Sermones Parroquiales / 4 - John Henry Newman - E-Book

Sermones Parroquiales / 4 E-Book

John Henry Newman

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Entre 1835 y 1838, periodo al que pertenecen los sermones que encontramos en este cuarto volumen de la serie de los Sermones Parroquiales, Newman se halla en plena evolución desde el anglicanismo hacia el catolicismo. Su batalla contra el racionalismo liberal de los protestantes, que considera corruptor de la fe y ajeno al anglicanismo reformado que él promueve, tiene ya una formulación: la Via Media. A pesar de la declarada intención "práctica" de sus sermones, Newman tiene claro que "el fin de la predicación no es convertir a la gente" sino que "el predicador cristiano, al emplear sus propias palabras, no puede pretender ser más que un Juan Bautista que prepara el camino del Evangelio". Y el poder del Evangelio para convencer y convertir está en "la Iglesia, los sacramentos, etc., y en la vida de las personas buenas".

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Seitenzahl: 573

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Ensayos

JOHN HENRY NEWMAN

Sermones parroquiales/4(Parochial and Plain Sermons)

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-552-6

Traducción de VÍCTOR GARCÍA RUIZ con Santiago González y Fernández-Corugedo, José Gabriel Rodríguez Pazos, José Morales y Marco Rui Alonso

Título originalParochial and Plain Sermons © 2010 Ediciones Encuentro, S.A., Madrid © de la Introducción Víctor García Ruiz

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

Para Javier y Marina

ÍNDICE

ENTRE EL MUNDO INVISIBLE Y EL VISIBLE: LA «VIA MEDIA»

TABLA DE ABREVIATURAS

SERMÓN 1:

El rigor de la ley de Cristo

«Y, liberados del pecado, os hicisteis siervos de la justicia» (Rm 6,18) 9 de julio de 1837

SERMÓN 2:

Obediencia sin amor: el caso de Balaam y su carácter

«¿Acaso podré decir algo? Pronunciaré las palabras que Dios ponga en mi boca» (Nm 22,38) 4 de abril de 1837

SERMÓN 3:

Las consecuencias morales de los pecados aislados

«Sabed que vuestro pecado os encontrará» (Nm 32,23) 20 de marzo de 1836

SERMÓN 4:

Es obligado aceptar los privilegios religiosos

«Entonces dijo el señor a su siervo: ‘Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa’» (Lc 14,23) 22 de marzo de 1835

SERMÓN 5:

Confiemos en las observancias religiosas

«Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: ‘Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer’» (Lc 17,10) 30 de abril de 1837

SERMÓN 6:

La individualidad del alma

«El espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Qo 12,7) 27 de marzo de 1836

SERMÓN 7:

Castigo en medio de la clemencia

«No te alegres a mi costa, enemiga mía: si caí, me levantaré, si me siento en tinieblas, el Señor es mi luz. Debo soportar el enojo del Señor porque pequé contra Él» (Mi 7,8-9) 6 de agosto de 1837

SERMÓN 8:

Paz y alegría en medio del castigo

«Aunque Él pueda matarme, seguiré esperando en Él» (Jb 13,15) 12 de junio de 1836

SERMÓN 9:

El estado de gracia

«Justificados, por tanto, por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien también tenemos acceso en virtud de la fe a esta gracia en la que permanecemos, y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de Dios» (Rm 5,1-2) 6 de noviembre de 1836

SERMÓN 10:

La Iglesia visible, por el bien de los elegidos

«Todo lo soporto por el bien de los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación, que está en Cristo Jesús, junto con la gloria eterna» (2 Tm 2,10) 20 de noviembre de 1836

SERMÓN 11:

La comunión de los santos

«Que todas tus obras te den gracias, Señor, y tus fieles te bendigan. Que proclamen la gloria de tu reino, y anuncien tu poder» (Sal 145,10-11) 14 de mayo de 1837

SERMÓN 12:

La iglesia, hogar para el que se siente solo

«Y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2,6) 22 de octubre de 1837

SERMÓN 13:

El mundo invisible

«No ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas» (2 Cor 4,18) 18 de junio de 1837

SERMÓN 14:

La grandeza y la pequeñez de la vida humana

«Respondió Jacob al faraón: ‘Ciento treinta son los años de mi peregrinar. Pocos y malos han sido los años de mi vida, y no llegan a los años de vida de mis padres en su peregrinar’» (Gn 47,9) 23 de octubre de 1836

SERMÓN 15:

Efectos morales de la comunión con Dios

«Una cosa pido al Señor, esta solo busco: habitar en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de las delicias del Señor y contemplar su Templo» (Sal 27,4) 10 de diciembre de 1837

SERMÓN 16:

Cristo oculto al mundo

«Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron» (Jn 1,5) 25 de diciembre de 1837

SERMÓN 17:

Cristo se deja ver en el recuerdo

«Él me glorificará» (Jn 16,14) 7 de mayo de 1837

SERMÓN 18:

La rebelión de Coré

«¡Ay de ellos!, porque se metieron por el camino de Caín, y se precipitaron por afán de lucro en la aberración de Balaam, y perecieron en la rebelión de Coré» (Judas 1,11) 22 de abril de 1838

SERMÓN 19:

La condición misteriosa de nuestro ser actual

«Te doy gracias porque me has hecho como un prodigio: tus obras son maravillosas, bien lo sabe mi alma» (Sal 139,14) 29 de mayo de 1836

SERMÓN 20:

Los riesgos de la fe

«Ellos le dicen: podemos» (Mt 20,22) 21 o 28 de febrero de 1836

SERMÓN 21:

La fe y el amor

«Y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada» (1 Cor 13,2) 25 de febrero de 1838

SERMÓN 22:

Vigilar

«Estad atentos, velad: porque no sabéis cuándo será el momento» (Mc 13,33) 3 de diciembre de 1837

SERMÓN 23:

La observancia del ayuno y de las fiestas

«Tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de llevar luto y tiempo de bailar» (Qo 3,4) 15 de abril de 1838

ENTRE EL MUNDO INVISIBLE Y EL VISIBLE: LA «VIA MEDIA»

Yo creía que las enumeraciones newmanianas, con su ritmo, su interno torrente y su clímax, estaban más bien pasadas de moda. Pero cambié de idea oyendo al magnético Barak Obama pronunciar su primer discurso como presidente electo. El poseedor de un talento oratorio que alguien ha calificado como «one-in-a-generation» se arrancó: «Si hay por ahí alguno que todavía duda de que América [...], que todavía se pregunta si [...], que todavía pone en duda [...], esta noche le está dando la respuesta». El siguiente párrafo comienza así: «Es la respuesta que [...]»; el siguiente a este comienza: «Es la respuesta que [...]»; y el siguiente aún machaca: «Es la respuesta que [...]». Parece claro que Obama y sus asesores practican la ley del tres, como corresponde a una retórica muy calculada. La de Newman, en cambio, tiene otras aspiraciones y otras modalidades, que pueden rastrearse, por ejemplo, en una larga Nota («Sermón sobre sabiduría e inocencia») que adjuntó a la edición de Apologia pro Vita Sua, ya en los años de 1870. De sus palabras en esa Nota podemos deducir algo de las intenciones de Newman cuando subía al púlpito de la iglesia de Santa María, la parroquia e iglesia de la Universidad de la que fue vicario desde 1828. Deducimos, por ejemplo, que quería que su predicación fuese «práctica». A sus críticos cosa tan vulgar les interesaba más bien poco y se empeñaban en que los sermones del párroco Newman eran, en realidad, un sibilino ejercicio de criptopapismo, una refinada carcoma que estaba minando la Iglesia de Inglaterra con su «sacerdotalismo». Eso sí requería una retórica inigualable.

Decía uno de esos detractores: «Hay quienes sospechaban que el Dr Newman escribía todo el sermón, no sobre un texto o materia determinada, sino con vistas a una alusión hecha de paso, una frase, un epíteto». Replicaba Newman: «¿puede haber testimonio más claro sobre el carácter eminentemente práctico de mis sermones de Santa María que esta gratuita insinuación?». En esa misma Nota, poco más abajo, continuaba: «la gente creía que mis sermones de Santa María estaban llenos de puro Tractarianismo. De modo que gentes extrañas venían a oírme predicar y quedaban asombradas de su propia decepción». El caso es que un domingo «vino a escucharme un grupo de personas no habituales, y al predicar según mi modo acostumbrado, algunos profesores de elevada posición en Oxford manifestaron su satisfacción de que aquel día yo había fracasado rotundamente porque en mi sermón no había nada digno de ser oído». No obstante, «se inventaron [una] caritativa teoría» según la cual «aquellos sencillos sermones míos tenían una doble intención» y cuanto más consabidos parecían, tanto más engañosos eran porque «contenían frases que compensaban su aparente inocencia y simplicidad. Por tanto, durante la predicación del sermón —sermón que les parecía demasiado práctico como para serles útil a sus fines—, acechaban a la caza de un punto escondido y como no podían descubrirlo, se lo imaginaban».

Por su parte, Newman era consciente de que «con frecuencia no digo de la mejor manera cosas en sí mismas buenas» (Suyo 101). Quería ser práctico, pero no ganarse al público. En realidad, lo que pretendía era marcar distancias con el sermón evangélico, dado a excitar los sentimientos y a emplear el nombre de Dios «como una especie de hechizo mágico para provocar conversiones [...] en medio de una retórica llena de floripondios» (Letters & Diaries 5, 45). Con eso, el «(así llamado) predicador evangélico no hace más que derretir a muchos y persuadir a uno». Para Newman, «el fin de la predicación no es convertir a la gente» sino «preparar el camino». Por el contrario, el poder del Evangelio para convencer y convertir está en «la Iglesia, los sacramentos, etc., y en la vida de las personas buenas» (Letters & Diaries 5, 32). En febrero de 1835 escribía: «admito que mis sermones no están hechos para influir», principalmente porque «el predicador cristiano, al emplear sus propias palabras, no puede pretender ser más que un Juan Bautista que prepara el camino del Evangelio. Sin duda, Mr Simeon es diez mil veces más atractivo que yo, pero no que la Iglesia a la que yo sirvo». El problema, bien lo sabía Newman, era que «este sistema divinamente ordenado [los sacramentos, la liturgia] se ha desarrollado muy poco entre nosotros», los anglicanos, y por tanto «no es de extrañar que yo parezca un predicador frío y sin influencia» (Letters & Diaries 5, 21).

Los sermones reunidos en este cuarto volumen se predicaron entre 1835 y 1838. Newman está dando la batalla contra el racionalismo liberal de los protestantes, que él quiere marcar como corruptor de la fe y ajeno al anglicanismo reformado que él promueve y que tiene ya una formulación: la Via Media. En 1834 Newman escribió dos Tracts for the Times (Folletos para estos tiempos) con ese título. Ambos (nn. 38 y 41) tenían formato de diálogo entre un Clericus y un Laicus. En el primero Clericus preguntaba a Laicus si después de 300 años, «¿Estás seguro de que no necesitamos una Segunda Reforma?» (2); luego afirmaba que «la gloria de la Iglesia de Inglaterra es que ha tomado la llamada Via Media. Se encuentra entre los (así llamados) Reformadores y los Romanistas» (6); no se contentaba Clericus con que pensaran que la Via Media era un sistema particular suyo sino «el de la Iglesia» (9), y contra la «calumnia» de que «tenemos unos Artículos de Fe calvinistas y una Liturgia papista» replicaba que su Liturgia (o Prayer Book), «como procede de los apóstoles, es la depositaria de sus enseñanzas» mientras que los Artículos «en su mayor parte, solo protestan contra ciertos errores concretos» (10). Clericus-Newman aseguraba a Laicus: «Puedes estar seguro de esto: ningún partido se opondrá más a nuestra doctrina, si hace ruido y llega a prosperar, que el de Roma» (11)1. A una seguidora le da una versión más coloquial, en septiembre del 1835:

«Si los protestantes no se deciden a ser coherentes por un lado o por otro, o sea, hacerse racionalistas o verdaderos católicos, preveo que no van a ser capaces de conservar las almas que tienen encomendadas, rebaño, hijos, o siervos, en los límites de su modo de pensar. A un racionalista se le entiende, aunque es algo repugnante; lo mismo un Católico Romano; también un Católico. Pero ese sistema mestizo que se tiene ahora por tan delicioso y prometedor, ‘no es pescado, ni carne, ni arenque rojo’ y no es capaz de pasar por el cedazo de la controversia. No hay nada que lo mantenga unido más que el Estado, es decir: los intereses profanos, las conveniencias que son impuestas a la fuerza. Carece de una base capaz de mover el corazón o ser entendida por la inteligencia» (Suyo con afecto 101; cursivas mías).

Estas palabras resumen bien la «agenda» del Movimiento de Oxford y la Via Media. Sus críticos lo sabían y no podían dejar de aplicar ese conocimiento a la hora de interpretar los sermones de Newman, por mucho que su «serena elocuencia» pareciera ajena «a la presencia de cualquier ser —excepto los del otro mundo», como decía un adversario (Apologia 304).

Hasta más o menos 1830, el propio Newman se inclinaba hacia esa vía racionalista y «liberal» que ahora combatía. Esta proto-conversión le hizo perder algunos amigos y obtener otros. Entre los primeros, figura José María Blanco White (Sevilla, 1775-Liverpool, 1841), poeta romántico español, emigrado y periodista, con una larga trayectoria en el terreno teológico: sacerdote católico, clérigo de la Iglesia de Inglaterra y, por último, protestante radical; es decir, uno de los «heterodoxos españoles» a los que zarandeó don Marcelino Menéndez Pelayo (Heterodoxos españoles, capítulo 4, libro 7). Sus publicaciones anticatólicas le ganaron el título de «Master of Arts» por Diploma —es decir, sin haber sido estudiante— de la Universidad de Oxford, en 1826. Actuaba allí como «private tutor», figura muy habitual entonces, tomando alumnos a los que preparaba para los exámenes. Blanco fue admitido como resident member de Oriel College, el más prestigioso y dinámico en aquellos años. En lo personal, los miembros de Oriel le acogieron y trataron con afecto y estima, pero en un momento dado, el comentario de un criado le hizo descubrir, con amargura, que desde el punto de vista institucional, su posición en el college no era exactamente la que él creía. En aquellos tiempos en que las diferencias de posición, edad y respeto ocupaban un primer plano en las relaciones personales, Blanco, a sus más de 50 años, se descubrió a sí mismo en una incómoda «false position» (Life 3, 128). Como los fellows —miembros de pleno derecho— eran célibes, en el college había un constante movimiento a medida que estos se iban casando y dejando vacantes para otros fellows más jóvenes. Con lo cual, Blanco se veía obligado a mostrarse deferente con el último fellow de veintipocos años, dado que era su «superior» en el sentido social2. Durante los cinco o seis años que Blanco pasó en Oxford hizo buena amistad con Newman, tocaron juntos el violín, conversaron, pasearon. El 18 de febrero de 1827, Blanco estaba enfermo y Newman fue a estar con él y tomar el té. El 11 de marzo salieron juntos a caminar Blanco, Newman y Richard Whately (Life 1, 438), un prominente fellow y, en aquellos años, también mentor intelectual de Newman. Blanco hizo una buena aportación, aunque inconsciente, a lo que sería el Movimiento de Oxford: un 31 de febrero de 1827, se reunió con otros tres fellows, E. B. Pusey, R. H. Froude y R. I. Wilberforce —hijo de William, el político abolicionista. Los tres habían pedido al ex-sacerdote Blanco que les enseñara a rezar el Breviario Romano. Blanco accedió y lo consignó en su diario (Life 1, 439)3. Tras cinco meses sin salir de sus habitaciones por enfermedad, Blanco abandonó Oxford en 1832 gracias a Whately, recién nombrado Arzobispo de Dublín —y Par del Reino con escaño en la Cámara de los Lores— que se lo llevó a Dublín como tutor de su hijo; allí pudo reponerse, en los amplios jardines de Redesdale, la casa de campo de los Whately a cinco kilómetros de Dublín.

Pero todo esto —perdón— no son más que prolegómenos a lo que yo quería contar: el 20 de marzo de 1835 un amigo visitó a Newman en su college y le contó que Blanco había abandonado la Iglesia de Inglaterra y se había hecho Unitariano. Para no poner en evidencia a su amigo y benefactor el Arzobispo, Blanco se fue a vivir a Liverpool4. Al día siguiente, Newman escribió a Blanco «in great pain and much affection» una carta que no se conserva y que, a juicio de Newman, «parece haberle molestado» (Letters & Diaries 4, 103, n. 1). Sí se conserva, en cambio —y ha tenido su pequeña repercusión en la imagen de Newman—, la reacción de Blanco. De ella nos asombra, en primer lugar, comprobar que una carta escrita en Oxford un sábado 21 llegaba a Chesterfield Street, Liverpool, un lunes 23 por la mañana. Pero yendo a lo que importa: Blanco anotó en su diario: «Esta mañana he recibido una carta tristísima de mi excelente amigo Newman, de Oriel. La carta no es más que un gemido, un suspiro de aflicción, de principio a fin» (Life 2, 117; la cursiva es mía). Blanco contestó inmediatamente explicando su posición, que Newman resumiría después así: «el punto principal de la carta está en la siguiente frase: ‘Mientras exista la idea de que las opiniones pueden decidir el destino de las almas inmortales, los más atroces sufrimientos aguardan a las mentes más selectas’. Después de esto, nada hubo entre nosotros hasta su muerte en 1841» (Letters & Diaries 4, 103, n. 1; la cursiva es mía). Puntualizo que Blanco, respondiendo cortésmente a los sentimientos de Newman, añadía en su carta que «daría cualquier cosa por tener a mi alcance el poder de aliviar el dolor que sufres por culpa mía» (Life 2, 118).

El 9 de agosto de 1835, Newman escribía a su hermana Jemima:

«Por fin salió el libro del pobre Blanco White, el primero, porque supongo que tras su muerte saldrá un segundo5. Es todo lo malo que puede ser. Es evidente que quiere que le ataquen [...]. No está contento hasta que se habla de él, y encuentra un placer morboso en que le traten mal. Habla del «sublime culto unitariano», etcétera, etcétera6. Una locura. Creo que no está bien del todo. Quiero decir, entiendo que alguien, la primera vez que se encuentra con una doctrina (aunque sea más fea y más mala que un pecado), por una especie de perversión mental, diga que es maravillosa, etcétera, etcétera; pero el Socinianismo no es nuevo para él, y entrar en rapto ahora con algo que conoce hace 17 años, parece demencia» (Suyo 100).

Un último apunte sobre esta amistad cortada. Newman, en una nota escrita tras la muerte de Blanco, cree que Los arrianos en el siglo IV (1833) «deben haber cortado los sentimientos de simpatía con que [Blanco] me miraba, porque las bases [de mi libro] eran precisamente lo que a él le amargaba la vida» (Letters & Diaries 4, 103, n. 1). Blanco, no obstante, fue básicamente fiel a Newman. En la edición completa en tres tomos de The Life of the Reverend Joseph Blanco White (1845), le menciona unas diez veces, casi siempre con adjetivos de aprecio intelectual y personal, a pesar de la brecha insalvable en cuanto a posturas religiosas.

Son dos vidas que me hacen pensar en un aspa: más o menos, Newman acabó donde empezó Blanco. Blanco acabó donde empezó Newman. Sus vidas se cruzaron a mitad de camino, en Oxford. Newman quiso que su epitafio fuera: «Ex umbris et imaginibus in veritatem». Blanco pensaba que «[Newman y yo] estamos de acuerdo en orientaciones morales (incluyendo, espero, en lo que a mí respecta, la religión) pero nuestros conceptos han tomado caminos opuestos en la búsqueda de la verdad divina» (Life 2, 118; cursiva mía). Así fue, exactamente. Y Blanco, que procedía de un sistema dogmático cuya versión española, sólida hasta la rigidez, todavía tenía Inquisición, acabó en el más extremo y liberal de los Protestantismos disponibles; allí las doctrinas centrales acerca de Dios, la Trinidad y la divinidad de Cristo o se negaban o quedaban a merced de la conciencia individual. El cristianismo consiste solo en mirar a Cristo, descansar en Él, renovar el corazón; una fe emocional, sin contenido de doctrina.

La refriega en torno a este liberalismo-racionalismo religioso tuvo un momento de eclosión en los años que cubre este volumen: el «asunto Hampden». Renn Dickson Hampden (1793-1868) era un teólogo, fellow de Oriel College como Newman, que publicó en 1834 unas Observations on Religious Dissent, donde se mostraba en desacuerdo con el precepto que obligaba a los estudiantes a suscribir los Artículos de Fe para obtener sus títulos. Hampden mandó las Observations a su colega Newman y este contestó así:

«La amabilidad que ha tenido al hacerme obsequio de su reciente folleto, me anima a esperar que me disculpará si aprovecho la ocasión que me brinda de expresarle a usted mi muy sincero y profundo pesar porque haya sido publicado. Es ocasión que no podía dejar pasar sin ser desleal a lo que siento íntimamente en esta materia.

Respetando el tono de piedad que el folleto despliega, no oso poner sobre el papel abiertamente los sentimientos que me suscitan los principios contenidos en él, pues tienden —a mi parecer— a hacer naufragar por completo la fe cristiana. También lamento que con su aparición se ha dado el primer paso para interrumpir esa paz y buen entendimiento mutuo que durante tanto tiempo ha prevalecido en este lugar y que, una vez seriamente alterados, se verán seguidos por disensiones tanto más insolubles cuanto que estarán justificadas en el ánimo de quienes se resistan a la innovación, por el sentimiento de un deber perentorio» (Suyo 96-97; cursiva mía).

En efecto, hubo polémica. La cosa fue a más dos años más tarde, en febrero del 36, cuando los Jefes de los Colleges propusieron el nombramiento de Hampden como Professor «Regius» de Teología en Oxford. Newman, Pusey y otros se pusieron en campaña y promovieron una petición formal al Rey para bloquear el nombramiento y otorgar capacidad de veto al Arzobispo de Canterbury. Mucha gente apoyaba, pero Newman temía que a la hora de la verdad, «los grandes hombres son tímidos y no les gusta comprometerse» (Suyo 104). No obstante, pocos días después, se reunieron en Corpus Christi College y se alcanzó un acuerdo para hacer la petición. Esa misma noche, 10 de febrero, Newman se encerró en su cuarto y la pasó en vela escribiendo unas Aclaraciones a las afirmaciones teológicas del Dr Hampden (Elucidations of Dr Hampden’s Theological Statements). La censura llegó a votarse oficialmente en el seno de la Universidad en mayo, pero finalmente el nombramiento de Hampden fue confirmado.

Blanco tuvo noticia de toda esta polvareda y dejó constancia de ella en tono sumamente irritado. Aun así, todavía hace salvedades con su amigo: «Entre estos perseguidores, no lo siento por nadie más que por Newman. Vaughan Thomas es un político endurecido; Pusey es un sujeto vano; la engañosa soberbia de Newman está más profundamente asentada y le es más difícil de percibir a él mismo que el origen de los errores prácticos de los otros». Blanco, un tanto exaltado, remata así: «¿Cuándo se dignará el cielo poner fin a todos los sacerdocios? ¡Hasta que llegue ese momento la humanidad civilizada no obtendrá la paz!» (Life 2, 223). Esto de la «humanidad civilizada» me recuerda que Richard Dawkins, en línea con otros ateos profesionales que acumulan gloria y arrogancia, nos ha bombardeado últimamente con «el espejismo de Dios» (God’s Delusion). Blanco hablaba entonces de una etapa previa: la «fatal delusion of Orthodoxy» (Life 2, 222) —concepto sobre el que nuestro Juan Goytisolo ha vertebrado su autobiografía.

Sin embargo, Newman no incluyó esta «crisis Hampden» entre los nueve ítems de un Memorandum que redactó por entonces. Sí incluyó, en cambio, en octavo lugar: «Escribo contra la Iglesia de Roma». El Memorandum empezaba así: «Marzo del 36 es un punto cardinal de mi vida. En torno a ese momento, más o menos cercanos, se juntan los siguientes acontecimientos». Y termina así: «Un nuevo panorama se abría poco a poco» (Suyo 104). El primer lugar en la lista lo ocupa la temprana muerte de una persona muy querida: su colega de Oriel College, Richard Hurrell Froude, el 28 de febrero, a los 33 años. Creo que la tremenda impresión de esta muerte reprodujo en él la certeza de estar tocando el mundo real, el mundo invisible. Esta pérdida corrió el velo de esta escena material que es el mundo y sus controversias, y Newman se dio de bruces, de nuevo, con el mundo que existe y no vemos. Digo que «reprodujo» y «de nuevo» porque no era la primera vez. En enero de 1828, su querida hermana Mary había muerto repentinamente. Poco después escribía:

«Hablar de ella así, en tercera persona, nombrarla en la conversación, como un asunto de la vida diaria, sin darnos cuenta de lo que hacemos, es lo que más me apena. Se me saltan las lágrimas de pensar que ya solo podemos hablar sobre ella, como de un objeto, una piedra o un trozo de madera. Pero ella saldrá de la tumba, como una flor. Hasta ese día, que no será tan lejano, intentaré imaginármela y hablarle a base de apuntar todo lo que se me ocurra sobre ella» (Suyo 68).

Froude, seriamente enfermo, había estado en Barbados buscando alivio a sus dolencias en el clima de la isla. De vuelta a Inglaterra, Newman le escribía para ponerle al día de la marcha de la vaga pero acuciante «misión» que les unía a los dos con otros muchos, en servicio de la Iglesia de Inglaterra. Entre otras noticias pasajeras, se deslizaban alusiones más profundas, como esta: «Yo estoy muy bien, quizá mejor que nunca; lo único (Dios lo quiera), que no sé lo que va a ser de mí de aquí a unos años. Pero todo saldrá bien». La despedida era un guiño inconfundible: «Querido F., siempre tuyo muy católicamente, John H Newman» (18 mayo 1835; Suyo 98). En septiembre, Newman fue a ver a su amigo y pasó casi un mes en la casa de la familia en Dartington, en el condado de Devon, acompañando a su amigo y al padre de este, el Arcediano Froude, predicando y escribiendo sermones, administrando sacramentos, escribiendo cartas y haciendo salidas y visitas de diversa índole. Al final de su estancia, hacía balance: «Froude no mejora, está donde estaba. Me preocupa que este invierno sea duro. Él está lleno de ideas y planes; y como ahora le dejan leer y escribir, lo he puesto a trabajar. Es asombroso que en cuatro años no ha hecho más que seguir a flote, y nada más» (Letters & Diaries 5, 151). Newman marchó a los dos días y ya no volvió a ver a su amigo. En lo humano, el gran tesoro de Newman fueron siempre sus amigos. John Bowden (1798-1844) era el más antiguo, comparable en intimidad al propio Froude. A Bowden, que tampoco tardaría en morir, confiaba Newman sus sentimientos:

«Te escribo a toda prisa [...] Ayer por la mañana llegó la noticia de la muerte del querido Froude. Si pudiera reunir ahora mis pensamientos te diría algo sobre él, pero apenas puedo. Le he querido tanto que me resulta un esfuerzo tremendo repasar mis pensamientos sobre él. En lo que me queda de vida nunca podré tener una pérdida tan grande; estábamos los dos, y muy probablemente seguiríamos siempre así, en el mismo grado de continua familiaridad que teníamos tú y yo en nuestros días de estudiantes. Tanto es así que, de vez en cuando, le confundía a él contigo y tenía que llamarle por su nombre y hacer un esfuerzo de memoria para recordar lo que era de él y lo que era tuyo. Habría sido una gran satisfacción para mí que os hubierais conocido —una vez le viste pero era ya cuando andaba con poca salud y no te podías hacer una idea de como era. Es un gran misterio que una persona con tantas cualidades y con talentos tan apropiados para los tiempos que corren se nos haya ido. Nunca en mi vida me he encontrado a nadie en conjunto tan bien dotado, en variedad y perfección de cualidades; creo que sobrepasaba incluso a [John] Keble. Por mi parte, no puedo siquiera describirte lo que le debo en cuanto a los principios intelectuales (la filosofía, JHN) de la religión y de la moral. Es inútil que te siga hablando de él. Dios ha querido llevárselo, como una misericordia con él, pero ha sido una voluntad muy dura para todos los que éramos sus íntimos. Todo lo suyo era tan brillante, tan hermoso que pensar en él será siempre un consuelo. El sentimiento triste que me viene es que uno no puede retener en la memoria todo lo que quisiera depositar ahí, y que cuando pase un año y otro año, su imagen se irá haciendo más tenue y más tenue» (2 mar. 1836; Suyo 105).

Como un modo de combatir el olvido y para mostrar al mundo quién era Froude y cómo la Iglesia anglicana podía forjar santos, Newman y Keble editaron los papeles íntimos, Memoriales o Memorias, de Froude, con el título de Remains. Querían que el difunto Froude siguiera colaborando con la misión de llevar a cabo una segunda Reforma en la Iglesia anglicana. En carta a Bowden desde Hursley, la parroquia rural donde estaba trabajando con Keble, asistimos al impacto que Newman sintió al leer el legado de Froude:

«Creo que te interesarán mucho los papeles de Froude. Su padre me ha entregado algunos que son de lo más íntimo. Son del todo desconocidos de Keble, que era quien más le conocía. Sus cartas a Keble, muy impresionantes. ¡Son una maravilla! Pero además creo que con estos papeles se nos abre un instrumento magnífico de influencia hacia fuera. Los papeles revelan a un auténtico santo. Sacan a relucir, de la forma más natural, un ethos tan distinto de lo que hasta ahora se entiende como perfección, que es como el día y la noche; no tiene nada que ver. A cualquiera que tenga una sensibilidad al margen de lo trillado, a las mentes jóvenes, los Papeles les arrebatarán; a otros les parecerán románticos, llenos de escrúpulos, exagerados, etc., etc.» (Suyo 109).

Los Remains aparecieron en febrero del 38 y quizá provocaron arrebato en algunos; lo que consta es que esos dos volúmenes escandalizaron a las sensibilidades metidas de lleno en lo trillado. Que un clérigo anglicano rechazara explícitamente la Reforma protestante e hiciera otras cosas —penitencias físicas o ser devoto de la Virgen María—, tan parecidas a los papistas era muy inquietante. El caso es que un antiguo tractariano, Charles Golightly, quiso obligar a la gente a definirse y probar su fidelidad antirromana, con la propuesta de honrar a Hugh Latimer (c. 1485-1555), Nicholas Ridley (c. 1500-1555) y Thomas Cranmer (1489-1556), que fueron llevados a la hoguera por la reina católica María Tudor, en Oxford. «Aquí están poniendo en marcha una especie de memorial de Cranmer y Latimer; no está claro si va a ser una cruz, una iglesia o un monumento. Le dijeron al Presidente de Magdalen College (se dice) que era por los mártires primitivos y que por eso dio su nombre a la suscripción; entonces le dijeron al Vice-Canciller que se hacía contra mí, y entonces retiró su nombre. Es lo que se dice» (Suyo 111). Hubo bastante confusión entre los promotores del proyecto y, al final, entre 1841-43, se construyó una cruz gótica que se plantó —y ahí sigue, en St Giles— a pocos metros del lugar de la ejecución de los «mártires de Oxford». La opinión de Newman sobre el asunto en diciembre del 38 era la siguiente:

«Por decirlo en pocas palabras, el motivo por el que no me suscribo al Monumento es que no me inspiran confianza Cranmer y los demás, y no quiero vincular mi nombre con el de ellos. En la práctica, suscribirme significa hacerles figuras representativas de la Iglesia de Inglaterra. Por eso los están trayendo al retortero, para que hagan de guardianes contra los Romanistas. No se trata de manifestar dolor o compasión por la muerte horrible que tuvieron, se trata de darles validez teológica. Esa será, estoy seguro, la consecuencia de todo esto, en la práctica. No quiero ponerme al cuello lo que resultará ser una piedra de molino» (Suyo 112).

Los Remains también tuvieron su pequeña repercusión en el mundo de la novela. Si alguien quiere entretenerse un poco con una versión novelística de las querellas de la Iglesia anglicana en estos años, que vaya a Las torres de Barchester (Barchester Towers, 1857), donde Anthony Trollope retrata con detalle a Francis Arabin, reverendo tractariano «que se sentó durante algún tiempo a los pies del gran Newman» (183). Aunque en otro tono, el conflicto básico es exactamente el mismo que subyace en los Sermones parroquiales, con los mismos tres agentes: la Iglesia establecida y su «mundanidad», su alianza con el Estado, sus honores y estupendos cargos eclesiásticos, representada por el obispo Proudie, débil hasta la estulticia —«De hecho, un calzonazos» (38)—, y su esposa, enérgica hasta la tiranía. El reverendo Obadiah Slope, partidario de la acción y contrario a todo tipo de dogma, representa la línea liberal de Blanco-Hampden; juega el papel de «malo que al final es castigado». Arabin lleva a Barchester el tercer elemento, el Movimiento de Oxford, visto como un «cisma moderado» sumamente benéfico: «¡Cuánto bien ha seguido, en la Iglesia de Inglaterra, a ese movimiento que comenzó con la publicación de los Remains de Froude!» (183).

Volviendo al «Memorandum» de 1836, encontramos en segundo lugar: «Muerte de mi madre y boda de mi hermana». No fue la muerte en sí lo que afectó a Newman. Tampoco el hecho, más o menos esperable, de que una hermana se case. Fue, más bien, la manera en que Dios, su Providencia, se le hacía patente a través de acontecimientos que escapaban a su control. Mrs Newman no estaba enferma y a sus 63 años nada hacía esperar su muerte. Fue algo que no pudo prever. «¿Quién lo hubiera pensado?» escribía a su tía Elizabeth, «Todo es extraño en este mundo, todo es misterioso. Nada más que la fe puede salvarnos. [...] Parecía tan fuerte y tan bien; es muy sorprendente. No podía imaginarme cuando puso la primera piedra de la nueva iglesia [en Littlemore, que Newman estaba construyendo para sus feligreses] que no iba a vivir para verla terminada» (Suyo 106).

En cuanto a sus dos hermanas, John Henry, como cabeza de familia, tenía la responsabilidad de obtener una posición honorable para Jemima y Harriett. Las dos se acabaron casando ese mismo 1836, con pocos meses de diferencia, con dos hermanos, John Mozley (1805-72) y Thomas Mozley (1806-93), miembros de una familia muy unida a Newman7. Se diría que esas bodas fueron una fácil compostura por parte de Newman. Pues no: «¡Qué forma tan extraña e inesperada tiene la Providencia de hacer las cosas!», escribe John Henry a Jemima en julio 36. «Os presenté hace unos años a otra persona [Frederic Rogers] con la esperanza de que surgiera algo entre él y Harriett ; y creo que mi deseo se justificaba bien por cuanto mi madre también lo quería. Pero los caminos de Dios son tan distintos de los nuestros [...] lo nuestro es cumplir nuestro deber y formar nuestros gustos de acuerdo con la voluntad de Dios. Y aun así, es muy sorprendente» (Suyo 106-107). Lo que sigue en la carta abunda en el tema de la Providencia, y en lo «peligroso» y «arriesgado» que es orar a Dios con abandono:

«Hará un año, me encontré con que debía dinero y empecé a rezar pidiendo por eso, y seguí hasta el pasado mayo: ‘que Dios me dé o bien los medios para hacer con vosotras lo que quería hacer, o que se termine la necesidad’. La segunda parte quedaba abierta y se me ocurrían a mí varias soluciones, aunque ninguna concreta. Creí al principio que era lo que había que hacer, no atar —que eso era— la Providencia de Dios a una solución determinada. Y pensé que alguien nos dejaría algún dinero, etcétera, etcétera; o sea, no pensé (o eso creo) ninguna forma concreta, eso se lo dejé a Dios».

Pero, después, comprende las «extrañas» respuestas que da Dios a las plegarias: cuando

«[Jemima y John] os comprometisteis me quedé desconcertado, y cuando en mayo pasado ocurrió la gran desgracia, fue como si hubiera estado pidiendo que muriera nuestra madre8, a quien yo siempre había dado muchos años por delante. Imagínate cómo me quedé, sobrecogido. Mira, pues, de qué manera más notable he aprendido —y supongo que también otros— que la oración en muchos casos obtiene respuestas extrañas, tanto que se diría que rezar es empuñar un arma de doble filo, como andar con algo afilado» (Suyo 107; las cursivas son mías).

Ignoro cuál sería la situación económica de un fellow oxoniense, pero realmente John Henry fue generoso con Harriett; no solo le buscó a su futuro cuñado un destino eclesiástico sino que (sigue escribiendo a Jemima): «espero de Harriett que acepte 30 libras más para los preparativos. De corazón me gustaría que fueran más, y de corazón te digo a ti que ojalá te hubiera podido dar algo a ti hace unos meses, pero no os hacéis idea lo limitado (no quiero decir lo triste) que he estado por falta de dinero. También es un alivio encontrarle uso a los muebles, si Tom los acepta [...]; y lo mismo con la vajilla» (Suyo 107). Esto no era nuevo en él. En 1824 —año en que murió el padre, arruinado—, ya andaba tomando todas las clases particulares y trabajos que podía, para sostener a su hermano menor Francis (1805-97), que había ido a estudiar a Oxford. A su otro hermano, Charles, le había conseguido un empleo en el Banco de Inglaterra, a través de Bowden, cuyo padre era uno de los responsables; a los cinco años, sin embargo, Charles inició una vida errabunda y excéntrica.

Aunque no está contenido en nuestro «Memorandum», en este contexto de apuros económicos, bodas y funerales —«blessings in disguise», como dicen en la isla—, no viene mal saber algo de las austeridades que Newman practicaba en privado. Por ejemplo, el 30 de enero de 1837, lunes, anotó en su diario: «aniversario del Rey Carlos [ajusticiado por Cromwell]; día de ayuno hasta la 1; de cena, cosas frías». Dos años después, el Viernes santo de 1839, sigue apuntando con —¿excesiva?— puntualidad:

«Esta Cuaresma he seguido las siguientes reglas, excepto los domingos: no he tomado azúcar; no he comido empanadas, pescado, pollo ni tostadas; y mi norma ha sido no repetir carne en la cena. No he comido carne en ningún otro momento del día. No he cenado fuera. [...] Miércoles y viernes no he tomado absolutamente nada hasta las 5 de la tarde, que he tomado una galleta; ni desayuno ni cena aunque normalmente sí un huevo con el té; a veces agua malteada a las 5. Dos o tres veces me tomé una galleta al mediodía. [...] La Hebdomada Magna, hasta ahora, no he tomado desayuno ni cena ningún día; rompo el ayuno con una galleta a mediodía; ayer y hoy me he abstenido también (y quiero decir abstenerme) del té y el huevo, sin probar otra cosa que pan, galleta y agua en todo el día. Me he propuesto seguir así hasta mañana a la noche cuando termine el ayuno y quizá tome un poco de carne»9 (Suyo 112-13).

Querría cerrar este panorama biográfico y anímico de Newman en estos años con un último apunte, referido a los sacramentos, ritos a los que él se refiere con frecuencia en los sermones y que figuraban en el Book of Common Prayer, pero cuya administración era escasa o de indefinido carácter sacramental10. En abril de 1837 Newman comenzó a celebrar semanalmente la Eucaristía, por la mañana temprano, en la iglesia de Santa María. En el mismo sitio y también temprano, el 17 de marzo del 38, escuchó una Confesión sacramental por primera vez. Vino a verle un joven que «poco a poco, a medida que hablábamos, me dijo que quería confesarse conmigo antes de acercarse a recibir la Comunión el domingo siguiente». Todo indica que no había mucha costumbre ni entre clérigos ni entre laicos: «Le dije que me costaría escucharle, tanto por la responsabilidad como por el mero hecho de oírle». Al penitente, por su parte, «le dolía hacerme pasar por el sufrimiento de escucharle». Sin embargo, la Confesión figuraba en la Liturgia anglicana y algunos teólogos del siglo XVII la consideraban parte del anglicanismo: «[el joven] lo llevaba pensando desde hacía dos años o más, y también últimamente porque había leído al obispo Taylor». Hay mucho del ethos del Movimiento de Oxford en este diálogo, porque el propio Newman también se encontraba en situación de búsqueda:

«Cuando le dije que si se decidía a confesarse tendría que decírmelo todo, él contestó que sí, que lo sabía. Le dije que confesión y absolución son inseparables; que para muchos, al menos durante algunas temporadas, sería bueno practicar la mera confesión; sin embargo, que yo estaba decidido a poner en práctica la Absolución: es decir, la eliminación, por el poder de la Iglesia, de los obstáculos que el pecado pone para el progreso de nuestra alma; le dije que eso era lo que yo veía sobre el tema, en ese momento, y que si había más, confiaba en verlo más adelante, pero que en cualquier caso el acto de la confesión y la absolución eran obra de Dios, y que Él me usaría como un instrumento, lo mismo que el agua en el Bautismo. Esto fue lo sustancial que le dije».

Así fue. El sábado 17 a las 7 de la mañana, en la iglesia de Santa María

«estaba yo sentado junto a la reja, esquinado para evitar interrupciones, con roquete; llegó él y se arrodilló delante de mí. Me puse de pie, recité la Colecta, me senté de nuevo y le dije: ‘Lo que tienes que decir no me lo dices a mí sino a Dios’. Y empezó su confesión. Al terminar, le pregunté si me lo había dicho todo. Entonces le di algunos consejos espirituales y para su tranquilidad. Le repetí la última respuesta del Catecismo: ‘Hacer examen de conciencia y cumplir la penitencia’, y que si estaba dispuesto a cumplir aquello; dijo que sí. Me puse de pie, levanté las manos sobre su cabeza y pronuncié la fórmula de la Absolución del Servicio de la Visitación. Rezó un poco, le tomé de las manos, le levanté y nos despedimos»11.

El marco temporal de estos sermones nos deja a las puertas de un momento radiante en la trayectoria de Newman. Como recuerda veinticinco años después en Apologia pro Vita Sua: «En la primavera de 1839 mi posición en la Iglesia anglicana estaba en su apogeo. No temía la controversia, sentía una confianza inexpugnable en mis ideas» (118).

Entre los 23 sermones de este tomo figuran tres de mis favoritos: «El mundo invisible» (n. 13), «Los riesgos de la fe» (n. 20) y «Cristo se deja ver en el recuerdo» (n. 17).

En «El mundo invisible» Newman saca chispas al artículo del Credo sobre «todo lo visible y lo invisible». Hay un mundo que nuestros sentidos alcanzan y otro al que no llegan. Hay un mundo que pasa y otro que permanece. En cierto modo, la religión consiste en tener esto presente a toda hora. El mundo visible y el invisible son compatibles, pero hasta cierto punto; hasta el punto de no-retorno en el que uno renuncia al mundo invisible por chapuzarse en el visible, como las sobrinas de los banqueros de que hablaba Bob Dylan en aquella intrigante canción de inolvidable ritmo, Love Minus Zero, No Limit (1965): «Bankers’ nieces seek perfection, / expecting all the gifts that wise men bring» [las sobrinas de los banqueros buscan la perfección / mientras esperan todos los dones que les traen los sabios]. Todo esto sabe a Romanticismo, claro. Newman era, culturalmente, un romántico. Solo un romántico pone en danza su imaginación y su fantasía para describir —como hace él al final de este sermón— el rapto, el arrebato del alma que entra en la eternidad y ve, por vez primera, lo invisible: «Las palabras humanas son completamente inservibles para reflejar semejantes atisbos. Cerremos los ojos y guardemos silencio».

«Los riesgos de la fe» son los riesgos del mundo invisible. ¡Qué sermón tan emocionante! y ¡qué exigente! Como ocurre con cualquiera que deje huella en su tiempo, la gente charlaba y pretendía dilucidar en qué consistía el poder de atracción de Newman, su «secreto». Alguien que ahora no recuerdo, acertó con la respuesta, que sí recuerdo: «El único secreto de Newman es que le trae sin cuidado este mundo» (he doesn’t care a damn for this world). Su innato romanticismo le ayudaba a sentir que lo visible no es más que un velo que no vale la pena amar por sí mismo; pero, además, él, positivamente, se esforzaba por vivir sin ataduras. Y veía a diario que la gente amaba lo visible sobre todas las cosas, se apegaba a lo visible. La rotunda sentencia que he citado coincide con el núcleo de este sermón: «Un comerciante que ha invertido bienes en un negocio que fracasa no solo pierde la perspectiva de una ganancia, sino también todo aquello que arriesgó con la esperanza de un lucro. ¿Y nosotros? ¿Qué hemos arriesgado? Este es el punto central».

«Cristo se deja ver en el recuerdo» contiene una lección maravillosa, sobre la que hemos leído arriba, a propósito de la muerte de su madre y la boda de sus hermanas: «no discernimos la presencia de Dios cuando está con nosotros sino después, cuando miramos hacia atrás, a las cosas idas y concluidas». Por eso, también «creemos echar de menos el pasado cuando, en realidad, lo que añoramos es el futuro». ¿Cómo no recordar aquella oda de William Wordsworth, «Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood» [Barruntos de inmortalidad en los recuerdos de la primera infancia]? No quiero ponerme pesado con el romanticismo pero, ya que estoy lanzado a las citas, no dejaré de incluir esta, en la añeja traducción de Marià Manent:

«Pues, aunque el esplendor tan encendido antaño, se quite para siempre de mi vista, aunque nada pudiera devolverme las horas de luces en la hierba y de gloria en la flor, no habré de entristecerme, y hallaría fuerzas en lo que aún queda: en aquella primera simpatía, que, habiendo sido, durará ya siempre; en aquellos pensares tranquilos, que brotaron de las humanas cuitas; en la fe que traspasa las lindes de la muerte; en los años, que traen la mente reflexiva»12.

«Afirmo con toda rotundidad, sin temor a ser contradicho, que el objetivo de la mayoría de la gente tenida por devota y religiosa, la mayoría de esos que llaman ‘honrados’ e ‘intachables’, es, según todas la apariencias, no cómo agradar a Dios sino cómo agradarse a sí mismos sin desagradar a Dios». Afirmación tan poco complaciente procede de examinar la historia de Balaam (sermón 2); y en otro momento, el predicador desliza la misma idea en versión francamente sarcástica: «O sea, que obedece a su conciencia aquel que la desobedece solo cuando lo realmente meritorio y digno de alabanza es obedecerla».

«¡Qué frecuente es, en nuestro tiempo, debatir la cuestión de si los planes de educación de los últimos cincuenta años han disminuido el crimen o no, de si los culpables de transgredir la ley son normalmente personas que han ido a la escuela o no!». La cita no procede de un periódico del otro día sino de «La Iglesia visible, por el bien de los elegidos», donde sale a relucir el tema de las dos ciudades: «El Evangelio ha venido a nosotros no simplemente para hacernos buenos súbditos, buenos ciudadanos, buenos miembros de la sociedad sino para hacernos miembros de la Nueva Jerusalén [...] no es verdadero cristiano quien no es buen súbdito y miembro de la sociedad; pero tampoco será verdadero cristiano si no es nada más que eso». En el fondo, «la Iglesia y el mundo no pueden coincidir sin que el mundo suba o la Iglesia baje».

Hay algún sermón un tanto lúgubre, como «El estado de gracia», donde comparecen las penas del infierno y alguna otra truculencia; pero ese efecto lo compensa ampliamente un final optimista, que nos asombra con esta formulación tan original: «Somos como dos o tres ‘yos’ a la vez, en la deslumbrante estructura de nuestro ser, y podemos llorar mientras sonreímos, y estar ocupados mientras meditamos». Muy original me parece también el modo de tratar la experiencia de la infancia en el sermón 3, de nuevo en la línea del mundo invisible. El dedicado a «La grandeza y la pequeñez de la vida humana» se pone calderoniano con la idea de la vida como un sueño, y grandioso con la imagen del sol palideciendo y diluyéndose en el cielo ante el Sol de Justicia. Me gusta, además, que Newman vea en ciertas actitudes juveniles un rasgo propio de los santos; estos «han mantenido ese sentimiento que a menudo tienen los jóvenes, quienes, al principio, ridiculizan los modos artificiales y los usos sociales, y a quienes resulta difícil conformarse a la pompa y al fingimiento».

El sermón 18 sobre «La rebelión de Coré» debió de ser sumamente polémico. Se aborda ahí el por qué, el para qué y el cómo del sacerdocio en la Iglesia. El episodio de Coré desemboca en la Sucesión Apostólica, lo mismo que el Viejo Testamento en el Nuevo. Newman se está enfrentando a la acusación de sacerdotalismo, que es donde el protestantismo liberal sitúa el origen de todo mal entre cristianos. Ya conocemos las afirmaciones de Blanco White sobre este tema, y su brutal calibre.

A propósito de Blanco, antes he dejado suelta una alusión a la «imagen» y a la posteridad de Newman. La carta de este pareció a aquel «un gemido, un suspiro de aflicción, de principio a fin» (Life 2, 117). Este apunte de hipersensibilidad se transformó en un Newman francamente llorón gracias al renovador método de la «biografía creativa» con que Lytton Strachey asombró al mundo en 1918, con su Victorianos eminentes. Sabemos que Strachey quería aligerar y ventilar la biografía victoriana, acumulativa, plúmbea, paralítica; él quería penetrar en la psicología del personaje, no en las cominerías de su vida diaria. Sabemos que los intelectuales del barrio de Bloomsbury eran iconoclastas; en vista de lo cual, el iconoclasta Strachey decidió «recrear» una visita que hizo Newman, ya católico, al pueblito de Littlemore, donde había pasado sus últimos años como anglicano y sido recibido en la Iglesia Católica. Lo normal es que le vinieran recuerdos de aquellos años inolvidables; pero el iconoclasta decidió «penetrar en la psicología del personaje»; para lo cual convirtió a Newman en un anciano, lo vistió con un viejo abrigo gris propio de un mendigo, se olvidó de que le acompañaba Ambrose Saint John en la visita, y lo puso a derramar «lágrimas abundantes» (105). Luego decidió que si aparecía por ahí el vicario (anglicano) de Littlemore y lo reconocía como su glorioso predecesor, el gran hombre cuya fotografía «colgaba sobre la repisa de la chimenea», la escena se volvía inolvidable: «‘¿No era el Dr. Newman a quien tenía el honor de dirigirse?’, preguntó [el vicario] con todo el respeto [...] Pero el anciano apenas podía entender lo que se le decía. ‘¡Oh, no, no!’ repitió mientras las lágrimas bajaban en torrente por la cara. ‘¡Oh, no, no!’» (105). Strachey se basó, casi con seguridad, en la primera biografía de Newman, publicada en 1912, que hacía un uso muy amplio de las cartas y diarios —o sea, dos volúmenes del anticuado género biográfico masivo y esclerótico. El autor, Wilfrid P. Ward, hijo de un famoso converso, seleccionó las cartas de Newman de tal manera que se generó la imagen de un Newman hipersensible, distante, terrible redactor de cartas abrasivas; un tipo difícil, en suma. Pero desde que, en 1961, se empezó la edición completa de las más de 20.000 cartas y de los diarios, semejante caricatura ha quedado completamente pulverizada; siempre que uno se tome la molestia de leer los 32 volúmenes.

Lo que asombra es que esta imagen, combinada con la «inolvidable escena» de Strachey y a pesar de las décadas transcurridas y los miles de páginas publicadas en todas las lenguas del planeta, permanezca hasta hoy en día, incluso entre quienes «should know better». Me dejó pasmado que a las alturas de junio de 2009, un filósofo de la talla internacional de Anthony Kenny, siga manejando esa imagen fiambre. Después de leerse el tomo 32 y último, recién publicado, de las Letters and Diaries of John Henry Newman, titula así su comentario para el Times Literary Supplement: «Too touchy for sainthood?» [¿Demasiado quisquilloso para santo?]. Me dieron ganas de escribir una de esas cartas, tan correctas como secantes, al director del TLS pero como se me echó el tiempo encima —el fin de curso no perdona y el TLS es semanal—, aprovecho ahora para decir lo que hubiera dicho entonces. Los clichés se infiltran por todas partes, y persisten; se ve que no podemos vivir sin ellos. Incluso Kenny, el eminente ex-Master de Balliol —la aristocracia entre los colleges de Oxford—, autor de toda una New History of Western Philosophy en cuatro volúmenes (Oxford University Press, 2004-2008) y otras muchas aportaciones, es víctima del rancio patrón: «desde luego, [Newman] era capaz de grandes afectos, pero el tono general de sus cartas es de cortesía helada, más que de calidez humana», afirma Kenny. Aunque, sin duda, Kenny conoce mejor que yo los códigos de la cortesía epistolar victoriana, a mí no me lo parece. Y espero que a los lectores de esta introducción tampoco. He transcrito una carta de helada cortesía, la respuesta a Hampden por su folleto «disidente», pero el tono general de su inmenso epistolario lo dan, más bien, las otras, las dirigidas a Jemima, a Bowden, a Froude, que también he transcrito. Además, ¿por qué demonios no van a poder ser santos los quisquillosos y los tímidos?

Kenny, que se preguntaba hace poco en un librito de espumoso estilo si «se puede mejorar Oxford», concluye su reseña, también muy espumosamente, comparando la «canonization» de Newman —«una de las inteligencias más agudas del siglo XIX, y uno de los que escribe mejor inglés de todos los tiempos», otros dos tópicos, aunque sean de botafumeiro— con la hipotética concesión de un «Companion of Honour» póstumo a Charles Darwin13. Dado el grado de inflación introducido por Juan Pablo II en cuanto a canonizaciones —sigue Kenny— y dado el prestigio de que goza Newman en el mundo y no solo en sus dos Iglesias, en realidad no es que Newman no esté a la altura de la canonización; es que la canonización no está a la altura de Newman.

Suena a majadería; pero es que, por un buen final, uno escribe lo que sea; también el espumoso Anthony Kenny que, en estos temas, parece algo anclado en los viejos tiempos. O quizá escribió la reseña a toda prisa; o no se ha mirado los otros 31 tomos.

Lo siento por Kenny, pero a mí me alegró mucho enterarme, poco después, de que Benedicto XVI había aprobado la beatificación de John Henry Newman. El proceso ha sido muy largo y ha experimentado demoras y silencios vaticanos. Cuando se exhumó su cuerpo en 2008, parecía inminente un anuncio oficial. Pero lo que ocurrió, de forma inesperada, fue otra cosa, con la que termino esta introducción. Sin proceso alguno, se canonizó otro tópico en torno a Newman: su posible homosexualidad. Como se suele decir cuando uno está dispuesto a sostener algo contra viento y marea, «las pruebas son ambiguas». Así figura en el ciberespacio. Las pruebas son que quiso ser célibe desde su adolescencia, que cuando un correligionario se casaba, Newman sentía que el tractariano en cuestión cometía una debilidad, «bajaba un escalón»; que a Hurrell Froude y a Ambrose Saint John los quiso como a hermanos, y que los vio morir; que comparó la pérdida de este último —tractariano oxoniense, converso, colaborador fidelísimo en todas sus tareas— con la que un marido o una mujer experimentan a la muerte de su cónyuge; que dijo, puso por escrito e insistió inequívocamente poco antes de morir, en que le enterraran en la misma sepultura que a Saint John. Ninguno de sus contemporáneos se dio cuenta de que había algo sospechoso en ese estrambótico deseo. A lo largo de sus 90 años de vida, nadie malinterpretó sus palabras ni sus muestras de afecto. También había homosexuales en el siglo XIX —sobre todo en Inglaterra. El ateo Swinburne en sus Poems and Ballads (1866) escribía, en lenguaje muy poético y musical, poemas lésbicos y sadomasoquistas14. Si el propio Newman, tan «distant», tan «touchy», no tuvo inconveniente en decir y hacer lo que hizo, supongo que nada de lo que dijo e hizo se entendía como «conducta homosexual». Se ha hablado del uso de un lenguaje erotizado por parte de Newman. A su hermana Jemima le escribió en febrero del 36 que la muerte de Froude sería «the greatest loss I could have. I shall be truly widowed» (la mayor pérdida que podía sufrir. En verdad, voy a enviudar; Letters & Diaries 5, 241). Cualquiera que haya leído novelas de la época sabe que un clérigo no escribe «esas cosas» a su propia hermana. Ignoro cuáles serían los «códigos homosexuales» del momento, pero tomar hoy por «códigos homosexuales» lo que nadie reconoció como tales en su momento, es un poco. ambiguo, sí. El arcediano Froude era un cegato, los tuvo a los dos un mes entero en su casa y no sospechó nada. Es una lástima que Newman, que escribió tantísimo, no pensara en el futuro y dejara escrito por algún sitio: «aunque haya indicios de ‘gross indecency’ por mi parte, conste que no soy homosexual». ¿Sería esto una prueba no ambigua? Newman, lo mismo que Oscar Wilde, vivieron antes de que Freud infectara la cultura europea de pansexualismo; antes de que los iconoclastas de Bloomsbury se inclinaran al homosexualismo y las de Bloomsbury al lesbianismo. En los años treinta, iniciados como Geoffrey Faber ya «sospecharon» algo en estos tractarianos, tan entusiastas, tan delicados, tan jóvenes y célibes: homosexualismo sublimado en ideal religioso. Para entonces, ya existía en Oxford todo un linaje de «estetas» como Francis Fortescue Urquhart —apodado Sligger, y el primer católico en ser fellow-, Maurice Bowra y otros, que nutrieron la Brideshead Generation, tan «flamboyant», con su Anthony Blanche o su Lord Sebastian Flyte, que llevaba su perrito al barbero. A finales del siglo XX ya no era cosa de esnobs o de iniciados; y, para mucha gente, hoy ya no se concibe que exista, o haya existido, una amistad, un afecto profundo, una honda devoción personal entre personas del mismo sexo, sin sexo de por medio. No es fácil demostrar que Newman fuera homosexual; tampoco que no lo fuera. Pero lo que realmente importa es que fue casto; y eso sí parece bastante claro.

Me permito recordar, de nuevo, advertencias ya incluidas en la introducción a los tres volúmenes anteriores. Si toda traducción implica un trasvase cultural más que lingüístico, en nuestro caso habría que tener en cuenta que la lengua de partida es un lenguaje religioso con casi doscientos años de antigüedad, perteneciente además a la tradición anglicana; y la de llegada es otro lenguaje religioso, propio de una tradición católica. Palabras y sintagmas diversos presentan problemas que no siempre admiten una misma solución, y que pueden envarar la versión castellana. La sintaxis suele responder a una arquitectura sencilla y parroquial que transparenta un discurso hablado, y que generalmente no es complicada, aunque sí resulta un tanto torrencial, como la de Obama. Abundan las enumeraciones paratácticas, las tiradas, muchas veces de creciente intensidad, con una puntuación algo rota y extraña, llena de conjunciones copulativas y de unos guiones que Newman emplea con funciones variadas. Espero que el lector no se extrañe ante las huellas escritas del registro oral —quizá puede probar a leer los sermones en voz alta; apuesto a que salen ganando.

En cuanto a los textos de la Escritura, sigo el criterio inicial de sustituir los textos de la Biblia anglicana que Newman empleaba (la King James Version o Authorised Version de 1611) por la versión española de la Biblia que publicó la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. 5 vols. Pamplona: Eunsa, 1997-2005) y que está disponible también en un solo volumen (Biblia de Navarra: edición popular. Pamplona-Woodridge (Illinois): Eunsa-Midwest Theological Forum, 2008). Pretendo así dar prioridad a la actualidad del texto sagrado y ser coherente con el objetivo último de esta traducción de los Parochial and Plain Sermons, que no es un proyecto erudito, académico o estrictamente teológico, aunque desde luego sí quiere ser riguroso al máximo en su versión del texto newmaniano. Sin embargo, cuando el texto bíblico inglés ha parecido de algún relieve, lo mantengo sin advertirlo y realizando las leves adaptaciones gramaticales necesarias, que exigen el contexto gramatical o el razonamiento doctrinal newmaniano. Las abreviaturas de los distintos libros bíblicos proceden también de la Biblia de Navarra.

Dos palabras sobre el uso de las mayúsculas. En este ámbito del lenguaje religioso, tiendo a emplear mayúsculas en «Evangelio» cuando equivale a ‘Nuevo Testamento’ y minúsculas cuando equivale más bien a ‘relatos evangélicos’, aunque me temo que este criterio no es de todo estable. En determinados momentos el énfasis me lleva a poner Regeneración, Apóstol, Bautismo o Misericordia. En cualquier caso, no piense el lector que se trata de erratas o chapucerías. En cambio, los demostrativos con mayúscula referidos a Dios, como «Su», resultan sumamente útiles con sentido diacrítico en castellano, que es un idioma impreciso en esto, donde un demostrativo mal colocado o ausente marea a los lectores o los intriga acerca del paradero del sujeto gramatical; justo al contrario que el inglés. Pero cuando no hay necesidad de precisar, el pronombre va en minúscula aunque se refiera a Dios —con excepción de «Él».

La presente versión de «Los riesgos de la fe» y «El mundo invisible» ha sido completamente revisada respecto a la que se publicó en 1996 en el volumen Esperando a Cristo.

Los números que figuran en cada encabezamiento, así como las fechas de predicación, proceden de Sermons 1824-1843