Obras de sor Juana Inés de la Cruz - Sor Juana Inés de la Cruz - E-Book

Obras de sor Juana Inés de la Cruz E-Book

Sor Juana Inés de la Cruz

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Beschreibung

Sor Juana Inés de la Cruz, nació entre 1648 y 1651 en México, conocido en la época como Nueva España. Murió el 17 de abril de 1695 víctima del tifus. Amante de su libertad y del estudio, y sin inclinación hacia el matrimonio, en 1667 ingresó en un convento de las Carmelitas descalzas de México. Pronto lo abandonó por problemas de salud. Ingresó finalmente en un convento de la Orden de San Jerónimo, donde vivió el resto de su vida. En esta orden Sor Juana tuvo la posibilidad de continuar sus estudios. Hizo investigaciones científicas, escribió diversos textos, compuso canciones, obras teatro, recibió visitas de amigos y tuvo tertulias con otros intelectuales y poetas, entre otras diversas actividades. En su celda, incluso, llegó a crear una importante biblioteca. Octavio Paz afirmaba que Sor Juana Inés se hizo monja para poder pensar. Y, teniendo en cuenta las palabras Sor Juana Inés de la Cruz, puede que sea cierto. «Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros.» Su erudición de carácter enciclopédico abarcaba tanto la retórica y la literatura como la teología o las matemáticas y las ciencias. En literatura, se le considera una auténtica representante del Barroco tardío español. Su obra literaria comprende - sonetos, - redondillas, - décimas, - romances, - glosas, - endechas, - liras, - poemas de amor, - obras de teatro (Los empeños de una casa y Amor es más laberinto) - y algún escrito en prosa.La presente antología de Obras de Sor Juana Inés de la Cruz contiene sonetos, redondillas, romances, endechas y liras de la autora.

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Sor Juana Inés de la Cruz

Obras

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Obras.

© 2024, Red ediciones.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-057-4.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-621-5.

ISBN ebook: 978-84-9953-777-1.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La vida 11

La décima musa de México sor Juana Inés de la Cruz Karl Vossler 13

Sonetos 37

I. Procura desmentir los elogios que a un retrato de la poetisa inscribió la verdad, que llama pasión 39

II. Quéjase de la suerte: insinúa su aversión a los vicios y justifica su divertimiento a las Musas 41

III. Muestra sentir que la baldonen por los aplausos de su habilidad 43

IV. Cadena por crueldad disimulada el alivio que la esperanza da 45

V. En que da moral censura a una rosa, y en ella a sus semejantes 47

VI. Muestra se debe escoger antes morir que exponerse a los ultrajes de la vejez 49

VII. Contiene una fantasía contenta con amar decente 51

VIII. En que satisfaga un recelo con la retórica del llanto 53

IX. Efectos muy penosos de amor, y que no por grandes igualan con las prendas de quien le causa 55

X. No quiero pasar por olvido lo descuidado 57

XI. Prosigue el mismo pesar y dice que aún no se debe aborrecer tan indigno sujeto, por no tenerle aún así cerca del corazón 59

XII. De amor, puesto antes en sujeto indigno, es enmienda blasonar del arrepentimiento 61

XIII. Un celoso refiere el común pesar, que todos padecen, y advierte a la causa el fin que puede tener la lucha de afectos encontrados 63

XIV. Que consuela un celoso epilogando la serie de los amores 65

XV. De una reflexión cuerda con que mitiga el dolor de una pasión 67

XVI. Solo con aguda ingeniosidad esfuerza el dictamen de que sea la ausencia mayor mal que los celos 69

XVII. Resuelve la cuestión de cuál sea pesar más molesto en encontradas correspondencias: amar o aborrecer 71

XVIII. Prosigue el mismo asunto y determina que prevalezca la razón contra el gusto 73

XIX. Continúa el asunto y aun le expresa con más viva elegancia 75

XX. Enseña cómo un solo empleo en amar es razón y conveniencia 77

XXI. Alaba con especial acierto el de un músico primoroso 79

XXII. Contrapone el amor al fuego material y quiere achacar remisiones a éste, con ocasión de contar el suceso de Porcia 81

XXIII. Engrandece el hecho de Lucrecia 83

XXIV. Nueva alabanza del mismo hecho 85

XXV. Refiere con ajuste la tragedia de Píramo y Tisbe 87

XXVI. Convaleciente de una enfermedad grave, discreta con la señora virreina, marquesa de Mancera, atribuyendo a su mucho amor aún su mejoría en morir 89

XXVII. En la muerte de la excelentísima señora marquesa de Mancera (1674) 91

XXVIII. A lo mismo 93

XXIX. A la esperanza, escrito en uno de sus retratos 95

XXX. Atribuido a la poetisa 97

Redondillas 99

I. Que responde a un caballero que dijo ponerse hermosa la mujer con querer bien 101

II. En que describe racionalmente los efectos irracionales del Amor 103

III. Arguye de inconsecuencia el gusto y la censura de los hombres, que en las mujeres acusan lo que acusan 109

IV. Enseña modo con que la Hermosura, solicitada de amor importuno, pueda quedarse fuera de él, con entereza tan cortés que haga bienquisto hasta el mismo desaire 113

Romances 117

I. Romance que resuelve con ingenuidad sobre problemas entre las instancias de la obligación y el afecto 119

II. Acusa la hidropesía de mucha ciencia, que teme inútil, aun para saber, y nociva para vivir 125

III. Discurre, con ingenuidad ingeniosa, sobre la pasión de los celos. Muestra que su desorden es senda única para hallar al amor y contradice un problema de don José Montoro, uno de los más célebres poetas de este siglo 132

IV. Romance que en sentidos afectos produce el dolor de una ausencia 145

V. En que expresa los efectos del Amor Divino, y propone morir amante, a pesar de todo riesgo 150

VI. Al mismo intento 154

VII. A Cristo Sacramentado, día de comunión 156

Pinta la proporción hermosa de la excelentísima señora condesa de Paredes, con otra de cuidados, elegantes esdrújulos, que aún le remite desde México a su excelencia 158

Endechas 161

I. Que expresan cultos conceptos de afecto singular 163

II. Que explican un ingenioso sentir de ausente y desdeñado 166

III. Consuelos seguros en el desengaño 169

IV. Demostrando afectos de un favorecido que se ausenta 171

V. Que prorrumpen en las voces de dolor al despedirse por una ausencia 173

VI. Que discurren fantasías tristes de un ausente 177

Liras 181

I. Expresa el sentimiento que padece una mujer amante de su marido muerto 183

II. Que expresa sentimiento de ausente 187

Glosa. Exhorta a conocer los bienes frágiles Presto celos llorarás 191

Décimas 193

Esmera su respetuoso amor, habla con el retrato, y no calla con él, dos veces dueño 195

Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz 199

Libros a la carta 241

Brevísima presentación

La vida

Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695). México.

Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, nació el 12 de noviembre de 1651 en San Miguel de Nepantla, Amecameca. Era hija de padre vasco y madre mexicana.

Empezó a escribir a los ocho de edad una loa al Santísimo Sacramento. Aprendió latín en veinte lecciones, que le dictó el bachiller Martín de Olivas y a los dieciséis años ingresó en el Convento de Santa Teresa la Antigua y posteriormente en el de San Jerónimo.

En plena madurez literaria, criticó un sermón del padre Vieyra. Ello provocó que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, le pidiera que abandonase la literatura y se dedicase por entero a la religión. Sor Juana se defendió en una epístola autobiográfica, en la que enarboló los derechos de la mujer y en su Respuesta a sor Filotea. No obstante, obedeció y renunció a su enorme su biblioteca, sus útiles científicos y sus instrumentos musicales. Murió el 17 de abril de 1695.

La décima musa de México sor Juana Inés de la Cruz1Karl Vossler

En la época de descenso de una cultura, aparecen, con más frecuencia que en otros tiempos, personalidades que aunque brillan —es verdad— ya no realizan nada decisivo. Son como un juego de colores en el cielo nocturno, irretenible extremidad en su transfiguración. Así aparece, a fines del siglo XVII, el español, excepcionalmente rico en tales figuras de un encanto crepuscular. Calderón de la Barca, puede valorizarse como el más grande de esta índole. Su fuerza luminosa se refleja aun en el despertar de la España actual. Menos fuerte y menos conocida —en el sentido de la historia del espíritu— rara, sumamente instructiva, se me aparece, a su lado, la poesía de la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. Su cultura teológica y literaria; su arte todo, pertenecen al barroco español y revelan lo afectado, el rasgo marchito de tardíos tiempos; no obstante, en su modo de vivir, resuelto, y en el afán infatigable de querer comunicarse, se siente la frescura juvenil de la altiplanicie mexicana. En la falda de los dos grandes volcanes, la «Montaña Humeante» y la «Mujer Blanca» —Popocatépetl e Iztaccíhuatl— en una alquería de cierta importancia, llamada San Miguel de Nepantla, a 60 kilómetros de la capital, nació en la noche del 12 de noviembre de 1651 Juana Inés, segunda hija del marino don Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, quien había llegado un año antes, de Vergara, pequeña ciudad vasca, y contraído matrimonio con doña Isabel Ramírez de Santillana, una criolla mexicana. Juana Inés adoptó —en vez del apellido paterno, Asbaje— el de su madre, Ramírez, porque así se mostraba como más mexicana; lo que tenía que significar, en su recepción en escuelas y conventos, cierta ventaja sobre los hijos de los gachupines. Fue una niña prodigio; ella misma nos cuenta, con presumida modestia, en su larga carta del 1.° de marzo de 1691, a Sor Filotea, es decir, al obispo don Manuel Fernández de Santa Cruz, oculto bajo ese nombre de hermana, los más extraños actos de su sed de saber. A los tres años, afirma haber aprendido a leer y escribir, a escondidas de su madre. Renuncia al placer de comer queso, aunque le gustaba mucho, porque oyó decir que comiéndolo, se volvería tonta. A los ocho años —según nos cuenta el padre jesuita Diego Calleja— compuso una loa: drama religioso, en ocasión de una fiesta del culto en la vecina población de Amecameca. El sueño de su infancia fue estudiar en la Universidad, en traje de hombre. Mantiene a sus padres intranquilos, hasta que la envían a la capital, al lado de su abuelo, cuya biblioteca, sin cuidarse de seleccionarla, devora íntegra, aprende latín con violento afán; corta sus hermosos cabellos castaños, para sujetarse a un más rápido dominio de la gramática: «pues me parece inconveniente —escribe en aquella carta— que una cabeza vacía lleve adorno tan rico». Muy pronto llegan hasta oídos del virrey, marqués de Mancera, los rumores de su belleza extraordinaria, de sus aspiraciones y facultades; y a los trece años es recibida en la Corte, como dama de compañía de la virreina. Un día, para investigar de qué índole es su saber —un aprendizaje o una revelación— cuarenta eruditos la someten a un examen riguroso de preguntas, respuestas y contrapruebas. Se defendía más o menos —palabras textuales del virrey— como una galera real en medio de un tropel de chalupas. En la brillante Corte exageradora del estilo colonial, hasta la fanfarronería —tenía que suceder— los artistas la elogiaban y los galantes caballeros la cortejaban, perseguían y asediaban. Tampoco están excluidos de su vida los desengaños de amoríos y las vanidades. De todo esto encontramos vestigios en los versos de Juana, los cuales se deben interpretar, con respecto a su vida, con la más grande reserva. «Para la total negación que tenía al matrimonio» —decía— el camino del convento era el único conveniente. Antes de cumplir los dieciséis años —14 de agosto de 1667— entra como religiosa corista en el convento de San José, que entonces pertenecía a la Orden de los Carmelitas descalzos. Su salud, insuficiente para soportar los requisitos del convento, la obligó a retornar, después de tres meses, al engranaje mundanal; enseguida, a exhortación de su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, el 24 de febrero de 1669, en presencia de la Corte Virreinal, del alto clero, y del mundo distinguido, toma el velo de la hermandad del divino Jerónimo, en un convento —hermoso edificio— en la periferia, al sur de la ciudad. Importantes visitas, pláticas intelectuales, conversaciones literarias, representaciones dramáticas y musicales, ante un público urbano selecto, no son excepciones en la Sala de Audiencias de las religiosas del convento. Allí resplandece la gracia de Sor Juana, serena y espiritual, a tal grado, que su severo confesor, al correr de los años, llegó a sentir escrúpulos progresivamente. Cuando en el año de 1680, un nuevo virrey, el conde de Paredes, hace su entrada triunfal a México, con su esposa María Luisa de Gonzaga, Sor Juana fue escogida por el Cabildo de la Iglesia Metropolitana, para idear un arco triunfal con figuras, cuadros místicos y alegóricos; inscripciones, sentencias latinas y españolas. Cumple con su comisión, glorificando al nuevo mandatario como Neptuno [Neptune]; con una pompa inmensa, erudición y lisonjas cortesanas, fundando esta identificación tan sutil con muchas citas altisonantes: «Un hijo de Saturno [Saturn], qué otra cosa puede significar que haber surgido del tronco de la dinastía española, de la cual han nacido tantas divinidades terrenales». El arco, dividido en tres alas de 30 varas de alto por 16 de ancho, ornado de columnas, estatuas, máscaras y ocho cuadros, se erigió en el portal oeste de la magnífica catedral, terminada apenas doce años antes y cuya construcción duró un siglo. La poetisa recibió, por su colaboración, un presente monetario y expresó su agradecimiento, graciosamente, en cuatro décimas. Apenas había una fiesta en las iglesias y conventos de México, Puebla y Oaxaca; o en la Universidad; apenas se festejaban el cumpleaños de los Reyes de la Vieja y de la Nueva España; apenas se quiere rendir homenaje a los príncipes de la iglesia; apenas hay una ordenación o toma de hábitos, se solicita que Sor Juana contribuya con versos e interpretaciones dramáticas, melodramáticas, para la glorificación. Ella se expresa siempre con bullente plenitud: el verso fluye más fácilmente de su pluma que la prosa. Puede —dice ella— aplicársele las palabras de Ovidio: «Quidquid conabar dicere versus erat»; y que no se había visto jamás, suya, una sola «copla indecente». «Tampoco he compuesto nunca de propia voluntad, sino siempre a ruegos o a encargo de otros y únicamente puedo recordar de algunas pocas cosas que escribí de propio impulso: la intitulada “El Sueño”» (III-S-54). Este poema del sueño es, como veremos, una obra maestra. Pero este espíritu hábil, sin embargo, no alcanzaba la virtuosidad de un Lope de Vega, no se ajustaba de ningún modo a su lírica impersonal —personal—. Sor Juana tuvo, además, una ansia de aprender, una dicha de saber; y fue aguda, de una casi impertinente inteligencia. Un rasgo racionalista pasa por su pensamiento, el cual , para llegar a ser peligroso, le falta tan solo perseverancia y método. También se lamenta de cómo la vida conventual penetra en su espíritu, interrumpiéndola diversamente. Cuando una abadesa severa o el médico le prohiben los estudios, ella se vuelve todavía más nerviosa. Además, tiene a su cargo, como se deduce por la inscripción de uno de sus retratos, durante nueve años, la contaduría del convento, la cual desempeña a veces —como se dice— aun con varias heroicas operaciones. También fue administradora del archivo. La elección de Abadesa —es verdad— la declinó dos veces. Como no fue ella quien hizo imprimir sus trabajos y como, con la indolencia castiza española, le gustaba hacerse suplicar y hostigar, muchos de ellos se han perdido, entre otros: Un compendio de armonía musical, El Caracol. En el resto se basa en la teoría de Guido de Arezzo, así podremos notarlo en su «festspiel» —pieza escrita al cumpleaños de la condesa Elvira de Galve, virreina desde 1668—. En esta pieza, la Dama Música, rodeada de las voces tónicas: Ut, Re, Mi, Fa, Sol, La, anuncia, entre otras cosas, una ampliación sinestésica de la teoría armónica. Así riega ella a los pies de la princesa, los filosofemas, mezclados de juegos de palabras, de conceptos y homenajes cortesanos. Sin plan, infatigable autodidacta, casi se podría decir: insaciable filibustera, se agarra violentamente a su saber y así lo restituye en cualquier ocasión. Nada didáctico para lucirse, sino ante todo, para alegrar, consolar y sorprender y, si era necesario, asombrar. Amaba todas las ciencias con una fresca manera femenina como se aman delicias y aventuras y expresaba lo que sentía. Probablemente este significado tiene, más o menos, su escrito sobre El equilibrio moral, un tratado —según parece— substraído desde 1847, con otros manuscritos, por un general norteamericano, en Washington, extraviados desde entonces. Para comprender el interés y la apasionada ardorosidad con que Sor Juana emprende su carecía de extrañas asociaciones de ideas, a través de libros, no es suficiente pensar en la ostentación del saber y la polimática del barroco, en boga por toda Europa y, sobre todo, en las Compañías de Jesús, en las postrimerías del siglo XVII, para cuya satisfacción se confeccionaban numerosas enciclopedias. Hay que tomar en consideración que Sor Juana vivió en un país colonial, alejada de las bibliotecas europeas, en donde no había absolutamente ningún interés por los estudios femeninos, y las personas más allegadas a ella, como sus padres, monjas, superiores y, sobre todo, su confesor severo —aunque excelente—, iban poniendo siempre nuevos obstáculos, cada vez mayores, a su avidez de instruirse, aumentándola. Por otra parte, llegaban a su celda, de la Corte Mexicana, así como de todos los círculos intelectuales europeos e hispanoamericanos, elogios, obsequios, invitaciones para correspondencias literarias y otras muestras de admiración. Ella debía tener la impresión de sí misma que era un pájaro milagroso, prisionero, cuyo vuelo temblaba hacia la lejanía. La fama de su belleza aumentaba la de sus conocimientos y facultades. Para unos llega a ser un «Fénix»; para otros, un escándalo. El padre Antonio, quien tenía temores respecto de la salvación de su alma, parece haber dicho: Dios no podía haber enviado un azote más grande al país, dejando a Juana Inés en el mundo mundano. Más tarde, cuando ya había vivido y servido largos años en el claustro, sin poder renunciar a la ciencia y a las artes, le retiró su asistencia espiritual, dejándola sufrir dos años, bajo la presión de su silencio desaprobador. Cometió su más grande audacia —no a nuestros ojos, sino a los de entonces—, en el año de 1690, con su crítica a uno de los sermones del padre jesuita Antonio Vieyra (1608-1697), célebre por sus prédicas en aquel tiempo, en todo el círculo cultural hispano-portugués. Juana había escrito su crítica a petición de un caballero muy considerado, y es sabido que no fue ella, sino el obispo de Puebla, quien mandó imprimir la controversia, sin miramientos, a pesar de su estimación por Vieyra. La manera fina, agresiva, meditada, y casi apasionada como descubría los sofismas ingeniosos del padre y los contestaba metódicamente, suscita grande sensación; y entre los teólogos y jesuitas, cierta perplejidad y aun descontento, pues se trataba nada menos de las «mayores fuerzas de Cristo»; es decir, de lo que constituían en realidad, las mayores pruebas de amor del Salvador hacia la humanidad. El hecho de que una monja pudiera rivalizar con el maestro de los predicadores, el grande misionero brasileño, confesor del rey de Portugal y de la reina Cristina de Suecia, y que aun llevara ventaja en el tema, era inaudito. Aunque los objeciones no faltan, no queremos entrar en los detalles teológicos de la polémica, sino acentuar solamente el punto principal. Sor Juana defendía, súbita, tan ortodoxa como decididamente, los límites entre Dios y el hombre; la diferencia entre amor divino y humano, rehusando cualquier mezcla mística o conceptista. Este hecho es fundamental para comprender su personalidad y su poesía. No se debe tomar a Sor Juana, como sucede frecuentemente, como una visionaria. En su profesión de fe, ortodoxa; en su idea, clara y segura; en la norma de su vida, pura y fiel a su deber, recorría su difícil camino. En las postrimerías del siglo XVII sobrevinieron años tristes y tormentosos en el país. En el Norte se levantaban los indios, aniquilando o dispersando las misiones cristianas. Piratas en la costa, insurgentes en el interior y pronto también en la capital, esparcían fieros rumores de inseguridad. El tráfico se estancaba, las carreteras se enfangaban, la carestía se generalizaba; los indígenas, desesperados, volvían a inmolar víctimas humanas a sus viejos dioses. El virrey conde de Gálvez, inseguro de su vida, abandonaba el Palacio, atropellado por la muchedumbre, escondiéndose en el convento de San Francisco. El 8 de junio de 1692, los edificios del Cabildo y del Archivo del Estado se incendiaban. Cruel y sanguinariamente se reprimió la rebelión. En el ardiente verano de ese año se podían ver diariamente flagelaciones públicas, degollaciones, procesiones expiatorias, pasando frente a las iglesias cerradas. Las enfermedades se propagaban, cortejos fúnebres interminables pululaban a través de la ciudad, y muchos de los admiradores, amigos, hermanos conventuales y parientes de Sor Juana, perecían. No era extraordinario que bajo tales impresiones, renunciara a toda fruslería exterior; a sus estudios, joyas, figulinas, y regalos con los cuales la sociedad cortesana la había colmado; y aun al más amado consuelo de su celda, su «quita pesares», es decir, su biblioteca compuesta de 4.000 volúmenes; sus instrumentos astronómicos y musicales, todo eso lo entregó al obispo de México, para que lo vendiera y repartiera entre los pobres el importe recolectado. Se castigaba tan duramente que el confesor tenía que aconsejarle moderación. Cuando la peste surge en el convento, se dedica al cuidado de los enfermos, hasta que ella misma sucumbió en la mañana del 17 de abril de 1695. Conservamos de ella tres retratos, en técnica distinta. Muestran una cara franca, regular y fina, siempre en el hábito de su orden, con libros y utensilios de escribir; ora sedente, ora de pie, de medio cuerpo o en la gracia de su esbelta figura. En el cuadro del Museo Provincial de Toledo, copia hecha en México en 1772, se lee un soneto que no se encuentra en sus obras impresas, pero que expresa perfectamente, si no nos engañamos, el ambiente de los últimos años de su vida y la conciencia clara de su renunciamiento. ¿Si la renuncia a toda esperanza terrenal era, en realidad tan decidida, podía serlo en un espíritu claro y móvil, como el de Sor Juana? ¿No hubiera permanecido a su lado, por lo menos la hermana menor de la esperanza —como Goethe la llamaba— la fantasía? En el escritorio de la finada se encontraba todavía inconcluso, un largo romance a las insuperables plumas europeas que habían alabado, sobremanera, sus obras. (III-S-157 H.) Mitad lisonjeada, mitad divertida, amonesta a sus admiradores: ella es una mujer ignorante, de estudios desordenados y pocas capacidades; ¿acaso los condimentos de su tierra habían regado un perfume mágico en sus versos? Esta glorificación es para ella perturbadora y avergonzante, porque seguramente va dirigida a una imagen ideal en la cual la habían convertido los intelectuales europeos, o aún más; se dirigía tan solo al bello sexo, siendo una galantería espiritual, etc. La idea de su gloria literaria la preocupaba mucho en su celda y era para ella como un cosquilleo siempre renovado; en parte agradable, en parte molesto. De un modo asaz espiritual y coqueto, bromea a propósito en un romance a un extraño caballero quien, inspirado en su gran poema del sueño, la había saludado como al fénix de los poetas; igualmente, en otro romance al poeta peruano don Luis Antonio de Oviedo y Herrera, conde de la Granja, así como en la comedia Los empeños de una casa