No se lo digas a nadie - Harlan Coben - E-Book

No se lo digas a nadie E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2013
Beschreibung

El pediatra David Beck y su esposa, Elizabeth, han ido a celebrar un aniversario muy especial al lago Charmaine. Crecieron juntos, se besaron por primera vez a los doce años, y, ahora, trece años después, la corteza del mismo árbol vuelve a recoger el testimonio de ese amor. Pero lo que empieza siendo un romántico fin de semana pronto se verá trocado en tragedia. Mientras nadan por la noche en el lago les asaltan: David es golpeado y queda inconsciente; su mujer, secuestrada. El cuerpo de la joven aparece sin vida en una zanja. Su propio padre se ocupa de reconocer el cadáver mientras Beck se recupera de la agresión en el hospital. Han pasado ocho años desde aquella pesadilla y el culpable, un asesino en serie, espera en el corredor de la muerte; sin embargo, las heridas de Beck no han cicatrizado todavía. Se refugia en su trabajo y sus amigos, pero el recuerdo de Elizabeth no le abandona. De repente, la situación da un giro inesperado: dos cuerpos sin identificar aparecen en el lago Charmaine; la muerte tuvo lugar hace tiempo. Por otra parte, Beck recibe un extraño correo electrónico. Siguiendo unas instrucciones muy precisas, y con un código que solo él y Elizabeth podrían conocer, David verá a su mujer en la pantalla del ordenador a través de una cámara web. ¿Sigue viva?

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Título original inglés: Tell No One

© Harlan Coben, 2001.

© Traducción de Roser Berdagué, 2002.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF: OEBO306

ISBN: 978-84-9006-779-6

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Prefacio

1. Ocho años después

2

3

4

5

6

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8

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AGRADECIMIENTOS

Notas

En memoria de mi querida sobrina Gabi Coben,

1997-2000, nuestra maravillosa niña, la pequeña Myszka...

«Pequeño dijo: “¿Qué pasará cuando nos muramos y nos vayamos? ¿Seguirás queriéndome? ¿Continúa el amor?”.»

«Y Grande dijo a Pequeño apretándolo con fuerza mientras ambos contemplaban la noche, la luna en la oscuridad y el centelleo de las estrellas: “Mira las estrellas, Pequeño, mira cómo brillan y relucen. Algunas murieron hace mucho tiempo. Aun así, siguen brillando en el cielo todas las noches para que tú las veas, Pequeño. Como la luz de las estrellas, el amor no muere nunca...”.»

Ojalá se hubiera percibido un murmullo misterioso en el viento. O un profundo escalofrío en los huesos. Algo. Una canción etérea que sólo Elizabeth o yo pudiéramos oír. Una tensión en el aire. Alguna premonición de manual. Hay desgracias en la vida que casi esperamos —lo que les ocurrió a mis padres, por ejemplo— y después hay otros momentos oscuros, momentos de inesperada violencia, que lo cambian todo. Mi vida antes de la tragedia. Y mi vida de ahora. Desgraciadamente, las dos tienen poco en común.

El día de nuestro aniversario, Elizabeth estuvo callada durante el trayecto en coche, pero no me pareció extraño porque ya de niña era propensa a impredecibles rachas de melancolía. De pronto se quedaba callada y se abandonaba a alguna profunda reflexión o a un insondable retraimiento. No llegué a saber nunca cuál era la situación. Supongo que formaba parte del misterio, aunque aquella vez fue la primera que sentí que entre los dos se abría un abismo. Nuestra relación había sobrevivido a muchas cosas, pero hube de preguntarme si sobreviviría a la verdad. O dicho de otro modo, a las mentiras no manifestadas.

El aire acondicionado del coche ronroneaba en la posición azul de MAX. El día era caluroso, bochornoso, un día típico de agosto. Atravesamos la laguna de Delaware por el puente Milford y fuimos recibidos en Pensilvania por un amable cobrador de peaje. Pasados quince kilómetros, distinguí el poyo de piedra donde se leía: LAGOCHARMAINE – PARTICULAR. Allí me interné en el camino de tierra.

Los neumáticos se hundían en el suelo y proyectaban polvo como si de un caballo árabe desbocado se tratara. Elizabeth apagó la música del coche. Mirándola por el rabillo del ojo, habría asegurado que estudiaba mi perfil. Me pregunté qué veía y el corazón me latió con fuerza. Dos ciervos ramoneaban unas hojas a nuestra derecha. Se detuvieron, nos miraron, comprobaron que no llevábamos malas intenciones y continuaron paciendo. Seguí avanzando hasta que de pronto el lago apareció ante nuestros ojos. El sol se debatía en una agonía de muerte y marcaba en el cielo una espiral anaranjada y purpúrea. Las copas de los árboles parecían estar ardiendo.

—Es increíble que todavía sigamos con esto —dije.

—Fuiste tú quien empezó.

—Sí, tenía doce años.

Elizabeth sonrió apenas. Raras veces sonreía, pero cuando lo hacía... ¡paf!, directo a mi corazón.

—Es romántico —insistió.

—Es una cursilada.

—Lo romántico me encanta.

—Te encantan las cursiladas.

—Te jode hacerlo.

—Bueno, entonces llámame señor Romántico —dije.

—¡Venga, señor Romántico, que está haciéndose de noche! —se echó a reír y me cogió la mano.

El lago Charmaine. El nombre se lo puso mi abuelo, un nombre que ponía frenética a mi abuela. Habría querido que pusieran su nombre al lago. Se llamaba Bertha. El lago Bertha. Mi abuelo no quiso ni oír hablar del asunto. Dos puntos a favor de mi abuelo.

Cincuenta y tantos años atrás, el lago Charmaine fue asentamiento de un campamento de verano para niños ricos. Cuando el propietario estiró la pata, mi abuelo tuvo ocasión de comprar el lago y los campos de alrededor a precio de ganga. Arregló la casa del director del campamento y derribó la mayoría de edificios de la zona frontal del lago. Pero en el corazón del bosque, allí donde ya nadie se internaba, dejó abandonadas a la podredumbre las literas de los chicos. Mi hermana Linda y yo solíamos explorar y escudriñar las ruinas buscando tesoros, jugando al escondite, nos atrevíamos incluso a buscar al coco, convencidos de que nos acechaba y nos estaba esperando. Elizabeth rara vez se nos unía. Le gustaba saber dónde estaba todo. Esconderse la asustaba.

Cuando bajamos del coche, percibí enseguida a los fantasmas. Eran muchísimos, demasiados, se arremolinaban y pululaban a mi alrededor tratando de despertar mi atención. Mi padre había resultado vencedor. El lago seguía siendo tan sobrecogedor como siempre, pero habría jurado que resonaba aún en el aire el grito de placer de mi padre saliendo del muelle raudo como una bala, las rodillas apretadas contra el pecho, una sonrisa loca en los labios, el inminente chapoteo levantando una ola virtual en los ojos de su único hijo. A mi padre le gustaba desembarcar cerca de la balsa donde mi madre tomaba sus baños de sol. Aunque ella lo reñía, no podía disimular una sonrisa.

Un parpadeo hizo que las imágenes se desvanecieran, pero esto no me impidió recordar las risas y los gritos y el chapoteo que rizaba el agua y resonaba en la calma de nuestro lago, y hube de preguntarme si aquellos ecos y ondas del agua se extinguían del todo, si no habría algún lugar del bosque donde continuasen aún rebotando suavemente de árbol en árbol los alegres gritos de mi padre. Un pensamiento tonto pero real.

Los recuerdos, es cosa sabida, duelen. Los buenos duelen más que ninguno.

—¿Estás bien, Beck? —me preguntó Elizabeth.

—Voy a joderme, ¿de acuerdo? —dije, volviéndome hacia ella.

—¡Pervertido!

Avanzó camino adelante, la cabeza levantada, la espalda recta. La observé un segundo y me acordé de la primera vez que la vi caminando de aquella manera. Yo tendría siete años y estaba a punto de montar en mi bicicleta —la que tenía el asiento en forma de banana y una calcomanía de Batman—, dispuesto a hacer una incursión a través de Goodhart Road. Goodhart Road era una calle empinada y azotada por el viento, el lugar perfecto para un ciclista exigente como yo. Me lancé sin manos cuesta abajo, sintiéndome todo lo tranquilo y arrollador que puede sentirse un niño de siete años. El viento me echaba los cabellos para atrás y me hacía lagrimear los ojos. Fue entonces cuando descubrí el camión de mudanzas delante de la vieja casa de los Ruskin, me volví y —¡oh, primer impacto!— la vi, vi a mi Elizabeth con su columna vertebral de titanio, tan equilibrada ya entonces, cuando no era más que una niña de siete años con zapatitos de charol, pulsera y muchas pecas en la cara.

Nos conocimos dos semanas más tarde en la clase de segundo de la señorita Sobel y a partir de aquel momento —¡por favor, no se rían!— nos convertimos en amigos del alma. La gente mayor juzgaba nuestra amistad a un tiempo enfermiza y encantadora, una amistad que nos hacía inseparables y que iba camino de convertirse en amor y obsesión adolescente y en las típicas citas puramente hormonales de instituto. Todo el mundo esperaba que nos hiciésemos mayores. También nosotros. Los dos éramos alumnos brillantes, sobre todo Elizabeth, estudiantes por encima de la media, racionales incluso ante un amor tan irracional como el nuestro. Entendíamos las diferencias.

Pues bien, allí estábamos, teníamos veinticinco años, hacía siete meses que estábamos casados y volvíamos al lugar donde, a los doce años, nos dimos el primer beso de verdad.

Vomitivo, lo sé.

Nos abrimos paso a través de las ramas y de una humedad tan densa que se palpaba. El olor pegajoso de los pinos hendía el aire. Avanzábamos con trabajo a través de altas hierbas. Nos seguía como una estela el zumbido de mosquitos y otros insectos que se perdía en lo alto. Los árboles proyectaban largas sombras que uno podía interpretar como quería, igual que cuando buscas un parecido a una nube o a una mancha del test Rorschach.

Dejamos aquel camino y seguimos abriéndonos paso a través de una maleza más espesa aún. Elizabeth abría la marcha. Yo la seguía a dos pasos de distancia, una posición que era todo un símbolo según lo veo ahora. Siempre creí que nada podía separarnos —nuestra historia lo probaba de manera irrefutable, ¿no?—, pero ahora más que nunca soy consciente de que presentí que el origen del problema estaba en arrancar a Elizabeth de mi lado.

Mi culpa.

Elizabeth, al frente, se desvió en ángulo recto al llegar a la gran roca de forma semifálica. A la derecha estaba nuestro árbol. Sí, allí estaban nuestras iniciales, grabadas en la corteza:

E.P.

+

D.B.

Y sí, estaban rodeadas por un corazón. Debajo del corazón, doce rayas, testimonio de cada uno de los aniversarios de aquel primer beso. Ya estaba a punto de soltar una agudeza de las mías acerca de lo repulsivo de todo aquello cuando, al ver el rostro de Elizabeth, las pecas habían desaparecido o apenas se distinguían, la inclinación de su cadera, el cuello largo y grácil, los ojos verdes de mirada decidida, los oscuros cabellos enlazados en una trenza que le caía por la espalda como una cuerda, me detuve. A punto estuve de decírselo entonces, pero algo me contuvo.

—Te quiero —le dije.

—Estás jodido.

—¡Oh!

—Yo también te quiero.

—Está bien, está bien —dije, fingiendo desconcierto—, también tú lo estarás.

Sonrió pero me pareció ver inseguridad en su sonrisa. La abracé. Cuando ella tenía doce años y por fin hicimos acopio del suficiente valor para pasar a la acción, olí el maravilloso perfume a cabellos limpios y a Pixie Stix de fresa que emanaba. La novedad del acto me conturbó como no podía ser menos, y también la excitación, la exploración. Hoy Elizabeth olía a lilas y a canela. Como una cálida luz, el beso salió del centro mismo de mi corazón. Cuando nuestras lenguas se tocaron, aún me sobresalté. Elizabeth se apartó, falta de aliento.

—¿Quieres hacer los honores?

Me tendió la navaja y grabé la raya número trece en el árbol. Trece. Al volver la vista atrás, se me antoja que quizá fuera una premonición.

Cuando volvimos al lago ya había oscurecido. La pálida luna rasgaba la oscuridad como un faro solitario. Era una noche silenciosa, ni siquiera se oían los grillos. Elizabeth y yo nos desnudamos rápidamente. Al mirarla a la luz de la luna, sentí un nudo en la garganta. La primera en sumergirse fue ella, apenas una ondulación en el agua. La seguí con torpeza. El agua del lago estaba extrañamente cálida. Elizabeth nadaba con brazadas precisas y regulares, cortando el líquido y abriéndose un camino en él. Yo chapoteaba detrás de ella. Producíamos el ruido que provocan las piedras lanzadas al agua. Elizabeth volvió a mis brazos. Su piel era cálida y húmeda. Me encantaba su piel. Nos abrazamos con fuerza, sus pechos apretados contra mí. Sentía los latidos de su corazón y oía su respiración. Sonidos de vida. Nos besamos. Mi mano se extravió en la deliciosa curva de su espalda.

Cuando terminamos, y todo volvió a su estado normal, agarré un madero que flotaba y me desplomé sobre él. Jadeante, despatarrado, con los pies colgando, oscilantes en el agua.

Elizabeth, enfurruñada, dijo:

—¡Vaya!, ¿vas a dormir ahora?

—Y a roncar.

—¡Qué hombre!

Me tumbé boca arriba con las manos detrás de la cabeza. Por delante de la luna pasó una nube que transformó la noche azul en algo pálido y gris. El aire estaba tranquilo. Oí a Elizabeth salir del agua y dirigirse al embarcadero. Intentaba acostumbrar los ojos a la oscuridad. Apenas podía distinguir su silueta desnuda. Era, sencillamente, impresionante. La vi doblarse por la cintura y escurrirse el agua de los cabellos. Después arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás.

El madero que me sostenía iba a la deriva y alejándose de la orilla. Traté de reflexionar sobre lo que me había ocurrido sin acabar de entenderlo. El madero seguía moviéndose. Empezaba a perder de vista a Elizabeth. Cuando se confundió con la oscuridad, tomé una decisión: se lo diría, se lo diría todo.

Asentí para mí con la cabeza y cerré los ojos. Me sentía un cero. Escuché al agua lamer suavemente el madero.

Entonces oí la puerta de un coche al abrirse.

Me senté.

—¿Elizabeth?

Salvo mi respiración, el silencio era absoluto.

Volví a buscar su silueta. Era difícil distinguirla, pero la entreví un momento. O me lo figuré. Ya no estoy seguro; ni siquiera sé si importa. En cualquier caso, estaba totalmente inmóvil, tal vez vuelta hacia mí.

Quizá parpadeé —en realidad, tampoco estoy muy seguro— pero, cuando volví a mirar, ya había desaparecido.

El corazón me golpeó la garganta al gritar:

—¡Elizabeth!

No hubo respuesta.

El pánico se apoderó de mí. Caí de la tabla y nadé hacia el embarcadero. Las brazadas eran ruidosas, ensordecedoras a mis oídos. No podía escuchar lo que ocurría suponiendo que ocurriera algo. Me detuve.

—¡Elizabeth!

Pasó un largo rato durante el cual no oí nada. La nube seguía tapando la luna. Tal vez Elizabeth se había metido en la cabaña. Tal vez había ido a buscar algo al coche. Abrí la boca para volver a gritar su nombre.

Fue entonces cuando escuché su grito.

Bajé la cabeza y me puse a nadar, a nadar con todas mis fuerzas, moví furiosamente brazos y piernas. Pero todavía estaba lejos del embarcadero. Intentaba mirar mientras nadaba, pero estaba demasiado oscuro para ver algo, la luna proyectaba débiles haces de luz que no iluminaban en absoluto.

Oí un ruido áspero de algo llevado a rastras.

Podía ver el embarcadero enfrente. No estaba a más de seis metros. Nadé con más ahínco. Tenía los pulmones a punto de reventar. Tragué un poco de agua, tendí los brazos hacia delante, buscando con la mano a tientas en la oscuridad. Y la encontré. La escalera. Me agarré a ella y subí, salí del agua. El embarcadero estaba mojado del agua de Elizabeth. Miré hacia la cabaña. Demasiado oscuro. No se veía nada.

—¡Elizabeth!

Algo parecido a un bate de béisbol me golpeó en el plexo solar. Los ojos casi se me saltaron de las órbitas. Me doblé por la cintura y sentí que me ahogaba. Me faltaba el aire. Otro golpe. Esta vez me dio en la parte superior del cráneo. Oí un crujido dentro de la cabeza y tuve la sensación de que me habían hundido un clavo en la sien a golpe de martillo. Me fallaron las piernas y caí de rodillas. Totalmente desorientado, me llevé las manos a los lados de la cabeza tratando de protegerla. El golpe siguiente, el final, me dio en plena cara.

Caí hacia atrás de nuevo en el lago. Se me cerraron los ojos. Oí que Elizabeth volvía a gritar —esta vez lo que gritó fue mi nombre— pero el sonido, todos los sonidos, se perdieron en un gorgoteo mientras yo me iba hundiendo en el agua.

1

Ocho años después

Otra chica estaba a punto de partirme el corazón.

Tenía los ojos castaños, el cabello ensortijado y una sonrisa toda dientes. Unos dientes sujetos con hierros. Tenía catorce años y...

—¿Estás embarazada? —le pregunté.

—Sí, doctor Beck.

Conseguí no cerrar los ojos. No era la primera vez que visitaba a una adolescente embarazada, ni siquiera era la primera que veía aquel día. Desde que había terminado mi residencia en el vecino centro médico presbiteriano de Columbia, cinco años atrás, ejercía como pediatra en la clínica Washington Heights. La clínica presta servicios de medicina general a una población con derecho a la asistencia pública sanitaria (léase: «pobre») y entre ellos figuraban los de obstetricia, medicina interna y, por supuesto, pediatría. Hay quien cree que esto me convierte en un benefactor, un médico de corazón blando. No se trata de eso. Me gusta mi profesión de pediatra, pero no particularmente ejercerla en un barrio residencial, con mamás que juegan al fútbol y papás que se hacen la manicura. En fin, gente como yo.

—¿Y qué piensas hacer? —le pregunté.

—Pues mire usted, doctor Beck, Terrell y yo estamos muy contentos.

—¿Qué edad tiene Terrell?

—Dieciséis.

Levantó la vista y me miró contenta y feliz. Conseguí de nuevo no cerrar los ojos.

Lo que me sorprende siempre, siempre, es que la mayor parte de estos embarazos no son accidentales. Esos niños quieren tener niños. La gente no lo entiende. Se habla mucho de control de natalidad y de abstinencia y son cosas que están muy bien, pero el hecho es que todos esos chicos tienen compañeros que han tenido hijos y todos saben que esos compañeros suyos reciben todo tipo de atenciones, así que, oye, Terrell, ¿por qué no nosotros?

—Me quiere —me dijo la niña de catorce años.

—¿Se lo has dicho a tu madre?

—Todavía no —hizo un gesto evasivo y me miró casi como una niña de catorce años, los que tenía—. He pensado que usted podría ayudarme a decírselo.

—Sí, claro —asentí.

He aprendido a no juzgar. Escucho. Me pongo en el lugar del otro. Cuando era residente, soltaba sermones. Miraba a los demás desde arriba y me dignaba hacer partícipes a mis pacientes de mis ideas sobre lo destructivo que sería para ellos una determinada conducta. Hasta que una tarde fría de Manhattan topé con una muchacha de diecisiete años, hastiada de la vida, que iba a tener un tercer hijo de un tercer padre y que, mirándome a los ojos, me soltó una indiscutible verdad:

—Usted no sabe nada de mi vida.

Fue algo que me dejó sin habla. Por eso, ahora escucho. Ya no hago el papel de hombre-blanco-y-bueno, gracias a lo cual soy mejor médico. Lo que quiero ahora es ofrecer a esa niña de catorce años y a su bebé los mejores cuidados posibles. No le diré que Terrell no seguirá a su lado, que el futuro es consecuencia del pasado ni tampoco que, si es como la mayoría de pacientes que tengo en esa zona, antes de cumplir los veinte años volverá a encontrarse por lo menos dos veces más en la misma situación.

Si uno se pone a pensar en ello, acaba volviéndose tarumba.

Estuvimos hablando un rato o, para decirlo con más exactitud, habló ella y yo escuché. La sala de reconocimiento, anexa a mi despacho, tenía las dimensiones aproximadas de una celda carcelaria (debo decir que es un dato que no conozco por experiencia propia) y estaba pintada de color verde institucional, como los lavabos de las escuelas primarias. De la parte trasera de la puerta colgaba una de esas cartas para calibrar la agudeza visual donde hay que señalar la dirección a la que apuntan las letras E. Una de las paredes estaba salpicada de calcomanías descoloridas con dibujos de Walt Disney y ocupaba la otra un póster gigantesco con una pirámide de alimentos. Mi paciente de catorce años estaba sentada en una mesa de reconocimiento, protegida con el papel sanitario de un rollo del que tirábamos para renovarlo después de cada paciente. Por alguna razón, la manera de desenrollar el papel me recordaba cómo envolvían los bocadillos del Carnegie Deli.

El radiador emanaba un calor sofocante, aunque era un artilugio imprescindible en un lugar donde era habitual que los niños tuvieran que desnudarse. Llevaba mi indumentaria habitual de pediatra: pantalón vaquero, zapatillas de deporte Chuck Taylor, camisa con cuello de botones y una brillante corbata «Salvad la Infancia» que delataba a gritos el año 1994. No llevaba bata blanca. En mi opinión, asusta a los niños.

La niña de catorce años —sí, éste es el límite de edad de mis pacientes— era, en realidad, una niña buena. Lo curioso del caso es que todas lo son. La envié a un ginecólogo conocido. Después hablé con su madre. Un hecho que no tenía nada de nuevo ni tampoco nada de sorprendente. Como ya he dicho, lo hago casi todos los días. Nos despedimos con un beso. Por encima del hombro de la niña, su madre y yo intercambiamos una mirada. Todos los días veo a veinticinco madres que me traen a sus hijos. Al cabo de la semana podría contar con los dedos de una mano las que están casadas.

Como he dicho antes, no juzgo. Sólo observo.

Cuando se fueron, garrapateé unas notas en el historial de la niña. Eché una ojeada a varias páginas atrás. La visitaba desde mis tiempos de residente, lo que significaba que había empezado a visitarla a los ocho años. Examiné su gráfica de crecimiento. Y la recordé a sus ocho años, pensé en el aspecto que tenía entonces. No había cambiado mucho. Al final cerré los ojos y los restregué.

Homer Simpson me interrumpió gritando:

—¡Correo! ¡Hay correo! ¡Uh, uh!

Abrí los ojos y me volví hacia el monitor. Tenía en la pantalla a Homer Simpson tal como aparece en el programa de televisión Los Simpson. Alguien había sustituido la monótona frase del ordenador: «Tiene correo» por el aviso de Homer. Me gustaba. Me gustaba mucho.

Estaba a punto de revisar mi correo electrónico cuando el graznido del interfono detuvo mi mano. Una de las recepcionistas, Wanda, dijo:

—Usted... ejem... usted... ummm. ¡Shauna al teléfono!

Comprendí su turbación. Le di las gracias y pulsé el botón parpadeante.

—Hola, encanto.

—¡No te molestes porque estoy aquí! —exclamó su voz.

Shauna colgó su móvil. Me levanté y salí al pasillo justo en el momento en que Shauna hacía su entrada desde la calle. Siempre que Shauna entra en una habitación parece que está haciendo un favor a alguien. Shauna era modelo de tallas especiales, una de las pocas conocidas simplemente por su nombre de pila: Shauna. Como Cher o Fabio. Un metro ochenta y cinco y ochenta y seis kilos. Como es lógico, era de las que hacía que la gente se volviera a mirarla, por lo que todas las cabezas de la sala de espera hicieron lo propio.

Shauna no se molestó en detenerse en recepción y las recepcionistas tampoco se molestaron en pararle los pies. Tras abrir la puerta, me saludó con estas palabras:

—¡A comer! ¡Ahora!

—Ya te dije que estaría ocupado.

—Anda, ponte la chaqueta, que fuera hace frío —dijo.

—Oye, que estoy bien. Además, el aniversario no es hasta mañana.

—No me vengas con cuentos.

Como dudé un momento, supo enseguida que me tenía en el saco.

—¡Venga, Beck! ¡Nos divertiremos! Como en los tiempos del instituto. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a espiar a las calentorras?

—En mi vida he ido a espiar a las calentorras.

—¡No, claro! La que iba a espiarlas era yo. Anda, ponte la chaqueta.

Ya de vuelta en el consultorio, una de las madres me dijo con una enorme sonrisa, llevándome aparte:

—Vista al natural todavía es más guapa que en las fotos —murmuró en voz baja.

—¿Qué? —respondí.

—Usted y ella... —y la madre juntó las manos en un gesto elocuente.

—No, ella ya está comprometida —dije.

—¿De veras? ¿Con quién?

—Con mi hermana.

Comimos en un restaurante chino de mala muerte con un camarero chino que sólo hablaba español. Shauna, impecable con un traje azul de escote más bajo que el Lunes Negro, frunció el entrecejo:

—¿Cerdo mu shu en tortilla?

—Arriésgate —le aconsejé.

Nos conocíamos desde el día que ingresamos en la universidad. Por error de la oficina de registro, donde se figuraron que su nombre era Shaun, nos pusieron en la misma habitación. Ya nos disponíamos a informar de la equivocación cuando empezamos a charlar. Shauna me pagó una cerveza. Y a mí me empezó a gustar. A las pocas horas decidimos no reclamar ya que pensamos que a lo mejor nos adjudicaban a unos imbéciles por compañeros de habitación.

Yo fui al Amherst College, una institución exclusivista no de la Liga de la Hiedra pero casi, enclavada al oeste de Massachusetts. No sé si hay en el mundo lugar más pijo que éste, en todo caso yo no lo conozco. Elizabeth, que pronunció el discurso de despedida en el instituto, escogió Yale. Habríamos podido ir a la misma universidad, pero lo hablamos y decidimos que aquélla podía ser una prueba decisiva para lo nuestro. Una vez más, hicimos lo que correspondía que hicieran las personas sensatas que éramos. ¿Cuál fue el resultado? Pues que nos echábamos de menos como locos. La separación no hizo más que consolidar nuestro compromiso y dar a nuestro amor aquella dimensión que demuestra que no siempre la distancia es el olvido.

Es vomitivo, lo sé.

Entre bocado y bocado, Shauna me preguntó:

—¿Podrías hacer de canguro de Mark esta noche?

Mark era mi sobrino de cinco años. En el último curso Shauna comenzó a salir con mi hermana mayor, Linda. Hace siete años que celebraron su unión con una ceremonia de compromiso. Mark es el producto secundario de su amor, por supuesto con ayuda de la inseminación artificial. Linda se encargó de gestarlo y Shauna de adoptarlo. Como eran un poco anticuadas, querían que su hijo tuviera un modelo masculino en su vida. Y aquí es donde entro yo.

Hablamos al estilo de Ozzie and Harriet.

—No hay problema —dije—, no quiero perderme la nueva película de Disney.

—La nueva chica de Disney es una chica y media —dijo Shauna—. Desde Pocahontas no habían hecho nada tan bueno.

—Me alegra saberlo —dije—. ¿Se puede saber dónde vais tú y Linda?

—Salir me pega tres patadas. Desde que las lesbianas estamos de moda, tenemos una agenda muy apretada. Casi añoro los tiempos en que estábamos en el armario.

Pedí una cerveza. Seguramente no debí hacerlo, pero por una no llegaría la sangre al río.

Shauna también pidió una.

—O sea que has roto con aquella como se llame —comentó.

—Brandy.

—Eso. ¡Vaya nombrecito, dicho sea de paso! ¿No tendrá una hermana que se llama Whisky?

—No salimos más que dos veces.

—De acuerdo, pero era una bruja y, además, flaca. Te tengo reservada una que te iría como anillo al dedo.

—Gracias, pero no —dije.

—Tiene un cuerpo asesino.

—No quieras dirigir mi vida, Shauna, te lo pido por favor.

—¿Por qué no?

—¿Te acuerdas de la última vez que lo intentaste?

—Sí, con Cassandra.

—Ni más ni menos.

—¿Qué tiene de malo?

—Para empezar, era lesbiana.

—¡Por el amor de Dios, Beck, hay que ver lo estrecho que eres!

Sonó su móvil. Respondió echando el cuerpo hacia atrás y sin apartar los ojos de mí. Tras gruñir unas palabras, cerró el móvil.

—Tengo que irme —dijo.

Le indiqué la nota.

—Ven mañana por la noche —dictaminó.

Fingí un suspiro.

—¿Es que las lesbianas no tienen planes?

—Yo no, pero tu hermana sí. Piensa asistir a la ceremonia extraordinaria Brandon Scope.

—¿No vas con ella?

—No.

—¿Por qué?

—Pues porque no queremos que Mark esté dos noches seguidas sin una de las dos. Y Linda tiene que salir. Ahora la que manda es ella. En cuanto a mí, tengo la noche libre. O sea que ven mañana por la noche, ¿de acuerdo? Yo me encargo de todo, veremos vídeos con Mark.

«Mañana» era el aniversario. Si Elizabeth hubiera vivido, «mañana» habríamos grabado la inscripción número veintiuno en aquel árbol. Pero por extraño que pudiera parecer, «mañana» no será para mí un día particularmente triste. Estoy pertrechado para afrontar aniversarios, vacaciones o cumpleaños de Elizabeth, generalmente los vivo sin problema alguno. Lo que me cuesta son los días «normales». Los problemas surgen al enfrentarme con cosas antiguas, cuando tropiezo accidentalmente con algún episodio clásico del programa de The Mary Tyler Moore Show o de Cheers. O cuando entro en una librería y veo de pronto un nuevo libro de Alice Hoffman o de Anne Tyler. O cuando escucho a los O’Jays o a los Four Tops o a Nina Simone. Cosas tan corrientes como éstas.

—Prometí a la madre de Elizabeth que iría a verla —expliqué.

—¡Ah, Beck!... —iba a decir algo pero se contuvo—. ¿Y después?

—Sí, claro —dije.

Shauna me agarró por el brazo.

—Vuelves a hacerte el huidizo, Beck.

No respondí.

—Te quiero, ya lo sabes. Quiero decir, si tuvieras alguna clase de atractivo sexual, del tipo que fuera, probablemente habría ido a por ti en lugar de dirigirme a tu hermana.

—Es muy halagador —dije—, de veras.

—No me rehúyas. Si me rehúyes, rehúyes a todo el mundo. Habla conmigo, ¿quieres?

—De acuerdo —contesté.

Lo que pasa es que no puedo hablar.

A punto estuve de borrar el mensaje.

Es tanta la basura que llega con el correo electrónico, la propaganda, la avalancha de misivas, que el dedo se va automáticamente a la tecla de suprimir. Lo primero que hago es leer la dirección del remitente. Si es alguna persona conocida o alguien del hospital, estupendo. En caso contrario, pulso la tecla borradora con gran entusiasmo.

Me senté ante mi escritorio y revisé el plan de la tarde. Una tarde llena a rebosar, lo que no era ninguna sorpresa para mí. Hice girar la silla, preparando el dedo borrador. Sólo un mensaje. El que había hecho soltar un alarido a Homer hacía un momento. Hice una lectura rápida y mis ojos se detuvieron en las dos primeras letras del asunto.

¿Qué era aquello...?

La ventana de la pantalla estaba formateada de tal manera que lo único que podía ver eran aquellas dos letras y la dirección electrónica del remitente. La dirección me resultaba desconocida: unos nú[email protected].

Entrecerré los ojos y pulsé la tecla de avance a la derecha. El contenido del mensaje fue apareciendo carácter por carácter. Tras cada uno iba acelerándose el ritmo de las pulsaciones de mi corazón. Mantuve el dedo en la tecla y esperé.

Cuando habían aparecido todas las letras, volví a leer el asunto y sentí un golpe sordo y profundo en el pecho.

—¿Doctor Beck?

Mi boca se negó a hablar.

—¿Doctor Beck?

—Un minuto, Wanda.

Wanda vaciló. Siguió un momento en el interfono. Después la oí desconectar.

Yo seguía con la mirada fija en la pantalla.

Para: [email protected]

De: [email protected]

Asunto: E.P.+D.B./////////////////////

Veintiuna barras. Ya las había contado cuatro veces.

Era una broma cruel, morbosa. No podía decir otra cosa. Cerré las manos, que se transformaron en puños, y me pregunté qué jodido cabrón hijo de puta me había enviado aquel mensaje.

No costaba mucho guardar el anonimato en el correo electrónico, se había convertido en el mejor refugio de los tecnocobardes. Sin embargo, el caso era que muy pocos sabían lo del árbol o lo de nuestro aniversario. Los medios de comunicación no llegaron a enterarse de esos detalles. Shauna, por supuesto, estaba enterada. Y Linda. Tal vez Elizabeth se lo hubiera contado a sus padres o a su tío. Pero dejando aparte a esas personas...

Así, pues, ¿quién lo había enviado?

Por supuesto que quería leer el mensaje, pero había algo que me retenía. La verdad es que pienso en Elizabeth más de lo que debiera; no quiero engañar a nadie, pero no hablo nunca de ella ni sobre lo que ocurrió. La gente se figura que quiero dármelas de macho o de valiente, que lo hago para no atosigar a mis amigos o para evitar su conmiseración o cualquier otra tontería de ese género. Pero no tiene nada que ver con eso. Hablar de Elizabeth me duele. Y mucho. Hablar de ella me devuelve su último grito. Me devuelve todas las preguntas que han quedado sin respuesta. Me devuelve los «podría haber...» (puedo asegurar que pocas cosas son tan devastadoras como esa frase: «podría haber...»). Devuelven el remordimiento y la sensación, por irracional que sea, de que un hombre más fuerte que yo, mejor que yo, podría haberla salvado.

Dicen que se tarda mucho en asimilar una tragedia. Uno se queda anonadado, incapaz de aceptar la espantosa realidad. Una vez más, eso no es cierto. En todo caso, no lo es para mí. Yo comprendí plenamente todas las consecuencias que presupuso el hallazgo del cadáver de Elizabeth. Comprendí que no volvería a verla nunca más, que no volvería a tenerla en mis brazos, que ya no podríamos tener hijos ni envejecer juntos. Comprendí que aquel hecho marcaba el final, que no era un aplazamiento, que no había nada que cambiar o negociar.

Recuerdo que rompí a llorar de inmediato, sollocé de forma irreprimible. Estuve sollozando casi una semana entera sin que nada pudiera calmarme. Sollocé en el funeral. No dejaba que nadie me tocara, ni Shauna ni Linda. Dormí solo en nuestra cama, enterraba la cabeza en la almohada de Elizabeth tratando de recuperar su olor. Abría sus armarios y apretaba su ropa contra mi rostro. Nada de eso me consolaba. Era algo extraño, y dolía. Pero recuperaba su olor, una parte de su persona, y seguía haciéndolo de todos modos.

Amigos bien intencionados —suelen ser los peores— me decían las frases manidas y habituales, así que me encuentro en buena posición de aconsejar a la gente que se limite a dar el pésame y basta. Que no me dijesen que era joven. Que no me dijesen que el tiempo lo cura todo. Que no me dijesen que ahora ella estaba en paz. Que no me dijesen que lo que había ocurrido era la voluntad de Dios. Que no me dijesen que yo había tenido la suerte de conocer un amor como aquél. Cada uno de esos tópicos me mortificaba y por cruel que suene, me hacía mirar al idiota o a la idiota que lo decía y preguntarme por qué él o ella seguía respirando mientras mi Elizabeth estaba pudriéndose.

Todavía oigo aquella sandez del «mejor haber amado y haber perdido». Otra mentira más. Créanme si les digo que no es mejor. Que no me enseñen el paraíso para cerrarlo después. Aquello formaba parte del cuadro. Era la faceta egoísta. Lo que más me hería, lo que me hacía más daño, era sentir que Elizabeth había quedado excluida de muchas cosas. No sabría decir cuántas veces he visto o he hecho algo y al momento he pensado que a Elizabeth le habría gustado compartirlo conmigo, y los remordimientos me golpean de nuevo.

La gente me pregunta si estoy arrepentido de algo. Y la respuesta es que sí, sólo de una cosa. Me arrepiento de las muchas oportunidades que desperdicié de hacer feliz a Elizabeth.

—¿Doctor Beck?

—Un momento, por favor —dije.

Puse la mano en el ratón y moví el cursor hasta el icono de LECTURA. Lo pulsé y apareció el contenido del mensaje:

Para: [email protected]

De: [email protected]

Asunto: E.P.+D.B. /////////////////////

Mensaje: Haga clic en este hipervínculo, hora del beso, aniversario.

Sentí un peso insoportable dentro de mí.

¿Hora del beso?

Aquello era una broma, tenía que serlo. No se me dan bien los enigmas. Tampoco sirvo para esperar.

Volví al ratón y desplacé la flecha sobre el hipervínculo. Pulsé y oí el chirrido primitivo del módem, la invitación a la llamada de la maquinaria al apareamiento. En la clínica tenemos un sistema anticuado. Tardó bastante en aparecer el navegador de la red. «Hora del beso, ¿cómo saben lo de la hora del beso?», pensé mientras esperaba.

Apareció el navegador. Detectaba error.

Fruncí el entrecejo. ¿Quién demonios me enviaba aquello? Probé por segunda vez y apareció de nuevo el mensaje señalando error. Se trataba de un enlace roto.

«¿Quién demonios sabía lo de la hora del beso?»

No se lo había dicho nunca a nadie. Elizabeth y yo no solíamos hablar mucho del asunto, probablemente porque no tenía demasiada importancia. Éramos algo cursis, al estilo Pollyanna, la eterna optimista, y procurábamos guardarnos para nosotros este tipo de cosas. Será una estupidez, pero la primera vez que nos besamos, hace veintiún años, tomé nota de la hora. Por pura diversión. Al terminar miré la hora en mi reloj Casio y dije:

—Las seis y cuarto.

Y Elizabeth añadió:

—La hora del beso.

Volví a leer el mensaje. Estaba empezando a ponerme nervioso. Aquello era más que una broma. Una cosa es enviar un mensaje electrónico cruel y otra...

«La hora del beso.»

Bien, la hora del beso eran las seis y cuarto del día siguiente. No había otra opción. Tendría que esperar hasta entonces.

Así sería, pues.

Guardé el mensaje en un disquete, por si acaso. Bajé las opciones de impresión y pulsé «imprimir todo». No entiendo mucho de ordenadores, pero sé que a veces se puede averiguar el origen de un mensaje a través de todo el galimatías de la parte inferior. Oí el ronroneo de la impresora. Eché otra ojeada al asunto. Volví a contar las barras. Sí, veintiuna.

Y me quedé pensando en aquel árbol y en aquel primer beso y entonces, allí, en mi despacho cerrado y sofocante, olí de nuevo el perfume de Pixie Stix de fresa.

2

En casa me esperaba otro susto del pasado.

Vivo a un lado del puente George Washington, enfrente de Manhattan, precisamente en la zona de Green River, Nueva Jersey, un lugar representativo del típico sueño americano y que, pese a su nombre, no tiene río y el verde va desapareciendo de día en día. La casa pertenece a mi abuelo. Me trasladé a vivir con él y con toda una caterva de enfermeras extranjeras cuando murió mi abuela hará de eso tres años.

Mi abuelo padece la enfermedad de Alzheimer. Su cabeza es como un televisor viejo en blanco y negro con una antena de interior averiada. Mi abuelo entra y sale, tiene algunos días mejores que otros, pero hay que colocar las antenas de determinada manera y no moverlas en absoluto y aun así, la imagen que aparece en la pantalla presenta rayas verticales intermitentes. Así era antes al menos, porque últimamente, y para seguir con la metáfora, el televisor casi no parpadea.

En realidad, a mí nunca me gustó mi abuelo. Era un hombre dominante a la antigua usanza, un tipo de esos que te aprietan las tuercas y cuyo afecto está en proporción directa al éxito que consigues. Era brusco, nada afectuoso y con un machismo de vieja escuela. Era lógico que su nieto le pareciera poco sensible y nada atlético, por muy buenas notas que sacara.

Si me fui a vivir con él fue porque, de no haberme mudado yo, mi hermana se lo habría llevado a su casa. Porque Linda era así. Cuando en el campamento de verano cantábamos: «Él tiene todo el mundo en sus manos», Linda se tomaba las palabras al pie de la letra. Se sentía en la obligación. Pero Linda tenía un hijo, además de pareja y responsabilidades. Yo no. Por eso consideré un deber irme a vivir con él. Además, vivir en su casa resultaba agradable, era un lugar tranquilo.

Chloe, mi perra, corrió hacia mí agitando el rabo. Le rasqué la zona detrás de las orejas caídas. Aguantó un momento, pero enseguida empezó a echar ojeadas a la traílla.

—Espera un minuto —le dije.

Es una frase que no le gusta a Chloe. Por eso me miró, lo que no deja de ser meritorio porque el pelo le cubre totalmente los ojos. Chloe es una collie barbuda, una raza más parecida al perro pastor que a los otros collies que conozco. Elizabeth y yo compramos a Chloe poco después de casarnos. A Elizabeth le gustaban mucho los perros. A mí no. Me gustan ahora.

Chloe apretaba el cuerpo contra la puerta frontal. No dejaba de mirar la puerta, luego a mí y de nuevo a la puerta. Era una indicación.

Mi abuelo estaba repantigado delante del televisor, que ahora emitía un programa de entretenimiento. No se volvió hacia mí, pero no parecía tampoco que mirase el programa. Su rostro había adquirido la fijeza y palidez congelada de la muerte. Sólo cuando le cambiaban las gasas parecía que se le fundía todo aquel hieratismo. Entonces se le afinaban los labios y su expresión se distendía, se le anegaban los ojos y hasta a veces se le escapaba una lágrima. Creo que su grado máximo de lucidez se producía en el momento exacto en que ansiaba la senilidad.

Dios tiene bastante sentido del humor.

La enfermera me había dejado una nota sobre la mesa de la cocina: LLAMEALSHERIFFLOWELL.

Y debajo, garrapateado, un número de teléfono.

Sentí unos violentos latidos en la cabeza. Sufro migrañas desde la agresión. Los golpes me provocaron una fractura de cráneo y estuve cinco días hospitalizado, aunque el especialista, compañero de la facultad, cree que las migrañas son más psicológicas que fisiológicas. Tal vez tenga razón. En cualquier caso, subsiste el dolor y el remordimiento. Habría debido esquivar los golpes. Habría debido verlos venir. No habría debido dejarme caer en el agua. Y finalmente, si conseguí reunir suficiente fuerza para salvarme, ¿por qué no había hecho lo mismo para salvar a Elizabeth?

Sé que ahora todo es inútil, lo sé.

Vuelvo a leer la nota. Chloe empieza a gimotear. Levanto un dedo. Deja de gemir pero vuelve a dirigir sus miradas hacia mí y a la puerta.

Hacía ocho años que no había vuelto a saber del sheriff Lowell, pero todavía lo recordaba inclinado sobre mi cama del hospital, recordaba su rostro desconfiado y cínico.

¿Qué querría ahora después de tanto tiempo?

Cogí el teléfono y marqué el número. Una voz respondió tras la primera señal.

—Gracias, doctor Beck, por haber respondido a mi llamada.

No soy un gran admirador del servicio secreto, para mi gusto se parece demasiado al Gran Hermano. Me aclaré la garganta y me salté las cortesías.

—¿Puedo servirle en algo, sheriff?

—Me encuentro en los alrededores —dijo—. Si no tiene inconveniente, me gustaría hacerle una visita.

—¿Una visita social? —pregunté.

—No, no es eso exactamente.

Se quedó esperando a que yo dijera algo, pero no dije nada.

—¿Sería oportuno que le visitase ahora? —preguntó Lowell.

—¿Le importaría decirme de qué se trata?

—Prefiero esperar hasta...

—Pues yo preferiría que no esperase.

Sentí la tensión de mi mano en el teléfono.

—De acuerdo, doctor Beck, comprendo perfectamente —se aclaró la garganta, como si tratase de ganar tiempo—. No sé si se habrá enterado por las noticias de que se han encontrado dos cadáveres en Riley County.

No me había enterado.

—¿Y qué?

—Pues que se encontraron cerca de su propiedad.

—La propiedad no es mía. Es de mi abuelo.

—Pero él está bajo su custodia legal, ¿no?

—No —dije—. Está bajo la custodia de mi hermana.

—Entonces quizá podría avisarla. Me gustaría hablar también con ella.

—Pero los cadáveres de que me habla no se encontraron en el lago Charmaine, ¿verdad?

—En efecto, los encontramos en la propiedad vecina, la de la parte oeste. Es decir, el terreno propiedad del condado.

—¿Qué quiere saber de nosotros, pues?

Hubo una pausa.

—Mire, estaré en su casa dentro de una hora. Por favor, procure que esté también Linda, ¿de acuerdo?

Y colgó.

Los ocho años transcurridos no habían sido misericordiosos con el sheriff Lowell, aunque había que admitir que nunca había sido un Mel Gibson. Siempre había sido un tipo escuchimizado de rasgos enjutos. La punta de la nariz era protuberante en extremo y constantemente sacaba del bolsillo un pañuelo usado hasta la saciedad, lo desdoblaba con cuidado y se frotaba la nariz con él, volvía a doblarlo con el mismo cuidado y se lo volvía a meter en las profundidades del bolsillo trasero del pantalón.

Había llegado Linda. Se sentó en el sofá con el cuerpo inclinado hacia delante, dispuesta a protegerme. Así era como solía sentarse. Linda era una de esas personas que te dispensan una atención total, sin compartirla con nada más. Clavaba en ti aquellos ojos grandes y castaños y ya no podías mirar a ningún otro sitio más que a sus ojos. Reconozco que en esto soy parcial, pero no conozco a nadie tan bueno como Linda. Cursi, si se quiere, pero el solo hecho de que exista Linda hace que yo tenga esperanza en este mundo. Saber que me quiere me devuelve lo que he perdido.

Nos sentamos en la ceremoniosa salita de mis abuelos, una habitación que yo procuraba evitar por todos los medios posibles. Era rancia y lúgubre, el sofá retenía olor a viejo. Me costaba respirar cuando estaba en ella. El sheriff Lowell tardó un rato en situarse. Se sonó un par de veces más y sacó un bloc del bolsillo, se mojó el dedo y buscó hasta dar con la hoja que buscaba. Con la más amable de sus sonrisas, empezó el interrogatorio:

—¿Le importaría decirme cuándo fue la última vez que estuvo en el lago?

—El mes pasado —dijo Linda.

Pero los ojos del hombre estaban fijos en mí.

—¿Y usted, doctor Beck?

—Hace ocho años.

Asintió con un gesto, como si aquélla hubiera sido la respuesta que esperaba.

—Como le dije por teléfono, hemos encontrado dos cadáveres cerca del lago Charmaine.

—¿Los han identificado? —preguntó Linda.

—No.

—¡Qué extraño!

Lowell se quedó pensativo mientras se inclinaba hacia delante y volvía a sacar el pañuelo.

—Sabemos que son hombres, adultos y de raza blanca. Ahora estamos revisando los archivos de las personas desaparecidas. Los cadáveres son antiguos.

—¿Cuánto tiempo? —pregunté.

El sheriff Lowell volvió a buscarme los ojos.

—Sería difícil decirlo. Los médicos forenses siguen haciendo pruebas, pero creemos que llevan muertos por lo menos cinco años. Y los enterraron bien, además. No los habríamos encontrado nunca de no haberse producido un corrimiento de tierras como consecuencia de las intensísimas lluvias y de no haber aparecido un oso con el brazo de un cadáver.

Mi hermana y yo nos miramos.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó Linda.

El sheriff Lowell asintió con la cabeza.

—Sí, un cazador disparó a un oso y encontró un hueso junto al cuerpo. El oso lo tenía en la boca. Resultó que era un brazo humano. A partir de aquí iniciamos las averiguaciones. Ha sido laborioso, se lo aseguro. Todavía estamos haciendo excavaciones en la zona.

—¿Creen que puede haber más cadáveres?

—No podría asegurarlo.

Volví a sentarme. Linda seguía centrada en el asunto.

—¿Ha venido a pedirnos permiso para excavar en la zona del lago Charmaine?

—En parte, sí.

Esperamos a que añadiera algo más. Se aclaró la garganta y volvió a mirarme.

—Doctor Beck, si no me equivoco, usted pertenece al grupo sanguíneo B positivo, ¿verdad?

Abrí la boca, pero Linda me puso una mano protectora en la rodilla.

—¿Se puede saber qué tiene que ver eso con el caso? —preguntó.

—Hemos encontrado otras cosas —dijo Lowell—. En el sitio donde estaban enterrados.

—¿Qué cosas?

—Lo siento pero es confidencial.

—Entonces váyase al cuerno —dije.

Lowell no pareció particularmente sorprendido ante mi salida de tono.

—Lo único que quiero es tratar de...

—Ya se lo he dicho, váyase.

El sheriff Lowell no se movió de su sitio.

—Sé que el asesino de su esposa compareció ante la justicia —dijo— y sé que debe de ser muy doloroso para usted tener que remover todas estas cosas.

—No quiera protegerme —dije.

—No es mi intención.

—Hace ocho años usted creía que yo la había matado.

—Eso no es verdad. Usted era su marido. En casos como éste, las probabilidades de que un miembro de la familia esté involucrado...

—Si no hubiera perdido tanto tiempo con aquel tipejo, quizá la habría encontrado antes... —me eché hacia atrás, sentí que me ahogaba.

Salí. ¡Maldito hombre! Linda salió corriendo detrás de mí, pero yo no me detuve.

—Mi deber era agotar todas las posibilidades —continuó con su monótona cantilena—. Las autoridades federales nos secundaban. Incluso su suegro y el hermano de él estaban al tanto de todas las novedades. Nosotros hicimos todo cuanto estaba en nuestra mano.

No podía soportar ni una palabra más.

—¿Qué demonios quiere, Lowell?

Se levantó y se arregló los pantalones sobre la tripa. Creo que quería aprovechar la ventaja que le daba la estatura. Seguramente para intimidarme.

—Una muestra de sangre —dijo—. De hecho, de su sangre.

—¿Por qué?

—Cuando secuestraron a su esposa, también lo atacaron a usted.

—¿A qué viene eso?

—Lo atacaron con un objeto de punta roma.

—Es cosa sabida.

—Sí —dijo Lowell. Volvió a sonarse, se metió el pañuelo en el bolsillo y empezó a pasearse de un lado a otro—. Cuando encontramos los cadáveres, encontramos también un bate de béisbol.

Volví a sentir aquel latido doloroso dentro justo de la cabeza.

—¿Un bate?

Lowell asintió.

—Enterrado junto con los cadáveres. Un bate de madera.

—No entiendo qué tiene que ver esto con mi hermano —intervino Linda.

—El bate tenía manchas de sangre seca. Hemos descubierto que pertenece al grupo B positivo —volvió la cabeza hacia mí—. Su mismo grupo, doctor Beck.

Una vez más, volvíamos sobre lo mismo. El aniversario de la inscripción en el árbol, el baño en el lago, el ruido de la puerta de un coche, mi frenética carrera hasta la orilla.

—¿Recuerda haber caído en el lago? —me preguntó Lowell.

—Sí.

—¿Y haber oído gritar a su mujer?

—Sí.

—¿Y luego se desmayó? ¿Y se cayó en el agua?

Asentí con la cabeza.

—¿Qué profundidad diría usted que tiene el lago? Me estoy refiriendo al lugar donde usted cayó.

—¿No la comprobaron hace ocho años? —pregunté.

—Sea indulgente conmigo, doctor Beck.

—No lo sé. Es profundo.

—¿No se hace pie?

—No.

—Muy bien. ¿Qué recuerda de lo ocurrido después?

—El hospital —dije.

—¿No recuerda nada entre el momento en que cayó al agua y el momento en que se despertó en el hospital?

—Nada en absoluto.

—¿No recuerda haber salido del agua? ¿No recuerda haberse acercado a la cabina ni haber llamado a una ambulancia? Sin embargo, lo hizo, ¿sabe? Lo encontramos tendido en el suelo de la cabina. El teléfono seguía descolgado.

—Lo sé, pero no consigo recordarlo.

Linda tomó la palabra.

—¿Cree usted que estos dos hombres son otras víctimas de... —titubeó— ... de KillRoy?

Lo dijo con un hilo de voz. KillRoy. Su solo nombre inundó de frío la habitación.

Lowell tosió dentro del puño.

—No lo sabemos con seguridad, señora. Las víctimas de KillRoy son siempre mujeres. No nos consta que hubiera escondido nunca un cadáver... por lo menos no tenemos conocimiento de ningún caso. Y como la piel de esos dos hombres está descompuesta tampoco podemos asegurar si fueron marcados o no.

«Marcados...» La cabeza había empezado a darme vueltas. Cerré los ojos y me esforcé en no oír nada más.

3

Al día siguiente, por la mañana, volé a mi despacho. Llegué dos horas antes de la hora programada para mi primer paciente. Me lancé al ordenador, busqué el extraño mensaje electrónico que había recibido y pulsé el hipervínculo. De nuevo apareció un error. En realidad, no fue para mí ninguna sorpresa. Me quedé mirando fijamente el mensaje y lo leí una y otra vez buscando en él algún significado oculto. Pero no lo encontré.

Anoche me sacaron sangre. Tardarán semanas en obtener el resultado de la prueba del adn, pero el sheriff Lowell dijo que habría un resultado preliminar. Traté de sacarle más datos, pero no abrió la boca. Sabía que nos ocultaba algo, pero no tenía idea de lo que podía ser.

Sentado en la sala de reconocimiento y mientras esperaba a mi primer paciente, estuve rememorando la visita de Lowell. Pensé en los dos cadáveres que habían encontrado. Y en el bate de madera ensangrentado. Y hasta me permití pensar en las marcas.

El cadáver de Elizabeth fue hallado en la carretera 80 cinco días después del secuestro. El forense dictaminó que llevaba dos días muerta, lo que significaba que había estado tres días viva con Elroy Kellerton, alias KillRoy. ¡Tres días sola con un monstruo! Tres amaneceres y tres atardeceres aterrada en la oscuridad y sometida a terribles sufrimientos. Hago enormes esfuerzos para no pensar. Hay lugares de la mente que no deben visitarse, bastante presentes se hacen.

Tres semanas más tarde detuvieron a KillRoy. Confesó que había matado a catorce mujeres, una lista que se iniciaba con una colegiala de Ann Arbor y terminaba con una prostituta del Bronx. Las catorce mujeres se encontraron tiradas a un lado de la carretera, como si fuesen basura. Todas llevaban marcada la letra K. Como cabezas de ganado. En otras palabras, Elroy Kellerton cogió un atizador de metal, lo puso a calentar al fuego —para lo cual se protegió la mano con un mitón— hasta que estuvo al rojo vivo y después quemó con él la suavísima piel de mi Elizabeth, que emitió un sibilante siseo.

Mi mente se extravió por extraños vericuetos y comenzaron a fluir las imágenes. Cerré con fuerza los ojos y quise apartarlas. Pero el procedimiento no surtió efecto. Dicho sea de paso, el asesino sigue vivo. Me refiero a KillRoy. Gracias al procedimiento de apelación, ese monstruo tiene la oportunidad de respirar, leer, hablar, conceder entrevistas a la CNN, recibir visitas de benefactores, sonreír. Y mientras tanto sus víctimas se pudren bajo tierra. Como ya he dicho, Dios tiene sentido del humor.

Me eché agua fría en la cara y me miré en el espejo. Mi aspecto era espantoso. Los pacientes empezaron a llegar a las nueve en punto. Eso me distrajo, por supuesto. Mantuve un ojo en el reloj de la pared, esperando que llegase «la hora del beso», las seis y cuarto. Las manecillas avanzaban penosamente, como si estuviesen empapadas en un jarabe espeso.

Me sumergí en mis pacientes. Siempre he tenido esta capacidad. Cuando era pequeño, podía estudiar horas y horas. Ya médico, consigo abstraerme en mi trabajo. Fue lo que hice después de la muerte de Elizabeth. Algunos me dicen que mi trabajo me sirve de evasión, que he optado por trabajar en lugar de vivir. Pero a ese tópico respondo con una simple frase: «Es su punto de vista».

A mediodía me zampé un bocadillo de jamón y una Coca-Cola light y vi a algunos pacientes más. El año pasado un niño de ocho años hizo ochenta visitas a un quiropráctico para una «alineación de la columna vertebral». Al niño ni siquiera le dolía la espalda. Se trataba simplemente de una estafa urdida por varios quiroprácticos de la zona. Suelen regalar un televisor o un vídeo a los padres si les llevan a sus hijos a la consulta, lo que les permite facturar las visitas a la asistencia pública sanitaria.

Ésta es un servicio maravilloso y necesario, del que sin embargo se abusa tanto como abusa Don King de los teloneros. Una vez llevaron en ambulancia al hospital a un chico de dieciséis años porque había sufrido quemaduras de sol leves. ¿Por qué una ambulancia y no un taxi o el metro? Su madre me dio la explicación: de utilizar el taxi o el metro habría tenido que pagarlos de su bolsillo y esperar a que el gobierno le reembolsara el dinero, mientras que la asistencia sanitaria pública, Medicaid, pagaba la ambulancia sin rechistar.

A las cinco de la tarde me despedí del último paciente. El personal auxiliar termina su trabajo a las cinco y media. Esperé a que el despacho estuviese vacío para sentarme delante del ordenador. Los teléfonos de la clínica seguían sonando como una música de fondo. Después de las cinco y media hay un contestador que se encarga de responder a las llamadas y que ofrece varias opciones a la persona que ha marcado el número, pero, por alguna razón que ignoro, el contestador no se dispara hasta la décima señal. El ruido es enloquecedor.

Bajé el correo, busqué el mensaje y volví a pulsar en el hipervínculo. Siguió sin aparecer nada. Me quedé pensando en aquel extraño mensaje y en los cadáveres. Tenía que existir alguna relación. Mis pensamientos seguían dando vueltas a aquel hecho en apariencia sencillo. Comencé a barajar posibilidades.

Posibilidad uno: aquellos dos cadáveres eran víctimas de KillRoy. Aunque sus otras víctimas eran mujeres y había sido fácil encontrar los cadáveres, esto no le impedía ser el autor de otro tipo de muertes.