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EL PASADO NUNCA DESAPARECE DEL TODO Megan tiene ahora una vida acomodada con dos hijos, un marido estupendo y una casa acogedora, pero tiempo atrás transitó por el lado salvaje. Ray trabaja actualmente para la prensa sensacionalista, pero antes fue un talentoso fotógrafo documental. Broome es un detective incapaz de sacarse de la cabeza un viejo caso ya archivado: un padre de familia que desapareció sin dejar rastro hace diecisiete años. Megan, Ray y Broome viven presentes que nunca habían deseado y ocultan secretos que están a punto de salir a la luz.
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Seitenzahl: 510
Veröffentlichungsjahr: 2013
Índice
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Epílogo
Agradecimientos
Harlan Coben
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Título original inglés: Stay Close.
© Harlan Coben, 2012.
© de la traducción: Ramón de España, 2013.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: octubre de 2024.
OEBO496
ISBN: 978-84-9006-995-0
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
DEDICADO A MIS TÍOS DIANE Y NORMAN REITER
Y A MIS TÍOS ILENE Y MARTY KRONBERG,
CON AMOR Y GRATITUD.
Bien, todo muere ahora, nena, y no hay más que hablar Pero tal vez todo lo que muere pueda algún día regresar.
BRUCE SPRINGSTEEN, Atlantic City
A veces, en ese nanosegundo en el que atrapaba una imagen y perdía de vista el mundo por culpa del fogonazo del flash, Ray Levine veía la sangre. Sabía, por supuesto, que solo estaba en su imaginación, pero a veces, como en ese preciso instante, la visión era tan real que tenía que bajar la cámara y mirar fijamente el suelo que tenía delante. Ese momento espantoso —el instante en que la vida de Ray cambió por completo, haciendo que dejara de ser un hombre con futuro e ilusiones para convertirse en ese fracasado monumental que tienes ahí delante— nunca lo visitaba en sueños ni cuando estaba a solas en la oscuridad. Más bien al contrario, esas visiones devastadoras esperaban a que estuviese totalmente despierto, rodeado de gente y dedicado a lo que podría definirse sarcásticamente como trabajo alimentario.
Compasivas, las visiones se fueron desvaneciendo mientras Ray seguía sacándole fotos al Chaval del Bar Mitzvah.
—Mira hacia aquí, Ira —le gritaba Ray desde detrás del objetivo—. ¿Quién te diseña la ropa? ¿Es cierto que Jen y Angelina siguen peleándose por ti?
Alguien le arreó una patada en la espinilla. Otro lo empujó. Pero Ray seguía inmortalizando a Ira.
—¿Dónde es la juerga, Ira? ¿Quién es la afortunada que te arranca el primer baile?
Ira Edelstein frunció el ceño y apartó el rostro de la cámara. Ray se lanzó hacia delante, inasequible al desaliento, tomando fotos desde cualquier ángulo posible. «¡Quítate de en medio!», le gritó alguien. Otro lo empujó. Ray intentaba mantener el equilibrio.
Snap, snap, snap.
—¡Malditos paparazzi! —gritó Ira—. ¿Es que no puedo tener ni un momento de tranquilidad?
Ray puso los ojos en blanco. Pero no se retiró. Desde atrás del objetivo de la cámara, regresó la visión de la sangre. Trató de quitársela de encima, pero no había manera. Mantenía el dedo clavado en el disparador. Ahora, Ira, el Chaval del Bar Mitzvah, se movía a cámara lenta, estroboscópica.
—¡Parásitos! —se quejó Ira.
Ray se preguntó si era posible caer más bajo.
Recibió la respuesta en forma de otro puntapié en la espinilla: ni hablar.
El guardaespaldas de Ira —un tipo enorme con la cabeza afeitada que atendía al nombre de Fester— apartó a Ray con la ayuda de un antebrazo del tamaño de un roble. La verdad es que se lo tomó demasiado en serio, pues estuvo a punto de tirarlo al suelo. Ray le dedicó una mirada del tipo «no te pases». Fester se disculpó.
Fester era el jefe y amigo de Ray, además del responsable de Celeb Experience: Paparazzi por Encargo... Que venía a ser exactamente lo que parecía. Ray no se dedicaba a acosar a famosos para obtener imágenes comprometedoras que vender a los tabloides, como haría un paparazzo de verdad. No, lo cierto es que Ray estaba incluso por debajo de eso —era lo que la Beatlemanía a los Beatles—, pues se limitaba a ofrecer la «experiencia de los famosos» a cualquier aspirante que se la pudiera permitir. Resumiendo: los clientes, que en su mayoría disfrutaban de una autoestima excesiva y que, probablemente, tenían problemas de erección, contrataban a paparazzi para que los siguiesen a todas partes, haciéndoles fotos que incluir en un álbum que recogiera «la experiencia definitiva de la fama gracias a tus propios y exclusivos paparazzi».
Ray imaginaba que siempre podría caer aún más bajo, pero ello no era posible sin una intervención divina urgente.
Los Edelstein se habían decidido por el «Megapaquete de primera»: dos horas con tres paparazzi, un guardaespaldas, un publicista y un tío con un micro de percha, todos ellos persiguiendo al «famoso» y sacándole fotos como si se tratara de Charlie Sheen entrando subrepticiamente en un monasterio. El «Megapaquete de primera» incluía un DVD de recuerdo, sin ningún gasto suplementario, y tu careto en la portada de una revista de cotilleos falsa bajo un titular hecho a medida.
¿Y cuánto cuesta el «Megapaquete de primera»?
Cuatro de los grandes.
Por responder a la inevitable pregunta: en efecto, Ray se odiaba a sí mismo.
Ira se abrió camino a empujones y desapareció en la sala de baile. Ray bajó la cámara y contempló a sus dos colegas. Ninguno de ellos llevaba grabada en la frente la F de fracasado porque, francamente, resultaría redundante.
Ray miró la hora.
—Maldita sea —sentenció.
—¿Qué pasa?
—Aún nos quedan quince minutos.
Sus compañeros de fatigas —cuya inteligencia apenas les daba para escribir su nombre en el barro con un dedo— gruñeron. Quince minutos más. Eso quería decir que había que irse para dentro y trabajarse la introducción. Algo que Ray detestaba.
El bar mitzvah tenía lugar en la Mansión Wingfield, una ridícula sala de banquetes que, si fuese un poco más discreta, podría pasar por uno de los palacios de Sadam Hussein. Por todas partes había lámparas de araña, espejos, marfil falso, madera ornamentada y pintura dorada a toneladas.
Regresó la imagen de la sangre. Ray se deshizo de ella con un parpadeo.
La fiesta era de campanillas. Los hombres parecían bregados y ricos. Las mujeres, bien conservadas y mejoradas quirúrgicamente. Ray se adentró entre la turba luciendo pantalones vaqueros, una arrugada chaqueta gris y unas Chuck Taylor negras de media caña. Varios invitados lo miraron como si acabara de defecar en su ensalada.
Había una banda con dieciocho músicos más un «dinamizador», quien se suponía que estaba allí para hacer más fluido el contacto entre los invitados. Algo así como el peor presentador de concursos televisivos que quepa imaginar. O el personaje más patoso de los Teleñecos. El dinamizador en cuestión agarró el micro y dijo «Damas y caballeros —con una voz que recordaba la de un presentador de combates de boxeo—, sean tan amables de darle la bienvenida, por primera vez desde que recibió la Torah y se convirtió en un hombre, al único e inimitable... ¡Ira Edelstein!».
Ira apareció junto con dos... Ray no sabía muy bien cuál era el término adecuado para describirlas, pero igual servía «strippers de lujo». Las dos macizas escoltaban al pequeño Ira por el salón, empujándolo con el escote. Ray tenía la cámara preparada y se propulsó hacia delante, meneando la cabeza. El crío tenía solo trece años. Si unas mujeres semejantes se le hubiesen acercado a él a su misma edad, la erección le habría durado una semana entera.
Juventud, divino tesoro.
El aplauso fue ensordecedor. Ira le dedicó a la masa un saludo real.
—¡Ira! —gritó Ray—. ¿Son tus nuevas diosas? ¿Es cierto que igual añades una tercera a tu harén?
—Por favor —dijo Ira con un quejido muy ensayado—. ¡Tengo derecho a mi intimidad!
Ray consiguió no vomitar.
—Pero tu público quiere saberlo.
Fester, el guardaespaldas de las gafas de sol, le clavó la manaza en el hombro, permitiendo que Ira pasara a su lado sin detenerse. Ray disparó, cerciorándose de que el flash cumpliría su mágica función. La banda estalló —¿cuándo empezaría a sonar la música en bodas y bar mitzvahs a un volumen tan estruendoso?— con el nuevo himno festivo Club Can’t Handle Me. Ira se dedicó a tontear un rato con las dos chicas contratadas a tal efecto. A continuación, sus amigos de trece años se sumaron al barullo, llenando la pista de baile y dando saltos sin orden ni concierto. Ray «luchó duramente» con Fester para obtener algunas fotos más; y luego miró el reloj.
Solo quedaba un minuto.
—¡Paparazzi de mierda!
Otra patada en la espinilla a cargo de otro pequeño cretino.
—¡Ay, joder, que eso hace daño!
El cretino se dio el piro. Ray tomó nota mental: había que llevar protección en las espinillas. Miró hacia Fester en busca de compasión. Fester lo liberó con un gesto de la cabeza para que lo siguiera hasta un rincón. Había tanto ruido que se deslizaron por entre las puertas.
Fester señaló hacia atrás, al salón de baile, con un enorme pulgar.
—El chaval lo ha hecho de miedo en la parte de la haftorah, ¿no te parece?
Ray se limitó a mirarlo fijamente.
—Mañana tengo un trabajito para ti —le dijo Fester.
—Chachi. ¿De qué se trata?
Fester puso mala cara.
Y eso a Ray no le gustó:
—Ay, ay, ay.
—Se trata de George Queller.
—Dios nos asista.
—Pues sí. Y quiere lo de costumbre.
Ray suspiró. George Queller intentaba impresionar a las chicas en su primera cita a base de abochornarlas y, finalmente, aterrorizarlas. Contrataba los servicios de Celeb Experience para hostigarlo a él y a la mujer de turno —la del mes pasado, sin ir más lejos, era una tal Nancy— cuando entraban en algún restaurantito romántico. Una vez la chica estaba a salvo en el interior del local, se le entregaba, ante su estupor, una carta redactada a propósito para la ocasión en la que podía leerse: «La primera cita, de muchas otras, entre George y Nancy», con la dirección, el día, el mes y el año impresos debajo. Cuando se iban del restaurante, los paparazzi por horas estaban allí, pulsando sus disparadores mientras le preguntaban a gritos cómo era que había renunciado a un fin de semana en St. Barth con Jessica Alba por la adorable (y ahora aterrorizada) Nancy.
George consideraba que esas románticas maniobras constituían el preludio de la felicidad eterna. Pero Nancy y las de su sexo opinaban, más bien, que eso era lo que venía antes de la mordaza y la mazmorra.
George nunca había disfrutado de una segunda cita.
Fester, finalmente, se quitó las gafas de sol.
—Quiero que lleves la voz cantante.
—Paparazzo en jefe —dijo Ray—. Más vale que llame a mi madre, para que pueda presumir con las amigas del bingo.
Fester se echó a reír.
—Te quiero, ya lo sabes.
—¿Ya hemos acabado por aquí?
—Sí.
Ray guardó cuidadosamente la cámara, separando el objetivo de la estructura, y se echó la funda al hombro. Se acercó a la puerta cojeando, no por las patadas recibidas durante el jolgorio, sino por los restos de metralla que tenía alojados en la cadera: fue toda esa munición la que marcó el inicio de su decadencia. No, eso era demasiado fácil. La metralla era una simple excusa. En un momento dado de su miserable existencia, Ray había tenido un potencial prácticamente ilimitado. Había salido de la Facultad de periodismo de la Universidad de Columbia con lo que uno de sus profesores había definido como «un talento casi sobrenatural» —que ahora desperdiciaba— en el área de fotoperiodismo. Pero al final, esa vida no le había funcionado. Hay gente que atrae los problemas. Ciertas personas, por agradable que sea el camino que les concede la vida, siempre se las apañan para acabar hundiéndose.
Ray Levine era una de esas personas.
Afuera estaba oscuro. Ray dudaba entre irse directamente a casa y a la cama o visitar un sórdido bar que se llamaba Tetanus. No es fácil decidirse cuando tienes tantas opciones.
Volvió a pensar en el cadáver.
Ahora las visiones atacaban con furia y rapidez. Algo comprensible, suponía. Hoy era el aniversario del día en que acabó todo, el día en que cualquier esperanza de felicidad duradera murió como... En fin, aquí la más obvia de las metáforas incluiría las visiones mentales, ¿no?
Frunció el ceño. ¡Eh, Ray, no te pongas melodramático!
Había confiado en que el trabajo insulso de hoy lo distraería. Pero no había sido así. Recordó su propio bar mitzvah, aquel momento en el púlpito en que su padre se inclinó junto a él y le susurró al oído. Recordó el olor a Old Spice de su progenitor y la suavidad con que le había puesto la mano en la cabeza mientras le decía, con lágrimas en los ojos: «Te quiero mucho».
Ray se deshizo de ese recuerdo. Le hacía menos daño pensar en el cadáver.
Los aparcacoches habían intentado cobrarle —supuso que no creían en la cortesía profesional—, así que acabó encontrando un hueco a tres manzanas de distancia, en un callejón. Torció y allí estaba: su asqueroso Honda Civic de los últimos doce años, con un parachoques de menos y una ventanilla sostenida con cinta aislante. Se frotó la barbilla. No se había afeitado. Cuarenta años y sin afeitar, con una birria de coche y un apartamento en el sótano que necesitaría multitud de obras para ser calificado como leonera, sin expectativas y con un consumo excesivo de alcohol. Le gustaría poder sentir pena de sí mismo, pero para eso tendría que sentir algo en general.
Estaba sacando las llaves del coche cuando alguien le asestó un potente golpe en la nuca.
¿Pero qué...?
Aterrizó sobre una rodilla. El mundo se oscureció. Sentía escalofríos en la cabeza. Estaba desorientado. Intentó mover la cabeza, despejarse.
Otro golpe. Esta vez, cerca de la sien.
Dentro de su cabeza, algo explotó como un relámpago de luz brillante. Se desplomó en el suelo, con cada una de sus extremidades desparramándose en derredor. Puede que perdiera el conocimiento —no estaba seguro—, pero de repente sintió que le tiraban del hombro derecho. Por un momento, se quedó inmóvil, sin capacidad ni ganas de ofrecer resistencia. La cabeza le dolía de una manera espantosa. La parte primitiva del cerebro, la más animal, se había preparado para la supervivencia. Evita más castigos, le decía. Hazte una bola y protégete.
Otro fuerte tirón estuvo a punto de desencajarle el hombro. El tirón remitió y empezó a desaparecer; en ese momento, una evidencia hizo que Ray abriera los ojos como platos.
Alguien le estaba robando la cámara.
Se trataba de una Leica clásica pasada recientemente a digital. Sintió que su brazo se alzaba en el aire, recorrido por la correa del estuche. En un segundo, nada más, la cámara desaparecería.
Ray no poseía gran cosa. La cámara era lo único que realmente apreciaba. Le servía para ganarse la vida, cierto, pero también era su única relación con el Ray de antes, con la existencia que había conocido antes de la sangre, y no pensaba renunciar a todo eso sin presentar batalla.
Demasiado tarde.
La correa ya había abandonado su brazo. Se preguntó si tendría otra oportunidad, si el ladrón iría a por los catorce pavos que llevaba en la cartera, brindándole así esa ocasión. Pero no podía esperar a descubrirlo.
Con la cabeza dándole vueltas y las rodillas cediendo, Ray gritó: «¡No!», y trató de lanzarse contra su agresor. Chocó con algo —puede que unas piernas— e intentó agarrarlo con los brazos. Aunque no lo tenía muy bien cogido, el impacto fue suficiente.
El agresor fue a parar al suelo. Igual que Ray, que aterrizó sobre el estómago. Oyó el tintineo de algo que se había caído y confió por lo más sagrado en no haberse cargado su propia cámara. Intentó mantener los ojos bien abiertos a base de parpadeos, pero solo obtuvo sendas ranuras por las que pudo entrever el estuche de la cámara a escasa distancia. Trató de arrastrarse hacia allí, pero entonces vislumbró dos cosas que le helaron la sangre.
La primera fue un bate de béisbol en el pavimento.
La segunda —y mucho más preocupante— fue la mano enguantada que lo recogía.
Intentó mirar hacia arriba, pero era inútil. Recordó el campamento de verano que dirigía su padre cuando él era un crío. Papá —todos los campistas lo llamaban «tío Barry»— solía encabezar una carrera de relevos en la que sostenías un balón de baloncesto por encima de la cabeza y te ponías a dar vueltas a la mayor velocidad posible, mirando la pelota, y cuando ya estabas bien mareado, tenías que recorrer la cancha y encestar. El problema consistía en que te habías mareado de tal manera con las vueltas, que acababas yéndote por un lado y la pelota, por otro. Así se sentía ahora, como si se tambalease hacia la izquierda mientras el resto del mundo tiraba hacia la derecha.
El ladrón de cámaras agarró bien el bate y fue a por él.
—¡Socorro! —gritó Ray.
No apareció nadie.
El pánico se apoderó de él... Seguido rápidamente por un primitivo instinto de supervivencia. Sal pitando. Intentó mantenerse de pie, pero no, de momento eso no parecía posible. Ray estaba hecho una lástima. Otro golpe, otro leñazo con el bate de béisbol...
—¡Socorro!
El atacante avanzó dos pasos hacia él. Ray no tenía elección. Echado sobre su estómago, se apartó como un cangrejo herido. Oh, claro, eso funcionaría. A esa velocidad, no tardaría nada en alejarse del bate, ¿verdad? Tenía prácticamente encima al capullo del bate de béisbol. No había nada que hacer.
Ray se golpeó el hombro contra algo y se dio cuenta de que se trataba de su coche.
Por encima de él, vio acercarse el bate. Faltaba un segundo, tal vez dos, para que le reventara el cráneo. Solo tenía una oportunidad, pero la aprovechó.
Ray torció la cabeza a la derecha hasta que la mejilla rozó el pavimento, aplanó el cuerpo todo lo que pudo y se deslizó bajo el vehículo. «¡Socorro! —volvió a gritar. Y luego le dijo a su agresor—: ¡Pilla la cámara y lárgate!».
Y eso fue exactamente lo que hizo. Ray oyó cómo los pasos se iban apagando por el callejón. Maravilloso. Intentó salir de debajo del coche. La cabeza se le quejó, pero siguió a lo suyo. Ahora estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada contra la puerta del copiloto. Se quedó ahí un rato. Imposible decir cuánto. Puede incluso que se desmayara.
Cuando se sintió capaz, maldijo al universo, se subió al coche y lo puso en marcha.
Qué raro, se dijo. Era el aniversario de toda aquella sangre... Y prácticamente se había derramado una tonelada de la suya. Casi sonrió ante la coincidencia. Avanzó con el coche mientras la sonrisa se le desdibujaba del rostro.
Una coincidencia, en efecto. Tan solo una coincidencia. No de mucha importancia, pensándolo bien. La noche de la sangre había tenido lugar diecisiete años atrás: a duras penas, como si se tratara de unas bodas de plata o algo parecido. A Ray ya le habían robado antes. El pasado año, estando muy beodo, había sido asaltado a la salida de un club de striptease a las dos de la madrugada. El imbécil que le había robado la cartera se había llevado siete dólares y la tarjeta cliente de un supermercado.
Menos es nada.
Encontró un hueco frente a la casa adosada que él consideraba su hogar. Alquilaba el apartamento del sótano. La casa era propiedad de Amir Baloch, un inmigrante paquistaní que vivía allí con su mujer y sus cuatro hijos revoltosos.
Supongamos por un segundo, por una milésima de segundo, que no se tratara de una coincidencia.
Ray salió del coche. Aún le dolía la cabeza. Y el día siguiente sería peor. Bajó los peldaños hacia la puerta del sótano, pasando junto a los cubos de basura, y metió la llave en la cerradura. Se estrujó las machacadas meninges en busca de alguna conexión —la más leve, pequeña, frágil y oscura— entre la trágica noche de diecisiete años atrás y el asalto de hacía apenas un rato.
Nada.
Lo de esa noche había sido un robo lisa y llanamente. Le atizas a un tío en la cabeza con un bate de béisbol, le robas la cámara y sales pitando. Exceptuando que, en fin, ¿acaso no aprovecharías para robarle también la cartera... a menos que se tratara del mismo tío que te atacó cerca del club de striptease y supiera que solo iba a llevarse siete miserables dólares? Hombre, igual ahí estaba la coincidencia. Olvídate de la hora y el aniversario. A lo mejor el atacante era el mismo tipo que lo había asaltado un año atrás.
Chico, no sabía lo que se decía. ¿Dónde diablos había metido el Vicodin?
Puso la tele y se fue al cuarto de baño. Cuando abrió el botiquín, una docena de frascos y varias cosas más fueron a parar al lavabo. Introdujo la mano en el desbarajuste hasta dar con el Vicodin. Bueno, confiaba en que se tratara realmente de Vicodin, pues le compraba las pastillas en el mercado negro a un tío que aseguraba traerlas de contrabando desde Canadá. Según Ray, aquello podía ser cualquier cosa.
Emitían el noticiario local: un incendio. Les preguntaban a los vecinos su opinión al respecto, ya que eso siempre aporta, como todos sabemos, alguna profunda observación. A Ray le sonó el móvil. Vio que se trataba de Fester.
—¿Qué pasa? —dijo mientras se desplomaba en el sofá.
—Suenas fatal.
—Me han atracado nada más salir del bar mitzvah de Ira.
—¿En serio?
—Como lo oyes. Me han atizado en la cabeza con un bate de béisbol.
—¿Y te han robado algo?
—La cámara.
—Un momento, ¿has perdido las fotos de hoy?
—No sufras tanto por mí —ironizó Ray—. Estoy bien, en serio.
—Sufro mucho por dentro, te lo aseguro. Solo te pregunto por las fotos para disimularlo.
—Las tengo —afirmó Ray.
—¿Cómo lo has hecho?
La cabeza le dolía demasiado para ponerse a dar explicaciones; y además, el Vicodin se lo estaba llevando al país de los sueños.
—Tú tranquilo. Están a salvo.
Hacía unos años, cuando Ray ejercía de genuino paparazzo, había obtenido unas fotos maravillosamente comprometedoras de un famoso actor gay poniéndole los cuernos al novio con —glups— una mujer. El guardaespaldas le arrebató la cámara a Ray y se cargó la tarjeta de memoria. Desde entonces, Ray le había añadido un dispositivo de envío a la cámara —algo parecido a lo que casi todo el mundo tiene en la cámara del móvil— que enviaba automáticamente, vía correo electrónico, las imágenes de la tarjeta SD cada diez minutos.
—Por eso te llamo —dijo Fester—. Las necesito con urgencia. Elige cinco y envíamelas por correo electrónico esta misma noche. El padre de Ira exige de inmediato nuestro nuevo pisapapeles en forma de cubo del bar mitzvah.
En el telediario, la cámara mostraba ahora a la «meteoróloga», una moza curvilínea embutida en un jersey rojo ajustado. Carnaza para la audiencia. A Ray se le empezaron a cerrar los ojos mientras la maciza acababa de comentar una fotografía por satélite y le devolvía el protagonismo al presentador.
—¿Ray?
—Cinco imágenes para un pisapapeles en forma de cubo.
—Exacto.
—Pero un cubo tiene seis caras —apuntó Ray.
—Eres un genio de las matemáticas, ¿sabes? La sexta cara es para el nombre, la fecha y una Estrella de David.
—Vale.
—Las necesito cuanto antes.
—De acuerdo.
—En ese caso, todo en orden —dijo Fester—. Exceptuando que... Bueno, si no tienes cámara, no puedes hacer mañana lo de George Queller. Tranquilo, que ya encontraré a alguien.
—Ahora dormiré mucho mejor.
—Eres un cachondo, Ray. Pásame las fotos, anda. Y luego descansa un poco.
—Tus muestras de preocupación me reconfortan, Fester.
Ambos colgaron. Ray se dejó caer de nuevo en el sofá. El fármaco estaba funcionando de maravilla. Casi sonreía. En la tele, el presentador adoptó su tono más grave de voz para decir: «El ciudadano Carlton Flynn ha desaparecido. Se ha encontrado su coche abandonado y con la puerta abierta cerca del muelle....».
Ray abrió un ojo. Ahora, en la pantalla aparecía un jovenzuelo con el pelo de punta engominado y un aro en la oreja. El tío ponía morros a la cámara. Aunque en el rótulo de abajo se leía «desaparecido», Ray pensó que le cuadraría mucho más «gilipollas». Frunció el ceño, mientras una vaga preocupación que no podía analizar de forma conveniente le cruzaba en ese instante por la mente. Todo su cuerpo ansiaba dormir, pero si no enviaba esas cinco fotografías, Fester lo volvería a llamar: algo nada deseable. Con un gran esfuerzo, consiguió ponerse en pie. Se fue dando tumbos hasta la mesa de la cocina, encendió el ordenador y se cercioró de que las fotos hubiesen llegado.
Así era.
Algo le escocía en la parte de atrás de la cabeza, pero no hubiera sabido decir el qué. Quizás algo absolutamente irrelevante lo estuviera preocupando. O igual se trataba de un asunto de la mayor importancia. O tal vez —eso era lo más probable—, el golpe con el bate de béisbol le había roto el cráneo de tal modo que algunas raspaduras se le hincaban literalmente en el cerebro.
Las imágenes del bar mitzvah aparecieron en orden inverso: la primera era la última que se había tomado. Ray procedió rápidamente a la selección, escogiendo una foto de baile, una familiar, una de la Torah, una con el rabino y una con la abuela de Ira besándole en la mejilla.
Cinco fotos. Las adjuntó a la dirección electrónica de Fester y apretó la tecla de enviar. Hecho.
Se sentía tan cansado que no estaba muy seguro de poder levantarse de la silla y dirigirse a la cama. Consideró la posibilidad de apoyar la cabeza en la mesa de la cocina y sestear, pero entonces recordó las demás fotografías de la tarjeta SD, las que había tomado durante el día, antes del bar mitzvah.
Una tristeza insoportable le invadió el pecho.
Había regresado a aquel maldito parque para sacar unas cuantas fotos. Una estupidez en la que incurría cada año. Sin saber por qué. O quizá sí lo supiera, aunque eso solo servía para empeorar las cosas. El objetivo de la cámara le proporcionaba distancia y perspectiva; de algún modo, le daba seguridad. Tal vez se trataba de eso. Tal vez, en cierta forma, contemplar ese lugar horrible a través de un prisma tan apacible iba a ayudarlo a cambiar algo que, evidentemente, nunca podría cambiar.
Ray contempló en la pantalla del ordenador las fotos que había tomado durante el día... Y entonces recordó algo más.
A un tío con los pelos de punta y un aro en la oreja.
Dos minutos después, encontró lo que andaba buscando. Se le congeló todo el cuerpo al darse cuenta de en qué consistía todo.
El agresor no iba a por su cámara. Iba a por una imagen.
Esa imagen.
Megan Pierce estaba viviendo su experiencia definitiva como madre de familia y detestándola de mala manera.
Cerró el frigorífico de gama alta y miró a sus dos hijos a través del ventanal que había en el rincón del desayuno. La ventana ofrecía una «luz matutina esencial». Así la había descrito el arquitecto. La cocina recién renovada contaba también con un horno Viking, electrodomésticos Miele, un islote de mármol en el centro y un acceso insuperable al salón familiar-cine doméstico, dotado de una gran pantalla de televisión, asientos abatibles con un chisme para dejar el vaso, y bafles suficientes como para montar un concierto de los Who.
En el patio, Kaylie, su hija de quince años, estaba chinchando a su hermano menor, Jordan. Megan suspiró y abrió la ventana.
—Déjalo ya, Kaylie.
—Pero si no hago nada.
—Te he estado viendo desde aquí.
Kaylie se llevó las manos a las caderas. Quince años: ese tramo funesto de la adolescencia en el que no se es ni niña ni adulta, y en el que el cuerpo y las hormonas empiezan a alcanzar el punto de ebullición. Megan lo recordaba perfectamente.
—¿Y qué es lo que has visto? —preguntó Kaylie, desafiante.
—Te he visto chinchando a tu hermano.
—Tú estás dentro. No has podido oír nada. ¿Y si le estaba diciendo «Te quiero mucho, Jordan»?
—¡No decía eso! —gritó Jordan.
—Ya lo sé —dijo Megan.
—¡Me ha dicho que soy un pringado y que no tengo amigos!
Megan suspiró.
—Kaylie...
—¡Yo no he dicho eso!
Megan la miró con el ceño fruncido.
—Es su palabra contra la mía —protestó Kaylie—. ¿Por qué te pones siempre de su parte?
Todo crío es un abogado frustrado, se dijo Megan, siempre en busca de contradicciones, exigiendo unas pruebas imposibles de obtener, obcecándose en minucias absurdas.
—Esta noche tienes entrenamiento —le dijo Megan a Kaylie.
Kaylie dejó caer la cabeza y se le hundió todo el cuerpo.
—¿De verdad tengo que ir?
—Tú te comprometiste con ese equipo, jovencita.
Mientras lo decía —aunque ya había pronunciado conceptos semejantes millones de veces—, Megan no acababa de creerse las palabras que brotaban de sus propios labios.
—Pero yo no quiero ir —se quejaba Kaylie—. Estoy agotada. Y se supone que luego voy a salir con Ginger, acuérdate, a...
Puede que Kaylie aún no hubiese terminado de hablar, pero Megan se dio la vuelta y se apartó de la ventana, pues no le interesaba escuchar el resto. En el cuarto de la tele, su marido, Dave, estaba tumbado en el sofá vestido con un chándal gris. Dave estaba viendo una entrevista de mal gusto con el último actor de cine caído en desgracia, quien se vanagloriaba de todas las mujeres a las que se había cepillado y de los años que se tiró ligando en clubes de strippers. El actor en cuestión tenía los ojos como platos, hablaba como un maníaco e iba puesto con algo para lo que habría necesitado de un médico del todo inconsciente a la hora de recetar.
Desde su lugar en el sofá, Dave meneó la cabeza de forma severa.
—Pero ¿hasta dónde vamos a llegar? —comentó, señalando la pantalla—. ¿Tú has visto a ese capullo? Menuda perla.
Megan asintió, reprimiendo una sonrisa. Años atrás, había conocido muy bien a la perla en cuestión. Bíblicamente, incluso. Y la verdad es que La Perla era un buen chaval que dejaba buenas propinas, disfrutaba de los tríos y lloraba como un bebé cuando bebía demasiado.
Hacía mucho tiempo de eso.
Dave se volvió y le sonrió con todas sus fuerzas.
—Hola, guapa.
—Hola.
Dave aún hacía eso: sonreírle como si la viese por primera vez. Y ella reparó de nuevo en la suerte que tenía, en que debería sentirse agradecida. Así era ahora la vida de Megan. Su antigua existencia —de la que nadie sabía nada en ese feliz paraíso de las afueras lleno de callejones sin salida, buenas escuelas y anodinas mansiones de ladrillo— había acabado muerta y enterrada en una zanja poco profunda.
—¿Quieres que me lleve a Kaylie al partido de fútbol? —preguntó Dave.
—Ya puedo hacerlo yo.
—¿Estás segura?
Megan asintió. Ni siquiera Dave sabía la verdad sobre la mujer con la que llevaba compartiendo cama durante los últimos dieciséis años. Dave ni tan solo sabía que el auténtico nombre de Megan era, curiosamente, Maygin. Se pronunciaban igual, pero los ordenadores y los carnés de identidad se rigen por el deletreo. Le habría preguntado a su madre por el extraño deletreo de su nombre, pero había muerto antes de que Megan aprendiese a hablar. Nunca había conocido a su padre ni sabido quién era. Se quedó huérfana de pequeña, creció en malas circunstancias y acabó haciendo de stripper en Las Vegas y Atlantic City, tomándose muy en serio el oficio, amándolo para subirlo de nivel. Sí, lo amaba. Era divertido y estimulante y electrizante. Siempre pasaba algo, siempre había una sensación de peligro y de perspectivas y de pasión.
—¿Mamá?
Era Jordan.
—Dime, cariño.
—La señora Freeman dice que no has firmado el permiso para la excursión de la clase.
—Le enviaré un correo electrónico.
—Me dijo que era para el viernes.
—No te preocupes, cariño, ¿vale?
Jordan necesitó unos segundos más para calmarse, pero lo acabó logrando.
Megan sabía que debía sentirse agradecida. En su antigua vida, las chicas morían jóvenes. Cada emoción, cada segundo de ese mundo resultaba excesivamente intenso —era la vida elevada a la enésima potencia—, y la intensidad nunca se había llevado bien con la longevidad. Te quemabas. Te agotabas. Había algo en esa clase de urgencia que se te subía a la cabeza. Y también había un peligro inherente. Cuando las cosas, finalmente, se salieron de madre, cuando la vida de Megan estuvo repentinamente en peligro, no solo tuvo que encontrar un modo de escapar, sino también de empezar de nuevo desde cero, de renacer, incluso, junto a un marido cariñoso, unos críos preciosos y una casa de cuatro dormitorios con piscina en el jardín.
De algún modo, casi por accidente, Megan Pierce había saltado desde las profundidades de una ciénaga infecta al sueño americano definitivo. Para salvarse, se había tomado en serio ese sueño y casi había llegado a convencerse de que era el mejor de los mundos posibles. ¿Y por qué no? A lo largo de toda su existencia, en el cine y la televisión, Megan, como el resto de nosotros, se había visto bombardeada por imágenes que le aseguraban que su antigua vida no estaba bien, era indecente, no podría perdurar... Mientras que esta otra vida familiar, la de la casa con sus vallas de madera, resultaba envidiable, apropiada, ideal.
Pero la verdad se imponía: Megan echaba de menos su antigua vida. Aunque no debiera hacerlo. Se suponía que tenía que sentirse agradecida y emocionada por el hecho de que ella, precisamente ella, tras haber emprendido un camino tan destructivo, hubiese acabado disfrutando de aquello con lo que sueña cualquier niña. Sin embargo, lo cierto, lo que tantos años le había costado reconocer, era que seguía añorando aquellas salas oscuras; las miradas hambrientas y lujuriosas de los desconocidos; la música contundente y subyugante; las luces enloquecidas; las descargas de adrenalina.
¿Y ahora qué?
Dave zapeaba.
—¿De verdad no te importa conducir? Es que hay un partido de los Jets.
Kayle, mirándola parapetada tras la bolsa de gimnasia, preguntó:
—Mamá, ¿dónde está el uniforme? ¿Lo lavaste como te dije?
Jordan abrió el frigorífico.
—¿Me puedes hacer un bocata de queso caliente? Pero no con ese pan que tiene cereales.
Los quería. Vaya que sí. Pero había momentos, como ese, en los que se daba cuenta de que, tras una juventud patinando por superficies resbaladizas, se había instalado en una rutina doméstica de un aburrimiento que apestaba; cada día tenía que representar la misma obra con los mismos actores, y la única novedad consistía en que todo el mundo contaba con un día más cada mañana. Se preguntaba por qué tendrían que ser así las cosas, por qué se nos obliga a elegir una vida. ¿Por qué insistimos en que solo puede haber un nosotros, una vida que nos satisfaga por completo? ¿Por qué no podemos sostener más de una identidad? ¿Y por qué precisamos destruir una vida para poder crear otra? Aseguramos anhelar a la «persona cabal», al hombre o la mujer del Renacimiento que habita dentro de todos nosotros, pero nuestra única variedad es meramente cosmética. En realidad, hacemos todo lo posible para ahogar ese espíritu interior, para obligarnos a conformarnos, para definirnos como una sola y única cosa.
Dave zapeó de regreso al actor hundido.
—Menudo tío... —dijo, meneando la cabeza.
Pero nada más oír esa famosa voz de maníaco, Megan volvió al pasado... La mano de él metida en el tanga, su rostro pegado a la espalda, despeinado y con los ojos llenos de lágrimas.
«Tú eres la única que me entiende, Cassie...».
Sí, lo echaba de menos. ¿De verdad era tan grave?
Ella creía que no, pero no dejaba de atormentarla. ¿Había cometido un error? Esos recuerdos, la vida de Cassie, porque nadie utiliza su auténtico nombre en ese mundo, habían permanecido encerrados en un cuartito de su cabeza durante todos esos años. Hasta que, hacía apenas unos días, Megan había abierto la puerta, solo una rendija. Enseguida la había cerrado de un portazo, girando la llave con contundencia. Pero esa rendija y el simple hecho de permitirle a Cassie atisbar el mundo entre Maygin y Megan... ¿Por qué estaba tan segura de que iba a tener repercusiones?
Dave se levantó del sofá y echó a andar hacia el baño, con el periódico doblado bajo el brazo. Megan encendió la tostadora y se puso a buscar el pan blanco. Mientras abría el cajón, sonó el teléfono con un gorjeo electrónico. Kaylie estaba de pie junto al aparato, enviando un SMS, y lo ignoró.
—¿Quieres hacer el favor de cogerlo? —le dijo Megan.
—No es para mí.
Kaylie era capaz de sacar y responder su propio móvil a una velocidad que habría dejado pasmado a Wyatt Earp, pero el teléfono de casa, cuyo número era desconocido por la comunidad adolescente de Kasselton, carecía para ella del más mínimo interés.
—Descuelga, por favor.
—¿Para qué? ¿Para luego pasártelo a ti?
Jordan, que a la tierna edad de once años siempre ansiaba mantener la paz, lo descolgó:
—¿Diga?
Escuchó un momento y luego dijo:
—Se equivoca de número.
Y añadió algo que a Megan le puso los pelos de punta.
—Aquí no vive nadie que se llame Cassie.
Mientras improvisaba una excusa sobre esos repartidores que siempre apuntaban mal su nombre —y a sabiendas de que sus hijos estaban tan interesados exclusivamente en sí mismos que no harían preguntas—, Megan le quitó el teléfono a Jordan y desapareció en el cuarto de al lado.
Se llevó el auricular a la oreja, y una voz que no había escuchado en diecisiete años dijo:
—Lamento llamarte así, pero creo que deberíamos vernos.
Megan dejó a Kaylie en el entrenamiento de fútbol.
Teniendo en cuenta ese bombazo de llamada, se sentía bastante tranquila y serena. Mientras detenía el coche, se volvió hacia su hija, que tenía los ojos húmedos.
—¿Qué pasa? —saltó Kaylie.
—Nada. ¿A qué hora acaba el entrenamiento?
—No lo sé. Igual salgo luego con Gabi y Chuckie.
«Igual» quería decir «seguro».
—¿Adónde?
Encogimiento de hombros.
—Al pueblo.
La típica respuesta vaga de adolescente.
—¿Y a qué parte del pueblo?
—No lo sé, mamá —dijo Kaylie, mostrando un leve fastidio. Tenía ganas de zanjar el asunto, pero sin cabrear a su madre y que esta le prohibiera salir—. Solo vamos a dar una vuelta, ¿vale?
—¿Has hecho todos los deberes?
Megan se odió a sí misma nada más hacer esa pregunta. El típico rasgo de Mamá. Levantó la mano y le dijo a su hija:
—Olvídalo. Sal y diviértete.
Kaylie miró a su madre como si a esta le hubiera salido un bracito de la frente. Luego se encogió de hombros, bajó del coche y salió corriendo. Megan la observó. Siempre lo hacía. Daba lo mismo que ya tuviese la edad suficiente para entrar sola en el campo. Megan tenía que vigilar a su hija hasta quedarse convencida de que estaba a salvo.
Diez minutos después, encontró un hueco para aparcar detrás del Starbucks. Miró el reloj. Faltaban quince minutos para el encuentro.
Se hizo con un latte y se instaló en una mesa del fondo. En la de su izquierda había un grupo de mamás primerizas hablando sin parar: faltas de sueño, con la ropa manchada, delirantemente felices, cada una con su bebé. Hablaban de unos cochecitos nuevos muy buenos, y de qué Pack’n Play se plegaba mejor, y de hasta cuándo había que dar de mamar. Discutían sobre corralitos de juegos con protecciones de caucho, sobre la edad a la que prescindir del chupete, sobre las sillitas para coche más seguras y sobre si era mejor transportar al crío de frente o de lado. Una de ellas aseguraba que su hijo, Toddy, era «muy sensible a las necesidades de los demás niños, aunque solo tiene dieciocho meses».
Megan sonrió, deseando volver a ser como ellas. Había disfrutado mucho de la fase de «nueva mamá», pero como pasa con muchas otras etapas de la vida, pensaba, ahora la recordaba y se preguntaba en qué momento le habían practicado la lobotomía. Megan sabía lo que les esperaba a esas madres: escoger el centro preescolar adecuado como si fuese una decisión de vida o muerte, hacer cola para recoger al crío, intentar relacionarlo con los chavales convenientes, clases de gimnasia infantil, lecciones de karate, prácticas de lacrosse, cursos de francés, coches permanentemente compartidos. La felicidad se convierte en agobio, y el agobio en rutina. Al marido otrora comprensivo, se le va agriando el carácter porque ya no quieres tanto sexo como antes del bebé. Vosotros como pareja, ese vosotros que solía hacer guarradas en cualquier lugar disponible, ya ni os miráis el uno al otro cuando estáis desnudos. Creéis que no tiene importancia —que es algo natural e inevitable—, pero cambiáis. Os queréis, puede que más que antes en ciertos aspectos, pero os dejáis ir, os abandonáis sin ofrecer resistencia, si es que os percatáis de lo que ocurre. Os convertís en cuidadores de niños, vuestro mundo mengua hasta alcanzar el tamaño y las fronteras de vuestros retoños, y todo deviene educado, suave y confortable... Y, asimismo, enloquecedor, insoportable y rutinario.
—Bueno, bueno, bueno...
Esa voz tan familiar hizo sonreír a Megan de manera automática. Una voz que aún conservaba el tono sensual del whisky, los cigarrillos y las madrugadas, cuando cada comentario propiciaba la risa y no se daban puntadas sin hilo.
—Hola, Lorraine.
Lorraine le dedicó una sonrisa pícara. Llevaba el pelo cardado y muy mal teñido de rubio. Era una mujer grande, entrada en carnes y llena de curvas, y se aseguraba de que te dieses cuenta. La ropa parecía dos tallas menor, pero a ella le sentaba bien. Al cabo de todos estos años, Lorraine seguía causando una gran impresión. Hasta las mamás se callaron para observarla con la dosis adecuada de desagrado. Lorraine les lanzó una mirada que venía a decirles que sabía lo que estaban pensando y que se lo podían meter por donde les cupiera. Las mamás apartaron la vista.
—Tienes buena pinta, nena —dijo Lorraine.
Tomó asiento, convirtiendo el trámite en un espectáculo. Sí, habían pasado diecisiete años. Lorraine había sido chica de alterne/encargada/camarera/especialista en cócteles. Lorraine había vivido la vida. A fondo y sin pedir disculpas por ello.
—Te he echado de menos —le dijo Megan.
—Sí, ya me di cuenta con todo ese torrente de postales.
—Lo siento.
Lorraine se deshizo del tema de un manotazo, como si le molestara la sensiblería. Hurgó en el bolso y extrajo un cigarrillo. Las mamás de al lado tragaron saliva como si acabara de sacar un arma de fuego.
—Joder, debería encender el pitillo solo para ver cómo salen pitando.
Megan se inclinó hacia delante.
—Si no te molesta que te lo pregunte, ¿cómo has dado conmigo?
Nueva sonrisa picarona.
—Venga, guapa, que siempre lo he sabido. Tengo ojos por todas partes, ya lo sabes.
Megan quería seguir preguntando, pero algo en el tono de voz de Lorraine le dijo que no lo hiciera.
—Mírate —dijo Lorraine—. Casada, con críos, pedazo de casa. Hay un montón de Cadillac Escalade en el aparcamiento. ¿Alguno es tuyo?
—No. Yo soy la del GMC Acadia negro.
Lorraine asintió como si esa respuesta significara algo.
—Me alegro de que encontraras algo por aquí; aunque, si te he de ser sincera, siempre pensé que cumplirías la cadena perpetua, ¿sabes? Como yo.
Lorraine soltó una risita y meneó la cabeza.
—Ya lo sé —reconoció Megan—. Yo soy la primera sorprendida.
—Aunque también es verdad que no todas las chicas que se reincorporan al camino recto lo hacen por voluntad propia. —Lorraine puso cara de que ese comentario era un reproche, pero ambas sabían que no—. Lo pasamos bien, ¿verdad?
—Mucho.
—Yo aún me divierto —dijo Lorraine—. Eso de ahí —señaló con los ojos a las mamás—, en fin, yo lo admiro. De verdad. Pero no sé qué decirte. No es para mí. —Se encogió de hombros—. Puede que sea demasiado egoísta. Igual tengo el síndrome ese de la falta de atención. Siempre necesito algo que me estimule.
—Los críos saben estimular, créeme.
—¿Ah, sí? —repuso, aunque era evidente que no se lo tragaba—. Pues me alegra saberlo.
Megan no sabía muy bien cómo continuar.
—Bueno... ¿Y aún trabajas en La Crème?
—Pues sí. En la barra, básicamente.
—¿Y a qué viene esa llamada repentina?
Lorraine jugueteó con el pitillo sin encender. Las mamás volvieron a su cháchara inane, aunque con algo menos de entusiasmo. No paraban de echarle vistazos a Lorraine, como si fuese algún virus introducido en su forma de vida de las afueras con la misión de destruirlo.
—Como te he dicho, siempre he sabido dónde estabas. Pero no se lo he contado nunca a nadie. Eso lo sabes, ¿no?
—Claro.
—Y ahora tampoco quería inquietarte. Te escapaste. Y lo último que yo haría sería traerte de regreso.
—¿Pero?
Lorraine la miró a los ojos.
—Alguien te ha visto. Bueno, a Cassie.
Megan pegó un salto en el asiento.
—Has estado apareciendo por La Crème, ¿verdad?
Megan no dijo nada.
—Oye, que yo te entiendo. Si me pasara el día con esas peponas —Lorraine señaló con el pulgar hacia el alegre gineceo—, de vez en cuando sacrificaría algún animal de granja.
Megan observó su café como si contuviese alguna respuesta. Había vuelto a La Crème, sí, pero solo una vez. Dos semanas atrás, cerca del aniversario de su fuga, se fue a Atlantic City para un seminario de entrenamiento y una feria laboral. Como los críos se iban haciendo mayores, Megan había pensado en encontrar un trabajo en el sector inmobiliario. Los últimos años habían consistido en encontrar la última novedad: el entrenador personal, o las clases de yoga y de cerámica, para acabar con un grupo de redacción de memorias, que en el caso de Megan había sido pura ficción. Cada una de esas actividades consistía en un intento desesperado de alcanzar esa elusiva plenitud que anhelan quienes ya lo tienen todo. En realidad, miraban hacia arriba cuando tal vez debieran hacerlo hacia abajo, buscando la luz de la espiritualidad cuando, como intuía Megan, lo más probable era que la respuesta estuviese en lo más básico y primitivo.
Si le preguntaran por ello, Megan diría que nunca lo planeó. Que fue un impulso repentino, nada previsto, pero el caso es que durante su segunda noche de alojamiento en el Tropicana, que estaba apenas a dos manzanas de La Créme, se puso su vestido más ceñido y visitó el club.
—¿Me viste? —le preguntó a Lorraine.
—No. E intuyo que tú tampoco me buscaste.
Había dolor en la voz de Lorraine. Megan había visto a su vieja amiga al otro lado de la barra y mantenido las distancias. El club era grande y oscuro. A la gente le gustaba perderse en sitios así. Era muy fácil pasar desapercibido.
—No quería... —Megan se interrumpió—. Bueno, ¿quién fue?
—No lo sé. Pero ¿es cierto?
—Solo una vez —contestó Megan.
Lorraine no dijo nada.
—No lo entiendo. ¿Cuál es el problema?
—¿Por qué volviste?
—¿Acaso importa?
—A mí, no —dijo Lorraine—. Pero un poli lo descubrió. El mismo que lleva buscándote todos estos años. Nunca se ha rendido.
—¿Y crees que ahora me va a encontrar?
—Pues sí —sentenció Lorraine—. Creo que hay muchas posibilidades de que te encuentre.
—O sea, que esta visita es una advertencia, ¿no?
—Algo parecido.
—Pero hay algo más, ¿verdad?
—No sé qué sucedió esa noche —dijo Lorraine—. Y tampoco quiero saberlo. Soy feliz. Me gusta mi vida. Hago lo que se me antoja con quien se me antoja. No me meto en los asuntos ajenos, ¿me explico?
—Sí.
—Y puede que me equivoque. En fin, ya sabes cómo es el club. Mala iluminación. Y han pasado... ¿Qué, diecisiete años? O sea, que igual me confundí. Solo fue un segundo, pero por lo que sé, fue la misma noche que tú estuviste allí. Y eso de que tú volvieras y ahora haya desaparecido otro...
—¿De qué estás hablando, Lorraine? ¿Qué fue lo que viste?
Lorraine alzó los ojos y tragó saliva.
—Vi a Stewart —dijo, dándole vueltas al cigarrillo—. Creo que vi a Stewart Green.
Tras un profundo suspiro, el inspector Broome se acercó a la maldita casa y llamó al timbre. Sarah abrió la puerta y, sin apenas mirarlo, dijo: «Adelante». Broome se limpió los zapatos, sintiéndose avergonzado. Se quitó la vieja gabardina y se la colgó del brazo. Dentro de la casa, nada había cambiado a lo largo de los años: la antigua iluminación, el sofá de cuero blanco, el viejo sillón del rincón...Todo seguía igual. Hasta las fotografías de la repisa de la chimenea se hallaban en su sitio. Durante mucho tiempo, por lo menos cinco años, Sarah había dejado las pantuflas de su marido junto al vetusto sillón. Ya no estaban, pero el sillón sí. Broome se preguntó si alguien se sentaría en él alguna vez.
Era como si la casa se negara a avanzar, como si techos y paredes se mantuviesen, dolientes, a la espera. O igual solo eran imaginaciones suyas. La gente necesita respuestas. Una conclusión. La esperanza, bien lo sabía Broome, podía ser algo maravilloso. Pero también podía machacarte día tras día. La esperanza podía ser lo más cruel de este mundo.
—Te perdiste el aniversario —dijo Sarah.
Broome asintió, sin saber muy bien cómo decirle por qué.
—¿Qué tal los chicos?
—Bien.
Los hijos de Sarah ya eran prácticamente adultos. Susie estudiaba primer curso en la Universidad de Bucknell. Brandon estaba terminando el instituto. Eran muy pequeños cuando su padre desapareció, arrancado de su confortable hogar, sin que volviera a ser visto nunca más por sus seres queridos. Broome nunca había resuelto el caso. Pero tampoco lo había olvidado. No había que tomarse las cosas de una manera tan personal. Lo sabía. Pero lo había hecho. Había acudido a las funciones de danza de Susie. Incluso había, doce años atrás y para su vergüenza, bebido más de la cuenta con Sarah y, en fin, pasado la noche con ella.
—¿Qué tal el nuevo trabajo? —le preguntó Broome.
—Bien.
—¿Tu hermana llegará pronto?
Sarah suspiró.
—Sí.
Seguía siendo una mujer atractiva. Tenía patas de gallo junto a los ojos y arrugas en las comisuras que se habían ido afianzando con los años. Hay mujeres que envejecen muy bien. Sarah era una de ellas.
También había sobrevivido a un cáncer, y de eso hacía ya más de veinte años. Se lo había contado a Broome la primera vez que se vieron, sentados en este mismo salón, cuando él se presentó a investigar la desaparición. Se lo habían diagnosticado, le comentó Sarah, cuando estaba embarazada de Susie. Si no llega a ser por su marido, insistía Sarah, nunca habría sobrevivido. Quería que eso le quedase muy claro a Broome. Cuando el pronóstico empeoró, cuando Sarah vomitaba sin parar a causa de la quimio, cuando perdió el cabello y la belleza, cuando el cuerpo empezó a deteriorarse, cuando nadie, ni siquiera ella misma, albergaba la más mínima esperanza —de nuevo esa palabra—, su marido y nadie más fue su único apoyo.
Lo cual probaba una vez más que no hay manera de explicar las complejidades e hipocresías de la naturaleza humana.
Se quedaba despierto con ella. Le sostenía la frente en mitad de la noche. Le daba sus medicinas, la besaba en la mejilla y la abrazaba mientras temblaba y la hacía sentirse querida.
Sarah había mirado a Broome a los ojos y le había contado todo eso porque quería que siguiera investigando, que no confundiera a su marido con un fugitivo, que se involucrara personalmente en el asunto, que encontrara a su alma gemela porque, simplemente, no podía vivir sin él.
Diecisiete años después, pese a descubrir algunas verdades amargas, Broome seguía allí. Y el destino del marido y alma gemela de Sarah continuaba siendo un misterio.
Broome levantó la vista para mirarla.
—Eso está bien —dijo, notando que farfullaba—. Me refiero a lo de que venga tu hermana. Sé que disfrutas mucho de sus visitas.
—Pues sí, están muy bien —dijo Sarah, con una voz tan plana que podría colarse por la rendija de una puerta—. ¿Broome?
—¿Sí?
—Estás hablando por hablar.
Broome se miró las manos.
—Solo intentaba ser amable.
—No. Mira, Broome, tú nunca te limitas a ser amable. Y nunca hablas por hablar.
—Cierto.
—¿Así pues?
Pese a todos los arreglos —pintura de un amarillo brillante, flores recién cortadas—, Broome solo podía captar la decadencia. Todos esos años sin saber nada habían destruido a la familia. Los chavales lo habían pasado muy mal. A Susie la detuvieron dos veces por conducir bebida. A Brandon, en una ocasión, por un asunto de drogas. Broome los había ayudado a ambos a salir del paso. La casa seguía como si su padre hubiese desaparecido el día anterior... Estaba congelada en el tiempo, a la espera de su regreso.
A Sarah se le abrieron un poco más los ojos, como si de repente hubiese reparado en algo doloroso.
—¿Has encontrado a...?
—No.
—Entonces, ¿qué?
—Puede que no sea nada —dijo él.
—¿Pero?
Broome tomó asiento, con los antebrazos sobre los muslos y la cabeza apoyada en las manos. Respiró hondo y contempló los ojos dolidos de la mujer que tenía delante.
—Ha desaparecido otro hombre de la localidad. Igual lo has visto en el telediario. Se llama Carlton Flynn.
Sarah parecía confusa.
—Cuando dices que ha desaparecido...
—Igual que... —Broome se interrumpió—. Carlton Flynn tenía su vida y, de repente, ¡zas!, ha desaparecido. Se ha esfumado por completo.
Sarah intentaba procesar lo que estaba escuchando.
—Pero... Tú me lo dijiste desde un principio, ¿no? La gente desaparece, ¿no es cierto?
Broome asintió.
—A veces, por su propia voluntad —continuó Sarah—. Y a veces, no. Pero sucede.
—Sí.
—O sea, que diecisiete años después de la desaparición de mi marido, otro hombre, el tal Carlton Flynn, deja de ser visto. No veo la conexión.
—Puede que no haya ninguna —reconoció Broome.
Sarah se acercó un poco más a él.
—¿Pero?
—Pero por eso me perdí el aniversario.
—¿Qué quieres decir?
Broome no sabía muy bien hasta dónde revelar. Ni siquiera estaba seguro de cuánto sabía él mismo al respecto. Se hallaba elaborando una teoría que le daba retortijones y lo mantenía despierto por las noches, pero de momento no era más que eso.
—El día en que Carlton Flynn desapareció —dijo.
—¿Qué?
—Por eso no estuve aquí. Desapareció el día del aniversario. El 18 de febrero... Exactamente diecisiete años después del día en que se esfumó tu marido.
Sarah se quedó atónita unos instantes.
—Diecisiete años exactos.
—Sí.
—Y eso ¿qué significa? Diecisiete años. Puede que solo sea una coincidencia. Si se tratara de cinco años, o de diez o de veinte... Pero ¿diecisiete?
Broome no dijo nada, dejando que ella le diera vueltas al tema unos momentos.
Sarah añadió:
—Y entonces, ¿qué? ¿Te has puesto a buscar a más personas desaparecidas? ¿Para ver si existe algún patrón?
—Lo he hecho.
—¿Y?
—Esos dos son los únicos, que nosotros sepamos, que han desaparecido un 18 de febrero: tu marido y Carlton Flynn.
—¿Que nosotros sepamos? —repitió ella.
Broome dio un profundo suspiro.
—El pasado año, el 14 de marzo, un sujeto de la localidad, Stephen Clarkson, dejó de ser visto. Tres años antes, el 27 de febrero, hubo otro caso.
—¿Y no se encontró a ninguno de los dos?
—Exacto.
Sarah tragó saliva.
—Es decir, que igual no se trata del día, sino del mes: febrero y marzo.
—No lo creo. O, por lo menos, no lo creía. Mira, hay otros dos hombres (Peter Berman y Gregg Wagman) que podrían haber desaparecido mucho antes. Uno era un vagabundo; el otro, un camionero. Ambos solteros y sin mucha familia. Si unos tíos así no vuelven a casa en veinticuatro horas... En fin, ¿quién se va a dar cuenta? Tú claro que echaste de menos a tu marido. Pero si un tipo está soltero o divorciado o viaja mucho...
—Podrían pasar días o semanas antes de que alguien denunciara su desaparición —terminó Sarah la frase.
—O incluso más.
—Es decir, que esos dos hombres podrían haber desaparecido también un 18 de febrero.
—No es tan sencillo —apuntó Broome.
—¿Por qué no?
—Porque cuanto más me fijo, más impreciso se vuelve el patrón. Wagman, por ejemplo, procedía de Búfalo... No era de por aquí. Nadie sabe dónde o cuándo se esfumó, pero he podido reconstruir lo suficiente sus movimientos como para saber que podría haber pasado por Atlantic City en algún momento de febrero.
Sarah reflexionó:
—Has mencionado a cinco hombres, incluyendo a Stewart, a lo largo de los últimos diecisiete años. ¿Hay más?
—Sí y no. En total, he encontrado a nueve individuos que podrían ajustarse más o menos al patrón. Pero existen algunos casos en los que la teoría se resiente.
—¿Por ejemplo?
—Hace dos años, un tipo llamado Clyde Horner, que vivía con su madre, desapareció el 7 de febrero.
—Que no es el 18 de febrero.
—Pues no.
—Igual se trata solo del mes de febrero.
—Podría ser. Ese es el problema de trabajar con teorías y patrones. Llevan tiempo. Sigo reuniendo pruebas.
A Sarah se le llenaron los ojos de lágrimas. Se deshizo de ellas parpadeando.
—No lo entiendo. ¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta... con toda esa gente desaparecida?
—¿Darse cuenta de qué? —repuso Broome—. Joder, si ni siquiera yo lo veo claro todavía. La gente desaparece constantemente. La mayoría se larga sin más. Casi todos esos tíos se arruinan o bien llevan a los acreedores pegados al culo... Así que empiezan una nueva vida. Atraviesan el país. A veces, cambian de nombre. O no. Muchos de esos tipos... Vamos, que nadie los busca. Ni tampoco desea nadie encontrarlos. En una ocasión hablé con una mujer que me suplicó que no encontrase a su marido. Tenía tres críos con ese tío. Ella creía que se habría largado (según sus propias palabras) con «algún putón verbenero», y que eso era lo mejor que podía pasarle a su familia.
Ambos guardaron silencio por unos instantes.
—¿Y qué me dices de antes? —preguntó Sarah.
Broome sabía a qué se refería, pero aun así, dijo:
—¿Antes de qué?
—Antes de Stewart. ¿Desapareció alguien más antes de mi marido?
Broome se pasó la mano por el pelo y levantó la cabeza. Sus ojos se clavaron en los de ella.
—Yo no he encontrado a nadie —dijo—. Si hay algún patrón, empezó con Stewart.
Los golpes despertaron a Ray.
Abrió un ojo y lo lamentó de inmediato. La luz lo apuñalaba. Se agarró la cabeza por ambos lados porque temía que se le fuese a partir en dos por culpa de lo que fuera que le martilleaba por dentro.
—Abre, Ray.
Era Fester.
—¿Ray?
Más golpes. Cada uno de ellos aterrizaba en la sien de Ray como si fuera un puñetazo. Sacó las piernas de la cama y, con la cabeza como un bombo, se las apañó para sentarse. Junto a su pie derecho había una botella vacía de Jack Daniels. Vaya. Se había quedado traspuesto —o, mejor dicho, frito de nuevo— en el sofá, sin molestarse en abrir la cama. Sin manta. Sin almohada. Seguro que también le dolía el cuello, pero era difícil de detectarlo en medio del sufrimiento general.
—¿Ray?
—Voy —dijo porque, francamente, era incapaz de pronunciar más de un monosílabo.