Prisioneros del amor - Janelle Denison - E-Book
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Prisioneros del amor E-Book

Janelle Denison

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Beschreibung

La cazadora de recompensas Joelle Summers era muy buena en su trabajo, hasta que detuvo por error a Dean Colter, un atractivo hombre de negocios. A diferencia de sus prisioneros habituales, Dean parecía dispuesto a cumplir todas las fantasías de Joelle. Y aunque él clamaba su inocencia, ella no tardó en descubrir que no era tan inocente... Después de años trabajando como un esclavo, Dean Colter quería una aventura; pero que lo secuestrara una hermosa cazadora de recompensas, aficionada a esclavizar a sus prisioneros, no era exactamente lo que había planeado. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que ser su cautivo también tenía sus ventajas. Quizá fuese ella la que pusiera las esposas, pero Dean tenía la llave que abría las pasiones más desatadas de aquella ardiente mujer.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Janelle Denison

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Prisioneros del amor, n.º 166 - mayo 2018

Título original: A Wicked Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-588-7

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

1

Para Joelle Sommers el éxito era algo dulce, embriagador, y casi tan revitalizante como una buena noche de sexo.

Aunque de eso no había tenido mucho en las últimas semanas, pensó frunciendo los labios mientras tomaba asiento en su sillón de oficina y subía las botas sobre la esquina de su desordenado escritorio. Sin embargo, el triunfo de aquel día compensaba con creces la falta de un hombre en su vida. Al fin y al cabo, el sexo solo proporcionaba unos fugaces momentos de placer en comparación con la satisfacción por resolver un difícil caso de secuestro o desaparición y reunir a esas personas con sus familias.

Sus labios esbozaron una media sonrisa. Cuando le había comentado eso a una amiga días atrás mientras cenaban, esta le había respondido que lo que le ocurría en realidad era que no había dado aún con el hombre adecuado, porque, entonces, los placenteros efectos secundarios del sexo podían durar días y días.

«¡Imagínate!», se dijo Jo pensativa, incapaz de ignorar el cosquilleo que la recorrió ante la idea. Alargó la mano para tomar una carpeta y suspiró. Eso era lo único que había estado haciendo los últimos días, imaginar, porque había descubierto que sus fantasías eran mucho mejores que la realidad. Encontrar al hombre adecuado había resultado ser una tarea agotadora para la que ya no tenía ánimos.

Por desgracia, la mayoría de los hombres con los que había salido hasta la fecha mostraban la fea costumbre de meterse donde nos los llamaban. Cuando se enteraban de que había sido policía, y de que en la actualidad se dedicaba a buscar a personas desaparecidas o secuestradas y a capturar a fugitivos buscados por la ley, empezaban a sermonearla sobre los peligros que podía suponer una profesión así para una mujer.

¡Por favor! Ya había tenido suficiente de esa actitud autoritaria por parte de sus dos hermanos mayores. Le había llevado años conseguir que Cole y Noah dejaran de tratarla como a una niñita indefensa, y, aun así, tenía que insistirles en que podía apañárselas sola cuando se ponían pesados con que necesitaba que la respaldasen en algún caso complicado.

Lo quisiera o no, sabía que siempre tendría que luchar contra el estereotipo femenino de que una mujer debía ser delicada, llevar una vida tranquila, casarse y tener hijos. Precisamente porque se negaba a resignarse a ello había terminado discutiendo con todos los tipos con los que había salido y finalmente había decidido prescindir de los hombres. El caso era que había terminado reemplazándolos por el trabajo y, aunque no quisiera admitirlo, era un pobre sustituto de los placeres carnales.

«¡Deja de pensar en ello!»,se dijo. «Lo último que necesitas son la frustración y los problemas que acarrea una relación».

Además, lo cierto era que ningún hombre había despertado en ella tanta pasión o lujuria como para hacer que valiera la pena el esfuerzo, pensó Jo mientras estampaba el sello de «caso cerrado» sobre la carpeta. De algún modo eso la hizo sentirse mejor. Sí, esa era la clase de satisfacción que la hacía sentirse útil y de valor.

De pronto se escucharon unos golpes en la puerta abierta de su despacho. Jo alzó la vista y vio entrar a Melodie Turner, la secretaria de la agencia Sommers, investigadores especialistas.

—Te acaba de llegar algo, Jo —le dijo mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa—. Y creo que tiene toda la pinta de ser algo para celebrar.

Jo bajó los pies del escritorio y observó curiosa la cesta de regalo envuelta en papel celofán que Melodie había colocado frente a ella. Jo extrajo la tarjeta que la acompañaba y sonrió mientras leía la nota. La familia Faron le daba las gracias por haber pasado los últimos seis meses tras la pista de su hija Rachel, que se había fugado de casa, y habérsela llevado de vuelta.

No había sido un caso sencillo, ni mucho menos. La chica de trece años había desaparecido sin dejar rastro, atrapada por una secta. Habían cambiado su nombre y apariencia, pero finalmente las pistas la había llevado hasta Sacramento, y había logrado arrancarla de las garras de aquellos estafadores lava-cerebros. La pobre Rachel estaba en realidad tan asustada y echaba tanto de menos a los suyos que colaboró plenamente con Jo y la policía. Devolvieron a la joven con su familia y desarticularon aquella organización de embaucadores. Un final feliz.

Por desgracia, no todos los casos terminaban tan bien, por lo que cuando eso sucedía, verdaderamente era un motivo de celebración. Jo retiró el envoltorio de papel celofán, dejando al descubierto las exquisitas viandas que contenía.

—Mmmm… Champán, fresas… ¿Quieres brindar conmigo, Mel?

—No tienes que decírmelo dos veces —asintió esta yendo a buscar un par de vasos de plástico del montón que había junto a la máquina de café en el despacho de Jo—. Técnicamente mi horario ha acabado, y tampoco tengo plan para esta noche, así que…

Jo le lanzó una mirada divertida.

—¿Cómo?, ¿no tienes una cita con un hombre apuesto?

Melodie puso los ojos en blanco mientras descorchaba la botella.

—No he tenido una cita con un hombre, ni apuesto ni feo, desde hace meses.

«Pues ya somos dos…».

—Tal vez sea porque haces demasiadas horas extras. Te mereces una vida privada, Mel. Noah me dijo que te has estado quedando hasta muy tarde, como Cole.

Melodie tomó una fresa y se encogió de hombros, pero Jo observó que se ruborizaba ligeramente.

—Es que… En fin, no tengo nada mejor que hacer, y no hay una larga cola de pretendientes esperando frente a mi puerta.

—Bueno, desde luego no atraerás la atención de ningún hombre encerrada entre estas cuatro paredes y… —de pronto Jo se quedó callada al atar cabos en su mente. Lo cierto era que siempre le había parecido que a Melodie le gustaba Cole, pero… ¡Cielos! La verdad era que la compadecía. Su hermano no sabía ni que existía, la veía solo como a una eficiente y devota secretaria digna de confianza.

¿Cómo era posible que, después de dos años trabajando con él, Melodie no lo conociera lo suficiente como para evitar hacerse ilusiones? El interés de su hermano por las mujeres se resumía a relaciones esporádicas sin ataduras, y por lo general solo se fijaba en las rubias sofisticadas de piernas largas y bastante alocadas. Melodie era todo lo contrario: respetable, responsable, recatada, la clase de buena chica que Cole tendía a evitar. De hecho, la había contratado como un favor hacia su padre, Richard Turner, que se había convertido en una especie de mentor para él después de la muerte de su propio padre mientras cumplía con su labor de policía. ¡Pobre Melodie…! Jo sentía que era su deber como amiga advertirle, hacerla despertar de su sueño imposible, pero también sintió que era incapaz de romperle el corazón de aquel modo. No tenía derecho a destruir sus esperanzas.

Mientras Melodie servía el champán, Jo se desabrochó del hombro la funda de la pistola. Su hermano le había insistido en que si iba a trabajar con ellos debía llevar un arma, pero Jo no había tenido que hacer uso de ella por el momento y esperaba que siguiera siendo así.

Durante su instrucción en la academia de policía había aprendido que era mejor no sacar la pistola a menos que uno se sintiese preparado para disparar, y lo cierto era que, tal vez porque jamás se había sentido preparada, no había sido nunca capaz de apretar el gatillo, ni siquiera el día que… Como siempre notó una desagradable punzada en el pecho al recordar las devastadores consecuencias de su vacilación… La muerte de su compañero, Brian Sheridan. Se había acobardado, y su fallo le había costado la vida a Brian.

Desde aquel aciago día, un par de años atrás, por mucho que Cole dijera, Jo no sentía que un arma la protegiera. Prefería otros métodos de defensa, como la porra, o el grado de cinturón negro que había alcanzado en las clases de karate.

Levantaron sus vasos al mismo tiempo.

—Por muchos más finales felices —dijo Jo.

Mel la secundó y brindaron, tomando cada una un sorbo de champán.

—¿Melodie? —llamó una voz profunda desde otro lugar de la oficina.

Al oír la voz de Cole, la secretaria se puso en pie como un resorte y fue disparada hacia la puerta del despacho bajo la asombrada mirada de Jo. Sin embargo, justo antes de que salir, Mel tuvo que detenerse porque en ese mismo instante entraba Cole con una carpetilla de cartulina en la mano. Mel lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Me necesitabas? —murmuró. Su voz sonaba sin aliento, pero Cole ni siquiera lo notó.

—¿Sabes algo de Noah?

—Aún está pendiente del caso de divorcio de los Blythe —contestó Melodie, más recuperada, en su tono de eficiente secretaria—. Llamó esta tarde para saber si le habían dejado algún mensaje, pero me dijo que probablemente no volvería hasta el lunes.

—Estupendo —masculló Cole entre dientes, visiblemente irritado ante la falta de disponibilidad de su hermano. Se frotó la nuca, como si aquel brusco movimiento pudiera relajar la tensión que parecía irradiar su cuerpo—. Por cierto, ¿acabaste de pasar a máquina el informe final del caso Cameron?

—Sí, lo he dejado sobre tu mesa hace quince minutos, solo tienes que firmarlo.

Cole asintió sucintamente, y en ese instante sonó el teléfono de su despacho. Cole ni se movió, pero dirigió a Melodie una mirada que decía claramente: «¿Es que no piensas ir a contestarlo?».

Melodie, deseosa de complacerlo, pasó por detrás de él para atender la llamada.

—Diantres, Cole, no te mataría contestar el teléfono, ¿no crees? —dijo Jo mirándolo con los ojos entornados y mordiendo una fresa. Cole no contestó, así que añadió—: La jornada de Mel ya ha acabado. ¿O es que estás pagándole horas extra?

Su hermano frunció las cejas y miró el reloj, obviamente sorprendido por cómo había pasado el tiempo.

—Bueno, si aún está aquí es porque quiere, ¿no? Creía que, como seguía en la oficina, estaba trabajando.

Ese era parte del problema; Mel lo tenía tan acostumbrado que Cole daba ya por hecho el entusiasmo que ponía en su trabajo. En fin, se dijo Jo, no era su problema, no era a ella a quien le correspondía resolverlo, sino a la propia Melodie. Tenía que poner a Cole firme, y no solo en lo profesional, sino también en lo personal.

Los ojos azules de Cole se posaron sobre la cesta que Jo tenía sobre su mesa, y tomó la tarjeta que la acompañaba. Tras leerla, levantó la vista y dirigió una cálida sonrisa a su hermana. Siempre que lo hacía, a Jo le parecía estar viendo a una versión más joven de su difunto padre, con el revuelto cabello negro y atractivas facciones.

—Por cierto, felicitaciones por el caso Faron —dijo Cole agitando la tarjeta—. Fue un buen trabajo.

—Gracias —respondió Jo inclinando graciosamente la cabeza. Viniendo de su exigente hermano, no podía sino sentir una enorme satisfacción ante el cumplido.

Tras dejar su trabajo en el cuerpo de policía, y pedirle que permitiera que trabajara con él, Cole se había mostrado muy reticente, y Jo lo entendía, ya que su falta de sangre fría aquel aciago día había demostrado que no estaba lista del todo; pero cuando ella le había sugerido que podía encargarse de las desapariciones y secuestros de niños y adolescentes, él había aceptado darle una oportunidad. Además, había sido bueno para la agencia. Había atraído a un nuevo tipo de clientela, y a Jo la estaba ayudando a recuperar la confianza en sí misma. Inspiró apartando esos recuerdos de su mente y señaló con la mano el champán y las fresas.

—¿Quieres unirte a nuestra pequeña celebración? —invitó a Cole.

Él sacudió la cabeza.

—En otra ocasión. Dado que Noah nunca está cuando lo necesito, tendré que volver a llamar a Vince y… —Cole se quedó callado al darse cuenta de que acababa de cometer un grave error.

A la mención del agente de afianzamiento, Jo se irguió inmediatamente. Vince solía requerir alguna que otra vez la ayuda de un agente de cumplimiento de fianza para capturar a alguien que se hubiera fugado estando bajo fianza, y tanto ella como sus dos hermanos eran agentes autorizados para la recuperación de fianzas.

—¿Qué necesita Vince? —le preguntó a Cole.

Cole la miró malhumorado. A Jo no la sorprendió. Su hermano había adquirido el hábito de sobreprotegerla desde que su madre se divorciara de su padre, cuando ella contaba solo cinco años. Siendo el mayor, Cole había cargado entonces con muchos más deberes y responsabilidades que cualquier otro chico adolescente.

—Oh, vamos, Cole, escúpelo —lo instó Jo. Cole exhaló un profundo suspiro, pero al fin cedió.

—Lo de siempre, un tipo que estaba bajo fianza ha huido, y resulta que le debo a Vince un favor —le explicó Cole con un tono inusualmente despreocupado—. Le he seguido la pista hasta su residencia en el estado de Washington, y le iba a pedir a Noah que tomara el relevo, porque estoy a punto de resolver el caso Petrick, pero como no está disponible tendré que llamar a Vince y decirle que busque a otra persona para este trabajo.

—¡Yo lo haré! —exclamó Jo poniéndose de pie y rodeando el escritorio para ir junto a él.

—Ni hablar.

Durante un buen rato se sostuvieron la mirada, el uno frente al otro, los brazos de él cruzados y los de ella en jarras.

—¿Sabes, Cole? Me fastidia que me coartes de este modo. No soy una inepta. Recibí el entrenamiento necesario, ¿recuerdas?

—¿Quién ha hablado de ineptitud aquí? —replicó él frunciendo las cejas—. Maldita sea, Joelle, es solo que no creo que estés preparada para salir por ahí a cazar criminales. Precisamente por eso dejaste el cuerpo de policía.

Jo lo miró dolida. Ese no era el motivo por el que había dimitido, y él lo sabía, pero no quería hablar de ello, así que decidió cambiar de táctica:

—Vince siempre paga bien, y yo necesito dinero para pagar los gastos de los casos por los que recibo menos ingresos.

—Ya te he dicho que te ayudaré con eso si es necesario, Jo…

—Pero yo no quiero que lo hagas, Cole —lo cortó ella. No le parecía bien llevar a la agencia a la ruina por causa de su altruismo. Y, sin dejarle que replicara, le arrancó los papeles de la mano. Su hermano pareció darse por vencido, porque se dejó caer en la silla que antes había ocupado Melodie mientras permitía que Jo hojeara los contenidos de la carpeta: una copia compulsada del contrato de la fianza, la ficha policial con la fotografía del fugitivo, y una fotocopia del permiso de conducir.

—Dean Colter —leyó—. Edad: 32 años. Altura: un metro ochenta y tres. Peso: cuarenta y tres kilos.

A juzgar por la fecha de nacimiento, celebraría su trigésimo tercer cumpleaños entre rejas, ya que eso era el viernes de la semana siguiente.

La mirada de Jo fue de la foto del permiso de conducir a la de la ficha policial, comparando las dos. Su cabello era negro como el azabache, y en el informe decía que tenía los ojos verdes, pero el color no se apreciaba bien en las fotografías. Sin embargo, mientras que la primera mostraba a un hombre de sonrisa fácil y cabello corto, en la segunda lucía una sonrisa socarrona y desaliñadas greñas. Era obvio que la primera había sido tomada antes de que se diera a la vida criminal.

Jo continuó leyendo la ficha hasta dar con el motivo por el que lo habían procesado: Robo de coches a gran escala.

—Bah, no me parece que sea muy amenazante —dijo alzando la vista de los papeles y mirando a su hermano—. Venga, Cole, no se trata de un asesino.

—¿Cómo lo sabes? —le espetó él.

Jo se apoyó en el borde del escritorio.

—Bueno —comenzó en un tono de fastidio—, aquí dice que no tiene antecedentes penales. No puede ser tan peligroso.

Cole enarcó las cejas.

—¿Y no te parece raro que siendo tan inofensivo como tú crees, fijaran su fianza en cien mil dólares?

Jo volvió a bajar la vista al informe para confirmar lo que Cole acababa de decir, y al ver que así era, se quedó boquiabierta.

—¿C-cómo puede ser? Solo lo han procesado por robar coches. Es un delito, sí, pero un delito menor.

—Lo pillaron con media docena de coches de lujo cuyo destino era un desguace de una red de traficantes que vende las piezas en el mercado negro. La policía llevaba detrás de ellos los últimos tres meses. El tipo aseguró que podía darles el nombre de su contacto, e incluso estaba dispuesto a testificar contra él. El motivo por el que el juez fijó esa fianza tan elevada fue para que dijera la verdad, pero en cuanto Vince pagó la fianza, se esfumó. Sin embargo, siendo un delincuente novato era muy predecible, y como esperábamos ha regresado a su domicilio en Washington.

—Entonces es pan comido —contestó Jo. Si aquello salía bien, podía llevarse diez de los grandes.

Cole suspiró resignado.

—Hay más de quince horas en coche desde Oakland hasta Seattle.

¡Como si esa pequeñez fuera a detenerla! Jo hizo unos rápidos cálculos mentales:

—Si salgo dentro de una hora y paso la noche en un motel de camino, llegaré allí mañana por la tarde —le aseguró a Cole con una brillante sonrisa—. De hecho, estaré de vuelta antes de que acabe el fin de semana.

Sí, iba a ser pan comido. Regresaría con aquel tipo aunque fuera a rastras, y cien de los grandes estarían esperándola.

2

—¿Todavía estás en casa? —inquirió Brett Rivers, director de Colter Traffic Control, a su jefe en tono reprobatorio—. Deberías haber salido de ahí hace rato.

—Lo sé, lo sé… —murmuró Dean mientras salía del baño, el teléfono inalámbrico en una mano y la bolsa de aseo en la otra. Brett era su mano derecha, un buen amigo, y la única persona en la que confiaba lo bastante como para dejarlo al frente del fuerte en su ausencia—. Ya casi he terminado de recoger lo que necesito —le aseguró echando la bolsa en el interior de una mochila.

Tras haber trabajado tres años sin parar casi hasta llegar al agotamiento mental más absoluto, Dean estaba ansioso por saborear un poco de libertad y pasar una semana relajado, con una cerveza bien fría en una mano y una caña de pescar en la otra. Además, necesitaba estar a solas para poder pensar en su futuro, y en el futuro de la compañía que su padre había fundado. A la vuelta tendría que tomar importantes decisiones, y lograr liberar su mente de todo tipo de distracciones e influencias.

Echó un último vistazo por la habitación y, viendo que no le faltaba nada, cerró la cremallera de la mochila mientras contestaba a Brett:

—Ya sé que te dije que me iría temprano, pero es que tenía que dejar unas cuantas cosas resueltas antes de marcharme.

En cuanto hubo pronunciado las palabras un gemido de frustración escapó de su garganta. Empezaba a hablar igual que su padre, fallecido tres años atrás a causa de una apoplejía. ¿Cuántas veces había recibido aquella misma excusa de labios de su progenitor? ¿Cuántas veces se había sentido decepcionado al escucharla? ¿Y cuántas veces se había prometido que no sería como él cuando creciera, obsesionado con el trabajo hasta el punto de excluir de su vida todo lo demás?

Muchas, se contestó. Y sin embargo, allí estaba, dirigiéndose peligrosamente hacia el mismo punto de destrucción física y emocional. Desde luego sus esfuerzos se habían visto recompensados con la buena marcha de la empresa, pero en lo personal su vida era un desastre, y aquello estaba empezando a preocuparlo. ¿Cómo había llegado a eso? Antes de comprometerse con la empresa familiar, su vida había sido feliz y despreocupada. Y en cambio, ahora, cuando regresaba a casa por la noche, tras una jornada de doce horas, no había nada ni nadie esperándolo. ¿Y qué mujer soportaría, a la larga, el ritmo que llevaba?

Desde luego no Lora, la mujer con la que había estado prometido antes de tomar las riendas de Colter Traffic Control, antes de que el trabajo empezara a ocupar todo su tiempo. Desde entonces no había tenido más que alguna que otra aventura, pero nada serio, nada sólido, nada que mereciera la pena. ¿Cómo no, si apenas disponía de tiempo ni de ganas para conocer mejor a ninguna de esas mujeres?

Una semana atrás, sin embargo, había recibido una oferta muy tentadora. De aceptarla, podría cambiar su futuro y devolverle la vida que había perdido; pero el peso de las obligaciones y las responsabilidades con que se había cargado lo hacían dudar.

Dean apartó esos pensamientos de su mente. En la cabaña junto al lago que había alquilado ya tendría tiempo más que de sobra para darle vueltas al asunto.

—Bien, ¿y por qué me has llamado entonces? —inquirió Brett al otro lado de la línea—. Es sábado, y tengo a una pelirroja preciosa en la salita, con un vestido ajustado y muy corto, esperando a que le dedique toda mi atención.

Dean sonrió. Al menos su amigo tenía claras sus prioridades. Agarró la mochila, bajó las escaleras y entró en la cocina.

—Solo quería repasar un par de cosas contigo antes de salir a la carretera. Te he dejado algunos contratos en tu escritorio para que los revises mientras estoy fuera.

—De acuerdo, considéralo hecho.

Dean puso una nevera portátil sobre la mesa de la cocina y metió en ella unas cuantas latas y algo de comer para el camino.

—Bien. Oh, sí, otra cosa, Clairmont Construction ha aumentado su pedido de señales electrónicas, triángulos de seguridad y conos viales. La lluvia ha retrasado el trabajo de reparación que están llevando a cabo en la autopista, y están haciendo dos turnos para poder terminar dentro del plazo previsto.

—Dean, lo tengo controlado —le aseguró Brett amablemente—. ¿Quieres largarte ya? Y, por cierto, ¿te llevas a alguien contigo?

—No —contestó Dean mientras cerraba la tapa de la nevera—. Estaremos solos yo y la Madre Naturaleza.

—¿Es que no sabes divertirte? —le reprochó Brett decepcionado—. Déjame la dirección de ese sitio y te mandaré a una chica que te mantenga ocupado durante el día, caliente por las noches y que celebre contigo tu cumpleaños —le dijo en tono pícaro—. Te aseguro que volverás a Seattle como nuevo.

Dean había estado tan ocupado con el trabajo y su último viaje de negocios a San Francisco que se había olvidado hasta de su cumpleaños. Claro que tampoco era que en los últimos tres años hubiera hecho nada especial para celebrarlo, aparte de tomar unas copas con los amigos o cenar con su madre. No dudaba de la sinceridad de la oferta de Brett, pero la rechazó:

—Gracias, pero no. Pienso encontrar pronto y por mí mismo a la mujer adecuada.

Tras despedirse de su amigo colgó el teléfono. Salió fuera, y guardó en el maletero del coche la mochila, la nevera, y su equipo de pesca. Volvió dentro para asegurarse de que no se dejaba nada, y salió de nuevo, cerrando con llave tras de sí. Se dirigió hacia el garaje, donde lo esperaba su Mustang descapotable de color rojo… ¡¿junto a una mujer armada?!

Dean se detuvo sorprendido, observando con aprensión la pistola. Por fortuna estaba apuntando hacia el suelo y no a él, pero ¿qué hacía aquella mujer allí plantada? Tenía los pies separados en una pose casi militar, y parecía irradiar una cierta audacia y presunción.

Sin embargo, por lo demás, no tenía el aspecto de una mujer dura. Llevaba la abundante cabellera de color castaño recogida en una coleta, que dejaba al descubierto sus hermosas facciones. Tenía esa clase de belleza que solo requería de un ligero toque de maquillaje para ser deslumbrante. Era esbelta, ni muy alta ni muy baja, e innegablemente femenina.

Como si fueran las alas de una mariposa, las largas pestañas que bordeaban los ojos azules bajaron y subieron, y una media sonrisa, llena de seguridad, se dibujó en los carnosos labios.

A pesar de las circunstancias, Dean no pudo evitar que un escalofrío de placer le recorriera la espalda, y que su cuerpo se pusiera en alerta como hacía meses que no le ocurría frente a una mujer. Pero aquella resultaba demasiado seductora e incitante.

Con precaución, Dean se acercó un poco.

—¿Puedo ayudarla en algo?

La joven echó a andar también hacia él, con paso engañosamente tranquilo, y la intimidatoria pistola en la mano derecha. Sus caderas, enfundadas en unos vaqueros desgastados, se cimbreaban ligeramente al andar. El mismo movimiento hizo que la camisa que llevaba sobre una camiseta de algodón se abriera, dejando al descubierto unas esposas colgando de la cinturilla de los pantalones. De pronto se detuvo, como guardando las distancias.

—¿Dean Colter? —le preguntó en un tono exigente.

Sabía su nombre…

—S-sí, soy yo —balbució Dean sintiéndose en desventaja—. Pero ¿quién…?

—Jo Sommers —se presentó la joven—. Tu escolta personal, amigo.

Dean frunció el ceño, confuso. ¿Su escolta? Entonces recordó la conversación con Brett, lo que le había dicho sobre que le mandaría a una chica por su cumpleaños. ¡Diablos!, ¿cómo se las había apañado para hacerlo tan rápido?

Claro, de eso se trataba. La pistola, las esposas… Debía de ser una de esas actrices de agencia, una bailarina de striptease, que iría quitándose prenda tras prenda hasta dejar al descubierto aquel lujurioso cuerpo. Estaba más que dispuesto a cooperar. Sus vacaciones bien podían esperar un rato.

—¿Ibas a algún sitio?

Iría adonde ella quisiera llevarlo. Dedicándole su sonrisa más encantadora y persuasiva, Dean le lanzó un reto:

—Bueno, eso depende de lo que tengas en mente, cariño.

Una sonrisa burlona volvió a dibujarse en los labios de la mujer.

—No sé por qué me parece que no tienes ni idea de lo que tengo en mente. Ni un movimiento brusco, ¿me has entendido? Si haces exactamente lo que yo te diga, todo irá bien —le dijo Jo en un tono suave pero firme.

A Dean le picaba demasiado la curiosidad por ver qué iba a hacer, de modo que levantó las manos siguiéndole el juego.

—Cuentas con mi plena colaboración.

—Estupendo, eso nos facilitará las cosas a ambos —contestó ella. Hizo un gesto con el arma para que se acercara al vehículo—. Pon las manos sobre el maletero y abre las piernas.

Dean enarcó las cejas sorprendido. No había esperado más que un striptease, pero obedeció. Parecía que a la joven le habían encomendado interpretar completamente su papel.

—Imagino que ahora vas a cachearme —inquirió Dean con una sonrisa juguetona mirándola por encima del hombro. Ella se colocó detrás de él, dejando un rastro de su perfume en el aire.

—Vaya, de modo que ya has pasado por esto, ¿verdad? —le espetó ella. A Dean le pareció advertir un matiz de cinismo en su voz. Era una excelente actriz.

—En realidad no —replicó con otra sonrisa—, pero supongo que siempre hay una primera vez para todo.

Jo puso una mano en el centro de su espalda y guardó la pistola en la funda del cinturón.

—Voy a asegurarme de que no llevas ninguna arma oculta.

«Eso depende de qué tipo de arma estés buscando», pensó Dean divertido.

—Adelante, soy todo tuyo, puedes hacerme lo que te plazca.

Jo dejó escapar una risa de mofa. Apoyó una de sus botas contra la zapatilla de él, y sus finas manos comenzaron a recorrer los hombros y brazos de Dean. Cuando se inclinó hacia él para cachearlo por el tórax y el abdomen, sus senos rozaron la espalda de Dean, y este sintió que una ola de calor lo inundaba. De hecho, era como si cada centímetro que ella tocaba se pusiera al rojo vivo, y estaba tocándolo por todas partes.

Lo estaba haciendo de un modo impersonal, pero en cierta forma resultaba casi íntimo. Los dedos de la joven se introdujeron en la parte delantera de la cinturilla del pantalón y recorrieron toda la circunferencia de su cintura hasta alcanzar la espalda. Revisó los bolsillos traseros, descendió hacia las nalgas, y los pulgares se dirigieron a la costura entre sus muslos.

Dean aspiró con fuerza por la boca cuando las puntas de los dedos de la joven rozaron el territorio más masculino de su cuerpo. Sin embargo, la tentadora caricia no duró demasiado, lo justo para volverlo loco.

A continuación, las finas manos descendieron por la parte exterior de sus piernas; comprobaron los tobillos y volvieron a subir por el interior de las piernas hasta alcanzar de nuevo aquel punto delicado. Pero la descarada exploración aún no había terminado. Las manos de Jo se apartaron para deslizarse hacia la parte delantera del pantalón, comprobando también los bolsillos y encaminándose de nuevo peligrosamente hacia…

—Si no tienes cuidado, cariño, vas a acabar encontrando la única arma que llevo encima —le advirtió Dean.

La joven resopló y se apartó un momento de él, sólo para agarrarle la mano izquierda y forzarla sobre la espalda. Antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo, Dean sintió el frío metal de las esposas cerrarse en torno a su muñeca. Jo hizo lo mismo con la otra mano y le hizo darse la vuelta para que la mirara. Dean retorció las muñecas tratando de soltarse, pero parecía que las esposas no eran de juguete. Aunque fuera parte de una representación, no le gustaba sentirse prisionero.

—¿Sabes?, no hacía falta que me esposaras —le dijo a la joven con una sonrisa pícara—. Me rindo por propia voluntad.

Ella lo miró de arriba abajo.

—No es nada personal, amigo. Pareces un buen tipo, y te has mostrado cooperador, pero no me gusta correr riesgos con nadie.

Dean estaba perplejo, y más aún cuando ella lo tomó por el codo y lo empujó hacia la acera, donde había aparcado una camioneta Suburban negra. ¿De qué iba todo aquello? ¿Había malinterpretado tal vez toda la situación? Si fuera una bailarina de striptease debería estar ya vestida solo con un tanga y sonriéndole.

—¿Te importaría decirme adónde vamos?

—Sabes muy bien adónde vamos —respondió ella sin detenerse.

—No, me temo que no.

Pero ella no parecía dispuesta a creerlo ni a responder su pregunta. Al llegar junto al vehículo abrió la puerta del acompañante y, poniéndole una mano sobre la cabeza, lo obligó a entrar. Dean se quedó allí sentado unos segundos, demasiado perplejo para hacer otra cosa. ¿Qué diablos estaba ocurriendo allí?

La joven se encorvó y alcanzó el cinturón de seguridad, abrochándoselo a continuación. Cuando volvió a incorporarse, Dean advirtió al fin, por la seria mirada en sus iris azules, que no se trataba de una broma.

—¿No eres una bailarina de striptease, verdad? —le preguntó con aprensión.

Ella terminó de incorporarse y apoyó una mano en la puerta de la camioneta.

—¿Habías contratado a una bailarina de striptease? —inquirió enarcando una ceja.

—No —replicó Dean irritado—. Mi cumpleaños es el viernes de la semana próxima y creía que un amigo te habría enviado.

La joven rio. Parecía que su equivocación le hacía gracia.

—Siento decepcionarte y estropear tus planes de cumpleaños, pero mi ropa se va a quedar donde está.

«Una verdadera lástima», se dijo Dean.

—¿Entonces qué es lo que quieres de mí?

Jo se cruzó de brazos y se quedó mirándolo largo rato de un modo penetrante.

—Soy agente de recuperación de fianzas —lo informó—, y he venido a llevarte de vuelta a San Francisco para que te juzguen por robo de coches a gran escala.

Dean se quedó boquiabierto y a continuación frunció las cejas, tratando de digerir lo que acababa de decirle.

—¿Robo de coches? —repitió, su voz aguda por la incredulidad—. No tengo ni idea de lo que estás hablando.

—Oh, por supuesto que no… —contestó Jo sonriendo y sacando el arma de su funda.

Pensar que la pistola no era de juguete hizo que Dean se sintiera esa vez verdaderamente intimidado. ¡Iba a llevarlo de verdad a la cárcel! La sola idea de tener que pasar la noche en prisión hasta que sus abogados lo sacaran de aquel embrollo hizo que el estómago se le encogiera y que la frente empezara a sudarle a pesar de que era una fresca mañana del mes de mayo.

—Escucha… Te has equivocado de hombre —dijo tratando de hacerla razonar.

La joven suspiró con impaciencia.

—Tú mismo has admitido que eres Dean Colter; esta es la dirección que venía en el informe; y te ajustas a la descripción que tengo de ti —le dijo encogiéndose de hombros—. No necesito más pruebas para llevarte de vuelta a San Francisco.

Y antes de que Dean pudiera decir otra palabra en su defensa, Jo cerró la puerta de la camioneta y se encaminó hacia la casa. ¿Cómo diablos iba a salir de aquel lío?