Relatos infantiles latinoamericanos - Varios Autores - E-Book

Relatos infantiles latinoamericanos E-Book

Autores varios

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Beschreibung

Estos Relatos infantiles latinoamericanos, escritos por algunos de los más conocidos autores de literatura infantil  del continente, refieren historias de niños en el exilio, fábulas, y perfiles psicológicos aleccionadores. Esta selección de Relatos infantiles latinoamericanos, contiene las siguientes narraciones: - Oscar Alfaro. El traje encantado - Victor Eduardo Caro. Un drama en un corral - Carmen Lyra. La cucarachita mandinga - Marta Brunet. Historia del lobo cuando se enfermó - José Martí. Meñique - Manuel Jesús Calle. Leyendas del tiempo heroico - Salvador Salazar Arrué. Cuentos de cipotes - Froylán Turcios. Relato de un muchacho de Brooklyn - Vicente Riva Palacio. El buen ejemplo - Ricardo Palma. La virgen de sombrerito y el chapín del niño - Pedro Henríquez Ureña. Cuentos de la nana Lupe - Horacio Quiroga. El diablito colorado - Amenodoro Urdaneta. Los tres ladrones - Teresa de la Parra. El genio del pesacartasEdición de Velia Bosch.

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Autores varios

Relatos infantiles latinoamericanos Edición de Velia Bosch

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Relatos infantiles latinoamericanos.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-829-7.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-011-4.

ISBN ebook: 978-84-9007-393-3.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Oscar Alfaro. El traje encantado 9

Victor Eduardo Caro. Un drama en un corral 13

Carmen Lyra. La cucarachita mandinga 17

Marta Brunet. Historia del lobo cuando se enfermó 25

José Martí. Meñique 29

I 29

II 30

III 34

IV 37

V 42

VI 45

VII 46

Manuel J. Calle. Leyendas del tiempo heroico 49

Queseras del medio (1819) 49

Salarrué. Cuentos de cipotes 59

El cuento del cuento que descuenteya 59

El cuento del dichoso turis turista 60

Froylán Turcios. Katie. Relato de un muchacho de Brooklyn 63

I 63

II 63

lll 63

IV 64

V 64

VI 64

Vicente Riva Palacio. El buen ejemplo 65

Ricardo Palma. La virgen de sombrerito y el chapín del niño 69

I 69

II 70

Pedro Henríquez Ureña. Cuentos de la nana Lupe 73

Con el burro y el ratón 73

Horacio Quiroga. El diablito colorado 77

Amenodoro Urdaneta. Los tres ladrones 87

Teresa de la Parra. El genio del pesacartas 89

Libros a la carta 95

Oscar Alfaro. El traje encantado

El pequeño príncipe era caprichoso y malo. Había que darle todos los gustos porque el rey, su padre, decía que no se le debe negar nada al hijo de un rey.

Un día, el príncipe ordenó:

—Que me traigan el arco y las flechas.

—¿Para qué? —preguntó su padre.

—Para hacer puntería sobre aquel pastor que está parado en la colina.

Pero al poco rato, vio al mago del reino, que entraba al pa— lacio con su traje brillante.

—¡Quiero ese traje!

—Es muy grande para ti —contestó el mago.

—A mí no me importa. Dámelo ahora mismo o pediré otra cosa, que será peor para ti.

—Pide más bien otra cosa.

—Pediré entonces tu piel, para hacerme unas botas.

El mago se puso pálido.

—Te daré mi traje —dijo, sacándoselo a toda velocidad.

Pero el príncipe ya no tenía interés en el traje.

—¡Tendré las botas de piel de hombre! ¡Nada se le puede negar al hijo del rey!

Y comenzó a dar unos gritos tan fuertes que vino corriendo el rey.

—¿Qué te pasa ahora?

—Quiero la piel del mago para hacerme unas botas.

—Bueno habrá que despellejado —dijo el rey con la mayor tranquilidad y tocó una campana, llamando a los verdugos.

Pero el mago se escapó del palacio por una ventana. El susto le puso alas en los pies y no lo pudieron alcanzar.

El príncipe estaba furioso, pero a las pocas horas volvió a interesarse por la ropa del mago. Se la probó y, aunque le quedaba muy grande, se paseó con ella por el corredor de los espejos, haciendo gestos de mago.

Pero, ¡cosa rara!, la ropa se estaba encogiendo.

—¡Quítatelo! No te olvides que es el traje de un mago... —le dijo el rey, asustado.

El príncipe tuvo miedo y trató de desvestirse, pero no pudo.

Su padre quiso ayudarlo, pero tampoco pudo. Ahora el traje estaba tan ajustado que apenas lo dejaba respirar. Y seguía encogiéndose. El príncipe empezó a gritar. El rey, desesperado, llamó a los hombres más forzudos de la guardia y les ordenó desvestir al príncipe, pero ninguno pudo.

—¡Rompan el traje! —gritó el rey. Pero nadie fue capaz de romperlo.

—Yo lo rasgaré con mi espada —dijo un oficial de la guardia. Pero la espada se hizo pedazos y el traje continuó encogiéndose. Finalmente, el príncipe cayó desmayado.

—¡Mi hijo se muere!.. ¡Auxilio! —gritaba el rey, con lágrimas en los ojos.

Entonces, el consejero del monarca dijo:

—Hagan volver al mago. Es el único que puede salvarlo.

Mil servidores, montados a caballo, salieron a buscar al mago y lo trajeron encadenado.

—¡Maldito, sácale ese traje al príncipe o te haré cortar la cabeza!... —rugió el rey.

Pero el traje se encogió más.

El rey sacó su espada y apuntó con ella a la garganta del mago.

—¡Por las malas no vas a conseguir nada! ¡Mira cómo se encoge el traje!...

Y el traje se encogió tanto que crujieron los huesos del príncipe.

—¡Piedad! —gritó el rey al ver aquello—. Salva a mi hijo y te haré el hombre más rico del reino!...

—Está bien que cambies de tono —dijo el mago, tranquilamente—. Pero las riquezas que me ofrece no salvarán al príncipe.

—Entonces ¿qué debo hacer para salvarlo?

—Remediar todo el daño que él hizo.

—Lo haré —dijo el rey—. Pero sálvalo.

—Yo no puedo salvarlo, todo depende de ti —contestó el mago.

Entonces el rey llamó a sus ministros.

—Ordeno que se remedien todos los daños que causó el príncipe a la gente del reino.

El traje dejó de encogerse, pero no volvió a su estado normal.

—¿Por qué no se estira, si ya ordené lo que pedías?

—Es que algunos males no tienen remedio.

—¡Entonces mi hijo morirá estrangulado por el maldito traje?

—No morirá. El traje se irá abriendo con cada buena obra que realices.

Victor Eduardo Caro. Un drama en un corral

¿No saben ustedes lo que ha sucedido en un gallinero? Es horrible, horrible.

La que así hablaba era una gallina que se hallaba en un lugar a donde todavía no habían llegado los ecos de la tragedia.

—Sí —decía la gallina—; ¡es horrible! Tanto que no voy a poder pegar el ojo en toda la noche. Menos mal que somos muchas; si llego a estar sola, ¡qué miedo!

Y empezó a contar la terrible historia; y al cacarear, su voz temblaba de espanto, de tal modo que a las gallinas que le escuchaban se les erizaron las plumas, y al gallo que las acompañaba se le encogió la cresta.

Pero a lo mejor tampoco vosotros que me leéis, estáis al corriente de los acontecimientos. Empecemos, pues, por el principio.

La cosa sucedió en un gallinero situado en un barrio de la ciudad muy alejado de éste en que estábamos hace un momento.

Caía la tarde; el Sol se ponía y las gallinas tomaban sus posiciones para la noche.

Una de ellas, una gallina blanca, de patas cortas, que era una persona de lo más respetable que cabe, de esas que ponen su huevo con toda regularidad, en cuanto se hubo colocado en el sitio que le correspondía, se puso a rascarse, según solía hacer todas las noches antes de dormirse.

Al efectuar esta pequeña operación se le cayó una plumita.

—¡Vaya, una menos! —dijo. Y añadió:

—Aunque se me caigan algunas plumas, no por eso dejo de estar guapa.

Esto lo dijo con tono alegre, pues era una gallina de muy buen humor, siempre dispuesta a reír, a divertirse y a echarlo todo a broma, lo cual no impedía que, según ya hemos dicho, fuese una gallina perfectamente respetable.

Luego se quedó dormida.

Ya la oscuridad era profunda y las gallinas apretujadas unas contra otras, se iban durmiendo. Pero la que estaba junto a la gallina blanca, no se dormía. Había oído lo que dijo su vecina, pues ella sabía oír sin parecerlo.

Y le faltó tiempo para comunicárselo a su otra vecina; ahora que naturalmente lo varió un poco:

—¿Ha oído usted lo que acaban de decir? —le preguntó—. Yo no quiero nombrar a nadie, pero es el caso que aquí hay una gallina que se quiere quedar sin plumas para estar más guapa. ¡Qué atrocidad!

Precisamente encima del gallinero moraba la familia búho: el papá, la mamá y los pequeños búhos.

Tenían todos los oídos tan finos, que no perdieron una palabra de lo que dijo la gallina.

Sus ojos, que ya de por sí eran redondos, se redondearon más que de costumbre, y la mamá búho exclamó, abanicándose con las alas.

—¡No escuchéis esas cosas, hijos míos; demasiado sabéis ya. Lo he oído con mis propios oídos, y Dios sabe si en este mundo se oyen atrocidades antes de que a uno se le caigan las orejas de horror!

Y añadió, dirigiéndose a su esposo, el señor búho:

—¡Ya ves tú qué cosas pasan! Hay en el gallinero de abajo una gallina que se ha olvidado de la educación y de las conveniencias, hasta el punto de arrancarse las plumas para estar más guapa, sin duda para ver si así logra llamar la atención del gallo y que se case con ella.

—Ten cuidado —dijo el papá búho—; no son cosas para hablar las delante de los niños.

—Tienes razón —dijo la mamá búho— pero; al menos se lo iré a contar a la lechuza del frente; también ella me viene a contar todo lo que oye.

Y se fue volando.

—¡Huuuuuu! ¡Huuuuuu! Estuvieron charlando las dos comadres cerca de un palomar.

—¡Huuuuuu! ¡Huuuuuu! ¿se ha enterado usted?

Allí hay una gallina que se ha arrancado las plumas para ver si así pesca marido. ¡De fijo que lo que así pesca será una pulmonía! ¡Si es que no se ha muerto ya de frío! ¡Huuuuuu!

—¡Rrrrrrucu! ¡Rrrrrrucu! —dijeron unos pichones al oírlas—. ¿Dónde ha sido eso? ¿Dónde, dónde?

—Ha sido en el corral del vecino —contestó una paloma que también había oído—. Tan seguro es, ¡como si lo hubiéramos visto con nuestros ojos! Da vergüenza contarlo, y sin embargo no cabe duda de que así es.

—¡Ah! ¡Claro que no cabe duda! ¡No cabe duda ninguna —dijeron los pichones.

Y se fueron con el cuento a otro corral; pero con el cuento un poquito corregido, naturalmente.

—Allí hay una gallina, y puede que sean dos, que ha tenido la desvergüenza de arrancarse todas las plumas para distinguirse de las demás, llamar la atención del gallo y casarse con él. ¡Han caído enfermas del frío!

—¡Kikirikí! ¡Kikirikí! —dijo el gallo de este gallinero; y volvió a encaramarse a lo alto de la tapia. Desde allí se puso a cantar:

—¡Tres gallinas se han muerto por haberse arrancado todas las plumas para agradar al gallo! ¡Qué horror! ¡Es preciso que todo el mundo se entere de esta historia!

—¡Sí, sí que se enteren, que se enteren! —silbaron los murciélagos. Y los gallos y las gallinas corearon:

—¡Que se enteren, que se enteren! De este modo la historia circuló de corral en corral, y cada vez aumentada un poco.

Así volvió al lugar de donde había salido. Pero en qué forma llegó, Dios santo.

—Cinco gallinas —decían— se habían propuesto cada una casarse con un gallo. Tan enamoradas de él estaban las cinco, que se arrancaron las plumas para demostrar lo flacas que se habían quedado. Cuando estuvieron completamente desplumadas, se pelearon, se hirieron a picotazos, se ensangrentaron y se mataron unas a otras. Sus respectivas familias están desesperadas; y más desesperado todavía está el dueño del corral, que ha perdido de un golpe cinco hermosas gallinas.

La gallina blanca a la que se le había caído una pluma, oyó esta trágica historia. Naturalmente como estaba «algo» desfigurada no la reconoció.

—Qué cosas pasan en el mundo, Señor —exclamó juntando sus patitas con indignación—. ¡Qué gallinas más locas! Gracias a Dios, en este corral nuestro no pueden suceder atrocidades semejantes. Pero es preciso que se entere todo el mundo de esta historia para que sirva de ejemplo. Y, tal como ella lo había oído, se lo refirió todo a cierta cotorra, que era la encargada de redactar la «Gaceta del Corral».

Carmen Lyra. La cucarachita mandinga

Había una vez una Cucarachita Mandinga que estaba barriendo las gradas de la puerta de su casita, y se encontró un cinco.1

Se puso a pensar en qué emplearía el cinco.

¿Si compro un cinco de colorete?

—No, porque no me luche.2

—¿Si compro un sombrero?

—No, porque no me luche.

—¿Si compro unos aretes?

—No porque no me luchen.

—¿Si compro un cinco de cintas?

—Sí, porque sí me luchen.

Y se fue para las tiendas y compró un cinco de cintas; vino y se bañó, se empolvó, se peinó de pelo suelto, se puso un lazo en la cabeza y se fue a pasear a la Calle de la Estación. Allí buscó asiento.

Pasó un toro y viéndola tan compuesta, le dijo:

—Cucarachita Mandinga, te querés casar conmigo?

La Cucarachita le contestó:

—¿Y cómo hacés de noche?

—¡Mu... mu...!