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Paseos resonantes es un proyecto continuo de Holger Maik Mertin y Volker Kühl que entrelaza paseos y experimentos sonoros. Bosques y parques, pero también espacios urbanos y hasta una base militar, se convierten en instrumentos de percusión. Nos hacemos con los espacios entrando en ellos, interpretándolos, surcándolos y deambulando por ellos. Nuestros paseos resonantes son temporal y espacialmente ilimitados. Tanto los temas como los patrones de percusión surgen de nuestra inspiración o capacidad asociativa. Nos dimos cuenta de que nuestros propios sonidos, andar, hablar, respirar, se habían hecho mucho más presentes y tangibles, y que nuestra escucha y actividad artística se habían intensificado. Los paseos resonantes se han convertido en un principio vital y en un método.
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Seitenzahl: 309
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Paseos resonantes es un proyecto continuo de Holger Maik Mertin y Volker Kühl que entrelaza paseos y experimentos sonoros. Bosques y parques, pero también espacios urbanos y hasta una base militar, se convierten en instrumentos de percusión. Nos hacemos con los espacios entrando en ellos, interpretándolos, surcándolos y deambulando por ellos.
Nuestros paseos resonantes son temporal y espacialmente ilimitados. Tanto los temas como los patrones de percusión surgen de nuestra inspiración o capacidad asociativa.
En un principio, este proyecto nació bajo el impacto del primer confinamiento en Alemania por la pandemia del COVID, pero continúa perviviendo en nosotros. Al principio, aprovechamos el silencio decretado por la política como espacio y escenario de reflexión. Nos dimos cuenta de que nuestros propios sonidos —andar, hablar, respirar— se habían hecho mucho más presentes y tangibles, y que nuestra escucha y actividad artística se habían intensificado. Durante los confinamientos siempre nos movimos dentro de los márgenes permitidos por las restricciones políticas alemanas, (algo menos estrictas que en España) que permitían salir y moverse en espacios abiertos.
A partir de nuestra manera contemplativa, expansiva e investigativa de caminar, surgieron textos que reflejan contextos sociales y que se superponen entre sí, difuminando sus contornos como si fueran esos castillos de arena arcillosa característicos de las playas del norte de Alemania, hechos de pegotes lanzados unos encima de otros: activismo, elegancia, lentitud, música, capitalismo, espacio, sonido, minimalismo, performance, sonido, movimientos sociales y transformación.
Los temas surgen al sumergimos en nuestro entorno, cuyas posibilidades sondeamos, intentando descubrir, entender y captar sus formas y sus estructuras internas. Lo ilimitado de los paseos resonantes llega a corresponderse con una experiencia de plenitud.
El género de los textos tenía que ser el ensayo, debido a que su versatilidad permite recoger un pensamiento libre muy amplio en cuanto a temáticas y estilos. Los ensayos pueden ser abiertos, asociativos, profundos, intensivos, libres y variados en ritmos y tonalidades. Además, son el reflejo de que el nuestro no es un proyecto clausurado. En algunas ocasiones son reflexivos y figurativos, en otras teóricoanalíticos.
Tanto el debate temático como los propios paseos resonantes han ejercido una influencia fundamental en nuestros respectivos cambios de vida. Se han convertido en un principio vital y en un método. Nos movemos de otra manera.
Planificamos de otra manera. Reformulamos de una manera novedosa procesos sociales e individuales como las tendencias, lo efímero, la cultura experiencial, los espacios, la emotividad, la desconexión de la naturaleza o la mecanización de nuestra vida cotidiana.
Holger y yo tenemos biografías diferentes que hacen surgir voces diferentes. La experiencia compartida de los paseos resonantes ha sido para ambos como una revelación. Se trata del encuentro de dos amigos íntimos, de los cuales uno procede del ámbito de la creación de sonidos, así como del denominado activismo performativo, mientras que el otro aporta su experiencia en el campo de la literatura, la filosofía y el deporte.
Volker Kühl: forofo y filosofante del deporte, apasionado connoisseur del arte y de la música, vegano activista y amigo activo del ser humano. Estudió Filosofía y Alemán en Berlín, de donde también es nativo. A continuación, hizo de todo...
Pero lo que ha sido principalmente es profesor de bachillerato alemán. Durante cinco años ejerció la actividad docente en Italia, así como en una isla española. De vuelta en Alemania, fue profesor casi siempre en Renania del Norte-Westfalia. En 2021 se apartó del sistema educativo alemán, así como de su estatus de funcionario para mudarse con su pareja de Colonia a Tarragona.
Volker es un gran aficionado al fútbol. Sin embargo, le repele el denominado «deporte de élite» marcado por el dinero y generador de desigualdades. Es por ello, que le ha dado la espalda a la liga de primera división diseñada por la UEFA y la FIFA. Vive una vida que combina aspectos de minimalismo y de sostenibilidad, y sobre ello escribe. Por cierto, ya ha publicado dos increíbles novelas experimentales.
Publicaciones: Stille (Silencio) y Palimpsest (Palimpsesto).
Publicación para niños y niñas: Der schaukelnde Peperinello (Peperinello columpiándose).
Holger Maik Mertin: estudió Etnología de la música en Colonia y desde hace muchos años ejerce como músico profesional autónomo. Además, ha sido columnista, docente y profesor de música, casi siempre desde un enfoque multidisciplinar.
A día de hoy, yo lo definiría principalmente como artista y experimentalista del sonido. Con sus performances y su actitud vital toca la intersección del nacimiento de la utopía con una forma de ejercer la sostenibilidad (tanto en su vertiente investigativa como activista) que no se deja verter en rígidos moldes. Sus performances son a veces turbadoras y a veces concisas, casi siempre interrogativas, pero siempre intensas y de un enorme impacto sensitivo.
Para poder llevar a cabo sus proyectos investigativos y activistas, ha renunciado a su residencia permanente en Alemania y desde octubre 2020 viaja ligero de equipaje. Ha llegado a trasladarse, entre otros sitios, a Estambul, Pristina y Ciudad del Cabo. Holger investiga interconexiones sociales, herencias históricas y relaciones traumáticas. Cada lugar en sí mismo se convierte en un instrumento que él transforma, toca, interpreta y hace audible.
Las publicaciones de Holger están disponibles a través del siguiente enlace: https://www.holger-maik-mertin.com/
En: Olpe - Nuevo comienzo
Paseos resonantes
Infraestructura
Improvisación
Lentitud
En
:
Nörvenich – Estruendo
Minimalismo
Sonido
Proyecto
¿Dónde comienzan la música, el ruido, el sonido…?
En: Hombroich – Por
Meditación sobre Bruce Lee
Deporte - Tocar el cielo con la mano
Elegancia
Enseñar
«Dedikación»
Visibilidad
En: El Puerto de Niehl – Confuso
Espacio
Nuestro yo
Escuchar
Juego y relevancia
Oposición – El contraposicionamiento
En: Mühlheim – Lluvia
Un ligero giro de llave y el motor se para. Durante un instante aún, flota en el espacio una tenue vibración. A continuación, se hace el silencio.
Hemos parado el coche. Hemos aparcado casi al borde de la carretera.
Dejamos de conversar. Hace tan sólo un momento, divagábamos con bastante soltura —si es que se puede decir así—sobre el jazz, poniendo especial énfasis en el estilo de los compositores neoyorquinos. Pero al apagarse el CD, también nosotros callamos.
Aún recuerdo protestar porque había que darle al bajo un espacio extra para que pudiera resaltar como solista. Ese comentario se quedó suspendido en el aire.
El sol se filtra a través del bosquecillo, bajo cuyas ramas nos hemos parado. Proyecta ligeras figuras a través del parabrisas. Se mueven con suavidad, con ondulantes movimientos que son tan solo un ligero de aquí para allá. Igual de suave será el sonido de las hojas al pisarlas. Me lo estoy imaginando. Las capas superpuestas del verde claro de las hojas amortiguarán y acariciarán este sonido que se filtra entre ellas, amoldándose a las mismas, insinuando una forma especial de simetría y correspondencia.
No hay nada que decir. El efecto de este instante es como el de un punto de inflexión. A ambos nos invade el silencio. Aunque sería una mentira decir que hay silencio. Más bien nos invade una plenitud que aún no podemos asimilar o que se nos escapa, en la que no podemos sumergirnos aún, a pesar de que nos empapa. Silencio no hay. Pero tampoco callamos. Estamos a la escucha a la vez que transcurren varias historias. Otras conversaciones nuestras, parecidas, pero no del todo iguales, nos encuentran y resuenan en nuestro interior. Es posible que también en aquellas conversaciones se hubiera hablado de artistas de jazz neoyorquinos, pero, de lo que seguramente sí se habló, es de opiniones y utopías; de libros y filosofía; de música, de sonido y silencio; de volumen y ruido; de aprender y enseñar; de ruptura y conservación; de poder, de coincidencia y aislamiento y, por supuesto, de amor. Aunque a veces podamos ser radicales, decididos y categóricos, nuestro recorrido no pretende ser dialéctico, sino en todo momento cuidadoso y sensible a las tonalidades intermedias. La nuestra intenta ser una modestia segura de sí misma.
Es como ir girando un termostato de izquierda a derecha, o algo así.
Lo que hacemos, en definitiva, es buscar. Buscamos palabras, pero también buscamos prescindir de ellas. Buscamos tonos. Buscamos silencio. O miramos los tonos en el silencio y al revés.
—¿Vamos?
—¡Vamos!
Holger y yo nos bajamos del coche, cuyas puertas se cierran con un clac-clap. Se trata de un sonido definitivo en su rotundidad, amortiguado, sin embargo, por la cinta de goma. A pesar de ello, este sonido es como una posición adoptada o una declaración. Es una constatación. Aunque el coche vibra ligeramente, la resonancia es sorda y corta. De alguna forma, resulta tremendamente familiar.
Los primeros pasos nos llevan a rodear el coche y a coger nuestras mochilas. Se abre la puerta trasera. Se vuelve a cerrar. Aún nos queda coger algunas cosas del asiento trasero. Son todo movimientos de agarre rotundos y definitivos. A continuación suena el clic de la cerradura.
El suelo es arenoso y está lleno de chinas sueltas. Seguramente, también el polvo hace un leve ruido cuando se desliza sobre el terreno. ¿Podrá escucharlo un escarabajo?
Sólo una vez cruje una rama fina bajo el zapato.
Ahora, el aire nos hace llegar un leve aleteo de las hojas. Lo que percibimos es un murmullo informe y también una tenue palpitación. Aún se escucha la vibración de la autopista y la carretera en distintos intervalos y frecuencias.
Nuestros pasos producen un raspar del suelo que, por una parte, es uniforme en función de la frecuencia de nuestros pasos y, por otra, diferente a cada paso debido a la irregularidad del terreno. Hay nubecillas de polvo que se levantan y pequeños cantos que resbalan rodando. A veces, también jugamos con esos rodamientos. Aunque estos sonidos casi no respondan a una intención musical sincopada y acentuada, no por ello dejan de ser una performance.
El camino comienza serpenteando al borde de praderas silvestres hasta llegar a una zona boscosa. En esta parte del camino ya hay más hojas, ramas y piñas caídas. Intentamos escapar un poco del sonido de los coches, por lo que nos adentramos más en el bosque hasta que nos encontramos con una interesante agrupación de árboles, algunos sanos, otros desgajados o muertos. La estructura que forman nos llama particularmente la atención, porque algunos de los árboles están torcidos o tumbados. Nos recuerdan vagamente a instrumentos musicales. Más tarde, nos molestará mucho esta asociación, puesto que de lo que se trata es precisamente de librarnos de concepciones previas. Lo que queríamos era recorrer la naturaleza con una mirada virgen. También desprendernos y liberarnos de fantasías publicitarias.
No nos lanzamos a tocar de inmediato. Estamos sentados. Hablamos de la utopía, o eso creo.
Tanteo con mis dedos las capas de corteza que aún recubren un árbol que se ha quedado apalancado diagonalmente en otro y que tenía una fina capa de musgo con surcos abiertos aquí y allá por insectos que se alimentaron de él. Mis dedos generan un sonido como el del chasquido y el pálpito tosco del humo. Holger está sumido en sus pensamientos mientras me mira. El tacto del árbol me gusta. Aguanta con paciencia que lo toque, columpiándose ligeramente. De él se desprende un poco de polvo. Y también un poco de musgo.
Cojo unas baquetas de madera (eso creo que hice) e intento tocar libremente con ellas sobre el árbol. (Ya no sé lo que toqué. Habrá que ver el vídeo terminado). Intento desprenderme de viejos patrones, de aquello que toco siempre. Al principio intento realmente que no aflore ningún patrón. La técnica de baquetas, la postura, el ritmo y la composición deben redescubrirse de nuevas. Al mismo tiempo soy consciente de que lo que estoy tocando se quedaría ahí, que se lo tragaría el espacio.
A continuación pruebo baquetas diferentes. Las más bonitas son las más silenciosas, unas baquetas de gong que ha traído Holger. Los tonos desaparecen tras los movimientos.
Ante mí se abre un gigantesco campo que no soy capaz de conmensurar. Pero resulta maravilloso acercarse a él y tantearse por él como un niño. De mí se desprenden las expectativas. Las miradas no me tocan. Estoy como tendido entre el ritmo, el control, la articulación, la casualidad, la intención, el juego, las sutilezas, el volumen, las tonalidades, la velocidad, los mensajes y los espacios.
Pero también percibo nuestra presencia, la de Holger y la mía.
Nuestra historia. Los caminos que nos unen y nos separan. La autopista a mis espaldas que me envuelve sonoramente. Cada toque se convierte para mí en una obra preñada de magia, a la vez imposiblemente maravillosa y ligera. Con el tiempo, tamborileando así, llego a zambullirme en el entorno que se torna meditativo. No siempre lo logro. Holger dice que eso también es una forma de técnica instrumental. Aunque él lo expresaría de otra manera.
Poco a poco me doy cuenta de que todos mis movimientos formaban parte del instrumento. Mis pasos, el roce de mis pantalones... Todo genera un sound naturalmente integrado en el entorno. Tengo que quedarme quieto, si quiero que no se oiga. Pero precisamente esa sería la forma de silencio que yo no quiero. Por eso, también el follaje se incorpora como un instrumento de percusión. Porque al tocar con la cabeza de las baquetas de gong, el único instrumento que realmente se oye es el follaje. En la toma de vídeo también se escuchan el aire y los pasos de Holger.
Más tarde ese día, bromeamos al respecto, dejándonos caer resbalando por una ladera cubierta de hojas.
Me resulta difícil encontrar un final para mi performance. Finalmente logro una mezcla de algo así como agotamiento, desgaste y repetición redundante (he recorrido, de arriba a abajo y viceversa, todo el largo del tronco y sus curvaturas finales que sirven de caballete).
Me siento al lado de Holger en el suelo. Observamos el árbol y su vida. La corteza contaba historias. También sin nosotros.
Holger descubre una rama con varias ramitas sobresalientes, sobre las que toca con diferentes baquetas de madera. Así le sonsaca a la rama un millón de tonos diferentes que pone en un determinado orden para descomponerlo de nuevo inmediatamente después. El follaje susurra. Holger permite que las baquetas se columpien, resbalen, rocen y toquen hacia los lados, hacía arriba y hacia abajo.
Su cuerpo forma parte del movimiento de la interpretación sonora.
Desprende amor y alegría hacia aquello que le rodea. Pero también expresa ira cuando los toques se vuelven más firmes, duros y cortantes. La rama tiembla. Me tiene completamente fascinado. La interpretación de Holger es, simultáneamente, experimento y mensaje.
Tras muchos minutos, termina su performance inhalando profundamente. ¿Puede ser que haya contenido la respiración durante todo este tiempo? Sonríe al ver que yo, su amigo, estoy ahí con él. La naturaleza eleva nuestra amistad a un nuevo nivel.
Su performance no abandonará este lugar. Estoy encantado de haberla visto y escuchado. Me honra haber sido su único espectador.
Como maestro, Holga solía decirme: «Ten claro lo que quieras decir».
Pero yo no siempre tengo clara una respuesta. Recuerdo que el personaje de una de mis novelas dice: «Quiero decir exactamente esto». Sin embargo, mi tamboreo a menudo es un guirigay. Se me notan mi inseguridad e imprecisión.
Después, nos vamos a tomar algo. Pero no sin poner antes un punto y final a nuestra excursión sonora en una amplia pradera, en la que me pongo a correr trazando unos círculos que Holger no puede oír.
En mi percepción todo encaja: oigo el leve roce en mis piernas y siento con naturalidad las vibraciones de mis pasos recorriendo mi cuerpo. Aunque quizás la música se haya creado en mi cabeza. Por supuesto, deseo saber qué le han parecido mis círculos a Holger. «A pesar de no oír nada —dice—, se ha podido percibir el encaje de todo».
Como punto final, gritamos a todo pulmón, como se dice tan acertadamente. ¡Ha sido fantástico! Aunque también una superación.
Y un esfuerzo. Realmente, he tenido miedo de perder la voz.
El nombre de nuestro proyecto, Paseos resonantes, se explica rápido: es la combinación de dos formas de acceder, tanto activa como pasivamente, a nuestro entorno: Nuestra idea consistió en vagar a pie. Al hacerlo, queríamos percibir y explorar sonidos, viviéndolos de manera tanto activa como pasiva.
En primera línea, lo que queríamos era hacernos con una experiencia propia íntegramente nueva de la naturaleza, pero también de nuestro entorno.
Lo que surgió de aquello fue mucho más que la docena de paseos que logramos realizar juntos. Para nosotros, el proyecto ha llegado a convertirse en un leitmotiv o forma de actitud vitales. Ha elevado tantas cosas a nuestra consciencia, que ahora siempre está presente, formando parte de nuestras acciones, libros, performances, opiniones, discusiones, conversaciones, así como de nuestro estilo de vida.
De manera que paseábamos. Me complace acudir nuevamente a la etimología, esta vez para consultar la palabra «spazieren» («pasear», en alemán): del latín «spatium» (espacio, espacio intermedio, recorrido). Se trata, sin embargo, de un espacio que no se mide ni parcela, que no se amojona ni delimita. El espacio del paseo no está prefigurado, es ilimitado y en cierto sentido amorfo. También nos guía, en cierto aspecto, la casualidad. De esta manera, hemos hallado sonidos maravillosos. Por eso vamos casi siempre a lugares, en los que nunca habíamos estado. De pronto, hay ahí un tronco caído en el suelo y una papelera; y un árbol es una pared sui géneris. Podemos sustituir «pasear» por «deambular» y «vagabundear», algo que me parece realmente maravilloso. Vagabundear suena creativo, impertinente; y provoca una sensación entre juguetona y productiva.
Es una lástima que se haya desvirtuado la palabra debido a las connotaciones negativas del vagabundeo. ¡Es algo tan fantástico no llevar una dirección cuando se deambula tranquilamente, sin pensar en nada (véase www.dwds.de / www.rae.es)! Frente a estos dos términos, el de «spazieren» suena casi forzado. Sin embargo, como acabamos de ver, ese término contiene el espacio. Un espacio que aún no ha adquirido forma, aunque la infraestructura esté puesta.
Tampoco el hecho de pasear lo modifica. Pasear no es invasivo. A pesar de ello, impresiona, aunque en realidad deberíamos decir que puede impresionar. Es como estar en un estado flotante de la conciencia.
Había sonidos que casi siempre estaban presentes en nuestros paseos, independientemente del lugar en el que estuviéramos. Como el sonido de coches. Alguna que otra vez también el sonido de nuestros medios de locomoción, cuya intensidad, sin embargo, no era tan fuerte. Por supuesto que un avión hace un ruido tremendo, pero cuantitativamente (hablamos desde el punto de vista del confinamiento) no alcanza ni de lejos al del coche. Lo mismo ocurre con los trenes, que, aunque su presencia sea más cercana, no causan un efecto tan intenso como el del ruido de los aviones. En cambio, los coches generan en nuestro entorno vital una constante presencia sonora. Por lo tanto, hay otros tonos y sonidos que siempre están en relación con los coches. No resultó fácil encontrar silencio. Para eso son buenas las montañas.
Que estemos permanentemente rodeados por estímulos acústicos se ha convertido en una perogrullada. Pero tendríamos que ser más exactos y decir, en el sentido de John Cage, que nunca hay silencio (véase Silence de Cage). Pero, ¿qué es lo que nos rodea? ¿Lo que nos rodea lleva siempre alguna información? ¿Y lo que está ahí es realmente un «lo que nos rodea»? Se diría que es más bien una interacción de lo que traspasa, rodea, huye, roza, penetra, somete, embauca. Ondas acústicas.
Esfera sonora, cuyas fronteras externas en principio solo pueden ser captadas mediante la vista. Con el tiempo, de todo ello surge y se desarrolla una comprensión auditiva que puede discernir entre la señal auditiva exterior distante y la interior. Cada una de estas señales apunta a una cantidad de características que, a su vez, significan información. Su interpretación permite, finalmente, una orientación que desembocará en la emisión de un juicio de valor acerca de sus propiedades, conforme a las cuales será estrépito, ruido, sonido, murmullo, vibración o tono.
Al hacerlo, hay que considerar siempre a todo presunto fenómeno individual dentro de una unión. Por eso el término de «esfera», porque las propiedades no se dan en un espacio absoluto, sino en combinación, relieve o contraste. Hay señales que son de contraste o incluso complementarias. Desgajar a la señal de su esfera sonora no le hace justicia ni a la una ni a la otra. Incluso en un sentido diagnóstico nos topamos de esta manera con nuestros límites o con una deformación de los resultados de nuestra investigación.
Lo que intentan muy especialmente nuestros paseos resonantes es mostrarle respeto a esta estructura mediante el intento de captar la esfera, de traspasarla, absorberla y configurarla con los sentidos. Para nosotros cada señal es un sonido valioso o incluso un tono en clave musical. Se trata de un juego que evita que pasemos acústicamente de largo, haciendo como que nos introduce subrepticiamente en una orquesta intuitiva, en la que enseguida empezamos nosotros mismos a configurar acentos aquí y allá.
Por medio del paseo, este juego adquiere un componente espacial, aunque difuso, que refuerza el aspecto no intencionado de los ruidos y los sonidos. En un sentido inverso, los sonidos enriquecen el paseo, lo revisten de una capa que a menudo se queda adherida en virtud de su cotidianidad. Ahora, la experiencia espacial también es explícitamente sonora. En cada relación con las señales acústicas se muestran accesos de lo cercano y lejano. Además, cada juego cuestiona conceptos de dirección, volumen, intencionalidad, configuración y casualidad. Aquí se juntan en sentido literal el acto de ir a un lugar de destino con el destino mismo (el término «ir » se libera así de su aprisionamiento: ir a hacer un trámite; ir por un pasillo; ir al trabajo o al baño; ir y venir).
El avanzar yendo es como una manera de modular la esfera sonora.
Es por sí mismo sonido multidimensional.
También elegimos el pasear porque refleja una libertad interior y porque está impregnado por ello de una sonoridad diferente. Se eleva de lo cotidiano y guarda silencio a su manera. Es un movimiento en un ambiente casi casual de señales acústicas que, sin embargo, por sí mismas prácticamente no tienen sonido. Pasear es pacífico.
¿Cómo llegar de Estambul a Sudáfrica?
Medios de transporte, caminos, posibilidades, zonas, geografía, idiomas, experiencias...
Nada de todo ello, porque a Estambul «se vuela». A la vista de la búsqueda desesperada de Holger por encontrar medios de transporte alternativos, parece que volar es apostar por la opción correcta. Cualquier otro itinerario se considera tan incómodo, peligroso, irrealizable, poco realista o insensato que acaba despojado de su posibilidad de realización. Lo cual redunda en una ausencia casi total de información acerca de cualquier otra opción. Si bien se pueden encontrar indicaciones por todas partes, en ellas todo son imponderables, por lo que nuevamente te ves abocado a los blogs, foros de Internet, etc. Así que en seguida nos invade una mirada alternativa. Sentimos como si a cada uno nos gritaran a la cara: «¡No eres normal!». Esta manifestación podría ser aceptable, si no implicara un sutil reproche moral. Por eso, le entran a uno ganas de responder: «¡Pues entonces, dejadnos hacer que lo que buscamos sea algo normal!».
Intentar ir por una ruta alternativa genera unas discusiones parecidas a tantas otras. Como debatir sobre la renuncia a comer animales o al consumo de alcohol; o sobre el uso del coche o la eliminación de residuos. Se recurre, por ejemplo, a las siguientes frases: «Podría hacerse una excepción, ¿no?». «¡Si una vez no cuenta!». «Todo el mundo actúa así, ¿para qué ser tan escrupulosos?». «Y por qué no vamos a poder hacer una vez lo que hace todo el mundo, ¡qué más dará!», «¡Pero qué necesidad hay de convencer a todo el mundo!»...
Hoy en día, el avión es el medio de transporte más rápido y aparentemente el más económico (aunque estos cálculos no son del todo realistas, porque solo excepcionalmente incluyen los traslados al aeropuerto desde los puntos de origen y de destino y tampoco tienen en cuenta ni los costes que generan la infraestructura y el mantenimiento de un aeropuerto ni la eliminación de sus residuos ni el coste ecológico de su impacto ambiental, etc.).
Imaginemos por un momento —como quien no quiere la cosa— que fuera real la utopía de poder viajar sin necesidad de ir en avión o en coche (en nuestro caso, el viaje en coche está explícitamente desaconsejado). La distancia entre Estambul y Ciudad del Cabo es de 11.444 km, un recorrido a pie de 2.202 horas (lo he mirado en Google.
También Google forma parte de la infraestructura, incluso es la plataforma más importante en materia de la infraestructura relativa a los usos comunes. Seguramente, las Fuerzas Armadas utilicen otros medios de consulta). Esto equivale a 183,5 días (medio año). Se deduce que habría que caminar 12 horas al día. Así se recorrerían, dependiendo de la ruta escogida, muchos países. Cada uno de ellos con sus propios requisitos de visado, de tránsito, así como de estancia conforme a sus diferentes modalidades y duraciones (teniendo en cuenta, además, los requisitos COVID específicos de cada país.). Se atraviesan países con diferentes sistemas comerciales, de abastecimiento, así como con diferentes monedas nacionales, cuyos tipos de cambio fluctúan constantemente.
Por eso, cuando la gente planea su viaje, opta por el avión. Si no, serían demasiados los inconvenientes y los cálculos matemáticos que habría que hacer. Al viajar en avión, entran en un lugar, por el cual realmente no tienen que interesarse. Es como si la esterilidad de las terminales de facturación repeliera cualquier atisbo de interés. El aeropuerto en tanto que sistema, incluidos sus viaductos circundantes, obliga a los viajeros a ajustar sus movimientos a una férrea coreografía.
Y esto se hace extensible al comportamiento en cabina.
Incluso la venta de billetes está sometida a la ley de facturación aeroportuaria. Esto se ve potenciado por la hiperconectividad online.
En consecuencia, se produce un abismo de despersonalización, en el que las tarjetas de plástico son más reales que las personas. Marc Augè afirma que el «no-lugar» está configurado por normas.
Reflexionar sobre esto más detenidamente es para muchas personas motivo de inquietud y hasta de miedo. Hay una coreografía que se hace cargo de tu control hasta el punto de apropiarse de tu autocontrol: disponer qué equipaje está permitido llevar y cómo llevarlo, inspeccionar la intimidad hasta el límite de vulnerar la integridad física, desindividualizar el trato interpersonal y ejercer el control sobre la movilidad individual. Uno se encuentra a merced del avión o del piloto. El tiempo de facturación es como un hueco en la vida de las personas. También lo es, casi siempre, el propio vuelo. De hecho, las actividades a bordo no son más que actos pasajeros o transitorios.
El tiempo se condensa en la llegada. Esta palabra, «llegada», está equivocada. Porque volando no es posible percibir la distancia. Tan solo es posible captarla sutilmente. ¿Cómo será la vida de las personas que sobrevolamos? (¿Por qué suscita fascinación ver el mundo desde las alturas? ¿Acaso se deba al hecho de ser capaces de hacerlo, de volar?) ¿Qué culturas, rituales, idiomas, individuos, normas y costumbres de higiene, conflictos, guerras y festividades hemos sobrevolado? ¿Cómo es allí la naturaleza? ¿Cómo se relacionan sus habitantes con ella? ¿Cómo se mueven en ella?
Las fronteras entre los espacios siempre son difusas. Volar las agudiza al convertirlas en fronteras locales. La razón de que en todas partes se construyan muros y verjas es que los espacios se difuminan entre sí. Así se construyen identidades y se evita su crecimiento asilvestrado. Se las determina, pero no se las vive. Allí, donde el hombre interviene, surgen fronteras.
Al volar hemos descartado el potencial de crear espacios o, al menos, de crear movimientos. De esta manera, el acceso a dos aeropuertos —es decir, a dos no-lugares (véase Augè)— interconectan la estancia en dos lugares que no siempre podemos convertir en espacios. Esto hace que volar sea siempre algo virtual. Por eso, muchos turistas tienen la sensación de que su personalidad vacacional se puede separar de su personalidad real. Sus actos permanecen en el lugar de vacaciones sin modificar ni su propia historia ni su personalidad. A ellos el lugar les da igual. Por eso, no se preocupan ni de su conservación ni de su estética; tampoco importa que uno pueda integrarse en dicho lugar o ejercer algún tipo de influencia sobre él.
Y, viceversa, no habrá nada de ese lugar que afecte en algo al hogar de los viajeros. Esta red de ignorancia sistemática devalúa los espacios que la gente ha creado, configurado y cuidado a lo largo de los siglos o incluso milenios, convirtiéndolos en simples fachadas ideológicas.
En lugar de honrar esta herencia secular, se crean lugares instantáneos que funcionan como no-lugares. De ellos forman parte las cadenas de comida rápida, marcas de moda internacionales, supermercados para turistas, chiringuitos, infraestructuras turísticas, etc. El novato se encuentra con caminos ya trazados para él, que ya conoce de antemano. Por eso queda poco por descubrir, inventar y percibir. Casi siempre, cuando se nos entrega una cosa, el efecto que debe ejercer sobre nosotros está incluido en ella.
En cambio, caminar exige compenetración. No es posible pasar de largo sin más. A veces, incluso, el camino no existe. Es como encontrarse a merced del entorno, pero participando de alguna manera en él, siempre y cuando no se haga desde una mentalidad colonialista (aún no hemos podido dilucidar hasta qué punto el hecho de viajar no nos convierte a nosotros mismos en colonialistas).
Para ello hace falta llevar a cabo un autocuestionamiento que arriesgue —posibilite— un cambio personal.
Este riesgo —esta posibilidad— es lo que hace que el viaje sea real.
Viajar en avión siempre es algo virtual (sobre todo si hay una tupida capa de nubes).
El avión no está vinculado a la persona, sino que está configurado por una alteridad impersonal. Además, casi siempre es propiedad de una compañía internacional (¿acaso un consorcio?) que no tiene nada que ver ni con el lugar de despegue ni con el de destino. Es como si el viajero solo pudiera conocer hasta cierto punto los lugares que visita. En esto, volar se parece a surfear en Internet: no necesita olas.
Al igual que cuando se surfea en el agua, también aquí de lo que se trata es de deslizarse simplemente de un lugar hacia otro, sin implicar un agarrarse a algo. Cuanto más veloz sea el medio de transporte, menos importancia tiene el camino. Tan solo parpadean los puntos de parada, pero, cuando hemos visto el sitio que marcan, casi siempre ya lo hemos pasado de largo.
Sin embargo, volar es la mejor forma organizada de viajar, aunque no sea perfecta. Se nos escenifica siempre como accesible y sencilla, además de lo superbarata que resulta.
Contrapongamos a ello la pintoresca palabra «deambular». Su proyección abre un amplio abanico de pasos polvorientos, embarrados y soleados, pero que no giran en torno a un centro.
En el acto de conocer se esconde la casualidad y un desconocimiento de partida. Pero también una apropiación. No podemos conocer los mecanismos de volar, entre otras razones, porque son muy poco transparentes, pero lo que no podemos de ninguna manera es poseerlos.
Al caminar, el entorno reaparece en todo su detalle (véase el ensayo «Paseos resonantes»). Incluso se vuelve una parte intrínseca del viaje.
El recorrido adquiere inmediatez. Las impresiones sensibles convierten los lugares recorridos en espacios que se entrelazan y confluyen entre sí. Las fronteras se difuminan. La cantidad de pasos, así como su peculiaridad, hacen que el azar entre en juego.
De pronto surgen preguntas de otra naturaleza que la del ¿hacia dónde?
¿Cómo se organiza un evento?
Concepto etc., público, espacio, suministro eléctrico, abastecimiento, entrada y salida de vehículos, plan de seguridad, guardarropía, backstage, horas de comienzo y de fin, publicidad (offline y online).
Un evento requiere de resonancia. No solo el evento en sí, sino todo su entorno, determinan la forma de dicha resonancia. Así se crea una cadena de interdependencias, responsabilidades, etc. Uno se enfrenta a textos legales y normativos, pero también a los cánones tradicionales y a las tendencias de actualidad.
Pero, ¿qué ocurre, cuando se entiende el evento propiamente dicho como una parte integral del mensaje artístico y no sólo como un encuadre añadido? Inicialmente, se mantienen las circunstancias artísticas externas (esta expresión es contradictoria y opuesta a nuestra forma de entender los paseos resonantes. Simplemente pretende indicar las circunstancias organizativas ineludibles). Pero ahora el evento se convierte en una reflexión sobre sí mismo y sobre dichas circunstancias. Análogamente, se puede decir, que los eventos ajenos a esto representan una afirmación del statu quo. En tal caso, o bien empujan al arte hacia los márgenes más cercanos al marketing, o bien lesionan aquella parte integral del arte que consiste en un permanente cuestionar e insistir. El arte no debería limitarse a plantear preguntas. Debería incorporar y ofrecer algo así como una estrategia de ejecución. De esta manera, puede trabajar el radio del círculo de su percepción, puede redefinir los medios, puede revalorizar el uso de los materiales o reconsiderar los recursos.
Esto lo ha expuesto Holger públicamente, cuando representó en Estambul Our analogue me, en donde no se usó la electricidad. Por eso no hay ni grabaciones ni imágenes. Enseguida se topó con obstáculos: ¿Cómo imprimir, por ejemplo, carteles u octavillas? ¿Cómo publicitar entonces el evento? Las fuentes de Internet han quedado conceptualmente descartadas. La resonancia se «limitó» pues a un círculo directo de espectadores. Pero no quiero decir que se «limitara», ya que es precisamente este tipo de resonancia la que se desea. En nuestra conversación acerca de la planificación no dejaban de surgir cuestiones relativas a esos viejos patrones anteriormente mencionados. Esto nos demostró lo sólida que es la infraestructura de nuestro propio quehacer artístico. No obstante, sabemos que estamos haciendo camino. Estos ensayos permiten mostrar este camino.
En los paseos resonantes intentamos, pues, llevar a cabo una nueva interpretación y configuración de las viejas infraestructuras. Esto se refiere tanto a la expresión artística (así las performances, los conciertos o también el presente libro) como a nuestro estilo de vida en general. Por consiguiente, los paseos resonantes son una práctica filosófica. Queremos aprender a desprendernos de lo preestablecido, a cuestionarlo y a decidirnos activamente en favor de todos los ámbitos de la vida.
No se trata de demoler todo lo que hay, sino de sentir que, en tu propia actividad, también son posibles muchas más cosas. Se trata de mantener la justa medida en el buen sentido clásico. Por eso señalamos determinados senderos. También retomamos formas conocidas y las sometemos a una reinterpretación novedosa, similar o idéntica. La reflexión acerca de la mejor forma posible debe recorrer cada uno de nuestros temas. Nos sentimos como catapultados 100 años atrás, es decir, al buen nihilismo de antaño. Pero no queremos ocuparnos solo de sistemas de valores, sino de formas de vida en general. Naturalmente ponemos un énfasis especial en los acontecimientos artísticos y culturales, así como en los musicales.
Igualmente, escribir estas líneas posibilita entender y preparar lo práctico,
puesto que nuestros ensayos también forman parte del camino que van a recorrer estos pasos. Quizás constituyan también un paso en sí mismo hacia una nueva infraestructura. Y vosotros podéis acompañarnos en nuestras reflexiones.
En nuestros primeros paseos nos limitamos al encuentro con los objetos, abandonando de forma práctica el terreno conocido de la generación de sonidos y de la performance artística. A la manera de Holger, hemos intentado transformar dichos objetos y, a continuación, transformarnos a nosotros mismos. Además, sabíamos que en un sentido más amplio, al desvincularlo de su realidad socialmente preestablecida, también se transformaba nuestro entorno.
¿Qué tenemos que hacer entonces para cumplir con el espíritu de los paseos resonantes?
¿Cómo se configura una performance?
¿Cómo se configura un libro?
¿Cómo se configura la participación política?
¿Como se configura una oposición?
¿Como surge la amistad?
¿Cómo se mantiene una amistad?
¿Cómo nos relacionamos?
¿Cómo nos hacemos sostenibles?
¿Cómo vivir de manera sostenible?
¿Cómo lograr un equilibrio?
¿Cómo mantenernos en la justa medida?
¿Cómo ir de compras?
¿Y cómo es posible unir todo ello entre sí?
Improvisar significa: crear espontáneamente. «Espontáneamente» (aus dem Stegreif, en alemán), ¡qué expresión tan maravillosa! Pintoresca y lírica a la par. La palabra «Stegreif» está cargada de ímpetu asociativo. Antes, curiosamente, escribía la palabra con la letra «h» en lugar de la «g». Pero lo correcto es «steigen» (subir) y no «stehen» (estar de pie). Su etimología esconde la palabra estribo (Steigbügel). El término alemán de ‘crear espontáneamente’ adquiere por ello una nota maravillosamente plástica: la del jinete que resuelve algo, o bien rápidamente y sin bajarse de su montura o bien de inmediato y sin dudarlo al apearse.