· Recuerdos de Sócrates · Económico · Banquete · Apología de Sócrates - Jenofonte - E-Book

· Recuerdos de Sócrates · Económico · Banquete · Apología de Sócrates E-Book

Jenofonte

0,0

Beschreibung

La semblanza que Jenofonte traza de su admirado Sócrates tiene una gran importancia, puesto que, en sus diferencias, complementa la imagen que nos ha legado Platón del ágrafo maestro del diálogo filosófico. Componen este volumen varias obras breves de Jenofonte. En tres de ellas, Recuerdos de Sócrates, Banquete y Apología de Sócrates, el autor evoca la honda influencia que sobre él ejerciera el filósofo. En la primera describe su carácter y algunas de sus ideas sobre educación, el bien y la belleza, y compone conversaciones entre el maestro y varios personajes (entre ellos el propio Jenofonte), al tiempo que le defiende de las acusaciones por las que fue condenado a muerte (impiedad y corrupción de jóvenes), todo ello con una indisimulada admiración cuyo contenido, sin embargo, difiere en más de un punto del retrato compuesto por Platón. El Banquete consiste en un simposio imaginario, entre cuyos participantes se encuentra Sócrates (quien pronuncia un discurso sobre la superioridad del amor espiritual sobre el carnal); casi todos los asistentes son personajes históricos atestiguados, por lo que la narración nos proporciona una imagen de las conversaciones que se producirían en un banquete ateniense, con una culta combinación de humor y seriedad, en un encuentro menos filosófico que el platónico (hay músicos, bailarines acrobáticos y un mimo). Apología de Sócrates, que lleva el mismo título que el diálogo platónico, recrea la defensa del maestro en el juicio que acabaría conduciendo a su condena a muerte, al que Jenofonte no pudo asistir por encontrarse en la campaña de Persia que describe en la Anábasis (en esta misma colección); las motivaciones de Sócrates son aquí distintas de las que aduce Platón: no tan elevadas y más ligadas a la ancianidad, y expresadas con tono altanero. Por último, Económico es un tratado sobre la administración de una casa, en forma de diálogo entre Sócrates y Cristobulo. En él se tratan asuntos de horticultura (el cuidado del agro es placentero, provechoso y bueno para el físico, enseña justicia y generosidad) y de jardinería, la función de la esposa en el matrimonio y en la hacienda y otras cuestiones que interesaban a Jenofonte acerca del gobierno doméstico. En conjunto, Jenofonte nos ofrece un Sócrates menos filósofo que el de Platón: se limita a dar buenos consejos prácticos y es un ejemplo inspirador de conducta personal.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 537

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 182

Asesor para la sección griega: CARLOS GARCÍA GUAL.

Según las normas de la B. C. G., las traducciones de este volumen han sido revisadas por MANUEL SERRANO SORDO.

© EDITORIAL GREDOS, S. A.

Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1993.

www.editorialgredos.com

REF. GEBO285

ISBN 9788424932145.

RECUERDOS DE SÓCRATES

INTRODUCCIÓN

Juntamente con el Económico, el Banquete y la Apología de Sócrates, pertenece a los llamados escritos socráticos, probablemente compuestos durante la estancia de Jenofonte en Escilunte, después de ser desterrado de Atenas por su participación én la batalla de Coronea. Los Recuerdos son una serie de relatos tomados de la literatura socrática hoy perdida. Jenofonte tomó notas de las declaraciones de amigos suyos en su juventud y probablemente consultó a otros. Es un libro mal compuesto, de estilo descuidado, poco terminado, que contrasta con el Económico o la Ciropedia. Ha sido un texto muy manoseado por los críticos y puesto en el lecho de Procrusto, según Joël. No sigue un plan orgánico, aunque el propio autor advierte (I 3, 1): «Me propongo mostrar cómo ayudaba Sócrates a sus compañeros con sus palabras y sus hechos, y para ello voy a poner por escrito cuanto pueda recordar». En este sentido, por su sencillez y mentalidad práctica, constituye una presentación más precisa de Sócrates tal como aparecía ante los ojos del hombre de la calle frente a los diálogos platónicos, en los que el maestro a menudo es sólo el portavoz de su gran sucesor. Como en otros escritos suyos, es claro y sincero, natural, sin imaginación, con humor ocasional, pero nunca genial.

Destacan por su unidad los dos primeros capítulos del libro I y el libro IV, verdadero tratado perì paideías, con introducción y conclusión propia, que hacen pensar que pudo publicarse aparte. Entre I 2 y IV hay una masa de relatos. La primera defensa de Sócrates hecha por Jenofonte (I 1-2) se publicó poco después de aparecer el discurso de acusación de Polícrates (ca. 394). Y basándose en ella publicó más tarde su Apología. Siguió el tratado sobre educación del libro IV, y, después de su muerte, alguien lo publicó todo junto.

Jenofonte estuvo ausente (en Asia) durante el juicio de Sócrates; como no había texto del discurso de ninguno de los tres acusadores, sólo pudo dar el meollo, no la forma exacta de la acusación. Su réplica se extiende hasta la sección octava del segundo capítulo. Es sorprendente que en I 2, 9, aluda al «acusador» que ataca a Sócrates por animar a sus compañeros a despreciar las leyes y tener como amigos a Critias y Alcibíades, que tanto daño hicieron a la ciudad; por enseñar a los hijos a no respetar a sus padres y ser falsos con sus amigos; por animar a conductas malvadas y despóticas, seleccionando para ello poetas adecuados. ¿A qué «acusador» se refiere? La literatura socrática (Antístenes y Apologías varias) creó un culto que provocó una reacción contraria. En el 394, publicó Polícrates su Katēgoría Sokrátous (Acusación contra Sócrates), atacando su memoria en forma de un supuesto discurso pronunciado en el juicio por uno de sus acusadores, Ánito, lo cual hizo suponer que no es sino un ejercicio literario basado en recuerdos del juicio, pero coloreado por los puntos de vista del autor. Jenofonte debió de leerlo y decidió redactar una réplica. El acusador es entonces Polícrates, o más bien Polícrates disfrazado de Ánito.

Aunque la Apología de Platón se escribió casi al mismo tiempo, Jenofonte no se inspiró en ella; sin embargo, en I 2, 20, se citan en apoyo de sus argumentos dos pasajes de poetas que aparecen en el Menón y el Protágoras, pero sería absurdo pensar que recurría a Platón para citar dos lugares comunes familiares a cualquier ateniense educado. En I 2, 10, apoya una opinión de Antístenes y en otro pasaje (I 2, 4) ataca la doctrina cínica de la permanencia de la virtud. Lo más seguro es pensar que incorpora su conocimiento de Sócrates por sus intercambios con el maestro; este conocimiento es superficial, si bien es seguro que cuenta en estos dos capítulos todo lo que sabe de Sócrates.

La literatura socrática creció rápidamente en volumen: Antístenes fue el primero en escribir diálogos socráticos; le siguió Platón, mucho más joven y en abierta oposición al cínico, y hacia el 385, Jenofonte, que tal vez había leído lo publicado por Platón y conocía a Antístenes, decidió componer una serie de recuerdos, diálogos e ilustraciones de su «Defensa de Sócrates». Estas ilustraciones cubren el resto del libro I y todo el II de Recuerdos. Ambos libros están más conectados entre sí que el III y el IV. De I 3 a II 1 se estudian la eusébeia (piedad) y la enkráteia (autodisciplina). De II 2 a II 10 se discuten la gratitud y deberes con parientes y amigos, la obediencia a las leyes en I 2, los deberes de los hijos con los padres, las relaciones entre hermanos, y otros tópicos, que tendrán su exacta correspondencia en la Apología.

Sobre la posible deuda de Jenofonte hacia Platón en esta parte, se ha dicho que los pasajes sobre el arte regio y la felicidad en II 1, 17, son muy semejantes al Eutidemo (291b), pero sabemos que el arte regio era un lugar común de Antístenes, como puede verse por palabras puestas en boca suya en el Banquete de Jenofonte (IV 6). También las palabras que abren I 6, 14, sugieren con fuerza un pasaje del Lisis (211d), pero un sentimiento parecido le atribuye Epicteto a Sócrates (III 5, 14) y reaparece en Dión Crisóstomo (III 128). Ambas fuentes beben de los cínicos, con lo que volvemos a Antístenes.

Tenemos en los libro I y II una serie de conversaciones imaginarias que no demuestran precisamente que Jenofonte haya sido uno de los compañeros íntimos de Sócrates. Lo mismo puede decirse del contenido de los libros III y IV.

El libro III nos muestra a Sócrates conversando con distintos individuos sobre sus específicas ocupaciones o profesiones, está claro que forma una obra separada. Los siete primeros capítulos están unidos por el tema común del servicio civil y militar al Estado, pero en el capítulo 8 se pasa bruscamente al relato de un encuentro dialéctico entre Sócrates y Aristipo de Cirene en el que discuten sobre belleza y utilidad, y que termina con un discurso de Sócrates sobre el mismo tema. Siguen una serie de definiciones y conversaciones sobre distintos tópicos, así como los aforismos que completan los dos últimos capítulos, tratados a la manera cínica.

El relato de la conversación entre Sócrates y el joven Pericles pudo ocurrir en 411 a. C., y las ambiciones de Tebas parecen aludir al período de su supremacía después de la batalla de Leuctra (371 a. C.).

Las definiciones del capítulo IX no son ajenas a Sócrates, aunque Jenofonte también pudo inspirarse en las obras de Antístenes, cuyas opiniones coinciden con lo que aquí se dice. La doctrina del Sócrates jenofonteo de que nada es bueno si no es útil para algo está expuesta en el Hipias Mayor y en el Gorgias. También hay un pasaje parecido en Alcibíades I.

En el libro IV (excepto el capítulo 4, que es una interrupción sorprendente a una serie de diálogos) vemos cómo Sócrates enseña por distintos procedimientos una serie muy diversa de elevados conocimientos. Al final hay un sumario del libro que desmiente las opiniones de que muchas partes son espurias. La conclusión lógica es que se trata de una obra independiente, pues no alude a tópicos existentes en las partes anteriores de la colección. El tema es la educación (podría llamarse sistema educativo socrático). El estilo es muy distinto al de las partes precedentes, ya que es más completo y más elaborado. Este sistema educativo se expone a través de una serie de conversaciones con Eutidemo. El primer objetivo es hacer al hombre «prudente», es decir, disciplinar el carácter. El capítulo 4 trata de la justicia, identificada con la ley al dirigirse a Hipias. Ello nos recuerda la insistencia de Sócrates en obedecer a las leyes: «es justo lo que las leyes ordenan» (IV 6). El capítulo 5 nos lleva a la eficacia en el discurso y en la acción, cuyo secreto es el dominio de sí mismo.

En el capítulo 6 se reflejan opiniones del Sócrates histórico, muy mezcladas, como siempre, con las del propio Jenofonte. Lo mismo puede decirse de los párrafos 13-15, que pueden derivar del propio Sócrates, del Fedón o de otros diálogos platónicos. El capítulo 7 se refiere a las matemáticas, la astronomía y los puntos de vista de Sócrates sobre las mismas, pudiendo relacionarse con las Nubes y el Fedón.

El objetivo de Jenofonte en el libro IV es demostrar que el sistema educativo inculcado por Sócrates era el mejor posible; en cambio, es completamente contradictorio con el que el mismo Sócrates preconiza para los «guardianes» en la República de Platón.

LA ÉTICA DEL SÓCRATES JENOFONTEO

La filosofía presocrática había estudiado sobre todo el kósmos. Los sofistas, y Sócrates contemporáneamente con ellos, hicieron volver al hombre del mundo de los fenómenos materiales a la contemplación de su propia naturaleza interior. Los sofistas hicieron de la mente del hombre la medida de todas las cosas. Sócrates, que sabía bien los límites del conocimiento humano, empleó la mente individual como medio para un fin más elevado y buscó el «verdadero conocimiento» para los hombres líderes, separando lo esencial de lo que no lo es. Este verdadero conocimiento es el fin supremo del hombre (IV 5, 6) porque «el hombre no puede obrar sin saber lo que es bueno para él» (III 9, 4; IV 6, 6). El más alto conocimiento es también la más alta virtud, porque es necesario para todas las demás virtudes (III 9, 4, 5). Puesto que la virtud es una forma de conocimiento, puede y debe aprenderse, pero para que sea permanente debe practicarse continuamente (I 2, 19, 23; II 6, 39; III 9, 1 y sigs.). Sólo quien tiene conocimiento reconoce que el autocontrol es mejor que el libertinaje (I 5, 5; II 1, 19, 33; IV 5, 9); la sōphrosýne (no es muy diferente de la sophía en el Sócrates de Jenofonte) es impensable sin el conocimiento de uno mismo.

Toda virtud se identifica con el conocimiento cierto de lo que da verdadera utilidad. El bien (agathón) y la belleza (kalón) aparecen como sinónimos de lo útil (ōphélimon, lysitelés). Lo bueno en sí mismo, la idéa de bondad, es así desconocida para el Sócrates de Jenofonte.

Como la acción humana no puede actuar en todas partes, existen las leyes divinas (IV 19, 6, 3), que, aun no estando escritas, muestran claramente a los mortales lo que tienen que hacer y evitar en relación con los dioses; por otro lado tenemos las nómoi ts póleōs, que regulan la actividad entre los seres humanos (IV 6, 6 y sigs.; IV 4, 16). Éstas no nos imponen deberes específicos, pero nos brindan amplia protección, hasta el punto de que es locura ser ciudadano del mundo y renunciar a pertenecer a un Estado concreto (II 1, 14 y sigs.). En tanto que las nómoi proporcionan las normas para una acción correcta, tò díkaion (lo justo) es sinónimo de tò nómimon (lo legal) (IV 4, 12, 6, 6). El último fin de todo esfuerzo es la felicidad (eudaimonía) (II 1, 33). Como resultado de un esfuerzo inteligente y recto, Sócrates la llama eupraxía, para distinguirla de la eutychía (III 9, 14).

La ética socrática, expuesta así a grandes rasgos, puso los cimientos sólidos sobre los que Platón edificaría posteriores estructuras.

CRÍTICA FILOLÓGICA Y EDICIONES

Algunos eruditos (Bergk, Schenkl y Hartman) la consideran como un resumen fragmentario de un original que incluiría el Económico y el Banquete. Otros creen que la obra original se amplió con la acción de varios editores y copistas. Krohn llega a rechazar toda la obra excepto cuatro capítulos y fragmentos de otros tres. Lincke reconoce como genuinos tres de los 39 capítulos. Un grupo más reciente de eruditos (Schanz, Dümmler y Joël) muestran una tendencia intermedia y Recuerdos parece recuperar su primera posición de aceptación como un retrato bastante fiable de Sócrates, aunque coloreado por el afecto de quien le conoció y apreció como maestro y amigo.

La primera edición de obras completas de Jenofonte es de 1525, en la imprenta de Aldo, en Venecia. De 1561 es la primera edición de los Recuerdos, a cargo de Estienne, en Génova. En 1564, publica Johann Löwenclau (Leunklavius) su edición latina Xenophontis Opera Omnia y pone por primera vez el nombre de Memorabilia a lo que hasta entonces se había llamado Apomnēmoneúmata (Recuerdos) Sokrátous.

La Ed. Maior de Teubner es de C. Hude, 1934, Leipzig. Antes, en 1900, E. C. Marchant había publicado las Obras completas en Oxford. El mismo autor editó en Londres un texto con traducción inglesa en 1979. Los principales manuscritos son el Parisinus A 1302, del siglo XIII, que sólo contiene los libros I y II; el Parisinus B 1740, del siglo XIV; el Parisinus C 1642; y el D 1643, del siglo XIII.

BIBLIOGRAFÍA

C. BRUELL, «Xenophon and his Socrates», Interpretation. A Journal of political philosophy, vol. XVI, 1988-1989, págs. 295-306.

H. ERBSE, «Die Architektonik im Aufbau von Xenophons Memorabilien», Hermes, vol. 89, 1961, págs. 257-287.

O. GIGON, Kommentar zum I Buch von Xenophons Memorabilia, Basilea, 1953.

K. JOËL, Der echte und der xenophontische Socrates, Berlín, 1893-1901 (2 vols.).

V. LONGO, Aner Ofḗlimos: Il problema della composizione dei Memorabili di Socrate, atraverso lo Scritto di de difesa, Génova, 1959.

E. C. MARCHANT, Memorabilia and Oeconomicus, Londres, 1979.

G. PROIETTI, Xenophon’s Sparta: an Introduction. Supplements to Mnemosyne, supp. 98, 1987.

J. REMICK SMITH, Memorabilia, Nueva York, 1979.

R. SIMITERRE, La Théorie socratique de la vertu-science selon les Mémorables de Xénophon, París, 1938.

L. STRAUSS, Xenophon’s Socrates, Ithaca, 1972.

LIBRO I

A menudo me he preguntado sorprendido con qué razones [1] pudieron convencer a los atenienses quienes acusaron1 a Sócrates de merecer la muerte a los ojos de la ciudad. Porque la acusación pública formulada contra él decía lo siguiente: «Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud»2.

En cuanto al primer punto, que no reconocía a los dioses [2] que reconoce la ciudad, ¿qué prueba utilizaron? Porque era evidente que hacía frecuentes sacrificios en su casa, los hacía a menudo también en los altares públicos de la ciudad, y tampoco era un secreto que utilizaba la adivinación. Se había divulgado, en efecto, que Sócrates afirmaba que la divinidad3 le daba señales, que es la razón fundamental por la que yo creo que le acusaron de [3] introducir divinidades nuevas. Pero nada introducía más nuevo que otros que por creer en un arte adivinatoria utilizan pájaros, voces, signos y sacrificios. Ya que estas personas suponen no que los pájaros o los encuentros fortuitos saben lo que conviene a los consultantes, sino que los dioses se lo manifiestan a través de ellos, y Sócrates también lo [4] creía así. Sin embargo, la mayoría de las personas dicen que los pájaros y los encuentros4 les disuaden y les estimulan, pero Sócrates lo decía como lo pensaba, o sea, que la divinidad le daba señales, y aconsejaba a muchos amigos suyos que hicieran unas cosas y no hicieran otras, según las indicaciones de la divinidad, y les iba bien a quienes le creían, pero los que no le creían se arrepentían. [5] Como quiera que sea, ¿quién se negaría a reconocer que él no deseaba pasar por necio ni por impostor ante sus amigos? Habría pasado por ambas cosas si, después de anunciarse como mensajero de la divinidad, hubiera resultado falso. Por ello es evidente que no lo habría anunciado si no hubiera creído que decía la verdad. Y en tales asuntos, ¿quién se fiaría de otro ser sino de un dios? Y fiándose de los dioses, ¿cómo no iba a creer que los dioses existen?

Pero también trataba a sus amigos de la siguiente manera: [6] en los asuntos inevitables, aconsejaba actuar como creía que tendría mejor resultado, y en cuanto a los de resultado incierto, les enviaba a consultar al oráculo para saber lo que debían hacer. Decía que quienes se disponen [7] a gobernar correctamente casas y ciudades necesitaban la adivinación, pues creía que llegar a ser carpintero, herrero, labrador, gobernante de hombres, experto en tales actividades, contable, administrador o comandante militar, todas son enseñanzas asequibles a la inteligencia humana. Pero lo más importante de estas actividades, decía, se lo [8] han reservado los dioses para ellos y no dejan ver nada a los hombres. Porque ni el que hace una buena siembra sabe quién recogerá la cosecha, ni el que construye bien una casa sabe quién la habitará, ni para el general está claro si su mando es útil, ni sabe el político si conviene que esté al frente del Estado, ni el que se casa con una bella mujer para disfrutar de ella sabe si por su culpa se sentirá desgraciado, ni quien ha conseguido parientes influyentes en la ciudad sabe si por culpa de ellos no se verá privado de la ciudadanía. Pero quienes creían que ninguna [9] de estas cuestiones compete a la divinidad, sino que son propias de la razón humana, decía que estaban locos, como por locos tenía también a quienes consultaban el oráculo sobre materias que los dioses concedieron a los hombres para que aprendieran a decidir (como, por ejemplo, si alguien preguntara si es mejor contratar como cochero a uno que sepa conducir o a uno que no sepa5, o si es preferible contratar como piloto de una nave a un experto o a uno que no lo sea) o lo que se puede saber con la ayuda del cálculo, de la medida o del peso: consideraban como una impiedad consultar tales cosas a los dioses. Decía que se debe aprender lo que los dioses concedieron aprender a hacer, pero lo que está oculto a los mortales debemos intentar averiguarlo por medio de los dioses, pues los dioses dan señales a quienes les resultan propicios.

[10] Por lo demás, Sócrates siempre estaba en público. Muy de mañana iba a los paseos y gimnasios, y cuando la plaza estaba llena6, allí se le veía, y el resto del día siempre estaba donde pudiera encontrarse con más gente. Por lo general, hablaba, y los que querían podían escucharle. [11] Nadie vio nunca ni oyó a Sócrates hacer o decir nada impío o ilícito. Tampoco hablaba, como la mayoría de los demás oradores, sobre la naturaleza del universo7, examinando en qué consiste lo que los sofistas llaman kósmos y por qué leyes necesarias se rige cada uno de los fenómenos celestes, sino que presentaba como necios a quienes [12] se preocupan de tales cuestiones. En primer lugar investigaba si tales individuos, por creer saber suficientemente las cosas humanas, se dedicaban a preocuparse de lo referente a aquellas otras, o si, dejando de lado los problemas humanos e investigando lo divino, creían hacer lo que es [13] conveniente. Se sorprendía de que no vieran con claridad que los hombres no pueden solucionar tales enigmas, ya que incluso quienes más orgullosos están de su discurso sobre estos temas no tienen entre sí las mismas opiniones, sino que se comportan entre ellos como los locos. Entre [14] los locos, en efecto, unos no temen ni siquiera lo temible, otros temen incluso lo no temible, unos creen que ni siquiera en público es vergonzoso decir o hacer cualquier cosa, otros creen que ni siquiera pueden aparecer entre la gente, unos no respetan santuario, ni altar, ni ninguna cosa divina, mientras que otros veneran piedras, el primer trozo de madera que encuentran y los animales. Y en cuanto a los que cavilan sobre la naturaleza del universo, unos creen que el ser es uno solo8, otros que es infinito en número9, unos piensan que todo se mueve10, otros que nada se mueve nunca11, unos que todo nace y perece12, otros que nada nace ni va a perecer13. También examinaba sobre [15] estos temas si, de la misma manera que los que han aprendido la naturaleza humana creen que podrán aplicar lo que han aprendido en beneficio de sí mismos o de cualquier otro que lo desee, así también los que investigan las cosas divinas esperan, una vez que sepan por qué leyes necesarias se produce cada cosa, poder aplicar, cuando lo deseen, vientos, aguas, estaciones y cualquier otra cosa de éstas que necesiten. O bien si no esperan nada de ello y les basta saber simplemente cómo se produce cada uno de estos fenómenos. Esto es lo que decía de quienes se entrometen [16] en tales cuestiones. En cambio, él siempre conversaba sobre temas humanos, examinando qué es piadoso, qué es impío, qué es bello, qué es justo, qué es injusto, qué es la sensatez, qué cosa es locura, qué es valor, qué cobardía, qué es ciudad, qué es hombre de Estado, qué es gobierno de hombres y qué un gobernante, y sobre cosas de este tipo, considerando hombres de bien a quienes las conocían, mientras que a los ignorantes creía que con razón se les debía llamar esclavos.

[17] No es sorprendente que los jueces se equivocaran en las cuestiones en las que no era público cómo pensaba, pero en lo que todo el mundo sabía ¿no es extraño que [18] no se pararan a reflexionarlo? En efecto, en una ocasión en que era consejero14 y había prestado juramento como tal, para cumplir con su cargo de acuerdo con las leyes, le correspondió presidir la asamblea cuando el pueblo quiso condenar a muerte ilegalmente con una sola votación a los nueve generales, entre los que se encontraban Trasilo y Erasínides, y él se negó a proceder a la votación, a pesar de que la asamblea se irritó contra él y aunque muchas personas influyentes le amenazaban. Tuvo para él más valor mantener su juramento que congraciarse con el pueblo contra toda justicia y protegerse de las amenazas. [19] Y es que estaba convencido de que los dioses se preocupan de los seres humanos, pero no como la masa cree. Pues ésta piensa que los dioses saben unas cosas y otras no, mientras que Sócrates creía que los dioses lo saben todo, lo que se dice, lo que se hace y lo que se debate en secreto, que están presentes en todas partes y que dan señales a los hombres en todos los problemas de los hombres15.

Por ello me sorprende que los atenienses se dejaran convencer [20] de que Sócrates no tenía una opinión sensata sobre los dioses, a pesar de que nunca dijo o hizo nada impío, sino que más bien decía y hacía respecto a los dioses lo que diría y haría una persona que fuera considerada piadosísima.

También me parece sorprendente que algunos se dejaran [2] convencer de que Sócrates corrompía a los jóvenes, un hombre que, además de lo que ya se ha dicho, era en primer lugar el más austero del mundo para los placeres del amor y de la comida, y en segundo lugar durísimo frente al frío y el calor y todas las fatigas; por último, estaba educado de tal manera para tener pocas necesidades que con una pequeñísima fortuna tenía suficiente para vivir con mucha comodidad16. ¿Cómo entonces una persona así habría [2] podido hacer impíos a otros o delicuentes, glotones o lujuriosos, o blandos frente a las fatigas? Más bien apartó a muchos de estos vicios haciéndoles desear la virtud e infundiéndoles la esperanza de que cuidándose de sí mismos llegarían a ser hombres de bien. Aun así, nunca se [3] las dio de maestro en estas materias, pero poniendo en evidencia su manera de ser hizo nacer en sus discípulos17 la esperanza de que imitándole llegarían a ser como él. [4] Por lo demás, nunca descuidó su cuerpo, y reprochaba su descuido a los que se abandonaban. Así, desaprobaba el comer en demasía para hacer un trabajo excesivo, pero aceptaba trabajar proporcionalmente a lo que el espíritu admite de buen grado, pues decía que este régimen es suficientemente [5] sano y no estorba el cuidado del alma. Tampoco era afectado ni presumido en el vestir ni en el calzar, ni en su régimen de vida en general. Nunca fomentaba la codicia en sus discípulos, pues además de liberarles de otras apetencias no intentó cobrar dinero a los que deseaban su [6] compañía. Rodeándose de esta abstención pensaba que aseguraba su libertad. En cambio, a los que aceptaban un salario por su conversación les acusaba de venderse como esclavos, porque se obligaban a conversar con aquellos de [7] quienes recibían dinero. Se sorprendía de que hiciera dinero uno que predicaba la virtud, en vez de pensar que la mayor ganancia era adquirir un buen amigo, como si temiera que el que llegó a convertirse en hombre de bien no fuera a sentir el mayor agradecimiento hacia quien le [8] había hecho el mayor favor. Sócrates nunca hizo tal ofrecimiento a nadie, pero tenía confianza en que los discípulos que aceptaban las recomendaciones que él les hacía serían para él y entre sí buenos amigos para toda la vida. ¿Cómo habría podido entonces un hombre así corromper a la juventud? A no ser que el cuidado de la virtud sea corrupción.

[9] Pero, ¡por Zeus!, decía su acusador18, Sócrates inducía a sus discípulos a despreciar las leyes establecidas, cuando afirmaba que era estúpido nombrar a los magistrados de la ciudad por el sistema del haba19, siendo así que nadie querría emplear un piloto elegido por sorteo, ni un constructor, ni un flautista, ni a cualquier otro artesano, a pesar de que los errores cometidos por ellos hacen mucho menos daño que los fallos en el gobierno de la ciudad. Tales argumentos, afirmaba el acusador, impulsan a los jóvenes a despreciar la constitución establecida y los hacen violentos. Yo, en cambio, opino que los que practican [10] la prudencia y se consideran capaces de dar enseñanzas útiles a los ciudadanos son los que resultan menos violentos, porque saben que las enemistades y los peligros son propios de la violencia, mientras que con la persuasión se consiguen las mismas cosas sin peligro y con amistad. Los violentados, en efecto, nos odian como si fuéramos ladrones, mientras que los persuadidos sienten estima como si se les hubiera hecho un favor. Por consiguiente, emplear la violencia no es propio de quienes practican la prudencia, sino de quienes poseen la fuerza sin la razón. Además, [11] el que se arriesga a la violencia necesita muchos valedores, mientras que quien puede persuadir no necesita ninguno, pues él solo cree que es capaz de convencer. En absoluto se les ocurre a tales individuos el asesinato, porque ¿quién preferiría matar a alguien antes de tener vivo a un seguidor convencido?

Pero, decía su acusador, al menos dos contertulios que [12] tuvo Sócrates, Critias y Alcibíades20, hicieron muchísimo daño a la ciudad. Pues Critias fue el más ladrón y violento de cuantos ocuparon el poder en la oligarquía, y Alcibíades, por su parte, fue el más disoluto e insolente de los [13] personajes de la democracia. Por mi parte, no voy a defenderles, si estos dos hicieron algún daño a la ciudad, pero explicaré su relación con Sócrates tal como ocurrió. [14] Estos dos hombres fueron por naturaleza los más ambiciosos de todos los atenienses, querían que todo se hiciera por mediación de ellos y llegar a ser más famosos que nadie. Sabían que Sócrates con poquísimo dinero vivía en tal independencia, que era muy morigerado en todos los placeres y que a cuantos conversaban con él los manejaba [15] con sus razonamientos como quería. Al darse cuenta los dos de ello y siendo como hemos dicho antes, ¿podría decir alguien que aspiraban a la compañía de Sócrates deseando participar de la vida moderada que llevaba, o porque creían que si trataban con él llegarían a ser capacitadísimos en el arte de hablar y obrar? Porque, por mi parte, creo que si un dios les hubiera propuesto vivir toda su vida [16] como veían vivir a Sócrates o morir, ambos habrían preferido más bien morir. Con su conducta se pusieron en evidencia, pues tan pronto como se consideraron superiores a sus compañeros, se apartaron de Sócrates y se dedicaron a la política, que es la razón por la que le buscaron.

[17] Tal vez alguien podría objetar que Sócrates debió enseñar a sus discípulos la prudencia antes que la política. Contra ello yo no tengo nada que decir, pero veo que todos los maestros muestran a sus discípulos de qué manera hacen lo que enseñan y los conducen por medio de la palabra. Sé que también Sócrates se mostraba a sus discípulos [18] como un hombre de bien y como tal dialogaba bellísimamente sobre la virtud y las otras cualidades humanas. También sé que ellos dos fueron prudentes mientras estuvieron con Sócrates, no por temor a ser sancionados o azotados, sino porque realmente creían entonces que lo mejor era obrar así.

Tal vez muchos de los que se llaman filósofos podrían [19] objetar que un hombre justo nunca puede volverse injusto ni el prudente hacerse insolente, ni en ninguna otra cosa objeto de aprendizaje puede nunca el que ha aprendido algo llegar a ser ignorante de ello. Yo en este punto no estoy de acuerdo21, pues veo que de la misma manera que los que no han entrenado sus cuerpos son incapaces de hacer actividades corporales, así, tampoco las actividades del espíritu son posibles para quienes no han ejercitado su espíritu, pues no pueden hacer lo que deben hacer ni abstenerse de lo que deben evitar. Por ello procuran los [20] padres mantener a sus hijos, aunque sean prudentes, apartados de los hombres perversos, en la idea de que el trato con los buenos es un ejercicio de virtud y el trato con los malos es su ruina. Lo testimonia el poeta que dice:

De los buenos aprenderás cosas buenas, pero si te mezclas con los malos, perderás hasta el entendimiento que tengas22.

Y el que afirma:

Un hombre bueno, unas veces es cobarde y otras valiente.

Yo mismo soy un testimonio para ellos, pues veo que lo [21] mismo que los poemas en verso se olvidan si no se practican, así, también los discursos instructivos pasan al olvido si no se ejercitan. Cuando se olvidan discursos didácticos, pasa al olvido también la experiencia que siente el alma cuando desea la prudencia, y si se olvida aquélla, no es de extrañar que se olvide también la misma prudencia. [22] Veo también que los que se dan a la bebida o se revuelven en los placeres carnales tienen menos capacidad para ocuparse de lo necesario y para abstenerse de lo que no tienen que hacer. Pues muchos que podían ahorrar dinero antes de enamorarse, cuando se enamoran ya no pueden, y una vez que han derrochado el dinero dejan de renunciar a lucros que antes evitaban por considerarlos vergonzosos. [23] Siendo así, ¿cómo no va a ser posible que uno que antes era moderado pierda la moderación, y que quien antes era capaz de obrar con justicia luego no sea capaz? Yo, por mi parte, pienso que todo lo honroso y bueno es susceptible de entrenamiento, especialmente la prudencia, pues implantados en el mismo cuerpo conjuntamente con el alma, los placeres tratan de convencerla para que abandone la prudencia y se apresure a darles gusto a ellos y al cuerpo.

[24] Efectivamente, mientras estuvieron con Sócrates, Critias y Alcibíades pudieron dominar sus malas pasiones utilizándole como aliado, pero una vez que se apartaron de él, Critias huyó a Tesalia y allí se reunió con hombres que anteponían la ilegalidad a la justicia, mientras que Alcibíades, acosado a causa de su belleza por una multitud de mujeres distinguidas, se vio corrompido por una gran cantidad de personajes poderosos debido a su influencia en la ciudad y entre los aliados. Honrado por el pueblo sin que le costara ningún esfuerzo destacar, lo mismo que los atletas que consiguen fácilmente ser los primeros en los certámenes gimnásticos y descuidan su entrenamiento, así, [25] también él se descuidó de sí mismo. Al juntarse en ellos dos estas circunstancias, hinchados de orgullo por su estirpe, ufanos de su riqueza, envanecidos por su influencia, enervados por las muchas adulaciones, corrompidos por todas estas circunstancias y largo tiempo separados de Sócrates, ¿qué tiene de extraño que se volvieran tan soberbios? Además, si cometieron algún delito, ¿ha de culpar de ello [26] el acusador a Sócrates? ¿No le parece al acusador que es digno de elogio el hecho de que siendo jóvenes, cuando es lógico que fueran más insensatos e intemperantes, Sócrates los hiciera discretos? Sin embargo, no se juzga así en general. Porque ¿qué flautista, qué citarista, qué otro [27] maestro será considerado culpable si, después de formar a sus discípulos, éstos se van con otros maestros y se adocenan? ¿Qué padre, si su hijo alterna con un amigo y se hace sensato, y luego con otro se hace malo, acusará al primero? ¿No elogia tanto más al primero cuanto peor se haya vuelto con el segundo? Ni siquiera los propios padres que conviven con sus hijos, cuando éstos se descarrían, se consideran responsables, si ellos mismos siguen llevando una vida moderada. Así sería justo juzgar a Sócrates. Si [28] él mismo cometía alguna mala acción, podía lógicamente ser considerado perverso, pero si pasó su vida siendo prudente, ¿cómo podría en justicia ser responsable de una maldad que no tenía?

Pero si, aun no haciendo nada perverso él mismo, aprobara [29] las malas acciones que les viera cometer, con razón sería objeto de censura. Pues bien, al tratarse en cierta ocasión de que Critias estaba enamorado de Eutidemo23 y trataba de aprovecharse de él como los que se aprovechan de los cuerpos para los placeres amorosos, intentaba apartarle diciendo que era indigno de un hombre libre e impropio de un hombre de bien requerir al enamorado, a cuyos ojos deseaba parecer muy digno, suplicando y pidiendo como los mendigos una limosna que encima no es [30] buena. Y como Critias no atendía tales sugerencias ni se dejaba convencer, se dice que Sócrates en presencia de otros muchos y del propio Eutidemo dijo que le parecía que a Critias le ocurría lo que a los cerdos, porque estaba deseando rascarse contra Eutidemo como los cerdos contra [31] las piedras. Desde entonces, Critias odiaba a Sócrates, hasta el punto que, cuando llegó a ser uno de los Treinta y redactor de leyes24 con Caricles, se acordó de él y entre las leyes dictó una prohibiendo enseñar el arte de la palabra, tratando así de insultar a Sócrates sin tener por donde cogerle, más que atribuyéndole lo que la mayoría echa en cara a los filósofos25, y calumniarlo ante la multitud. Porque ni yo mismo oí nunca tal cosa a Sócrates ni supe de [32] ningún otro que lo dijera. Pero la verdad se puso en evidencia, porque, cuando los Treinta condenaron a muerte a un gran número de ciudadanos de los más respetables e impulsaban a muchos al delito, Sócrates dijo que le parecería sorprendente que un pastor de vacas26 que hiciera menguar y empeorar su ganado no reconociera que era un mal vaquero, pero más sorprendente todavía que un político que hiciera menguar y empeorar a los ciudadanos no se avergonzara ni reconociera que era un mal gobernante. Cuando les llegó esta observación, Critias y Caricles mandaron [33] llamar a Sócrates, le mostraron la ley y le prohibieron dirigirse a los jóvenes. Entonces preguntó Sócrates si podía pedir una aclaración en el caso de no haber entendido algún punto de las normas. Ellos respondieron que sí. [34] «Pues bien», dijo Sócrates, «estoy dispuesto a obedecer las leyes, pero para no infringirlas por ignorancia, sin darme cuenta, quiero saber con claridad una cosa de vosotros, si creéis que el arte de la palabra del que me mandáis abstenerme es el del razonamiento correcto o el del razonamiento incorrecto. Porque si se trata del razonamiento correcto, es evidente que habría que abstenerse de hablar correctamente, y si es del incorrecto, está claro que hay que intentar hablar correctamente».

Entonces, Caricles, irritándose, le dijo: [35]

— Puesto que eres un ignorante, Sócrates, te hacemos una prohibición que es más fácil de entender: te prohibimos terminantemente hablar con los jóvenes.

Y Sócrates:

— Entonces, para que no haya ninguna duda de que no hago nada fuera de lo prohibido, precisadme hasta cuántos años hay que considerar jóvenes a los hombres.

Caricles dijo:

— En tanto no pueden pertenecer al Consejo por no ser todavía juiciosos. No hables con personas más jóvenes de treinta años.

— Y en el caso de que quiera comprar algo, si el vendedor [36] no tiene aún treinta años, ¿puedo preguntarle cuánto pide?

— Eso sí, dijo Caricles. Es que tú, Sócrates, tienes la costumbre de preguntar cosas que en su mayoría ya sabes cómo son. Esto es lo que no debes preguntar.

— En ese caso, dijo, ¿no debo responder si algún joven me pregunta algo que yo sé, por ejemplo dónde vive Caricles o dónde está Critias?

— Eso al menos sí, dijo Caricles.

[37] Y Critias dijo:

— En cambio tendrás que abstenerte de los zapateros, carpinteros y herreros27, pues creo que ya los tienes desgastados y ensordecidos.

— Entonces, dijo Sócrates, ¿pasa lo mismo también con lo que les atañe, lo justo, lo piadoso y otras cosas por el estilo?

— Sí, por Zeus, exclamó Caricles, y también con los vaqueros, pues de lo contrario procura no menguar tú también las vacas.

[38] Así quedaba en evidencia que les habían contado el cuento de las vacas y estaban indignados con Sócrates.

Queda dicho con ello cuál era la amistad entre Critias [39] y Sócrates y cuáles sus mutuas relaciones. Yo añadiría que no hay educación posible recibida de un maestro que no agrada. Ahora bien, todo el tiempo que alternaron con él, Critias y Alcibíades no tuvieron relaciones con Sócrates porque Sócrates les agradara, sino que desde el mismo principio toda su ambición iba dirigida al gobierno de la ciudad, y mientras estaban con él, sólo intentaban conversar [40] con los más destacados políticos. Así se cuenta que Alcibíades, cuando aún no tenía veinte años, mantuvo con Pericles, que era su tutor y estaba al frente de la ciudad, la siguiente conversación sobre las leyes:

[41] — Dime, Pericles, ¿podrías explicarme qué es una ley?

— Sin duda, respondió Pericles.

— ¡Enséñamelo, por los dioses!, dijo Alcibíades. Pues cuando yo oigo que se alaba a algunas personas que respetan las leyes, pienso que no debería recibir en justicia este elogio uno que no sabe qué es una ley.

— No deseas nada difícil, Alcibíades, dijo Pericles, [42] cuando quieres saber qué es una ley. Porque son leyes todo lo que el pueblo reunido en asamblea y mediante acuerdo ha decretado, diciendo lo que se debe hacer y lo que no.

— ¿En el sentido de que se debe hacer lo bueno o lo malo?

— Lo bueno, por Zeus, muchacho, no lo malo.

— Y si no es el pueblo, sino que, como ocurre en la [43] oligarquía, unos pocos reunidos decretan lo que hay que hacer, ¿qué es esto?

— Todo cuanto el poder deliberante de la ciudad decide que hay que hacer se llama ley.

— Pero si un tirano que domina la ciudad decreta lo que deben hacer los ciudadanos, ¿también eso es ley?

— También lo que el tirano en el ejercicio del gobierno decreta, también eso se llama ley.

— ¿Qué es entonces la violencia y la ilegalidad, Pericles? [44] ¿No es cuando el más fuerte obliga al más débil, sin persuadirle, a hacer lo que a él le parece?

— Al menos es lo que yo creo, dijo Pericles.

— Entonces, cuantas acciones obliga a hacer un tirano, sin persuadir a los ciudadanos, ¿es ilegalidad?

— Yo creo que sí, dijo Pericles, y en ese caso retiro lo de que es ley cuanto ordena un tirano prescindiendo de la persuasión.

— Y lo que unos pocos decretan sin convencer a la mayoría, [45] sino porque tienen la fuerza, ¿diremos que es violencia o lo negaremos?

— Yo creo que todo lo que uno obliga a hacer a alguien sin convencerle, tanto si lo decreta como si no, es violencia más que ley, dijo Pericles.

— Entonces, lo que la multitud en pleno, ejerciendo su poder sobre los que tienen dinero, decreta sin utilizar la persuasión, sería más violencia que ley.

[46] — Verdaderamente, Alcibíades, dijo Pericles, también nosotros cuando teníamos tu edad éramos muy agudos en estas cuestiones, pues nos ejercitábamos haciendo sofismas como los que me parece que tú ahora estás practicando.

Dicen que Alcibíades respondió a esto:

— ¡Ojalá me hubiera relacionado contigo, Pericles, cuando estabas en la cumbre de tu agudeza!

[47] Pues bien, tan pronto como creyeron ser superiores a los políticos dirigentes de la ciudad, ya no se acercaron más a Sócrates, porque, aparte de que no le tenían simpatía, cada vez que se acercaban a él les molestaba que les examinara de los errores que cometían. Se dedicaron a la política, que era la razón por la que habían acudido a Sócrates. [48] En cambio, Critón era un compañero de Sócrates, como Querefonte, Querécrates, Hermógenes, Simias, Cebes, Fedondas28 y otros que se reunían con él, no para convertirse en oradores de la asamblea o judiciales, sino para llegar a ser hombres de bien y poder tener una buena relación con su familia, con el servicio, sus parientes y amigos, con la ciudad y sus conciudadanos. Y ninguno de ellos, ni de joven ni de mayor, hizo mal alguno ni incurrió en ninguna acusación.

[49] Pero Sócrates, decía el acusador, enseñaba a ultrajar a los padres29, persuadiendo a sus amigos de que los hacía más sabios que sus padres, afirmando que, según la ley, podían incluso atar a su padre convicto de locura, empleando como argumento que era lícito que el más sabio encadenara al más ignorante. En realidad, Sócrates creía que [50] quien encadenaba a otro por ignorancia, él mismo debería en justicia ser encadenado por los que saben lo que él mismo no sabe. Por este motivo, con frecuencia examinaba en qué se diferencia la ignorancia de la locura y consideraba el que los locos fueran atados como algo conveniente para ellos mismos y para sus amigos, y que los que ignoraban las cosas necesarias era justo que las aprendieran de quienes las sabían. Pero Sócrates, decía el acusador, hacía [51] que no sólo los padres sino también los otros allegados fueran despreciados por los que trataban con él afirmando que ni a los enfermos ni a los encausados les sirven de ayuda sus parientes, sino los médicos a los primeros y a los otros los que saben defender en un juicio. Decía también [52] de los amigos que su benevolencia no sirve de nada, a no ser que puedan ser útiles. Únicamente merecen consideración, decía, los que saben lo necesario y son capaces de explicarlo. Y así, como trataba de convencer a los jóvenes de que él era el más sabio y también el más capaz de hacer sabios a los otros, disponía de tal manera a sus adeptos que entre ellos los demás no eran nada en comparación [53] con él.

Ahora bien, yo sé que empleaba este lenguaje refiriéndose a los padres, a los demás parientes y amigos. Y a esto añadía que cuando ha salido el alma, única sede de la inteligencia, sacan cuanto antes el cuerpo, aunque sea el más querido, y lo hacen desaparecer. Decía que todo [54] hombre, mientras vive, aparta personalmente de su propio cuerpo, que estima sobre todas las cosas, y se lo da a otro, lo que considera innecesario e inúltil. Se deshacen de sus propias uñas, sus cabellos, los callos, se dejan sajar y quemar por los médicos entre sufrimientos y dolores y creen que, en agradecimiento, incluso deben pagar honorarios. Escupen la saliva de la boca lo más lejos que pueden, porque dentro no les sirve de nada, sino que más bien les [55] perjudica. Ahora bien, cuando decía esto no estaba dando lecciones para enterrar al padre vivo o automutilarse, sino tratando de explicar que lo absurdo es indigno de estima, y exhortaba a preocuparse para ser lo más razonable y útil posible, con el fin de que, si alguien quiere tener la consideración de su padre o de otro cualquiera, no debe descuidarse confiando en el parentesco, sino que debe intentar ser útil a aquellos cuya estima desea.

[56] También decía el acusador que Sócrates había seleccionado los pasajes más perversos de los poetas más ilustres, y, empleándolos como testimonio, enseñaba a sus discípulos a ser malvados y despóticos. De Heródoto citaba lo de que

El trabajo no es ninguna vergüenza, la ociosidad es vergüenza30.

El acusador pretendía que Sócrates citaba este verso haciendo ver que el poeta exhorta a no abstenerse de ningún trabajo, ni injusto ni vergonzoso, sino a hacer también [57] éstos con vistas a la ganancia. Pero aunque Sócrates había reconocido que el ser trabajador es útil y bueno para el hombre y ser vago es perjudicial y malo, o sea, que el trabajo es una bendición y la ociosidad una desgracia, también decía que trabajan los que hacen algo bueno y son buenos trabajadores, mientras que a los que juegan a los dados o realizan alguna otra ocupación mala o sancionable los llamaba vagos. En este sentido podría ser correcto el verso de que

El trabajo no es ninguna vergüenza, la ociosidad es vergüenza.

De Homero afirmaba el acusador que Sócrates citaba [58] con frencuencia aquel pasaje en el que muestra cómo Ulises31

Cada vez que encontraba a un rey y a un hombre distinguido, colocado ante él lo detenía con palabras suaves:

Ilustre, no está bien que sientas miedo como un cobarde, Antes bien, siéntate y haz que los pueblos se sienten. Pero cuando veía a un hombre del pueblo y lo encontraba gritando, golpeábale con el cetro y le increpaba con palabras:

¡Desdichado!, siéntate en silencio y escucha las palabras de otros que son más poderosos que tú. Tú eres pacífico y débil, no cuentas en la guerra ni en el consejo.

Decía que explicaba este pasaje dando a entender que el poeta elogiaba el que se golpeara a los hombres pobres del pueblo. Pero Sócrates no quería decir tal cosa, porque [59] en otro caso habría pensado que él mismo debía ser golpeado. Decía más bien que las personas que no son útiles ni de palabra ni de obra, incapaces de ayudar al ejército, a la ciudad y al propio pueblo en caso necesario, sobre todo si encima son atrevidos, deben ser castigados por todos los medios, por muy ricos que sean32. Sócrates, por el contrario, era evidentemente un hombre popular y amigable, pues a pesar de tener numerosos discípulos, extranjeros [60] y ciudadanos, nunca sacó dinero de este trato, sino que a todos les hacía partícipes de sus bienes con prodigalidad. Algunos de ellos, después de recibir de él gratis algunas cosas insignificantes, las vendieron a buen precio a otros y no se mostraron como él amigos del pueblo, sino que [61] se negaban a tratar con quienes no tenían dinero. De modo que Sócrates ante los ojos de todo el mundo fue orgullo de la ciudad, mucho más que Licas lo fue para Esparta, y se hizo famoso por ello. Porque Licas recibía en su mesa a los extranjeros que acudían a Esparta en las Gimnopedias33, y Sócrates, en cambio, a lo largo de toda su vida fue generoso con su hacienda y prestó los mayores servicios a todos los que lo deseaban, pues despedía perfeccionados a los que acudían a él.

[62] En mi opinión, Sócrates con su manera de ser era más digno del respeto de la ciudad que de muerte. A esta conclusión llegaría quien lo examinara desde el punto de vista legal. Según las leyes, si alguien es convicto de ladrón, robavestidos, cortabolsas, rompeparedes, traficante de esclavos o saqueador de templos, su castigo es la pena de muerte. Pero nadie más alejado de estos crímenes que Sócrates. Nunca fue culpable ante la ciudad ni de una guerra desastrosa, [63] ni de una revuelta o una traición ni ningún otro daño. Tampoco en privado sustrajo bienes a nadie, ni le complicó en algún mal ni fue nunca acusado de alguno de los crímenes citados. En ese caso, ¿cómo se le podría [64] implicar en la acusación? Un hombre que en vez de no creer en los dioses, como estaba escrito en la acusación, era evidente que rendía culto a los dioses más que nadie, y que en vez de corromper a la juventud, como le echaba en cara el acusador, era indudable que reprimía las malas pasiones de sus discípulos y los inclinaba a desear la más bella y más magnífica de las virtudes, por la que se gobiernan a la perfección ciudades y casas. Y si hacía tales cosas, ¿cómo podría no ser digno del mayor honor ante los ojos de la ciudad?

Y ahora, como Sócrates me parecía que ayudaba a sus [3] discípulos, unas veces mediante acciones que mostraban su manera de ser y otras dialogando con ellos, voy a presentar por escrito todos los ejemplos que recuerdo de ello. En lo que se refiere a los dioses, hablaba y actuaba evidentemente de acuerdo con las respuestas de la Pitia a los que preguntaban cómo se debe proceder en materia de sacrificios, el culto a los antepasados o sobre alguna otra cosa de este tipo. La respuesta de la Pitia, en efecto, es que se obra piadosamente si se actúa de acuerdo con las leyes de la ciudad. Sócrates procedía de esta manera y lo recomendaba a los otros, pero consideraba indiscretos y necios a los que obraban de otra manera. Pedía simplemente a [2] los dioses que le concedieran bienes, en la idea de que los dioses saben perfectamente cuáles son tales bienes: creía que quienes piden oro, plata, poder absoluto, o alguna otra cosa parecida, no piden nada distinto de una jugada de dados, una batalla o cualquier otra cosa cuyo resultado [3] sea evidentemente incierto34. Y cuando ofrecía sacrificios modestos, según sus modestas posibilidades, no creía quedar por debajo de quienes con grandes fortunas ofrecen numerosos y magníficos sacrificios. Porque ni estaría bien que los dioses se mostraran más complacidos con grandes sacrificios que con sacrificios pequeños (pues a menudo les resultarían más gratas las ofrendas de los malvados que la de los buenos), ni para los hombres valdría la pena vivir si las ofrendas de los malvados fueran más gratas a los dioses que las de los buenos. Por el contrario, Sócrates creía que los dioses se complacían más con los homenajes de las personas más piadosas, y elogiaba la siguiente sentencia:

En la medida de tus fuerzas, haz sacrificios a los dioses inmortales35

Decía que «en la medida de tus fuerzas» era una hermosa recomendación tanto con los amigos como con los enemigos [4] y en las circunstancias de la vida en general. Si le parecía que le venía alguna señal de los dioses, se habría dejado convencer para obrar contra sus indicaciones menos que si alguien hubiera tratado de convencerle de que contratara para un viaje a un guía ciego o que no conociera el camino, en vez de uno que viera y lo supiera. Acusaba de locura a cuantos hacen algo contra las señales de los dioses tratando de protegerse de la impopularidad humana. Él, en cambio, despreciaba todas las opiniones humanas comparadas con el consejo de la divinidad.

En cuanto al régimen de vida, había educado su espíritu [5] y su cuerpo de tal manera que podía vivir con confianza y seguridad, si no ocurría nada extraordinario, sin carecer de recursos para tan pocos gastos. Era, en efecto, tan frugal que no sé si alguien habría podido trabajar tan poco como para cobrar lo que le bastaba a Sócrates. Sólo comía lo necesario para comer a gusto y se dirigía a las comidas dispuesto de tal modo que el apetito le servía de golosina. En cuanto a la bebida, toda le resultaba agradable, porque no bebía si no tenía sed. Y si alguna vez le invitaban y [6] se mostraba dispuesto a acudir a una cena, lo que para la mayoría es más difícil, es decir, evitar llenarse hasta la saciedad, él lo resistía con la mayor facilidad. Y a los que no podían seguir esta conducta les aconsejaba evitar los aperitivos que empujan a comer sin tener hambre y a beber sin tener sed, porque aseguraba que alteran el estómago, la cabeza y el alma. Y añadía en broma que él creía [7] que Circe convertía a la gente en cerdos36 invitándola con estos manjares en abundancia, y que Ulises, gracias a las advertencias de Hermes, con su autocontrol, y absteniéndose de probar tales manjares hasta la saciedad, no se había convertido en cerdo. Así bromeaba sobre este tema, [8] al tiempo que lo razonaba seriamente.

En cuanto a los placeres sexuales, aconsejaba abstenerse resueltamente de las personas bellas, ya que no era fácil disfrutarlas y conservar la sensatez. Un día que se enteró de que Critobulo, hijo de Critón37, había besado al hijo de Alcibíades, que era un hermoso muchacho, preguntó a Jenofonte en presencia de Critobulo:

[9] — Dime, Jenofonte, ¿no creías tú que Critobulo era un hombre sensato más que atrevido y más prudente que insensato y temerario?

— Desde luego, dijo Jenofonte.

— Entonces, a partir de ahora considéralo el hombre más fogoso y atolondrado, que sería capaz de dar volteretas sobre cuchillos de punta y de saltar en el fuego.

[10] — ¿Y qué le has visto hacer para que le condenes de esa manera?, dijo Jenofonte.

— ¿Pues no se atrevió a darle un beso al hijo de Alcibíades, que es guapísimo y muy atractivo?

— Entonces, dijo Jenofonte, si tal es su hazaña temeraria, creo que yo también correría ese peligro.

[11] — ¡Desgraciado!, dijo Sócrates, ¿y qué crees que te pasaría después de darle un beso a una belleza? ¿No serías al punto esclavo en vez de libre, derrocharías mucho dinero en placeres funestos, no te quedaría tiempo para pensar en nada noble y hermoso, y en su lugar te verías obligado a tomar en serio cosas por la que ni un loco lo haría?

[12] — ¡Por Hércules!, dijo Jenofonte, ¡qué alarmante poder concedes a un beso!

— ¿Y ello te sorprende?, dijo Sócrates. ¿No sabes que las tarántulas38, que no tienen el tamaño de medio óbolo, sólo con tocar con la boca hacen polvo con sus dolores a las personas y les quitan el sentido?

— Sí, por Zeus, dijo Jenofonte, porque la tarántula inocula algo con el mordisco.

— ¿Y tú crees, so necio, que los muchachos bellos no inoculan nada cuando besan, aunque tú no lo veas? ¿No sabes que esa fierecilla que llaman hermosa y atractiva [13] es tanto más terrible que las tarántulas, porque éstas contactan, mientras que el otro sin ni siquiera tocar, si alguien lo mira aunque sea de lejos, inocula algo que hace enloquecer? (Tal vez por eso se da el nombre de arqueros a los amores, porque los muchachos hermosos hieren incluso de lejos.) Por ello te aconsejo, Jenofonte, que cada vez que veas a un muchacho bello huyas precipitadamente. Y a ti, Critobulo, te aconsejo que te vayas al extranjero por un año, porque tal vez a duras penas durante ese tiempo puedas curarte del mordisco...

Así pues, en lo referente a los placeres carnales pensaba [14] que quienes no se sienten seguros frente a ellos debían entregarse en circunstancias en que, sin necesitarlo en absoluto el cuerpo, el alma no los aceptaría, o, necesitándolo el cuerpo, no le plantearían problemas. En cuanto a él, estaba evidentemente tan bien preparado que se abstenía con más facilidad de los jóvenes más bellos y atractivos que los demás de los más feos y desgraciados.

Tal era su disposición respecto a la comida, la bebida y [15] los placeres del amor, y creía que disfrutaba de manera no menos suficiente que quienes se toman muchos trabajos por ello, y que él iba a tener menos preocupaciones.

Y si algunos piensan de Sócrates39, de acuerdo con una [4] opinión que se ha expuesto por escrito acerca de él, basándose en conjeturas, que fue el mejor para exhortar a los hombres a la virtud, pero que, en cambio, no fue capaz de llevarlos hasta ella, que consideren no sólo las preguntas que a modo de castigo hacía para refutar a los que creen saberlo todo, sino también las conversaciones que tenía en su trato diario con sus acompañantes, para examinar si era capaz de hacer mejores a los que le seguían. [2] En primer lugar, contaré la conversación que le oí mantener un día acerca de la divinidad con Aristodemo40, al que apodaban el enano. Al enterarse de que éste no hacía sacrificios a los dioses ni consultaba la adivinación, sino que incluso se burlaba de quienes lo hacían, le dijo:

— Dime, Aristodemo, ¿hay personas a las que tú admires por su sabiduría?

— Desde luego.

[3] — Dinos sus nombres.

— En la poesía épica admiro sobre todo a Homero, en el ditirambo a Melanípides41, en la tragedia a Sófocles, en la escultura a Policleto y en la pintura a Zeuxis.

[4] — ¿Y quiénes te parecen más dignos de admiración, los que crean imágenes irracionales y sin movimiento, o los que hacen seres inteligentes y activos?

— ¡Por Zeus! Con mucho prefiero a los que crean seres vivos, a no ser que se produzcan por azar y no en virtud de un proyecto inteligente.

— Y entre las cosas que es imposible conjeturar con qué fin están hechas y las que evidentemente tienen una utilidad, cuáles crees que son obra del azar y cuáles de la inteligencia?

— Parece lógico que las que tienen una utilidad son obra de una inteligencia.

— ¿Y no te parece entonces que quien desde el principio [5] ha creado hombres les añadió con fines utilitarios órganos con los que experimentaran sensaciones, ojos para que pudieran ver lo visible, oídos para oír lo audible? Y en cuanto a los olores, ¿qué utilidad habrían tenido para nosotros si no hubiéramos sido provistos además de nariz? ¿Qué sensación habríamos tenido de lo dulce, de lo picante y de todos los placeres del gusto si no se hubiera creado la lengua para discernirlos? Además de eso, ¿no te parece [6] obra de providencia que siendo la vista algo delicado se la haya cerrado con párpados, que se abren cuando hay que utilizarla, mientras que están cerrados durante el sueño y que, para que los vientos tampoco la dañen, se hayan implantado como una criba las pestañas y que se haya rebordeado con cejas la parte superior de los ojos, para que ni siquiera el sudor de la frente los perjudique? ¿Y que el oído reciba todos los sonidos, pero nunca se llene de ellos? ¿Y que los dientes de delante en todos los animales tengan capacidad de cortar y los molares en cambio sean adecuados para machacar lo que reciben de aquéllos? ¿Y que la boca, por la que los animales mandan dentro cuanto apetecen, esté colocada cerca de los ojos y de la nariz, y en cambio, como las deyecciones nos repugnan, hayan desviado sus conductos y los hayan llevado lo más lejos posible de los sentidos? Estas cosas, tan providencialmente preparadas, ¿todavía dudas sin son obra del azar o de la inteligencia?

— ¡No, por Zeus! dijo Aristodemo. Más bien, examinado [7] de esa manera, parece totalmente obra de un artesano entendido y amigo de los seres vivos.

— ¿Y el haber infundido el deseo de tener hijos y en las madres el deseo de criarlos y en las crías un amor grandísimo a la vida y un tremendo temor a la muerte?

— Indudablemente, todo eso tiene aspecto de ser cosa de alguien que ha decidido que haya seres vivos.

[8] — ¿Tú mismo crees que hay algo racional en ti?

— Pregunta y te responderé.

— Y fuera de ti ¿no crees que haya nada racional? Y aun sabiendo que tienes en tu cuerpo una pequeña parte de la tierra, que es mucha, y de la humedad, que es tan grande, sólo tienes una pequeña porción, y sin duda de cada uno de los otros elementos, que, siendo grandes, sólo has asumido una pequeña parte para ensamblar tu cuerpo. Aun así, ¿crees haber acaparado, por una especie de buena suerte, la inteligencia, que es lo único que no está en ninguna parte, y estos elementos infinitos en número y grandeza te imaginas que se mantienen en orden sin una inteligencia?

[9] — ¡Por Zeus!, es que no veo a los responsables como veo a los artífices de lo que aquí se produce.

— Tampoco ves tu propia alma42, que es responsable del cuerpo; según eso, también puedes decir que no haces nada con inteligencia, sino todo al azar.

[10] Y Aristodemo dijo:

— No, Sócrates, yo no desprecio la divinidad, pero sí creo que es demasiado elevada como para necesitar de mi culto.

— Precisamente, dijo Sócrates, cuando más elevada te parezca para ser digna de tus servicios, tanto más debes honrarla.

— Puedes estar convencido de que si yo creyera que [11] los dioses se preocupan algo de los hombres, no me desentendería de ellos.