Un refugio para amar - Raeanne Thayne - E-Book
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Un refugio para amar E-Book

Raeanne Thayne

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Beschreibung

Tras regresar de un periodo de servicio, todo lo que el comandante Brant Western quería era descansar. Lo último que le apetecía era tener que compartir su tiempo con la impresionante famosa que estaba fingiendo ser otra persona en el rancho de su familia. A Mimi Van Hoyt, alias Maura Howard, la perseguía el escándalo allá donde iba. Pero cuando Brant descubrió su secreto, ya no pudo invitarla a que se fuera. Quedar atrapada en medio de ninguna parte no era la idea de diversión que tenía Mimi, por lo que no comprendía por qué estaba comenzando a pensar que aquel sexy soldado podría convertirse en algo más que un refugio en la tormenta...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 RaeAnne Thayne. Todos los derechos reservados. UN REFUGIO PARA AMAR, N.º 1885 - marzo 2011 Título original: A Cold Creek Secret Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9850-8 Editor responsable: Luis Pugni

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Un refugio para amar

RAEANNE THAYNE

Capítulo 1

No importaban los numerosos lugares exóticos del mundo que visitara, Brant Western no había olvidado como el frío de una noche de febrero en Idaho podía llegarle hasta los huesos.

Durante las anteriores horas, la leve nevada que había estado cayendo se había vuelto más intensa, incluso virulenta. La tormenta que las previsiones del tiempo llevaban anunciando desde que él había llegado hacía dos días, finalmente se había desatado.

Los fríos copos de nieve le golpeaban la cara, incluso lograban metérsele por el cuello de su pesado abrigo de ranchero.

Aquélla era la típica noche de Idaho hecha para quedarse en casa leyendo un buen libro mientras se disfrutaba de un chocolate caliente. Imaginarse aquello le resultaba muy apetecible; era uno más de los recuerdos de casa que lo habían acompañado durante las largas e interminables campañas en Irak y Afganistán.

Se dijo a sí mismo que más tarde, cuando pusiera el caballo en los establos del Western Sky, podría sentarse frente al fuego con la novela de suspense que había comprado en el aeropuerto.

—Vamos, Tag. Ya casi hemos terminado. Pronto podremos irnos a casa.

El animal, un robusto macho castrado, relinchó como si hubiera comprendido a su amo y continuó andando a paso lento por el arcén de la carretera. No había mucha visibilidad debido a la intensa nieve que estaba cayendo.

Brant supuso que aquello era una locura. Las cien cabezas de vaca que había en el rancho ni siquiera eran suyas, sino que pertenecían a Carson McRaven, un vecino del Western Sky que había alquilado la tierra mientras él había estado realizando tareas de despliegue en el extranjero. Pero como el ganado se encontraba en su propiedad, se sentía responsable de su bienestar.

Una vez que se aseguró de que los calentadores de los abrevaderos funcionaban correctamente, comenzó a regresar a casa a lomos del caballo. No habían recorrido ni cien metros cuando divisó unas parpadeantes luces que se dirigían hacia el rancho por la nieve… demasiado rápido para las invernales condiciones meteorológicas que estaban sufriendo.

Intentó mirar con más detenimiento y se preguntó quién sería tan estúpido o estaría tan loco como para aventurarse bajo aquel complicado tiempo.

Pensó en Easton, pero había hablado con ella por teléfono hacía media hora, antes de haber salido para comprobar el rancho. Easton le había asegurado que tras la boda a la que ambos habían acudido la noche anterior, iba a acostarse muy pronto ya que le dolía la cabeza.

Estaba preocupado por ella. No podía negarlo. Easton no había sido la misma desde que su tía, a la que había considerado como su madre, había fallecido de cáncer hacía unos cuantos meses. En realidad, no había sido la misma chica graciosa y simpática que él había querido durante la mayor parte de su vida desde antes de la muerte de su tía. Easton no había levantado cabeza desde que Guff Winder había fallecido.

Pero aunque Easton se comportara de una manera extraña, estaba seguro de que tenía el suficiente sentido común de quedarse en el rancho Winder durante una tormenta como aquélla. Se preguntó quién sería el conductor que estaba acercándose a su vivienda. Sin duda, sería alguien que se había perdido. En ocasiones, las carreteras de la zona se ponían muy difíciles y la nieve podía ocultar las señales indicativas. Suspiró y guió a Tag hacia la carretera que llevaba a la casa del rancho para indicarle a aquel díscolo conductor el camino correcto.

En un momento dado, el vehículo derrapó. El conductor había tomado una curva demasiado rápido y, un instante después, el coche se salió de la carretera.

Fue como ver la escena de una película a cámara lenta. El coche se dirigió hacia el borde del pavimento, bajo el que se encontraba Cold Creek, un precioso arroyo, tras una pronunciada caída.

Repentinamente dejó de ver el vehículo. Se acercó al precipicio lo más rápido que pudo llevarle Tag. Al llegar, pudo ver que el coche no había quedado sumergido en el agua, pero que en pocos momentos podía llegar a estarlo. Había caído sobre un terraplén de granito que había en medio del arroyo. Tenía la parte delantera abollada y las ruedas traseras todavía estaban apoyadas en la orilla.

Aunque siempre intentaba no maldecir, no pudo evitar hacerlo al bajarse del caballo. En febrero, el arroyo sólo tenía unos pocos metros de profundidad y la corriente no era lo bastante fuerte como para arrastrar ningún vehículo pero, aun así, iba a tener que mojarse para llegar al ocupante u ocupantes del coche. No tenía otra opción.

Oyó un leve gemido proveniente del interior del vehículo y lo que le pareció, extrañamente, el balido de un cordero.

—¡Espere! —gritó—. Le sacaré de ahí en un segundo.

Durante el par de minutos que había tardado en observar la escena y decidir cómo actuar, había oscurecido por completo y nevaba aún más intensamente. El viento se había vuelto muy virulento. Aunque ya se había acostumbrado al frío de la tormenta, no estaba preparado para lo gélidas que estaban las aguas del arroyo, que se colaron por sus botas y pantalones al llegarle a la altura de la rodilla.

Volvió a oír el gemido y lo que hacía unos minutos le había parecido el balido de un cordero. Era un perro, uno muy pequeño a juzgar por los sonidos que estaba emitiendo, que no paraba de gimotear.

—¡Espere! —volvió a gritar—. En un segundo los sacaré de ahí.

Cuando comenzó a caminar trabajosamente por el agua y finalmente alcanzó el vehículo, abrió la puerta del conductor. Pudo ver que al volante había una mujer de unos veintitantos años, de pelo largo, oscuro y rizado, pelo que contrastaba con las delicadas facciones pálidas de su cara.

Con cada segundo que pasara, la temperatura corporal de ella bajaría. Sabía que debía sacarla cuanto antes del coche y del agua, antes incluso de valorar el alcance de sus heridas, aunque ello iba en contra del entrenamiento básico que había recibido en el ejército.

—Tengo frío —murmuró la chica.

—Lo sé. Y lo siento.

A Brant le pareció buena señal que ella no gritara ni llorara cuando la sacó en brazos del vehículo. Si se hubiera roto algún hueso, no habría podido evitar quejarse de dolor. La mujer no dijo absolutamente nada más, simplemente se aferró con fuerza a su chaqueta. Le temblaba todo el cuerpo, seguramente debido a la impresión y al frío.

No pesaba mucho, pero llevarla en brazos a través de aquellas gélidas aguas lo dejó sin energía. Cuando llegaron a la orilla, la subió hasta lo alto de la pendiente.

Al haber tratado con heridos de combate había aprendido que el truco para mantener tranquilos a los soldados era darles la mayor información posible acerca de lo que les ocurría para que, de aquella manera, no sintieran que la situación se escapaba completamente de su control. Supuso que la misma técnica resultaría igual de eficaz con víctimas de accidentes.

—Voy a llevarla a mi casa a caballo, ¿está bien?

Ella asintió con la cabeza y no protestó cuando la subió a lomos de Tag, donde se agarró con fuerza a la silla de montar.

—Ahora aguante —dijo Brant cuando comprobó que estaba segura—. Voy a montar en el caballo detrás de usted y en poco rato podrá secarse y entrar en calor.

Pero cuando intentó subir una pierna al caballo, la húmeda bota le pesaba tanto como lo había hecho la mujer. Tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para lograr levantarla un poco. Justo cuando lo logró y estaba a punto de subir la pierna por encima del caballo, la mujer gritó.

—Simone. Mi Simone. Por favor, ¿podría bajar a por ella?

Él cerró los ojos. Pensó que Simone debía de ser la perrita. Como hacía mucho viento, no podía oír los llantos del animal. Al haber estado tan centrado en la mujer, había olvidado al perro.

—¿Puede mantenerse erguida sobre el caballo durante unos minutos? —preguntó, temiendo la idea de volver a tener que meterse en las gélidas aguas del arroyo.

—Sí. Oh, por favor.

Brant se recordó a sí mismo que había sobrevivido a cosas mucho peores que un poco de agua fría. Cosas mucho, mucho peores.

Tardó muy poco en volver a bajar al vehículo. En el asiento trasero encontró varias maletas y un trasportín rosa de perro. Al verlo, la perrita comenzó a gritar y gruñir.

—¿Quieres quedarte aquí? —gruñó él a su vez—. A mí no me importaría dejarte.

Observó que la perrita se calmaba de inmediato. Bajo otras circunstancias, hubiera esbozado una sonrisa ante aquella sumisión, pero estaba demasiado preocupado ya que quería que todos llegaran de una sola pieza a su casa.

—Sí, eso creía. Vamos a sacarte de aquí.

Se dio cuenta de que de ninguna manera podría llevar el trasportín con la perrita al mismo tiempo que sujetaba a la mujer a lomos del caballo, por lo que abrió la puerta del trasportín. Una diminuta bola de pelo blanco le saltó a los brazos.

Sin saber qué otra cosa hacer, se bajó la cremallera del abrigo, metió dentro de éste a la perrita y, a continuación, volvió a subir la cremallera. Se sintió ridículamente agradecido de que ninguno de los hombres de su compañía le viera arriesgándose a sufrir una hipotermia por una peluda perrita.

Cuando volvió a subir la pendiente del arrollo, le alivió comprobar que la mujer todavía estaba a lomos de Tag, aunque parecía encontrarse un poco peor.

Iba vestida con una muy inapropiada parka rosa que tenía una capucha con el borde rodeado de piel. Era algo más apropiado para una lujosa fiesta de aprés-ski en Jackson Hole que para el inclemente tiempo que reinaba en Idaho. En ese momento, supo que era de vital importancia que todos entraran en calor cuanto antes.

—¿Está bien mi perrita? —preguntó la mujer.

Malhumoradamente, Brant se preguntó si él no importaba. Era él el que tenía los dedos de los pies congelados. Pero, como respuesta, decidió bajarse la cremallera del abrigo para que la mujer pudiera ver la cabecita de la pequeña bola de pelo blanco. Ella suspiró, claramente aliviada, y él decidió entregarle la perrita.

Al subir al caballo, observó como el animal lamía la cara de su ama. La imagen le resultó raramente familiar, como si conociera a aquella extraña, pero no se paró a analizarlo, sino que dio con sus talones en los costados de Tag para que éste se pusiera en marcha. Agradeció el hecho de que el caballo fuera uno de los más fuertes y robustos del pequeño establo del Western Sky.

—Pronto entrará en calor. Tengo la chimenea encendida en casa. Sólo debe esperar unos minutos, ¿está bien?

La mujer asintió con la cabeza y se echó sobre él, que la abrazó con fuerza al temer que fuera a deslizarse para los lados.

—Gracias —murmuró ella. Brant apenas fue capaz de oírla debido al molesto viento que estaba azotándoles.

Abrazó a la joven tan estrechamente como pudo para intentar paliar los efectos de la tormenta entre ellos y guió a Tag al rancho tan rápido como le pareció que podía soportar el animal.

—Me llamo Brant —dijo tras unos momentos—. ¿Cómo te llamas tú?

Ella giró ligeramente la cabeza y él vio la confusión que reflejaban sus ojos.

—¿Dónde estamos? —preguntó la accidentada en vez de contestar.

—En mi rancho, al este de Idaho. Se llama Western Sky. La casa está en esa cima de ahí.

La mujer asintió levemente con la cabeza, tras lo que Brant sintió como se dejaba caer sobre su pecho.

—¿Estás bien? —preguntó, preocupado.

Al no obtener respuesta alguna, la abrazó aún más estrechamente. Por puro instinto, agarró a la perrita segundos antes de que hubiera caído al suelo debido al estado de inconsciencia de su dueña. Seguramente habría sido una caída fatal para el animal. Tras volver a meterse la pequeña bola de pelo dentro del abrigo, le indicó a Tag que cabalgara más rápido.

Era un trayecto surrealista. Tenso, con mucho frío y nerviosismo. No vio las luces del rancho hasta que estuvieron muy cerca. Cuando finalmente divisó la sólida estructura de la vivienda principal, le pareció el lugar más agradable que jamás había visto.

Guió al caballo hacia las escaleras del porche, donde desmontó con mucho cuidado mientras sujetaba con fuerza a la mujer para que no cayera al suelo.

—Siento todo esto, Tag —le murmuró al animal al tomar en brazos a la debilitada joven—. Te has comportado maravillosamente, pero necesito que esperes un poco aquí, al frío, mientras me ocupo de nuestra invitada. Entonces te llevaré a los establos, donde estarás calentito. Después de esta noche, te mereces comida extra.

El caballo relinchó a modo de respuesta mientras Brant se apresuraba en subir las escaleras del porche y entrar en la vivienda. Llevó a la mujer al salón donde, tal y como había prometido, la chimenea que había encendido antes de salir todavía calentaba la estancia con intensidad.

Ella no se movió cuando la dejó sobre el sofá. Al agacharse para desabrocharle la parka y comprobar qué heridas tenía, la perrita saltó de su abrigo y se colocó sobre el inmóvil cuerpo de su ama. Comenzó a besarle de nuevo la cara, cara que tenía un surco de sangre proveniente de un corte que la mujer tenía sobre uno de los ojos.

La perrita logró que su ama recobrara al menos parcialmente la conciencia.

—¿Simone? —murmuró la mujer, abrazando a su mascota.

Estaba empapada y él sabía que no conseguiría entrar en calor hasta que no se desprendiera de la húmeda ropa que estaba enfriando su cuerpo. Además, debía examinarla por si tenía algún hueso roto.

—Voy a buscar ropa seca para ti, ¿está bien? Ahora mismo vuelvo.

Ella abrió los ojos y asintió con la cabeza. De nuevo, a él volvió a embargarle la extraña sensación de que la conocía. Pero aquella mujer no podía ser de por allí. Estaba casi seguro de ello. Aunque, en realidad, no había pasado más de unas pocas semanas de vacaciones en Pine Gulch durante los anteriores quince años.

El dormitorio en el que dormía cuando se quedaba allí era uno de los dos que había en la planta principal. Se apresuró en tomar de su armario un jersey y unos pantalones que pensó que le quedarían bien a su inesperada acompañante y regresó al salón.

—Voy a quitarte la parka para poder examinarte mejor y asegurarnos de que no tienes ningún hueso roto, ¿está bien?

Ella no respondió y Brant se preguntó si se habría quedado dormida o si se habría desmayado de nuevo. Él había recibido entrenamiento médico y sabía cómo aplicar los primeros auxilios. Si la mujer necesitaba más ayuda, la llevaría al pueblo.

Pero primero debía valorar la gravedad de sus lesiones.

Prefería desarmar a un terrorista suicida antes que desvestir a una mujer inconsciente, pero no tenía otra opción. Se recordó a sí mismo que sólo estaba haciendo lo que tenía que hacer. Sintiéndose muy incómodo, lo primero que hizo fue quitarle las botas, unas botas de piel rosa que parecían muy poco útiles. Entonces apartó a la diminuta perrita del lado de su ama y la colocó en el suelo. Simone comenzó a olisquear la sala, emocionada al descubrir todo un nuevo mundo lleno de olores.

Brant le bajó la cremallera a la parka de la mujer y se forzó en ignorar las delicadas curvas de ésta al sacarle los brazos de las mangas. No le fue fácil ya que no había estado con una mujer desde antes del último despliegue que había realizado su compañía. Tuvo que recordarse que en aquel momento sólo estaba realizando labores de rescate. De manera impersonal y distante.

La camisa de aquella extraña había logrado mantenerse mayormente seca bajo la parka, pero tenía los pantalones vaqueros completamente empapados. Había que quitárselos.

—Vas a tener que quitarte los pantalones. ¿Necesitas mi ayuda o puedes hacerlo sola?

—Necesito ayuda —contestó ella entre dientes.

Naturalmente. Él suspiró y le desabotonó los vaqueros, tras lo que le bajó la cremallera. Al hacerlo, le rozó la cintura con las manos. No supo si fue porque tenía los dedos fríos o porque ella estaba reaccionando al contacto humano, pero la mujer parpadeó un par de veces y se apartó de él mientras emitía un pequeño grito.

La diminuta perrita ladró y abandonó su investigación de la sala para acercarse y subirse a su dueña de manera protectora. ¡Incluso le enseñó sus pequeños dientes para disuadirlo!

—Tienes que ponerte ropa seca, eso es todo —comentó Brant, utilizando un tranquilo tono de voz—. No voy a hacerte daño, te lo juro. Aquí estás completamente a salvo.

La mujer asintió con la cabeza con los ojos medio cerrados. Al mirarla detenidamente, a él le vino a la memoria una imagen de ella vestida con un provocativo vestido rojo.

Pero aquello era una locura. Jamás había visto antes a aquella mujer. Podría jurarlo.

A continuación le quitó los pantalones vaqueros y se reprendió a sí mismo debido al interés que sintió al ver las braguitas de encaje rosa que llevaba. Tragó saliva con fuerza.

—Voy a… uh… comprobar si tienes algún hueso roto. Después podremos ponerte ropa seca que puede quedarte bien, ¿te parece?

Ella asintió con la cabeza y lo observó con cautela con los ojos medio cerrados.

Él le tocó las piernas mientras intentaba fingir que aquella mujer era un compañero más de su compañía. El problema era que los rangers no solían tener una aterciopelada piel blanca ni unas cautivadoras curvas. Ni llevaban braguitas de encaje rosas.

—Según puedo ver, no te has roto nada —dijo cuando terminó de examinarla.

Se sintió muy aliviado cuando por fin pudo ponerle los gastados pantalones que había tomado de su dormitorio, con lo que logró cubrir aquella exquisita piel.

—¿Eres médico? —preguntó ella, murmurando.

—En absoluto. Estoy en el ejército. Soy el comandante Brant Western, de la compañía A, primer Batallón, del setenta y cinco Regimiento de los Rangers.

Pareció que la mujer apenas lo escuchaba pero, aun así, asintió con la cabeza. Volvió a cerrar los ojos al echarle él una manta por encima.

Si no hubiera adquirido toda la experiencia de la que gozaba en aquel momento, tal vez a Brant le hubiera alarmado el estado de semiinconsciencia en el que se encontraba ella. Pero había visto a muchos soldados reaccionar de aquella misma manera tras haber sufrido un shock repentino, por lo que no estaba muy preocupado. Si cuando regresara de ocuparse de Tag todavía estaba aturdida, telefonearía a Jake Dalton, el único médico del pueblo, para ver qué sugería éste.

—Escúchame —dijo en voz alta.

La mujer abrió nuevamente los ojos y él sintió mucha curiosidad por ver de qué color eran.

—Tengo que llevar a mi caballo al establo y tomar más leña por si acaso hay un corte de electricidad. Me da la sensación de que va a ser una noche difícil. Quédate aquí descansando con tu pequeña bola de pelo e intenta entrar en calor, ¿está bien?

Tras un largo momento, ella asintió con la cabeza y volvió a cerrar los ojos.

De nuevo, Brant pensó que la conocía de algo y le molestaba mucho no recordar de qué… sobre todo ya que siempre alardeaba de la buena memoria que tenía.

Observó como la perrita daba unas cuantas vueltas por la sala antes de volver a ponerse a los pies de su ama. Pensó que fuera quien fuera la mujer, no había tenido mucho sentido común al haber salido en una noche como aquélla. Probablemente había alguien muy preocupado por ella. Una vez que se ocupara de Tag, intentaría que le dijera si tenía que telefonear a alguien para decirle dónde se encontraba.

Volvió a ponerse el abrigo, respiró el último aliento de aire cálido del que disfrutaría durante un rato y salió a la tormenta.

Se apresuró en ocuparse de Tag y tomó cuanta leña pudo. Le dio la sensación de que durante la noche tendría que volver a salir a por leña en varias ocasiones. Agradeció que su arrendataria, Gwen Bianca, se hubiera asegurado de que había suficiente leña apilada para el invierno.

Se preguntó qué iba a hacer sin ella. Frunció el ceño al sentirse invadido por una nueva preocupación.

Desde que Gwen le había dicho que había comprado una casa cerca de Jackson Hole, donde frecuentemente exponía su cerámica, él había intentado pensar qué opciones tenía. Luchar contra los talibanes le mantenía demasiado ocupado como para preocuparse de si a miles de kilómetros de distancia había suficiente leña apilada para el invierno.

Cuando regresó a la vivienda, lo primero que hizo fue comprobar cómo estaba su inesperada huésped. La mujer todavía estaba durmiendo. Ya no temblaba y, cuando le tocó la frente, no parecía tener fiebre.

La perrita ladró un poco al verlo, pero no se movió de los pies de su ama.

Él se quitó el gorro y el abrigo, los cuales colgó en una salita que había junto a la entrada de la casa. Entonces volvió al salón. La mujer se había despertado. Estaba sentada en el sofá con los ojos completamente abiertos. Éstos eran de un bonito y cautivador color verde, la clase de color con la que él soñaba durante los úgubres inviernos afganos; el color de la esperanza.

Ella esbozó una vacilante sonrisa.

Brant se quedó boquiabierto al darse cuenta finalmente de qué la conocía.

¡Madre de Dios!

La mujer que estaba sentada en su sofá, la mujer a la que había vestido hacía unos minutos con sus peores pantalones, la mujer que había caído con su vehículo al arroyo, la mujer cuyas braguitas rosas había observado, no era otra que la famosa Mimi Van Hoyt.

Un hombre estaba mirándola.

Y no era un hombre cualquiera. Era alto, tenía el pelo oscuro y corto y los ojos azules. Poseía una complexión muy musculosa y una mandíbula pronunciada. Era la clase de hombre que solía ponerla nerviosa, era de los que no parecía que fueran a dejarse influir por una sonrisa y una insinuante mirada.

Parecía muy impresionado. Ella frunció el ceño al sentirse extremadamente incómoda bajo aquel escrutinio, aunque no podía decir exactamente por qué.

Miró a su alrededor y vio que estaba sentada en un sofá rojo de cuadros escoceses en una sala que no conocía. Las paredes estaban empapeladas con un anticuado papel de flores beis y los muebles no combinaban entre sí.

No recordaba haber llegado a aquel lugar, sólo tenía la impresión de que algo marchaba muy mal en su vida, de que se suponía que alguien debía ayudarla a resolver sus problemas. Había estado conduciendo, conduciendo bajo la nieve… y se había apoderado de ella un intenso momento de miedo…

Volvió a mirar al hombre y se dio cuenta de que era extraordinariamente guapo.

Se preguntó a sí misma si habría estado buscándolo. Parpadeó e intentó aclararse la mente.

—¿Cómo te sientes? —preguntó finalmente él—. Te examiné y parece que no tienes ningún hueso roto. Creo que el airbag evitó que te dieras un golpe muy fuerte en la cabeza cuando caíste al arroyo.

El arroyo. Ella cerró los ojos al venirle a la memoria la imagen de cuando había agarrado el volante de su vehículo con fuerza y había sentido la desesperada necesidad de encontrar a alguien que la ayudara.

El bebé. El bebé.

Se llevó las manos a la tripa y gimió.