Secretos del destino - Stacy Connelly - E-Book
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Secretos del destino E-Book

Stacy Connelly

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Beschreibung

Le gustaba que sus relaciones fueran como los coches, rápidas y divertidas A Sam Pirelli le gustaba conducir sintiendo el viento en la cara y no saber nunca lo que le esperaba tras la siguiente curva, como aquella guapísima rubia que había pinchado y que necesitaba ayuda... Kara Starling estaba en Clearville para conocer al padre de su sobrino: Sam Pirelli. Él no tenía la menor idea de que una fugaz aventura con la hermana de Kara había dado lugar a un niño tímido y encantador. Tampoco Kara imaginaba sentirse tan atraída por Sam, además le preocupaba dejar a su querido sobrino en manos de un mujeriego. Claro que quizá detrás de esa imagen despreocupada se escondiera el padre perfecto... y el hombre de sus sueños.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Stacy Cornell

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Secretos del destino, n.º 104 - agosto 2015

Título original: Daddy Says, “I Do!”

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6798-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Sam Pirelli sonrió mientras pisaba a fondo el acelerador del Corvette clásico que había terminado de restaurar esa misma mañana. Aún faltaba hacer algunos arreglos a la chapa, pues el color rojo había perdido parte de su fuerza y eso demostraba cierta falta de atención por parte del anterior propietario del vehículo. Sin embargo, el motor estaba ya como nuevo.

Mejor que nuevo, pensó Sam después de tener en cuenta las horas que había dedicado para devolver todo el esplendor a aquel coche.

En una carretera recta habría podido llevarlo al límite y comprobar si podía hacerlo volar, pero las carreteras de montaña que conducían a su pueblo eran mucho más divertidas; como montar en una montaña rusa. Por supuesto que no podía ir tan rápido en las curvas, no estaba tan loco, pero conocía aquellas carreteras como la palma de su mano. Por el modo que respondía el coche, pegándose al asfalto y reaccionando al más leve movimiento de su mano en el volante, cualquiera habría jurado que también el coche conocía el itinerario.

Aquella sensación de velocidad y emoción le encendía la sangre como pocas cosas más conseguían hacerlo. Los pinos que flanqueaban la carretera quedaban atrás uno tras otro, en una especie de borrón verde y marrón que contrastaba con el azul intenso del cielo despejado, promesa de un magnífico día de verano. Con el viento en la cara y el rugido del motor en los oídos, Sam se sentía libre.

Una libertad que cada vez apreciaba más.

Casi sin darse cuenta, echó un vistazo a la invitación de boda que había dejado en el asiento del copiloto.

Otra dichosa boda.

Su hermana pequeña, Sophia, se había casado hacía apenas un mes, pero en su caso seguramente había sido lo mejor. Sophia estaba embarazada y, aunque su flamante esposo, Jake Cameron, no era el padre biológico del bebé, toda la familia estaba segura de que iba a intentar ser el mejor marido y padre del mundo. Jake y Sophia estaban locos el uno por el otro, por lo que Sam había tenido que hacerse a la idea de que su hermanita se convirtiera en esposa y madre.

Casi podía oírle decir que con veinticuatro años no era tan joven para casarse. «Y mucho menos lo eres tú con veintinueve, Sam. ¿Cuándo vas a empezar a pensar en sentar la cabeza?».

Volvió a mirar la invitación, imaginándose ya con el esmoquin alquilado y la presión de la pajarita alrededor del cuello.

¿Sentar la cabeza? No, eso no era para él.

Apretó a fondo el acelerador, dejando tras de sí aquella idea descabellada.

Lo cierto era que apenas dos meses antes habría jurado que su hermano mayor, Nick, sentía lo mismo. Nick ya había estado casado y su mujer le había roto el corazón al abandonarlos a él y a su hija. Desde entonces había criado solo a su hija como un verdadero padrazo. Sam habría jurado que sería el último, o quizá el penúltimo, que estaría dispuesto a pasar por el altar.

Hasta que había conocido a Darcy Dawson y había cambiado todo. Sam sabía, pues era evidente, que su hermano estaba ahora mucho más relajado, siempre dispuesto a sonreír y a soltar una carcajada.

Se alegraba mucho por sus hermanos, por supuesto, pero no lo entendía. No alcanzaba a comprender esa necesidad de sentar la cabeza, de hacerse responsable de la felicidad de otra persona y de renunciar a la libertad de ser uno mismo a cambio de convertirse en la mitad de algo.

Sam meneó la cabeza.

Había intentado hablar con Drew, su otro hermano, sobre la repentina locura nupcial que parecía haber invadido a la familia, pero cuando se había quejado de tener que alquilar otro esmoquin, Drew le había respondido algo que no esperaba. «Quizá deberíamos ir pensando en comprarnos uno, en lugar de alquilarlo».

Era una idea bastante lógica y práctica, de las que solía tener Drew, sin embargo había visto algo en su mirada que le había preocupado. Como si su hermano no hubiese estado pensando en ahorrar, sino en la posibilidad de que también a él le llegara la oportunidad de casarse.

Sam se sentía como si fuera el único soltero sobre la faz de la tierra que no estuviese deseando lanzarse de cabeza al compromiso.

Claro que sus padres estaban encantados. Su madre no paraba un momento, organizando una boda tras otra y preparándolo todo para la llegada del bebé de Sophia. Su padre era lo bastante listo como para quitarse de en medio, pero no dejaba de sonreír, orgulloso y feliz de que hubiera nuevos integrantes en la familia.

Para Vince y Vanessa la familia, la lealtad y la responsabilidad eran lo más importante de la vida. Últimamente Sam había oído muchas veces la palabra responsabilidad.

Y también la palabra amor, le recordó una vocecilla interior. Un amor inquebrantable. El amor de su vida.

Quizá en algún instante de locura se hubiese preguntado cómo sería que una mujer lo amase como Sophia amaba a Jake y Darcy a Nick. Pero ese instante había quedado atrás tan a prisa como la señal de velocidad que pasó antes de dar la siguiente curva.

Para que alguien lo amase de ese modo también él tendría que enamorarse y eso era algo para lo que sabía que no estaba capacitado. Ya no. Para él, los sentimientos, igual que las mujeres, iban y venían.

Le gustaban las relaciones rápidas y divertidas y nunca encontraba ningún motivo para ahondar más, ni quería que ninguna mujer ahondara tampoco en él porque, si se asomaba más allá de lo superficial, descubriría que no había nada más. No quería fingir que era diferente a como era, pues sabía que sería un fracaso y no había nada que odiara más que fracasar. Odiaba saber que, por más que lo intentara, nunca sería suficiente.

Apartó aquellos pensamientos de su cabeza al tiempo que aminoraba la velocidad para entrar en el pueblo. El sheriff era padre de un buen amigo suyo, pero precisamente por eso, sería más duro con él. Apenas un segundo después se alegró de haber frenado porque tuvo que esquivar un montón de trastos que se debían de haber caído de algún camión.

Un poco más adelante había un coche cuyo conductor no había tenido tanta suerte y había tenido que detenerse a un lado con una rueda pinchada. Era un monovolumen azul claro, de esos últimos modelos que pretendían hacer pensar a cualquier padre de familia que en realidad no era un monovolumen, sino un coche más deportivo. Pero el conductor no era un padre.

Junto al vehículo había una mujer rubia con un teléfono en la mano, sujetándolo como si quisiese comprobar la velocidad del viento.

No había espacio suficiente para parar detrás de su coche, por lo que Sam pasó de largo. Imaginaba que la mujer le haría alguna señal para que se detuviera, pero se quedó inmóvil mirando el teléfono, a la espera de que la tecnología fuese a acudir en su ayuda.

Sam aparcó su coche a unos metros de distancia y bajó con una sonrisa en los labios. Le encantaba rescatar damas en apuros. Bien era cierto que su especialidad eran los coches averiados, pero también había ayudado a más de una mujer en otras situaciones y les había ofrecido su apoyo mientras les daban la patada a sus novios. Incluso había intervenido en alguna ocasión cuando algún borracho empezaba a ponerse pesado con alguna camarera guapa del bar del pueblo.

Estaba acostumbrado a ver en sus rostros esa mezcla de alivio y gratitud. Pero eso no fue lo que vio en el rostro de aquella mujer.

Llevaba el pelo por los hombros, en una melenita lisa y perfecta en la que parecía imposible que un solo mechón se saliera de su sitio. Unas enormes gafas de sol ocultaban sus ojos, pero sí dejaban a la vista una nariz recta, los pómulos marcados y unos labios rosáceos. Era un rostro de rasgos perfectos sin una gota de maquillaje; estaba claro que era el tipo de mujer que trataba de que su belleza pasara desapercibida para que la gente viera algo más que su aspecto. Pero lo que llamó la atención de Sam fue el gesto de obstinación con el que levantaba la cara y la frustración que se adivinaba en su actitud. Por fuera parecía tranquila, pero por dentro…

Sam no se molestó en disimular su sonrisa.

O estaba de paso por el pueblo o, con un poco de suerte, era una turista con intención de quedarse algún tiempo. Lo único seguro era que no era del pueblo. Iba vestida con vaqueros y camiseta de manga larga negra y, aunque la ropa le quedaba de maravilla, Sam tenía la impresión de que en su armario había más trajes de chaqueta que ropa informal.

No era de las que solían llamarle la atención. A él le gustaban más las mujeres relajadas y despreocupadas, capaces de divertirse tanto como él. Claro que últimamente no se había divertido tanto como solía. No habría sabido decir el motivo, era más bien la sensación de que le faltaba algo.

—¿Necesitas ayuda?

La dama resopló al tiempo que bajaba el brazo, pero sin apartar la mirada de la pantalla del teléfono.

—Supongo que no tendrás cobertura, ¿verdad?

—No. Y aunque la tuviera, no importaría porque no la necesito para llamarme a mí mismo.

—¿Qué?

Sam le quitó el teléfono de la mano, lo bloqueó y se lo devolvió. Apenas le rozó los dedos, pero la descarga que sintió habría bastado para hacer funcionar al aparato y enviar un mensaje a Marte, pensó Sam, desconcertado por tan repentina atracción.

La rubia también se quedó paralizada por un momento. Se le sonrojaron las mejillas y separó los labios como si fuera a decir algo que no consiguió decir, lo que demostraba que no lo había sentido solo él.

Sam meneó la cabeza para quitarse aquella absurda idea de la cabeza.

—Grúa, asistencia en carretera y mecánico del pueblo… todo yo.

—Todo… tú —repitió ella en un susurro al tiempo que daba un paso atrás que la hizo tropezar con una piedra.

Recuperó el equilibrio sin la ayuda de Sam, que de todos modos ya se había acercado para sujetarla, pero ella puso una mano como si quisiera apartarlo.

Sam sintió el impulso de levantar las manos en un gesto de inocencia, pero se limitó a mirarla más atentamente y habría podido jurar que, tras las gafas, la había visto abrir los ojos de par en par como si lo conociera. Pero no era posible. Si se conociesen, la recordaría. No habría olvidado su rostro, ni su nombre, ni mucho menos aquella atracción. Era un hombre que apreciaba a las mujeres y que no dudaba en dejarse llevar por la fuerza de la atracción. Sin embargo, lo que sentía en aquel momento era diferente, aunque no habría sabido decir en qué.

—¿Estás bien?

—Sí, muy bien.

No lo parecía, pero Sam optó por sonreír y tenderle la mano.

—Sam Pirelli, mecánico de Clearville.

Ella levantó el brazo automáticamente y Sam le estrechó la mano con teléfono y todo, riéndose. La chispa seguía ahí, pero por suerte esa vez la descarga fue menos intensa.

—Yo soy… Kara —respondió después de meterse el teléfono en el bolsillo con evidente nerviosismo.

—Encantado, Kara. Supongo que llevarás rueda de repuesto.

—Sí, claro. Lo llevé a que le hicieran una revisión completa antes del viaje.

A Sam no le sorprendió, pues no parecía el tipo de persona que dejaba nada al azar. Sam dio un paso hacia el vehículo, pero ella se interpuso en su camino, o al menos lo intentó, porque menos de un metro setenta y cincuenta kilos de curvas femeninas no suponían un gran obstáculo.

—Escucha, sé lo que hago —le dijo.

El viento le movió el pelo y se lo puso sobre los labios, lo que hizo que Sam se diese cuenta de que sí que llevaba los labios pintados. Era apenas un poco de brillo, quizá con sabor. De fresa, pensó, pues no la imaginaba con cereza o chicle, que eran los sabores preferidos de su sobrina, gracias a la que pronto sería su moderna madrastra, que tenía una tienda de cosméticos en el pueblo.

Sin pararse a pensar lo que hacía, Sam le apartó el mechón de pelo de la cara.

—Me refiero al coche —aclaró, consciente de que no sentía el menor deseo de apartar la mano de su piel y mantener la distancia de rigor con alguien a quien acababa de conocer—. He tardado varios meses en restaurar esa belleza —dijo, señalando el Corvette.

—¿Meses? —preguntó ella.

—Ya sé que no parece gran cosa, pero lo que cuenta es lo de dentro.

De acuerdo, tenía que reconocer que parecía una frase preparada para seducir, pero tampoco era como para provocar la tensión que mostró Kara. Era como si supiera las frases que solía utilizar Sam y las hubiese escuchado ya antes.

Pero era absurdo.

—Si me dejas sacar la rueda de repuesto, podré cambiarla y podrás seguir rumbo a…

—Clearville —terminó ella a la vez que le dejaba pasar.

—Vaya, qué casualidad —prefirió no pensar en la alegría que le dio saber que Kara no solo estaba de paso.

Al acercarse al coche creyó ver movimiento en el asiento de atrás, por lo que miró con más atención. Fue entonces cuando vio una carita que lo miraba desde el otro lado del cristal. Era un niño que parpadeaba como si acabara de despertarse y que, al verlo, frunció el ceño con una seriedad que desapareció al ver también a Kara.

Tenía un hijo. Seguramente debería haberlo imaginado por el tipo de coche que llevaba, pero lo que no esperaba era la punzada de decepción que eso le había provocado. Los hijos implicaban una responsabilidad a la que no estaba acostumbrado y de la que prefería mantenerse alejado. Alejado de los niños y de sus madres.

—Un niño muy guapo —dijo de manera casi automática antes de mirarlo de nuevo.

Lo cierto era que sí que era guapo. Tenía el pelo rubio y rizado, hoyuelos en las mejillas y unos enormes ojos verdes. Sam volvió a tener una extraña sensación de déjà vu. Quizá fuera la mirada del niño, pensó. Había en ellos cierta tristeza que le recordaba a su sobrina, Maddie; ella también había tenido esa mirada triste cuando tenía la edad de aquel niño y no alcanzaba a comprender por qué se había marchado su madre.

O quizá fuera simplemente por lo mucho que el niño se parecía a su madre, que esperaba cruzada de brazos y en silencio a poca distancia de él. Parecía estar a la defensiva, como si se sintiera vulnerable y eso causó un extraño efecto en Sam. Sintió el deseo de intentar ayudarla a soportar la carga que parecía llevar sobre sus hombros, de derribar el muro con el que parecía protegerse y asegurarle que todo iba a salir bien…

Era una locura, así que Sam decidió concentrarse en lo que realmente podía hacer por ella y fue a sacar la rueda de repuesto.

 

La tensión le había bloqueado todos los músculos del cuerpo en el instante en que Sam Pirelli había visto a su sobrino. Kara Starling se quedó esperando unas palabras que sin duda terminarían de crisparle dichos nervios.

«Un niño muy guapo».

El suspiro de alivio que salió de sus labios hizo que prácticamente se le aflojaran las rodillas y que volviera a mirar al mecánico con curiosidad. De pronto no parecía preocuparle otra cosa que no fuera cambiar la rueda.

«Un minuto antes le interesaba más otra cosa», pensó Kara.

No había podido evitar sentir la electricidad de la pasión que los había sacudido a ambos cuando se habían rozado las manos. Sam Pirelli era un tipo guapísimo, pero eso ya lo sabía de antes. Bajo una maltrecha gorra de béisbol le asomaba el cabello rubio oscuro. Tampoco su ropa era nueva precisamente, pero incluso un traje de diseño habría pasado desapercibido en cuanto cualquier mujer hubiera visto la chispa que había en sus ojos verdes y en su sonrisa.

Sam Pirelli no era de los que intentaban impresionar a las mujeres. Era impresionante sin siquiera intentarlo y, a juzgar por su sonrisa, él también lo sabía.

Por más que deseara hacerlo, Kara no podía fingir que no había sentido nada al notar el roce de su piel. Semejante atracción habría sido inapropiada con cualquier hombre, pero con él además le despertaba un profundo sentimiento de culpa y exacerbaba aún más su instinto de protección.

No era así cómo habría esperado que trascurriera su primer encuentro con Sam Pirelli. Claro que nada había sucedido como ella esperaba desde que su hermana había fallecido en un accidente de avión hacía un mes.

Abrió la puerta lateral del coche con una sonrisa en los labios dedicada a Timmy. Estaba abrazado a su peluche preferido, un dinosaurio ligeramente bizco. Siempre había sido un niño muy listo para su edad, pero también era muy tímido y callado, aún más desde la muerte de su madre. Kara había intentado llegar a él por todos los medios, pero no había conseguido nada. Se le rompía el corazón cada vez que pensaba en el dolor que estaba sintiendo el pequeño y en su incapacidad para ayudarlo.

—Hola, dormilón —le dijo suavemente.

El pequeño se había quedado dormido después de comer en un pequeño restaurante de carretera y Kara esperaba que pudiera dormir hasta llegar, pero la inesperada parada le había estropeado los planes.

El del viaje y el de enfrentarse a Sam Pirelli de la mejor manera posible.

Podía sentir su presencia mientras se encargaba del pinchazo, pero intentó no pensar en ello y concentrarse en su sobrino.

—Ya casi hemos llegado a Clearville, ¿sabes? —le dijo al ver que se quedaba callado y con la mirada clavada en el dinosaurio—. ¿Por qué no bajas y damos un paseo?

—¿Y luego podremos irnos a casa? —preguntó el niño, esperanzado.

¿Se estaría refiriendo al diminuto apartamento en el que había vivido con su madre y que Marti estaría allí esperándolo?

Kara tomó aire, pero sin llegar a respirar hondo porque sabía que no serviría más que para sentir un profundo dolor en el alma. Había intentado explicarle a su sobrino que su mamá estaba en el cielo y que desde allí seguiría cuidando de él, pero lo cierto era que no sabía bien cuánto era capaz de entender un niño de cuatro años.

Había días que tampoco ella alcanzaba a comprender la muerte de su hermana porque Marti había sido la persona más llena de vida que Kara había conocido. Su hermana pequeña nunca había hecho nada a medias; había vivido al máximo, lanzándose a cualquier aventura con una filosofía de vivir el presente que Kara siempre había admirado… y envidiado. Sin embargo esa filosofía había sido la culpable, al menos en parte, de la muerte de su hermana.

Se le llenaron los ojos de unas lágrimas que enseguida intentó alejar. Lo único que importaba ahora era Timmy y ella tenía intención de hacer bien las cosas por él y por su hermana. Aunque para ello tuviera que viajar hasta Clearville y comprobar personalmente que el futuro de Timmy no estaba en aquel pueblecito del norte de California.

Deseaba decirle que pronto volverían a casa, pero prefería no hacerle promesas que quizá no pudiera cumplir. Por mucho que quisiera a su hermana, Kara era consciente de que Marti había tenido cierta tendencia a prometer cosas que luego no había hecho realidad.

Y que ya no podría cumplir.

Timmy no iba a tener a su madre en los momentos importantes de su vida, ni en el día a día al que tantas veces restamos importancia. Kara volvió a sentir el dolor por la pérdida de su hermana unido a un viejo sufrimiento que se negaba a admitir.

—Nos vamos a quedar unos días aquí —le dijo por fin a su sobrino.

El pequeño suspiró con resignación.

—Vale —acto seguido se puso de rodillas en su sillita para mirar por el cristal de atrás del coche—. ¿Qué está haciendo ese señor?

Ese señor. Claro, Sam Pirelli era un completo desconocido para Timmy y, si ella no decía nada, seguiría siéndolo. Kara sintió que se le encogía el estómago por la indecisión y el sentimiento de culpa. Llevaba un mes sintiendo aquella tensión, desde que había leído el testamento de su hermana. Pero esa vez era aún más fuerte, estaba pensando Kara cuando Sam levantó la cabeza y, al verla mirándolo, le guiñó un ojo.

—Se llama Sam Pirelli —se oyó decir—. Es mecánico y nos está cambiando una rueda que se nos ha pinchado. ¿A que es muy amable?

Timmy se encogió de hombros. Al contrario que muchos otros niños, no sentía el menor interés por los coches y los camiones. Kara le pasó la mano por el pelo.

¿Lo tendría tan suave Sam Pirelli?

La idea la pilló desprevenida, provocándole una extraña reacción; casi como si hubiera sido el cabello de Sam el que acababa de tocar.

—Ven, vamos a dar una vuelta.

Timmy se bajó del coche con el peluche en una mano y la otra agarrada a Kara.

—No me gusta —dijo, mirando a su alrededor—. Está oscuro.

—¿Oscuro?

—Sí —aseguró, con la mirada clavada en los árboles que flanqueaban la carretera. Aquellos pinos frondosos no se parecían en nada a las palmeras de San Diego, incapaces de proyectar las sombras que parecían actuar de barrera entre la carretera y el campo—. Seguro que hay monstruos.

—Timmy —Kara se mordió la lengua antes de cometer el error de decirle que no había monstruos.

Por lógico que fuera decirle que esos monstruos no eran reales, tenía que comprender que el miedo de su sobrino sí era real y era imposible quitárselo únicamente con la lógica. Por mucho que su padre se empeñara en decirle que le consentía demasiado y que así estaba fomentando sus miedos.

A Kara le llamaba la atención que un cirujano tan bueno como Marcus Starling pudiera saber tanto del corazón y tan poco de los sentimientos de su nieto.

Claro que en realidad no debería sorprenderle tanto porque su padre nunca se había esforzado demasiado en entender a sus propias hijas. Sin embargo no había dudado en dejarle muy claro lo que pensaba de aquel viaje.

«El curso empieza dentro de dos semanas. Tienes una responsabilidad ineludible con la universidad y con tus alumnos».

Por suerte su jefa de la pequeña universidad privada en la que Kara daba clases había sido mucho más comprensiva que su padre y le había dicho que encontraría algún profesor que la sustituyera si necesitaba tomarse más tiempo. Pero a su padre le había dado igual lo que dijese su jefa.

«¿Te has parado a pensar el efecto que puede tener este permiso cuando tengan que decidir a quién nombrar jefe de departamento?».

Kara ya se había arrepentido más de una vez de haberle contado que el actual jefe de departamento se marchaba y, por tanto, quedaba libre su plaza. Había sido una agradable sorpresa enterarse de que era una de las profesoras que barajaba la universidad para sustituirlo, pero no era en absoluto seguro y, si decidían nombrar a otro profesor… bueno, no sería la primera vez que defraudaba a su padre.

Kara suspiró con resignación y le apretó la mano a su sobrino. «Todos tenemos nuestros propios monstruos, ¿verdad, Timmy?».

En ese momento se oyó un ruido que hizo que tía y sobrino se olvidaran de los monstruos y miraran hacia el coche. Sam Pirelli estaba colocando la rueda de repuesto. La camiseta se le ajustaba a los brazos y los pantalones a los muslos, igualmente musculados.

Kara tragó saliva, se le había quedado la boca seca y no por culpa de la temperatura.

—¡Qué fuerte es! —exclamó Timmy con admiración.

Ella ya estaba ruborizada cuando Sam se volvió hacia ellos y esbozó una sonrisa de arrogancia, como si lo que hubiese oído hubieran sido sus pensamientos y no el comentario de Timmy. Era una tontería porque a ella no le impresionaba la fuerza física, ni los músculos…

¿A quién quería engañar? Lo cierto era que estaba tan impresionada como su sobrino, pero por motivos muy distintos. Solo esperaba que lo estuviese disimulando un poco mejor que él.

—Bueno, esto ya está —anunció Sam—. Deberías hacerte con una nueva rueda de repuesto antes de volver… —dejó la frase en suspenso como si esperara que ella la completara, diciendo adónde tenía que volver.

Pero eso, al igual que su apellido, era algo que Kara no quería decirle.

—Lo haré.

—Ten —dijo, dándole una tarjeta de visita—. Pásate por el taller y yo me encargaré.

—Gracias. ¿Qué te debo?

Él respondió meneando la cabeza.

—No te preocupes.

Kara frunció el ceño. No le gustaba estar en deuda con nadie, pero mucho menos si se trataba de Sam Pirelli. Quizá porque en el fondo sabía que lo que realmente le debía era decirle la verdad.

—Déjame que te dé algo a cambio del tiempo que te he hecho perder —insistió, olvidándose de la verdad por un momento.

—Está bien —respondió él, con un extraño brillo en los ojos—. Una cena.

—¿Cómo dices?

—Si quieres pagarme, puedes invitarme a cenar. Nada lujoso. Solo ha sido un pinchazo, si llego a tener que cambiar el carburador o algo así…

Aquella sonrisa era extremadamente peligrosa. Kara no pudo evitar preguntarse cómo sería que aquellos labios la besaran y el pensamiento la hizo reaccionar de inmediato, pues hacía ya mucho que había aprendido que era mejor no dejarse llevar por ideas tan descabelladas.

—No creo que sea buena idea.

—Has sido tú la que ha insistido en pagarme, así que la idea es tuya.

—¿Es que la gente suele darte sándwiches en lugar de dinero?

—Yo estaba pensando en un buen filete con patatas, pero si tienes tantas ganas de sándwiches…

—¡Yo no he dicho que tuviera ganas de nada! —protestó Kara.

Sam volvió a sonreír, pero Kara no dijo nada más al darse cuenta de que estaba mirando a Timmy, que escuchaba la conversación con los ojos abiertos de par en par. Parecía algo confuso, como si no comprendiera por qué su tía, normalmente tan tranquila, estaba discutiendo con aquel hombre.

Tampoco ella lo comprendía, pensó al volver a mirar a Sam, que parecía haberse dado cuenta de que era mejor no presionarla más.

—No te vayas de Clearville sin rueda de repuesto —dijo antes de darse media vuelta en dirección a su coche.

Kara sabía que lo mejor que podía hacer era dejar que se fuera, pero las palabras salieron de su boca en contra de su propia voluntad.

—Pero esa sí te la voy a pagar.

Él se volvió a mirarla con esa irresistible sonrisa en los labios.

—Encantado. Ya sabes dónde encontrarme cuando sepas de qué tienes ganas.

Aún no había dejado de oír sus provocadoras palabras cuando oyó alejarse el coche de Sam. De qué tenía ganas…

Kara meneó la cabeza y sentó a Timmy en su silla. Con hombres como Sam Pirelli prefería hacer una dieta rigurosa.

—¿Qué pasa, tía?

—Nada, mi amor —le dio un vuelco el corazón al mirar a Timmy a la cara después de abrocharle.

«Tiene los ojos de su padre».

 

Capítulo 2

 

Lo primero que vio Sam al entrar al taller esa misma mañana fueron unas botas de trabajo y unas piernas flacas bajo un utilitario azul. Will Gentry llevaba trabajando con él desde comienzos de verano, pero Sam aún no se había acostumbrado del todo a que hubiera alguien más en el taller.

Siempre se había enorgullecido de tratar a los coches de sus clientes como si fueran suyos, pues hacía todos los arreglos personalmente y no dejaba que ninguna otra persona les pusiese una mano encima y, gracias a esa filosofía, había acabado teniendo más trabajo del que podía afrontar, por lo que había tenido que rechazar encargos. Para él había sido un gran paso contratar un ayudante, pero solo era el principio de unos planes que incluían al Corvette que había aparcado frente al taller.

Se le dibujó una sonrisa en los labios al pensar en lo poco que le había impresionado a Kara el trabajo que había hecho en aquel coche. Estaba claro que no se dejaba impresionar fácilmente. ¿Qué habría que hacer para dejarla boquiabierta?

La idea le aceleró el corazón y eso le desconcertó. No comprendía a qué se debía tan repentino interés, pues normalmente no se sentía atraído por mujeres tan serias. Ni por madres solteras, se recordó. Debería haber bastado con saber que tenía un hijo para que se olvidara de ella, por muy guapa que fuera. Claro que solo estaba allí de visita, por lo que tampoco había peligro de que buscara nada permanente. Sam solo quería una oportunidad para conocerla mejor, algo pasajero que acabaría cuando ella tuviese que marcharse.