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Desde su ordenación como pastor anglicano hasta su muerte como cardenal católico, la figura de Newman no deja de sorprender por la coherencia de su trayectoria. En estos Sermones parroquiales, un clásico de la espiritualidad cristiana que ha inspirado a todas las generaciones de cristianos desde su predicación entre 1825 y 1833 hasta hoy, se encuentran ya las semillas de todos los grandes temas que el teólogo inglés desarrollará durante su vida y obra. Desde la cercanía del párroco y no desde la distancia del teólogo, demostrando su enorme conocimiento de la psicología humana, de la Sagrada Escritura y de las tentaciones y pruebas que atraviesan los cristianos en el mundo, nos introduce en los temas centrales del cristianismo y la salvación. El presente volumen es el primero de la serie completa de los Sermones parroquiales. Con la fuerza, frescura y la audacia en él habituales, Newman vuelve a desafiar nuestra razón y conmover nuestro corazón.
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Seitenzahl: 508
Veröffentlichungsjahr: 2013
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Ensayos
JOHN HENRY NEWMAN
Sermones parroquiales/1(Parochial and Plain Sermons)
ISBN DIGITAL: 978-84-9920-808-4
Traducción de VÍCTOR GARCÍA RUIZ con la colaboración de José Morales y Luis Galván
Título originalParochial and Plain Sermons © 2010 Ediciones Encuentro, S.A., Madrid © de la Introducción Víctor García Ruiz
Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
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Para Pedro y para Blanca, y para toda su querida tropa.
ÍNDICE
LA VOZ DE UN MAESTRO CRISTIANO
TABLA DE ABREVIATURAS
PREFACIO DE W.J. COPELAND
SERMÓN 1:
La santidad, necesaria para la felicidad eterna
«La santidad, sin la cual nadie puede ver a Dios» (Hb 12,14) 6 de agosto? de 1826?
SERMÓN 2:
La inmortalidad del alma
«Porque, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,26) 24 de febrero de 1833
SERMÓN 3:
Conocimiento de la voluntad de Dios sin obediencia
«Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13,17) 19 de agosto de 1832
SERMÓN 4:
Faltas ocultas
«Las inadvertencias, ¿quién las puede discernir? De las faltas ocultas, absuélveme» (Sal 19,13) 12 de junio de 1825
SERMÓN 5:
La abnegación es la prueba de la sinceridad en religión
«Ya es hora de que despertéis del sueño» (Rm 13,11) 22 de diciembre de 1833
SERMÓN 6:
Ser personas de espíritu
«Que no consiste el Reino de Dios en hablar sino en hacer» (1 Cor 4,20) 25 de diciembre de 1831
SERMÓN 7:
Pecados de ignorancia y debilidad
«Acerquémonos con un corazón sincero y una fe plena, después de purificar nuestros corazones de una mala conciencia y de lavar nuestro cuerpo con agua pura» (Hb 10,22) 14 de octubre de 1832
SERMÓN 8:
Los mandamientos de Dios no son costosos
«Porque el amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son costosos» (1 Jn 5,3) 5 de junio de 1831
SERMÓN 9:
El valor de los sentimientos en la vida cristiana
«El hombre de quien habían salido los demonios le pedía quedarse con Él; pero lo despidió diciendo: ‘Vuelve a tu casa y cuenta las grandes cosas que Dios ha hecho contigo’. Y se marchó proclamando por toda la ciudad lo que Jesús había hecho con él» (Lc 8,38-39) 3 de julio de 1831
SERMÓN 10:
Profesar y no practicar
«Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía» (Lc 12,1) 9 de octubre de 1831
SERMÓN 11:
Profesión de fe sin hipocresía
«Todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» (Ga 3,27) 23 de octubre de 1831
SERMÓN 12:
Profesión sin ostentación
«Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte» (Mt 5,14) 6 de noviembre de 1831
SERMÓN 13:
Prometer y no hacer
«Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’. Pero él le contestó: ‘No quiero’. Sin embargo, se arrepintió después y fue. Se dirigió entonces al segundo y le dijo lo mismo. Este le respondió: ‘Voy, señor’; pero no fue» (Mt 21,28-30) 30 de octubre de 1831
SERMÓN 14:
Las emociones religiosas
«Pero él insistió: ‘Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré’« (Mc 14,31) 27 de marzo de 1831
SERMÓN 15:
La fe religiosa es racional
«Ante la promesa de Dios no titubeó con incredulidad, sino que fue fortalecido por la fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que Él es poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rm 4,20-21) 24 de mayo de 1829
SERMÓN 16:
Los misterios cristianos
«¿Y eso cómo puede ser?» (Jn 3,9) 14 de junio de 1829
SERMÓN 17:
El que se tiene por sabio
«Nadie se engañe: si alguno de vosotros se tiene por sabio según el mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Pues la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios. Porque está escrito: Él atrapa a los sabios en su astucia» (1 Cor 3,18-19) 24 de octubre de 1830
SERMÓN 18:
La obediencia es el remedio para la perplejidad religiosa
«Espera en el Señor, guarda su camino, y te exaltará para que heredes la tierra» (Sal 37,34) 14 de noviembre de 1830
SERMÓN 19:
Tiempos para la oración a solas
«Tú, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6,6) 20 de diciembre de 1829
SERMÓN 20:
Sobre la oración del cristiano y sus fórmulas
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11,1) 20 de diciembre de 1829
SERMÓN 21:
La resurrección del cuerpo
«Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pero no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él» (Lc 20,37-38) 22 de abril de 1832
SERMÓN 22:
Testigos de la Resurrección
«Pero Dios le resucitó al tercer día y le concedió manifestarse, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los muertos» (Hch 10,40-41) 17 ó 24 de abril de 1831
SERMÓN 23:
La reverencia cristiana
«Servid al Señor con temor, y aclamadle con temblor» (Sal 2,11) 8 de mayo de 1831
SERMÓN 24:
La religión de estos tiempos
«Mantengamos la gracia y a través de ella ofrezcamos a Dios un culto que le sea grato, con reverencia y temor, porque nuestro Dios es fuego devorador» (Hb 12,28-29) 26 de agosto de 1832
SERMÓN 25:
La Escritura, memorial del dolor humano
«Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los que yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que aguardaban el movimiento del agua» (Jn 5,2-3) 17 de julio de 1831
SERMÓN 26:
La madurez cristiana
«Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño» (1 Cor 13,11) 15 de mayo de 1831
¿Qué sentido tiene traducir y publicar en 2007 unos sermones predicados por un pastor anglicano, más bien severo, a un variado público de menestrales y estudiantes de Oxford entre 1825 y 1833? Buena pregunta. Tengo la suerte de que, para los primeros 120 años, ya fue contestada por Muriel Spark, la muy notable novelista británica fallecida en abril de 2006, a los 88 años. «Estoy segura de que nada han perdido en los ciento veinte años que han pasado; más bien han ganado. Porque si algo se puede decir de los escritos de Newman es que tienen una voz (...) una voz que nunca falla, radioactiva desde la página, por muy mohoso que esté el libro» (v). Poco antes de escribir estas palabras en 1964, Spark había publicado, primero en la revista New Yorker, luego como libro en Macmillan, la que es probablemente su novela más famosa e interesante, The Prime of Miss Jean Brodie. Se hizo una versión teatral, otra cinematográfica (con Óscar a la mejor actriz en 1969 para la protagonista Maggie Smith) y hasta una serie de televisión poco afortunada en los 70. Diversos críticos se ocuparon de la novela y uno de ellos, el novelista popular y ubicuo profesor de Teoría literaria David Lodge, que la había leído y despreciado precipitadamente, cantó su palinodia años después para reconocer la complejidad de esta aparente novela de intriga e ironía. A mí me parece, sencillamente, una novela católica muy original y muy entretenida, que Muriel Spark escribió en la misma época en que componía el prefacio a una selección de sermones de John Henry Newman, que es de donde procede la cita.
Spark es una escritora fácil de leer pero difícil de juzgar. Resulta desconcertante porque se diría que es «poca cosa», y luego uno descubre que es mucho más original, articulada y sutil de lo que parece, e igual de divertida. Carece de énfasis y rebosa un ingenio y un humor más bien malévolos. Sus Stories son excelentes y, sin ir más lejos, una de ellas, «The Black Madonna», es una ilustración casi cruel de ideas newmanianas sobre la Providencia y los riesgos de la fe y la oración, que campean por distintos pasajes de los Parochial and Plain Sermons. Racismo, esnobismo y un catolicismo tan robusto como cortical se combinan de manera inesperada en la historia de Lou y Raymond. Cuando Lou decide pedir un hijo a la milagrosa imagen negra de la virgen que han puesto en la parroquia, su marido Raymond le advierte: «Tienes que tener cuidado con lo que pides al rezar; no debes tentar a la Providencia» (44). Lo que le sucede a Lou, crecida en el área portuaria de Liverpool, que dedica una secreta condescendencia a su desastrosa hermana, viuda con ocho hijos, y a dos muchachos jamaicanos de color que trabajan con el marido, hay que leerlo en directo. Lo que sí puedo descubrir es que la Providencia responde a las oraciones de Lou, aunque no exactamente en la forma que ella esperaba. uno se acuerda de Flannery O’Connor y sus no menos sorprendentes relatos, donde el papel de Dios es tan insondable como evidente.
Durante los años 50 los tomos de Parochial and Plain Sermons fueron la lectura de cabecera de Muriel Spark. De la frecuentación de esos ocho volúmenes surgió una novelista con una deuda personal y literaria hacia Newman: «me hice católica leyendo a Newman. Ni los mártires de la Cristiandad con su cabeza cortada, ni las monjas en éxtasis por toda Europa, ni las cinco vías de santo Tomás ni los folletos de mis amigos católicos daban las respuestas que daba Newman» (ix). Lo importante para Spark es «la voz», el lenguaje radioactivo; en cuanto a lo literario, el modo newmaniano de razonar es tan puro y tan simple que resulta formalmente revolucionario. No persigue demostraciones exhaustivas o argumentaciones racionales, sino que va como empujando al oyente y nunca sabe uno por dónde le va a salir el predicador. En vida, tuvo Newman cierta fama de encantador de serpientes y algunos miraban ese magnetismo con recelo y sospecha. Pero su único secreto consistía en la sencillez de pensamiento y de expresión; una sencillez peligrosa para el oyente porque llevaba aparejada la radicalidad del Evangelio. «He was as sincere as light», sincero como la luz, resume Spark (v). Un testigo, bastante hostil a los tractarianos, James Anthony Froude, escribió: «Yo acudía a su iglesia y le oía predicar un domingo y otro; se supone que era insidioso, que encaminaba a sus discípulos hacia conclusiones a las que él quería llevarles pero manteniendo cuidadosamente ocultas sus intenciones. Al contrario: era la persona más transparente del mundo. Nos decía lo que él creía la Verdad. No sabía a dónde le iba a llevar». Los testimonios acerca de la predicación de Newman en Saint Mary’s coinciden en un toque, algo extático, de romanticismo y de leyenda; como este de Mathew Arnold:
«Hace cuarenta años (...) predicaba en el púlpito de Santa María todos los domingos, parecía a punto de renovar lo que para nosotros era la institución más nacional y más natural del mundo, la Iglesia de Inglaterra. Nadie era capaz de resistir la fascinación de aquella figura espiritual, que avanzaba como en volandas, en la penumbra de la tarde, por la nave de Santa María, ascendía al púlpito, y con la más sugestiva de las voces, rompía el silencio con palabras y pensamientos que eran música religiosa, sutil, dulce y severa».
Este otro, además de la voz, destaca las pausas, que llegaban a ser embarazosas:
«Los ojos estaban llenos de vida, la voz era fuerte y a la vez melodiosa. Era sobre el púlpito una figura frágil y ligera, como alguien surgido de otro mundo. El sermón comenzaba en tono sereno y medido. Enfervorizado gradualmente sobre el tema, el predicador elevaba ligeramente la voz y toda su alma parecía encenderse de conmoción y vigor espiritual. A veces, en medio de los pasajes más vibrantes y sin disminuir la voz, hacía una pausa, sólo un instante que se antojaba largo, y después, luego de haber recobrado fuerza y gravedad, pronunciaba palabras que sacudían el alma de los oyentes».
Los Parochial and Plain Sermons fueron predicados en el contexto de un cristianismo muy visible pero inauténtico y formalista; en suma, poco cristiano. Ya entonces aparecieron los primeros brotes de una abierta irreligiosidad, socialmente marginal; pero el punto flaco al que Newman se dirige no es el abierto desafío a la fe, sino lo que podríamos llamar la religión «de la tierra» y no del cielo. En la primera mitad del XIX Inglaterra asistió a un verdadero renacimiento evangélico que, aparte de dar tema para novelistas como George Eliot, terminó por instaurar una sutil confusión entre Cristianismo y culto de los valores sólidos, la respetabilidad, la decencia, el orden, la honradez, las buenas maneras, el lenguaje un poquito repulido y bien pronunciado, la puntualidad, la corbata, los colores oscuros, el jardín como Dios manda, la vajilla para el té, el horror a las bebidas alcohólicas —plaga de los pobres, a quienes bueno será no dar un céntimo, se lo tienen merecido. Aunque suene a boutade, los Parochial and Plain Sermons comparten bastante del famoso sarcasmo de El asesinato como una de las bellas artes (1827): «Si uno comienza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del Día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente». Claro que los motivos para esa actitud combativa por parte del autor del sarcasmo, el opiómano Thomas de Quincey, y por parte de Newman son bien distintos. Los de Newman se parecen algo más al humor ácido de Muriel Spark cuando esta se ríe de quienes claman por recuperar los «valores» morales del cristianismo y en realidad lo que quieren es menos diversiones, que los jóvenes trabajen duro, que nos limpien bien las calles, que haya orden. Piensan que Dios lo que quiere es que la gente vaya a Misa y no cometa adulterio; pero, como apunta Spark (vii) «a Dios no lo educaron en Rugby». Es decir, que toda esa actitud censoria no era más que una antipática combinación de puritanismo y espíritu burgués, donde un refinado egoísmo había desplazado a la verdadera caridad.
Mientras Newman predicaba estas homilías, las escuelas en Inglaterra eran un perfecto desastre desde casi todos los puntos de vista, tanto moral, como religioso, como de instrucción. El cambio comenzó lentamente en 1828, cuando el reformador de la educación Thomas Arnold (1795-1842) fue nombrado master de una oscura school llamada Rugby, de donde salió el ideal del gentleman, que pronto imitaron los demás internados victorianos o public schools; y de ellos sacó Pierre de Fredi, Barón de Coubertain (1863-1937), el caballeresco espíritu del amateur para la Olimpiada de Atenas en 1896, y sucesivas. De Newman suele citarse su famosa definición, contenida en The Idea of a University (1852-1873; discurso 8, punto 10): «It is almost a definition of a gentleman to say he is one who never inflicts pain», alguien que nunca causa dolor a los demás. Pero si se lee un poco más abajo se ve que, en realidad, Newman está haciendo la crítica de un ideal educativo bello pero incompleto porque no empuja a la persona más allá, a ser un cristiano, un santo. Se queda en esa cosa rara que algunos llamaron «cristianismo muscular».
Esa veta de rebeldía cristiana está ya, décadas antes, en los Parochial and Plain Sermons. Newman dice: la honradez, el deber (hasta el cricket), están muy bien pero, en sí, lo mismo que el gentleman, no tienen nada de cristiano porque no tienen nada de sobrenatural. Habéis hecho una religión, sí, pero de la tierra. Y adonde yo quiero llevaros es a lo sobrenatural, al cielo. Quién sabe si esas personas de tan altos principios, después de todo, no estarán más bien en el lado del mal, dando una falsa versión del ser cristiano. Lo que ocurre en cada alma es un secreto que sólo Dios conoce. Ahí se dirige toda la predicación newmaniana que, en realidad, se reduce a un tema único: el amor a Dios, ese otro ser al que Newman se volvió definitivamente tras una radical experiencia de conversión en la adolescencia. En un pasaje de la Apologia pro Vita Sua recuerda que, desde entonces y ya para siempre, empezó a «descansar en el pensamiento de dos y sólo dos seres absoluta y luminosamente autoevidentes: yo y mi Creador» (32). Su objetivo último es conducir a sus oyentes a esa misma experiencia.
En cuanto al método, podría resumirse en llevar al oyente desde el conocimiento nocional al conocimiento real. Se verá que Newman recurre, de formas diversas, a la contraposición entre decir y hacer, entre lo irreal de las palabras y lo real de los hechos, de los actos de obediencia. También las palabras pueden ser hechos cuando son de verdad, pero lo que ocurre es que los hombres proferimos palabras irreales: «we are not in earnest» —expresión esquiva para el traductor. El método, pues, no es racional y abstracto, sino personal y concreto. No pretende atar todos los cabos, sino desplegar una lógica del convencimiento y no de las pruebas. Hacer visible lo invisible. Y el que se convence es el entero individuo, no sólo su razón. Si el corazón se abre a la verdad del Evangelio, la vida entera de esa persona va detrás y se compromete con un conocimiento que abarca su ser entero. Ser cristiano es una manera de vivir, comprometida y muy concreta, no un abstracto programa de vida. Esta idea del conocimiento real anticipa mucho de lo que escribirá en un libro muy apreciado por filósofos, aunque un tanto árido, la Grammar of Assent (1870). La cuestión, pues, dicho más llanamente, es caer en la cuenta, con todas sus consecuencias. To realize. Por eso Vincent Blehl, con gran tino, dio a su selección de sermones newmanianos el título de Realizations.
Newman siempre parte de una sola idea, un texto de la Escritura, al que va dando vueltas, profundizando, y llevando al oyente-lector a una implicación personal que no admite escapatoria, entre otras cosas, por el realismo y la agudeza psicológica con que se plantea. Es verdad: no sabe uno por dónde va a salir, pero suele acertar. Eso que dice Newman nos pasa. La primera impresión, de severidad, da paso en el lector a la ternura porque advierte que, en realidad, Newman no está acusando a nadie; está hablando de sí mismo, de sus propias luchas interiores. Sus diarios están llenos de anotaciones que uno reconoce con placer en la incisiva prosa de estos sermones. En los Parochial ocurre como en Camino de san Josemaría Escrivá: el tono severo, cortante y un tanto acusatorio del «tú» sorprende, hasta que uno cae en la cuenta de que es autobiografía, que «tú» es el autor; y entonces resulta doblemente edificante y enternecedor, como en el caso del ayuno —ver nota al pie en el sermón 10, que no pude resistirme a incluir—. La innegable severidad se torna otra cosa: autoexigencia.
Newman fue un hombre que oraba, que era sumamente austero, con una experiencia creciente de lo que pasa en el alma, muy práctico y realista. Lo llamativo es la fidelidad con que se dejó llevar por el Espíritu —«Lead, kindly light» dice su poema de 1833—, ya que todo eso no era corriente en la tradición anglicana. Sus ayunos y privaciones, de los que da cuenta en su diario, los tomaban sus amigos por extravagancias románticas, los enemigos por insidioso papismo. Alguna vez anota que renuncia a los guantes en invierno, con lo que, además de pasar frío, se expone a que le reprochen una incorrección social. Más decisiva aún, su decisión de permanecer célibe iba tan directamente en contra de la tradición anglicana que, durante los años de 1930, los florecientes críticos freudianos descubrieron, sin género de duda, la clave: Newman y los demás tractarianos, tan idealistas, tan célibes y tan británicos de clase alta, eran homosexuales, aunque no lo sabían. Por eso su homosexualidad quedó inactiva —los críticos freudianos son asaz sagaces.
Es llamativo que Newman desarrollara esa piedad personal y ese ascetismo tan profundos, pero no es milagroso: sale de la Biblia y de los Padres, que son sus dos grandes fuentes. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento habían sido objeto de estudio y de meditación. Newman pasó muchas horas en un corredor que unía directamente sus habitaciones en Oriel College con la parte alta de la capilla; privilegio, supongo, del vicario de Saint Mary’s, que Newman supo aprovechar para rezar a solas.
El 19 de octubre de 1823, domingo, consignó en su diario esta anotación: «esta semana y la anterior he estado aprendiendo la Biblia de memoria; acabo de terminar la Epístola a los Efesios». El domingo siguiente, día 26: «La semana pasada he aprendido de memoria los capítulos 12, 25 y 26 de Isaías». No sé hasta dónde llegaría en sus esfuerzos pero se diría que ese amor a la Escritura no es simple erudición ni deseo de impresionar. Nada más lejos del ethos newmaniano.
En cuanto a los Padres de la Iglesia, no me consta que Newman rezara sobre ellos pero es bien sabido que los estudió a fondo y que, en las ediciones alemanas disponibles entonces, los leyó completos dos veces. La primera vez, para aprender. Se lo contaba así a su hermana Jemima en carta de 1 de mayo de 1826:
«Estoy pensando en un trabajo que podría llevarme ¡d! ¡i! ¡e! ¡z! ¡años!, quizá veinte...
¿De qué se trata? Pues de perseguir las fuentes, los orígenes de donde han salido las corrupciones de la Iglesia, en especial la Romanista. Lo cual requeriría leer todos los Padres: por lo menos 200 volúmenes (tú viste algunos macizos «caballeros» en la biblioteca de Oriel). Agustín 12 volúmenes en folio, Crisóstomo 13 ídem, todo lo que haya sobre los Platónicos más importantes, Filón, Plotino, Juliano, etcétera; mirar el gnosticismo; literatura rabínica; y no sé qué más, quizá más, mucho más... Tendrá sentido si logro dedicar mi cabeza, mi estudio y mis esfuerzos a la causa de la verdad y a la gloria de Dios» (Suyo con afecto 54).
Por si fuera poco, añade: «Se me ha pasado por la cabeza, pero sólo pasado, empezar con el hebreo este verano, pero no lo he decidido aún». De este esfuerzo salió Los arrianos del siglo IV (1833). Años más tarde, al darse cuenta de que había leído a los Padres con el prejuicio de los protestantes, decidió hacer una segunda lectura, mucho más dolorosa para él, porque le llevó a descubrir que su teoría de la Iglesia anglicana como la Via Media, se asentaba en una lógica de papel. Nunca existió tal cosa. El pasaje clave está en la Apologia:
«Mi baluarte era la Antigüedad; y he aquí que, en pleno siglo V, me pareció ver reflejada la Cristiandad de los siglos XVI y XIX. Vi mi rostro en ese espejo: yo era un Monofisita. La Iglesia de la Via Media ocupaba el lugar de la Comunión oriental; Roma estaba donde está ahora; y los protestantes eran los Eutiquianos. ¡Quién me iba a decir que de todos los pasajes de la historia acabaría recurriendo a las palabras y acciones del viejo Eutiques —aquel delirus senex, como creo que le llamó Petavio— y a los disparates de un hombre sin principios como Dióscoro, para convertirme a Roma! (...) como en la cena del rey Baltasar, yo había visto la sombra de una mano en la pared (...) Quien ha visto un fantasma no vuelve a ser nunca el de antes. Los cielos se habían abierto y vuelto a cerrar. Por un momento había tenido la idea de que «después de todo, la Iglesia de Roma es quien tiene razón», para luego desvanecerse» (135-137).
Le había llegado el momento de aplicarse de manera soberana la gran lección de estos sencillos Sermones: dar el gran paso a lo real.
Los sermones se predicaban en el curso de la liturgia dominical del Prayer Book ante un público de estudiantes, tenderos, criados de los colleges, y familia. Público poco «importante», ya que el de campanillas, profesores, señores, señoras..., ya había acudido por la mañana a esa misma iglesia para escuchar el «sermón universitario» bajo la presidencia de las autoridades académicas que llegaban en procesión, con bedeles y maceros; poco parochial y nada plain. Desde su ordenación como diácono en junio de 1824 Newman subió a un púlpito anglicano unas 1.200 veces a lo largo de 19 años. Resulta cómico que el 15 de agosto de ese mismo 1824 apuntara en su diario: «dos sermones a la semana, esto es agotador... No voy más que en la tercera semana y ya estoy casi seco. ». Los fue numerando —con número que he incorporado, entre corchetes, junto a la fecha de predicación—, desde el primero en la iglesia de Saint Clement’s hasta el último que predicó como anglicano, en la iglesia de Littlemore, llena de amigos tan emocionados como el predicador. Lo tituló The parting of friends, Separarse de los amigos; fue el 25 de septiembre de 1843. Dos semanas antes había renunciado a su puesto como vicario de la iglesia de Santa María. Este postrero hacía el número 602 de sus sermones anglicanos. Se publicaron 217. Ciento veinte se han perdido, por prestarlos a amigos —¡siempre igual!—; unos 250 permanecían manuscritos y fueron publicados hace unos años. Se entiende que, como media, debió de predicar el mismo sermón un par de veces.
Como era costumbre entonces, los sermones se fueron publicando en seis volúmenes con el título de Parochial Sermons, entre 1834 y 1842. A partir del año siguiente y hasta 1848, empezaron a salir, anónimos, los diez volúmenes de Plain Sermons, una colección de sermones predicados por distintos colaboradores de los «Tracts for the Times», casi cien folletos, sin firma, en que se exponían las ideas del Movimiento de Oxford. Uno de esos tomos correspondía a sermones predicados por Newman. En 1868, siendo Newman sacerdote católico y superior del oratorio de Birmingham, permitió que su fiel amigo, el anglicano William Copeland, hiciera una colectánea en ocho tomos que tituló Parochial and Plain Sermons. Si el éxito de los Parochial a partir de 1834 había dejado fuera del mercado a competidores como, por ejemplo, los Practical Sermons del colega, reverendo R.C. Coxe, cura de la elegante iglesia de Saint James en Westminster —o sea, Londres— y antiguo fellow de Worcester college, Oxford, a la venta en la librería de Rivingtons, el mismo librero que Newman, parece ser que la acogida en 1868 a los ocho tomos newmanianos de Parochial and Plain fue «absolutamente sin precedentes». Al menos es lo que dice la Dublin Review (64, abril 1869, p. 309). La venta y las reimpresiones se prolongaron hasta entrado el siglo XX. Junto a la enorme resonancia de la Apologia en 1864, el éxito de los Parochial and Plain Sermons supuso la recuperación social e intelectual de Newman en la Inglaterra victoriana y entre los muchos amigos que le recordaban con afecto, por no decir nada de los que le habían seguido o precedido en el paso a Roma. Hubiera sido extraño que un converso tan significado como él publicara sus sermones «de cuando era hereje», por decirlo crudamente. Newman se limitó a no oponerse a la iniciativa del fiel Copeland, su antiguo coadjutor en la iglesia de Littlemore desde 1840, que pensaba que podían ayudar a frenar el declive moral de aquella sociedad. La verdad, no sé qué dirá el lector, pero su prólogo lo encuentro un poco calamitoso y cenizo; casi apocalíptico. Sobre todo al pensar que, en aquella época, los sermones eran ¡best-sellers!... Copeland había sido providencial: un encuentro fortuito con él, en junio de 1862, por las calles de Londres, sirvió para que Newman empezara a recuperar a aquellos entrañables amigos a los que había tenido que renunciar tras su conversión. A partir de entonces, y con sumo tacto, pues el hábito clerical o una carta inoportuna podían suponer una ofensa, fue retomando el contacto con John Keble, Edward Pusey, Richard Church y otros con los que toda relación se había cortado bruscamente veinte años atrás. En lo humano esta recuperación fue un consuelo muy importante para Newman.
Los veintiséis «sermones parroquiales y sencillos» que Newman incluyó en este volumen primero que ahora se edita fueron predicados entre 1826 y 1833. Dos de ellos fueron pronunciados en la iglesia de Saint Clement’s, su primera iglesia, a las afueras de Oxford, donde solía predicar dos veces los domingos en el tono correspondiente al clérigo más bien calvinista que Newman era entonces. Se trata de los sermones «La santidad, necesaria para la felicidad eterna», de 1826, y «Faltas ocultas», de 1825. En marzo de 1828 fue nombrado párroco de Santa María, que era a la vez iglesia de la universidad y parroquia de la ciudad de Oxford. Los otros veinticuatro pertenecen a los años previos al Movimiento de Oxford, para cuyo nacimiento se suele aceptar la fecha señalada por el propio Newman: «El domingo siguiente, catorce de julio, Mr Keble predicó el Sermón de las Audiencias desde el púlpito de la Universidad. Se publicó bajo el título de Apostasía Nacional. Siempre he considerado y he tenido ese día como el inicio del Movimiento religioso de 1833» (Apologia 57)1.
Casi la mitad de los sermones fueron predicados en 1831, que es el momento en que Newman alcanza su propio estilo de composición y se desprende de su calvinismo inicial. Cuatro corresponden a 1829 y otros cuatro a 1832. Corresponden, pues, a un momento intelectual y espiritual en que el autor ya es, sustancialmente, el Newman tractariano que acabará desembocando de forma progresiva en la Iglesia Católica. Es el Newman que tiene un alto sentido de la dignidad de su oficio de pastor de almas y de la subordinación del sermón a la reunión del pueblo en torno a la parca liturgia del Prayer Book. Es el que ha dejado atrás su primitiva creencia en la conversión y ha aceptado la regeneración por medio del Bautismo; el que va situando la presencia real de Cristo en la Eucaristía como misterio supremo en la vida espiritual, el que habla de la divinidad de Cristo Mediador, el que entiende la Iglesia como el Reino de Cristo en la tierra que intercede y salva a los hombres.
En cuanto a los temas concretos, se podría decir, con los editores franceses de las Éditions du Cerf, que este primer volumen de Sermones tiene un hilo conductor en la apremiante llamada a La Vida Cristiana. El primero lo anuncia con claridad: sin santidad no hay felicidad eterna. El camino se va mostrando con detalle en los siguientes: docilidad a la conciencia, la fe, la lectura de la Escritura, la obediencia a Dios y a la Iglesia, la participación en la liturgia, la oración pública y privada; y, recorriéndolo todo, la sinceridad, la autenticidad, el compromiso con la realidad de Dios, el «ir en serio» hacia la «santidad, sin la cual nadie puede ver a Dios» (Hb 12, 14), con cabeza, corazón, conducta y palabras. Hay, a veces, ironía, como en los últimos compases del sermón sobre la obediencia (n. 18). En otros casos destaca una deslumbrante inteligencia cristiana, como en el dedicado a la Resurrección (n. 22) —sermón nada populista, por cierto—, cuando nos convence de algo sorprendente: lo mejor fue que Cristo resucitado no se mostrara a la gente. La imaginación romántica de Newman asoma en esas visiones apocalípticas de los santos que resucitan y pueblan los países cristianos donde fueron enterrados (La resurrección del cuerpo, n. 21). Sutil, e incluso ultrasutil como se le critica en ocasiones, Newman no deja de ser, a la vez, sumamente práctico, como cuando nos hace ver por qué es precisa la oración en momentos fijos (n. 19): «Si consideramos la religión como un asunto que se extiende por igual a todas las horas del día, no se extenderá a ninguna» (p. 239). Otro de los atractivos de estos sermones, a mi juicio, consiste en su dimensión ecuménica, en cuanto que ponen al lector católico en contacto con una tradición protestante de piedad y religiosidad genuinas con las que no suele estar familiarizado.
No he olvidado, del todo, que me queda por justificar la actualidad de estos Sermones de Newman en los últimos cincuenta años. Pero después de lo dicho, me parece que no hace falta. Por otro lado, mi omisión disminuye de tamaño ante el titular a seis columnas que publicaba el Times de Londres el 19 de octubre de 2005 (p. 35). Sobre una amplia reproducción del retrato de Newman vestido de cardenal que hizo John Everett Millais, se lee: «El hombre que podría ser el primer santo inglés desde la Reforma». Ojalá sea pronto.
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN. Hay que reconocer que la palabra «sermón» tiene en castellano tintes más bien repelentes. Evoca un sujeto antipático y cejijunto que nos riñe desde una autoridad que no tenemos más remedio que reconocerle. Por eso he procurado evitarla, en lo posible. Si toda traducción implica un trasvase cultural más que puramente lingüístico, en este caso habría que tener en cuenta que la lengua de partida es un lenguaje religioso con casi doscientos años de antigüedad, perteneciente además a la tradición cristiana anglicana; y la de llegada es otro lenguaje religioso, el de hoy, propio de una tradición cristiana católica. Palabras como obedience (¿buenas obras?), religious (¿piadoso?) o service (ir a la iglesia... ¿a Misa?) presentan problemas que no siempre admiten una misma solución. El lenguaje resulta a veces algo tremendista al referirse al pecado o la condenación, y se ha suavizado, sin traicionar el texto, espero; otras veces, el problema ha sido la caza de le mot juste, pero eso son gajes del oficio. La sintaxis responde a una arquitectura sencilla y parroquial que trasparenta un discurso hablado, y que no es complicada, aunque sí puede ser un tanto torrencial. Lo que domina son las enumeraciones paratácticas, las tiradas, muchas veces de creciente intensidad, con una puntuación algo rota, llena de conjunciones copulativas y de unos guiones que Newman emplea con funciones variadas, que equivalen unas veces a un punto y aparte, otras a un punto y coma, o una coma. De seguro su famosa voz sabría entonar esas cláusulas como es debido. El efecto en la lectura privada quizá resulte extrañamente torpe pero pretende conservar suavemente esos rasgos de oralidad, sin mellarlos en exceso.
En cuanto a los textos de la Escritura he tomado una decisión discutible, que ha consistido en sustituir los textos de la Biblia anglicana que Newman empleaba (la King James Version o Authorised Version de 1611, supongo) por la reciente versión española de la Biblia publicada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. El motivo ha tenido que ver tanto con la actualidad del texto sagrado como con el objetivo último de esta traducción de los Parochial and Plain Sermons, que ha sido ofrecer a los cristianos de hoy la voz singular de un maestro de ayer y siempre, más que un texto de erudición. No obstante, las contadas ocasiones en que el texto bíblico en inglés me ha parecido de algún relieve dado el contexto en que lo emplea Newman, lo he conservado sin advertirlo. Las abreviaturas corresponden también a la Biblia de Navarra.
Agradezco a don José Morales y a Luis Galván su colaboración, tan liberal, que ha consistido en la traducción de algunos sermones, que yo he revisado posteriormente para igualarlos en cuanto a lengua y estilo. El primero se encargó de los sermones 1, 2, 3 y 21; el segundo de los 24, 25 y 26. Por último aludiré y agradeceré su rara paciencia a ciertos amigos proverbiales que accedieron a leer versiones tempranas de los veintiséis sermones contenidos en este tomo primero al que, si Dios quiere, seguirán los otros siete.
Obras citadas
Spark, Muriel. «Foreword». Realizations: Newman’s selection of his parochial and plain sermons. Ed. Vincent Ferrer Blehl., Darton, Longman & Todd, London 1964, v-ix.
Spark, Muriel. «The Black Madonna». The Stories of Muriel Spark, Dutton, New York 1985, 34-51.
Newman, John Henry. Apologia pro Vita Sua: historia de mis ideas religiosas. Traducción e introducción Víctor García Ruiz y José Morales, Encuentro, Madrid 1996.
Newman, John Henry. The idea of a university. Ed. M.J. Svaglic, Notre Dame University Press, Notre Dame 1982.
Newman, John Henry. Suyo con afecto: autobiografía epistolar. Ed. Víctor García Ruiz, Encuentro, Madrid 2002.
Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 5 vols., Eunsa, Pamplona 1997.
VÍCTOR GARCÍA RUIZ Oxford, verano de 2006
Ab
Abdías
Ag
Ageo
Am
Amós
Ap
Apocalipsis
Ba
Baruc
1 Cor
Primera Carta a los Corintios
2 Cor
Segunda Carta a los Corintios
Col
Carta a los Colosenses
1 Cro
Libro 1 de las Crónicas
2 Cro
Libro 2 de las Crónicas
Ct
Cantar de los Cantares
Dn
Daniel
Dt
Deuteronomio
Ef
Carta a los Efesios
Esd
Esdras
Est
Ester
Ex
Éxodo
Ez
Ezequiel
Flm
Carta a Filemón
Flp
Carta a los Filipenses
Ga
Carta a los Gálatas
Gn
Génesis
Ha
Habacuc
Hb
Carta a los Hebreos
Hch
Hechos de los Apóstoles
Is
Isaías
Jb
Job
Jc
Jueces
Jdt
Judit
Jl
Joel
Jn
Evangelio según san Juan
1 Jn
Primera Carta de san Juan
2 Jn
Segunda Carta de san Juan
3 Jn
Tercera Carta de san Juan
Jon
Jonás
Jos
Josué
Jr
Jeremías
Judas
Carta de san Judas
Lc
Evangelio según san Lucas
Lm
Libro de las Lamentaciones
Lv
Levítico
1 M
Libro Primero de los Macabeos
2 M
Libro Segundo de los Macabeos
Mc
Evangelio según san Marcos
Mi
Miqueas
Ml
Malaquías
Mt
Evangelio según san Mateo
Na
Nahum
Ne
Nehemías
Nm
Números
Os
Oseas
1 P
Primera Carta de san Pedro
2 P
Segunda Carta de san Pedro
Pr
Proverbios
Qo
Libro de Qohélet (Eclesiastés)
1 R
Libro Primero de los Reyes
2 R
Libro Segundo de los Reyes
Rm
Carta a los Romanos
Rt
Rut
1 S
Libro Primero de Samuel
2 S
Libro Segundo de Samuel
Sal
Salmos
Sb
Sabiduría
Si
Libro de Ben Sirac (Eclesiástico)
So
Sofonías
St
Carta de Santiago
Tb
Tobías
1 Tm
Primera Carta a Timoteo
2 Tm
Segunda Carta a Timoteo
1 Ts
Primera Carta a los Tesalonicenses
2 Ts
Segunda Carta a los Tesalonicenses
Tt
Tito
Za
Zacarías
POR JOHN HENRY NEWMAN, B. D. VICARIO QUE FUE DE LA IGLESIA DE SANTA MARÍA, EN OXFORD
EN OCHO VOLÚMENES
VOLUMEN I
REIMPRESIÓN LONGMANS, GREEN Y COMPAÑÍA 39 PATERNOSTER ROW, LONDRES NUEVA YORK, BOMBAY Y CALCUTA
AL REVERENDO E. B. PUSEY, B. D., CANÓNIGO DE LA IGLESIA DE CHRIST CHURCH, Y PROFESOR «REGIUS» DE HEBREO EN LA UNIVERSIDAD DE OXFORD SE DEDICA ESTE VOLUMEN EN AFECTUOSO RECONOCIMIENTO POR LA BENDICIÓN
Los sermones que ahora se reeditan fueron escritos y publicados en distintos períodos entre los años 1825 y 1843.
Los primeros seis volúmenes son reimpresión de los seis volúmenes deParochial and Plain Sermons;el séptimo y octavo formaron el quinto volumen de losPlain Sermons, por colaboradores de los «Folletos de Actualidad» [Tracts for the Times],que fue la contribución del autor a esta serie.
Todos los sermones son reimpresión de las últimas ediciones de los varios volúmenes publicados en distintos momentos por la casa Rivington. En su día, gracias en parte a su publicación pero más aún, seguramente, por su efecto vivo sobre los que los escucharon, hicieron una honda y prolongada impresión para el bien de la Comunión en cuyo beneficio fueron concebidos; ejercieron una amplia influencia que llegó mucho más allá de ella. Su reedición despertará en muchos espíritus vivos y agradables recuerdos de aquella su primera aparición.
En su momento afrontaron muy reales y hondas necesidades, morales, intelectuales y espirituales, del hombre; querían dar profundidad y precisión y amplitud a su fe y a su acceso a los misterios de Dios, seriedad y exactitud al estudio y conocimiento de sí mismo y de su naturaleza, con sus múltiples poderes, capacidades y responsabilidades, y de toda su apertura a lo sobrenatural y lo invisible. Encontraron respuesta en el corazón, el alma y la conciencia de aquellos a quienes iban dirigidos, en maravillosa correspondencia con el afectuoso y vibrante celo con que su autor apelaba al sentimiento consciente o inconsciente de sus necesidades, y a su empeño enérgico e infatigable para, con la gracia de Dios, mostrar desde distintos puntos de vista, cómo las grandes verdades esenciales del mensaje cristiano, confiadas a la Iglesia a modo de depósito, les fueron reveladas y entregadas.
Por la misma prontitud de su primera recepción y por la gradual incorporación a la corriente del pensamiento religioso, muchas cosas contenidas en estos volúmenes han llegado a ser tan familiares que es precisa cierta reconstrucción del contexto previo a la predicación de estos sermones para apreciar la frescura y originalidad con que hicieron brotar los puntos fundamentales de la fe cristiana y su alcance en la formación de una personalidad cristiana; y también para entender el grado en que han actuado, como la levadura, en el espíritu, la lengua y la literatura de la Iglesia en Inglaterra, y cómo han llegado a marcar toda una era en su historia.
Además de su relación con el pasado, esta reedición permitirá ver cómo el espíritu que los dictó perfora aquí y allá la nube que se cierne sobre el futuro y cómo el autor nos advierte, con algo de anuncio profético, de pruebas y conflictos inminentes, de perplejidades y peligros que entonces sólo se advertían tenuemente o se desatendían, y cuya aproximación ha sido reservado a la presente generación presenciar. Se diría que su llamada ha servido a la vez para alertarnos de esos peligros y para proporcionarnos palabras de guía y apoyo, consuelo y ánimo —un ancla para el alma en la tormenta que se avecina.
Se reeditan con la fe y esperanza fervorosas de que el mismo bien que, por la gracia de Dios, hicieron en otro tiempo lo hagan, por su bondad, de nuevo en otras circunstancias, si no somos demasiado indignos de ello.
Para muchos de la presente generación estos sermones aparecerán en su plena frescura original; y para todos resultarán llenos de fuerza y verdad, dado el triste aspecto de nuestros tiempos, y el espantoso aspecto de lo que se nos viene encima. Repletos como están de «los muchos secretos de la religión que no se perciben hasta que se sienten, y no se sienten hasta el día de la gran calamidad».
Para terminar, es justo observar, aunque apenas hace falta, que la reedición de estosSermonesa cargo de este Editor no debe considerarse como equivalente a una reafirmación por parte del autor de todo lo que contienen, tanto más cuanto que siendo publicados íntegros y sin alteración, excepto algunos detalles insignificantes, no pueden encontrarse libres de pasajes que desde luego él ahora hubiera deseado que fueran de otra suerte o, podemos estar seguros, desearía ver alterados y omitidos.
Pero, lisamente, la alternativa era publicar todo o nada, y parece más conveniente para la gloria de Dios y la causa de la religión publicar todo que no hacer inaceptables estos volúmenes a aquellos para quienes fueron escritos, por culpa de ciertas omisiones y alteraciones.
[1868]
«La santidad, sin la cual nadie puede ver a Dios» (Hb 12,14)
En este texto ha parecido bien al Espíritu Santo transmitir una verdad principal de nuestra religión en pocas palabras. Esta circunstancia la hace especialmente impresionante. Porque la misma verdad se recoge de un modo o de otro en todas las partes de la Escritura. Se nos dice una y otra vez que hacer santas a criaturas pecadoras fue el gran objetivo que nuestro Señor tenía a la vista cuando tomó nuestra naturaleza, de modo que en el último día nadie sino el santo será aceptado en su nombre.
La entera historia de la Redención, el pacto de misericordia en todos sus puntos y disposiciones atestigua la necesidad de la santidad para la salvación; igualmente lo hace, por supuesto, el testimonio de nuestra misma Conciencia natural. Pero lo que en lugares diversos se halla implícito en la historia y es ordenado por un precepto, en el texto de Hebreos se formula doctrinalmente como un hecho decisivo y necesario, resultado de una ley sobrecogedora e irreversible contenida en la naturaleza misma de las cosas, y determinación inescrutable de la voluntad divina.
Alguien podría preguntar «¿por qué es la santidad condición necesaria para ser recibidos en el cielo? ¿Por qué la Biblia nos manda tan estrictamente amar, temer y obedecer a Dios, ser justos, honestos, mansos, puros de corazón, perdonar, ser abnegados, humildes y de buen conformar? Si el hombre es patentemente débil y corrupto,¿por quése le manda ser tan espiritual y tan despegado de lo terreno?¿Por quése le pide (con el fuerte lenguaje de la Escritura) que se transforme en una «criatura nueva»? Dado que el hombre es por naturaleza lo que es, ¿no sería un acto de mayor misericordia por parte de Dios salvarle completamente sin esa santidad, que es tan difícil de poseer y, al parecer, tan necesaria?».
No tenemos derecho a hacer esta pregunta. Al pecador le basta con saber que, por la gracia de Dios, se le ha abierto un camino de salvación, y no hace falta informarle de por qué ese camino y no otro ha sido el elegido por la Sabiduría divina. La vida eterna es el«donde Dios». Es indudable que Dios puede establecer los términos en los que lo concederá y, si ha determinado que la santidad es el camino a la vida, no hace falta averiguar más. No nos corresponde inquirir por qué lo ha prescrito así.
Sin embargo, la pregunta puede ser formulada con respeto y con la intención de percibir mejor nuestra propia condición y nuestras perspectivas espirituales. El intento de responder sería en ese caso provechoso, si se hace sobriamente. Procedo, por lo tanto, a anunciar una de las razones consignadas en la Escritura por las que la santidad es necesaria, según el texto, para la felicidad futura.
Ser santo es, en palabras de la Iglesia, poseer «la verdadera circuncisión del Espíritu», es decir, estar separados del pecado, aborrecer las obras del mundo, la carne, y el demonio, complacerse en guardar los mandamientos de Dios, hacer las cosas como Él desea que las hagamos, vivir habitualmente como en la visión del mundo futuro, como si hubiéramos roto las ataduras de esta vida y estuviéramos muertos para lo mundano. ¿Por qué no podemos salvarnos sin todo ese bastidor de conceptos y esa actitud de ánimo?
Respondo que aun suponiendo que un hombre de vida no santa entrase en el cielo,no podría ser feliz allí,y no supondría misericordia alguna hacia él permitirle entrar.
Tenemos capacidad de engañarnos, y considerar el cielo como un lugar semejante a esta tierra. Es decir, como un lugar donde uno puede elegir y hacerse supropiasatisfacción. Vemos que, en este mundo, los hombres de acción tienen sus propios goces, y que los de temperamento más familiar logran los suyos. Literatos, científicos, políticos persiguen y llevan a cabo sus respectivos objetivos y gustos. De ahí que nos veamos inducidos a pensar que en el más allá ocurrirá lo mismo. La única diferencia que establecemos entre este mundo y el próximo es queaquí, como bien sabemos, los hombresno están siempre segurosde conseguir lo que buscan, peroallísuponemos que sí lo estarán. Y concluimos, consiguientemente, quecualquier hombre,sean cuales sean sus hábitos, gustos o modo de vivir,una vez admitidoen el cielo, habrá de ser feliz allí.
No es que neguemos absolutamente la necesidad de una preparación para el mundo venidero, pero no nos hacemos cargo de su significado real y de su importancia. Nos vemos capaces de reconciliarnos con Dios cuando queramos, como si a los hombres sólo se les exigiera que durante un tiempo dediquen una atención mayor de la ordinaria a los deberes religiosos —por ejemplo, un cuidado más estricto de las prácticas cristianas durante esa última enfermedad—, igual que los hombres de negocios ponen en orden sus cartas y papeles antes de emprender un viaje o al hacer balance. Pero una idea como esta, aunque se actúe frecuentemente conforme a ella, queda refutada en cuanto se formula en palabras. Porque resulta patente a partir de la Escritura que el cielo no es un lugar en el que puedan llevarse a cabo a la vez muchos propósitos diferentes y contradictorios, como ocurre en este mundo. Aquí todo hombre puede hacer supropiogusto pero en el cielo ha de hacer el gustode Dios.Sería presunción intentar fijar las ocupaciones de esa vida eterna que el hombre ha de pasar en la presencia de Dios, o negar que ese estado que el ojo no ha visto, ni el oído escuchado, ni la mente concebido, puede incluir una variedad infinita de quehaceres y ocupaciones. Pero en todo caso se nos dice claramente que la vida futura transcurrirá para nosotros en lapresenciade Dios, en un sentido que no es aplicable a nuestra vida presente, y que puede ser descrita del modo mejor como una incesante e ininterrumpida adoración del Padre eterno, del Hijo y del Espíritu Santo. «Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su templo, y el que se sienta en el trono habitará en medio de ellos... el Cordero, que está en medio del trono, será su pastor, que los conducirá a las fuentes de las aguas de la vida» (Ap 7,15-17). En otro lugar se dice: «La ciudad no tiene necesidad de que la alumbren el sol ni la luna: la ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero. A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra le rendirán su gloria» (Ap 21,23-24). Estos pasajes de san Juan bastan para recordarnos otros muchos.
El cielo, por lo tanto, no es como este mundo. Se parece mucho más auna iglesia.Porque en un lugar de culto público, como es un templo, no se escucha un lenguaje de este mundo. No se proponen planes para lograr objetivos temporales, grandes o pequeños, ni se obtiene información sobre cómo consolidar nuestros intereses materiales, ampliar nuestra influencia o reforzar nuestro prestigio. Estos fines pueden ser correctos en sí mismos, siempre que no pongamos en ellos el corazón. Pero, insisto, no oímos hablar de ellos en la iglesia. Aquí se nos habla sólo y enteramente deDios.Le alabamos, le adoramos, le cantamos, le damos gracias, le confesamos, nos damos a Él, y pedimos su bendición. De ahí que una iglesia sea como el cielo, porque en un sitio y en el otro, existe ante nosotros un único asunto soberano: la religión.
Suponiendo entonces que, si en vez de decírsenos que ningún hombre irreligioso podría estar con Dios en el cielo (o verle, como dice el texto de Hebreos), se nos dijera que ningún hombre irreligioso podría adorarle o verle espiritualmente en la iglesia, percibiríamos en seguida el sentido de esa afirmación. Comprenderíamos que si una persona ha desarrollado su espíritu movido sólo por la simple naturaleza y el azar, sin un esfuerzo deliberado y habitual por alcanzar la verdad y la pureza, esa persona no experimentaría gusto alguno en la iglesia y pronto sentiría hastío del lugar. Porque en la casa de Dios oiría hablar solamente de un asunto del que se ha preocupado poco o nada en absoluto; y nada oiría de las cosas que han movido sus esperanzas y temores, sus simpatías y sus esfuerzos. Si un hombre sin religión (suponiendo que fuera posible) fuera admitido en el cielo, sufriría sin duda una gran desilusión. Antes, pensaría que podría ser feliz allí. Pero al llegar, no descubriría sino el tipo de discurso que ha estado evitando en la tierra, y las metas que ha despreciado. No encontraría nada que le vinculara aalgo diferenteen el universo de lo que era su vida, nada que le hiciera sentirse en casa y en lo que pudiera entrar para hallar descanso. Se vería a sí mismo como un ser aislado, un miembro apartado por el Supremo Poder de una serie de objetos que seguirían enlazados a su corazón. Es más, se encontraría en la presencia de ese Poder Supremo en el que nunca se decidió a pensar mientras vivía en la tierra, y al que vería ahora sólo como el destructor de todo lo que fue precioso y querido por él. No podría soportar el rostro del Dios vivo. El Dios santo no sería para él motivo de gozo. «¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno?» (Lc 4,34): este es el único pensamiento y el solo deseo de las almas impuras, aunque al mismo tiempo reconozcan su majestad. Solamente el santo puede mirar al Santo. Sin santidad no puede soportar hombre alguno la visión del Señor.
Pensar que se puede participar en la alegría del cielo sin santidad es tan incongruente como pensar que uno puede llegar a involucrarse en el culto cristiano aquí abajo si no tiene ya un cierto interés por ese acto de culto. Un espíritu descarriado, sensual e incrédulo, un espíritu que carece de amor y temor de Dios, con ideas estrechas y objetivos mundanos, con una escasa exigencia en sus deberes y una conciencia apagada, un espíritu contento consigo mismo y cerrado a la voluntad de Dios, experimentaría tan poco agrado en el último día ante las palabras «entra en el gozo de tu Señor», como experimentaría ahora ante la invitación «oremos». Sentiría, incluso, menos agrado, porque mientras nos encontramos en el templo, podemos dirigir nuestros pensamientos hacia otros asuntos, y conseguir olvidar que Dios nos mira, lo cual no será posible en el cielo.
Vemos, entonces que la santidad, o separación interior de las cosas mundanas, es necesaria para ser admitidos en el cielo porque el cielo no es cielo, no es un lugar de felicidad, sino para quien es santo. Hay enfermedades que afectan al sentido del gusto, y entonces los aromas más dulces se hacen desagradables al paladar; otros malestares perjudican la vista y oscurecen la bella faz de la naturaleza con un tinte enfermizo. De igual modo, existe una enfermedad moral que desordena la mirada y el gusto interiores, y ningún hombre que la padezca se halla en condiciones de disfrutar lo que la Sagrada Escritura llama «la plenitud de la alegría en la presencia de Dios y los gozos para siempre a su diestra».
Me atrevo incluso a decir algo más, que resulta terrible pero que es justo afirmar: si quisiéramos imaginar un castigo para un alma no santa y reprobada, no podríamos concebir tal vez uno mayor quellamarla al cielo.El cielo sería como un infierno para un hombre irreligioso. Sabemos lo desgraciados que nos sentimos en nuestra existencia aquí abajo cuando nos vemos solos en medio de extraños, o de gente con gustos y hábitos diferentes a los nuestros. Qué costoso sería, por ejemplo, tener que vivir en tierra extranjera, rodeados de personas cuyos rostros nunca habíamos visto antes, y cuya lengua no pudiéramos aprender. Esto no es sino una débil ilustración de la soledad de un hombre de disposición y gustos mundanos, puesto en la compañía de los santos y los ángeles. ¡Vagaría desolado por las moradas del cielo! No encontraría nadie como él. Vería en todas partes la huella de la santidad de Dios, que le haría estremecerse. Se sentiría siempre en la presencia divina. No podría dirigir ya sus pensamientos en otra dirección, como hace ahora, cuando la conciencia le acusa. Se daría cuenta de que la Mirada Eterna está siempre sobre él, y el ojo de santidad, que es alegría y vida para las criaturas santas, le parecería mirada de ira y castigo. Dios no puede cambiar su naturaleza. Siempre es santo. Pero mientras Él sea santo, ningún alma impura puede ser feliz en el cielo. El fuego no hace arder el hierro, pero sí hace arder la paja. Dejaría de ser fuego si no lo hiciera. También el cielo mismo sería fuego para quienes soñaran escapar, a través del gran abismo, del tormento infernal. El dedo de Lázaro no haría sino incrementar su sed. El mismo «cielo que se extiende sobre sus cabezas» sería ardor para ellos.
He explicado hasta ahora, en cierta medida, por qué se nos exige la santidad como condición para ser admitidos en el cielo. La santidad es algo que parece necesario por la naturaleza misma de las cosas. No vemos cómo podría ser de otro modo. Ahora me referiré a dos importantes verdades que parecen seguirse de lo que he dicho.
1. Si un cierto modo de ser y un determinado estado del corazón y los afectos son necesarios para entrar en el cielo, nuestrasaccionesserán fructíferas en orden a nuestra salvación principalmente en cuanto tienden a producir y expresar ese modo de ser. Eso que llamamos buenas obras se requiere no como si encerraran mérito en sí mismas, ni porque sean capaces de alejar la ira de Dios por nuestros pecados, o porque nos permitan comprar el cielo, sino porque son el medio, con la gracia de Dios, de fortificar y manifestar ese santo principio que Dios implanta en el corazón, sin el que no podríamos verle. Cuanto más numerosos sean, desde luego, nuestros actos de caridad, abnegación y paciencia tanto más crecerán nuestras almas en un modo de ser caritativo, abnegado y paciente. Cuanto más frecuentes sean nuestras oraciones, y más humildes, pacientes y religiosas sean nuestras obras de cada día, esta comunión con Dios y estas acciones santas serán el medio para hacer santos nuestros corazones, y prepararnos para la futura presencia de Dios. Los actos externos, hechos con sentido espiritual, crean hábitos interiores. Repito que los actos aislados de obediencia a la voluntad de Dios —«buenas obras» se las llama—, nos ayudan en la medida en que nos apartan gradualmente del mundo de los sentidos e imprimen en nuestros corazones un carácter propio de las cosas del cielo.
Es evidente entonces qué obrasno