Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
CADA COMPETICIÓN ES UNA CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE; Y PERDER ES MORIR Para el agente deportivo Myron Bolitar, el Open de Estados Unidos de golf es una gran oportunidad para conseguir nuevos clientes. Una de las estrellas del circuito, Linda Coldren, quiere contratarlo, pero no para lo que el agente pudiera imaginar. Han secuestrado al hijo de la golfista y necesita la ayuda de Bolitar para rescatarlo. Ella y su marido Jack pueden ganar muchas cosas en un campo de golf, pero fuera de él pueden llegar a perderlo todo.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 444
Veröffentlichungsjahr: 2013
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Título original: Back Spin
© Harlan Coben
© Traducción de Borja Folch Permanyer
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
OEBO054
ISBN: 978-84-9867-863-5
Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Portada
Créditos
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
Agradecimientos
Otros títulos
Para los Armstrong,
los mejores suegros del mundo,
Jack y Nancy,
Molly, Jane, Eliza, Sara, John y Kate.
Gracias por todo, Anne
1
Myron Bolitar examinó con el periscopio de cartón aquella multitud ridículamente ataviada. Trató de recordar la última vez que había utilizado un periscopio de juguete. La imagen de los comprobantes de compra de una caja de cereales Cap’n Crunch parpadeó ante sus ojos como esas manchas que aparecen después de mirar hacia el sol y que suelen producir dolor de cabeza.
A través del reflejo en el espejo, Myron observó a un hombre vestido con bombachos (¡bombachos, por amor de Dios!) que miraba fijamente una minúscula esfera blanca. Los espectadores murmuraban con entusiasmo. Myron contuvo un bostezo. El hombre de los bombachos se puso de cuclillas. Los espectadores ridículamente ataviados intercambiaron codazos antes de sumirse en un silencio imponente, al que siguió una quietud absoluta, como si hasta los árboles, los arbustos y las repeinadas briznas de hierba estuvieran conteniendo la respiración.
Entonces, el hombre de los bombachos golpeó la esfera blanca con un palo.
El público empezó a comentar el golpe en una jerga indescifrable. El volumen del murmullo aumentó a medida que la bola fue ascendiendo. Algunas palabras se hicieron inteligibles. Luego, frases enteras. «Bonito estilo.» «Espléndido golpe.» «Buen golpe.» «Un estilo realmente bueno.» Enfatizaban la palabra «estilo» como si alguien pudiera pensar que se referían a un estilo de natación o a un estilo arquitectónico.
—Señor Bolitar.
Myron apartó el periscopio de su rostro. Tuvo la tentación de gritar «Arriba periscopio», pero temió que algún socio del exclusivo Club de Golf de Merion lo considerase un acto de inmadurez. Sobre todo durante la disputa del Open de Estados Unidos. Miró por encima del hombro a un hombre de rostro rubicundo que debía de rondar los setenta y comentó:
—Vaya pantalones.
—¿Disculpe?
—¿Qué pasa?, ¿tiene miedo de que le atropelle uno de los carros eléctricos?
Los pantalones eran anaranjados y amarillos, de un tono algo más brillante que una supernova en el instante mismo de la explosión. Sin embargo, en aquel hombre apenas si destacaban. Parecía como si todos se hubiesen levantado aquel día preguntándose qué indumentaria desentonaría más en el llamado mundo libre. Muchos lucían tonos de verde y anaranjados típicos de los rótulos de neón más vulgares. El amarillo y unos tonos púrpura sumamente raros también abundaban, por lo general juntos, en una combinación de colores que resultaría estrafalaria hasta al equipo de animadoras de un instituto del Medio Oeste. Era como si al verse rodeada por toda aquella belleza natural la gente se empeñara en hacer cuanto estuviera en su mano para compensarla. O quizá fuese otra cosa la que estaba en juego. Quizá la fealdad de la ropa tuviese un origen más funcional. Tal vez en los viejos tiempos, cuando había animales en libertad, los golfistas se vestían de aquella manera para ahuyentar a las bestias peligrosas.
Era una buena teoría.
—Tengo que hablar con usted —susurró el anciano—. Es urgente.
Las mejillas, redondas y joviales, contradecían a sus ojos suplicantes. De pronto, tomó a Myron por el brazo.
—Se lo ruego —añadió.
—¿De qué se trata? —preguntó Myron.
El hombre movió el cuello como si la camisa le apretara demasiado.
—Usted es agente deportivo, ¿verdad? —preguntó.
—Sí.
—¿Ha venido a captar clientes?
Myron entrecerró los ojos.
—¿Cómo sabe que no he venido aquí a presenciar el espectáculo cautivador de un puñado de adultos dando un paseo?
El anciano no sonrió, aunque ya se sabe que los golfistas no son famosos precisamente por su sentido del humor. Volvió a estirar el cuello y se aproximó.
—¿Le dice algo el nombre de Jack Coldren? —le preguntó con un ronco susurro.
—Por supuesto —respondió Myron.
Si el anciano le hubiese hecho la misma pregunta el día anterior, Myron no habría tenido ni idea de quién le hablaba. No era muy aficionado al golf (en realidad, no lo era en absoluto), y Jack Coldren había sido un jugador de tercera fila durante los últimos veinte años, pero se había convertido en el inesperado líder tras la primera jornada del Open, y ahora, cuando sólo quedaban unos pocos hoyos del segundo recorrido, iba en cabeza con una extraordinaria ventaja de nueve golpes.
—Pero ¿por qué me lo pregunta? —quiso saber Myron.
—¿Y Linda Coldren? —inquirió el hombre—. ¿Sabe quién es?
Aquella pregunta era más fácil. Linda Coldren era la esposa de Jack y la mejor golfista de la última década.
—Sí, sé quién es —respondió Myron.
El hombre se inclinó más hacia él y repitió el gesto con el cuello. Resultaba francamente molesto, además de contagioso. Myron tuvo que luchar contra el deseo de imitarlo.
—Están metidos en un buen lío —susurró el anciano—. Si los ayuda, tendrá dos nuevos clientes.
—¿De qué clase de lío se trata?
El anciano miró alrededor.
—Aquí hay demasiada gente —le dijo—. Venga conmigo.
Myron se encogió de hombros. No existía ninguna razón que le impidiera acompañarlo. El anciano era la única posibilidad de hacer negocio que había descubierto desde que su amigo y socio Windsor Horne Lockwood III (Win, para abreviar) lo había arrastrado hasta allí contra su voluntad. Dado que el Open de Estados Unidos se celebraba en el Merion, club al que pertenecía la familia Lockwood desde hacía aproximadamente un millón de años, a Win se le había ocurrido que era una gran oportunidad para que Myron consiguiera algún cliente selecto. Myron no lo tenía tan claro. A su juicio, el rasgo principal que lo distinguía de las hordas de agentes que pululaban como cigarras por los verdeantes prados del Club de Golf de Merion era su clara aversión al golf, lo cual con toda probabilidad distaba mucho de constituir un punto a su favor a la hora de ofrecer sus servicios profesionales.
Myron Bolitar dirigía MB SportsReps, una firma de representación de deportistas con sede en Park Avenue, Nueva York. El local lo alquilaba a su antiguo compañero de cuarto de la facultad, Win, un influyente banquero e inversionista cuya rancia y acaudalada familia era propietaria de Lock-Horne Securities, situada en la misma Park Avenue de Nueva York. Myron se ocupaba de las negociaciones mientras Win, uno de los corredores de bolsa más respetados del país, se ocupaba de las inversiones y las finanzas. El tercer miembro del equipo de MB, Esperanza Diaz, se ocupaba de todo lo demás. Tres ramas con controles y balances. Igual que el Gobierno estadounidense. De lo más patriótico.
Eslogan: «MB SportsReps: los demás son mariquitas rojos».
Mientras el anciano intentaba abrirse paso entre el gentío para que Myron pudiera avanzar, varios hombres con chaquetas de esport de color verde, otro atuendo que suele lucirse en los campos de golf, quizá para confundirse con la hierba, lo saludaron en voz baja con frases como «Qué tal, Bucky», o «Qué bien se te ve, Buckster» o «Buen día para el golf, Buckaroo». Todos ellos tenían acento de ricos repipis, con esa inflexión gangosa que prefiere «mami» a «mamá» y para la que tanto verano como invierno son sinónimos de vacaciones. Myron estuvo a punto de criticar que llamaran Bucky a un hombre hecho y derecho, pero cuando uno se llama Myron..., ya se sabe, más vale no arrojar piedras contra el propio tejado.
Como en cualquier otro acontecimiento deportivo del mundo libre, la zona de juego parecía más una cartelera gigante que un campo de competición. El marcador principal lo patrocinaba IBM. Canon repartía periscopios. Empleados de American Airlines despachaban en los puestos de comida (unas líneas aéreas manipulando alimentos, ¿a qué lumbrera se le habría ocurrido?). El village estaba atestado de empresas que aflojaban más de cien mil dólares por cabeza para plantar una tienda de campaña por unos días, con la finalidad principal de proporcionar a sus ejecutivos una excusa para acudir al torneo. Travelers Group, Mass Mutual, Aetna (a los golfistas deben de gustarles los seguros), Canon, Heublein. Heublein. ¿Qué diablos era Heublein? Parecía una buena empresa. Myron probablemente hubiese comprado un Heublein de haber sabido lo que era.
Lo curioso del caso era que, de hecho, el Open de Estados Unidos estaba menos comercializado que la mayor parte de los torneos. Al menos todavía no habían vendido el nombre, como otros torneos, que adoptaban el de sus patrocinadores con resultados un tanto ridículos. ¿Quién podría aspirar a ganar el JC Penney Open, o el Michelob Open, o siquiera el Wendy’s Three-Tour Challenge?
El anciano lo condujo hasta un aparcamiento reservado. Mercedes, Cadillac, limusinas. Myron reconoció el Jaguar de Win. La Asociación de Golf de Estados Unidos había colocado hacía poco un cartel en el que podía leerse: aparcamiento sólo para socios.
—Usted es socio del Merion —afirmó Myron, siempre tan intuitivo.
El anciano transformó su gesto característico de torcer el cuello en una especie de asentimiento.
—Mi familia se remonta a los orígenes del club —explicó, exagerando su acento esnob—. Igual que la de su amigo Win.
Myron se detuvo y miró al anciano.
—¿Conoce a Win?
El anciano esbozó algo parecido a una sonrisa y se encogió de hombros. Nada de compromisos.
—Aún no me ha dicho cómo se llama —señaló Myron.
—Stone Buckwell. Pero todo el mundo me llama Bucky —respondió el anciano, tendiéndole la mano—. Por lo demás —añadió mientras Myron se la estrechaba—, soy el padre de Linda Coldren.
Bucky abrió la portezuela de un Cadillac azul celeste al que subieron. Metió la llave en el contacto. En la radio pasaban música ambiental; peor aún, la versión ambiental de Raindrops Keep Falling on My Head. Myron se apresuró a bajar la ventanilla en busca de aire fresco y de algo de ruido que neutralizara aquella música.
Sólo los socios estaban autorizados a aparcar en los jardines del Merion, de modo que salir del recinto no supuso ningún problema. Torcieron a la derecha al final del sendero de entrada y luego otra vez a la derecha. Bucky, por suerte, apagó la radio. Myron volvió a meter la cabeza dentro del coche.
—¿Qué sabe sobre mi hija y su marido? —preguntó Bucky.
—Poca cosa —respondió Myron.
—Usted no es aficionado al golf, ¿verdad, señor Bolitar?
—La verdad es que no.
—El golf es un deporte realmente magnífico —sentenció el anciano. Luego añadió—: Aunque la palabra deporte no le hace justicia.
—Ajá —asintió Myron.
—Es el juego de los príncipes. —El rostro rubicundo de Buckwell resplandeció levemente; los ojos, muy abiertos, reflejaban el arrobamiento propio de las almas más devotas. Hablaba en voz baja, no sin cierta reverencia—. No hay nada comparable. Tú solo contra el campo. Sin excusas. Sin compañero de equipo. Sin llamadas inoportunas. Es la más pura de las actividades.
—Ajá —repitió Myron—. Mire, no quisiera parecerle grosero, señor Buckwell, pero ¿de qué va todo esto?
—Llámeme Bucky, por favor.
—De acuerdo... Bucky.
Buck asintió con aprobación y dijo:
—Tengo entendido que usted y Windsor Lockwood son algo más que meros socios.
—¿A qué se refiere?
—Creo que hace tiempo que se conocen. Compartieron habitación mientras estudiaban en la universidad. ¿Me equivoco?
—¿Por qué me pregunta sobre Win?
—El caso es que fui al club para intentar dar con él —explicó Bucky—. Pero me parece que será mejor así.
—¿Así cómo?
—Hablando antes con usted. Tal vez luego... Bueno, ya veremos. Prefiero no crearme demasiadas expectativas.
Myron asintió.
—No tengo ni idea de qué me está hablando.
Bucky se desvió por un camino adyacente al campo, el camino de la casa club. Los golfistas, siempre tan creativos.
El campo quedaba a la derecha. A la izquierda se alzaban imponentes mansiones. Un minuto después, Bucky tomó un camino circular. La casa era bastante grande y estaba construida de un material conocido como roca de río. La roca de río era muy abundante en aquella región, y Win siempre se refería a ella como «la piedra esencial». La mansión estaba rodeada por una valla blanca, varios parterres de tulipanes y dos arces, uno a cada lado del sendero. En el lado derecho se abría un amplio porche. El coche se detuvo y, por un instante, ambos permanecieron inmóviles.
—¿De qué va este asunto, señor Buckwell? —le preguntó al fin Myron.
—Nos encontramos ante una situación muy delicada —dijo el anciano.
—¿Qué clase de situación? —inquirió Myron.
—Prefiero que sea mi hija quien se lo explique. —Bucky sacó la llave del contacto y se dispuso a abrir la puerta.
—¿Por qué acude a mí? —quiso saber Myron.
—Nos han dicho que quizá podría ayudarnos.
—¿Quién se lo ha dicho?
Buckwell empezó a torcer el cuello con renovado vigor. Cuando por fin recuperó el control de su cabeza, miró a Myron a los ojos y declaró:
—La madre de Win.
Myron se estremeció. Abrió la boca, la cerró, esperó. Buckwell se apeó y se dirigió hacia la puerta de la casa. Myron lo siguió diez segundos después.
—Win no le servirá de nada —le advirtió.
Buckwell asintió.
—Por eso he acudido antes a usted.
Recorrieron un camino de ladrillos hasta alcanzar la puerta, que estaba entornada. Buckwell la empujó y llamó:
—¡Linda!
Linda Coldren estaba de pie ante el televisor del estudio. Vestía pantalones cortos de color blanco y blusa amarilla sin mangas que dejaban al descubierto unos miembros ágiles, propios de una atleta. Era alta, tenía el pelo negro, muy corto, y lucía un bronceado que realzaba sus músculos lisos y largos. De acuerdo con las finas arrugas en las comisuras de sus labios y sus ojos, debía de tener unos treinta y cinco años, tal vez más. Myron intuyó de inmediato por qué se la disputaban los patrocinadores. Aquella mujer irradiaba un esplendor salvaje. Su belleza transmitía más fortaleza que delicadeza.
Estaba viendo el torneo por televisión. Encima del aparato había fotografías familiares enmarcadas. Dos grandes sofás cubiertos de cojines formaban una uve en un rincón. Discreto mobiliario para un golfista. Nada de putting green, nada de alfombra AstroTurf, nada de esas obras de arte de tema golfístico que se hallaban uno o dos escalones por debajo de la categoría estética de, pongamos por caso, los cuadros de tahúres jugando a póquer. Ninguna gorra con la imagen de un tee y una bola colgada de la cabeza de un alce.
De repente, Linda Coldren los miró; primero a Myron, con expresión airada, y luego a su padre.
—Pensaba que ibas a traer a Jack —le espetó.
—Todavía no ha terminado el recorrido.
Linda señaló con la mano el televisor.
—Ya está en el hoyo 18. Pensaba que ibas a esperarlo.
—He traído al señor Bolitar en su lugar.
—¿A quién?
Myron dio un paso al frente y sonrió.
—Soy Myron Bolitar.
Linda Coldren le echó un vistazo y volvió a mirar a su padre.
—¿Quién diablos es éste?
—Es el hombre de quien me habló Cissy —repuso Buckwell.
—¿Quién es Cissy? —preguntó Myron.
—La madre de Win.
—Oh —exclamó Myron—. Entiendo.
—No pinta nada aquí —dijo Linda Coldren—. Deshazte de él.
—Escucha, Linda. Necesitamos ayuda.
—Pero no la suya.
—Él y Win tienen experiencia en esta clase de cosas.
—Win —sentenció ella con parsimonia— es un psicópata.
—Vaya —intervino Myron—, veo que lo conoce bien.
Linda Coldren por fin se dignó prestar atención a Myron. Sus ojos, profundos y pardos, se encontraron con los de él.
—No he hablado con Win desde que tenía ocho años —dijo ella—. Pero no es preciso saltar por encima de las llamas para saber que el fuego quema.
Myron asintió.
—Bonita analogía.
Linda Coldren soltó un bufido de desaprobación y volvió a mirar a su padre.
—Ya te he dicho que nada de policía. Haremos lo que dicen.
—Pero si no es policía —arguyó Bucky.
—Y no debías contárselo a nadie.
—Sólo se lo he contado a mi hermana —protestó Bucky—. No dirá una palabra.
Myron sintió que volvía a estremecerse.
—Espere un momento —le dijo dirigiéndose a Bucky—. ¿Su hermana es la madre de Win?
—Sí.
—Entonces, usted es el tío de Win. —Myron miró a Linda Coldren.— Y usted su prima hermana.
Ella lo miró con expresión de desdén.
—Con tamaña sagacidad —repuso en tono burlón—, me alegra tenerlo de nuestra parte. Si aún no le ha quedado claro, señor Bolitar, puedo traer una pizarra y dibujarle nuestro árbol genealógico.
—¿Lo haría con varios colores? —preguntó Myron—. Me encantan los colorines.
Ella hizo una mueca y le dio la espalda. En el televisor, Jack Coldren se disponía a dar un putt de tres metros y medio. Linda observó atentamente. El golpe fue suave, la bola describió un arco y fue a dar justo en el hoyo. La tribuna aplaudió con entusiasmo moderado. Jack cogió la bola con dos dedos y saludó. El marcador de IBM centelleó en la pantalla. Jack Coldren iba en primera posición con una fabulosa ventaja de nueve golpes.
—Pobre cabrón —masculló Linda Coldren.
Myron guardó silencio. Bucky hizo lo mismo.
—Ha esperado este momento durante veintitrés años —prosiguió ella—. Y ahora va y lo consigue.
Myron echó un vistazo a Bucky, que lo miró y sacudió la cabeza.
Linda Coldren siguió con los ojos fijos en el televisor hasta que su marido salió en dirección a la casa club. Entonces dejó escapar un profundo suspiro y se volvió hacia Myron.
—¿Sabe, señor Bolitar?, Jack jamás ha ganado un torneo profesional. Lo más cerca que estuvo de lograrlo fue cuando empezaba, hace ya veintitrés años, con sólo diecinueve. Fue la última vez que se celebró el Open de Estados Unidos en el Merion. Quizá recuerde los titulares.
La verdad es que no le resultaban del todo desconocidos. Los periódicos de la mañana habían publicado algunas crónicas de la época.
—Perdió el liderazgo, ¿verdad?
—Eso suena a eufemismo, pero así es —admitió Linda Coldren—. A partir de entonces su carrera ha sido cualquier cosa menos espectacular. Ha habido años en los que ni siquiera ha pasado el corte de un solo torneo.
—Le ha llevado mucho tiempo enganchar una buena racha —dijo Myron—. En el Open de Estados Unidos, quiero decir.
Ella lo miró con cierta curiosidad y se cruzó de brazos.
—Su nombre me suena —dijo—. Usted jugaba al baloncesto, ¿verdad?
—Así es.
—En la ACC. ¿Carolina del Norte?
—Duke —la corrigió.
—Eso es, Duke. Ahora lo recuerdo. Se rompió la rodilla poco después de que lo seleccionaran para la NBA.
Myron asintió.
—Aquello puso fin a su carrera, ¿no es así?
Myron asintió de nuevo.
—Tuvo que ser un duro golpe —agregó ella.
Myron no contestó.
Ella trató de quitarle importancia al asunto con un gesto de la mano.
—Lo que le ha pasado a usted no es nada comparado con lo que le ha ocurrido a Jack —dijo.
—¿Por qué?
—Usted se lesionó. No dudo que le resultase duro, pero al menos no fue culpa suya. Jack llevaba una ventaja de seis golpes en el Open de Estados Unidos, a falta de sólo ocho hoyos. ¿Sabe lo que significa eso? Es como tener una ventaja de diez puntos cuando sólo queda un minuto de juego en el séptimo partido de los play off de la NBA. Es como fallar un lanzamiento a canasta en el último instante y perder el campeonato. Jack no volvió a ser el mismo después de aquello. Creo que aún no lo ha superado. Desde entonces se ha pasado toda la vida esperando la ocasión de redimirse. —Se volvió hacia el televisor. El marcador aparecía de nuevo en la pantalla. Jack Coldren seguía en cabeza con nueve golpes—. Si vuelve a perder...
No se tomó la molestia de acabar la frase. Todos guardaron silencio. Linda mantuvo la vista fija en el televisor. Bucky estiró el cuello, con los ojos húmedos y el rostro tembloroso, al borde del llanto.
—¿Qué ha sucedido, Linda? —preguntó Myron.
—Nuestro hijo —respondió—. Lo han secuestrado.
2
—No debería contarle nada de esto —prosiguió Linda Coldren—. Dijo que lo mataría.
—¿Quién lo dijo?
Ella respiró profundamente varias veces, como un niño en lo alto de un trampolín. Myron esperó. Le llevó unos segundos, pero por fin dio el paso decisivo.
—Esta mañana he recibido una llamada —explicó. Sus grandes ojos no paraban de moverse—. Un hombre me ha dicho que tenía a mi hijo y que si llamaba a la policía lo mataría.
—¿Le ha dicho algo más?
—Sólo que volvería a llamar para darnos instrucciones.
—¿Eso es todo?
Asintió con la cabeza.
—¿A qué hora ha llamado? —preguntó Myron.
—Serían las nueve, o las nueve y media.
Myron se acercó al televisor y contempló una de las fotografías enmarcadas.
—¿Es un retrato reciente de su hijo?
—Sí.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciséis. Se llama Chad.
Myron examinó la fotografía. El risueño adolescente presentaba los mismos rasgos rollizos de su padre. Llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás, al estilo de los chavales. El palo de golf, que apoyaba con orgullo en el hombro, le confería el aspecto de un miliciano con la bayoneta calada. Tenía los ojos entrecerrados como si se hallara de cara al sol. Myron inspeccionó el rostro de Chad como si éste pudiera proporcionarle alguna pista o iluminar su discernimiento. Pero no fue así.
—¿Cuándo se ha percatado de la ausencia de su hijo?
Linda Coldren dirigió una mirada rápida a su padre y luego irguió la cabeza, como si se preparara para que éste le propinara un cachete.
—Chad lleva dos días fuera —respondió lentamente.
—¿Fuera? —interrogó Myron Bolitar en tono de gran inquisidor.
—Sí.
—Cuando dice fuera...
—Quiero decir exactamente eso —lo interrumpió—. No lo he visto desde el miércoles.
—¿Y el secuestrador no ha telefoneado hasta el día de hoy?
—Así es.
Myron abrió la boca, la cerró, templó la voz. «Anda con tiento, Myron —pensó—, sé amable, ve paso a paso.»
—¿Usted conocía su paradero?
—Supuse que estaría en casa de su amigo Matthew —respondió Linda Coldren.
Myron asintió, como si ese gesto revelara una brillante perspicacia. Volvió a asentir y preguntó:
—¿Se lo dijo Chad?
—No.
—Así pues —concluyó él, fingiendo no darle importancia—, estos dos últimos días usted no sabía dónde se encontraba su hijo.
—Acabo de decirle que creía que estaba en casa de Matthew.
—No llamó a la policía.
—Claro que no.
Myron estuvo a punto de hacerle otra pregunta complementaria, pero la actitud de Linda Coldren le obligó a replantear el discurso. Linda aprovechó ese instante de indecisión. Se encaminó hacia la cocina con aire distinguido. Myron la siguió. Bucky salió de repente de su estado de trance y fue tras ellos.
—Permítame asegurarme de que he entendido bien —dijo Myron, que había decidido enfocar el asunto desde un ángulo distinto—. ¿Chad se esfumó antes del torneo?
—Correcto —respondió ella—. El Open comenzó el jueves. —Abrió la nevera y añadió—: ¿Por qué? ¿Acaso es importante?
—Elimina una de las posibles causas —explicó Myron.
—¿Cuál?
—La de alterar los resultados del torneo —aclaró Myron—. Si Chad hubiese desaparecido hoy, cuando su marido va en cabeza de la clasificación, podría conjeturarse que alguien pretende impedir que gane el Open. Pero hace dos días, antes de que el torneo hubiese comenzado...
—Nadie habría apostado un centavo por Jack —Linda Coldren terminó la frase por él—. Tenía una posibilidad entre cinco mil de vencer, y eso en el mejor de los casos. —Asentía con la cabeza al hablar, como si enfatizara la lógica del argumento—. ¿Le apetece una limonada? —preguntó.
—No, gracias.
—¿Papá?
Bucky negó con la cabeza. Linda Coldren se inclinó hacia el interior de la nevera.
—Muy bien —dijo Myron, haciendo lo posible por mostrarse despreocupado—. Hemos descartado una posibilidad. Probemos con otra.
Linda Coldren lo observó. Con una mano sostenía una jarra de cristal de cuatro litros sin que su antebrazo diera muestras de realizar un gran esfuerzo. Myron se debatía buscando la manera de abordar la cuestión, lo cual no resultaba nada sencillo. Finalmente, se animó a preguntar:
—¿Es posible que su hijo esté detrás de todo esto?
—¿Qué?
—Se trata de una pregunta inevitable —adujo Myron—, dadas las circunstancias.
Linda dejó la garrafa sobre el mostrador de madera.
—¿Qué diablos pretende decir? ¿Cree acaso que Chad está simulando su propio secuestro?
—No he dicho eso. He dicho que quería comprobar esa posibilidad.
—Lárguese.
—Llevaba dos días fuera y nadie ha avisado a la policía —dijo Myron—. Una conclusión posible es que aquí se haya producido alguna clase de tensión. Que Chad ya se hubiese escapado antes.
—O bien —contraatacó Linda Coldren, cerrando con fuerza los puños—, podría sacar la conclusión de que confiamos en nuestro hijo. Que le otorgamos un grado de libertad acorde con su nivel de madurez y responsabilidad.
Myron dirigió una mirada a Bucky, que mantenía la cabeza gacha.
—Si tal es el caso...
—Tal es el caso.
—Pero dígame, ¿acaso los chicos responsables no dicen a sus padres adónde van, para asegurarse así de que no van a preocuparse en vano?
Linda Coldren sacó un vaso del armario con excesiva delicadeza. Lo puso sobre el mostrador y, mientras lo llenaba lentamente, dijo:
—Chad ha aprendido a ser muy independiente. Su padre y yo somos jugadores de golf profesionales, lo cual, voy a serle franca, significa que ni él ni yo pasamos mucho tiempo en casa.
—Sus prolongadas ausencias —aventuró Myron—, ¿no han dado pie a cierta... tirantez?
Linda Coldren negó con la cabeza.
—Todo esto no tiene ningún sentido.
—Sólo intento...
—Mire, señor Bolitar, Chad no está detrás de esto. De acuerdo, es un adolescente. No es perfecto, como tampoco lo son sus padres, pero eso no significa que haya simulado su propio secuestro. Y aun suponiendo que lo hubiese hecho, aunque sé que no es así, pero supongámoslo de todos modos, entonces está sano y salvo y podemos prescindir de usted. Si se trata de un engaño cruel, no tardaremos en descubrirlo. Pero si mi hijo está en peligro, seguir en este plan es una pérdida de tiempo que no me puedo permitir.
Myron asintió. La señora se saldría con la suya.
—Comprendo —dijo.
—Bien.
—¿Ha telefoneado a su amigo después de hablar con el secuestrador? Me refiero al amigo en cuya casa pensaba que estaría.
—Se llama Matthew Squires. Sí, he telefoneado.
—¿Y Matthew tenía idea de dónde puede estar?
—No.
—Son amigos íntimos, ¿verdad?
—Sí.
—Estarán muy unidos.
Ella frunció el entrecejo.
—Sí, mucho.
—¿Matthew llama aquí a menudo?
—Sí. O se comunican por correo electrónico.
—Necesito el número de teléfono de Matthew —dijo Myron.
—Pero si acabo de decirle que ya he hablado con él.
—Sea complaciente —le rogó Myron—. Muy bien, ahora retrocedamos un poco en el tiempo. ¿Cuándo vio a Chad por última vez?
—El día en que desapareció.
—¿Qué ocurrió?
Linda Coldren volvió a fruncir el entrecejo.
—¿Qué pretende decir con eso de qué ocurrió? Se fue a la escuela de verano. No he vuelto a verlo desde entonces.
Myron la observaba. Ella se calló y le sostuvo la mirada, se diría que con demasiada tranquilidad. Allí había algo que no encajaba.
—¿Ha telefoneado a la escuela para saber si fue a clase ese día? —preguntó.
—No se me había ocurrido.
Myron miró la hora en su reloj de pulsera. Viernes. Las cinco de la tarde.
—Dudo que todavía haya alguien allí, pero nada perdemos con intentarlo. ¿Dispone de más de una línea telefónica?
—Sí.
—No llame por la que utilizó el secuestrador. No quiero que encuentre la línea ocupada en caso de que vuelva a llamar.
Ella asintió.
—De acuerdo.
—¿Su hijo tiene tarjetas de crédito, o de cajero automático o algo por el estilo?
—Sí.
—Necesito una lista. Y los números, si los tiene.
Ella volvió a asentir.
—Voy a telefonear a un amigo —añadió Myron— para ver si puede instalar un identificador de llamadas en esta línea, para cuando el secuestrador vuelva a telefonear. Me figuro que Chad tendrá ordenador.
—Sí —respondió Linda Coldren.
—¿Dónde está?
—Arriba, en su habitación.
—Voy a traspasar toda la información que contenga a mi oficina a través de su módem. Tengo una ayudante que se llama Esperanza. La estudiará a fondo; tal vez encuentre algo.
—¿Algo como qué?
—Si le soy franco, no tengo la menor idea. Correo electrónico, servicios de noticias a los que esté suscrito... no sé, cualquier cosa que pueda suponer un indicio. No se trata de un procedimiento muy científico. Hay que comprobar cuanto esté en nuestra mano, y así tal vez demos con algo.
Linda meditó en ello por un instante.
—De acuerdo —concedió.
—¿Y qué hay de usted, señora Coldren? ¿Tiene algún enemigo?
—Soy la jugadora de golf número uno del mundo —declaró ella con una sonrisa—. Eso me genera un montón de enemistades.
—¿Alguien a quien crea capaz de hacer esto?
—No —respondió—. Nadie.
—¿Y su marido? ¿Hay alguien que deteste lo bastante a su marido?
—¿A Jack? —Linda forzó una risa entre dientes—. Todo el mundo adora a Jack.
—¿Qué quiere decir?
Ella se limitó a menear la cabeza y se desentendió de Myron con un ademán.
Myron hizo unas cuantas preguntas más, pero ya le quedaba poco donde hurgar. Pidió permiso para subir a la habitación de Chad, y ella lo precedió por las escaleras.
Lo primero que Myron vio tras abrir la puerta del dormitorio de Chad fueron los trofeos. Había montones. Todos de golf. Todos coronados por una estatuilla de bronce que representaba a un hombre ejecutando un swing, con el palo de golf por encima del hombro y la cabeza erguida. Unas veces el hombrecillo llevaba una gorra de golf. Otras, el pelo corto y ondulado. Había dos bolsas de golf de piel en el rincón de la derecha, ambas repletas de palos. Los retratos de Jack Nicklaus, Arnold Palmer, Sam Snead y Tom Watson cubrían las paredes. Esparcidos por el suelo, varios ejemplares de Golf Digest.
—¿Chad juega a golf? —preguntó Myron.
Linda Coldren lo miró sin decir palabra. Myron topó con su fija mirada y asintió solemnemente.
—En ocasiones mis facultades deductivas intimidan a ciertas personas —explicó.
Casi logró que sonriera.
—Procuraré no dejarme impresionar —dijo ella.
Myron dio un paso hacia los trofeos.
—¿Es bueno?
—Muy bueno. —Linda se volvió bruscamente, dando la espalda a la habitación—. ¿Necesita algo más?
—Ahora mismo, no.
—Estaré abajo.
No esperó a que la bendijera.
Myron entró en la habitación. Comprobó el contestador automático del teléfono de Chad. Había tres mensajes. Dos de ellos eran de una chica llamada Becky. A juzgar por lo que oyó, se trataba de una buena amiga. Sólo llamaba para decir, bueno, hola, y ver si quería, bueno, hacer algo aquel fin de semana, ya sabes. Ella y Millie y Suze iban a, bueno, se pasarían por el Heritage, y si le apetecía verlas, bueno, pues ya sabes. Myron sonrió. Los tiempos estarían cambiando, pero aquellas palabras podía haberlas pronunciado una muchacha que hubiese ido al colegio con Myron, con su padre o con el padre de su padre. Las generaciones pasan por un ciclo. La música, las películas, el lenguaje, la moda; todas esas cosas cambian, pero no son más que estímulos externos. Tanto en el interior de unos pantalones con rodilleras como bajo un corte de pelo atrevido existen los mismos temores, necesidades y sentimientos de inadaptación propios de la adolescencia.
La última llamada era de un muchacho llamado Glen. Quería saber si a Chad le apetecía jugar al golf en «el Pine» aquel fin de semana, ya que el Merion estaría a rebosar por culpa del Open. «Papi —aseguraba a Chad la voz repipi de Glen en la grabación— nos conseguirá hora en el tee, sin problemas.»
Ningún mensaje de Matthew Squires, el gran camarada de Chad.
Conectó el ordenador. Windows 95. Perfecto. Era el mismo que empleaba Myron. Enseguida se dio cuenta de que Chad recibía el correo electrónico a través de America Online. Tanto mejor. Myron pulsó flashsession. El módem estableció conexión y emitió un breve chirrido. Una voz dijo: «Bienvenido. Tiene correo». Docenas de mensajes se fueron cargando automáticamente. La misma voz dijo: «Adiós». Myron repasó el directorio de direcciones de correo electrónico y dio con la de Matthew Squires. Echó una ojeada a los mensajes cargados. Ninguno era de Matthew.
Interesante.
No descartaba en absoluto la posibilidad de que el señor Matthew y Chad estuvieran menos unidos de lo que Linda Coldren creía. También era muy probable que, aunque no fuera así, Matthew no se hubiese puesto en contacto con su amigo desde el miércoles, a pesar de que éste, según cabía suponer, había desaparecido sin previo aviso. Mera casualidad.
En conjunto, resultaba un caso interesante.
Myron descolgó el teléfono de Chad y pulsó el botón de rellamada. Después de la cuarta señal se oyó una voz grabada en el contestador automático: «Has llamado a Matthew. Deja un mensaje si te apetece».
Myron colgó sin dejar ningún mensaje. No le apetecía. Mmm. Matthew era la última persona a la que Chad había llamado. Aquello bien podía ser significativo. O no tener nada que ver con nada. En cualquier caso, Myron estaba yendo muy deprisa hacia ninguna parte.
Sirviéndose otra vez del teléfono de Chad, marcó el número de su oficina. Esperanza contestó tras la segunda señal.
—MB SportsReps.
—Soy yo.
La puso al corriente. Ella escuchó sin interrumpirle.
Esperanza Diaz trabajaba en MB SportsReps desde la fundación de la empresa. Diez años atrás, cuando Esperanza sólo tenía dieciocho, era la reina de la Sunday Morning Cable TV. No, no aparecía en ningún publirreportaje, aunque su programa competía con un montón de ellos, sobre todo con aquel del aparato de ejercicios abdominales que guardaba un parecido impresionante con un instrumento medieval de tortura; en su lugar, Esperanza había sido una luchadora profesional conocida como Pequeña Pocahontas, la sensual princesa india. Cubría su ágil y menuda figura con tan sólo un bikini de ante. Esperanza fue elegida la participante más popular del campeonato de lucha libre americano durante tres años consecutivos. Pese a su éxito, a Esperanza no se le subieron los humos.
—¿Win tiene madre? —preguntó Esperanza con incredulidad cuando Myron puso fin al relato del secuestro.
—Sí.
—Pues mi teoría del engendro surgido de un huevo diabólico se va al traste —repuso ella tras una pausa.
—No tienes remedio.
—¿Y quién lo tiene? —respondió Esperanza—. Win me cae bien, eso ya lo sabes, pero el chico es un poco... ¿Cuál es el término psiquiátrico oficial? ¡Ah, sí! Lelo.
—Pues ese lelo una vez te salvó la vida —observó Myron.
—Sí, ya, pero imagino que recordarás cómo —repuso ella.
Myron lo recordaba. Un callejón oscuro. Las certeras balas de Win esparciendo materia gris como confeti tras un desfile. Típico de él. Eficaz pero excesivo. Como aplastar un insecto con un martillo de demolición.
—Como dije antes —continuó ella con parsimonia—, un lelo.
Myron deseaba cambiar de tema.
—¿Algún recado?
—Cerca de un millón, pero ninguno urgente. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿La has visto alguna vez?
—¿A quién?
—A Madonna —le espetó—. ¿A quién va a ser? A la madre de Win.
—Sólo en una ocasión —respondió Myron. Hacía más de diez años de eso. Él y Win cenaron en el Merion. Win no dirigió la palabra a su madre durante toda la velada. Pero ella sí le habló. El recuerdo hizo que Myron se estremeciera una vez más.
—¿Ya le has hablado de este asunto a Win? —preguntó ella.
—No. ¿Qué me aconsejas?
Esperanza reflexionó por un instante.
—Hazlo por teléfono —dijo—. Mantén una buena distancia de seguridad.
3
Decidieron darse un respiro.
Myron seguía en el estudio de los Coldren en compañía de Linda cuando Esperanza telefoneó. Bucky había regresado al Merion en busca de Jack.
—La tarjeta de crédito del chico fue utilizada ayer a las seis y dieciocho de la tarde —notificó Esperanza—. Un reintegro de ciento ochenta dólares. En una sucursal del First Philadelphia de la calle Porter, en la zona sur de Filadelfia.
—Gracias.
Informaciones de ese tipo no eran difíciles de obtener. Cualquiera que tuviese el número de la cuenta estaba en condiciones de hacerlo por teléfono; bastaba con fingir ser el titular. Incluso sin el número, cualquiera que hubiese trabajado en un cuerpo oficial de seguridad tendría los contactos, o los números de acceso, o por lo menos los recursos suficientes para untar a la persona adecuada. Gracias a la superabundancia de tecnología disponible, aquello ya no constituía una tarea excesivamente complicada. La tecnología hacía algo más que despersonalizar; dejaba tus entrañas al descubierto, te destripaba, te despojaba de toda pretensión de vida privada.
Pulsando las teclas adecuadas podías averiguarlo casi todo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Linda Coldren.
Él se lo explicó.
—Eso no significa necesariamente lo que está usted pensando —repuso ella—. El secuestrador puede haberle sonsacado el número secreto a Chad.
—Puede —repuso Myron.
—Pero usted no lo cree así, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
—Digamos, sencillamente, que soy bastante escéptico.
—¿Por qué?
—Por la cantidad, para empezar. ¿Qué límite tiene asignado Chad?
—Quinientos dólares al día.
—En ese caso, ¿a cuento de qué un secuestrador sacaría sólo ciento ochenta dólares?
Linda Coldren reflexionó por un instante.
—Si sacara demasiado, quizá levantaría sospechas.
Myron frunció el entrecejo.
—Suponiendo que el secuestrador fuese tan cuidadoso —razonó—, ¿por qué arriesgar tanto por ciento ochenta dólares? Todo el mundo sabe que los cajeros automáticos están equipados con cámaras de seguridad. Todo el mundo sabe, también, que hasta la operación electrónica más sencilla deja un rastro localizable.
—Usted no cree que mi hijo esté en peligro —le dijo ella en tono gélido.
—No he dicho eso. Puede que todo parezca una cosa y luego resulte ser otra. Quizá tenga usted razón. Es más seguro considerar que se trata de un secuestro real.
—Así pues, ¿cuál va a ser su siguiente paso?
—No estoy seguro. El cajero automático estaba en la calle Porter de la zona sur de Filadelfia. ¿Acaso Chad frecuenta ese lugar?
—No —respondió con calma Linda Coldren—. En realidad, nunca hubiera imaginado que fuera por allí.
—¿Por qué lo dice?
—No hay más que tugurios. Es la parte más sórdida de la ciudad.
—¿Tiene un plano? —le pidió Myron.
—En la guantera.
—Estupendo. Necesito que me preste el coche por un rato.
—¿Adónde va?
—Voy a darme una vuelta por las inmediaciones de ese cajero.
—¿Con qué propósito?
—No lo sé —admitió Myron—. Tal como le he dicho antes, la investigación tiene poco de científica. Hay que moverse un poco, pulsar cuatro botones y esperar a que suceda algo.
Linda Coldren sacó las llaves de un bolsillo.
—Tal vez los secuestradores se lo llevaron allí —dijo—. Quizás encuentre su coche o alguna otra pista.
Myron reprimió darse una palmada en la frente. Un coche, claro. Había olvidado lo más elemental. En su mente, la desaparición de un chaval camino de la escuela evocaba imágenes de autobuses amarillos y caminatas a paso vivo con la cartera repleta de libros. ¿Cómo podía haber pasado por alto algo tan evidente como el rastro que deja un coche?
Preguntó marca y modelo. Un Honda Accord gris. No podía decirse que fuese un coche de los que destacan entre el tráfico. Matrícula de Pensilvania 567-AHJ. Llamó a Esperanza y le pasó los datos. A continuación le dio a Linda Coldren el número de su teléfono móvil.
—Llámeme si hay alguna novedad.
—De acuerdo.
—No tardaré en volver —dijo.
El trayecto no fue demasiado largo. Tuvo la impresión de viajar en un instante desde el esplendor verde hasta la inmundicia del hormigón; como cuando en Star Trek cruzan una de aquellas puertas del tiempo.
El cajero automático era de esos a los que se puede acceder sin bajar del coche, y estaba ubicado en lo que sólo la generosidad permitía calificar como distrito financiero. Había un montón de cámaras. Ni una caja atendida por seres humanos. ¿Realmente se arriesgaría tanto un secuestrador? Cabía ponerlo en duda. Myron se preguntó cómo podría hacerse con una copia de la cinta de vídeo sin poner sobre aviso a la policía. Tal vez Win conociese a alguien. Las instituciones bancarias solían mostrarse ansiosas por cooperar con la familia Lockwood. La cuestión era si Win accedería a cooperar.
La calle estaba flanqueada por almacenes abandonados (o al menos ése era el aspecto que ofrecían). Camiones de cinco ejes pasaban zumbando. A Myron le recordaron la moda de los radiotransmisores que conoció en la infancia. Su padre, como todo el mundo, había comprado uno; era un hombre nacido en el barrio de Flatbush, en Brooklyn, que terminó como propietario de una fábrica de ropa interior en Newark y que vociferaba «corto y cambio al canal diecinueve» imitando el acento que había oído en la película Deliverance. Su padre avanzaba en coche por Hobart Gap Road, desde su casa hasta el Centro Comercial Livingston (un trayecto de unos dos kilómetros), preguntado a sus «buenos camaradas» si había rastro de polis. Myron sonrió al recordarlo. Ah, los radiotransmisores. Estaba convencido de que su padre aún debía de conservar el suyo, guardado en alguna parte. Probablemente junto al reproductor de ocho pistas.
A un lado del cajero automático había una gasolinera que ni siquiera tenía nombre. Vio coches herrumbrosos apoyados sobre pilas de ladrillos a punto de desmoronarse. Al otro lado, un mugriento motel llamado Court Manor Inn daba la bienvenida a los clientes con un rótulo verde que rezaba: 19.99$ la hora.
Consejo de viaje de Myron Bolitar n.º 83: Es evidente que usted no se halla ante un establecimiento de cinco estrellas ni tampoco de gran lujo si éste anuncia a bombo y platillo tarifas por horas.
Debajo del precio, en letra negra más pequeña, el cartel anunciaba: techo de espejo y habitaciones temáticas con suplemento. ¿Habitaciones temáticas? Myron no quería ni imaginárselas. En el último renglón, de nuevo en grandes caracteres se leía: pregunte por el club de clientes habituales. Vaya por Dios.
Myron se preguntó si intentarlo merecía la pena y decidió que por qué no. Lo más probable era que no llegara a ninguna parte, pero si Chad estaba escondido (e incluso si lo habían secuestrado) una casa de citas era un lugar tan bueno como cualquier otro para desaparecer.
Entró en el aparcamiento. El Court Manor, un edificio de dos pisos, era un tugurio de manual. La escalera y los pasillos exteriores eran de madera carcomida. Los muros de hormigón carecían de enlucido, por lo que uno corría el riesgo de rasparse las manos si se apoyaba en ellos. El suelo estaba sembrado de restos de mortero. Una máquina dispensadora de refrescos, desenchufada, custodiaba la puerta como un guardia real. Myron pasó junto a ella y entró.
Se había preparado para encontrarse con el típico vestíbulo de casa de citas, a saber: un neandertal sin afeitar vestido con una camiseta sin mangas demasiado estrecha, mascando un palillo, eructando por el exceso de cerveza, sentado tras un cristal blindado. O algo por el estilo. Pero no fue ése el caso. El Court Manor Inn tenía un mostrador alto de madera, detrás del cual un letrero de bronce anunciaba: concierge. Myron procuró que no se le escapara la risa. Detrás del mostrador, un hombre elegante de unos treinta años y cara de niño se cuadró. Llevaba la camisa impecablemente planchada, el cuello almidonado y corbata negra con un nudo Windsor perfecto.
—¡Buenas tardes, caballero! —exclamó con una sonrisa, dirigiéndose a Myron—. ¡Bienvenido al Court Manor Inn!
—Hola —dijo Myron.
—¿Puedo servirle en algo, señor?
—Eso espero.
—¡Espléndido! Me llamo Stuart Lipwitz. Soy el nuevo director del Court Manor Inn. —Miró a Myron con expectación.
—Enhorabuena.
—Vaya, gracias, señor, muy amable de su parte. Si tiene alguna dificultad, si hay algo en el Manor Inn que no esté a la altura de sus expectativas, le ruego que me lo comunique de inmediato. Me ocuparé personalmente de arreglarlo. —Amplia sonrisa, pecho henchido—. En el Court Manor garantizamos su satisfacción.
Myron se quedó contemplándolo, a la espera de que aquella sonrisa de alto voltaje disminuyera su intensidad; pero no fue así, de modo que decidió mostrarle la fotografía de Chad Coldren.
—¿Ha visto a este muchacho?
Stuart Lipwitz ni siquiera bajó la vista. Sin dejar de sonreír, dijo:
—Lo siento, señor, pero ¿es usted de la policía?
—No.
—Entonces me temo que no puedo ayudarlo. Lo lamento mucho.
—¿Cómo dice?
—Tendrá que perdonarme, caballero, pero en el Court Manor Inn nos enorgullecemos de nuestra discreción.
—No está metido en ningún lío —dijo Myron—. No soy un detective privado a la caza de un marido infiel ni nada por el estilo.
La sonrisa no se alteró en absoluto.
—Lo lamento, señor, pero esto es el Court Manor Inn. Nuestra clientela contrata nuestros servicios para actividades diversas y con frecuencia prefiere mantenerse en el anonimato. Nuestro deber es respetar su voluntad.
Myron escrutó el rostro del hombre en busca de algún signo de afectación. Nada. Todo en él resplandecía. Myron se inclinó sobre el mostrador para inspeccionarle los zapatos. Pulidos como un par de espejos. Llevaba el pelo peinado hacia atrás. La viveza de sus ojos parecía auténtica.
Myron tardó en reaccionar, pero por fin se dio cuenta de lo que aquella situación exigía. Sacó la cartera y extrajo un billete de veinte dólares. Lo deslizó por encima del mostrador. Stuart Lipwitz lo miró sin moverse.
—¿Para qué es esto, señor?
—Es un regalo —respondió Myron.
Stuart Lipwitz no lo tocó.
—A cambio de cierta información —prosiguió Myron. Sacó un segundo billete y lo sostuvo en el aire—. Hay otro, si lo quiere.
—Caballero, en el Manor Court Inn tenemos una norma: el cliente ante todo.
—¿No es ésa la misma norma de las prostitutas?
—¿Cómo dice, señor?
—No tiene importancia —masculló Myron.
—Soy el nuevo director del Court Manor Inn, señor.
—Eso ya lo sé.
—Además, poseo el diez por ciento de la empresa.
—Su madre debe de ser la envidia de sus amigas.
La misma sonrisa impertérrita.
—En otras palabras, señor, estoy en esto a largo plazo. Así es como veo el negocio. A largo plazo. No sólo hoy y mañana, sino el futuro. A largo plazo. ¿Entiende?
—Por supuesto —contestó Myron categóricamente—. Quiere decir a largo plazo.
Stuart Lipwitz chasqueó los dedos.
—Exactamente. Y nuestro lema es: hay muchos sitios donde puede disfrutar de su adulterio, pero nosotros queremos que lo haga aquí.
Myron esperó un momento. Luego dijo:
—Muy franco.
—En el Court Manor Inn trabajamos de firme para ganarnos su confianza, y la confianza no tiene precio. Cada mañana, al levantarme, me lo repito ante el espejo.
—¿Ese espejo está en el techo?
Seguía sonriendo.
—Permítame que se lo explique de otra manera —dijo—. Si el cliente sabe que el Court Manor Inn es un lugar seguro donde consumar una indiscreción, es más probable que regrese. —Se inclinó hacia delante; le brillaban los ojos—. ¿Lo comprende?
Myron asintió.
—El negocio está en que repitan.
—Exactamente.
—Pero también en las referencias —agregó—; Myron ya sabe: «Eh, Bob, conozco un sitio estupendo para echar una cana al aire».
—Veo que lo comprende.
—Todo eso me parece muy bien, Stuart, pero este chaval tiene quince años. Quince. —En realidad, Chad tenía ya dieciséis, pero ¡qué demonios!—. Eso va contra la ley.
La sonrisa permaneció imperturbable, pero adquirió un cierto matiz de decepción para con el alumno favorito.
—Lo lamento, pero debo comunicarle que no tiene razón, señor; en este estado la edad penal es de catorce años. Y, en segundo lugar, no hay ninguna ley que prohíba que un chaval de quince años alquile una habitación de motel.
Aquel tipo estaba mareando la perdiz más de la cuenta, pensó Myron. No había motivo para prolongar la situación si el muchacho nunca había estado allí. Así pues, una vez más debía hacer frente a los hechos. Lo más probable era que Stuart Lipwitz se lo estuviera pasando en grande. Seguro que de ordinario se aburría como una ostra. En cualquier caso, pensó Myron, ya iba siendo hora de sacudir un poco el árbol.
—La hay cuando lo agreden en su motel, Stuart —dijo Myron—. La hay cuando declara que alguien consiguió una copia de la llave en recepción para luego irrumpir en su habitación. —Vaya farol.
—No tenemos copias de las llaves —le replicó Lipwitz.
—Pues de un modo u otro entró.
La misma sonrisa. El mismo tono cortés.
—Si tal fuera el caso, señor, la policía ya estaría aquí.
—Ése será mi próximo paso —amenazó Myron—, si usted no coopera.
—Y quiere saber si este joven —Lipwitz señaló la fotografía de Chad— se alojó aquí.
—Sí.
La sonrisa se hizo más radiante. Myron casi se tuvo que proteger los ojos.
—Pero señor, si lo que usted dice es verdad, este joven estaría en condiciones de declarar por sí mismo si se alojó aquí, con lo que no me necesitaría para obtener esa información.
Myron mantuvo el rostro impasible. El flamante director del Court Manor Inn había sido más listo que él.
—Así es —reconoció, cambiando de táctica al vuelo—. De hecho, me consta que estuvo aquí. No era más que una pregunta rutinaria, como cuando la policía te pregunta cómo te llamas aunque lo sepa perfectamente. Sólo para empezar la conversación. —Vaya modo de improvisar.
Stuart Lipwitz empezó a escribir deprisa y sin cuidado en un trozo de papel.
—Aquí tiene el nombre y el número de teléfono del abogado del Court Manor Inn. Él le ayudará a resolver cualquier problema que usted le plantee.
—Pero ¿qué hay de lo de ocuparse personalmente? ¿Qué me dice de la satisfacción garantizada?
—Señor. —El hombre se inclinó hacia delante sin quitarle el ojo de encima. Su rostro y su voz no traslucían ni una pizca de impaciencia—. ¿Puedo ser atrevido?
—Adelante.
—No me creo ni una sola palabra de lo que está diciendo.
—Gracias por el atrevimiento —dijo Myron.
—No, gracias a usted, señor. Y vuelva cuando guste.
—¿Otra norma de la casa?
—¿Cómo dice?
—Nada —respondió Myron—. ¿Puedo ser atrevido yo, ahora?
—Sí.
—Le daré un puñetazo muy fuerte en la cara como no me diga si ha visto a este muchacho. —Don Improvisador ya estaba perdiendo la calma.
La puerta se abrió de par en par. Una pareja abrazada entró dando un traspié. La mujer frotaba sin ningún pudor la entrepierna del hombre.
—Necesitamos una habitación con urgencia —urgió el hombre.
Myron se volvió hacia ellos y dijo:
—¿Tiene tarjeta de cliente habitual?
—¿Qué?
Stuart Lipwitz no perdió la sonrisa.
—Adiós, señor. Que tenga un buen día —dijo, y volviéndose a la pareja, añadió con una sonrisa aún más amplia—: Bienvenidos al Court Manor Inn. Me llamo Stuart Lipwitz. Soy el nuevo director.
Myron salió en busca del coche. En el aparcamiento suspiró profundamente y miró hacia atrás. Aquella visita había tenido algo de irreal, como una de esas descripciones de abducciones alienígenas, aunque sin exploración anal. Entró en el coche y marcó el número del teléfono celular de Win. Sólo tenía intención de dejarle un mensaje en el contestador pero, para sorpresa de Myron, Win contestó.
—Diga.
—Soy yo —dijo Myron.
Silencio. Win aborrecía lo evidente. «Soy yo» era una construcción gramatical dudosa (en el mejor de los casos) y una absoluta pérdida de tiempo. Win hubiera adivinado de quién se trataba sólo por la voz. En el caso de que la voz no le hubiera resultado conocida, el hecho de oír «Soy yo» sin duda le hubiera servido de muy poca ayuda.
—Creía que no contestabas las llamadas telefónicas cuando estabas en el campo —prosiguió Myron.
—Voy a casa a cambiarme de ropa —explicó—. Luego cenaré en el Merion. —Las personas influyentes nunca comían; siempre cenaban—. ¿Te apetece venir?
—¿Por qué no? —respondió Myron.
—Aguarda un momento.
—¿Qué?
—¿Vas bien vestido?
—No llevo nada de colores chillones —contestó Myron—. ¿Crees que aun así me dejarán entrar?
—Eso ha sido muy gracioso de tu parte, Myron. Lo voy a anotar. En cuanto se me pase el ataque de risa buscaré un boli y lo apuntaré. Temo que de tanto reír acabe estampando el Jaguar contra un poste telefónico. ¡Ay de mí! Al menos moriré con el corazón rebosante de jocosidad.
Típico de Win.
—Tenemos un caso —anunció Myron.
Silencio. Win solía proceder de ese modo.
—Te lo contaré mientras cenamos.
—Hasta entonces —dijo Win—, no tendré más remedio que sofocar mi creciente emoción y expectación con una copa de coñac.
Win se hacía querer.
No había recorrido más de dos kilómetros cuando el teléfono móvil sonó. Myron lo conectó.
Era Bucky.
—El secuestrador ha vuelto a llamar.
4
—¿Qué ha dicho? —preguntó Myron.
—Quieren dinero —contestó Bucky.
—¿Cuánto?
—No lo sé.