le cueste!", a lo que no se me ocurrió decirle otra cosa que: "¡Así es!".
"Mi vivienda" va llenándose poco a poco. Amigos me regalan vajilla, cacharros de cocina y, sobre todo, libros. Un radio-tocadiscos estereofónico es el primer gran regalo de mis hijos para Navidad. Empiezo a crear -¿por cuánta vez?-, una biblioteca y una colección de discos. Si no fuera por el salario miserable de la escuela de idiomas, que no me permite respirar profundo, podría estar contenta.
En la escuela corren rumores de que se piensa cerrar el plantel por no prorrogarse el contrato con la oficina de trabajo. Indagaciones al respecto me inducen a buscar otro empleo, pues no tengo recursos para poder sobrevivir si me dejan en la calle de hoy a mañana. Además, tengo que acumular años para poder cobrar, a los 61 años de vida, la pensión mínima, pues mis tres décadas de trabajo en Cuba no cuentan para la jubilación.
En el diario hamburgués encuentro una oferta de empleo de una empresa de suministros de productos varios para buques. Necesitan una traductora-intérprete y secretaria para la dirección general y para la dirección técnica. En el anuncio especifican que la candidata no necesita tener conocimientos técnicos, que los idiomas español, inglés, alemán y francés son obligatorios y que todo lo demás se le enseñaría poco a poco. Pienso que este puesto se ha reservado expresamente para mí. Escribo mi solicitud de rutina y envío a la dirección de la empresa todos los documentos de rigor requeridos.
Apenas el cartero deja mi carta en el lugar destinado, la gerencia de la empresa me llama por teléfono y me invita a presentarme para una entrevista.
El jefe de personal habla conmigo brevemente y noto que hay un movimiento raro detrás de mí (estoy sentada de espaldas a la puerta abierta del salón de conferencias). Claro, no puedo virarme para ver qué está pasando. Más tarde me relatan que mi solicitud para ocupar la plaza de traductora, intérprete y secretaria levantó una nube de curiosidad y de asombro entre los directores de la empresa. El director técnico, el más interesado en que yo me convierta en su "tracatrana", me habla como si ya fuera colaboradora suya. De repente entra una señora, se presenta, pero no capto su apellido y por consiguiente no me doy cuenta que es la gerente y dueña de la empresa. Ella me mira y habla como si yo fuera un bicho raro. Varias veces repite su pregunta: "¿es cierto que usted vivió casi tres décadas en Cuba? Dios mío, cómo pudo estar tanto tiempo en ese país".
También se presenta el cuarto integrante de la gerencia, un especialista de finanzas, en cuya cabeza sólo existen números pintados en billetes de moneda fuerte, que igualmente se está muriendo de curiosidad por ver este fenómeno que solicitó trabajo en su compañía.
Al poco rato ya estamos hablando del contenido concreto de mi nueva misión. Mis futuros jefes se mueren de la risa cuando les explico que nunca he trabajado con una computadora, que no tengo idea de lo que es un fax y que nunca en mi vida he marcado el disco de un teléfono para una llamada internacional, puesto que para estos menesteres en Cuba estaba la operadora. Me aseguran entre carcajadas y comentarios burlones que todo esto se me enseñaría, que no me preocupara.
El primer día de trabajo es una pesadilla de tal envergadura que nunca -incluso si llego a ser vieja como Matusalén- se me olvidará. A cada rato pasa por mi oficina algún colega -con cualquier pretexto para ver el bicho raro, cuchichean, se ríen, me miran. Yo me siento como un mono enjaulado en el zoológico, al menos me imagino que así podrá sentirse un animal en tales circunstancias.
El director técnico, el financiero, la dueña y tal vez el peor de todos, un perito comercial de personalidad torcida, un hombre celoso y temeroso de que yo pueda aprender demasiado y destronarlo, inventan problemas y me apabullan con tareas muchas veces absurdas y contradictorias, que quedan totalmente fuera de mi radio de competencia y me sacan de quicio. Y antes de que termine la primera jornada ya tengo ganas de irme y de no volver jamás. Se esfuman las promesas de enseñarme mi nuevo oficio; en su lugar me dan órdenes, la mayoría de las veces imposibles de cumplir.