Religión sin dios - Ronald Dworkin - E-Book

Religión sin dios E-Book

Ronald Dworkin

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Beschreibung

En esta obra, que retoma las Conferencias Einstein impartidas por Ronald Dworkin en la Universidad de Berna en 2011, se invita al lector a reconocer que lo que une a teístas y ateos es mucho más grande de lo que tradicionalmente los separa: unos y otros experimentan lo sublime y lo doloroso, tienen fe en la verdad, se comprometen con la vida bien llevada y defienden el valor de sus convicciones, pues, afirma el jurista estadunidense, la religión es más profunda que la misma idea de dios. Las implicaciones de este argumento en la aplicación del derecho -como en el caso de la objeción de conciencia, la justificación de las guerras religiosas, la libertad de culto o la igualdad ante la ley- son tema también de esta disertación aguda, profunda y clara, en la que uno de los más reconocidos filósofos del derecho analiza la metafísica del valor para concluir que la libertad de religión no debe fluir desde el respeto a la creencia en dios, sino desde el derecho a la autonomía ética.

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RONALD DWORKIN(Providence, 1931-Londres, 2013)

fue catedrático de derecho constitucional y de filosofía en universidades como la de Nueva York, la de Yale y la de Oxford. Su obra influyó profundamente en las teorías contemporáneas de la justicia y de la naturaleza del derecho. Mereció el doctorado honoris causa de la Universidad de Buenos Aires y el Premio Internacional de Investigación en Derecho Héctor Fix-Zamudio de la Universidad Nacional Autónoma de México (2006), el premio Holberg en Noruega (2007) y el premio Balzan en Italia (2012), entre otros. Fue miembro de la British Academy y de la American Academy of Arts and Sciences. Entre sus obras traducidas al español, el Fondo ha publicado Justicia para erizos (2014) y la antología La filosofía del derecho (2014), editada por él.

 

Religión sin dios

Traducción de VÍCTOR ALTAMIRANO

Ronald Dworkin

Religión sin dios

Sección de Obras de Filosofía

Primera edición en inglés, 2013 Primera edición en español, 2014 Primera edición electrónica, 2015

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

Título original: Religion without God © 2013, Harvard University Press

D. R. © 2013, Ronald Dworkin

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S. A. El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, [email protected] / www.fce.com.ar

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica de España, S. L. Vía de los Poblados 17, 4º – 15, 28033 Madrideditor@fondodeculturaeconomica.eswww.fondodeculturaeconomica.es

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2269-3 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A Tom, quien me adentró en los misteriosdel temperamento secular.

Y a Reni, por siempre.

Índice

Nota del editor

I. ¿Ateísmo religioso?

Introducción

¿Qué es la religión? El núcleo metafísico

Ciencia religiosa y valor religioso

Misterio e inteligibilidad

Dioses impersonales: Tillich, Spinoza y el panteísmo

II. El Universo

La física y lo sublime

¿Cómo podría la belleza guiar la investigación?

¿Qué tipo de belleza sería?

¿Simetría?

¿Existe una manera en que el Universo simplemente sea?

La inevitabilidad y el Universo

La belleza de la inevitabilidad

III. Libertad religiosa

El reto constitucional

¿La libertad religiosa sólo se refiere a Dios?

¿Libertad descontrolada?

Conflictos dentro de la libertad

¿Realmente existe el derecho a la libertad religiosa?

Las nuevas guerras de religión

IV. Muerte e inmortalidad

Índice analítico

Nota del editor

Este libro se basa en las Conferencias Einstein impartidas por Ronald Dworkin en la Universidad de Berna en diciembre de 2011; el autor planeó exhaustivamente ampliar su aproximación al tema en el transcurso de los años siguientes, pero enfermó en el verano de 2012 y sólo tuvo tiempo para completar algunas revisiones del texto original antes de su muerte, en febrero de 2013. La editorial desea agradecer a Hillary Nye, estudiante de doctorado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York, por su invaluable ayuda en la indagación previa a la publicación del libro. La investigación del profesor Dworkin contaba con el apoyo de la Filomen D’Agostino and Max E. Greenberg Foundation de la Escuela de Derecho.

I. ¿Ateísmo religioso?

Introducción

El tema de este libro es que la religión es algo más profundo que Dios. La religión es una visión del mundo insondable, distintiva y abarcadora: afirma que todo tiene un valor inherente y objetivo, que el Universo y sus criaturas inspiran asombro, que la vida de los humanos tiene un propósito y el Universo un orden. La creencia en un dios es sólo una de las posibles manifestaciones o consecuencias de esa visión más profunda del mundo. Por supuesto que los dioses han servido a muchos propósitos humanos: han prometido una vida después de la muerte, han explicado las tormentas y han tomado partido en contra de enemigos, pero una parte central de su atractivo es que supuestamente han logrado llenar de valor y propósito el mundo. No obstante, la convicción de que un dios garantiza el valor—según argumentaré—presupone un compromiso previo con la realidad independiente de ese valor. Este compromiso también está disponible para los no creyentes, de tal manera que los teístas comparten con algunos ateos un compromiso más esencial que aquello que los separa y, por lo tanto, esa fe compartida puede suministrar las bases para una mejor comunicación entre ellos.

La bien conocida y tajante división entre las personas religiosas y no religiosas es demasiado burda. Muchos millones de personas que se consideran ateas tienen convicciones y experiencias similares—e igualmente profundas—a las que los creyentes conciben como religiosas; afirman que, si bien no creen en un dios «personal», creen en una «fuerza» en el Universo «superior a nosotros». Sienten una responsabilidad inexorable de vivir bien su vida y con el respeto que merece la vida de los otros; se enorgullecen de una vida que consideran bien vivida y, en ocasiones, sufren un arrepentimiento inconsolable por una vida que consideran, en retrospectiva, desperdiciada. No sólo les parece que el Gran Cañón es impresionante, sino que, además, el asombro que les provoca es tan maravilloso que roba el aliento; los últimos descubrimientos sobre el inmenso espacio exterior no sólo despiertan su interés, sino que también los fascinan. Para ellos, no sólo se trata de una respuesta sensual inmediata y, por lo demás, inexplicable: tienen la convicción de que la fuerza y el asombro que sienten son reales, tan reales como los planetas o el dolor; de que la verdad moral y el asombro natural no sólo provocan sobrecogimiento, también lo ameritan.

Existen expresiones famosas y poéticas de este conjunto de actitudes. Albert Einstein decía que, a pesar de ser ateo, era un hombre profundamente religioso:

El conocimiento de que realmente existe aquello que para nosotros es impenetrable, que se manifiesta en la sabiduría más elevada y en la belleza más refulgente que nuestras torpes facultades sólo pueden comprender en sus formas más primitivas; este conocimiento, esta sensación, se ubica en el centro de la verdadera religiosidad. En este sentido, y sólo en él, me cuento entre las filas de los hombres devotamente religiosos.1

Percy Bysshe Shelley decía que él mismo era un ateo que, no obstante, sentía que «la sombra abrumadora de un poder invisible / sobre nosotros flota y, aunque oculta, visita».2 Los filósofos, los historiadores y los sociólogos de la religión han insistido en una definición de la experiencia religiosa que encuentre un espacio para el ateísmo religioso. William James afirmó que uno de los dos elementos indispensables de la religión es un sentido de lo fundamental, de que hay «cosas en el Universo—como él lo expresó—que dicen la última palabra».3 Los teístas tienen un dios que desempeña ese papel, pero para un ateo la importancia de vivir bien dice la última palabra; no hay nada más básico sobre lo que descanse esa responsabilidad o sobre lo que deba descansar.

Los jueces a menudo deben decidir cuál es el significado legal de religión. Por ejemplo, cuando el Congreso estadunidense estipuló una exención del servicio militar por «objeción de conciencia» para aquellos a quienes su religión impedía servir, la Suprema Corte se vio en la necesidad de decidir si un ateo a quien sus convicciones morales impedían realizar el servicio calificaba para dicha objeción. Decidió que sí calificaba.4 En otro caso, cuando la Corte tuvo que inter-pretar la garantía constitucional del «libre ejercicio de la religión», declaró que en los Estados Unidos prosperan muchas religiones que no reconocen un dios, entre ellas una a la que llamó «humanismo secular».5 Asimismo, la gente común utiliza la palabra religión en contextos que nada tienen que ver con dioses o fuerzas inefables: se dice que los estadunidenses han convertido su Constitución en una religión y que para algunos el béisbol es una religión. Claramente, estos últimos usos del término religión sólo son metafóricos; sin embargo, no parecen depender de la creencia en Dios, sino de compromisos más profundos en un sentido general.

Es así que la frase «ateísmo religioso», si bien resulta sorprendente, no constituye un oxímoron; la religión no se restringe al teísmo como mera consecuencia del significado de las palabras. No obstante, la frase aún puede parecer confusa. ¿Acaso no sería mejor, por el bien de la claridad, reservar religión para el teísmo y afirmar que Einstein, Shelley y los otros eran ateos «sensibles» o «espirituales»? Sin embargo, tras considerarlo nuevamente, la expansión del territorio religioso incrementa la claridad, pues expone la importancia de lo que se comparte en ese terreno. Richard Dawkins dice que las palabras de Einstein son «destructivamente confusas»6 porque la claridad requiere de una distinción tajante entre la creencia en que el Universo está gobernado por leyes físicas fundamentales—lo que Dawkins cree que Einstein quería decir—y la creencia en que lo gobierna algo «sobrenatural», lo que según Dawkins sugiere la palabra religión.

Sin embargo, Einstein no sólo quería decir que el Universo se organiza alrededor de leyes físicas fundamentales; de hecho, la opinión que cité, en un sentido importante, es una adhesión a lo sobrenatural. La belleza y la sublimidad a las que, de acuerdo con él, sólo podemos acceder en un débil reflejo no son parte de la naturaleza: están más allá de la naturaleza y no podemos concebirlas, incluso cuando finalmente comprendamos la más fundamental de las leyes físicas. Einstein tenía fe en que hay un valor trascendental y objetivo en el Universo, un valor que no es un fenómeno natural ni una reacción subjetiva a fenómenos naturales. Eso lo llevó a insistir en su propia religiosidad. En su opinión, no había una mejor descripción de la naturaleza de su fe.

Dejemos a Einstein con su descripción de sí mismo, a los académicos con sus categorías generales y a los jueces con sus interpretaciones. La religión, diremos, no implica necesariamente la creencia en Dios; por lo tanto, suponiendo que alguien pueda ser religioso sin creer en un dios, ¿qué significa ser religioso? ¿Cuál es la diferencia entre una actitud religiosa frente al mundo y una que no lo es? La respuesta a estas preguntas no es sencilla porque «religión» es un concepto interpretativo;7 es decir, las personas que lo utilizan no están de acuerdo en su significado preciso sino que toman una postura con respecto a lo que debería significar. Cuando Einstein se asumió

Enfrentaremos este reto casi de inmediato, pero antes debemos detenernos en el trasfondo sobre el que consideramos este tema. Las guerras religiosas, como el cáncer, son una maldición de nuestra especie. Las personas se matan en todo el mundo porque odian a los dioses de los otros. En lugares menos violentos, como los Estados Unidos, el terreno principal de sus peleas es la política, en cualquier nivel, desde las elecciones nacionales hasta las reuniones de los comités educativos locales. Las batallas más aguerridas no suceden entre las diferentes sectas de religiones teístas, sino entre los creyentes fervorosos y aquellos ateos a quienes los primeros consideran bárbaros inmorales en los que es imposible confiar y cuyo número creciente es una amenaza para la salud moral y la integridad de la comunidad política.

Actualmente, los fanáticos tienen un gran poder político en los Estados Unidos. La así llamada derecha religiosa es un sector votante al que aún se corteja con vehemencia. El poder político de la religión ha provocado, como era de esperarse, una reacción opuesta (aunque difícilmente equitativa). El ateísmo militante, si bien está políticamente muerto, goza de un gran éxito comercial. En los Estados Unidos, nadie que se considere ateo podría resultar electo para un cargo de importancia, pero el libro de Richard Dawkins, El espejismo de Dios (2006), ha vendido millones de ejemplares; asimismo, otras docenas de títulos que condenan a la religión como superstición llenan las librerías de ese país. Hace unas décadas, los libros que se burlaban de Dios eran extraños. La religión implicaba una Biblia y nadie pensaba que valiera la pena señalar las innumerables equivocaciones de la creación bíblica. Esto ya no es así. Ahora los académicos dedican carreras enteras a refutar lo que parecía, entre aquellos que compran con entusiasmo sus libros, demasiado tonto refutar.

Si podemos separar a Dios de la religión, si entendemos cuál es en verdad el punto de la religión y por qué no requiere—ni asume—la existencia de una persona sobrenatural, quizá al menos seamos ca-paces de disminuir la temperatura de esas batallas al separar las cues-tiones científicas de las de valor. Las nuevas guerras de religión son en realidad guerras culturales. No sólo tratan sobre la historia científica—sobre lo que ayuda más al desarrollo de la especie humana, por ejemplo—sino también, de manera más fundamental, sobre el significado de la vida humana y de vivir bien. Como veremos, la lógica exige una separación entre los aspectos científicos y los de valor de una religión teísta ortodoxa. Una vez que los hayamos separado adecua damente, nos daremos cuenta de que son absolutamente independientes: la parte de valor no depende—no podría depender—de la existencia de cualquier dios o de su historia. Si aceptamos esto, disminuiríamos de manera formidable el tamaño y la importancia de estas guerras: dejarían de ser guerras culturales. Ésta es una ambición utópica: las guerras de religión, violentas y no violentas, reflejan odios más profundos que los que la filosofía puede expresar. No obstante, un poco de filosofía puede resultar útil.

¿Qué es la religión? El núcleo metafísico

¿Qué consideramos entonces una actitud religiosa? Intentaré dar una explicación razonablemente abstracta y, por lo tanto, ecuménica. La actitud religiosa acepta la realidad absoluta e independiente del valor; acepta la verdad objetiva de dos juicios centrales sobre el valor. El primero afirma que la vida humana tiene un significado o importancia objetivos. Cada persona tiene la responsabilidad innata e inalienable de intentar que su vida sea exitosa; es decir, de vivir bien y aceptar responsabilidades éticas con uno mismo y responsabilidades morales con los otros, no sólo porque lo consideremos importante, sino porque en sí mismo es importante, lo creamos o no. El segundo afirma que lo que llamamos naturaleza—el Universo como un todo y cada una de sus partes—no sólo es una cuestión de hecho, sino que es sublime en sí misma: algo con un valor y asombro intrínsecos. Juntos, estos dos amplios juicios de valor expresan el valor inherente en ambas dimensiones de la vida humana: la biológica y la biográfica. Formamos parte de la naturaleza porque tenemos un ser físico y una duración: la naturaleza es el lugar y el nutriente de nuestras vidas físicas. Somos distintos de la naturaleza porque tenemos conciencia de que construimos una vida y debemos tomar decisiones que, en conjunto, determinan la vida que hemos construido.

Para un gran número de personas, la religión incluye mucho más que esos dos valores: para muchos teístas también incluye, por ejemplo, la obligación de adorar. No obstante, tomaré estos dos—el significado intrínseco de la vida y la belleza intrínseca de la naturaleza—como los paradigmas de una actitud completamente religiosa hacia la vida. Es imposible aislar estas convicciones del resto de nuestra existencia, conforman una personalidad completa e impregnan la experiencia: generan orgullo, arrepentimiento y emoción. El misterio es una parte importante de esa emoción. William James escribió: «como el amor, la ira, la esperanza, la ambición, los celos; como cualquier otra impaciencia o pulsión instintiva, [la religión] añade a la vida una fascinación que no es racional ni lógicamente deducible de ninguna otra cosa».8 El encanto yace en el descubrimiento del valor trascen-dental de lo que, de otra manera, parecería efímero y muerto.

Sin embargo, ¿cómo podría un ateo religioso estar seguro de lo que afirma sobre los muchos valores que adopta? ¿Cómo podría entrar en contacto con el mundo de los valores para revisar la aserción, probablemente caprichosa, en la que deposita tanta emoción? Los creyentes respaldan sus convicciones con la autoridad de un dios, pero los ateos parecieran tomar las suyas del aire. Es necesario explorar un poco la metafísica del valor.9

La actitud religiosa rechaza el naturalismo, que es uno de los nombres que recibe una teoría metafísica muy popular según la cual nada que las ciencias naturales, incluida la psicología, no puedan estudiar es real. Es decir, no existe nada que no sea materia o mente; en esencia no existe algo como la buena vida, la crueldad o la belleza. Richard Dawkins habló en nombre de los naturalistas cuando sugirió la respuesta adecuada de los científicos a las personas que, criticando el naturalismo, citan perennemente a Hamlet: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, / de lo que ha soñado tu filosofía». «Sí—contestó Dawkins—, pero estamos trabajando en ello.»10

Algunos naturalistas son nihilistas: afirman que los valores no son más que ilusiones. Otros aceptan, en cierto sentido, la existencia de los valores, pero los definen de tal manera que les niegan cualquier existencia independiente: los hacen depender por completo de los pensamientos o las reacciones de las personas. Dicen, por ejemplo, que calificar el comportamiento de alguien como bueno o correcto sólo significa que, en realidad, las vidas de las personas serían más placenteras si todos se comportaran de esa manera; o que afirmar la belleza de una pintura sólo significa que, en general, la gente siente placer al observarla.

La actitud religiosa rechaza todas las formas de naturalismo, insiste en que los valores son reales y fundamentales, y no sólo manifestaciones de algo más; tan reales como los árboles o el dolor. También rechaza una teoría muy distinta que podríamos llamar realismo fundamentado. Esta postura, también popular entre los filósofos, afirma que los valores son reales y que nuestros juicios de valor pueden ser objetivamente verdaderos, pero sólo si asumimos, y podemos equivocarnos, que tenemos razones, además de la confianza en nuestros juicios de valor, para pensar que contamos con la capacidad de descubrir verdades sobre el valor.

Existen muchas formas de realismo fundamentado, una de las cuales es una forma de teísmo que sigue el rastro de nuestra capacidad para elaborar juicios de valor hasta llegar a un dios. (Argumentaré brevemente que este supuesto fundamento va en la dirección equivocada.) Todas concuerdan en que, si los juicios de valor pueden llegar a ser confiables, debe haber razones independientes para pensar que las personas tienen la capacidad de elaborar juicios morales confiables; «independientes» porque no se sujetan a dicha capacidad. Esto vuelve al estado de valor dependiente de la biología o la metafísica. Supongamos que encontramos evidencia irrefutable de que nuestras convicciones morales sólo existen a causa de la adaptación evolutiva, lo que sin duda no haría que fueran necesariamente verdaderas. Por lo tanto, de acuerdo con esta opinión, no tendríamos razones para pensar que la crueldad está mal; si creemos que lo está, entonces debemos tener otra manera de «estar en contacto» con la verdad moral.

La actitud religiosa insiste en una separación aún más fundamental entre el mundo del valor y los hechos relacionados con la historia natural o con nuestras susceptibilidades psicológicas. Nada puede refutar nuestro juicio de que la crueldad está mal, excepto una buena justificación moral de que, después de todo, la crueldad no está mal. Preguntamos: ¿qué fundamentos tenemos para suponer que poseemos la capacidad de elaborar juicios de valor confiables? El realismo infundado responde: el único fundamento posible que podríamos tener: reflexionamos con responsabilidad sobre nuestras convicciones morales y nos resultan convincentes. Creemos que son verdaderas y, por lo tanto, creemos que somos capaces de encontrar la verdad. ¿Cómo podríamos rechazar la hipótesis de que todas nuestras convicciones sobre el valor no son más que ilusiones que se sostienen entre sí? El realismo infundado responde: entendemos dicha hipótesis de la única manera que la vuelve inteligible. Sugiere que no tenemos argumentación moral adecuada para respaldar ninguno de nuestros juicios morales. Rechazamos esta sugerencia mediante la elaboración de argumentos morales para algunos de nuestros juicios morales.

Repito, la actitud religiosa insiste en la independencia absoluta del valor: el mundo del valor se contiene y certifica a sí mismo. ¿Acaso esta circularidad descalifica a la actitud religiosa? Nótese que no existe una forma definitiva que no sea circular para certificar nuestra capacidad de descubrir una verdad de cualquier tipo en cualquier dominio intelectual. En la ciencia dependemos de la experimentación y la observación para certificar nuestros juicios, pero los experimentos y la observación sólo son confiables en virtud de la verdad de suposiciones básicas sobre la causalidad y la óptica, cuya certificación confiamos a la ciencia misma y no a algo más básico. Por supuesto que todos nuestros juicios sobre la naturaleza del mundo externo también dependen, de manera aún más esencial, de la suposición compartida