6,99 €
Los cubanos se caracterizan por tener buen sentido del humor. Son esos que hasta de sus propios problemas se ríen y «sacan lasca». Es lo que logra Juan Miguel Cruz Suárez con este texto. Hay que haber nacido en este archipiélago para saber cuándo Se me fue la catalina. Lo apreciará con la lectura de este volumen y a la vez entenderá que no hay que denigrar para reírse de las vicisitudes. No hay que caer en jergas que atenten con nuestro proceso. El «humor inteligente, constructivo» al decir del autor, ayuda a reconocer los errores y hasta cómo resolverlos. Es la intención de Cruz Suárez con esta puesta al público.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 206
Veröffentlichungsjahr: 2025
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org) o entre la webwww.conlicencia.comEDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros ebook los puede adquirir enhttp://ruthtienda.com
Edición:Mileyda Méndez
Diseño de cubierta e interior:Bárbara Valdés Carballido
Realización:Bárbara Valdés Carballido
Corrección:Catalina Díaz Martínez
Ilustrador:Jorge Luis Sánhez
Conversión a ebook:Grupo Creativo RUTH Casa Editorial
©Juan Miguel Cruz Suárez, 2020
© Sobre la presente edición:
Casa Editorial Verde Olivo, 2024
ISBN:9789592245068
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, en ningún soporte sin la autorización por escrito de la editorial.
Casa Editorial Verde Olivo
Avenida de Independencia y San Pedro
Apartado 6916. CP 10600
Plaza de la Revolución, La Habana
Comencé a trabajar en la Unión de Jóvenes Comunistas en el año 1991. Como decía un buen cubano de mi tierra, ese fue el año en que se cagó el buey, se desmerengó el campo socialista, se fastidió la economía, se jodieron los carnavales del municipio –creo que de toda Cuba– y a mi abuela se le murió la puerca.
Me enfrenté al trabajo en B, un territorio amplio sembrado de barrios dispersos, lleno de niños alegres y personas de cubanísimo arraigo, pero todos alejados unos de otros y de mi pequeña oficina.
Como eso de que si Mahoma no va etcétera, etcétera... es cosa de refranes y no de trabajo político, y ni yo era Mahoma ni las montañas de allá caminan un centímetro; el Nene (no me conocen por allí, y hasta por aquí, sin ese alias) tuvo que dar más pedales que Pipián Martínez, aquella figura legendaria del ciclismo cubano.
Así fue como tuve mi primera bicicleta, aunque soñara con una desde niño, pues cuando tocaban los juguetes (una vez al año y por la libreta) a la pequeña tienda de mi barrio rural solo venía, y a veces, uno de aquellos ciclos pequeños, ideales para mi edad, que por lógica se llevaba alguien de los primeros en la cola.
Regresando al asunto pedalístico de los años 90, les cuento que me asignaron una bicicleta Forever de fabricación china, azul, cómoda y ligera; solo que la susodicha no se movía sola: La energía debía ponerla yo, y por entonces no tenía mucha porque la alimentación se puso de croqueta para abajo un buen trecho.
De esta manera emprendí mi bregar por las carreteras-terraplenes, los trillos y matojos de cuanto barrio tuviera una escuelita, pues yo era nada menos que el presidente municipal de los pioneros y todos sabemos que en Cuba se podrán acabar las croquetas, pero nunca los pioneros ni sus guías entusiastas, esos que te ven llegar sudando a chorros detrás del manubrio y te dicen con sana alegría: «Presidente, venga de nuevo mañana, porque la carreta para llevar los niños a la acampada se ponchó», ¡cómo si los 16 kilómetros pedaleados no fueran nada!
Por esa época ya yo tenía mis normas de consumo, eso que ahora es tan común para controlar el gasto de combustible. Así, por ejemplo, la Forever hacía ocho kilómetros por guarapo, unos diez por batido de fruta bomba o mango, y una vez llegó a 16 después de una milagrosa jarra de jugo de naranja, ¡con leche condensada!
Nada, que por estar desde pequeño maldiciendo al Dios de las bicicletas por dejarme fuera del reparto, ese personaje debe haberse enfadado tanto que me las mandó hasta en sueños desde 1991 hasta casi el final del 2000. Ahora maldigo a cada rato al Dios de los Audis, a ver si el tipo es igual de h.p.
Un barrio en Cuba sin alguna chismosa emblemática y un digno representante del egoísmo humano no es, lamentablemente, un barrio completo. Yo tenía dos vecinas así: Fefita, que vendía de todo, y Carmen, a quien llamábamos la Bisagra porque si no estaba en la puerta estaba en la ventana, pero era seguro que nada escaparía a su constante escrutinio del vecindario.
Cuando se desplomó el índice de puercos por casa (medidor muy ilustrativo de los inicios del Periodo Especial) y el valor de la carne de «mamífero nacional» comenzó su estrepitosa subida —que hasta hoy nadie ha detenido—, Fefita fue la primera en partirles el espinazo a sus queridos vecinos, armada con una pesa muy agresiva y ya por entonces aquejada de lo que sería un pequeño síntoma del «mal de las pesas locas».
Así fue como la mujer entró al club de los Macetas: poniéndole precio a todo y a todos.
Por su parte, Carmen se hizo famosa mediante una historia paradigmática del chisme comunitario, pues fue capaz de comprarle el telescopio a Urbanito Planetario con el solo objetivo de descifrar la chapa de la Berjovina que usaba un amante desconocido para visitar a Carmelina, quien vivía a varios kilómetros de distancia.
Ambas mujeres se fueron para Miami hace unos dos años, pero la gente no cambia de un día para otro y menos en aquella ciudad, bastante buena para cursar algún que otro postgradito de Egoísmos y Chismes.
Según me cuentan, por estos días están de visita en el barrio, y mientras Carmen convocó a dos o tres informantes para su actualización barrial, la Fefita anda vendiendo de todo, menos las gruesas cadenas doradas, que deben pesarle un mundo en el cuello (al parecer son alquiladas a raíz del viaje, para dejar boquiabiertos a sus exvecinos).
Incluso hicieron una pequeña fiesta donde algunos se llenaron la barriga…, excepto Carlitos el borracho, declarado persona no grata en el festejo por poner en dudas el éxito empresarial de las señoras allá en el norte, pues resulta que su sobrino –también emigrado residente– le contó que eso de los autos y la fachada del negocio que dicen tener esas mujeres y de los cuales mostraron tan bonitas fotos, es solo un montaje en el parqueo de la lavandería donde apenas lograron conseguir empleo.
Los que somos del campo sabemos que una costumbre bien arraigada en las casas campesinas es poner nombres de familiares, personas conocidas o célebres a los animalitos recién nacidos, quienes cargan luego para toda la vida con esos designios.
Así, por ejemplo, una vaca llegó a llamarse Gertrudis, como la tía, porque ambas tenían grandes los pechos; un pollo fue bautizado como el primo Serafín por su largo pescuezo e incluso conocí una jicotea a la que le pusieron Zoila, no tanto por la lentitud como por las arrugas, similares a las de una señora vecina de los dueños del quelonio.
La razón de esta remembranza es una llamada reciente de mi sobrina, quien con bastante picardía y algo de regocijo me contó que ahora tiene un puerquito blanco de pelos puntiagudos que se manda un mal genio de tira calderos y a cada rato mete la pata… en el fanguero.
Al decir de la niña, el marrano es tan irresistible que se ganó con justeza el nombrecito de Donald, otorgado por la familia de forma unánime (también me sumo). Habrá que ver si sigue siendo un puerco de pésima reputación durante toda su vida o si decide cambiar y logra ser, cuando menos, un animal menos irrespetuoso.
A inicios de la década del 90, un viejo luchador revolucionario me preguntó, poniendo una mano en mi hombro, si yo había vivido algo del capitalismo en Cuba. Lógicamente sorprendido por la interrogante, teniendo en cuenta mi edad y la inteligencia del anciano, respondí que no, y entonces me dijo: «Ven, que te voy mostrar un pedacito de lo que fue, y ojalá no sea nunca más».
Lo seguí, sorprendido, y el hombre me guió hasta la cercanía de un timbiriche montado por un vecino nuestro, en aquellos primeros años del trabajo por cuenta propia para la venta de alimentos ligeros.
Al tipo le decían Caballo de Ajedrez por un defecto en el cuello que lo obligaba a ladear siempre la cabeza hacia la derecha; por eso los jodedores del barrio decían que se movía hacia adelante, pero comía de costado, como la emblemática pieza del juego ciencia.
El viejo se había percatado de un detalle que pretendía mostrarme: A pocos metros del susodicho timbiriche había una cafetería, una de esas unidades gastronómicas en las que los rigores del Periodo Especial habían provocado gran deterioro, rebautizada como La Tetera por la abundancia de infusiones de cuánta cosa se pudiera hervir y endulzar.
Frente a ese mostrador, ahora vacío, se juntaban muchos niños (entre los cuales yo me contaba) para degustar buenos helados, dulces y el emblemático sorbeto, que estuvo sato hasta finales de los años 80, y más de una vez el dependiente terminó regalándole algo a los hijos del Caballo porque era gente de pocos ingresos.
«Por eso me duele ver cómo el padre prefiere lanzar a la basura algunas de las cosas que vende y revende a precios de pocos amigos, antes que hacer una diminuta concesión a los que en estos tiempos precisan de solidaridad», explicó el viejo, y luego quedó en silencio un buen rato.
Cuando ya se marchaba, me expresó: «Pero descuida: Caballo solo no da jaque mate».
Ayer hablaba con mi madre para ponerme al tanto de las cosas del barrio, me contó que por la casa anduvo la madre del Pelao, un personaje célebre de mis años jóvenes. Al parecer el hombre sigue en sus andanzas de mujeriego típico, porque hace unos días fue sorprendido por el marido de una de esas mujeres y tuvo que aplicar su Operación Ventana para escapar de un machete al más puro estilo ninja.
Esta vez la cosa se le puso fea porque el de los cuernos era hijo de Cachita la curandera, quien le pidió a la vieja que le diera al intruso por donde más le dolía… O sea, que lo dejara sordo, porque al Pelao lo que más le gusta es oír pelota en un viejo radio Selena.
De más está decir que la madre del engañado puso su mayor empeño y dos días después el Don Juan no podía distinguir si estaban narrando un jonrón de Yordan Manduley o trasmitiendo una canción de Habana de Primera.
El hombre se volvió como loco, y como sospechaba que su mal era obra de brujería, se fue hasta otro barrio donde vivía un tipo famoso, flaco y barbudo, que a cambio de una gallina prieta arreglaba, según decían, desde matrimonios hasta televisores desahuciados.
El hombre lo escuchó con atención. Tras unas cuantas bocanadas de humo de tabaco adoptó una pose de chamán consagrado y le dijo (hablando casi a gritos porque el otro de verdad no copiaba mucho): «Amigo, déjame consultar con los elementos».
Entonces movió algunos caracoles, echó a rodar un coco seco, sopló tres plumas de aura tiñosa y muy serio le diagnosticó: «Mira, la cosa está fea. Quien te puso el maleficio es maestra en eso, y dice mi tropa de allá arriba que el tema de la sordera se ha puesto malo por estos días y ellos no se quieren meter en esa situación…, pero si logras traer un par de grillos y algún americano sordo de verdad, a lo mejor te tumban esa sordera que te puso Cachita».
Dice la madre del Pelao que el pobre no tuvo líos para agarrar los dos grillos… Luego llamó a un sobrino en La Habana para saber si el muchacho podía ayudarlo, y este le contestó que lo de los grillos también se resuelve por acá, pero lo del yanqui sordo sí está malo porque todo el mundo habla de ellos, pero nadie ha podido ver ninguno.
Los cubanos, como muchos hemos afirmado más de una vez, somos un pueblo de características peculiares en lo que a relaciones humanas se refiere, y ese supuesto abarca un elevado número de conductas que marcan las relaciones entre compatriotas y, por qué no, entre cubanos y visitantes de otras latitudes.
En especial quiero referirme a un aspecto muy llamativo dentro de los rasgos que nos distinguen en la comunicación verbal, y es la facilidad de proponer o ser parte de un diálogo entablado de forma súbita en los más diversos escenarios de la cotidianeidad, sin que sea condición obligada (y casi nunca lo es) conocer al interlocutor o que este nos conozca a nosotros.
Basta con llegar a la parada de un ómnibus y encontrar a una persona, preferiblemente adulta, para quedar expuesto a las más diversas formas de interrogación o ser receptor de las confesiones más insospechadas relativas a la vida privada de su inesperado(a) compañero(a). Así lo mismo se puede uno enterar de las desdichas de la familia ajena, los cuernos de Bartolo, los dolores de Lola o el cumpleaños de un niño al que nunca has visto, sin hablar de las confidencias a media voz capaces de articular el final de una telenovela.
He notado que existen espacios muy diversos para esa prolífera comunicatividad, pues a la ya citada parada de guagua le siguen los elevadores y la solidaria «botella» en la vía. En los primeros el diálogo es breve y casi de inmediato sale a relucir nuestro clima, como si fuera cuestión obligada hacerle un culto a la temperatura justamente en ese diminuto lugar. Quién no ha escuchado, mientras espera el piso donde descenderá, la clásica afirmación: «Oiga, qué calor está haciendo…». Sí, porque en Cuba el frío es tan poco usual que no amerita ni un comentario de ascensor.
En el auto de aquellos que no olvidan la solidaridad con el prójimo sucede algo parecido: Cuando el compatriota sube y se acomoda, casi sin excepción y luego de dar las gracias, se apresura a narrar con brevedad algún avatar de su jornada, las posibles causas de la derrota de su equipo en el béisbol o lo difícil que resulta encontrar algún producto necesario. Algunos comparten incluso la anécdota más inverosímil sobre su trabajo o sobre no se sabe qué pariente que anda por no se sabe dónde.
La realidad es que esa conexión espontánea entre cubanos no es cosa común en otras idiosincrasias o culturas, y es también un producto de la solidaridad tradicional que se reforzó y alcanzó niveles superiores después que el triunfo revolucionario hizo saltar en pedazos muchas barreras sociales.
Por tanto, esté siempre preparado para conversar y no se asombre de los temas que esa también puede ser una puerta para una nueva amistad intensa y duradera.
Cuba, sin la pelota, no sería Cuba. No se siente igual, no tiene el mismo sabor. Mi vida, mi barrio, mis recuerdos de la infancia, no resultarían los mismos sin aquel olor a cuero desgastado de los viejos guantes, sin la rugosidad del bate rústico alisado con vidrio de botella y la pelota forrada con medias hurtadas de la tendedera de mi madre (más de una vez llevé un regaño por ocasionar pérdidas de ese tipo).
La pelota era (ojalá lo sea aún) el convite perfecto del domingo, el acontecimiento que sacudía mi querido Báguanos cuando se armaban aquellos torneos multitudinarios y la gente subía en camiones, carretas, yeguas y otros artefactos para ir de un pueblito a otro con la algarabía de la verdadera pasión béisbolera.
Este es un juego largo, complicado; lleva más recursos que el afamado fútbol y mayor espacio para desarrollarlo, pero tiene más encantostécnicos, además de la habitualgritería por encima de las cercas y el ruido de perros ladrando, carros pitando, cornetas, sirenas, tipos curdas tratando de saltar al terreno, amantes infieles sorprendidos en las gradas y superventas de tamales y maní.
La pelota fue siempre un acontecimiento en mi pueblo. Una vez fui a ver jugar a nuestro equipo contra unos jóvenes de Suiza (¡Le zumba: suizos jugando pelota!). Cuando pusieron el himno de los visitantes, aquellos se quedaron como si tal cosa: ni saludo, ni muestras de respeto, y para nosotros fue un poco chocante por la solemnidad con que tradicionalmente recibimos nuestro himno, pero luego se supo que el encargado de traer la música se había equivocado y lo que sonó en el estadio fue el himno de Suecia.
En otra ocasión se armó un pequeño escándalo en un juego inaugural en el que le dieron el primer lanzamiento a un jugador de años pasados, a quien le decían Bola de Fuego por la celebridad de la recta encendida que llegó a tirar en sus años mozos. Pocos sospechaban que Bola estaba ese día pasadito de tragos, y como se había corrido la bromita de llamarlo Bola de Tarros a raíz de una actitud sospechosa de su esposa, el hombre agarró la esférica por sus costuras y la primera bola no fue para el receptor, sino contra el desprevenido amante de su mujer, situado en la parte baja del graderío. Al parecer, el veterano lanzador mantenía buen control sobre los lanzamientos, porque al otro se le fastidió la dentadura.
Así es la pelota, pintoresca y criolla, aliada de anécdotas, hija de la cubanía, y bien vale la pena salvarla.
En el año 1993, cuando apenas rebasaba los 22 años, me eligieron delegado a la Asamblea Municipal del Poder Popular. Representaba a cientos de electores en una zona rural, gente campesina muy humilde. Por esas cosas del sistema electoral cubano me vi de pronto convertido en funcionario público, dispuesto a gastar mi único par de zapatos, pues en ese año el que ligara dos pares de «tacos» era muy afortunado, o dueño de un puerco de más de cien libras.
Pero la gente votó por el flaco (no superaba entonces las cien libras… es decir, menos que el puerco del otro párrafo) y gracias a esa genuina democracia de urnas cuidadas por pioneros y domingo de gente en las calles, unos días después ya estaba zapateando la barriada, oyendo a unos y conociendo más a fondo a otros.
Un primo me prestó una guayabera para mi investidura en la asamblea municipal, en la que al vicepresidente le dio por abundar en la biografía del delegado más joven (o sea, yo). Empeñado en resaltar méritos a pesar de la juventud, estuvo insistiendo en que: «Con apenas pocos años ya tiene un amplio historial como estudiante. Siendo lo que es, un muchacho, ha escalado puestos de dirección diversos. Con tan escasa edad domina el arte de la oratoria. Es casi un niño y ya sabe técnicas de cómo dirigir. Alguien que ha vivido tan poco y merece respeto…»
Así iba de entusiasmado cuando una vocecita burlona le gritó con picardía desde el fondo de la sala: «¡Concreta, Hortensio, concreta!»Mejor nos dices que aquí tenemos un feto que no ha nacido, pero cuando venga al mundo será un tipo insuperable». La gracia le costó su regañito al ocurrente, pero el teatro se vino abajo con las risotadas. Algunos llamaron lo ocurrido la Apología al Feto Prodigioso.
Las anécdotas de entonces regresan a mi mente justo cuando estamos casi en elecciones, pero estoy lejos del terruño y otros asumen allá esa misión mejor que yo. Los candidatos para esta ocasión ya tienen más de un par de zapatos, por suerte, y por no haber perdido la esperanza de salir adelante, pues aunque no han desaparecido las carencias y problemas, es indiscutible que el barrio está mucho mejor ahora que en 1993.
Me tocó asumir como delegado en plena época del jabón de cocó y el bisté de corteza de toronja, cuando no se podía perder el ánimo ni la esperanza, porque lo que era grasa corporal ya habíamos perdido bastante.
Eran tiempos de sumar y en eso puse especial empeño, así que me hice aliado de Sarmiento, un viejo luchador social, respetado y querido en el barrio, pero un poquito gastado por el tiempo, lo cual debí considerar antes de someterlo a tantas reuniones nocturnas debajo del algarrobo.
En una ocasión se entabló un inusitado debate sobre la situación de los perros callejeros, que asediaban los comercios, la parada de ómnibus y hasta el patio de la escuelita. Algunos proponían buscar un lugar adonde enviarlos; otros pedían reclamar a la provincia alguna solución y los más viejos recordaban que cuando venían circos al pueblo, esos canes descarriados resultaban alimento para los leones.
Así andaba la cuestión, con muchas ideas y poco consenso, cuando se me ocurrió pasar al siguiente punto y posponer la solución del problema perruno para más tarde. Dimos paso al sensible asunto de los ancianos, que iban en ascenso dentro de la población local y estaban reclamando una casa u otro espacio donde pasar sus horas de merecido retiro, pero en ese tema también las discrepancias amenazaban con retardar el debate y las soluciones.
Entonces tuve, lo que en ese instante me pareció una idea genial: Pensé que Sarmiento podía conciliar las ideas por su consabida autoridad, y sin muchos rodeos le dirigí una pregunta determinante: «Diga usted, Sarmiento, qué hacemos con ellos». Yo no tenía forma de saber que el hombre a quien preguntaba se había quedado dormido a mitad del punto anterior. Al verse despertado por la interrogante creyó que seguíamos con el tema inicial y exclamó: «Miren, para que anden estorbando por la calle, comiendo porquerías y llenos de churre, mejor los envenenan a todos».
Se hizo un silencio de asombro y luego se armó tremenda algarabía. Algunos incluso querían golpear al despistado Sarmiento, hasta que con mucho trabajo logré esclarecer su desafortunada confusión.
En mis albores juveniles —no tan lejanos—, el sábado fue siempre un día especial. El momento más esperado era la noche de fiesta en el cabaré del pueblo, espacio para probar nuestras dotes de conquistadores y momento para que algunos —dentro de los cuales, lamentablemente, no me puedo incluir— exhibieran sus habilidades en el baile.
El lugar era pequeño, pero concurrido. Estaba al aire libre, poblado de mesas de granito con banquetas de metal y un estrado sobre el cual acomodaban sus instrumentos desde temprano los célebres e incansables músicos que bajo el nada artístico nombre de Los Albinos amenizaban (o tal vez amenazaban) la noche sabatina.
El nombre del grupito era resultado de esa costumbre tan cubana de ponderar los detalles significantes y hacerlos a veces más notables que la generalidad. La agrupación tenía siete miembros: tres mulatos, un jabao, un cantante más prieto que la noche y un solo albino… pero ¡ah! ojo con eldetalle: este último era el dueño de los cacharros y el equipo de amplificación, así que a los demás no les quedó más remedio que asumir colectivamente la pigmentación de Pepe.
Comenzaban a sonar pasadas las nueve y en la madrugada el repertorio ya no daba para más, por tanto se veían obligados a largas e impensadas improvisaciones, en parte soportadas por la ayuda que prestaba la cerveza, y en parte porque no había otra opción.
Una noche, después de una pertinaz llovizna que humedeció las mesas, las ropas, los instrumentos y los cables, Pepe se negó a suspender el estreno de su última obra: «Ataja, ataja, que se me va la carreta pa`l cañamazo»;la cual incluía un estribillo sobre el que insistió mucho para sumar a la muchedumbre al coro. Pasadas las doce y ya casi llegada la ocasión, el emocionado público se aprestaba a acompañar al vocalista, sin percatarse del flujo de electricidad conducida por la humedad que había pegado los gruesos labios del cantante al metal del micrófono.
En medio de la bachata, aquel hombre solo atinó a gritar: «¡QUITEN EL CATAO QUE ESTOY PEGAO!, ¡QUE LO QUITEN, COÑO, QUE ME ELECTROCUTO!», y los bailadores, desconociendo los apuros del pobre músico, se unieron en disciplinado coro para repetir con perfecto sincronismo: «¡QUE LO QUITEN, COÑO, QUE SE ELECTROCUTA!», suponiendo que era parte del tema musical. Finalmente, alguien se percató de lo que sucedía y la fiesta terminó esa noche con Los Albinos en la sala de observaciones del policlínico.