Sexo Fora de Norma: Sexo y Humor - D.D.A.A - E-Book

Sexo Fora de Norma: Sexo y Humor E-Book

D.D.A.A

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Beschreibung

El Premio de Literatura Fora de norma nos ofrece en esta ocasión trece relatos que relacionan de manera más cercana o más lejana el humor y el sexo. Como siempre, rehúye los estereotipos y rechaza el discurso único de cómo y para quién deben ser el placer, el erotismo y el sexo. En la búsqueda de nuestra libertad aspiramos a una literatura erótica que nos haga gozar en más de un sentido y el humor se hace presente. La obra contiene una literatura erótica feminista, diversa e inclusiva donde la normalidad no encaja ni constriñe, ni nos quiere encerrar en una estructura caduca. Además, siempre de maneras diferentes, en alguna de las piezas nos partiremos de risa, en otras el humor estará presente solamente entre los personajes, pero siempre el humor vehicula la forma en que los protagonistas se relacionan entre sí. Divertíos y gozad.

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Seitenzahl: 239

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Sexo fora de norma

Literatura erótica feminista

Sexo fora de norma

Literatura erótica feminista

Copyright: © De príncipes y princesas, de Pat Ubach Pellicer / © Delicias, de Lara Díez Quintanilla / © Adiós, Barbieland, de Alba Serrano Giménez / © Animales fantásticos, de Lorena Anera Mascaró / © Mamá se ha enamorado de una payasa, de Silvia Madi (autora representada por IMC, Agencia Literaria) / © La mazmorra, de Jessica Roca Maza / © El oasis, de M. Isabel Gracia Victorio / © Poema de Navidad, de Aida Sunyol Sánchez / © Los partiditos de siempre, de Glòria Tudela Galbis / © Juguetes, de Anna Roldós Martínez / © ¡Miau!, dice el pirata, de Jana Cuch Guillén / © El Gran Circo de las Mujeres, de Aniol Florensa Tort / © Follarnos y cuidarnos, de Raúl Macías González

© de la ilustración de la cubierta, Adobe Stock

© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2024

Traducción de Adeu, Barbieland, Delícies y Verset de Nadal: Lídia Bayona

Traducción de Animals fantàstics, De prínceps i princeses, El Gran Circ de les Dones, L’oasi, Els partidets de sempre, Joguines y Meu!, fa el pirata: Cristina Lizarbe

Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol

Maquetación de la edición en papel: Octavi Gil Pujol

Producción editorial: Sandra Balagué

Corrección: Gisela Baños y Antonio Gil

Conversión a epub: Iglú ebooks

Publicado por Rayo Verde Editorial

Gran Via de les Corts Catalanes 514, 1r 7a, Barcelona 08015

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http://www.rayoverde.es

ISBN: 978-84-19206-20-6

THEMA: FP, FBA

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para su uso personal.

Índice

Prólogo
De príncipes y princesas
Delicias
Adiós, Barbieland
Animales fantásticos
Mamá se ha enamorado de una payasa
La mazmorra
El oasis
Poema de Navidad
Los partiditos de siempre
Juguetes
¡Miau!, dice el pirata
El Gran Circo de las Mujeres
Follarnos y cuidarnos
Epílogo

Prólogo

Marina Castro Leonarte

Como lectora, sé que el prólogo solemos saltárnoslo y lo leemos al final por miedo a que nos desvele el contenido. Y también para que no distorsione nuestra lectura.

Este prólogo lo escribo pensando en abrirle la mente a quien se haya animado a leerlo, ya sea antes o después. No soy escritora… soy psicóloga especializada en sexología, así que en mi día a día veo cómo la sociedad ha acabado creando muchísimas preocupaciones y malestares; por lo tanto, aprovecho el Fora de norma para poner mi granito de arena.

Cuando le pregunto a la gente para qué lee literatura erótica, observo que se lee para calentarse imaginándola, para crear vivencias, para generar emociones… igual que cuando leemos cualquier otro género, que lo hacemos por las emociones que nos despierta.

Cuando leo literatura erótica busco la emoción, este despertar sexual conmigo misma es una manera de ­activar el propio deseo. Para que se active el deseo, lo que leemos tiene que ser morboso, atrayente, diferente a lo que tenemos siempre y, sobre todo, que al imaginar­nos la escena dentro de nosotros, el cuerpo reaccione.

Leer relatos también nos permite y nos da permiso para flexibilizar la estructura mental del sexo «correcto», poder jugar y experimentar sin obligaciones y sin presiones. En los relatos nos liberamos de este modelo social sobre cómo tiene que ser el sexo.

El modelo que recibimos está muy centrado en los preliminares y el coito; el coito como centro, como eje del universo sexual (razón por la cual los sexólogos decimos que estamos en una sociedad coitocéntrica). Este modelo lo vamos interiorizando en la pornografía, en las películas y en las novelas, cuando, en realidad, acaba siendo una práctica bastante poco efectiva en términos de placer: la vagina es muy poco sensible, ya que es un órgano reproductivo (canal del parto), y el clítoris un órgano sexual. Además, el coito es bastante monótono; por lo tanto, ampliar esta mirada es súper importante.

Me preguntan a menudo por qué a las mujeres no les gusta el porno. Aparte del trato machista que suele verse reproducido ahí, el motivo principal es que ver una penetración en primer plano durante minutos es como ver un péndulo (entra-sale-entra-sale-entra-sale…) hasta que nos dormimos… de aburrimiento al verlo, al vivirlo; y si al leerlo también nos lo imaginamos, poco nos aportará.

Este modelo social también implica unos roles que tiene que asumir tanto un género como el otro sobre cómo es correcto y no es correcto hacer y comportarse durante el sexo. Como si hubiesen escrito un guion que se representa y se hace lo que «toca», porque es lo «normal».

Poder leer sobre sexualidad desde otra mirada, desde fuera de esta norma social, desde este «juguemos, pasémoslo bien, divirtámonos»… Por eso es tan importante el humor.

Esta edición del Fora de norma, erotismo aparte, ha querido mezclar la sexualidad con el humor y la diversión; dos géneros que parecen antagónicos, pero que en realidad forman parte de los placeres de la vida. Los adultos apenas tenemos zonas donde jugar… nuestro cuerpo y sexualidad son una de las que nos quedan, y es importante que no lo convirtamos en una actividad monótona.

Por muy buena que sea la paella, si siempre comes paella te atiborrarás, pero no te sentirás muy viva o con ilusión por comerla. En el sexo, buscando la seguridad de que todo vaya bien, nos olvidamos de jugar, de que sea diverso, imaginativo, divertido… y a menudo las parejas entran en una dinámica que hace el sexo monótono y repetitivo. Nos da miedo explorar fuera de los límites de lo que es «correcto».

Leed el Fora de norma para ver que las sexualida­des van más allá de eso, que contienen sensualidad, erotismo y genialidad; que cada fase puede ser diversa y muy rica.

Cuando leemos nuevos imaginarios y nuevas situaciones, la mente se activa para permitir que cada uno pueda experimentar sin riesgo dentro de sí mismo —si no va bien o no gusta, nadie lo sabrá—, y así imaginar, a través del relato, situaciones fantásticas y morbosas. Cuando miro literatura erótica fuera del estándar, puedo ampliar este imaginario, y por lo tanto, aparte de activarme también me permito ampliar horizontes en mi sexualidad.

¡En el sexo imaginado vale todo! Pero cuando lo llevamos a nuestra vida es importante hacerlo desde la libertad, siguiendo unos principios muy básicos en sexualidad que yo llamo las tres r: responsabilidad sobre lo que estamos haciendo física y afectivamente, respeto por la otra persona, por los derechos humanos y por los derechos sexuales, y reciprocidad, pues estamos aquí para pasárnoslo bien conjuntamente (doy y recibo).

Esto hace que me encante el Fora de norma, porque lo que busca es salir de este estereotipo; que los relatos incluyan la sensualidad y el erotismo, y la genialidad de que vayan más allá del coitocentrismo. Que el relato vaya activándote el deseo, la excitación y el placer… que te acompañe en el calentamiento global.

¡Espero que disfrutéis tanto como he disfrutado yo leyendo todos los relatos presentados, enriqueciéndome con su imaginario!

Literatura erótica feminista

De príncipes y princesas

Pat Ubach Pellicer

Ganadora del premio de literatura erótica no convencional 2024

La bibliotecaria está aburrida como una ostra, si es que las ostras se aburren. Y está caliente como una brasa, si es que las brasas tienen sexo. Hace tiempo que nadie le toca el higo. Ella misma le saca brillo de vez en cuando, pero echa de menos que se lo haga otra persona.

Es temprano y no hay críos en la sección infantil porque están todos en la escuela. O en casa con paperas. Y, como no hay nadie a quien atender ni padres hermosos a los que mirar el culo disimuladamente cuando se giran, no dispone de ningún entretenimiento.

Durante las horas más pesadas se contenta con las tareas mecánicas. Hoy toca hacer un poco de limpieza. Delante de ella se amontonan una pila de cuentos. Princesas rosas por aquí, príncipes azules por allá; brujas para arriba, leñadores para abajo. Mierda de cuentos clásicos. Si pudiera elegir, los tiraría todos por el retrete. Pero no es posible. Solo puede tirar los que están descanteados, picados, mordidos, asesinados o pegajosos. ¿Por qué hay libros pegajosos? Mejor no pensarlo.

Abre un cuento. La Bella Durmiente. Qué bonito. No toques la aguja de la hiladora, señorita, que te quedarás frita por los siglos de los siglos. Hala, la chica lo hace y se desploma. Es que la juventud no tiene dos dedos de frente. Mira, ahora llega el príncipe. ¡Coño! Qué guapo.

La bibliotecaria piensa que no está fatal si la excita el príncipe penoso de un cuento dibujado a puñetazos. Tendrá que ponerle remedio. Se incorpora y se dirige al baño, de puntillas. Podría caminar de manera natural, pero, claro, está a punto de hacer una travesura. No es tan grave, se tocará un poco el timbre del placer y así calmará sus ardores.

Se adentra en el estrecho pasillo que conduce a los lavabos. Se da cuenta de que todavía lleva el libro debajo del brazo. Se ha distraído, estaba embobada. ¿O quizá no? ¿De verdad va a utilizar el cuento de La Bella Durmiente como si fuera una Playboy?

¿Qué es esto? Se detiene en medio del pasillo. Aquí hay una puerta. No la había visto nunca. No tiene ningún cartel. A diferencia de las del resto del edificio, esta tiene dos hojas en vez de una. Y no es metálica, es de madera. Las manillas, de bronce, deben de tener siglos de antigüedad. Más bien le recuerda a un armario. No lo entiende. Una puerta no aparece de la nada.

La bibliotecaria se encoge de hombros. Miraré qué hay aquí dentro. Abre las portezuelas. Y se adentra en la oscuridad.

Después de unos pasos indecisos, unos rayos la ciegan. Es imposible que las luces fluorescentes provoquen este brillo. Cuando recobra la visión, ve el sol.

No está dentro de la biblioteca. Ni tampoco en el pueblo. Totó, creo que ya no estamos en Kansas. Se encuentra en medio de un bosque espeso, de un verde que asusta, rodeado de hojas y de flores, lleno de insectos voladores y pájaros cantores. ¿Dónde coño he ido a parar?

Antes de averiguar nada, una bestia sin identificar le pasa rozándole la espalda, veloz como el viento. El revuelo la tira al suelo, pierde el cuento y casi la cabeza. Medio aturdida, oye la voz de un hombre, dulce y amable:

—¡Santo Dios! ¡No os he visto!

La bibliotecaria alza la vista. Y allí, delante de ella, montado a caballo y envuelto por un aura solar, se encuentra un príncipe majestuoso. El más azul de los azules, con la casaca azul marino, las botas de piel y unas ridículas medias blancas. El hombretón se baja de la montura dando un saltito grácil.

—Decidme, ¿os he malherido?

—Un poco, pero estoy bien. ¿Qué lugar es este? —pregunta ella, frunciendo el ceño.

—A fe mía, estamos aquí, al hogar del castillo.

La bibliotecaria mira el libro que está en el suelo.

—¿Me estás diciendo que he ido a parar dentro de los cuentos de hadas?

—No os entiendo.

—¡Qué desastre! —se lleva las manos a la cabeza, desesperada—. ¿Y ahora cómo vuelvo a casa?

El príncipe señala bosque adentro con el dedo, con una postura digna de una escultura renacentista.

—Se entra aquí por ahí.

En medio de las ramas están encajadas las puertas del armario. Misterio resuelto. Solo tiene que atravesarlo y aparecerá, de nuevo, en la biblioteca.

Piensa. Haber aterrizado dentro de un cuento es raro de narices. Tiene demasiado trabajo para despistarse con chorradas, tiene que volver. Ya no recuerda lo que estaba haciendo. Ah, sí… Iba a tocarse la almeja. Tocarse…

—Caballero, ¿cómo os llamáis?

—Soy el príncipe de la Bella Durmiente.

—Pero ¿tienes nombre propio?

—No. Ninguno.

—Vaya, al contrario que en mi mundo, que suelen llevar el apellido del padre. Bueno, da igual. Lo que quiero preguntar es… ¿Cómo funciona el sexo dentro de los cuentos?

El hombre se rasca la prominente barbilla.

—No conozco vuestras palabras. Os ruego que seáis clara.

—Sexo, follar… ¿Cómo coño se dice en tu idioma antiguo? ¿Fornicar? —Él se encoge de hombros. No tiene ni idea—. Creo que me quedo un rato.

La bibliotecaria invita al hombre a sentarse en un prado de hierba fresca, a la salida del bosque. La brisa les acaricia la piel.

—Escucha, príncipe. Para fabricar un hijo… o para pasar un buen rato… imagino que utilizas la verga que custodias entre las piernas —expone ella despacio, escogiendo palabras que pueda entender.

—No os comprendo. ¿Os referís a la lanza?

—Mmm… la lanza… ¿Me la dejáis ver?

El príncipe, obediente, se baja las medias. Su miembro rosado reposa, tranquilo, sobre una pierna. Coño. La bibliotecaria mira a los lados, segura de que en este paraje idílico no hay personas con móviles que puedan grabar escenas tórridas para subirlas a internet.

Antes de iniciar nada, pregunta:

—¿Puedo? —Consentimiento ante todo.

—Adelante.

Acerca la mano y le acaricia el animalillo. Comprueba, con una sonrisa, que el aparato reacciona poniéndose duro como una roca. Vamos bien, muy bien. Lo envuelve con la mano y comienza a sacudirlo con cuidado.

El rostro del príncipe cambia, levanta las cejas. La bibliotecaria alucina pepinillos. ¿Cómo puede ser que este pedazo de hombre no haya echado un polvo en toda su vida? Le resulta muy, muy excitante instruirlo.

—¡Tocad donde queráis! —balbucea el hombre—. Forastera, quiero explicaros… Un día besaba a la princesa y me sentí tan enloquecido como ahora.

—Eres un romántico. Puedo darte un beso si quieres.

Él dice que sí con la cabeza. La bibliotecaria lo acuesta suavemente sobre la hierba. Sin parar la zambomba, se pone encima de él y le humedece los labios con la lengua. El príncipe, tembloroso al recibir tantos estímulos nuevos, abre la boca y se deja hacer. Los dos se funden en un beso húmedo, inexperto, que va tomando forma. Él gime, cada vez más, cada vez más… Sin poder evitarlo, encorva el tronco como una doncella, pone los ojos en blanco y se corre.

La bibliotecaria se aparta para que su compañero pueda coger aire. Lo mira. Tiene una magnífica expresión de drogado, de haber ido al séptimo cielo. Ha sido su primera vez. Maravilloso. No ha echado nada de semen. Debe de ser cosa de los cuentos.

—Dama mía, ¡jamás habría podido imaginar experiencia semejante! —exclama.

—Me alegro. He de deciros que… en los temas amorosos, se ha de ser generoso. Podéis darme este mismo placer, si os apetece.

El príncipe se incorpora de golpe y se pone de rodillas. Se sube los pantalones para guardar el instrumento, y empieza a revolver las curiosas faldas que lleva la bibliotecaria.

—Deseo mucho serviros, si vuestra merced me da permiso.

—Oh, sí, ¡sirve, sirve!

El príncipe la mira con ojitos juguetones. Le cosquillea las piernas y, de un gesto brusco, le quita las bragas. Entonces parece como espantado.

—¡Cómo! ¡Si no tenéis ninguna verga!

La bibliotecaria no puede creérselo. Esta gente vive en la inopia.

—Cálmate, amigo. Esto que tenemos las señoras es un botón mágico que nos da placer, y también un agujero por donde se mete la polla. Quiero decir, la verga, quiero decir, la lanza. Está calentito y húmedo. Es muy agradable.

Fuera de toda lógica, el hombre huye. Quizá no lo haya visto claro. La bibliotecaria se pone las bragas y, triste, piensa que jamás volverá a ver a su príncipe azul.

Es al contrario. En pocos segundos, aparece montado a caballo haciendo una entrada triunfal. Coge a la bibliotecaria por la cintura y, con un giro experto, la sienta a su espalda. Cabalgan hacia el horizonte, como en una película.

—¿Adónde vamos? —le pregunta, curiosa.

—Me siento profundamente agradecido por lo que me habéis concedido. Con gran afabilidad, hablaréis con todos mis amigos, os suplico que nos instruyáis.

¿Cómo? A ver si lo he entendido bien. ¿Este hombre me está pidiendo que dé clase de sexo a… a los personajes de los putos cuentos? Me he metido en un follón.

Dicho y hecho. Enseguida distinguen el perfil de un precioso castillo recortado entre el paisaje, con más de veinte torres puntiagudas y cien banderas de colorines. Hasta las nubes que lo rodean parecen dibujadas con un pincel.

Entran. El príncipe instala a la bibliotecaria en una estancia amplia, cubierta de alfombras arabescas y cojines de plumas. En la pared crepita una chimenea que llena el aire de calidez.

Se queda unos instantes sola. Se sienta en un rinconcito y se frota los brazos, incómoda. Me cago en mi vida, ¿qué se me ha perdido aquí? Yo solo quería ir al baño para darle un poco de marcha al fresón. Maldito armario. Les enseñaré a copular rápido y me largaré.

Los alumnos enseguida hacen solemne acto de presencia. Tres mujeres con vestidos de satén repletos de bordados y encajes, y dos hombres con una indumentaria calcada a la del príncipe.

—Estas son Blancanieves, Cenicienta, la Bella Durmiente, y ellos los príncipes de Blancanieves, de Cenicienta y yo mismo.

—Perdona, ¿vivís todos aquí?

—¡Válgame Dios que sí!

—Supongo que, para leer un cuento cada vez, con un castillo ya basta. Sois como una pandilla de hippies elegantes.

De repente, el príncipe intenta bajarse las medias y se acerca a la Bella Durmiente, muy decidido. La mujer, que no entiende nada, se aparta y se siente incómoda.

Vaya pedazo de idiota. Esto será más difícil de lo que pensaba. La bibliotecaria se pone de pie y grita: «Stop!», con todas sus fuerzas. Nadie lo ha entendido, pero la orden es clara y el príncipe se para.

—A ver, compañeros y compañeras —empieza a decir, mientras camina en círculos con las manos a la espalda—, lo que voy a enseñaros es placer. Solo funciona si todo el mundo está cómodo. Nadie tiene que hacer nada que no quiera.

—Caballeros —apunta el príncipe—, nosotros tenemos una verga y las doncellas el agujero.

—Exacto. Tenéis que buscar lo que tenéis entre las piernas, pero también deberíais ir más allá, el placer no lo encontraréis solo en los genitales, tenéis que encontrar lo que os gusta. Explorad.

La bibliotecaria los hace sentar en los cojines. Unos y otros se quitan las enroscadas y pesadas capas de ropa, hasta quedarse en camisola blanca. Y resulta que nadie es perfecto: unos pechos caídos por aquí, un culo demasiado grande por allá, unas piernas largas, pelos en todas las axilas… Y así, sin la indumentaria, los príncipes y las princesas son como la gente de la calle.

La bibliotecaria se apresura a aclarar que nadie les ha arrancado la polla a las princesas, y que los colgajos de los príncipes no son deformidades infectas. Anatomía básica de preescolar.

Hechas las presentaciones, para empezar los insta a acariciarse, cada uno su propio cuerpo.

—Una vez puse mi mano por debajo de la falda para buscarme las pulgas —confiesa Blancanieves.

—¿Metemos ahora las vergas en los agujeros? —Al príncipe de la Bella Durmiente le puede la ­impaciencia.

—No —sentencia la bibliotecaria—. Antes de mover ficha, tenéis que descubrir qué es lo que os excita. Lo que os gusta. Hay infinitas maneras de disfrutar. Blancanieves, tú has hablado sin tapujos. ¿Qué es lo que hace que te piquen las pulgas?

—Mmm… —la mujer duda un momento y enrojece—. Las manzanas.

—¡Cómo! —se enfurruña su príncipe—. ¿Os habéis zampado más manzanas? Es sabido que envenenan. Me siento disgustado —Se cruza de brazos.

—¡No me las como! Las chupo.

—De acuerdo, que haya paz —dice la bibliotecaria—. A ver, príncipe de Blancanieves, ahora tú.

—Yo soñé con los calzones de los juglares y sentí ardor en el pecho —dice con un hilo de voz.

—Eso es muy interesante. Venga, ¡cantad, dejaos llevar! —insta la bibliotecaria, eufórica, como si impartiera una clase de autoayuda.

—Mi placer sería dormir en la cama —dice la Bella Durmiente— y despertarme con manos y besos en la piel.

—Y yo, por Dios, en cuanto imagino unos pies, con buena ventura se alza mi verga. —Solo el príncipe de Cenicienta puede decir algo así.

Cenicienta parece tímida. Al principio no quiere hablar:

—Estoy pensando. Me gustaría decir las cosas que deben ser secretas, pero…

—¡Santa María! —grita el príncipe de la Bella Durmiente, que ya tiene un poco de experiencia con la paja que le ha hecho la bibliotecaria—. Yo quiero todo el placer que exista. Hablad, Cenicienta.

—Sin perjuicio de mi persona, quiero ser sometida a toda voluntad —confiesa al final.

La bibliotecaria observa bien el rostro de sus alumnos: parecen aliviados, han perdido rigidez y las expresiones se muestran ahora más naturales. Pobres, debe de ser complicado formar parte de la realeza y llevar constantemente un palo metido por el culo.

Ha llegado el momento de pasar a la acción. Los invita a tocarse los unos a los otros. Poco a poco. De manera suave. Leyendo los suspiros de aprobación o las muecas de incomodidad para saber si pueden ­continuar o si tienen que parar. Leyendo el propio cuerpo para adivinar qué prefieren. Algunos comienzan a darse besos. En el hombro, en la mano, en los labios. La sangre les inunda y agranda los sexos. Enseguida, una pierna roza involuntariamente un coño ajeno y un codo se encuentra sin querer con la polla de otro. Todo marcha. La bibliotecaria mira, observa, corrige, dirige. Es cansado, pero, madre mía, estos ignorantes necesitan un montón de ayuda.

Un momento, ¿qué es ese ruido?

—Oh, joven virtuosa, ¡no os dejéis nada fuera! Al acabar, entraré con la lanza en los puertos de tu honesta pudicia.

Las órdenes provienen del patio. A la bibliotecaria no le gusta lo que oye. Nada. Como una heroína de cómic, abandona a sus alumnos y sale corriendo.

Entre los matorrales hace un descubrimiento inesperado. Una princesa que no conoce le está chupando la polla, bastante prominente, a un príncipe también desconocido. Mierda. Los valores de sus lecciones no son estos.

—¡Parad! —les manda.

—¡Por vuestra gentileza! ¿Qué ocurre pues? —dice el hombre.

—No sé quién eres, pero estás obligando a la joven.

—¡Cómo! —le responde él—. Hemos mirado por la ventana. Por mi vida, armas de caballero no dañan a doncella.

En efecto, la princesa desconocida se saca el trasto de la boca y afirma:

—Hacemos lo que yo he dicho, pues deseo probar el fruto sabroso. Y me agrada y me deleito.

—Ah, vale —responde la bibliotecaria, dándose cuenta de que ha interrumpido una mamada totalmente consentida.

—Soy la Princesa del Guisante y este es mi marido —se presenta, antes de volver a la tarea.

—Es un honor —dice la bibliotecaria mientras empieza a retirarse.

Hostia, la señorita del guisante parecía una pánfila con una insolación, pero en realidad chupa y chupa sin que le molesten las zarzas y las ramas que se le clavan en las piernas. Qué historias.

Después de la interrupción, la bibliotecaria vuelve a la sala de los cojines, a ver cómo va la cosa. Al cruzar el umbral, se queda estupefacta. Se sienta justo delante de la escena y la contempla. Mira un cuerpo y otro, sin perderse un detalle.

Blancanieves, echada de lado, le lame los pechos a la Bella Durmiente, como si fueran un par de manzanas dulces. Pasa la lengua alrededor de un pezón endurecido, también por el otro, humedeciéndolos, con parsimonia, presionando y aflojando para volverla loca. No se cansa. Esto le provoca picor, un picor agradable, y con la mano se explora la vulva, los pelos, los labios, los puntos de placer que esconde… y que desconocía.

La Bella Durmiente se deja hacer, tumbada; no puede cerrar los ojos, no quiere, porque no para de suspirar. Blancanieves le lame los pechos, y el príncipe de Cenicienta le ha cogido los pies, los besa, los muerde, se los mete en la boca tan adentro como puede mientras le acaricia las piernas provocándole sensaciones nuevas. Él, por su parte, está concentrado, drogado con su fetiche, mientras alguien le hace una fantástica paja.

Es el príncipe de Blancanieves, el cuarto vagón del tren de cuerpos. Se deleita entre dos hombres, no habría imaginado jamás que podría cumplir su fantasía onírica. Mientras masturba a su amigo por un lado, tiene al príncipe de la Bella Durmiente en el otro. No puede cogerle la polla porque la está usando, así que, con el mismo placer o más, le manosea las nalgas y, cuando puede, le mete el dedo en el ano. No necesita nada más, no necesita explorar su propio sexo. Solo quiere sentir los cuerpos calientes de los otros ­hombres.

El príncipe de la Bella Durmiente, que deseaba por encima de todo meter la polla en uno de los agujeros, finalmente ha podido llevar a término su deseo. Mientras le tocan el culo, ha penetrado la vagina de Cenicienta, con cuidado, y ahora se mueve suavemente. Ya cabalgará con fuerza dentro de un rato, no hay prisa. Le dice cosas al oído, le explica que es una mujer sucia, perversa. La riñe, a veces le da golpecitos en los pechos, en los muslos, castigándola.

Cenicienta, la última de la cola, está debajo del príncipe de la Bella Durmiente, siente el sexo erecto dentro del suyo y gime cada vez que la riñen. Ha encontrado un plumero, a saber dónde estaba, y trata de quitarse el polvo del cuello, del vientre, haciéndose unas cosquillas deliciosas. Ha tenido un orgasmo, podría tener el segundo ahora mismo, pero se arma de paciencia, porque la tarde se alarga y después llegará la noche, que también se volverá infinita.

Maravillada con tanta belleza, la bibliotecaria se siente orgullosa. Seguramente los príncipes y las princesas llevaban este instinto bien escondido, pero ha sido ella la que lo ha hecho aflorar. Se plantea entrar en la orgía. Pero desiste… No ve ningún sitio por donde meterse.

De repente, una humareda verde aparece en medio del salón. Todos se detienen, aterrorizados. ¿Qué coño pasa?

—¡Ay, mi madre! —dice una voz grave, femenina—. Sois un hatajo de idiotas. Tendría que convertiros a todos y a todas en sapos.

Es una bruja. Lleva un vestido negro y un sombrero puntiagudo. Debe de tener unos sesenta años. No se le ven, sin embargo, ni verrugas ni deformidades, solo tiene canas y la piel arrugada. La verdad es que es muy agradable.

—Perdonad —la bibliotecaria quiere intentar mediar—, ¿de qué cuento sois?

—¿De qué cuento, dices? Hostia. ¡De todos! Solo hay una bruja. —Se sienta al lado de la recién llegada—. No sé quién coño eres, pero tienes que explicarme cómo te lo has montado.

—¿El qué? ¿Las lecciones de sexo?

—Sí. Todos estos pedazo de pavos… Llevo siglos y siglos intentando que follen. Rediós, que si manzanas, que si pinchos, que si hechizos… No había manera de que se tocasen ni las orejas. Llegas tú y, pam, en un santiamén los lías como conejos. —Entonces se levanta y grita—: ¡Eh! ¡Vosotros! ¿Quién os ha dicho que paréis? ¡Seguid follando, hombre ya!

Los príncipes y las princesas obedecen.

—Tú no hablas como ellos —dice la bibliotecaria, curiosa.

—No. Estos bobos se han quedado en la edad media, pero yo he cambiado con los años. A partir de ahora, y gracias a ti, los cuentos darán un giro.

Las dos observan la juerga. ¡Y vaya juerga! Pero la bibliotecaria se siente agotada. Debería volver al trabajo, entre vergas e higos casi se le ha pasado el día.

—Señora bruja, debería irme.

—Oye, ¿seguro que quieres escaparte sin tener un buen orgasmo? Te lo mereces.

—Me gusta lo que veo, pero no quiero desmontar mi obra.

—Puedo masturbarte yo, si quieres. Soy buena. Manos de bruja…

La bibliotecaria se lo piensa.

—No quiero ofender, pero… a mí me gustan los hombres. En este aspecto peco de aburrida y de clásica: me atraen altos, fuertes, peludos. Te lo agradezco igualmente.

—Pues vuelve otro día. Serás bienvenida.

La bibliotecaria se marcha sin despedirse de los alumnos. No hace falta. Camina hacia el bosque. En medio del precioso paisaje, el sol decae entre las montañas. De camino encuentra el libro enredado entre unas hojas. El cuento de La Bella Durmiente. Lo coge sin siquiera abrirlo. Se da cuenta de que las personas que ha conocido son mucho más humanas que los personajes que salen ahí. Suspira. Delante de ella esperan las puertas del armario. Las atraviesa. Ya es la última hora de la tarde.

Saliendo del pasillo, oye un griterío espectacular. Echa a correr hacia la sección infantil. Con horror, ve a niños y niñas sorprendidos, padres y madres gritando, y compañeras de trabajo con las manos en la cabeza.

—¿Qué pasa aquí? —pregunta.

—¿Dónde te habías metido? ¿No has visto los libros? —le dice una compañera.

La bibliotecaria frunce el ceño. Abre el cuento que tiene en la mano. Las ilustraciones han cambiado. Las páginas están llenas de imágenes pornográficas. Mira a su alrededor. Los libros de príncipes y princesas, y no los demás, se han llenado de sexo explícito. Hostia, no puede ser. Mamá, ¿qué tiene la princesa en la boca? Papá, ¿por qué el príncipe se ha metido el dedo en el culo? Abuelo, la bruja enseña las tetas. Abuela, esta señora tiene un plumero en la patata. Ay, mi madre.