Una familia para ella - Stacy Connelly - E-Book

Una familia para ella E-Book

Stacy Connelly

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Beschreibung

¿Cómo podría estar mal una relación que le hacía tan feliz? Nick Pirelli sabía que su hija necesitaba una madre y eso quería decir que él necesitaba una esposa. Y aunque no era fácil encontrar a la mujer adecuada en Clearville, Nick estaba empeñado en encontrar a la esposa perfecta... hasta que apareció Darcy Dawson. Una chica de ciudad que jamás había echado raíces no era la pareja que Nick necesitaba, pero, hiciera lo que hiciera, no podía dejar de oír el dulce sonido de su risa y de ver aquella melena pelirroja. Era evidente que a su hija le encantaba Darcy, pero ¿podría dejarse llevar por la hermosa forastera que había conquistado su corazón alguien tan recto y cauto como él?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Stacy Cornell

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una familia para ella, n.º 103 - julio 2015

Título original: Darcy and the Single Dad

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6795-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Nick Pirelli estaba agotado. Era una suerte conocer tan bien aquellas pequeñas carreteras de los alrededores de su pueblo que habían hecho que más de un turista, e incluso algún que otro vecino de la zona, acabara en la cuneta o con adornos de guardarraíles en la chapa del vehículo. Sin embargo él se movía como por su casa, incluso en medio de la oscuridad de un cielo que presagiaba tormenta.

Había tenido un día horrible. Llevaba años siendo el único veterinario de Clearville, California, y la mayoría de los días disfrutaba mucho de su trabajo. Tenía muy buena mano con los animales y sabía la alegría que aportaban a mucha gente con su lealtad y su cariño. En los casi diez años que llevaba de veterinario había aprendido a controlar bastante bien sus emociones con los animales y con los dueños que le confiaban su cuidado. Había tenido que hacer frente a heridas, accidentes y al sufrimiento de la vejez.

Pero el caballo al que había tenido que atender ese día a petición del sheriff no tenía ninguna herida, no había sufrido ningún accidente, ni estaba viejo.

Lo que le había ocurrido era que lo habían abandonado a su suerte en un prado lleno de escombros y malas hierbas. Nick no comprendía cómo una persona podía dejar así a un animal que dependía por completo de ella y la necesitaba.

Mientras el sheriff y Nick debatían qué hacer con él, el caballo había permanecido inmóvil, con la cabeza baja y toda la tristeza que debía de sentir la pobre criatura. Pero en cierto momento había levantado la cabeza y había mirado directamente a Nick con esos ojos apagados y sin brillo en los que sin embargo había visto un pequeño brillo de… Sabía que era absurdo hablar de esperanza en semejante situación, pero desde luego había visto algo. Quizá había sido solo el atisbo de una ínfima posibilidad de salvación con un poco de cuidado y cariño.

No había querido pararse a analizar demasiado por qué le había afectado tanto la mirada del animal, simplemente había sacado el teléfono y había hecho una llamada. En menos de una hora había llegado Jarrett Deeks con un remolque para transportarlo.

En el pueblo no había los recursos necesarios para cuidar de un animal en tan mal estado que apenas si podía caminar. Aun así, habían conseguido subirlo al remolque y llevarlo a la propiedad de Jarrett. Nick le había dado todas las instrucciones precisas para cuidar al animal a la antigua estrella del rodeo y le había prometido pasar a verlo al día siguiente.

Mientras conducía rumbo a su casa, seguía preguntándose si había tomado la decisión adecuada. El tiempo lo diría. Hasta entonces, solo quería relajarse y, con un poco de suerte, poder olvidarse de aquel día. Como no tenía ninguna obligación urgente, pensó pasar un rato viendo la tele, disfrutando de un partido de béisbol y de una cerveza. Solo.

Su hija, Maddie, tenía una fiesta de pijamas, por lo que Nick tenía todo el fin de semana para él y estaba tan impaciente por disfrutar al máximo de ello que sentía cierta culpabilidad.

Maddie acababa de volver de San Francisco de estar con su madre, por lo que no debería necesitar tanto aquel descanso. Le había salvado que Maddie había echado mucho de menos a sus amigas durante las dos semanas que había estado fuera y había aceptado sin dudar la invitación de los Martin.

En realidad no había ningún motivo para sentirse culpable.

Trató de pensar en la cerveza que le esperaba en casa para quitarse aquel incómodo sentimiento de la cabeza; se prepararía una buena hamburguesa y disfrutaría de la tranquilidad de tener la casa para él solo. La vivienda de madera que había construido con su hermano Drew en medio del bosque era algo más que una casa para él. Era su refugio, su…

Cueva.

Su familia se burlaba a menudo de él y estaba harto de oírles quejarse de que se estaba convirtiendo en un ermitaño. En realidad había días que estaba harto de ser un ermitaño, una sensación que últimamente lo había atacado por sorpresa en más de una ocasión. La última vez había sido hacía unas semanas, en la fiesta de aniversario de sus padres, una celebración que había concluido con el anuncio de compromiso de su hermana Sophia y Jake Cameron.

La pareja estaba resplandeciente, rebosantes de amor. Su hermana pequeña merecía que alguien la quisiera tanto como la quería Jake, que había tenido que ganarse su confianza a pulso después de que Sophia sufriera la traición de un hombre al que había conocido antes que a él, el padre biológico del bebé que llevaba dentro. Pero Jake le había prometido que iba a querer al pequeño tanto como la quería a ella y ningún miembro de la familia Pirelli dudaba de su palabra.

Durante la fiesta, Nick se había sentido rodeado de amor, un amor tan fuerte y sólido como el matrimonio de sus padres, que duraba ya treinta y cinco años, y tan luminoso como el anillo de compromiso que lucía su hermana. Sin embargo también se había sentido al margen de todo eso. Y las palabras de su madre no habían hecho sino intensificar su sensación de que se le estaba pasando la vida cuando había abrazado a su hermana entre lágrimas y había dicho: «¡No puedo creer que vaya a casarse mi pequeña! Si ayer mismo eras como Maddie».

Nick había mirado a Maddie y se había dado cuenta de que en cualquier momento su pequeña pasaría de los ocho a los dieciocho años sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.

Apretó las manos alrededor del volante al pensar que el regreso de Maddie de San Francisco había hecho aumentar sus temores.

Su hija estaba cambiando.

Las primeras dos veces que había vuelto de casa de su madre, después de las vacaciones de Navidad y de las de primavera, se había convencido de que se trataba únicamente de cambios superficiales; llegaba con ropa que seguramente valía más que todo lo que había en el armario de Nick o con un corte de pelo demasiado sofisticado para una niña de ocho años. Pero se había dicho a sí mismo que debajo de todo eso Maddie seguía siendo la misma de siempre. Su pequeña.

Pero esa vez no podía cerrar los ojos a lo que estaba pasando. La preocupación le pesaba como una piedra que llevara atada a las piernas y que tiraba de él. Cada vez que su hija se alejaba de Clearville para visitar a su madre, regresaba… distinta. Cada vez se parecía menos a la niña que él conocía y más a la mujer con la que se había casado.

Nick era consciente de que cualquier niña necesitaba a su madre y por eso había hecho todo lo que había podido para que Carol pudiera seguir viéndola incluso después de haberlos abandonado a los dos sin previo aviso hacía ya cinco años.

En los últimos meses su ex estaba dejando muy patente que quería pasar más tiempo con Maddie. No porque Carol se lo hubiese dicho directamente; no era ese su estilo. Ella era más sutil y taimada. Como cuando le había dicho a la pequeña que podrían ir a SeaWorld o a Disneyland, pero que no tenían tiempo para hacer ambas cosas durante las vacaciones.

Nick había sabido que permitirle alargar el viaje era hacer exactamente lo que Carol quería y había estado a punto de decirle a Maddie que él la llevaría a Disneyland, pero no quería que la niña se pasase todo el tiempo lamentando que no fuera su madre la que la hubiese acompañado al lugar más alegre del mundo.

Él se alegraba enormemente de que a Maddie le gustase tanto estar con su madre, pues era feliz cuando ella lo era. La mayoría del tiempo llegaba a convencerse de que era cierto, en realidad lo que le preocupaba no era su felicidad, sino la infelicidad que demostraba al volver. Eso era lo que le encogía el estómago.

Había albergado la esperanza de que la inminente boda de Sophia y su participación en la ceremonia animasen a Maddie, pero la niña no parecía tan entusiasmada como él habría esperado. Con lo que le gustaba últimamente todo lo femenino, había dado por hecho que le encantaría meterse de lleno en los preparativos de la boda. No comprendía a las niñas.

Bueno, pensó meneando la cabeza, tampoco comprendía mucho a las mujeres.

Quizá llevaba demasiado tiempo soltero.

No podía creer lo que estaba pensando. ¿Acaso no había dicho que no volvería a intentar nunca más tener una relación seria?

Pero al ver juntos a Sophia y a Jake había envidiado su valentía. Estaban dispuestos a ir en busca del amor, aun a riesgo de acabar con el corazón roto. En aquel momento había sentido una extraña presión en el pecho que le había hecho caer en la cuenta del vacío que había en su vida. Habían pasado ya varias semanas y todavía seguía sintiendo esa presión a… a hacer algo.

Sin embargo, Nick no era dado a actuar por impulso. Había aprendido la lección después de intentar convertir en una relación seria algo que había empezado como una simple aventura. Además debía tener en cuenta a Maddie. En cuanto tuviera una cita, el rumor se extendería por todo el pueblo antes incluso de que se sentara a cenar con la mujer en cuestión. Y seguramente esa mujer tendría sobrinos, o quizá algún hijo, que fuera al colegio con Maddie.

La idea de someter a Maddie y a sí mismo a esa situación lo había alejado de las mujeres. Hasta ahora…

El timbre del teléfono interrumpió sus elucubraciones. Era de la consulta. Primero apretó los dientes, pero luego pensó que si Jarrett Deeks hubiera tenido algún problema con el caballo, lo habría llamado directamente a él, no a la consulta. Solo esperaba que fuese lo que fuese, pudiese esperar hasta el día siguiente.

—Voy camino a casa, Rhonda. Así que, a menos que sea algo urgente…

—Lo es —respondió su ayudante en un tono ligeramente burlón.

Las primeras gotas de lluvia golpearon el parabrisas del coche.

—Si es una broma…

—Eh, no la pagues con el mensajero.

Nick respiró hondo al tiempo que decía adiós mentalmente a la cerveza y al partido de béisbol.

—¿De qué se trata?

—Ha llamado Darcy Dawson. Dice que necesita «al doctor inmediatamente».

Sabía por experiencia que la voz de Darcy Dawson no se parecía en nada a la de su ayudante. Lo de Darcy era más bien un sexy susurro, por no hablar de esa risa que era como una caricia para cualquier hombre.

—Ten cuidado —le advirtió Rhonda con el mismo tono jocoso—. Me sorprende que Darcy todavía no haya intentado nada contigo ni con tus hermanos. Los tres hermanos Pirelli sois los mejores partidos del pueblo. Jóvenes, solteros y con éxito…

—Ya vale, Rhonda —respondió Nick riéndose de que su ayudante bromeara con que sus hermanos y él pudieran estar entre las conquistas que habían hecho famosa en el pueblo a Darcy Dawson. Tenía que pensar en su hija y recordar que cualquier decisión suya le afectaba.

Aún más sabiendo que Carol no siempre tenía el mismo cuidado. Hacía ya varios años, cuando Maddie había llegado a casa hablando de los novios de su madre, Nick le había dejado muy claro a su exmujer que no quería que su hija fuese testigo de su inestable vida amorosa.

Carol le había devuelto la pelota, pidiéndole que mantuviese a sus novias alejadas de Maddie, a lo que él había accedido de inmediato. Desde entonces no había conocido a ninguna mujer de Clearville con la que desease tener una aventura.

«Y sigues sin conocerla», se dijo a sí mismo para intentar controlar una libido que parecía haber despertado la primera vez que había oído la risa de Darcy Dawson.

Había sido en el supermercado, mientras intentaba decidir cuál era la cinta del pelo que le había encargado su hija. Pero al oír aquella risa se le había olvidado absolutamente todo. Dios, por un momento se había olvidado de que era padre soltero y, sin pararse a pensar lo que estaba haciendo, había ido en busca de aquella risa.

Por suerte había recuperado el sentido común nada más verla. Bueno, casi todo el sentido común, porque desde entonces no había conseguido quitarse de la cabeza a Darcy Dawson. No obstante, solo había necesitado verla para saber que no era el tipo de mujer que estaba buscando. Llevaba unas enormes gafas de sol en la cabeza, retirándole de la cara una melena pelirroja que le llegaba por los hombros, y un bolso que seguramente costaba más que lo que pagaba él al mes por su coche. Su ropa, una camisa blanca hecha a medida y unos estrechos pantalones negros que resaltaban unas piernas interminables, era la de una mujer moderna y sofisticada. Una mujer que no era en absoluto lo que él estaba buscando, había decidido antes incluso de conocer su reputación.

Soltero o no, Nick no era tan libre como sus hermanos. Sam, especialmente, tenía la oportunidad de disfrutar al máximo de su juventud; podría mantener una aventura amorosa con Darcy Dawson y salir airoso. Ninguna mujer podía enfadarse con Sam.

Tampoco Nick solía enfadarse con su hermano pequeño, sin embargo solo con pensar en Sam y Darcy juntos se le tensaba la mandíbula.

—¿Ha dicho de qué se trataba?

—No. Se cortó la llamada antes de que pudiera explicármelo. Es curioso, ni siquiera sabía que tuviera algún animal.

Nick decidió fingir que también se le había cortado la llamada y colgó a su ayudante cuando aún seguía riéndose.

El simple hecho de que se le relacionara con Darcy Dawson podría ahuyentar a la mujer adecuada y el hecho de tener a su espalda un matrimonio fracasado ya era una especie de mancha en su haber. No necesitaba más puntos negativos.

Maddie necesitaba una influencia femenina positiva. Bien era cierto que su madre siempre había estado cerca de la niña y su hermana, Sophia, se había trasladado al pueblo hacía poco, pero una abuela y una tía no eran lo mismo que una madre, alguien que pudiera ser una presencia constante y sólida en la vida de Maddie. Alguien que tuviera raíces en Clearville. Ese era el tipo de mujer que buscaba Nick.

Esa vez quería estar seguro desde el primer momento de que había elegido bien. No podía empezar a salir con una mujer y con otra. El fracaso de su matrimonio y el abandono de Carol lo habían hecho precavido, pero sabía que cuando encontrara a la mujer adecuada, se lanzaría de cabeza y no la dejaría escapar. Porque, por más vueltas que le diera, había algo que no podía cambiar.

Si Maddie necesitaba una madre, él necesitaba una esposa. Estaba claro que no podía lograr una cosa sin la otra.

 

 

El perro no se había movido.

Darcy Dawson seguía mirando en el estrecho espacio oscuro que quedaba bajo el porche. Cada vez que había un relámpago conseguía ver los ojos del animal y saber así que seguía allí metido.

La preocupación le provocó un escalofrío que no se le quitó subiéndose el cuello de la chaqueta hasta las orejas.

Había intentado atraerlo meneando una bolsa de pienso para perros, pero había sido en vano. Ni siquiera había conseguido que se moviera para acercarse hasta donde había podido alargar el brazo para dejarle el cuenco. Podría haber echado la culpa a la tormenta y pensar que el animal tenía miedo, pero lo cierto era que se había metido allí antes de que hubieran empezado los rayos y los truenos.

Darcy no tenía ni idea de perros, pero sabía que algo no iba bien. No sabía de qué se trataba, ni qué hacer al respecto.

—Solo es un perro —se dijo a sí misma para intentar deshacer el nudo que tenía en la garganta—. Si ni siquiera te gustan los perros.

Por mucho que se repitiera aquellas palabras no se convertían en verdad, ni decirlas en voz alta la ayudaban a sentirlas como ciertas. No era que no le gustasen los perros, lo que ocurría era que les tenía miedo desde que de pequeña la había mordido el perro de un vecino.

Se llevó la mano a la cicatriz que aún tenía en el hombro, recuerdo de aquel lejano día. De niña se había alejado de los perros y de adulta, viviendo en un apartamento en Portland, no había tenido demasiada relación con ellos porque no solía ir a lugares donde hubiera perros y, si veía alguno por la calle… pues aceleraba el paso.

Pero se suponía que se había mudado a Clearville, California, para empezar de nuevo y vivir en el presente. Por eso cuando aquel perro callejero se había colado en el jardín de su casa había pensado que quizá había llegado el momento de superar su temor a los perros. Tampoco tenía intención de quedárselo, pues ni siquiera estaba segura de poder dejar atrás una fobia que la llevaba acompañando veinte años, pero lo cierto era que había algo de aquel animal asustadizo y encogido que la había conmovido.

Tenía que admitir que el perro le resultaba… interesante. Tenía el pelo negro y plateado, con manchas marrones y blancas en la cara y en las patas y sus ojos, uno azul y otro marrón, la miraban con una inteligencia que la tenía fascinada. Había podido observar todo aquello con la ayuda del zoom de la cámara de fotos porque en realidad no se había podido acercar tanto al animal como para poder distinguir de qué color tenía los ojos.

Había imprimido las fotografías que le había hecho y las había repartido por el pueblo con la intención de encontrar a sus dueños. También había comprado una bolsa de pienso para perros y algunos juguetes y le había preparado una cama con una colcha vieja en un rincón del porche. Eso no la convertía en la mejor persona del año y la verdad era que el simple hecho de saber que estaba en su jardín la ponía nerviosa.

Se había convencido de que, en un pueblo tan pequeño como Clearville, los dueños no tardarían en aparecer o alguien lo reconocería en las fotos y sabría decirle de quién era. Incluso había imaginado el emotivo reencuentro entre el perro y sus amos. Darcy rechazaría la recompensa y se alegraría de verlos juntos.

Pero ya llevaba allí una semana y nadie había ido a buscarlo, por lo que había empezado a plantearse qué haría si nunca aparecían los dueños.

«A veces la única manera de superar los temores es enfrentándose a ellos». Las palabras de su madre resonaron con fuerza en su cabeza.

Pero claro, su madre siempre había sido una mujer muy valiente.

El dolor de pensar en ella ya no era tan intenso como cuando había muerto hacía un año, pero aquellos meses no habían suavizado su enorme sensación de pérdida. Tuvo que parpadear para espantar las lágrimas.

—Siempre decías que deberíamos tener un perro —dijo, con un nudo en la garganta.

Alanna la había educado para que fuera una persona fuerte, orgullosa y segura de sí misma y Darcy solía intentar vivir de acuerdo con lo que ella le había enseñado, pero últimamente le costaba mucho hacerlo. Su muerte la había dejado completamente destrozada. Se había sentido tan sola que había echado mano de la primera persona que había encontrado, pero Aaron Utley no la había ayudado a salir de su tristeza, sino que se había limitado a aprovecharse de ella.

Era la única explicación que encontraba Darcy para haberse enamorado tan profundamente y tan rápido de él.

Le había parecido tan encantador, tan cariñoso, que no se había dado cuenta de que el cariño se había ido transformando en manipulación para convertirla en el accesorio perfecto de un joven abogado de éxito.

Se había dejado llevar creyendo que eso serviría para mitigar la tristeza y el vacío que sentía y se había convencido de que estaba enamorada. Durante aquellos meses se había entregado en cuerpo y alma a la tarea de ser la novia y después la prometida perfecta. Solo se había dado cuenta de hasta qué punto la había manipulado cuando por fin se había alejado de él.

Menos mal que habían roto antes de que empezara a intentar ser también la esposa perfecta, pues sabía que habría sido un absoluto fracaso.

El dolor de la ruptura le había servido de empujón para dejar a un lado la tristeza y comenzar a recordar todos los momentos felices que había vivido con su madre. Siempre habían estado ellas dos solas y lo habían compartido todo, incluyendo el sueño de Alanna de volver al pueblo de California en el que se había criado y abrir una pequeña boutique de productos de belleza en la calle principal.

Alanna había querido volcar en su propio negocio toda la experiencia que había adquirido durante los años en los que había dirigido varias tiendas de una importante cadena de grandes almacenes. La idea de trasladarse y abrir la tienda siempre había ido quedando para otro momento, pero, tras su muerte, Darcy había decidido que era hora de hacer realidad el sueño de su madre.

Ni siquiera había querido pararse a pensar en qué haría si no le salía bien, simplemente se había puesto en marcha y se había mudado a un pueblo en el que no conocía a nadie, había alquilado una casa centenaria que necesitaba una buena puesta a punto y se había dispuesto a abrir un negocio en el momento en el que estaban cerrando muchas tiendas. Si dudaba o le preocupaba algo, lo disimularía y se mostraría segura de sí misma para que nadie se diera cuenta.

«Finge hasta que consigas tus propósitos», le habría dicho su madre.

La lluvia le estaba empapando la espalda y le estaba entrando frío por el cuello. Un relámpago iluminó el cielo el tiempo suficiente para que Darcy viera al perro tumbado en el suelo, mirándola fijamente.

—Y lo vamos a conseguir —le dijo al tiempo que sonaba un trueno—. Ya viene el veterinario a ayudarte.

Después de los días que había pasado en el hospital junto a su madre, Darcy sabía por experiencia que a veces ni los mejores médicos conseguían ayudar, pero tenía la impresión de que Nick Pirelli sí podría hacer algo. Solo había visto al veterinario del pueblo de pasada, pero desprendía una seguridad y un autocontrol que le daba mucha envidia. Seguro que sabría qué hacer y no se quedaría allí inmóvil como ella. Era el tipo de persona que echaba a los demás a un lado y hacía lo que hubiera que hacer.

Oyó un ruido que al principio identificó como un trueno hasta que oyó también la puerta de un coche.

—Ya está aquí —susurró—. Vas a ver como él lo arregla todo.

Se levantó del suelo embarrado con un nudo en el estómago. Estaba preocupada por el perro y tenía miedo de que Nick Pirelli confirmase sus temores de que estuviera enfermo. Por eso le temblaban las rodillas y tenía el pulso acelerado.

¿A quién quería engañar? También le habían temblado las rodillas y se le había acelerado el pulso la primera vez que había visto a Nick Pirelli en el supermercado del pueblo.

Era alto, más de un metro ochenta, tenía unos intensos ojos castaños y el pelo oscuro. Darcy se había dado cuenta enseguida de que no era de los que dedicaban demasiada atención a su imagen, claro que, por qué hacerlo si era lo más cercano a la perfección masculina que había visto en su vida. También se percató de que el poco tiempo que pasaba delante del espejo lo dedicaba a intentar domar aquella abundante mata de pelo color caoba.

Darcy no sabía por qué se había fijado en eso, pero se había quedado fascinada al ver que además llevaba en la mano varias cintas del pelo rosas y moradas.

Pero, a juzgar por la rapidez con la que había salido corriendo del pasillo en el que ella estaba, Nick no había sentido lo mismo.

Trató de olvidarse de la decepción que había sentido entonces y pensó que daba igual si habían llegado a sus oídos los rumores que corrían en el pueblo sobre ella. Estaba allí para hacer su trabajo y no importaba lo que pensara de ella.

Sin embargo, al verlo en el porche de su casa con aquellos vaqueros gastados y la camisa de cuadros, tan fuerte y tan seguro de sí mismo, Darcy no pudo negar la atracción que sentía hacia él. Una atracción que estaba dispuesta a controlar. Si Nick Pirelli la juzgaba por todas las mentiras que le habían contado de ella, no quería imaginar lo que pensaría si supiera la verdad.

Capítulo 2

 

 

Nick estaba a punto de llamar al timbre de Darcy cuando oyó unos pasos en el porche. Se dio la vuelta a tiempo de verla subir el último escalón. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo completamente empapada, tan empapada como su ropa. Se detuvo en seco a unos centímetros de él y, al hacerlo, se resbaló. Nick la agarró por puro instinto.

Y debió de ser el instinto lo que lo llevó a acercar la cara a su cabello mientras tenía las manos en su delicada cintura. El mismo instinto que le hizo desear besarla y deslizar las manos por sus caderas…

«Mantente alejado de ella».

Esa había sido la consigna que se había dado mientras iba hacia su casa. Sería profesional y amable, tan amable como pudiera, y se iría de allí en cuanto hubiese hecho su trabajo, antes de que… de que ocurriera nada de eso.

Apartó las manos antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Estás bien? —le preguntó con voz tensa.

—Sí, sí. Gracias.

No esperaba que respondiera de un modo tan escueto, como si también a ella le hubiese afectado aquel inesperado contacto.

Dio un paso atrás y se pasó la mano por la cara para secársela un poco, pero lo que hizo fue dejarse un rastro de máscara de pestañas debajo de un ojo. Nick no habría sabido explicarlo, pero aquella pequeña mancha le daba un aspecto vulnerable que despertó algo dentro de él, algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo.

—Perdona. No suelo tirarme encima de la gente de esta manera —añadió con una tímida sonrisa.

Nick se preguntó si habría llegado a sus oídos el rumor que decía que precisamente era eso lo que solía hacer, tirarse encima de los hombres.

Prefirió no pensar en rumores y concentrarse en el motivo que lo había llevado hasta allí en medio de la tormenta cuando lo que necesitaba era irse a casa y tomarse una buena cerveza.

—Mi ayudante me ha dicho que necesitabas que viniera urgentemente —esperaba no haber sonado tan escéptico como le había parecido a él.

—Sí, muchas gracias por venir tan rápido.

—Es mi trabajo —se apresuró a decir.

—Sí, claro. Es por aquí.

Nick la siguió alrededor de la casa, que seguramente era de donde había aparecido ella, aunque lo cierto fue que le sorprendió que lo llevara hacia allí. Por algún motivo esperaba que lo hiciera entrar en la casa.

Tampoco esperaba una invitación. Lo que ocurría era que… Bueno, no sabía muy bien.

Su confusión no hizo más que aumentar al ver que Darcy se arrodillaba frente al porche trasero de la casa. La lluvia había convertido toda la zona en un barrizal y, ahora que no estaba tan distraído, pudo ver que Darcy llevaba las botas llenas de barro. Llevaba vaqueros y una chaqueta gris, una ropa nada sofisticada que le hizo pensar que llevaba un buen rato allí fuera, bajo la lluvia.

—… no consigo hacerle salir y el pobre no ha comido nada —estaba diciendo Darcy—. No sabía qué hacer.

Nick se agachó y vio de quién estaba hablando. Bajo el porche había escondido un perro mediano.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Desde que llegué a casa esta tarde —Darcy se agachó a su lado para ver al perro.

El animal se había colado por un pequeño hueco que había en un lateral del porche, tan pequeño que, para verlo, se habían quedado los dos prácticamente rozándose las mejillas.

Nick se esforzó en concentrarse en el trabajo en vez de observar el delicado perfil de Darcy, su frente, su nariz recta y la curva de sus tentadores labios.

—¿Ha salido en algún momento del jardín? —una herida explicaría esa necesidad instintiva de esconderse—. ¿Crees que haya podido comer algo que le haya hecho daño, como algún pesticida?

—No, creo que no. Pero… ¿piensas que pueda ser algo grave?

A Nick le llamó la atención la preocupación que se percibía en su voz. Se volvió hacia ella sin pararse a pensar en lo cerca que estaba, lo bastante como para sumergirse en la profundidad de aquellos ojos verdes, como para rozar levemente sus labios rosas…

—Yo… —tuvo que aclararse la garganta para deshacer el nudo de excitación que se le había formado—. No puedo decirlo desde tan lejos.

La experiencia le había enseñado a no prometer nada que no pudiera cumplir, pero lo cierto era que deseaba aliviar la preocupación que veía en los ojos de Darcy.

«Ya verás como todo sale bien», habría querido decirle.

Las mismas promesas que le había hecho a Carol años antes y que no se habían cumplido en ningún aspecto. Nick no era de los que aseguraban no haber cometido ningún error, pero sí trataba de no repetirlos.

—¿Tienes una linterna? —necesitaba comprobar si el perro tenía alguna herida antes de intentar moverlo.

Por algún motivo, la pregunta llevó una sonrisa a los labios de Darcy.

—En esta casa hay que tener una linterna en cada habitación.