Recuperar un amor - Stella Bagwell - E-Book
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Recuperar un amor E-Book

Stella Bagwell

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Beschreibung

Pasar tanto tiempo juntos iba a recordarles lo felices que habían sido… y lo felices que aún podían ser Mientras acunaba a la hija de Jess Hastings, Victoria Ketchum no podía dejar de pensar que aquella niña debería haber sido hija suya. Pero Victoria había dejado a Jess y se había casado con otro. Ahora viudo, el guapo ayudante del sheriff aún hacía que la pasión se encendiese dentro de ella, pero el dolor de su ruptura los separaba… o los había separado hasta aquel momento. Jess veía a Victoria únicamente como la doctora de su hija y Victoria necesitaba de los conocimientos de Jess para investigar el motivo por el que había aparecido un cuerpo en el rancho de su familia. Para lo cual iban a tener que trabajar juntos…

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Seitenzahl: 236

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Stella Bagwell

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Recuperar un amor, n.º 1666- diciembre 2017

Título original: Should Have Been Her Child

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-518-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

VICTORIA, algo ha ocurrido en el T Bar K!

La mujer de cabello oscuro que estaba sentada detrás del enorme escritorio no se molestó siquiera en levantar la cabeza de los documentos que estaba estudiando.

—Todo el tiempo ocurren cosas en el rancho. Si está sangrando, llévalo a la sala número uno para que lo examine. Si crees que podría tener algo roto, bájalo a rayos X y yo bajaré dentro de un momento.

—No, Victoria. No tenemos un vaquero herido en la sala de espera. Se trata de otra cosa.

La doctora Victoria Ketchum levantó la vista del historial que estaba leyendo y vio que su enfermera asomaba la cabeza por la puerta.

Nevada Ortiz habitualmente se mostraba imperturbable. Incluso cuando un paciente estaba sangrando en el suelo o se desmayaba en la sala de espera. Pero en ese momento, la tez color café con leche de la joven se había vuelto crema.

—¿Qué quieres decir? ¿Ha llamado alguien de mi familia a la clínica?

Nevada entró en el despacho y se acercó a la mesa de Victoria.

—No. Uno de los pacientes estaba escuchando su walkie cuando oyó por la frecuencia de la oficina del sheriff que éste enviaba varios hombres al rancho.

Al igual que Nevada, Victoria solía mantener la calma. Los médicos, simplemente, no podían permitirse el lujo de perder la sangre fría. Años de entrenamiento y disciplina la ayudaron en ese momento a centrar los pensamientos en buscar una razón lógica.

—No es propio de ti escuchar los cotilleos de los pacientes, Nevada.

La joven enfermera dirigió a su jefa una mirada de arrepentimiento.

—Tienes razón. Si me parara a escuchar todos los cotilleos que corren por esta clínica, no terminaría nunca mi trabajo. Pero creo que esta vez puede ser algo grave. ¿No te han llamado del rancho en la última hora?

—No. Y yo sería la primera a la que mi hermano Ross llamaría si hubiera habido un accidente grave o alguien estuviera herido. Lo cual me indica que no es el caso —cerró la carpeta de papel manila y se levantó—. ¿Sigue la señora Valdez en la sala dos?

Nevada se hizo a un lado mientras su jefa se levantaba de su escritorio.

—Sí, pero, Victoria, ¿no vas, al menos, a llamar al rancho? —preguntó la chica llena de asombro—. Si los hombres de la ley se dirigen hacia allí, algo debe haber ocurrido.

Victoria sonrió indulgentemente a su enfermera y amiga.

—Probablemente hayan encontrado al semental que se perdió hace un par de semanas. Y si es así, todos en el rancho lo celebrarán esta noche —se acercó a Nevada, invitándola a salir del despacho con ella—. Deja de preocuparte y sígueme. Si no me equivoco, aún me quedan tres pacientes antes de salir. Tenemos trabajo.

A lo largo de la siguiente hora, Victoria apartó de la mente el T Bar K mientras escuchaba quejas y dolores, tomaba notas y escribía recetas. Aunque ella fuera una Ketchum y aún viviera en el rancho, primero era médico y siempre anteponía a sí misma el bienestar de sus pacientes.

Pero al final de la tarde, tras salir de la clínica, una extraña sensación de pavor le atenazó el estómago. Lo más probable era que la policía hubiera ido al rancho para hablar con su hermano del semental. No imaginaba que hubiera otra razón. Sin embargo, no se podía considerar algo urgente que requiriese que el sheriff enviara a alguien por radio, razonó para sí.

«No busques problemas», se riñó mientras trataba de relajar los dedos sobre el volante. ¿Quién decía que su paciente cotilla no se había hecho un lío? Y, en cualquier caso, aunque los hombres del sheriff hubieran ido al rancho, no significaba que Jess fuera uno de ellos.

No, Jess Hastings, el adjunto del sheriff del condado de San Juan, probablemente tendría cosas mucho más importantes que hacer que ir a la casa de un antiguo amor.

Un antiguo amor. Santo Dios, ¿cómo podía pensar en sí misma en esos términos? Hacía más de cuatro años que Jess estaba fuera de su vida. Ella ya no era nada para él. Y era obvio que nunca lo había sido.

Tras varios kilómetros, salió de la autopista y tomó un camino de grava que se metía en las montañas del desierto.

Con el mes de mayo, el clima se había templado mucho en el norte de Nuevo México. La nieve de los picos había empezado a derretirse y descendía en forma de arroyos y ríos. El río Animas, que atravesaba el T Bar K, corría al lado izquierdo del zigzagueante camino de tierra. De vez en cuando, Victoria veía los rápidos que se formaban y, finalmente, comenzó el ascenso por la colina hasta el rancho.

Cuando atravesó las puertas tras las que se llegaba a la laberíntica construcción de madera, el sol primaveral se estaba ocultando tras las montañas. Sombras de color morado oscuro envolvían la casa construida en lo alto de una elevación desde la que se tenía una vista parcial del valle. Las tierras de los Ketchum. Más allá de lo que alcanzaba la vista.

Pero en ese momento, Victoria no veía nada más que dos vehículos oficiales del departamento del sheriff aparcados a unos metros de la barandilla que rodeaba la casa.

Mientras llevaba el coche a la puerta trasera, Victoria pensó que Nevada tenía razón. Algo había ocurrido. Sólo rogaba que no fuera nada malo. La familia Ketchum ya había sufrido lo suyo el pasado año. La muerte de Tucker, la carga económica que había supuesto la sequía y la desaparición del semental; no podía imaginar nada peor.

Como siempre, la temperatura en la cocina era cálida y olía a comida especiada. Junto a los fogones estaba la cocinera, Marina, quien miró por encima del hombro al oír los pasos de Victoria.

—Será mejor que no vayas al salón, chica. Están todos allí reunidos —le advirtió la mujer.

Conteniendo un suspiro, Victoria se quitó el pasador dejando que la mata de gruesos cabellos color chocolate oscuro cayera sobre sus hombros. Mientras se masajeaba el cuero cabelludo, se acercó al armario y sacó un vaso.

—He visto los coches fuera. ¿Qué hacen aquí? ¿Han encontrado al semental?

Marina dejó escapar una risa burlona mientras metía la cuchara de madera en un puchero en el que hervía salsa de queso.

—Han encontrado algo, pero no es un caballo, chica.

—¿Qué? ¿Y cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó, deteniéndose antes de llenar el vaso.

Marina dejó la cuchara y la miró. La mujer mexicana llevaba trabajando en el rancho más de lo que Victoria recordaba. Siempre se mostraba alegre, amable y compasiva. Y ahora que Tucker y Amelia ya no estaban, era la última de la antigua guardia. A pesar de no tener estudios, Victoria respetaba su sabiduría.

—Tres horas, quizá. Yo estaba…

Marina se detuvo bruscamente al oír que alguien entraba en la cocina.

Victoria miró por encima del hombro de la cocinera y se quedó inmóvil al ver a Jess Hastings entrando tranquilamente en la habitación. Aunque iba vestido con vaqueros y una camisa blanca de manga larga, la pistola que llevaba en su funda en la cadera y la placa en el pecho le decían que estaba de servicio.

Cuando la vio, tensó los labios y entornó los ojos. Aun desde esa distancia, Victoria comprobó que no había cambiado nada en cuatro años. Seguía siendo alto, delgado y lujuriosamente viril. Y, de pronto, el corazón empezó a latirle a toda velocidad.

Afortunadamente, a Marina no le afectaba aquel hombre. Con la mano en la cadera, se dio la vuelta y lo miró.

—¿Se ha perdido?

Ignorando el sarcasmo de la cocinera, inclinó la cabeza hacia Victoria.

—Me gustaría hablar con la señorita Ketchum. A solas.

Santo Dios, ¿cuántas veces había tratado de olvidar aquella voz? La forma en que se volvía áspera por la pasión o suave como terciopelo. Ahora arrastraba las palabras, sin embargo, lo que le recordó que había vivido en El Paso los últimos cuatro años.

Avanzó un paso hacia él y se obligó a hablar.

—Marina está ocupada con la cena. Podemos hablar en el estudio.

Él asintió mientras ella pasaba a su lado con paso ligero, saliendo de la cocina y dirigiéndose, a lo largo de un pasillo poco iluminado, hasta el ala este de la casa.

Aunque no oyera el taconeo de sus botas sobre el suelo de madera de pino pulida, Victoria habría sabido que estaba detrás de ella. Podía sentir su presencia. Grande, masculina, amenazadora.

Una vez en el estudio, encendió la luz de la mesa, inspiró profundamente y lo miró.

—¿Qué ocurre? —preguntó sin preámbulo.

El hombre curvó los labios y, de nuevo, Victoria recayó en los rasgos que le eran tan dolorosamente familiares. La mandíbula cuadrada, la barbilla sobresaliente y los ojos de un color gris de cielo de tormenta. No era un hombre guapo. Era, sencillamente, muy viril. Tosco. Pero tan irresistible. Nunca había deseado a otro hombre como a él. Y desde él, no había deseado a ninguno.

—Debí imaginar que no dirías: «Hola, Jess» o «¿Qué tal estás, Jess?».

Jess la miró directamente a los ojos retándola a desviar la vista, pero Victoria alzó la barbilla imperceptiblemente ante el desafío.

—No esperaba que quisieras que te saludara.

Él avanzó hacia ella sin detenerse hasta que estuvo a un palmo de distancia.

—Espero simples modales de cualquiera. Incluso de un Ketchum.

El corazón de Victoria bombeaba sangre a tal velocidad que se sintió un poco mareada. Pero consiguió no asirle de la pechera de la camisa blanca para evitar caer.

—Tampoco he oído que tú te hayas interesado por saber cómo estoy yo—respondió ella.

Jess estudió detenidamente el largo pelo oscuro, la blanca tez, los ojos azul verdosos y los carnosos labios rojos. Estaba tan bonita como recordaba. Incluso más.

Había pasado cuatro años intentando olvidarse de esa mujer. Olvidar la sensación de tenerla en sus brazos, en su cama. Pensó que, con el tiempo, sería capaz de desterrarla de su mente. Y había días en que lo conseguía, durante unas horas. Pero siempre volvía, obsesionándolo con su pasado, echando a perder su futuro.

—Hola, Victoria. ¿Cómo estás?

La pregunta, suavemente formulada, no fue lo que ella había estado esperando. Notaba la mente dispersa, pero se esforzó por que él no se diera cuenta de lo que estaba pensando. Sintiendo. Verlo de nuevo no debería afectarla tanto en ella. Maldijo a Jess Hastings por ser lo único que lograba perturbarla.

—Si realmente quieres saberlo, estaba bien hasta que me enteré de que los hombres del sheriff habían invadido el T Bar K.

Él la miró con un conato de sonrisa.

—Yo no lo llamaría invasión. Sólo somos dos, mi ayudante Redwing y yo.

Victoria sintió la desesperada necesidad de salir de allí. De poner distancia entre ambos para poder respirar sin aspirar su seductor aroma, y poder mirar cualquier otra cosa que no fueran sus labios cincelados y sus inequívocos ojos. Pero para ella, Jess siempre había sido como un imán. No podía moverse.

—Así que ahora eres el adjunto del sheriff —dijo con suavidad—. ¿Qué pasó con tu trabajo en la patrulla fronteriza?

Los surcos a ambos lados de sus labios se hicieron más profundos al forzar una mueca.

—Dimití. Por razones personales.

Aunque estaba expuesta a los cotilleos al tratar con tanta gente por su trabajo, nunca había oído decir a nadie por qué Jess Hastings había regresado al condado de San Juan cuatro meses atrás. Y no había tenido el valor de preguntar. Pero ahora tenía la pregunta en la punta de la lengua y tuvo que morderse los labios para no hacerla.

—¿Qué tal la práctica médica?

—Mucho trabajo.

Su breve respuesta le bastó para darse cuenta de que no quería hablar de su vida privada con él. Lo que no lo sorprendía. Hacía mucho tiempo que había dejado de querer compartir cosas con él.

—Supongo que quieres saber qué estoy haciendo aquí.

—Ayudaría.

Para sorpresa de Victoria, Jess la tomó del brazo y la acompañó hasta un cercano sillón de cuero. No se había sentado y se dio cuenta de la debilidad que sentía en las piernas y de cómo le ardía la piel donde la había tocado.

Sentándose a su lado, Jess se quitó el Stetson y se peinó el cabello corto, de color rubio ceniza con los dedos.

—Supongo que sabes que los trabajadores del rancho han estado buscando el semental de Ross —comenzó.

—Sí. Pero Marina me ha dicho que no lo han encontrado.

Jess se pasó los dedos por un lado de la mandíbula mientras estudiaba los ojos expectantes de ella.

—No. Los hombres encontraron otra cosa —dijo él con aire lúgubre—. Un cuerpo.

Habría dado un grito ahogado si no fuera porque el aire había quedado atrapado en sus pulmones.

—¿Has dicho un cuerpo?

—Eso es. Parcialmente descompuesto, pero se ve que es un cuerpo humano, creemos que un hombre —dijo él, sin dejar de estudiar el rostro de ella.

—Dios mío. ¿Quién…?

—He estado preguntando a tu familia y a algunos trabajadores del rancho —dijo él, contestando a su pregunta incompleta—. Nadie parece tener idea de quién podría ser o qué estaba haciendo en el T Bar K. esperaba que tú pudieras decirme algo.

Incrédula, Victoria posó la mirada en la suya.

—¿Yo? ¿Por qué habría de saberlo?

—Tú también vives aquí —dijo él, arqueando una ceja con gesto sarcástico.

—Sí, pero no sé… —se detuvo, entornando los ojos con gesto suspicaz—. Ese cuerpo… ¿Piensas que se trató de algo sucio o que pudo morir por causa natural o por un accidente?

Jess deslizó los dedos índice y pulgar por el ala del sombrero, aplanando las abolladuras del caro fieltro. Ella trató de no mirar sus grandes manos y de no recordar el placer que una vez le diera con ellas.

—Tú eres médico. Sabes que lleva tiempo determinar esas cosas.

Inspiró profundamente el aire tan necesario y lo dejó salir lentamente.

—Sí, pero, debe haber algunas pistas…

Él sonrió perezosamente y con demasiada indulgencia en opinión de Victoria. Claro, que ella no quería que Jess Hastings le sonriera de ninguna otra manera ni por ninguna otra razón. Era un lobo de lengua de plata que le había comido el corazón y luego había escupido los trozos.

—Pistas que compartiremos en la oficina del sheriff —dijo él escuetamente—. No con la familia Ketchum.

Sintió deseos de levantarse y alejarse de él, pero temía que las piernas no se lo permitieran y por eso se quedó donde estaba, tratando de no perder los estribos. Discutir con Jess no la llevaría a ningún lado.

—Pues, lo siento, pero no tengo nada que decirte.

—Te sorprenderías —dijo él, tranquilamente.

Victoria trató de controlar el escalofrío que le recorrió la espina dorsal.

—No creerás que sé algo de esa persona.

La expresión de Jess no varió.

—Pues no lo sé. Tengo la costumbre de creer cosas que no debería. ¿Alguien te ha hecho enfadar en los últimos meses? ¿Tanto como para querer matarlo?

Victoria lo miró con estupefacta fascinación.

—No lo dirás en serio.

—Encontrar un cuerpo no es motivo de broma —dijo él sin pestañear.

Desde luego que hablaba en serio. El miedo y luego la rabia se apoderaron de ella, provocándole frío y calor a continuación.

—Me acabas de decir que no sabes si se trataba de un crimen o no. ¿Por qué quieres saber si alguien me ha hecho enfadar tanto como para cometer un asesinato?

Jess sonrió aunque no había humor tras la curva que se dibujó en sus labios.

—Siempre fuiste demasiado aguda para mí, ¿no es cierto, Tori?

—¡No me llames así! —susurró ella con tono helado. Él era la única persona que había utilizado ese diminutivo con ella y, a su juicio, había perdido todo derecho a tratarla de manera tan íntima—. Y en cuanto a tu pregunta, nadie me ha hecho enfadar en los últimos meses. Sin embargo, hace unos años… podría haberte matado. Si hubiera tenido la oportunidad —añadió.

Jess era conocido por mantener fría la cabeza. Era una de las razones por las que eran tan bueno en su trabajo. Nunca perdía detalle de lo que ocurría a su alrededor. Pero siempre había habido algo en Victoria que le había hecho hervir la sangre. Y no se trataba sólo de sus formas exuberantes y femeninas. Una mirada, una palabra suya eran capaces de hacerle explotar. Y acababa de hacerlo.

—Supongo que la sangre Ketchum debe ser más fuerte que el juramento Hipocrático que hiciste.

Victoria se sorprendió al ver que tenía los puños apretados y se obligó a relajarse y respirar.

—¿Qué se supone que quieres decir?

Deslizó los ojos grises hasta posarlos en los pechos que presionaban contra el jersey de cachemir de color azul claro. El tejido era suave como su piel y se le formó un nudo en la garganta al recordar aquellos pechos exuberantes entre sus manos, los rosados pezones ansiosos por ser besados. Miró entonces al suelo y, de nuevo, la miró a la cara.

—El juramento tiene que ver con salvar vidas, no con llevártelas. Pero, en lo referente a mí, siempre me viste a través de los ojos de los Ketchum.

—Mi familia nunca te tuvo aversión.

Jess dejó escapar una risa áspera y, a continuación, se puso en pie y atravesó la habitación hasta la chimenea de piedra en la que crepitaba un fuego suave.

—Tucker no podía soportar la idea de verte conmigo.

Victoria quería decirle que eso no tenía nada que ver con el motivo de su visita, pero no lo hizo. Llevaba cuatro meses sabiendo que llegaría el momento de enfrentarse a él, de descubrir por sí misma si seguía teniendo un amargo recuerdo del pasado. Ya no tendría que seguir preguntándoselo.

—Mi padre no trató de evitar que estuviera contigo.

Jess volvió entonces la cabeza y le clavó una mirada llena de odio.

—No con palabras. No, el viejo era demasiado astuto para eso. Sabía por dónde pillarte. Y lo hizo.

Victoria apretó la mandíbula.

—Pensé que cuatro años te habrían servido para ver lo equivocado que estabas. ¡Pero es obvio que sigues tan ciego y testarudo como entonces!

—Tú eres la ciega, Victoria. Lo estabas entonces. Y sigues estándolo ahora.

Si se lo hubiera dicho furioso, lo habría entendido. Pero no había animosidad en su voz. Tan sólo era una especie de serena advertencia.

Sin pensar en lo que hacía, se levantó y se acercó hasta él.

—¿Qué se supone que quieres decir con eso?

Jess inspiró profundamente y extendió la mano hacia un marco que había sobre la encimera. Era una foto de Tucker y Amelia cuando eran jóvenes, cuando los cuatro hijos menores eran aún pequeños y el mayor, Hugh, aún estaba vivo.

—Todos menos tú saben que Tucker Ketchum era un hombre de carácter dudoso…

—No te atrevas…

—Ésa es una de las razones por las que este rancho es tan grande y tan rentable. Y me temo que también pueda ser una razón por la que se haya descubierto un cadáver boca abajo en un arroyo dentro de las tierras del T Bar K.

—¡Eres un ser despreciable! No eres digno de ser el adjunto del sheriff de este condado —añadió, retirándose un oscuro rizo que le caía sobre el ojo.

—¿Por qué? ¿Porque me fui y no dejé que el viejo me corrompiera, también?

Movida por la furia más descarnada levantó la mano dispuesta a abofetearlo, pero Jess la sujetó por la muñeca y la atrajo hacia sí.

—Todo esto te hace feliz, ¿no es así? —dejó caer ella—. Has estado esperando el momento para venir a escupir sobre mi familia. ¡Y ahora lo tienes delante en forma de cadáver humano!

Jess deslizó el brazo por la espalda de Victoria para evitar que se retorciera.

—Nada de esto me hace feliz, Victoria —sus ojos se fijaron, de pronto, en sus labios y entonces inclinó la cabeza—. Y menos esto.

Un beso era lo último que habría esperado de aquel hombre y, por un momento, se quedó conmocionada al sentir el duro contacto de sus labios sobre los suyos. Pero entonces subió las manos y las apoyó en sus anchos hombros y lo empujó. El débil gesto de desaprobación hizo que Jess aflojara el ritmo un poco, pero no la soltó. Al cabo, su abrazo se hizo más firme hasta que sintió los pechos aplastados contra el torso de él y su cadera se arqueó a su encuentro.

—Jess…

Si hubiera sido una queja, la habría soltado. Pero en la voz de Victoria había lujuria que no hizo sino alimentar su propio deseo, como un fuego atizado por el viento.

El tiempo se detuvo cuando Jess buscó su boca con sus labios, le acarició la espalda con manos y luego las introdujo entre sus rizos.

Mucho antes de que él levantara la cabeza, ella ya estaba sujetándole de la pechera con ambas manos, luchando por mantener firmes las rodillas. Tenía la respiración entrecortada y el pulso acelerado como el de un caballo salvaje galopando por la meseta. Nadie más la hacía sentir tan impotente y tan viva. Tan mujer.

Santo Dios, nada había cambiado, pensó llena de desesperación. Cuatro largos y solitarios años no habían logrado borrar a aquel hombre de su corazón.

—¿Es así como interrogas a tus sospechosas ahora? —consiguió preguntar al fin.

Lentamente, Jess retiró el brazo que le rodeaba la espalda y Victoria se apresuró a poner distancia entre ellos.

—No era una pregunta, Tori. Era una afirmación.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella, presionando con el dorso de la mano contra los labios ardientes.

Jess sonrió, pero una vez más, su expresión estaba desprovista de calidez o sinceridad.

—Que ahora yo estoy al mando. Y el hecho de que seas una Ketchum no significa nada en lo que a la ley se refiere.

Sintió una puñalada de dolor en el pecho, pero consiguió mantenerle la mirada.

—¿Es así como me has besado? ¿Como un hombre de la ley? ¿O como el Jess que conocí?

Durante un largo momento, Jess contempló con sus ojos grises el rostro acalorado de Victoria. Abrió entonces los labios, pero antes de que pudiera decir nada, un golpe en la puerta lo interrumpió.

Mirando por encima del hombro, Victoria vio a un joven indio nativo vestido de forma muy similar a Jess, de pie en la puerta abierta del estudio. Victoria se dio cuenta de que a su mirada oscura y curiosa no le pasó inadvertida la situación, Jess y ella, juntos, al lado de la chimenea.

—Perdona que te interrumpa, Jess. Pensé que te gustaría saber que el vaquero encargado del rancho ha vuelto. Está esperando en el barracón.

El vaquero jefe dentro del rancho T Bar K era Linc Ketchum, el primo de Victoria. Al igual que el resto de la familia, Victoria dudaba mucho de que Linc tuviera algo que decir a aquellos hombres de la ley.

—Enseguida voy, Redwing —dijo Jess.

Asintiendo con la cabeza, el ayudante desapareció. Junto a ella, Jess hizo ademán de salir también, pero antes de hacerlo, Victoria estiró la mano y lo sujetó por el brazo.

Jess se detuvo y la miró, enarcando una ceja en señal de burlona curiosidad.

—¿Qué significa todo esto, Jess?

La desesperación que impregnó a su bajo tono de voz fue como un pinchazo en las costillas, doloroso e irritante.

—Ya veremos, ¿no crees, Tori?

Victoria dejó caer la mano, helada al notar el sarcasmo que había en su voz.

—No eres el hombre que conocí.

Los labios de Jess formaron una fina línea, las aletas de la nariz se le inflaron mientras le abrasaba el rostro con el rayo de sus ojos grises.

—No. Nunca volveré a ser ese hombre.

Capítulo 2

 

EL aire nocturno había refrescado y los mosquitos estaban dándose un festín con los antebrazos desnudos, pero Victoria se resistía a moverse del patio.

Jess y su ayudante se habían ido del rancho hacía más de dos horas y, sin embargo, el lugar aún bullía; ella aún bullía por dentro. Y no le gustaba.

No se le había ocurrido que ver a Jess de nuevo la conmocionaría de esa forma. Trató de convencerse de que eran las circunstancias de su aparición lo que la había perturbado. Después de todo, no se hallaba todos los días un cadáver en las tierras de la familia de uno, sin explicación de por qué ni cómo había llegado hasta allí.

—¿Victoria? No sabía dónde estabas.

Desde la silla, miró hacia atrás y vio a su hermano Ross, y de nuevo miró hacia las oscuras montañas cubiertas de pinos, los centinelas del T Bar K.

—Llevo una hora tratando de reunir las fuerzas para levantarme —dijo ella.

Ross le puso la mano en el hombro y le dio un suave apretón.

—Apenas has cenado. ¿Te encuentras bien?

Trató de reírse pero no había alegría en ella.

—Recuerda que yo soy el médico aquí, Ross. Se supone que soy yo quien debe preguntar eso.

Ross acomodó su largo cuerpo en una silla de jardín a su lado.

—Eso es lo malo contigo, Victoria. Tú siempre te ocupas más de los demás que de ti misma.

A sus treinta y cinco años, cinco más que ella, Ross era el hijo menor de los Ketchum. Desde que su hermano mayor, Hugh, muriera en un accidente con un toro seis años atrás, Ross había tomado las riendas del rancho. Además de ser hábil para los negocios, Ross era guapo hasta decir basta y algunos decían que tan duro como su difunto padre, Tucker. Pero con ella siempre había sido amable, su apoyo cuando nadie más había estado.

—Estoy bien, Ross. Simplemente ha sido un día… largo —dijo ella, dirigiéndole una triste mirada.

—Un horrible y largo día —convino él.

—¿Has podido hablar con Seth?

—No. Está fuera. Probablemente esté ocupado con algún caso.

Su hermano mayor, Seth, había abandonado el rancho varios años atrás para unirse a la Policía Montada de Texas. En caso de que surgiera algún problema con el cadáver, Seth sabría qué hacer. Sólo cabía esperar que no tuvieran que molestar a su hermano.

—Da igual. No hay ningún problema. Y no preveo ninguno —dijo ella.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ross.

Victoria se frotó el brazo para sacudirse un mosquito.

—Es obvio que se trata de un hombre que pasaba por aquí y murió de causa natural o se cayó por alguna razón. No hay nada siniestro en eso.

Ross se acarició la barbilla con gesto pensativo.

—Me sorprende que hayas usado esa palabra. Las palabras de Jess no dieron a entender que se tratara de algo siniestro.

Su mente empezó a dar vueltas mientras contemplaba los fuertes rasgos de su hermano.

—Pues a mí no me dio esa impresión.

—Tal vez lo hayas interpretado mal —dijo Ross, enarcando las cejas.

—La única vez que interpreté mal a ese hombre fue hace cuatro años. Cuando se fue del condado de San Juan.