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Los veinticuatro sermones de este quinto volumen de los Sermones parroquiales fueron predicados en su mayoría en los años 1838-1840. Este periodo coincide plenamente con las primeras experiencias que acabaron conduciendo a Newman a la Iglesia católica. En efecto, el estudio de las controversias de la Iglesia primitiva, en el verano de 1839, le hicieron concebir, si bien aún no aceptar plenamente, la idea de que el Anglicanismo era insostenible. El predicador de los sermones de este tomo andaba, pues, inmerso en una especie de dicotomía interior que no traslucía al exterior. Los temas de estos sermones son más bien morales que doctrinales, y el mensaje fundamental que transmite a sus oyentes contribuye a llevarlos más bien hacia la Iglesia antigua que hacia la Iglesia de Inglaterra. El tono general es probablemente menos polémico que otras veces, precisamente porque el predicador se siente próximo a un estado de búsqueda y espera.
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Seitenzahl: 535
Veröffentlichungsjahr: 2013
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Ensayos
JOHN HENRY NEWMAN
Sermones parroquiales/5(Parochial and Plain Sermons)
ISBN DIGITAL: 978-84-9920-809-1
Traducción de VÍCTOR GARCÍA RUIZ con Santiago González y Fernández-Corugedo, José Gabriel Rodríguez Pazos y Marco Rui Alonso
Título originalParochial and Plain Sermons © 2011 Ediciones Encuentro, S.A., Madrid © de la Introducción Víctor García Ruiz
Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es
Para Nando y para Mar
ÍNDICE
AL CIELO DE ESPALDAS:
BEATUS ILLE
TABLA DE ABREVIATURAS
SERMÓN 1:
El culto nos prepara para la venida de Cristo
«Tus ojos contemplarán al rey en su esplendor, verán el país en toda su extensión» (Is 33,17) 2 de diciembre de 1838
SERMÓN 2:
La reverencia es fe en la presencia de Dios
«Tus ojos contemplarán al rey en su esplendor, verán el país en toda su extensión» (Is 33,17) 4 de noviembre de 1838
SERMÓN 3:
Palabras irreales
«Tus ojos contemplarán a un rey en su belleza y verán una tierra dilatada» (Is 33,17) 2 de junio de 1839
SERMÓN 4:
El miedo a la venida de Cristo
«Tus ojos contemplarán al rey en su esplendor, verán el país en toda su extensión» (Is 33,17) 4 de diciembre de 1836
SERMÓN 5:
Ecuanimidad
«Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4) 22 de diciembre de 1839
SERMÓN 6:
El recuerdo de favores pasados
«Soy indigno de todos los favores y de toda la lealtad que has mostrado con tu siervo» (Gn 32,11) 22 de septiembre de 1838
SERMÓN 7:
El misterio de la divinización
«Porque quien santifica y quienes son santificados vienen todos de uno solo; por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2,11) 25 de diciembre de 1839
SERMÓN 8:
El estado de inocencia
«Dios hizo al hombre sencillo pero ellos se buscan infinitas complicaciones» (Qo 7,29) 11 de febrero de 1838
SERMÓN 9:
La empatía entre los cristianos
«Porque es seguro que él no asumió a los ángeles sino al linaje de Abrahán» (Hb 2,16) 17 de febrero de 1839
SERMÓN 10:
La justificación está en nosotros, pero no es nuestra
«De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, a quien Dios lo hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, para que, como está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor» (1 Cor 1,30-31) 19 de enero de 1840
SERMÓN 11:
La ley del Espíritu
«Pues el fin de la Ley es Cristo, para justificación de todo el que cree» (Rm 10,4) 12 de enero de 1840
SERMÓN 12:
Las obras nuevas del Evangelio
«Por tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura, lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo» (2 Cor 5,17) 26 de enero de 1840
SERMÓN 13:
El estado de salvación
«Revestiros del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,24) 18 de marzo de 1838
SERMÓN 14:
Pecados y debilidades
«Pero mi justo vivirá de fe; y si se volviera atrás, mi alma no se complacerá en él» (Hb 10,38) 25 de marzo de 1838
SERMÓN 15:
Pecados de debilidad
«La carne tiene deseos contrarios al espíritu, y el espíritu tiene deseos contrarios a la carne, porque ambos se oponen entre sí, de modo que no podéis hacer lo que os gustaría» (Qo 5,17) 1 de abril de 1838
SERMÓN 16:
Sinceridad e hipocresía
«Porque al que tiene buena disposición se le acepta lo que tiene, sin importar lo que no tiene» (2 Cor 8,12) 16 de diciembre de 1838
SERMÓN 17:
El testimonio de la conciencia
«Esta es nuestra gloria, el testimonio de nuestra conciencia, de que nos hemos comportado en el mundo, y especialmente entre vosotros, con la santidad y sinceridad que vienen de Dios, no con sabiduría carnal sino con la gracia de Dios» (2 Cor 1,12) 9 de diciembre de 1838
SERMÓN 18:
Muchos son los llamados, pocos los escogidos
«¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos sin duda corren pero uno solo recibe el premio? Corred de tal modo que lo alcancéis» (1 Cor 9,24) 10 de septiembre de 1837
SERMÓN 19:
Las bendiciones de la vida presente
«He recibido todo y tengo de sobra, estoy colmado» (Flp 4,18) 10 de marzo de 1839
SERMÓN 20:
Padecer es lo que toca al cristiano
«Todo recae sobre mí» (Gn 42,36) 3 de marzo de 1839
SERMÓN 21:
El dolor, escuela de consolación
«Aquel que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Cor 1,4) 19 de octubre de 1834
SERMÓN 22:
Pensar en Dios es lo que sostiene al alma
«Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ‘¡Abbá, Padre!’» (Rm 8,15) 9 de junio de 1839
SERMÓN 23:
El amor es lo único necesario
«Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos» (1 Cor 13,1) 10 de febrero de 1839
SERMÓN 24:
Poder y querer
«Por lo demás, sed fuertes en el Señor y en la fuerza de su poder» (Ef 6,10) 1 de marzo de 1839
Durante los meses previos a la ceremonia de Beatificación de John Henry Newman (Cofton Park, Birmingham; 19 de septiembre de 2010) leímos y escuchamos palabras más o menos improvisadas en la prensa, la radio o las televisiones, de quienes opinaban que Newman no tuvo mayor interés en la santidad o en los santos. Incluso se publicó una biografía, considerable y nada vulgar, en cierto modo precursora de esta sensibilidad, cuyo subtítulo es justamente El santo que no quería serlo (Newman’s unquiet grave: the reluctant saint). No tengo intención, ni autoridad ninguna, para intervenir en este pequeño pleito que pronto quedará olvidado, pero me voy a permitir una pequeña glosa al exiguo texto que se ha traído y llevado como base única de semejante idea. Newman dice de sí mismo, es verdad: «no tengo tendencia a ser santo, triste es decirlo».
Todos deberíamos saber que las palabras, sueltas, significan muy poco. Newman escribió estas palabras en 1850, cuando aún le quedaba, casi literalmente, media vida. Las escribió no en un memorial o en documento formal, sino en una carta privada. Una carta privada dirigida no a uno de sus íntimos sino a una mujer a la que no conocía. Cierto que, en ocasiones, Newman hizo a corresponsales femeninos confidencias extraordinariamente claras acerca de sus opiniones en materias doctrinales; no obstante, yo diría que no tanto confidencias de asuntos íntimos o personales, como el de si «quería ser santo» o no.
La carta en cuestión era la respuesta, más bien expeditiva, de Newman a varios asuntos planteados por una señorita, llamada Munro, que estaba considerando su vocación religiosa; entre esos asuntos —para hacer la cosa aún más manoseada— Munro le había enviado a Newman la carta de una tercera «señorita Moore», la cual parece cumplir el estereotipo de la «devota incondicional». Esta señorita Moore afirmaba en su carta —supongo que— a la señorita Munro que Newman era un santo. Newman devuelve a Munro la carta de Moore y, en su respuesta a aquella —qué enredoso, ¿verdad?—, aprovecha para ironizar y desinflar cualquier naciente beatería en torno suyo. La carta íntegra de Newman dice así:
«El Oratorio, Birmingham, 11 de febrero de 1850
Estimada Miss Munro
Si entiendo bien un pasaje de su carta, sencillamente me deja atónito. Eso de que su director espiritual la ha autorizado a hacer un voto de obediencia ¡a él! Dudo que sea legítimo y, por supuesto sin comprometerla a usted en absoluto, voy a hacer indagaciones.
Nos parece lo mejor establecer una comunidad religiosa, si podemos encontrar una; y después la traemos a usted. Así que no la esperamos para la Cuaresma; pero la recordaremos.
Le devuelvo la carta de Miss Moore. Desengáñela sobre mí, aunque doy por supuesto que usa la palabra [santo, atribuida a Newman] en sentido general. Como todo el mundo sabe, no tengo nada de santo y es una dura (y saludable) humillación que piensen que está uno a punto de serlo. Puede que yo tenga una elevada opinión de muchas cosas pero es pura consecuencia de mi educación y de una determinada formación intelectual; ahora bien, entre admirar algo y serlo personalmente hay un mundo. No tengo tendencia a ser santo, triste es decirlo. Los santos no son gente de letras, no les gustan los clásicos, no escriben novelas. No estoy mal del todo, en lo mío, pero no llego a lo más alto. Y la gente a mi alrededor, la mayoría, me lo notan en seguida. Los que están a distancia le tienen a uno en un concepto impresionante —que impresiona solo a niños. Me contentaré, en el cielo, con limpiarles los zapatos a los santos; a san Felipe, si usa betún.
Siempre suyo con afecto, John H Newman, Cong. Orat».
Lo curioso es que la carta atestigua dos cosas: que Newman tuvo en vida alguna fama de santidad; y que su reacción ante esa fama es de rechazo y de genuina humildad. ¿Qué esperaban los periodistas del siglo XXI? ¿Que Newman fomentara su propia canonización?
Nada más lejos de la realidad que la supuesta indiferencia de Newman por el ideal de la santidad. Toda su vida fue una demostracion en contrario. Ya es casualidad, pero el primer sermón del primer volumen de estos Sermones parroquiales se titula, precisamente, «La santidad, necesaria para la felicidad eterna» y glosa el texto de la epístola a los hebreos (12,14) sobre «la santidad, sin la cual nadie puede ver a Dios». Lo predicó con solo 26 años.
Para más casualidad, resulta que en el último de los incluidos en el presente volumen, «Poder y querer», leemos: «es indudable que las Escrituras nos exhortan una y otra vez a que seamos santos y perfectos, a ser santos e irreprochables a los ojos de Dios, a ser santos como Él es santo, a que guardemos los mandamientos, cumplamos la ley y nos llenemos de frutos de justicia». Y contiene, además, una de esas maravillosas perlas: «Nos da miedo ser demasiado santos».
Algunos paisanos le han tratado ahora como solían hacerlo los protestantes entonces, retorciendo sus palabras. Precisamente de eso se quejaba Newman, en carta feroz de 20 de agosto de 1851, al editor de la Ari’s Birmingham Gazette, revista donde un clérigo del Establishment había afirmado que «la totalidad de mi vida pública» ha sido «una mentira sin remisión posible». Su atacante había «cortado el comienzo de la primera frase del primer pasaje y luego ha quitado la parte central del segundo. Que haga el favor, si es que puede permitirse jugar limpio, de citar íntegros ambos pasajes y entonces yo me comprometo, no a contestarle a él, sino a dar explicación de esos dos pasajes a los lectores de su periódico, en el caso de que todavía requieran alguna aclaración» (Suyo con afecto 164-65).
Es hermoso pensar que estas reticencias, de ahora y de antes, han contribuido a que Newman entre como «de espaldas» en el canon de la Iglesia católica. Estoy aludiendo, con ello, a una de esas maravillosas intuiciones que saltan de sus sermones parroquiales. Concretamente al titulado «El estado de inocencia», incluido en este volumen cinco, cuando afirma que «we walk to heaven backward», que al cielo se llega caminando de espaldas. Vamos por la vida como siempre, con la monotonía del roce diario con las cosas, buscando la luz y la verdad, pero entre errores constantes. Como siempre. Entonces, a una palabra de Dios, nos daremos la vuelta y —oh, sorpresa—: ¡si estoy en el cielo!
Este y otros veintitrés sermones fueron predicados en su mayoría en los años 1838 (nueve sermones), 1839 (otros nueve) y 1840 (tres sermones). En 1839 tuvo lugar una de las grandes experiencias que Newman revive en su Apologia pro vita sua, ese clásico de la autobiografía que el 19 de septiembre de 2010 había pasado del puesto 30.000 al 46 en la lista de best-sellers de Amazon1. «La Long Vacation, las vacaciones de verano, de 1839 empezaron pronto» (Apologia 162) recuerda con nostalgia en el capítulo tercero. Ese verano lo pasó, «solus in College», como escribe a un amigo el 12 de julio de 1839, «si no fuera por los ratones que en este momento me hacen compañía con sus crujidos entre mis papeles y detrás del paño de Arrás» (Letters and Diaries 7, 106). Por fin, después de cuatro años intentándolo, logró ponerse a estudiar de nuevo las controversias de la Iglesia primitiva. Y fue, en medio de esas lecturas, «entre el 13 de junio y el 30 de agosto» (Apologia 162), concretamente estudiando la controversia monofisita, cuando pensó por primera vez que el Anglicanismo era insostenible. ¿Por qué? Básicamente, porque vio que el principio de Catolicidad era superior al de Antigüedad, en el que Newman se había hecho fuerte desde el comienzo del Movimiento de Oxford. Por primera vez, sintió que se le movía el terreno bajo los pies. Él mismo lo expresó con mayor fuerza visual en Apologia pro vita sua. Extracto los dos pasos fundamentales: el primero ocurre cuando andaba absorbido por aquellas cuestiones doctrinales:
«Mi baluarte era la Antigüedad; y he aquí que, en pleno siglo V, me pareció ver reflejada la Cristiandad de los siglos XVI y XIX. Vi mi rostro en ese espejo: yo era un Monofisita. La Iglesia de la Via Media ocupaba el lugar de la Comunión Oriental; Roma estaba donde está ahora; y los protestantes eran los Eutiquianos».
El segundo momento tiene un origen externo. Un amigo le llama la atención sobre unas palabras de san Agustín —«Securus iudicat orbis terrarum»— que coinciden providencialmente con el motivo de su alarma. Aquello quería decir que el Orbis terrarum, la Catolicidad, decidía «cuestiones eclesiales sobre una base y una regla más sencillas que el criterio de la Antigüedad. Es más, dado que san Agustín era una de las primeras voces de la Antigüedad, la Antigüedad estaba aquí condenándose a sí misma». Poco más abajo, Newman es aún más rotundo y despiadado consigo mismo: «Securus iudicat orbis terrarum! Con estas grandes palabras del antiguo Padre, que interpretaban y resumían el largo y accidentado curso de la historia de la Iglesia, la teoría de la Via Media había quedado absolutamente pulverizada» (Apologia 165-66).
Uno de los únicos dos amigos que recibieron sus confidencias en octubre de 1839 relata así el dramatismo de su situación:
«[Newman] Tenía confianza en que al volver a sus habitaciones [...] encontraría la manera de resolver sus dificultades. Pero dijo: ‘no puedo ocultarme a mí mismo que por primera vez desde que comencé a estudiar la teología se ha abierto ante mí un panorama cuyo final no puedo ver’ [... su amigo] expresó su esperanza de que Mr Newman muriera antes que dar semejante paso. Respondió él, con profunda seriedad, que había pensado pedir a sus amigos, si alguna vez llegaba un momento en que se sintiera en auténtico peligro, que rezaran para que Dios, si era su voluntad, se lo llevara de este mundo antes que dar el paso» (Mozley 287).
Finalmente, logró calmarse y, en gran medida, superar la crisis. Es notable que, de nuevo, recurra a varias imagénes visuales, que subrayo, para retratar los cambios de su estado interior:
«Era claro que, como en la cena del rey Baltasar, yo había visto la sombra de una mano en la pared. Pero, a la vez, todavía tenía muchas cosas que aprender en la cuestión de las Iglesias, y tal vez recibiera alguna nueva luz. Quien ha visto un fantasma no vuelve a ser nunca el de antes. Los cielos se habían abierto y vuelto a cerrar. Por un momento había tenido la idea de que ‘después de todo, la Iglesia de Roma es quien tiene razón’, para luego desvanecerse. Mis antiguas convicciones continuaban como antes» (Apologia 166-67).
¿Qué hacer? «Guiarme no por la imaginación sino por la razón [...] La nueva visión de las cosas sólo podía influirme si poseía una fuerza lógica sobre mí» (Apologia 168). El predicador de los sermones de este tomo andaba, pues, inmerso en una especie de dicotomía interior que no traslucía al exterior. Pero no solo estudiar; también confiar en Dios: «Me dije entonces que sólo el tiempo podía resolver la cuestión. Lo mío era seguir como siempre y obedecer las convicciones a las que me había entregado desde tiempo atrás, que todavía me poseían y con las que mis nuevas ideas no guardaban relación directa» (Apologia 168). Subrayo, por mi cuenta, esa palabra, obedecer, en que Newman, el pastor siempre tan práctico, resume a sus oyentes lo que hay que hacer para ser un cristiano. «Si venía de arriba, volvería —confiaba yo—, y volvería con líneas más definidas, con mayor coherencia y firmeza probatoria». Y, cómo no, su amor a la voz de Dios en la Escritura: «Pensé en Samuel antes de que ‘conociera la palabra del Señor’ (1 S 3,7) y se retirara de nuevo a dormir. Ésta era mi visión general del asunto y mi conclusión prima facie» (Apologia 168). Un ejemplo notable de su estado es que aunque conservaba fuertes sentimientos antirromanos, «tras el verano de 1839 empecé a sentir una resistencia creciente a hablar contra Roma o sus doctrinas oficiales» (Apologia 170).
Pero faltan aún más de seis años y bastantes acontecimientos interiores y exteriores para que esta primera iluminación del verano de 1839 desemboque en su ingreso en la Iglesia Católica en 1845, un 9 de octubre, la fecha en que esa misma Iglesia celebra ahora la fiesta del Beato Newman.
En estos sermones Newman trata temas morales más bien que doctrinales. No obstante, el mensaje fundamental que transmite a sus oyentes contribuye a llevarlos más bien hacia la Iglesia antigua que hacia la Iglesia de Inglaterra, como apunta él mismo en Apologia (181). Me parece, además, que su estado interior es quizá responsable de cierta tendencia a la reiteración cautelosa, a la morosidad, a la hora de explicar su posición; y también cierta tendencia a la cita aún más constante de la Escritura, antiguo y nuevo testamento, como si quisiera convencer de forma expeditiva con argumentos de autoridad. En suma, ¿es el tono general menos polémico que otras veces, precisamente porque el predicador se siente próximo a un estado de búsqueda y espera, por muy latente que este sea?
Entre esos temas, como suelo, destacaré unos pocos. Encontramos —uno de sus preferidos— la evocación de los tiempos apostólicos, el tiempo de la persecución y la fe vibrante de los cristianos; esa debería ser la medida del evangelio de hoy, igual de exigente que entonces, y del sacerdocio igual de heroico, no un mero oficio y beneficio que los hombres envidian, al tiempo que lo desprecian por fácilmente hipócrita. El sermón dedicado a «El estado de inocencia», que ya he citado antes, ofrece una original versión del motivo, tan romántico, de la infancia, que Newman equipara al estado de Adán en el paraíso: «al examinar el episodio del Edén, es como si estuviésemos volviendo la vista hacia nuestra infancia. Y al intentar volver a ser niños lo que intentamos es volver a ser como Adán en el momento en que fue creado».
En «Las bendiciones de la vida presente» Newman no se limita a recomendar, contra toda tradición anglicana, la práctica de las penitencias cuaresmales, cosa que ya había hecho antes; ahora, habla también de las cosas buenas de la tierra: la comida, ¡el sueño!, los amigos. Se diría que Newman, muerto Froude, ausente Keble y con Pusey un poco en babia, se sentía un poco solo, y se pone maravillosamente autobiográfico, hablando de sus madrugones para comulgar. El cierre de los sermones, con gran frecuencia, resulta emocionante, solemne, grandioso.
«El amor es lo único necesario» contiene una invectiva, que suena de lo más actual, contra los que odian la religión tout court; o bien, nos descubre que se trata de un achaque poco novedoso. Piensan algunos «que la religión no tiene otro fin que estorbar nuestros placeres de forma irracional y sin el menor sentido [...] un sistema basado en el temor [...] En otras palabras, la religión es antinatural». Pero el temor «es la religión de los hijos de este mundo que, si fuera posible, servirían a Dios y a Mammón. La verdadera religión consiste en amor y temor; ellos, en cambio, dan a Dios su temor y su amor a Mammón». Haríamos bien en meditar con frecuencia el sermón dedicado a «Sinceridad e hipocresía» (n. 16) y su pareja, «El testimonio de la conciencia» (n. 17). En ellos responde Newman nada menos que a este punto: en qué consiste realmente ser cristiano. Y lo hace así: en poseer «un sentimiento dominante de la presencia de Dios [. en] vivir con el pensamiento de que Él está presente en él; presente no externamente, no en la naturaleza nada más, o en la Providencia, sino en lo más íntimo de su corazón, en su conciencia. [Su] conciencia está iluminada por Dios de manera que habitualmente es consciente de que todos sus pensamientos, los primeros impulsos de su vida moral, todas sus motivaciones y deseos, están abiertos al Dios Todopoderoso».
Una vez más reproduzco advertencias ya incluidas en la introducción a los volúmenes anteriores. Si toda traducción implica un trasvase cultural más que lingüístico, en nuestro caso conviene no olvidar que la lengua de partida es un lenguaje religioso, perteneciente a la tradición anglicana, de la primera mitad del siglo XIX; y la de llegada es otro lenguaje religioso, propio de una tradición católica que habla al siglo XXI. Palabras y sintagmas presentan problemas que no siempre admiten una misma solución, y que son muy capaces de envarar la versión castellana. La sintaxis suele responder a una arquitectura sencilla y parroquial que trasparenta un discurso hablado, y que generalmente no es complicada, aunque sí un tanto torrencial. Abundan las enumeraciones paratácticas, las tiradas, muchas veces de creciente intensidad, con una puntuación algo rota y extraña, llena de conjunciones copulativas y de unos guiones que Newman emplea con funciones variadas. Espero que el lector no se extrañe ante las huellas escritas del registro oral —quizá puede probar a leer los sermones en voz alta; saldrán ganando.
En cuanto a los textos de la Escritura, mantengo el criterio de sustituir los textos de la Biblia anglicana que Newman empleaba (la King James Version o Authorised Version de 1611) por la versión española de la Biblia que publicó la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. 5 vols. Pamplona: Eunsa, 1997-2005) y que está disponible también en un solo volumen (Biblia de Navarra: edición popular. Pamplona-Woodridge (Illinois): Eunsa-Midwest Theological Forum, 2008). Pretendo así dar prioridad a la actualidad del texto sagrado y ser coherente con el objetivo último de esta traducción de los Parochial and Plain Sermons, que no es un proyecto erudito, académico o estrictamente teológico, aunque desde luego sí quiere ser riguroso al máximo en su versión del texto newmaniano. Sin embargo, cuando el texto bíblico inglés ha parecido de algún relieve, lo mantengo sin advertirlo y realizando las leves adaptaciones gramaticales necesarias, que exigen el contexto gramatical o el razonamiento doctrinal del predicador. Las abreviaturas de los distintos libros bíblicos proceden también de la Biblia de Navarra.
En este ámbito del lenguaje religioso, tiendo a emplear mayúsculas en «Evangelio» cuando equivale a ‘nuevo testamento’ y minúsculas cuando equivale más bien a ‘relatos evangélicos’, aunque el criterio puede no ser del todo estable. En determinados momentos el énfasis me lleva a escribir Regeneración, Apóstol, Bautismo o Misericordia. Los demostrativos con mayúscula referidos a Dios, como «Su», resultan sumamente útiles con sentido diacrítico en castellano, idioma bastante impreciso en esto, donde un demostrativo mal colocado o ausente puede marear a los lectores en busca del sujeto gramatical; justo al contrario que el inglés. Pero cuando no hay necesidad de precisar, el pronombre va en minúscula aunque se refiera a Dios —con excepción de «Él».
Los números que figuran en cada encabezamiento, así como las fechas de predicación, proceden de Sermons 1824-1843, los sermones inéditos que preparó Placid Murray (vol. 1. Oxford: Clarendon Press, 1991, 353-72) y corresponden a la numeración integral de los sermones, hecha por el propio Newman.
Al igual que en el resto de los volúmenes, superviso y regularizo en cuanto a estilo todos los textos. En cada sermón, no obstante, consta el responsable de la versión castellana.
V G R Invierno de 2010
Obras citadas
Cornwell, John, Newmans unquiet grave: the reluctant saint. Continuum, Londres 2010.
Mozley, Anne, ed., Letters and correspondence of John Henry Newman during his life in the English Church. With a brief autobiography. Vol 2. Longmans, Green, & Co., Londres 1891.
Newman, John Henry, Suyo con afecto: autobiografía epistolar. Edición, traducción y notas de Víctor García Ruiz, Encuentro, Madrid 2002.
Newman, John Henry, Apologia por vita sua. Edición, traducción y notas de Víctor García Ruiz y José Morales, 2.a ed. Encuentro, Madrid 2010.
The Letters and Diaries of John Henry Newman, 32 vols., Nelson-Oxford University Press, London-Oxford-New York 1961-2008.
Ab
Abdías
Ag
Ageo
Am
Amós
Ap
Apocalipsis
Ba
Baruc
1 Cor
Primera Carta a los Corintios
2 Cor
Segunda Carta a los Corintios
Col
Carta a los Colosenses
1 Cro
Libro 1 de las Crónicas
2 Cro
Libro 2 de las Crónicas
Ct
Cantar de los Cantares
Dn
Daniel
Dt
Deuteronomio
Ef
Carta a los Efesios
Esd
Esdras
Est
Ester
Ex
Éxodo
Ez
Ezequiel
Flm
Carta a Filemón
Flp
Carta a los Filipenses
Ga
Carta a los Gálatas
Gn
Génesis
Ha
Habacuc
Hb
Carta a los Hebreos
Hch
Hechos de los Apóstoles
Is
Isaías
Jb
Job
Jc
Jueces
Jdt
Judit
Jl
Joel
Jn
Evangelio según san Juan
1 Jn
Primera Carta de san Juan
2 Jn
Segunda Carta de san Juan
3 Jn
Tercera Carta de san Juan
Jon
Jonás
Jos
Josué
Jr
Jeremías
Judas
Carta de san Judas
Lc
Evangelio según san Lucas
Lm
Libro de las Lamentaciones
Lv
Levítico
1 M
Libro Primero de los Macabeos
2 M
Libro Segundo de los Macabeos
Mc
Evangelio según san Marcos
Mi
Miqueas
Ml
Malaquías
Mt
Evangelio según san Mateo
Na
Nahum
Ne
Nehemías
Nm
Números
Os
Oseas
1 P
Primera Carta de san Pedro
2 P
Segunda Carta de san Pedro
Pr
Proverbios
Qo
Libro de Qohélet (Eclesiastés)
1 R
Libro Primero de los Reyes
2 R
Libro Segundo de los Reyes
Rm
Carta a los Romanos
Rt
Rut
1 S
Libro Primero de Samuel
2 S
Libro Segundo de Samuel
Sal
Salmos
Sb
Sabiduría
Si
Libro de Ben Sirac (Eclesiástico)
So
Sofonías
St
Carta de Santiago
Tb
Tobías
1 Tm
Primera Carta a Timoteo
2 Tm
Segunda Carta a Timoteo
1 Ts
Primera Carta a los Tesalonicenses
2 Ts
Segunda Carta a los Tesalonicenses
Tt
Tito
Za
Zacarías
POR JOHN HENRY NEWMAN, B. D. VICARIO QUE FUE DE LA IGLESIA DE SANTA MARÍA, EN OXFORD
EN OCHO VOLUMENES
VOLUMEN V
REIMPRESIÓN LONGMANS, GREEN Y COMPAÑÍA 39 PATERNOSTER ROW, LONDRES NUEVA YORK, BOMBAY Y CALCUTA
A JOSHUA WATSON, CABALLERO, DOCTOR EN DERECHO BENEFACTOR DE TODOS SUS HERMANOS, POR SU PROLONGADA Y RESPETUOSA DEDICACIÓN, POR SU PACIENCIA EN EL SERVICIO A LA MADRE COMUN, SUYA Y DE SUS HERMANOS, SE LE DEDICA ESTE VOLUMEN, EN LA ESPERANZA DE QUE NO LE DESAGRADARÁ UNA OFRENDA NO AUTORIZADA DE RESPETO Y GRATITUD
«Tus ojos contemplarán al rey en su esplendor, verán el país en toda su extensión» (Is 33,17)Adviento
Los años, a medida que van pasando, nos traen las mismas advertencias, una y otra vez, y quizá ninguna más impresionante que la que nos llega en este tiempo. El frío mismo y la escarcha, la lluvia y la oscuridad que caen ahora sobre nosotros anticipan los tristes días finales de este mundo, y hacen pensar en ellos a las gentes religiosas. El año está agotado: primavera, verano, otoño, cada uno en su momento, fueron trayéndonos sus dones y dando de sí al máximo; pero ya no pueden más y el final está cerca. Todo pasó y es ido, todo se agota, se apura; nos hartamos de lo pasado, no alargaríamos las estaciones, y el austero tiempo que las sigue, aunque desagradable para el cuerpo, entona bien con lo que sentimos, y lo aceptamos de buen grado. Tal es el estado interior que mejor corresponde al final del año, y ese es el estado interior que experimentan tanto los buenos como los malos al final de la vida. Han llegado los días en que ya no encuentran gusto en nada, y difícilmente desearían volver a ser jóvenes, aunque pudieran. La vida está bien, tal como es, pero no les llena. Así, el alma se ve lanzada hacia lo porvenir y en la medida en que su conciencia es clara y su perpeción aguda y verdadera, se regocija en que «la noche está avanzada, el día está cerca» (Rm 13,12), y aunque estos se acabarán, vendrán «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1); es más, perciben que, precisamente porque estos se acaban, pronto «contemplarán al rey en su esplendor» y «verán el país en toda su extensión» (Is 33,17). Estas son reflexiones propias de gente santa durante el invierno, gente entrada en años que, quizá algo abatidas pero en el fondo llenas de consuelo, aguardan la venida de Cristo con calma aunque con seriedad.
Esos son también los sentimientos con que nos presentamos ante Él en la oración día tras día. La estación del año es fría y oscura, el aire de la mañana es húmedo y son escasos quienes vienen a la iglesia, pero todo eso viene bien a quienes quieren ser penitentes y sentirse en duelo, vigilar y estar en camino. Aman más esa soledad, encuentran más alegre esa severidad, y más brillante esa oscuridad, que todos esos apoyos y ese aparato excesivo con que la gente intenta hoy hacer menos desagradable la oración. Las personas con verdadera fe no sienten codicia por las comodidades. Solo se quejan cuando se les impide arrodillarse, cuando se les sienta en cojines mullidos, cuando se los protege entre cortinas, y se los rodea con la tibieza de una calefacción. Lo único que les apura es que les corten el paso o que los pongan en ridículo cuando se presenten como pecadores ante su Juez. Los que son conscientes de ese Día terrible en que verán cara a cara al Dios cuyos ojos son como la llama del fuego, se preocupan tan poco de rezar con comodidad ahora como se preocuparán de semejante cosa entonces.
Pasa un año, y luego otro, y las mismas advertencias vuelven de nuevo. Las heladas, la lluvia, reaparecen. A la tierra la despojan de su brillantez; nada queda en que la vista pueda explayarse. Entonces, en medio de esa desolación de la tierra y del cielo, regresan las palabras tan bien conocidas; leemos al profeta Isaías, el mismo evangelio y la misma epístola que nos mandan «despertar del sueño» y dar la bienvenida al que «viene en el nombre del Señor», las mismas Colectas suplicándole que nos prepare para el día del Juicio. ¡Benditos los que obedecen esas voces y buscan a Aquel a quien no han visto porque «han deseado con amor su venida» (2 Tm 4,8).
En este tiempo no caben reflexiones más adecuadas que las que acabo de proponer. Cuál sea el destino de otros seres es cosa que ignoramos, pero lo que sí sabemos es lo que nos cabe esperar: que ante nosotros se extiende un tiempo en el que veremos a nuestro Hacedor y Señor cara a cara. No sabemos lo que está reservado a las demás criaturas. Puede que algunos, al no tener conocimiento de su Creador, nunca sean llevados a Su presencia. Este puede ser el caso de los animales. La ley de su naturaleza puede ser vivir y morir, o vivir de forma indefinida, como en los aledaños de Su gobierno, sostenidos por Él pero sin conocerle o sin poder acercarse a Él. Pero nuestro caso es diferente. Nuestro destino es llegar ante Él, y llegar ante Él para que nos juzgue; además eso ocurrirá en nuestro primer encuentro; y de repente. No se nos va a premiar o castigar simplemente; se nos va a juzgar. Nuestras acciones recibirán recompensa no por una aplicación más o menos mecánica del ser de las cosas, como sucede actualmente, sino por parte del mismísimo Autor de la Ley en persona. Compareceremos ante su Justa Presencia, uno por uno. Uno por uno tendremos que sostener su mirada santa y escrutadora. Ahora vivimos en un mundo de sombras. Lo que vemos no es lo sustancial. De repente un día ese mundo se partirá en dos, se desvanecerá, y aparecerá nuestro Hacedor. Y esa aparición primera supondrá una relación personal entre el Creador y cada criatura. Él nos mirará y nosotros le miraremos.
Para probarlo, no hace falta citar los muchos pasajes de la Escritura que nos lo dicen, pero si lo hacemos, podremos grabar esa verdad en nuestros corazones. Expresamente se dice que buenos y malos verán a Dios. Así, el santo Job dice «después de que mi piel se haya destruido, desde mi carne veré a Dios. Yo lo veré por mí mismo, mis ojos lo contemplarán y no otro» (Jb 19,26-27). Y el malvado Balaam, por contra: «lo veré, pero no ahora; lo divisaré, pero no de cerca: de Jacob viene en camino una estrella, en Israel se ha levantado un cetro» (Nm 24,17). Cristo dice a sus discípulos: «erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención» (Lc 21,28); y a sus enemigos: «veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mc 14,62). Y aplicado a todos los hombres, dice la Escritura: «mirad, viene rodeado de nubes y todos los ojos le verán, incluso los que le traspasaron, y se lamentarán por él todas las tribus de la tierra» (Ap 1,7). Pero también: «cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es» (1 Jn 3,2). Y «ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13,12). Y: «verán su rostro y llevarán su nombre grabado en la frente» (Ap 22,4).
Al igual que ellos lo ven a Él, Él los verá a ellos porque Él vendrá para juzgarlos. «Porque todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo» (2 Cor 5,10) dice san Pablo. Y en otro lugar: «todos compareceremos ante el tribunal de Dios. Porque está escrito: ‘Vivo yo, dice el Señor, ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios’. Así pues, cada uno de nosotros dará cuenta de sí mismo a Dios» (Rm 14,10-12). Y también: «cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos» (Mt 25,31-32).
Así será nuestro primer encuentro con Dios, tan repentino como íntimo. «Vosotros mismos sabéis muy bien que el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche. Así pues, cuando clamen: ‘Paz y seguridad’, entonces, de repente, se precipitará sobre ellos la ruina» (1 Ts 5,2-3). Esto se dice de los condenados; en otro pasaje se dice que Él sorprenderá a todos, buenos y malos: «Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas —las necias y las prudentes— y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: ‘¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!’» (Mt 25, 5-6).
Al reflexionar en este ser de las cosas, este futuro que a todos nos aguarda, sin duda nos preguntamos con preocupación: «¿no podríamos saber algo más, es eso todo lo que sabemos, no hay más? ¿Sabemos solo que ahora todo es oscuro y que después todo será luz; que ahora Dios está escondido y después se nos mostrará; que estamos en un mundo sensible y después estaremos en un mundo de espíritus? Desde luego, es pura sensatez, u obligación estricta, prepararnos para ese gran cambio; pero ¿hay alguna indicación, sugerencia o normas sobre cómo nos tenemos que preparar? «Prepárate para el encuentro con tu Dios» (Am 4,12) y «Salid a su encuentro» (Mt 25,6) son los dictados tanto de la razón natural como del libro inspirado, pero ¿cómo hacerlo?
Observad que es una respuesta insuficiente a esta pregunta decir que debemos esforzarnos en obedecerle, y hacernos así aceptables a Él. Eso sería suficiente si la recompensa o el castigo vinieran al modo de la naturaleza, como ocurre en este mundo nuestro. Pero si consideramos el asunto con cuidado, aparecer ante Dios, habitar en su presencia, es cosa muy distinta de estar meramente sujetos a un sistema moral de leyes, y requiere otra preparación, una preparación particular de la mente y del corazón que nos permita soportar la visión de su rostro y mantener la comunión con Él; una preparación del alma para estar en Su presencia, lo mismo que el ojo físico tiene que ejercitarse para recibir la luz del mediodía o el cuerpo para exponerse al aire libre.
Sea o no cosa segura este modo de razonar, la Escritura lo hace improcedente al decirnos que el fin del Evangelio consiste, entre otras cosas, en prepararnos para este futuro, glorioso y maravilloso destino: la contemplación de Dios —destino que, si no es glorioso al máximo, será terrible al máximo. Y en el culto y servicio del Dios Todopoderoso que Cristo y los apóstoles nos han dejado, se nos otorgan medios, tanto místicos como morales, para acercarnos a Dios y aprender, poco a poco, a soportar la vista de su rostro.
Esta razón es la más trascendental para el culto divino. La gente pregunta a veces: ¿qué necesidad hay de profesar una religión? ¿Por qué ir a la iglesia? ¿Por qué observar ciertos ritos y ceremonias? ¿Por qué vigilar, rezar, ayunar y meditar? ¿Por qué no basta con ser justo, honrado, sobrio, benevolente y virtuoso de una u otra manera? ¿No es ese el verdadero y auténtico culto a Dios? ¿La mejor forma de acercarnos a Él no es lo que ocurre dentro, en nuestra conciencia, y fuera, en nuestra conducta? ¿Cómo vamos a agradar a Dios sometiéndonos a unas formalidades religiosas, tomando parte en ciertos actos religiosos? Y, si hubiera que hacerlo, por qué no hacérnoslos nosotros mismos a nuestra medida? ¿Por qué ir a la iglesia para eso? ¿Por qué participar en lo que la Iglesia llama Sacramentos? Contesto. Hay que hacerlo así, primero y principalmente, porque lo dice Dios. Además, veo otra sencilla razón: porque un día nuestra naturaleza cambiará. No vamos a vivir en esta tierra eternamente. La relación directa con Dios, por parte nuestra, ahora, mediante la oración y prácticas semejantes, puede ser necesaria para encontrarse con Él adecuadamente en el más allá. Y la relación directa por parte de Dios con nosotros, o lo que llamamos Comunión sacramental, puede sernos necesaria de una forma incomprensible para preparar nuestra humana naturaleza a sostener la visión de Dios.
Adoptemos, pues, esta visión de los servicios religiosos: se trata de «salir a recibir al Esposo». Si no lo vemos «en su Belleza», lo veremos aparecer como fuego devorador. Aparte de otras razones importantes, son una preparación para el acontecimiento tremendo que ocurrirá un día. Qué sería encontrarnos con Cristo de repente sin estar preparados, podemos imaginarlo viendo lo que les pasó a los apóstoles cuando Su gloria se les manifestó de forma inesperada. San Pedro exclamó: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8) y san Juan «al verle, cayó a sus pies como muerto» (Ap 1,17).
Siendo esto así, es una misericordia por parte de Dios darnos medios para prepararnos, medios que Él mismo ha señalado. Cuando Moisés descendió de la montaña y el pueblo quedó deslumbrado ante su rostro, se puso un velo. Hasta cierto punto el Evangelio ha eliminado ese velo, en la medida en que nos estamos preparando para eliminarlo del todo. Estamos con Moisés en la montaña en cuanto que tenemos una visión de Dios; y estamos abajo con el pueblo en cuanto que Cristo no se nos aparece visiblemente. Se ha puesto un velo y se sienta entre nosotros, en silencio y como en secreto. Cuando nos acercamos a Él, lo sabemos solo por la fe, y Él se nos manifiesta sin que nosotros seamos conscientes de esa manifestación.
Ese es, por tanto, el espíritu con que debemos acudir a todos los actos de culto, como anticipaciones y primeros frutos de esa visión de Dios que un día llegará. Cuando nos pongamos de rodillas para rezar a solas, pensemos: «así me arrodillaré un día ante Su estrado, con esta carne y sangre mías, y Él estará sentado allá arriba, también con su carne y sangre, divinas. Aquí estoy, con el pensamiento de esa hora tremenda ante mí, aquí estoy confesando mis pecados ahora que puede perdonarlos, y digo: ‘Oh Señor, Dios Santo, Santo y Fuerte, Santo e Inmortal, en la hora de la muerte y en el día del Juicio, líbranos, Señor’».
Al llegar a la iglesia, digamos: «llegará el día en que veré a Cristo rodeado de sus santos ángeles. Me encontraré en esa bendita compañía, donde todo será puro y luminoso. Aprenderé entonces a estar en la presencia del Santo y de sus siervos, a ser valiente para contemplar algo que primero da miedo y luego es el éxtasis y que solo gozan aquellos que no quedan destruidos. Cuando los hombres tienen que pasar por alguna gran experiencia, se preparan de antemano, pensando en ella a menudo y a esto lo llaman, «disponerse». Así, cualquier prueba extraña se les vuelve familiar. El valor es un paso necesario en la obtención de ciertos bienes, y el valor se gana mediante una determinación firme. Los niños se asustan y cierran los ojos al ver un guerrero poderoso o un rey imponente. Cuando Daniel vio al ángel, lo mismo que san Juan, «el semblante se me cambió por el abatimiento y no me mantuve firme» (Dn 10,8). Vengo a la iglesia porque soy heredero del cielo. Es mi deseo y mi esperanza tomar posesión un día de mi herencia, y vengo aquí para prepararme, y no quiero ver aún el cielo porque aún no puedo verlo. Pero puedo estar en el cielo, sin verlo, para aprender a verlo. Y con los salmos y el canto sagrado, confesando mis pecados y dando gracias a Dios, aprendo poco a poco.
Si esto es verdad para las ceremonias ordinarias, públicas y privadas, es más verdad todavía o de una forma especial, en lo que respecta a los Sacramentos de la Iglesia. En ellos se manifiesta, en mayor o menor medida, el Salvador Encarnado que un día será nuestro Juez, y que nos está adiestrando en poder ver su rostro mañana a base de anticipárnoslo hoy poco a poco. Entre este mundo y el que vendrá se extiende un velo oscuro y tupido. Los mortales probamos por arriba y por abajo, por adelante y por detrás, y no vemos nada. Ese velo no nos da acceso al mundo futuro. El Evangelio no ha levantado ese velo; sigue ahí. Pero de vez en cuando se producen revelaciones maravillosas de lo que hay detrás. A veces nos parece captar el atisbo de una Forma que en el más allá veremos cara a cara. Nos acercamos y a pesar de la oscuridad, las manos, la cabeza, las cejas, los labios parecen, por así decir, sensibles al contacto de algo que es más que terrenal. No sabemos dónde estamos pero nos hemos bañado en el agua y una voz nos dice que es sangre. O tenemos una marca en la frente que nos habla de la Cruz. O recordamos una mano en la frente, que tenía la señal de los clavos y se parecía a la de Quien dio la vista a los ciegos y la vida a los muertos. O hemos comido y bebido, y no era un sueño: Alguien nos alimentaba con su costado abierto y renovaba nuestra naturaleza con la comida celestial que nos daba. De muchas formas, Él que es nuestro Juez, nos prepara para ser juzgados. Él, que nos va a glorificar, nos prepara para ser glorificados, de manera que no nos tome por sorpresa sino que cuando suene la voz del arcángel y seamos llamados a abrir al Esposo, estemos preparados.
Considerad la luz que estas reflexiones arrojan sobre algunos textos notables de la epístola a los hebreos. Si en el evangelio encontramos esta aproximación sobrenatural a Dios y al mundo venidero, no es de extrañar que san Pablo la llame «iluminación», «regusto del don celestial», que la considere equivalente a ser hecho «partícipe del Espíritu Santo», a «gustar la palabra de Dios y los poderes del mundo venidero». Tampoco es de extrañar que una apostasía completa tras recibir ese don sea cosa completamente imperdonable y que por tanto cualquier profanación, cualquier pecado contra él, sea tan peligrosa en la medida en que el pecado sea grave. Él, que va a ser nuestro Juez, condesciende a manifestársenos en este mundo, pero si ese privilegio no nos hace dignos de Su gloria futura, entonces es que nos está preparando para el momento de Su ira.
Lo que he dicho sobre los sacramentos y la liturgia se aplica aún más plenamente a los tiempos litúrgicos, que incluyen numerosas celebraciones del culto. Hay tiempos en que humildemente podemos esperar gracias más abundantes porque nos invitan de manera especial a los medios de la gracia. Este Adviento en el que estamos es un tiempo para la purificación, en todos los aspectos. Cuando Dios todopoderoso iba a descender sobre el Monte Sinaí, le dijo a Moisés que «el pueblo se purificara» y les mandara «lavar sus ropas», y que señalara «un límite al pueblo alrededor de la montaña»; mucho más es este un tiempo para «purificarnos de toda mancha de carne y de espíritu, llevando a término la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7,1), un tiempo para corazones contritos y ojos amantes de su Dios; para una meditación profunda, propósitos austeros y obras de caridad, un tiempo para recordar lo que somos y lo que seremos. Salgamos a Su encuentro con el corazón contrito y expectante, y aunque Él retrase su llegada, esperémosle en medio del frío y el clima desapacible que algún día terminarán. Su llamada tendremos que atenderla, ineludiblemente, cuando Él nos despoje del cuerpo; adelantémonos, voluntariamente, a lo que un día ha de ocurrir necesariamente. Aguardémosle con espíritu religioso, con temor, con esperanza, con paciencia y obediencia. Resignémonos a Su voluntad, sin dejar de hacer buenas obras. Pidámosle siempre que «se acuerde de nosotros cuando llegue a su Reino», que se acuerde de todos nuestros amigos, que se acuerde de nuestros enemigos, y que Su misericordia nos visite aquí de tal manera que Su justicia nos recompense en el más allá.
Traducción de Víctor García Ruiz
«Tus ojos contemplarán al rey en su esplendor, verán el país en toda su extensión» (Is 33,17)Adviento
Aunque Dios no permitió a Moisés entrar en la tierra prometida, sí le concedió verla a distancia. También a nosotros, aunque no hemos sido admitidos todavía en la gloria celestial, se nos ha dado ver mucho, como preparación para ver más. Cristo habita entre nosotros en su Iglesia, de un modo real aunque invisible y, mediante sus preceptos, cumple con respecto a nosotros, en un sentido verdadero y suficiente, la promesa del texto. A nosotros se nos permite ya ahora «contemplar al rey en su esplendor» y «ver el país en toda su extensión». Las palabras del profeta son aplicables tanto a nuestro estado actual como al estado de los santos en el más allá. De la gloria futura dice san Juan: «verán su rostro y llevarán su nombre grabado en la frente» (Ap 22,4). Y, del presente, habla el propio Isaías en pasajes que pueden considerarse una explicación del texto: «entonces se revelará la gloria del Señor, y toda carne a una la verá» (Is 40,5); y en otro lugar: «ellos verán la gloria del Señor, la majestad de nuestro Dios» (Is 35,2). No vemos a Dios cara a cara por el Evangelio; pero a pesar de ello, sí es verdad que tenemos un «conocimiento imperfecto» y que vemos, aunque sea «como en un espejo, borrosamente», que es mucho más de lo que ningún otro que no sea cristiano puede llegar a alcanzar. El Bautismo, por el que nos hacemos cristianos, es una iluminación; y Cristo, que es el objeto de nuestra adoración, es, al mismo tiempo, la luz que hace posible esa adoración.
Esta visión es ajena a la mayoría de los hombres; no son conscientes de la presencia de Cristo, ni admiten el deber de ser conscientes de ella. Incluso aquellos que no carecen de hábitos piadosos han olvidado, o casi, este deber. Y esto es muy claro porque, si no, no les faltaría la reverencia en la medida en que les falta. No es exagerado decir que el respeto y el temor han sido excluidos de la religión. Sociedades enteras que se dicen cristianas han hecho casi un principio básico no reconocer que a Dios se le debe reverencia; y nosotros mismos, a quienes, como hijos de la Iglesia, nos está encomendada como misión particular, tenemos muy poco de esa reverencia y no sentimos su carencia. Aquellos que, a pesar de sí mismos, están influenciados por un santo temor de Dios, con demasiada frecuencia se avergüenzan de ello e incluso lo consideran como un signo de debilidad de espíritu, ocultan este sentimiento todo lo que pueden y, cuando los ridiculizan o censuran por ello, no son capaces de defenderse en términos inteligibles. Ciertamente desean mantener la reverencia en el modo de hablar y actuar, en relación con las cosas sagradas, pero se desconciertan si tienen que responder a objeciones o enfrentarse a costumbres y modas; y acaban por dudar con temor de sus sentimientos instintivos. Tomemos ocasión de la promesa del texto para describir el defecto religioso al que he aludido y para enunciar su remedio.
Hay dos clases de hombres con un respeto y temor deficientes y, lamentablemente, entre las dos, constituyen una buena parte del conjunto de personas religiosas de nuestra sociedad. Esto es verdaderamente lamentable, si es así; porque no es de extrañar que los pecadores vivan sin temor de Dios; pero, ¿qué diremos de una época o de un país en el que incluso las clases más serias, aquellos que son gente de principios y se consideran con criterio en cuestiones religiosas, que miran al futuro con esperanza y piensan que están en lo correcto y que cuentan con el favor de Dios, cuando incluso tales personas sostienen, o al menos actúan como si lo sostuvieran, que «el espíritu de temor de Dios» no es parte de la religión? «Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!».
Estas son las dos clases de hombres que dejan que desear a este respecto: primero, los que piensan que nunca han desagradado a Dios de manera notable; luego, los que piensan que, aunque hubo un tiempo en que sí, ahora no, porque se les ha perdonado todo pecado. Por un lado, los que consideran que el pecado no es un gran mal en sí mismo y, por otro, los que consideran que no es un gran mal para ellos, porque su persona ha sido aceptada en Cristo a causa de su fe.
Pero debemos hacer una observación: la existencia del temor en religión no depende del hecho de que seamos pecadores; ni mucho menos. Aunque fuéramos puros como los ángeles, en la presencia de Aquel ante quien ni los cielos están limpios, ni los ángeles libres de falta, cabe pensar que uno no debería sino temer. Los propios serafines se cubrían el rostro cuando clamaban: «¡Gloria!». Así pues, aun cuando fuera verdad que el pecado no es un gran mal o que no es un gran mal para nosotros, sin embargo, el mero hecho de que Dios es infinito y perfectísimo es un pensamiento abrumador tanto para los ángeles como para los mortales, y debería hacer que todos los que se dicen religiosos profesaran también un temor religioso, por muy natural que les resulte a los hombres irreligiosos el negar tal sentimiento.
Permítaseme otra observación: no se trata de una disputa sobre términos. Pues, a primera vista, podríamos tener la tentación de pensar que la única cuestión es si la palabra «temor» es una palabra buena o mala; que hay quienes la hacen equivalente a miedo servil y quienes la equiparan a respeto y reverencia; y que, por tanto, parece que los dos sentidos se contraponen, cuando no es así. Es como si las dos partes se hubieran puesto de acuerdo en que la reverencia está bien y el terror egoísta mal, y que lo único que habría que dilucidar es si mediante la palabra «temor» estamos queriendo decir terror o reverencia. No es el caso: no se trata de una cuestión de palabras sino de cosas; y es que estas personas que estoy describiendo consideran llanamente que es malo aquel estado del espíritu que la Iglesia católica siempre ha prescrito y sus santos han ejemplificado.
Para mostrar que esto es así, voy a exponer en pocas palabras cuáles son las dos líneas de opinión a las que aludo y cuál la falta que tienen en común, a pesar de lo mucho que difieren.
Una clase de personas está formada por aquellos que piensan que el credo católico es demasiado estricto; que mantienen que no es necesario creer ciertas doctrinas para la salvación o que, al menos, cuestionan su necesidad; que dicen que no importa lo que un hombre crea, siempre que su conducta sea respetable y recta; que piensan que todos los ritos y ceremonias son puras sutilezas —así las llaman— y asuntos sin importancia y que un hombre agrada a Dios tanto si los observa como si no; que quizás llegan a dudar de que la muerte de Cristo sea, en sentido estricto, una expiación por el pecado del hombre; que, si se les presiona, no admiten que Él sea, en sentido estricto y literal, Dios; y que niegan que el castigo de los malvados sea eterno. Tales son los principios que, interiorizados y confesados con más o menos claridad, definen a la primera de las dos clases de que hablo.
Los hombres de la otra clase son, en cuanto a sus doctrinas formales, muy distintos de los primeros. Consideran que, aunque por naturaleza eran hijos de la ira, ahora, por la gracia de Dios, cuentan de tal manera con su favor que, si se murieran de repente, tendrían la certeza del cielo. Consideran que Dios les perdona de manera tan completa sus ofensas de cada día que no tienen nada de lo que responder, nada por lo que ser juzgados en el día final. La gracia de Dios les ha visitado de modo muy distinto al de los que les rodean, y son hijos de Dios en un sentido en el que no lo son los demás, y tienen una seguridad exclusiva suya acerca de su condición de salvados, y carecen de interés en promesas y dones como el Bautismo. Así, declaran estar más allá de toda duda y preocupación, y dicen que serían desgraciados sin tal privilegio.
He aludido a estas escuelas de religión para mostrar lo extendido que debe de estar el sentir que tienen en común estas dos clases de hombres tan opuestas. En lo que ambas coinciden es en esto: considerar a Dios solo como un Dios de amor, y no un Dios al que también se debe respeto y reverencia. Unos entienden por amor benevolencia y los otros misericordia; en consecuencia, ni los unos ni los otros consideran a Dios todopoderoso con temor. Los signos de ausencia de temor que me he propuesto señalar, tanto en unos como en otros, son los siguientes.
Por ejemplo: no tienen escrúpulos ni aprensión al hablar abiertamente de Dios. Usarán su nombre con la misma familiaridad y ligereza que si fueran pecadores declarados. Los unos adoptan, para referirse a Dios, una serie de palabras que están desprovistas de la idea de persona y hablan de Él como «Deidad», o «Ser divino»; y cuando las usan es porque, entre todas, estas son las que mejor apartan del pensamiento la idea de un Gobernante vivo e inteligente, su Salvador y su Juez. Los otros se van al otro extremo, aunque con el mismo resultado, al usar con toda libertad aquel nombre inefable con el que se ha dignado hacernos accesibles sus perfecciones. Cuando se apareció a Moisés, le reveló su nombre; y ese nombre les pareció tan sagrado a nuestros traductores de la Escritura que han tenido escrúpulos de utilizarlo, aunque aparece continuamente en el Antiguo Testamento y, por reverencia, lo han sustituido por la palabra «Señor». Pero las personas en cuestión se recrean —en oraciones, himnos y en la conversación— en un uso familiar del nombre que designa a Aquel delante del cual tiemblan los ángeles. Ni siquiera a nuestros conciudadanos los designamos por sus nombres, a menos que tengamos confianza con ellos; y, sin embargo, los pecadores no tienen inconveniente en utilizar con familiaridad el nombre por el que saben que el Altísimo se ha distinguido de toda criatura.
Otro caso de falta de temor es el modo desenvuelto y sin escrúpulos con que los hombres hablan de la Santísima Trinidad y del misterio de la naturaleza divina. Llegado el caso, utilizan términos y expresiones sagradas de un modo grosero y burdo, y discuten sobre cuestiones doctrinales relativas al que es la Santa Plenitud y el Eterno, incluso —si es que puedo referirlo sin caer en la irreverencia— cuando se han reunido para beber, quizás argumentando en contra, como si Él fuera uno de ellos.
Otro caso de esta falta de temor la tenemos en el modo tan concluyente con que algunos deciden lo que Dios Todopoderoso debe hacer y lo que no puede hacer, como si ellos decidieran sobre el entero plan de salvación y pudieran anticipar su grandísima providencia y voluntad.
Y otro es la confianza con que a menudo hablan de su conversión, perdón y santificación, como si conocieran su propio estado tan bien como lo conoce Dios.