No molestar - Anna Cleary - E-Book
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No molestar E-Book

Anna Cleary

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Beschreibung

La niña buena quiere ser muy, muy mala Mirandi Summers, la hija del pastor, era una adolescente mojigata y virginal. Joe Sinclair vivía en el lado oscuro. Era salvaje, libre y peligroso y la llevó a perderse por el mal camino de una forma deliciosa. Tiempo después, a Mirandi la nombraron asistente del director ejecutivo Joe Sinclair. Sorprendentemente, al chico malo le había ido muy bien. Pero durante un viaje de trabajo a la elegante Costa Azul, Mirandi descubrió que el lado travieso de Joe seguía latente bajo su pulido exterior. Sobre todo cuando la llevó a la habitación del hotel y cerró la puerta con llave…

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Anna Cleary. Todos los derechos reservados.

NO MOLESTAR, N.º 1880 - octubre 2012

Título original: Do Not Disturb

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1088-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

El hombre alto de pelo oscuro vestido de traje entró en la sala de juntas de Inversiones Martin Place y el murmullo de las conversaciones se transformó en silencio.

Mirandi Summers estaba sentada muy recta en su silla con el pulso un poco acelerado. Todos los demás iban vestidos de negro o en tonos grises. Confiaba en que el vestido violeta no fuera demasiado llamativo para el trabajo.

–Buenos días –saludó Joe Sinclair sin molestarse en mirar a sus analistas de mercado allí reunidos. Estaba demasiado concentrado en comprobar que el equipo informático estaba listo para su presentación.

–Buenos días, Joe –las respuestas se escucharon por toda la sala, algunas alegres y con deseo de agradar, otras más contenidas.

Aquella mañana Joe parecía estar un poco alterado, había algo en su actitud que creaba más tensión de la habitual. Cómo había cambiado en diez años. Resultaba difícil imaginárselo ahora engrasando su antigua moto.

–Ah, ya está –la sonrisa infantil que hacía babear a las mujeres hizo una breve aparición en su rostro bronceado y luego desapareció.

Un brillante gráfico multicolor hizo su aparición en la pantalla. Un montón de líneas subían hacia arriba, apuntando al infinito.

–Mirad esto –los ojos azules y fríos de Joe se entornaron ligeramente–. Tenéis delante el futuro. Pinta bien, ¿verdad? –miró hacia sus empleados.

Todos, incluida Mirandi, se unieron al coro de asentimiento.

–Y estará bien. Creo que os lo puedo prometer. Lo estará, pero solo si estamos dispuestos a aprender de los errores del pasado –frunció el ceño–. Como sabéis, mañana volaré a Europa para asistir al seminario. Antes de irme quiero estar seguro de que todo el mundo tiene claro cuáles son los factores que influyen en la actual dirección.

Volvió a pulsar la tecla y otro gráfico iluminó la pantalla. Las proyecciones que mostraba este no eran tan brillantes.

–Estoy dispuesto a escuchar vuestras ideas. ¿Puede alguien sugerir…? se detuvo a mitad de frase y frunció todavía más el ceño. Se giró hasta que su sagaz mirada azul se clavó en Mirandi, que estaba sentada al final de la fila.

–Ah… señorita Summers, está usted aquí. ¿Tiene… intención de quedarse?

Mirandi sintió una punzada en el estómago. Sintió la nuca caliente bajo el peso de su cabello pelirrojo.

–Sí, por supuesto –miró a su alrededor. Los demás analistas de mercado tenían los ordenadores preparados–. Esta es la reunión de proyecciones futuras, ¿no?

Joe Sinclair se rascó la oreja con expresión pensativa.

–Sí. Pero tenía la impresión de que… me pareció escuchar a Ryan mencionar que había algo que quería que hiciera usted esta mañana. ¿No es así, Ryan?

Ryan Patterson, que estaba al lado de Mirandi, se estiró.

–¿Ah, sí? Sí, es verdad, Joe. Lo siento, Mirandi, se me olvidó comentarte lo del informe Trevor.

Mirandi soltó una carcajada breve y alegre.

–Ah, el informe Trevor. Eso sí que es un error del pasado.

Todo el mundo se unió a su risa, incluido Ryan Patterson. Todo el mundo excepto Joe Sinclair, claro. Tenía la mirada entornada, como si le doliera mirarla. Mirandi cambió ligeramente de posición y cruzó las piernas.

–Resulta que ya he acabado el informe Trevor, Joe. Está hecho y con las cuentas cuadradas.

Hubo un instante de silencio asombrado y luego los demás analistas rompieron a aplaudir y a felicitarla. Mirandi no pudo evitar sentirse satisfecha. El informe Trevor era famoso y llevaba mucho tiempo dando vueltas. Era el material perfecto para que una analista de mercado nueva le hincara el diente. Sobre todo si el jefe necesitaba algo para mantenerla ocupada y a distancia.

Joe también sonrió, pero Mirandi sintió cómo su mirada abrasadora le provocaba chispas en las piernas.

–¿Ah, sí? Buen trabajo. Pero, ¿ha escrito las cartas para el viejo Trevor y sus hijos para hacerles saber el resultado?

Mirandi se sonrojó, pero dijo en el más dulce de sus tonos:

–Bueno, como tú sabes, la secretaria de Ryan volverá la semana que viene y sospecho que a ella le gustaría tener ese placer.

La mirada entornada de Joe fulminó a Mirandi desde el otro extremo de la sala, pero le dijo con extrema suavidad:

–Creo que no entiende cómo trabajamos aquí, señorita Summers. El informe no estará completo hasta que esas cartas se hayan echado al correo. No creo que quiera dejar usted el trabajo a medias para que otros lo terminen.

Mirandi sintió cómo le hervía la sangre pero se controló. Aceptó la orden y se levantó de la silla con elegante frialdad.

–¿Trabajo a medias? –esbozó una sonrisa burlona–. Por Dios, eso nunca. Tú no sabes lo que es eso, ¿verdad, Joe?

Les dedicó una sonrisa brillante a Ryan y a los demás y luego salió de la sala sintiendo cómo la mirada de Joe le atravesaba la tela del vestido.

Cuando avanzaba por el pasillo hacia su escritorio escuchó su voz exclamando:

–¿Puedes ya dedicarnos tu atención, Ryan?

Tardó un par de horas en recuperarse del último golpe, pero lo consiguió a tiempo. Estaba decidida a no volver a casa aquella noche con lágrimas en los ojos. De hecho se las habría arreglado para olvidarse de todo si al final del día Ryan Patterson no le hubiera encontrado algo más que hacer al final del día.

Pero lo había encontrado, e irónicamente allí estaba, acercándose en medio de la tarde a la residencia privada de Joe Sinclair.

Piso veintidós. Apartamento cuatro. Las instrucciones que Ryan le había dado consistían en que dejara los papeles en la mesa del vestíbulo, donde Joe podría encontrarlas fácilmente, y que volviera al trabajo a toda prisa para llegar a la revisión de crédito de las tres en punto.

Las instrucciones que no le había dicho pero que asomaban a la superficie como cocodrilos eran que no se entretuviera allí con la esperanzad de coquetear un poco. Que no dejara ninguna pista de sí misma que pudiera intrigarle. Nada de mechones de su cabello incendiario ni rastro de su perfume. No era bueno para una chica como ella. La utilizaría sin pensárselo dos veces y le rompería el corazón en el proceso.

Como si Mirandi no lo supiera ya. Tenía experiencia personal. Si los ojos eran el espejo del alma, los de Joe Sinclair indicaban que era un mentiroso. Aquel azul celestial ya la había engatusado una vez para dejarla luego tirada, pero ya no era una niña de dieciocho años ingenua y dispuesta a dejarse encandilar por un joven rebelde con nada que perder y mucho que demostrar.

No se habría dejado convencer para poner un pie en el exclusivo edificio de apartamentos de Joe si hubiera habido alguien más disponible, pero todo el departamento estaba trabajando en la preparación de su gran viaje a Francia.

2204. Mirandi se detuvo frente a la imponente puerta. A pesar de tener la llave de tarjeta en la mano se sentía como una intrusa. La introdujo en la ranura, se encendió la luz verde, entró y…

Oh, Dios.

La luz. El espacio. Y a través de las puertas dobles del salón… las vistas.

Así que era donde vivía ahora. Por supuesto, si su naturaleza brillante y rebelde le había catapultado a la cima más alta de una empresa de inversiones, ¿por qué no iba a vivir en un palacio situado a la altura del puente del puerto de Sydney?

Hipnotizada por la grandeza del lugar, cruzó las puertas dobles sujetando todavía los informes y se acercó de puntillas para observar la vista a través de la cristalera. Sydney parecía una postal desde aquella altura, con el mar azul, los brillantes tejados y los rascacielos bajo el luminoso cielo.

Se dio la vuelta y miró hacia atrás de reojo, inhalando la atmósfera del lugar. Olía a rico. Los muebles eran caros pero de buen gusto. Caoba y cuero, una colorida alfombra persa, un par de cuadros…

Aquel exclusivo apartamento estaba a años luz del piso de dos habitaciones en el que pasaban las tardes durante aquel verano tan lejano en el que Joe la inició en las delicias de la pasión.

Mirandi deslizó la mirada hacia una foto congelada en el tiempo en un prisma de cristal. Mostraba una moto decrépita apoyada contra un muro. Era la antigua moto de Joe antes de que él la rescatara y la hiciera brillar. Su orgullo y su alegría.

Sintió una oleada de tristeza al pensar en aquel verano lejano, y como a la tonta sentimental que era, se le llenaron los ojos de lágrimas mientras sonreía al recodar. Durante un instante se trasladó de nuevo a aquel tiempo mágico, el verano en el que cumplió dieciocho años. Las jacarandas estaban en flor, formando una alfombra púrpura por todo Lavender Bay. Tan vívido en su recuerdo como si hubiera sucedido ayer, Mirandi se vio bajo las jacarandas en el patio de la iglesia tras el servicio matinal, recién salida del colegio y enamorada tras un único y arrebatador encuentro. Allí estaba escuchando soñadora cómo la tía Mim charlaba con sus amigas mientras su padre, que era el reverendo de la capilla del Ejército Cristiano de Lavender Bay, seguía despidiendo a sus fieles en la puerta de la iglesia.

Mirandi podía ver a su antiguo yo enamorado hasta las trancas. Asintiendo. Sonriendo. Fingiendo que escuchaba, ocultando su secreto en el corazón hasta que su recién adquirido radar para el amor escuchó el sonido de una moto acercándose.

Una esperanza salvaje se abrió paso en su pecho y se dio la vuelta justo a tiempo para ver la enorme moto rugir en la entrada pavimentada antes de detenerse con un frenazo.

Subido al aparato estaba el hijo rebelde de Jake Sinclair, Joe, que escudriñaba con su mirada azul a los grupos de amigos y familias vestidos con sus trajes de domingo. Unos vaqueros oscuros le marcaban las poderosas piernas y llevaba un chaleco de cuero que dejaba al descubierto los brazos bronceados y musculosos y resaltaba el brillo de su incipiente barba de dos días y de su pelo negro como el ala de un cuervo.

–¿Qué estará haciendo aquí? –la tía Mim frunció el ceño–. ¿Qué puede andar buscando?

Aunque Mirandi se había fijado en él, como todas las mujeres de Lavender Bay, habían hablado por primera vez el día anterior, cuando él la ayudó a recoger los libros que se le habían caído en un charco en la entrada de la biblioteca.

Tras años leyendo las sagas románticas y las grandes pasiones que se desarrollaban en las llanuras de Yorkshire, Mirandi supo instintivamente lo que quería. A quién. Y para su intensa felicidad y su terror, la mirada azul de Joe iluminó la suya con una sucesión de descargas eléctricas que atravesaron el patio de la iglesia.

Se sintió arrebatada por la emoción más profunda que había experimentado jamás. Durante un segundo vaciló. Por un lado estaban sus amigos, su padre, la tía Mim, la iglesia entera allí reunida, y por otro estaba el chico malo de la moto grande.

Entonces Joe Sinclair ladeó su hermosa cabeza y le sonrió. Un deseo primitivo y tan profundo e irresistible como una fuerza cósmica cobró vida dentro de ella. Dio un paso en su dirección, se tambaleó, dio otro, y luego, entregándole el libro de himnos a su tía Mim, jadeó:

–Creo que yo sé lo que busca, tía. Viene en busca de la salvación.

Entonces cruzó el patio.

–Vaya, hola, Joe –dijo como la educada hija del pastor que era, aunque tenía el pulso acelerado–. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Joe Sinclair miró hacia la atónita congregación y luego hacia ella con una sonrisa.

–O podrías venir tú conmigo a dar una vuelta.

Era la segunda vez que tenía la oportunidad de disfrutar de su rostro tan de cerca y no fue capaz de apartar los ojos de él. Tenía una nariz fuerte, recta y sexy, una boca como cincelada y una mandíbula poderosa.

Era delgado y fuerte y tenía unas pestañas larguísimas y oscuras.

–Ah –vaciló sintiéndose ante un dilema–. No creo que… bueno, están todos mis amigos… y también mi tía…

Joe esbozó una sonrisa que le iluminó todo el rostro y le volvió todavía más guapo.

–No he venido por tu tía.

Mirandi no vaciló más. Despidiéndose precipitadamente de su tía con la mano, se subió detrás de él, se recolocó con pudor la falda alrededor de las rodillas y dejó que sus dedos se hundieran en las costillas de Joe antes de salir a dar la vuelta más emocionante de su vida.

Sí, había sido muy emocionante. Agarrarse a Joe en la moto había sido el contacto más íntimo que había tenido con un hombre de verdad.

Su experiencia con los chicos se reducía a un primer beso para presumir y a un pequeño y torpe magreo en el baile del instituto con Stewart Beale. Pero aunque resultara increíble para una delgaducha pelirroja como ella, Joe la había llevado a su apartamento y la había besado hasta que se fundió por dentro como el chocolate caliente y se le derritió el cerebro.

Luego le desabrochó delicadamente pero con firmeza la modesta blusa con sus preciosas manos y le acarició los pechos hasta que tembló con deliciosa fiebre. Y luego le bajó la cremallera de la falda de los domingos y con maña viril le enseñó cosas sobre las que Mirandi había leído en revistas sucias.

Sí, había sido un tiempo dorado. Joe se burlaba de cosas serias como la Iglesia, pero era tierno y cariñoso con ella. No se burlaba de ella cuando tocaba la flauta dulce los sábados por la mañana con la banda de la iglesia, aunque a Mirandi le daba tanta vergüenza que fruncía constantemente el ceño.

Cada día con él era una aventura. Joe la hacía escuchar canciones, escucharlas de verdad, y entre sus estudios universitarios y el trabajo a tiempo parcial le mostró ideas y escritores de los que nunca había oído hablar.

Era un apasionado de la música, sobre todo del rock, y también de los animales. Podía sentirse tan fascinado por el encanto de una abeja como para obligarla a permanecer quieta durante varios minutos para que no se asustara.

Todavía podía escuchar su voz urgiéndola a tomarse su tiempo.

–Mira –le decía–. Pero mira de verdad.

La madre de Joe era pintora, le contó, y le había enseñado a mirar de verdad los pájaros y la naturaleza desde que era un niño pequeño. Y él también era un artista a su manera. En una ocasión se encontró en el apartamento con algunos de los poemas que escribía. Pequeños cuadros vívidos pintados con unas cuantas y brillantes palabras.

Se suponía que Mirandi iba a entrar en la universidad, pero, ¿cómo iba a concentrarse en algo tan mundano como su futuro cuando estaba embriagada de amor? Así que retrasó la matrícula y les dijo a la tía Mim y a su padre que necesitaba un año sabático para vivir la vida.

Mim no se mostró en absoluto impresionada.

–Nunca llegará a nada. Ese chico es una fuente de problemas. ¿Por qué no puedes buscarte un chico sano y simpático de la iglesia?

Le sorprendió saber que era capaz de ver la belleza en las cosas sencillas. Que muchas veces, cuando Mirandi corría el peligro de dejarse llevar excesivamente por la imprudencia, era la mano de Joe la que la contenía.

Cuando Joe no estaba arreglando motores se llevaba a Mirandi a pescar en el viejo barco de su padre al estuario de la bahía. Cómo recordaba aquellas tardes indolentes tumbados en el barco, soñando con el futuro. Joe con su vieja camiseta azul que siempre olía ligeramente a aceite por mucho que la lavara.

Y ella le amaba. Dios, cómo le amaba.

Lástima que todo tuviera que terminar de un modo tan triste. Pero Mirandi había aprendido la lección. Como decía la canción, la vida es una sinfonía agridulce. Y cuando superó el terrible dolor de haberle perdido llegó a la conclusión de que su felicidad dependía de sí misma, no de otra persona.

Echó un vistazo al lujoso apartamento. ¿Existiría todavía aquel irreverente y burlón Joe Sinclair en alguna parte, bajo capas y capas de trajes italianos?

Se detuvo frente a un mueble mar antiguo en el que había una licorera de cristal entre una selección de botellas de aspecto letal. Unas cuantas etiquetas familiares. Whisky, ginebra, y allí estaba el vodka, su antiguo favorito y su primer contacto con aquel producto maligno. Mirandi estuvo a punto de echarse a reír al recordar cómo era entonces. Lo fácilmente que había sucumbido en nombre de la sofisticación.

Cualquier cosa con tal de impresionar a su amante, que tanto había vivido a sus ingenuos ojos. Era seis años mayor que ella, y más mayor todavía en pérdidas y dolor.

Podía imaginarse lo que su padre pensaría de todo aquello.

Tras una vida dedicada al cuidado de los sin techo y encargándose del comedor social de la ciudad, no le impresionaría más de lo que le impactó cuando diez años atrás recogió al padre de Joe de la acera y lo llevó a casa porque se había jugado el último dólar y no podía pagar el autobús.

A Mirandi se le pasó por la cabeza que si Joe supiera que estaba ahora allí, invadiendo su terreno privado, tendría todo el derecho del mundo a estar furioso.

Fue consciente entonces de una vaga sensación que no había experimentado desde que era pequeña y su padre la dejó una vez sola en casa mientras iba a atender a una persona con una urgencia. Un deseo inconsciente y casi irresistible de aprovechar al máximo la libertad y hacer algo perverso como asaltar la nevera y acabar con todo el helado.

No, por supuesto que no haría algo así ahora.

Pero Joe iba a pasarse el resto de la tarde de reunido con la junta y con su asistente, Stella. Así que tal vez tuviera tiempo para dar un pequeño tour…

Capítulo Dos

Joe Sinclair dirigió sus largos pasos hacia su despacho, pero entonces giró siguiendo un impulso hacia el ascensor para bajar y se aflojó la corbata. ¿Es que el día no iba a terminar nunca?

Algo iba mal.

Por si no bastara con haberse pasado las últimas semanas dando vueltas en la cama como un criminal con mala conciencia, ahora había desarrollado la peor enfermedad de un banquero. Era increíble que algo así pudiera ocurrirle a él, un hombre con un don para las finanzas, pero en los últimos meses, desde que surgió la posibilidad de invertir en el casino, las reuniones con la directiva se habían vuelto insoportables. ¿Desde cuando el sonido del dinero cayendo en los cofres de Inversiones Martin Place había dejado de sonarle a música celestial?

Sintió ganas de pellizcarse. ¿Acaso sus compañeros no le llamaban Máquina de Dinero por centrase únicamente en eso? Nada interfería nunca en su forma de hacer negocios. Ninguna distracción, ningún interés, ninguna mujer. Todas sus pasiones ocupaban departamentos separados y eso facilitaba la vida. Sin encontronazos y sin dramas.

Una vez en la calle, aspiró con fuerza el aire limpio y levantó la cara hacia el sol de la tarde. Era la primera vez en años que se escaqueaba, y pensó en cómo aprovechar al máximo aquella tarde robada. Dudó entre el gimnasio y el bar, y ganó el bar.

No por el alcohol en sí mismo, sino por la posibilidad de encontrar a alguien que le alegrara la vista.

Alguien que no quisiera comprarle. Trató de no pensar en Kirsty, su amante a tiempo parcial. Las primeras semanas había sido entretenido, pero ahora…

Ahora una conocida sensación de hastío se cernió sobre los bordes de su imagen cuidadosamente pulida. Ahora se daba cuenta de que las señales llevaban semanas allí. El detonante fue el ofrecimiento de su padre de la casa de Vaucluse y un puesto honorífico como director. El instinto le gritaba que saliera corriendo como alma que llevaba el diablo antes de que las puertas de la cárcel se cerraran.

Resultaba irónico que los hombres de la alta sociedad quisieran comprarle para sus hijas. A él, el hijo de Jake Sinclair. El antiguo rebelde y seductor de vírgenes inocentes. ¿De verdad tenía ahora el aspecto de un hombre capaz de vender su alma por unas buenas conexiones?

Habían intentado todos los trucos posibles. Kirsty incluso había tratado de ponerle celoso. Lo que ella no sabía, lo que ninguna imaginaba, era que Joe Sinclair no sabía lo que eran los celos.

Se detuvo en la puerta del bar Bamboo, entró y pidió un whisky. Un par de mujeres de piernas largas sentadas en los taburetes de la barra miraron hacia él, pero en lugar de recibir de buen grado las señales que le enviaban, se mostró receloso.

De pronto la danza de la conquista le pareció demasiado predecible. Él avanzaba, ellas se retiraban. Él avanzaba un poco más, ellas daban un paso coqueto en su dirección. Todo era demasiado fácil.

Debería sentirse animado. Estaba en lo más alto, el mundo era suyo. Al día siguiente volaría hacía el sur de Francia. Un cambio de escenario, la posibilidad de hacer nuevos contactos, de conseguir información útil de algunos de los maestros del juego antes de decidir si la empresa debería jugarse la camisa en el proyecto del casino de Darling Point o no.

Entonces, ¿por qué se le encogía el corazón ante la perspectiva? La buena y fiable Stella estaría allí para allanar el camino y ocuparse de todos los detalles para que estuviera cómodo. Bueno, de casi todos. Pero Stella no suponía ningún peligro.

No como otras.

Una aparición surgió en su mente, una aparición que ocupaba demasiado sus pensamientos para ser un director ejecutivo con muchas responsabilidades.

Habían pasado cinco semanas desde que Recursos Humanos la había propuesto como posible candidata para el nuevo puesto de analista de mercado que había creado la empresa. Su primera reacción fue de incredulidad. ¿Por qué se había presentado al puesto? ¿Confiaba en conseguir alguna ventaja al conocerse del pasado? ¿Había olvidado cómo habían terminado las cosas?