Obras - Gustavo Adolfo Bécquer - E-Book

Beschreibung

Gustavo Adolfo Bécquer, uno de los más grandes poetas y narradores romántica españoles del siglo XIX, nos dejó una obra literaria que trasciende su época. Bécquer escribió poemas, relatos y cartas literarias. La presente edición incluye su "Leyendas", relatos que mezclan lo sobrenatural con lo cotidiano, lo histórico con lo mítico. Historias como "Maese Pérez el Organista", "Los ojos verdes" y "El Monte de las Ánimas" son narraciones intrigantes, que ofrecen además un vistazo a las creencias y tradiciones de la época. La exploración de lo místico llevada a cabo por Bécquer se extiende incluso más allá de las fronteras españolas con "El caudillo de las manos rojas", una tradición india, y "Creed en Dios", una cantiga provenzal. En cada uno de estos relatos, Bécquer destila una mezcla de horror gótico, romanticismo y, en algunos casos, una crítica social velada, que hacen de su obra un referente del género. En el apartado de "Cartas literarias" aquí incluidas, la serie "Desde mi celda" es una introspección en la mente del autor. Estas cartas interesan por su contenido explícitamente literario, y también por la forma en que revelan la personalidad, las preocupaciones y las ambiciones de Bécquer. Están llenas de observaciones agudas sobre la vida y la naturaleza humana, y disecciona el mundo interior del autor. Este volumen también incluye una rica selección de poesía, con temas que varían desde el amor hasta la creación y la naturaleza. Poemas como "La creación" y "Poema indio" demuestran su habilidad para jugar con las palabras y las imágenes, creando versos que son tanto emotivos como estéticamente impresionantes. La obra de Gustavo Adolfo Bécquer es de lo mejor del romanticismo español y una muestra brillante de la versatilidad literaria del escritor.

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Gustavo Adolfo Bécquer

Obras

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Obras.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-723-6.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-382-7.

ISBN ebook: 978-84-9642-838-6.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

Introducción 11

Leyendas 15

La creación 15

Maese Pérez el Organista 23

Los ojos verdes 41

La ajorca de oro 50

El caudillo de las manos rojas 58

Canto primero 58

Canto segundo 62

Canto tercero 69

Canto cuarto 77

Canto quinto 86

Canto sexto 95

El rayo de Luna 99

La cruz del diablo 111

Tres fechas 132

El Cristo de la calavera 153

La corza blanca 165

La rosa de pasión 187

Creed en Dios 197

La promesa 211

El beso 224

El Monte de las Ánimas 240

La cueva de la mora 249

El gnomo 256

El miserere 273

La arquitectura árabe en Toledo 285

¡Es raro! 293

Las hojas secas 304

La mujer de piedra 309

Cartas literarias 321

Carta primera 321

Carta segunda 338

Carta tercera 348

Carta cuarta 360

Carta quinta 369

Carta sexta 379

Carta séptima 393

Carta octava 407

Carta novena 420

Libros a la carta 433

Brevísima presentación

Gustavo Adolfo Bécquer, uno de los más grandes poetas y narradores españoles del siglo XIX, nos dejó una obra literaria que trasciende tiempo y espacio. Bécquer escribió poemas, relatos y cartas literarias, que son un tesoro de la literatura romántica hispana.

La presente edición incluye las «Leyendas», una de las secciones más conocidas de su obra, son relatos que mezclan lo sobrenatural con lo cotidiano, lo histórico con lo mítico. Historias como «Maese Pérez el Organista», «Los ojos verdes» y «El Monte de las Ánimas» son narraciones intrigantes, que ofrecen además un vistazo a las creencias y tradiciones de la época.

La exploración de lo místico llevada a cabo por Bécquer se extiende incluso más allá de las fronteras españolas con «El caudillo de las manos rojas», una tradición india, y «Creed en Dios», una cantiga provenzal. En cada uno de estos relatos, Bécquer destila una mezcla de horror gótico, romanticismo y, en algunos casos, una crítica social velada, que juntas hacen de su obra un referente del género.

En el apartado de «Cartas literarias» aquí incluidas, la serie «Desde mi celda» es una introspección profunda en la mente del autor. Estas cartas interesan por su contenido explícitamente literario, y también por la forma en que revelan la personalidad, las preocupaciones y las ambiciones de Bécquer. Están llenas de observaciones agudas sobre la vida y la naturaleza humana, y disecciona el mundo interior del autor.

Este volumen también incluye una rica selección de poesía, con temas que varían desde el amor hasta la creación y la naturaleza. Poemas como «La creación» y «Poema indio» demuestran su habilidad para jugar con las palabras y las imágenes, creando versos que son tanto emotivos como estéticamente impresionantes.

La obra de Gustavo Adolfo Bécquer es un compendio de lo mejor del romanticismo español y una muestra brillante de la versatilidad literaria del escritor.

Introducción

Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.

Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a dar forma.

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del Sol en flores y frutos.

Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas hay que ponerles punto.

El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.

¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.

No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.

Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por el aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el flat lux que separa la claridad de las sombras.

No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.

Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron, en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.

Junio de 1868.

Leyendas

La creación

Poema indio

I

Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.

Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del viajero.

En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.

El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro.

II

El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes.

No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan disparates sobre disparates acerca de su origen.

Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de pasar tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo, y con los índices levantados hacia el firmamento.

III

Brahma es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni tendrá fin.

Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.

Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos de una de sus cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba todo, y todo era él.

La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí misma; pero al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los encuentra, se aburre.

Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo, solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para verse.

IV

Brahma deseó por primera vez, y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos que nadan en el rayo de Sol que penetra por entre la copa de los árboles.

Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados a entonar himnos de gloria a su criador.

Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores, sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario en la cúspide.

V

Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles, comienzan por hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantesco cisne, que como un corcel de nieve lo paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al fondo de su santuario.

Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina el augusto silencio de la soledad, y su profunda calma convida a las meditaciones, Brahma, buscando una distracción con que matar su eterno fastidio, después de cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose a la alquimia.

VI

Los sabios de la tierra qué pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que se rodean de mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las piedras preciosas, los metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio de esta ciencia transformaciones increíbles. El carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro, descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.

Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.

VII

De un golpe creó los cuatro elementos, y creó también a sus guardianes. Agni, que es el espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en el huracán; Varuna, que se levuelve en los abismos del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas subterráneas de los mundos, y vive en el seno de la creación.

Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de cosas inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo de muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.

VIII

La turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor. —¿Dónde estará? —exclamaban los unos—. ¿Qué hará? —decían entre sí los otros—; y no eran parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaba volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda luminosa y magnífica.

IX

La imaginación de los muchachos es un corcel, y la curiosidad la espuela que lo aguijonea y lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella los microscópicos cantores, comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan los círculos del ciclo, y de uno en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto, dónde Brahma permanecía aún, absorto en sus especulaciones científicas.

Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la puerta, y uno por el ojo de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros, penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no pudo menos de sorprenderles.

X

Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo, mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia combinación habían de resultar las creaciones perfectas.

XI

Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus diez y seis manos para tapar y destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un gran canuto, a manera de cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del cielo, y soplaba en la una punta, apareciendo en la otra un globo candente que al lanzarse comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.

XII

Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador los seguía con una mirada satisfecha, y aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación, que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban un himno de alegría a su Dios, girando sobre sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa y solemne.

Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí, llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.

XIII

Cansose Brahma de hacer experimentos, y abandonando el laboratorio, no sin haberle echado, al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre su cisne con el objeto de tomar aire. Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que, abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la inquieta turba de rapaces, que, notando el descuido, le siguieron a larga distancia con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza, aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.

XIV

Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.

Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro, luego se atrevieron a tocarlos, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre para que sirvieran de pasto a las llamas: destaparon las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo, los unos se colgaban de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas para secarse; los otros se subían por las osamentas de los gigantescos animales, cuyas formas no habían agradado al Señor. Y arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras de papel, y se coloraron los compases entre las piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.

Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.

XV

Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre aquél un elixir misterioso que contenía una redoma, con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada nuevo ingrediente que arrojaban en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.

XVI

Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes del hielo destinados a mundos hechos de maner a que el frío causase una fruición deleitosa en sus habitadores, y los del calor compuestos para globos cuyos seres se habían de gozar en las llamas; y revolvieron los principios de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango, confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la muerte.

Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita.

XVII

Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las barbas con los dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de medio ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las entrañas y océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro. El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el principio de vida con conatos de eternidad, reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro mundo, en fin.

Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco, lo saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho círculos del Edén.

XVIII

Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La indignación llameó en sus pupilas; su airado acento atronó el cielo y amedrantó a la turba de muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés; y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme creación para destruirla; ya el solo amago había producido en ella esa gran catástrofe que aún recordamos con el nombre del diluvio, ruando uno de los gandharvas, el más travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos: —¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!

XIX

Brahma es grave, porque es Dios, y, sin embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al oír estas palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó: —Id, turba desalmada e incorregible, marchaos donde no os vea más, con vuestra deforme criatura. Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder vuestro no durará mucho.

Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompasadamente y arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo, para asombro de los otros mundos y desesperación de sus habitantes.

Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más delicado ni más temible que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete no puede durar mucho.

Maese Pérez el Organista

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.

Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:

—¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

—¡Toma! —me contestó la vieja—, en que ese no es el suyo.

—¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

—Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

—¿Y el alma del organista?

—No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.

Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

I

—¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...

Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola! También está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde, merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster. —Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan. la esquina de la Plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?

Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven... los ministriles, a quienes en— estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.

Para los pobres...

Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí... antes que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.

La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho a Maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una: y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. —¿Esperanzas de ver? —Sí, y muy pronto —añade sonriéndose como un ángel—; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...

¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos adentro...

Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la Misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.

—Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la Misa de media noche.

Ésta fue la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento, un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

—Maese Pérez está enfermo —dijo—; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo, ni a su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.

—¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho.

—No —había dicho—; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.

Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó la Misa.

En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla.

Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.

La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? —se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

—¿Qué ha sido eso? —preguntaban las damas al asistente, que precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.

—¿Qué hay?

—Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

III

—Buenas noches, mi señora doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la Misa...; vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio a la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

—Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas —decían los unos.

—Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez —decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.

Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

—Ya veis —le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?

—El año que viene —respondió el organista—, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.

—¿Y por qué? —interrumpió el prelado.

—Porque... —añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro— porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

—¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? —decía la una—, yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... no que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced, y creame con todas veras... yo sospecho que aquí hay busilis...

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.

Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

—Ya lo veis —decía la superiora—, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

—Tengo... miedo —exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

—¡Miedo! ¿De qué?

—No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi... le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!

¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez.

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.

¡Miradle! ¡Miradle! —decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.

—¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho y con razón una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... —Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.

Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

—Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

—¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! —gritó Íñígo entonces—; estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

—¿Qué haces? —exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos—. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

—Señor —murmuró Íñigo entre dientes—, es imposible pasar de este punto.

—¡Imposible! ¿Y por qué?

—Porque esa trocha —prosiguió el montero— conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!, ¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al final:

—Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

—Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el Sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

—¡Una mujer! —exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

—Sí —dijo el joven—; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas prosiguió así:

—Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de Sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.

En su busca fui un día y otro a aquel sitio.