¿Qué significa pensar? - Martin Heidegger - E-Book

¿Qué significa pensar? E-Book

Martin Heidegger

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Beschreibung

Pensar sólo acontece como aprendizaje, pues el pensar mismo está siempre de camino hacia el pensar. Cuando se pregunta «¿qué significa pensar?», no se trata sólo de saber qué se requiere para realizar correctamente el pensamiento, sino de remontarse a aquello que lleva al ser humano imperativamente a pensar. ¿Desde dónde llama este mandato a pensar? ¿Y en qué manera llega esta llamada a la esencia humana? Partiendo de la constatación de que «lo que más merece pensarse en nuestro tiempo problemático es el hecho de que no pensamos», en estas lecciones de 1951-1952 Martin Heidegger se mide con otros pensadores (Nietzsche, Parménides, Aristóteles o Kant) y su experiencia del pensar.

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¿Qué significa pensar?

¿Qué significa pensar?

Martin Heidegger

Traducción de Raúl Gabás

 

 

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Filosofía

 

Primera edición:2005

Segunda edición: 2008

Tercera edición: 2010

Título original: Was heißt denken?

© Editorial Trotta, S.A., 2005, 2008, 2010, 2023

www.trotta.es

© Max Niemeyer Verlag Tübingen, 1997

© Raúl Gabás Pallás, 2005

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-150-8

A mi fiel compañera en su sesenta aniversario

ÍNDICE

Nota previa

Primera Parte

Las lecciones en el semestre de invierno de 1951-1952

El hilo conductor entre las lecciones

Segunda Parte

Las lecciones en el semestre de verano de 1952

El hilo conductor entre las lecciones

NOTA PREVIA

Este escrito ofrece el texto intacto de los dos cursos, de una hora semanal cada uno, que bajo el mismo título fueron impartidos en el semestre de invierno de 1951-1952 y en el semestre de verano de 1952 en la Universidad de Friburgo de Brisgovia.

El texto de cada hora de las lecciones se indica mediante números romanos.

Las pausas semanales, o de mayor duración, entre las diversas clases me obligaban a trazar un hilo conductor para establecer una conexión con lo dicho anteriormente. Resumía, pues, el contenido de la sesión precedente y creaba así un clima de continuidad para los oyentes. Estos hilos conductores aparecen impresos por separado. Pueden leerse en su propia sucesión o intercalarse como transición entre las diversas clases del curso.

Primera Parte

SEMESTRE DE INVIERNO DE 1951-1952

I

Nos adentramos en lo que es pensar cuando pensamos nosotros mismos. Para tener éxito en este intento hemos de estar dispuestos a un aprendizaje del pensar.

Tan pronto como tomamos el camino del aprender, confesamos por ello mismo que todavía no somos capaces de pensar.

Pero el hombre incluye en su propia denominación la capacidad de pensar, y esto con razón. Él es, en efecto, un viviente racional. La razón, la ratio, se desarrolla en el pensamiento. Como el viviente racional, el hombre ha de poder pensar, con tal que quiera hacerlo. Pero quizá el hombre quiera pensar y no lo logre. A la postre, en este querer pensar pretende demasiado y, por ello, puede demasiado poco. El hombre puede pensar en cuanto tiene la posibilidad para ello. Pero esa posibilidad no nos garantiza todavía que seamos capaces de hacerlo. Lo cierto es que sólo somos capaces de aquello que apetecemos. Y, en verdad, apetecemos solamente lo que, por su parte, nos anhela a nosotros mismos y nos anhela en nuestra esencia, en cuanto se adjudica a nuestra esencia como lo que nos mantiene en ella. Mantener (manutención) significa propiamente proteger, dejar pacer en la tierra de pastos. Sin embargo, lo que nos mantiene en nuestra esencia sólo nos sustenta mientras nosotros mismos por nuestra parte retenemos lo que sostiene. Lo retenemos si no lo dejamos escapar de la memoria. La memoria es la congregación del pensamiento. ¿Con miras a qué? Con miras a lo que nos sostiene, en cuanto esto es pensado en nosotros, pensado precisamente porque es lo que merece pensarse. Lo pensado es lo regalado con un recuerdo, regalado porque lo apetecemos. Sólo si apetecemos lo que en sí merece pensarse, somos capaces de pensamiento.

Para ser capaces de pensamiento hemos de aprenderlo. ¿Qué es aprender? El hombre aprende en cuanto pone su hacer y omitir en correspondencia con lo que de esencial se le adjudica en cada caso. Aprendemos el pensamiento en la medida en que atendemos a lo que da que pensar.

Nuestro lenguaje llama, por ejemplo, lo amistoso a lo que pertenece a la esencia del amigo. Análogamente, a lo que en sí es lo que ha de pensarse, lo llamamos lo que pone o deja pensativo. Todo lo que pone pensativo da que pensar. Pero este don se confiere solamente si lo que pone pensativo es de suyo lo que ha de pensarse. Ahora y a continuación, a aquello que ha de pensarse siempre, desde antiguo y antes de cualquier otra cosa, lo llamaremos lo más merecedor de pensarse. ¿Qué es lo que más merece pensarse? ¿Cómo se muestra en nuestro tiempo problemático?

Lo que más merece pensarse es que nosotros todavía no pensamos; todavía no, aunque el estado del mundo se hace cada vez más problemático. Este hecho parece exigir, más bien, que el hombre actúe y actúe sin demora, en lugar de hablar en conferencias y congresos y moverse en la mera representación de lo que debería ser y de cómo habría de hacerse. Falta, por tanto, acción y de ningún modo pensamiento.

Y, sin embargo, quizá el hombre hasta ahora, desde siglos, ha actuado ya demasiado y pensado demasiado poco. Pero ¿cómo hoy puede afirmar alguien que nosotros no pensamos todavía, siendo así que en todas partes hay un interés vivo por la filosofía, un interés cada vez más patente, siendo así que casi todos pretenden saber qué pasa con la filosofía? Los filósofos son «los» pensadores. Así se llaman porque propiamente el pensamiento tiene su escenario en la filosofía.

Nadie pondrá en duda que hoy se da un interés por la filosofía. Pero ¿hay algo en nuestros días por lo que no se interese el hombre, si bien, evidentemente, bajo la forma de lo que él entiende por «interesarse»?

«Inter-és» significa: ser cabe las cosas y entre las cosas, hallarse en medio de una cosa y permanecer junto a ella. Pero lo cierto es que para el interés actual sólo vale lo interesante. Eso es lo que permite estar indiferente ya en el próximo momento y suplantar lo anterior por otra cosa, por otra cosa que nos afecta tan poco como lo anterior. Con frecuencia hoy creemos valorar algo especialmente por el hecho de encontrarlo interesante. Pero, en verdad, a través de ese juicio lo interesante queda desplazado ya a lo indiferente y muy pronto aburrido.

El que se dé un interés por la filosofía, todavía no es un testimonio fehaciente de la disposición a pensar. Sin duda hay por doquier una ocupación seria con la filosofía y sus preguntas. Hay un loable derroche de erudición para investigar su historia. Existen aquí tareas útiles y laudables, para cuya realización sólo las mejores fuerzas son suficientemente buenas, sobre todo cuando los investigadores ponen ante nuestros ojos los prototipos del gran pensamiento. Con todo, el hecho mismo de que durante años nos entreguemos con auténtico empeño al estudio de los tratados y escritos de los grandes pensadores, todavía no nos concede la garantía de que nosotros mismos pensemos o estemos dispuestos a aprender a pensar. Por el contrario: la ocupación con la filosofía puede simularnos muy pertinazmente la apariencia de que pensamos puesto que «filosofamos» sin cesar.

No obstante, sigue siendo extraño y parece arrogante afirmar que en un tiempo tan problemático como el nuestro, es el hecho de que no pensamos todavía lo que más merece pensarse. De ahí que debamos demostrar esta afirmación. Sin embargo, será más aconsejable esclarecerla primeramente. Pues podría suceder que, tan pronto como veamos con claridad lo que está implicado en ella, se haga innecesaria toda prueba. La afirmación dice:

Lo que más merece pensarse en nuestro tiempo problemático es el hecho de que no pensamos.

Hemos insinuado ya cómo debe entenderse la expresión «lo más merecedor de pensarse». Es lo que nos da que pensar. Tengámoslo muy en cuenta y concedamos su peso a cada palabra. Hay algo que por sí mismo, de suyo, en virtud de su cuna, digamos, nos da que pensar. Hay algo que nos incita a tomarlo en consideración, a que nos dirijamos a ello en forma pensativa, a que lo pensemos.

Por tanto, lo que merece pensarse, lo que nos da que pensar, de ninguna manera está fijado, no está implantado por nosotros, no somos nosotros los que lo hemos puesto ante nuestros ojos, los que lo hemos re-presentado. Lo que más da que pensar de suyo, lo más merecedor de pensarse, según la afirmación mencionada, es el hecho de que nosotros todavía no pensamos.

Y esto significa ahora: todavía no hemos llegado ante el ámbito, todavía no hemos entrado en el ámbito de lo que de suyo quisiera ser pensado en un sentido esencial. Posiblemente esto tenga su raíz en que nosotros, los hombres, todavía no nos dirigimos suficientemente a lo que quisiera ser pensado. Pero entonces esto, el que todavía no pensemos, sería solamente una tardanza, un atraso en el pensamiento o, a lo sumo, un descuido por parte del hombre. Y, en consecuencia, a esa morosidad humana se le podría poner remedio en forma humana a través de los medios adecuados. El descuido humano ciertamente daría que pensar, pero sólo de manera transitoria. El hecho de que no pensemos todavía sin duda sería digno de pensarse y, sin embargo, como un estado instantáneo y suprimible del hombre actual, nunca podría llamarse lo digno de pensarse por antonomasia. No obstante, cuando lo caracterizamos así, con ello indicamos lo siguiente: el hecho de que no pensemos de ninguna manera se debe a que el hombre todavía no se dirija en medida suficiente a lo que originalmente quisiera ser pensado, que en su esencia permanece como lo que ha de pensarse. Nuestra tardanza en pensar procede, más bien, de que lo merecedor mismo de ser pensado se aparta del hombre y se ha apartado ya desde hace tiempo.

¿No sentimos de inmediato la curiosidad de saber cuándo sucedió esto? Pero antes habremos de preguntar, y habremos de preguntarlo con mayor curiosidad todavía: ¿cómo podemos saber nada de semejante suceso?

Preguntas de ese tipo están al acecho y se precipitan por completo sobre nosotros si añadimos además: lo que propiamente nos da que pensar no se alejó del hombre alguna vez, en una determinada fecha histórica, sino que lo propiamente merecedor de pensarse se mantiene en ese alejamiento desde tiempos inmemoriales.

Por otra parte, el hombre de nuestra historia siempre ha pensado de alguna manera, e incluso ha pensado cosas profundas y las ha confiado a la memoria. Como el que así piensa, permaneció y permanece referido a lo que ha de pensarse. No obstante, el hombre no puede pensar propiamente mientras lo que ha de pensarse se sustraiga.

Ahora bien, tal como estamos aquí, si no queremos que nos vengan con historias, lo adecuado parece ser que rechacemos lo dicho antes como una única cadena de afirmaciones vacías, esgrimiendo que lo expuesto nada tiene que ver con la ciencia.

Es bueno que nos mantengamos tanto tiempo como sea posible en esa actitud de rechazo de lo dicho, pues sólo así nos situamos a la debida distancia para un arranque que quizá permita al uno o al otro dar un salto al pensamiento. En efecto, es cierto que lo dicho hasta ahora, y toda la exposición que ha de seguir, nada tiene que ver con la ciencia, y nada tiene que ver con ella precisamente si nuestra disquisición aspira a ser un pensar. El fundamento de este hecho está en que la ciencia por su parte no piensa, ni puede pensar, y, por cierto, para su propio bien, o sea, para asegurar la propia marcha que ella se ha fijado. La ciencia no piensa. Esta afirmación resulta escandalosa. Dejemos a la frase su carácter escandaloso, aun cuando apostillemos inmediatamente que, no obstante, la ciencia tiene que habérselas con el pensar en su propia forma especial. En cualquier caso, esa forma sólo es auténtica y en consecuencia fértil, si se hace visible el abismo que media entre el pensar y las ciencias, y que media entre ambos polos como infranqueable. Aquí no hay ningún puente, hay solamente un salto. Por eso, son perjudiciales todos los puentes provisionales y los puentes de vía estrecha que precisamente hoy quieren instalar un cómodo tráfico recíproco entre el pensar y las ciencias. Y, por tanto, nosotros ahora, en cuanto procedemos de las ciencias, hemos de soportar lo escandaloso y extraño del pensar, supuesto que estemos dispuestos al aprendizaje del mismo. Aprender significa: poner nuestro hacer y omitir en correspondencia con aquello que de esencial se nos adjudica en cada caso. Para que seamos capaces de lograrlo, hemos de ponernos en camino. Y si nos entregamos a la empresa de aprender a pensar, en el camino que tomamos al hacerlo, sobre todo no hemos de engañarnos precipitadamente sobre las preguntas cruciales, y hemos de entregarnos a preguntas donde se busca aquello que no puede encontrarse mediante ningún invento. Además los hombres actuales sólo podemos aprender si a la vez desaprendemos; en el caso que nos afecta: sólo podemos aprender el pensamiento si desaprendemos desde la base su esencia anterior. Mas para ello es necesario que al mismo tiempo la conozcamos.

Decíamos que el hombre no piensa todavía, y esto porque se aleja de él lo que habría de pensarse; la razón de que no piense de ningún modo está tan sólo en que el hombre no dirija en grado suficiente sus esfuerzos intelectuales a lo que merece pensarse.

Lo que ha de ser objeto de pensamiento se aleja del hombre, se le sustrae. ¿Pero cómo podemos saber lo más mínimo, cómo podemos siquiera nombrar lo que desde siempre se nos sustrae? Lo que escapa de nosotros se niega a llegar. Sin embargo, el sustraerse no es mera nada. El retirarse es un evento. Lo que se nos escapa puede afectarnos e incitarnos más que todo lo presente, que nos sale al encuentro y nos concierne. Somos propensos a tomar la afección de lo real por la realidad de lo que existe en nuestro mundo. Ahora bien, precisamente la afección por parte de lo real puede cerrar al hombre frente a lo que le afecta, si bien lo hace en una forma enigmática, de tal manera que se le escapa en cuanto se le sustrae. El evento de ese sustraerse podría ser lo más presente en todo lo ahora presente y así superar infinitamente la actualidad de todo lo actual.

Lo que se nos sustrae precisamente nos arrastra consigo, con independencia de que lo notemos o no inmediatamente, con independencia de que ni siquiera lo notemos. Cuando estamos bajo la corriente del sustraerse, nos hallamos —en forma muy distinta de la manera como las aves de paso se comportan con las corrientes— en camino hacia lo que nos atrae, y nos atrae escapándosenos. En cuanto nosotros, como los así atraídos, estamos en el camino que lleva hacia lo que nos atrae, nuestra esencia está acuñada ya por ese «camino que nos lleva a...». En el camino hacia lo que se sustrae, nosotros mismos apuntamos a lo que se retira. Nosotros somos nosotros en cuanto indicamos hacia allí, y no indicamos hacia allí accesoriamente y de pasada, sino que ese «estar en camino hacia...» es en sí una esencial y, por eso, constante indicación de lo que se sustrae. «En camino hacia...» significa ya: señalando lo que se nos sustrae.

En cuanto el hombre es de cara al tiro de dicha corriente, indica como el que así tira en dirección a lo que se sustrae. Como el que indica hacia allí, el hombre es el indicador. Y, en ello, el hombre no es primero hombre y, luego, además y ocasionalmente, un indicador, sino que el hombre es por primera vez hombre en cuanto llevado a lo que se sustrae, estando en camino hacia esto y, por ello, señalando a lo amagado. La raíz de su esencia está en ser ese indicador. A lo que en sí, por esencia, es un indicador, lo llamamos signo. El hombre es un signo en el camino hacia lo que se sustrae. Pero como este signo indica lo que se sustrae en cuanto escapa, no señala tanto lo que allí se sustrae, cuanto el sustraerse. El signo queda sin interpretación.

Hölderlin dice en un esbozo de su himno:

Somos un signo por interpretar.

Y el poeta continúa en las dos líneas siguientes:

No damos muestras de dolor,habiendo perdido la lengua en la lejanía.

Los esbozos para los himnos, junto a títulos como los de «La serpiente», «El signo», «La ninfa», exhiben también el de «Mnemosine». Podemos traducir la palabra griega por memoria. Podría disputarse acerca del artículo adecuado. Nuestra lengua dice también «el recuerdo», pero admite de igual manera modalidades de artículos como la cosa, la autorización o, por otra parte, el sepelio, el acontecimiento. Y Kant, por ejemplo, en su terminología unas veces antepone el artículo «el» y otras «lo» al conocimiento (Erkenntnis). Por eso, en correspondencia con el femenino griego, podemos traducir sin infligir violencia Mnhmosu,nh por «la memoria».

En efecto, Hölderlin usa la palabra griega Mnhmosu,nh como el nombre de una titánide. Según el mito, ella es la hija del cielo y de la tierra. Mito significa: la palabra que dice. Y decir es para los griegos: hacer manifiesto, hacer que aparezca y, en concreto, hacer que se manifieste y aparezca el aparecer y lo que adquie-re presencia en el aparecer, en su epifanía. Mu/qoj es lo que se hace presente en una leyenda: lo que aparece en la desocultación de su requerimiento. Mu/qoj es el requerimiento que afecta a toda esencia humana previamente a ella y desde su base, un requerimiento que permite pensar en lo que aparece, en lo que viene a instalarse en la presencia. Lo,goj dice lo mismo. Mu/qoj y lo,goj, contra lo que opina la usual historia de la filosofía, de ninguna manera llegan a oponerse por causa de la filosofía como tal; más bien, precisamente los tempranos pensadores de Grecia (Parménides, fr. 8) usan esos términos con la misma significación. Mu/qoj y lo,goj se escinden y contraponen por primera vez allí donde ni el uno ni el otro pueden conservar su esencia inicial. Esto sucedió ya en Platón. Creer que el mito fue destruido por el lógos es un prejuicio de la historia y de la filología, un prejuicio que, sobre la base del platonismo, éstas tomaron del racionalismo moderno. Lo religioso nunca es destruido por la lógica, eso acontece tan sólo por el hecho de que Dios se sustrae.

Mnemosine, la hija del cielo y de la tierra, como esposa de Zeus en nueve noches se convierte en madre de las musas. Juego y música, danza y poesía pertenecen al seno de Mnemosine, de la memoria. Sin duda esta palabra significa algo más que la simple facultad psicológicamente constatable de retener lo pasado en la memoria. La memoria piensa en lo pensado. Ahora bien, «memoria», como nombre de la madre de las diosas, no significa un pensamiento cualquiera de cualesquiera cosas pensables. Memoria es la concentración del pensamiento en aquello que por doquier haya podido ser pensado ya. Memoria es la congregación del pensamiento. Ella abriga en sí y esconde lo que en cada caso ha de pensarse antes en todo aquello que llega a estar presente, en aquello que, siendo, otorga el haber sido. La memoria, la madre de las musas, el recuerdo de lo que ha de pensarse, es la fuente de donde mana el pensamiento. Por eso, la poesía es el agua que a veces corre hacia atrás, hacia la fuente, hacia el pensamiento como recuerdo. Mientras creamos que es la lógica la que nos instruye sobre lo que es pensamiento, seremos incapaces de pensar en qué sentido todo poetizar descansa en el recuerdo. Toda acción poética brota de la meditación del recuerdo.

Bajo el título «Mnemosine» dice Hölderlin:

Somos un signo por interpretar...

¿Quiénes somos nosotros? Somos los hombres de hoy, los hombres de un hoy que lleva ya tiempo durando y al que todavía le queda tiempo por durar, pero eso en una prolongación para la que ningún cálculo temporal de la historia puede aportar una medida. En el mismo himno «Mnemosine» leemos: «Largo es el tiempo», a saber, el tiempo en el que somos un signo por interpretar. ¿No da bastante que pensar el hecho de que seamos un signo, y un signo por interpretar? Lo que el poeta dice en estas líneas y en las siguientes quizá pertenece al ámbito en el que se nos muestra lo que más merece pensarse, pertenece a aquello más merecedor de pensarse que la afirmación anterior sobre nuestro tiempo problemático intenta pensar. Quizá esta afirmación, si la pensamos adecuadamente, arroje luz sobre la palabra del poeta; y quizá las palabras de Hölderlin, por ser poéticas, nos llamen con mayor apremio y, en consecuencia, con señas más claras hacia el camino de un pensamiento que piensa lo más merecedor de pensarse. No obstante, en un primer momento permanece oscuro cuál haya de ser el sentido de la referencia a las palabras de Hölderlin. Parece cuestionable con qué derecho en el camino de un intento de pensamiento mencionamos a un poeta y precisamente a éste. (El hilo conductor, p. 75.)

II

¿Cómo vamos a pensar la relación tantas veces mencionada entre pensamiento y poesía mientras no sepamos qué significa pensar, mientras, por tanto, tampoco podamos pensar lo que significa poetizar? Seguramente los hombres de nuestro tiempo no tenemos ni noción de cómo los griegos pensando experimentaban su elevada poesía, de cómo pensando experimentaban las obras de su arte o, mejor dicho, no las experimentaban, sino que las hacían estar allí en la presencia de su irradiación.

Esto mismo podría esclarecer ya que no aducimos las palabras de Hölderlin como una cita del ámbito poético, para refrescar con ello y embellecer el camino polvoriento del pensamiento. Eso sería una deshonra de la palabra poética. Su decir descansa en su propia verdad, que se llama belleza. La belleza es una dádiva de la esencia de la verdad, teniendo en cuenta que verdad significa la desocultación de lo que se oculta. Bello no es lo que place, sino lo que cae bajo aquella dádiva de la verdad que acontece cuando lo eterno, carente de aparición y, por eso, invisible, llega al reflejo de la máxima aparición. Queremos dejar la palabra poética en su verdad, en la belleza. Pero esto no excluye, sino que incluye nuestro esfuerzo de pensar la palabra poética.

Si llevamos explícitamente las palabras de Hölderlin al ámbito del pensamiento, hemos de guardarnos de equiparar lo dicho poéticamente por Hölderlin con lo que hemos puesto ante nuestro ojos como lo «más merecedor de pensarse». Lo dicho con vena poética y lo dicho en tono pensante nunca son lo mismo; pero a veces son lo mismo, a saber, cuando se abre pura y decisivamente el abismo entre poetizar y pensar. Esto puede suceder cuando el poetizar es elevado y el pensar profundo. También de esto sabía mucho Hölderlin. Entresacamos algo de las estrofas tituladas:

Sócrates y Alcibíades

¿Por qué tú, sagrado Sócrates,a este joven rindes incesantes honores?¿No conoces cosa mayor?

¿Por qué tus ojos

lo miran con amor

como si a dioses miraran?

La segunda estrofa da la respuesta:

Quien lo más profundo ha pensado,ama lo más vivo,alta juventud entiende quien al mundo ha mirado.Y con frecuencia los sabiosal final se inclinan a lo bello.

Nos interesa el verso: «Quien ha pensado lo más profundo, ama lo más vivo». Pero en este verso con demasiada facilidad nos pasan desapercibidas las palabras propiamente significativas y, por tanto, fundamentales, a saber: los verbos. Oímos el verbo si acentuamos de otra manera el verso, desacostumbrado para los oídos habituales:

Quien ha pensado lo más profundo, ama lo más vivo.

La gran cercanía de los dos verbos «pensado» y «ama» constituye el centro de este verso. El querer descansa en el pensamiento. Es un racionalismo admirable el que funda el amor en el pensamiento. Parece como si tuviéramos ahí un pensamiento fatal, que está en vías de volverse sentimental. Pero lo cierto es que no se halla ninguna huella de esto en el verso citado. Apreciamos lo que él dice cuando somos capaces de pensar. De ahí que preguntemos: ¿qué significa pensar?

Lo que, por ejemplo, significa nadar nunca lo aprendemos mediante un tratado sobre la natación. Sólo el salto al torrente nos dice lo que significa nadar. La pregunta «¿qué significa pensar?» nunca puede responderse mediante una determinación conceptual del pensamiento, mediante una definición del mismo, de modo que a partir de ahí pudiéramos extender diligentemente su contenido. A continuación no pensaremos sobre el pensamiento. Quedaremos fuera de la reflexión, de una reflexión que convierte el pensamiento en su objeto. Grandes pensadores, primeramente Kant y luego Hegel, se dieron cuenta de la esterilidad de semejante reflexión. Por eso se vieron obligados a llevar sus reflexiones más allá de esa reflexión. Si fueron muy lejos, hasta dónde llegaron ellos, es una cuestión que nos dará mucho que pensar en el lugar adecuado de nuestro camino. En Occidente el pensar sobre el pensamiento se ha desarrollado como «lógica». Ella ha recogido conocimientos especiales sobre un tipo especial de pensamiento. Por primera vez en tiempos muy recientes estos conocimientos de la lógica se hacen fértiles científicamente, lo cual acontece en una ciencia especial que se llama «logística». Ésta es la más especial de todas las ciencias. En muchos lugares, especialmente en los países anglosajones, la logística es tenida ya por la única forma posible de filosofía rigurosa, porque sus resultados y su procedimiento proporcionan una utilidad segura para la construcción del mundo técnico. Por eso hoy en América y en otras partes la logística, como la auténtica filosofía del futuro, comienza a asumir el dominio sobre el espíritu. Por el hecho de que la logística se une en forma apropiada con la psicología y el psicoanálisis modernos, así como con la sociología, el trust de la filosofía venidera será perfecto. Y lo cierto es que ese cerco de ninguna manera ha de considerarse como una simple creación del hombre. Más bien, las disciplinas mencionadas están bajo el destino de un poder que va más lejos, de un poder cuyas designaciones más acertadas siguen siendo seguramente las palabras griegas poi,hsij («poesía») y te,cnh («técnica»), supuesto que para nosotros, los pensantes, denominen aquello que da que pensar. (El hilo conductor entre las lecciones, p. 81.)

III

Si intentamos aprender lo que significa pensar, ¿no nos perdemos en la reflexión que piensa sobre el pensamiento? A pesar de todo, en nuestro camino siempre cae una luz en el pensamiento. Pero no es la linterna de la reflexión la primera que produce esta luz. La luz viene del pensar mismo y sólo de él. Va inherente al pensamiento el enigma de que él mismo es llevado a su propia luz, lo cual sólo sucede cuando es un pensar y se guarda de aferrarse a ser un razonar sobre la razón.

El pensamiento piensa cuando corresponde a lo más merecedor de pensarse. Lo que debe pensarse se muestra en nuestro tiempo problemático en que nosotros todavía no pensamos. Lo que esta frase dice es ante todo una afirmación. Tiene la forma de un enunciado; pasemos ahora a ocuparnos de él. Investigaremos ante todo dos cosas: en primer lugar el tono de la afirmación y luego su fuerza enunciativa.

La afirmación queda formulada en los siguientes términos: lo que más requiere pensarse en nuestro tiempo problemático es el hecho de que nosotros no pensamos todavía.

En el estado de un enfermo de gravedad, por ejemplo, lo que deja pensativo es lo que nos produce preocupación. Y así decimos que nos da que pensar lo inseguro, lo oscuro, lo amenazador, lo tenebroso, en general, lo adverso. Si hablamos de lo que deja pensativo, normalmente nos referimos en primer plano a algo perjudicial y, con ello, a algo negativo. Un enunciado que habla de un tiempo problemático e incluso de lo que más da que pensar en él, según lo dicho apunta de antemano a un tono negativo. Tiene a la vista solamente los rasgos adversos y sombríos de la época. Mira a lo indigno y negativo en ella, a los fenómenos nihilistas. Busca su núcleo necesariamente en una carencia, según nuestra frase, en que hay una ausencia de pensamiento.

Conocemos hasta la saciedad este tono en el enjuiciamiento de nuestra época. En la generación inmediatamente anterior se hablaba del «ocaso de Occidente». Hoy se habla de la «pérdida del centro». Por doquier se persigue y diseña la decadencia, la destrucción, la amenazante aniquilación del mundo. Hay por todas partes un género especial de reportajes novelescos que se revuelven solamente en tales declives y depresiones. Por una parte, eso literariamente es más fácil que decir algo esencial y pensado en verdad; por otra parte, este tipo de literatura comienza a resultar aburrida. Se cree que el mundo no sólo está fuera de quicio, sino que además rueda hacia la nada del absurdo. Nietzsche, oteando la lejanía desde la posición más alta, acuñó para esto ya en los años ochenta del siglo XIX la expresión sencilla, precisamente por haberla pensado: «El desierto crece». Eso significa: la desertización se extiende. La desertización es más que la destrucción, es más terrible que ésta. La destrucción elimina solamente lo que ha crecido y lo construido hasta ahora; en cambio, la desertización impide el crecimiento futuro e imposibilita toda construcción. La desertización es más terrible que la mera aniquilación. Ésta elimina y pone en acción la nada, la desertización, en cambio, pone en juego y difunde lo que estorba e impide. El Sáhara de África, por ejemplo, es solamente una especie de desierto. La desertización de la tierra puede ir de la mano con la meta de un alto estándar de vida para el hombre, lo mismo que con la organización de un estado uniforme de dicha para todos los hombres. La desertización puede implicar lo mismo en ambos casos y proceder en todas partes de la manera más terrible, a saber, ocultándose. La desertización no es un simple cubrir de arena. La desertización es el rápido curso de la expulsión de Mnemosine. La expresión «el desierto crece» no procede del mismo lugar que las condenas usuales de nuestra época. «El desierto crece», decía Nietzsche hace casi setenta años. Y él añade: «¡Ay de aquel que esconde desiertos!».

Pero ahora parece como si la afirmación «lo más merecedor de pensarse en nuestro tiempo problemático es que nosotros no pensamos todavía», perteneciera al concierto de las voces que consideran enferma a la Europa actual y ven nuestra época abocada al ocaso.

¡Escuchemos con mayor precisión! La afirmación dice que lo más urgente de pensarse se cifra en que no pensamos todavía. La afirmación no dice que ya no pensamos, ni que no pensamos en absoluto. El «todavía no», dicho con precaución, quiere indicar que sin duda estamos en el camino del pensamiento desde hace mucho tiempo, no sólo en camino hacia el pensamiento como un comportamiento ejercitado en tiempos, sino además de camino en el pensamiento, en el camino del pensamiento.

De acuerdo con lo dicho nuestra afirmación trae un rayo de luz al horizonte de desertización, que no parece pesar sobre el mundo desde algún lugar, sino que, por así decirlo, es arrastrada por el hombre. De todos modos, la afirmación comentada califica nuestro tiempo de problemático. Con esta expresión, que no lleva inherente ninguna connotación de menosprecio, nos referimos a lo que nos da que pensar, a saber, a lo que requiere ser pensado. Lo problemático así entendido de ninguna manera tiene que ser lo que produce preocupación, o lo perturbador. Pues también nos da que pensar lo alegre, lo bello, lo misterioso, lo henchido de favor. Quizá esto que acabamos de mencionar es incluso más digno de pensarse que todo lo demás, que todo aquello que, por lo general sin pensarlo, acostumbramos a llamar «lo que da que pensar». Lo mencionado nos da que pensar, siempre y cuando no rechacemos el don, rechazo que se produce en cuanto consideramos que lo alegre, lo bello, lo que rezuma favor simplemente, están reservados al sentimiento y a la vivencia y han de mantenerse al abrigo de la corriente del pensamiento. Por primera vez cuando nos hayamos entregado a lo misterioso y henchido de favor como lo que propiamente da que pensar, podremos dedicar también nuestros esfuerzos reflexivos a lo que deba juzgarse acerca de lo maligno del mal.

Así pues, lo que más requiere pensarse podría ser algo elevado, incluso lo más elevado que hay para el hombre, si el hombre ha de seguir siendo aquel ser que es en cuanto piensa, o sea, que es requerido por lo pensado, porque su esencia descansa en la memoria. Y lo que más requiere pensarse, precisamente si es lo supremo, no tiene por qué excluir que sea a la vez lo más peligroso. ¿O creemos que el hombre soportará sin peligro para él la esencia de lo verdadero, de lo bello, del favor, por no mencionar otras cosas, aunque sólo se trate de pequeños asomos?

Por tanto, cuando nuestra afirmación habla del tiempo problemático y de lo que más requiere pensarse en él, no está guiada por el tono de perturbación y desesperación. La afirmación no puede conducirse a ciegas hacia lo peor. No es pesimista. Sin embargo, la afirmación tampoco es optimista. No pretende sosegar precipitadamente con artificiosas perspectivas esperanzadoras de lo mejor. ¿Qué queda entonces? ¿Lo que no está decidido entre ambas alternativas? ¿La indiferencia? Esto ¡menos todavía! Pues todo lo no decidido siempre vive solamente de aquello que no está sujeto a la alternativa de una decisión. También el que en su juzgar cree estar más allá o más acá del optimismo y del pesimismo, permanece orientado siempre al pesimismo y al optimismo, y se agarra solamente a una degeneración de la indiferencia. Pero el pesimismo y el optimismo, junto con la indiferencia y todas sus degeneraciones, alimentadas por ellos, proceden de una relación especial del hombre con lo que llamamos historia. Esta relación es difícil de captar en su peculiaridad, no porque esté muy lejos, sino precisamente porque para nosotros es siempre la usual. También nuestra afirmación procede sin duda de una relación con la historia y con la situación del hombre. ¿Cuál es esta relación? Al plantear la pregunta hemos llegado a la segunda dimensión que hemos de tomar en consideración en el contexto de nuestra afirmación. (El hilo conductor, p. 85.)

IV

En primer lugar, el tono de nuestra afirmación no implica nada de negativo, contra lo que podría parecer al escucharlo fugazmente. La frase no brota de ningún tipo de toma de posición menospreciadora. Lo segundo se refiere al carácter de enunciado que va inherente a la afirmación. Es obvio que la forma en que habla nuestra afirmación sólo puede insinuarse suficientemente si somos capaces de pensar lo que ella dice en verdad. Esta posibilidad en el mejor de los casos se dará al final de las lecciones, o quizá mucho más tarde. E incluso hay una mayor probabilidad de que este caso más favorable no llegue a producirse. Por eso ahora ya tenemos que prestar atención a la pregunta que arroja la afirmación cuando reflexionamos sobre su forma de decir. Pero nosotros entendemos esa forma en tal manera que no implica un simple modo. La forma de decir equivale aquí a melodía, a sonido y tono, lo cual no sólo afecta al sonar en el que toma cuerpo el decir. La forma del decir es el tono desde el cual y de cara al cual está templado lo dicho. Con ello insinuamos que ambas preguntas, la que se refiere al «tono» de nuestra afirmación y la relativa a su carácter de enunciado, guardan una conexión recíproca.

Según parece, apenas puede discutirse que la afirmación que habla de nuestro tiempo problemático y de lo que más requiere pensarse es un juicio sobre la época presente. ¿Qué diremos de tales juicios sobre el presente? Ellos caracterizan la época, por ejemplo, como abocada al ocaso, como enferma, decadente, golpeada por la «pérdida del centro». Ahora bien, en tales juicios lo decisivo no es que todos ellos apuntan a lo negativo, sino el hecho de que en general contienen una apreciación estimativa. Determinan el valor, por así decirlo, el estado de precios, al que pertenece la época. Tales apreciaciones se consideran inevitables, pero al mismo tiempo engorrosas. Sobre todo despiertan inmediatamente la impresión de estar en lo justo. Y por eso también pronto se les rinde el asentimiento de los muchos, sobre todo durante la época destinada a conformarse con tales juicios. Ahora esas épocas son cada vez más cortas. El hecho de que hoy vuelva a prestarse asentimiento a la afirmación de Spengler sobre el ocaso de Occidente, aparte de determinadas razones externas, se debe a que las palabras de dicho pensador son la consecuencia negativa, aunque acertada de la sentencia de Nietzsche: «El desierto crece». Insistimos en que estas palabras están pensadas, en que son verdaderas palabras.

Pero también parecen tener el mismo grado de razón otros juicios que se emiten sobre la época. Y la tienen efectivamente en cuanto gozan de certeza, pues se rigen por hechos, que pueden aducirse masivamente como prueba y cimentarse mediante citas hábilmente escogidas de escritores. Llamamos cierta (recta) la representación que se rige por su objeto. Desde hace mucho tiempo esta rectitud de la representación se equipara con la verdad, es decir, se define la esencia de la verdad por la rectitud de la representación. Si digo que hoy es viernes, esta frase es correcta, pues ella dirige la representación a la sucesión de los días de la semana y acierta con el actual. El juicio es una representación recta. Cuando juzgamos sobre algo, por ejemplo, cuando decimos: «Aquel árbol florece», nuestra representación ha de mantener la dirección al objeto, al árbol que florece. Pero ese mantener la dirección está siempre acompañado por la posibilidad de que, o bien no alcancemos la dirección, o bien la perdamos. Con ello la representación no carece de dirección, pero no es correcta en relación con el objeto. Dicho con mayor exactitud, el juicio es una representación recta y, por eso, posiblemente también incorrecta. Para que ahora veamos qué carácter enunciativo tiene nuestra afirmación sobre la época actual, hemos de mostrar más claramente cómo está el asunto con los juicios, es decir, con la representación correcta y la incorrecta. Y si lo pensamos de manera adecuada, estamos ya en medio de la pregunta: ¿qué es en general la representación?

¿Representar? ¿Quién de nosotros es tan zote que no sabe qué quiere decir representar? Cuando nos representamos algo, por ejemplo, un texto en el campo de la filología, una estatua en el ámbito de la historia del arte, un proceso de combustión en la química, en cada uno de esos casos tenemos una representación de los objetos mencionados. Y ¿dónde tenemos estas representaciones? Las albergamos en la cabeza. Las tenemos en la conciencia. Ellas están en el alma. Tenemos dentro de nosotros las representaciones, las representaciones de los objetos. Pero conviene ser cauto en este terreno, pues desde hace muchos años la filosofía lo ha roturado bastante, y en concreto ha cuestionado si las representaciones en nosotros corresponden a una realidad fuera de nosotros. Los unos dicen que sí, los otros que no; y otros a su vez afirman que esto no puede decidirse, y que tan sólo puede decirse al respecto que el mundo, o sea, el todo de lo real, es en cuanto nosotros nos lo representamos. «El mundo es mi representación.» En esta frase ha resumido Schopenhauer el pensamiento de la filosofía reciente. Hemos de mencionar aquí a Schopenhauer porque su obra principal El mundo como voluntad y representación, desde su aparición en el año 1818, ha ejercido un influjo duradero en todo el pensamiento de los siglos XIX y XX, incluso allí donde esto no se echa de ver inmediatamente, incluso allí donde se impugna la afirmación citada. Olvidamos con demasiada facilidad que un pensador actúa con más fuerza allí donde es impugnado que allí donde se le rinde asentimiento. Incluso Nietzsche hubo de pasar a través de una confrontación con Schopenhauer, a través de un encuentro en el que aquél, a pesar de su concepción opuesta de la voluntad, retuvo el principio de Schopenhauer: «El mundo es mi representación». Schopenhauer mismo dice sobre esta frase al comienzo del volumen segundo (cap.1) de su obra principal:

«El mundo es mi representación» es, como los axiomas de Euclides, una proposición que cada cual tiene que reconocer como verdadera en cuanto la entiende; aunque no es de tal clase que cualquiera la entienda en cuanto la oye. El haber traído a la conciencia esa proposición y vinculado a ella el problema de la relación entre lo ideal y lo real, es decir, entre el mundo de la cabeza y el mundo fuera de la cabeza, constituye, junto con el problema de la libertad moral, el rasgo distintivo de la filosofía moderna. Pues sólo tras haberse aventurado durante miles de años en una filosofía meramente objetiva el hombre descubrió que, entre las muchas cosas que hacen el mundo tan enigmático y complicado, la primera y más próxima es ésta: que, por muy inmenso y sólido que pueda ser, su existencia pende de un único hilo: y ese hilo es la conciencia de cada uno, en la que se asienta*.

Ante la falta de unidad de la filosofía acerca de lo que el representar sea en su esencia, sin duda sólo hay una salida para despejar el terreno. Esta salida consiste en abandonar el campo de las especulaciones filosóficas y estudiar cuidadosa y científicamente cómo está el tema de las representaciones en los seres vivos que las tienen, en concreto, en el hombre y los animales. De tales investigaciones se ocupa la psicología, entre otras ciencias. La psicología es ya una ciencia firmemente establecida y profusamente desarrollada, cuya importancia crece de año en año. Pero dejamos aquí de lado los resultados de la investigación de la psicología sobre lo que ella llama «representación», no porque sus resultados sean incorrectos o carentes de importancia, sino porque son resultados científicos. Pues como resultados científicos se mueven ya en un ámbito que también para la psicología ha de quedar en aquella otra parte que antes hemos mencionado. Por eso no debe admirarnos el hecho de que, dentro de la psicología misma, de ningún modo reine claridad acerca de qué es aquello donde deben incluirse las representaciones en uso, concretamente la del alma, la del inconsciente y de todas las profundidades y estratos en los que se articula el campo de la psicología. Aquí todo permanece problemático; no obstante, los resultados científicos son correctos.

Si ahora en nuestra pregunta acerca de qué es la representación dejamos de atenernos a las ciencias, no lo hacemos por la arrogancia de una ciencia mejor, sino por la precaución de un no saber.

Nosotros estamos fuera de la ciencia. Y en lugar de estar en ella nos encontramos, por ejemplo, ante un árbol en flor, y también el árbol está ante nosotros. Él se nos presenta. El árbol y nosotros nos presentamos recíprocamente, y lo hacemos por el hecho de que el árbol está ahí y nosotros estamos frente a él. El árbol y nosotros somos en la relación recíproca, puestos el uno ante el otro. Por tanto, en este presentar no se trata de «representaciones» que revolotean en nuestra cabeza. Detengámonos aquí concentradamente un instante, a la manera como aspiramos con profundidad antes y después de un salto. En efecto, ahora hemos saltado, hemos salido del círculo usual de las ciencias e incluso, como veremos, de la filosofía. Pero ¿a dónde hemos saltado? ¿Quizá a un abismo? ¡No! Más bien a un suelo. ¿A uno? ¡No! Más bien al suelo en el que vivimos y morimos, en el que no nos andamos con engaños. Es una cosa sorprendente e incluso terrible que hayamos de saltar al suelo en el que propiamente estamos. Si se requiere algo tan curioso como este salto, ha tenido que suceder algo que da que pensar. De todos modos, desde una perspectiva científica, el hecho de que cada uno de nosotros haya estado alguna vez ante un árbol en flor es la cosa más intrascendente del mundo. ¿Qué tiene esto de particular? Nos ponemos frente a un árbol, ante él, y el árbol se pone delante de nosotros. ¿Quién se presenta aquí propiamente, el árbol, nosotros, los dos, ninguno de los dos? Nos ponemos ante el árbol en flor tal como somos, no sólo con la cabeza o con la conciencia, y el árbol se nos presenta como el que es. ¿E incluso es el árbol más cortés que nosotros? ¿Se nos ha presentado primeramente el árbol para que nosotros podamos comparecer ante él?

¿Qué acontece aquí por el hecho de que el árbol se nos presenta y nosotros nos ponemos ante él? ¿Dónde tiene lugar este presentar cuando estamos frente a un árbol en flor, cuando estamos ante él? ¿En nuestra cabeza? Sin duda; algo sucederá en nuestro cerebro cuando estamos en una pradera y tenemos ante nosotros un árbol floreciente en su resplandor y fragancia, cuando lo percibimos. Hoy, a través de aparatos apropiados de transformación e intensificación, pueden incluso hacerse perceptibles acústicamente los procesos en la cabeza como corrientes cerebrales, y su transcurso puede diseñarse en curvas. ¡Cierto, eso es posible! ¡Qué no puede el hombre actual! Incluso le es posible ayudar en ciertos trechos. Y ayuda en todas partes con la mejor intención. ¡Qué no se puede! Seguramente nadie de nosotros sospecha lo que va a poder hacer científicamente el hombre en los próximos tiempos. Pero, limitándonos a nuestro caso, ¿dónde se queda el árbol floreciente para las corrientes del cerebro registrables científicamente? ¿Dónde queda la pradera? ¿Dónde queda el hombre? No preguntamos dónde queda el cerebro, sino el hombre, el que quizá mañana se nos muera y hasta ese momento nos salía al encuentro. ¿Dónde queda el representar en el que el árbol se presenta y el hombre se pone como el que está frente al árbol?

En el representar al que nos referimos sin duda se produce algo también en lo que describimos como esfera de la conciencia y consideramos como lo anímico. Pero ¿está el árbol «en la conciencia», o está en la pradera? ¿Yace la pradera como vivencia en el alma o extendida en la tierra? ¿Está la tierra en nuestra cabeza, o estamos nosotros en la tierra?