Sobre la confianza - Carlos Pereda - E-Book

Sobre la confianza E-Book

Carlos Pereda

0,0

Beschreibung

La confianza es un conglomerado de actitudes, deseos, creencias, emociones y expectativas que impregna nuestra vida. Confiamos en las personas, las instituciones, en la naturaleza y en nosotros mismos. Por supuesto, hay diversas formas y tipos de confianzas con varios correlatos (prácticos y teóricos, concretos y abstractos). Pero si es imprescindible para nuestra vida también es necesaria para el engaño: sin confianza no hay traición. Cuando nos convertimos en víctimas, ponemos en marcha diferentes respuestas para hacer frente a esta ruptura y aparecen malestares porque ¿Acaso confiar no implica establecer dependencias? El filósofo Carlos Pereda se sumerge en este difícil entramado sabiendo, no obstante, que no hay que apostarle ni a una cultura de la confianza ni a una de la desconfianza, sino a una cultura de la argumentación o, lo que es lo mismo, de la responsabilidad. La adquisición de la autonomía es un logro complicado pues consiste en descubrir las mejores razones para creer y actuar en cada situación.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 364

Veröffentlichungsjahr: 2010

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



SOBRE LA CONFIANZA
Diseño de la cubierta: Claudio BadoEdición digital: Grammata.es
© 2009, Carlos Pereda © 2009, Herder Editorial, S. L., Barcelona
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
I.S.B.N. digital: 978-84-254-2711-4
Más información: sitio del libro
Herderwww.herdereditorial.com

Introducción

Aunque a menudo se pasa por alto, la confianza es una actitud o, tal vez mejor, un conglomerado de actitudes —de deseos, creencias, emociones, expectativas...— que de manera más o menos implícita, más o menos explícita, constituye una presencia constante: nos impregna. Por supuesto, parece haber diversas formas y tipos de confianzas con varios correlatos (prácticos y teóricos, concretos y abstractos...). Pero ante todo hay que dejar claro: la confianza es un bien, y un bien con el que, de hecho, contamos a cada paso, no sólo en las prácticas, sino también en las teorías. Más todavía, la confianza es uno de los mayores bienes y sin él no podría sobrevivir esa rara especie: los animales humanos. ¿Exagero?
Por lo pronto, quien lo intenta no tiene dificultades para detectar confianzas. Incluso pocas personas, si acaso alguna, se topan con obstáculos para aclarar qué significan las expresiones con que se hace referencia a la confianza, quizá porque el autoentendimiento de los animales humanos se encuentra muy familiarizado con sus múltiples formas y tipos; por ejemplo, aquellas que producen la genuina lealtad —confío en que el amigo no me va a jugar una mala pasada—, o la mera racionalidad instrumental que permite calcular que, a la larga, no paga adquirir la reputación de persona poco o nada confiable. Pero no sólo eso.
En contra de varios intentos de reducir el operar de la confianza a vínculos entre personas (¿y hasta únicamente entre personas conocidas?), ya en el capítulo I, «Confiar, confianzas», al recoger materiales dispares (ocasión en la cual se introduce un tipo de discusiones extravagantes que, espero, resulte iluminador y que reaparece en varias ocasiones), enseguida se respalda una propuesta arriesgada. Se trata de la conjetura de que existe una confianza más incluyente que las confianzas singulares entre personas: una forma básica, prerreflexiva, de confiar que se puede calificar de «confianza general», y que consiste en confiar sin más, en confiar... en el mundo.
No obstante, por importante que sea esta forma de confiar, a partir de situaciones en las cuales por confiar se fracasa y, por eso, como consecuencia, se producen engaños y autoengaños, también hay que prestar atención a cómo la gente elabora diferentes respuestas a las rupturas de la confianza. Al menos en parte, esto se hace construyendo formas reflexivas de confianzas particulares y singulares (además de construir, correlativamente, formas reflexivas de desconfianzas particulares y singulares). Ahora bien, pese a tales implementaciones, en muchas circunstancias —sobre todo en circunstancias de incertidumbre— se requieren —a veces con urgencia— formas institucionalmente controladas de confiar: relaciones legales; por ejemplo, contratos respaldados por la ley de un Estado.
Tenemos aquí, entonces, una lista de formas de confiar: por un lado, confianzas directas, confianza general prerreflexiva, confianzas particulares y singulares reflexivas y, por otro, confianzas desplazadas. O, si se prefiere, con ellas disponemos ya de un primer mapa de la confianza. Sin embargo, ¿acaso existe tal confianza general?
Entre otras razones, un poco para enfrentar persistentes zozobras como éstas, propongo un segundo mapa para investigar las confianzas: una lista de confianzas que se reconstruyen en una dirección en varios sentidos opuesta a la primera, pero con más minucia, y que tal vez suscite menos controversia. De esta manera, en el capítulo II, «Dos mapas opuestos pero convergentes para orientarse en los territorios de la confianza», desde perspectivas algo diferentes de la que permitió la elaboración del primer mapa, se distinguen confianzas interpersonales, confianzas institucionales, confianzas comunicativas y también la confianza de cada persona en sí misma, además de la confianza en la naturaleza.
Sin embargo, hay que tener cuidado de, al distinguir, no fijar excesivamente las distinciones. Esas diversas formas y tipos de confianza —confianza general, confianzas singulares, interpersonales, institucionales...— se traslapan y ramifican, como se pone de manifiesto al elaborar cada una de las confianzas de este segundo mapa, que es propiamente el tema del capítulo III, «Candidatos a características salientes de la confianza». Así, tomando como punto de partida un ejemplo de confianza singular entre personas conocidas, se revisa con algún detalle cómo el concepto de confianza, junto con su aplicación a tipos muy variados de confianza —interpersonales, institucionales...—, de modo oblicuo pero no por ello menos efectivo, también opera en los abusos y las transgresiones de la confianza: en los engaños, en las traiciones.
De seguro ya se dudará de que haya un concepto de confianza, como se ha estado presuponiendo: que haya algo común a esta multitud de formas y tipos de confiar que se recogen en ambos mapas. Para responder a esta duda, con otra conjetura se defiende que en muchas formas y tipos de confiar vale la pena retener algunas características salientes del concepto como
la condición 1, o de dependencia,la condición 2, o de discernimiento, yla condición 3, o de las expectativas positivas.
Por supuesto, se trata de condiciones de reconstrucción, no de condiciones en el sentido de reglas que quien confía tendría que conocer para poder confiar.) No obstante —y, casi diría, por desgracia—, teniendo en cuenta esas condiciones, al elaborar algunos ejemplos —confiar en conocidos, confiar en desconocidos, confiar en enemigos no declarados, confiar en enemigos declarados, confiar en hospitales y bancos, confiar en la policía y en los juzgados, confiar en sí mismo...— se esboza un conflicto, aparente o real, entre las condiciones 1 y 3 del concepto de confianza —abandonarse, entregarse con expectativas de que nos irá bien—, por un lado, y la condición 2 —esforzarsepor comprender y evaluar lo que hacemos—, por otro. ¿Qué clase de concepto es, entonces, el concepto de confianza si sus condiciones de aplicación parecen no estar concertadas? ¿Acaso son posibles tales conceptos? Brevemente se discute esta inquietud en el capítulo IV, «Conceptos heterogéneos».
Sin embargo, al considerar la posibilidad de conceptos heterogéneos, o conceptos cuyas condiciones de aplicación entran en conflicto, de inmediato nos topamos con posibles variedades suyas: los conceptos tensos y los conceptos desgarrados. Tentativamente aceptando esta —¿extraña?— clasificación, se defiende el concepto de confianza como un concepto heterogéneo. O, dicho con más precisión, se propone reconstruirlo como miembro de esa subclase de los conceptos heterogéneos que son los conceptos tensos. Sin embargo, la discusión se enreda aún más porque poco a poco se agregan malestares crecientes: entre ellos, un clima de sospecha acerca de la posible antinomia entre confianza y autonomía. ¿Por qué? Según la condición 1 del concepto de confianza, ¿acaso confiar no implica establecer dependencias, abandonarse, entregarse... y, por eso, perder progresivamente grados de esa diferencia específica de lo humano: ponderar, evaluar, decidir... ? No sorprenderá, entonces, que en el capítulo V irrumpa la complicada pregunta «¿Hay una antinomia entre confianza y autonomía?».
Preocupado, discuto si genuinamente opera la condición 2 de la confianza, o de discernimiento, o si tal condición es un mero adorno sin efectividad real en los diversos tipos o formas de confianza, pues de serlo, la condición 1, o de dependencia, se sustituiría en el concepto de confianza por una condición mucho más fuerte 1', o de heteronomía. Si éste fuese el caso, habría que reconceptualizar la confianza como un concepto no tenso (y, de paso, sospecho que habría que reconceptualizar la confianza como una actitud diferente de como habitualmente la recoge nuestro autoentendernos). La situación es grave y, por eso, para deshacernos de esa irritante posibilidad, se da un rodeo que busca eliminar aquellas concepciones de discernimiento y de autonomía que se dejan orientar por fantasías, no por arraigadas menos irrisorias, como la del autodidacta radical (ese querer constituirse como agente racional sin la ayuda de nada ni de nadie).
Supongamos que se aceptan los argumentos dados y, con ello, que se han debilitado, al menos que se han debilitado un poco, ciertas concepciones equivocadas sobre la confianza y la autonomía. De esta manera, con los variopintos materiales reunidos ya es tiempo de reconstruir las decisivas funciones que cumplen los bienes de la confianza o, tal vez, los bienes de los diversos tipos y formas de confianza, en los procesos de conocimiento y en muchas otras prácticas. Si no me equivoco, estos bienes con frecuencia han sido soslayados, cuando no eliminados, en varias tradiciones de los modernos. Así, para contrarrestar esas tendencias, en el capítulo VI formulo dos protestas y, antes, una breve reflexión acerca del protestar. Pero ¿de qué hablo?
Se sabe que en las teorías del conocimiento de los tiempos modernos (que de modo grueso se puede indicar que toman impulsos en la «Primera meditación» de Descartes), la función de cualquier forma o tipo de confianza se desvanece o, de plano, se elimina a partir de esa versión del ejercicio sistemático de la desconfianza que es la duda metódica (en cuanto inspectora de credenciales para aceptar o rechazar candidatos a conocimiento). Así, en el capítulo VII, «Confianza, conocimiento y virtudes epistémicas», se presentan dos modelos para elucidar en qué consiste el conocimiento: los modelos demarcadores y los modelos productores. Apoyándome en estos últimos, discuto en torno a las virtudes epistémicas en cuanto criterios de producción y validación del conocimiento. Por supuesto, en las muchas concepciones de virtud epistémica o intelectual, se le otorgan a la confianza varias funciones. Sin embargo, teniendo en cuenta la clasificación ya propuesta de conceptos, también es de interés indagar si el concepto de conocimiento es un concepto no heterogéneo, como defienden los modelos tanto demarcadores como productores, o un concepto heterogéneo. Para afirmar esta última posibilidad, razono, intento razonar, que el concepto de conocimiento ejemplifica esa variedad de los conceptos heterogéneos que son los conceptos desgarrados: conceptos en relación con los cuales se manejan descripciones alternativas.
Por otra parte, en varias tradiciones modernas de teoría de la moral y la política (que directa o indirectamente procuran hacer de Hobbes un punto de partida), quizá un motivo decisivo de las acciones y, de seguro, el más desesperado parece encontrarse en esa otra versión de la desconfianza —al menos desde el punto de vista existencial, acompañado de mucha más ansiedad que la duda metódica— que es el miedo. De esta manera, en el capítulo VIII, «Confianza, relaciones sociales y virtudes prácticas», se examinan dos modelos que recogen y articulan las relaciones sociales: los modelos legales y los comunitarios. Sobre todo en relación con estos últimos, se discute el papel de las formas de confianza directa y de las virtudes prácticas. Y, de nuevo, teniendo en cuenta la clasificación propuesta de conceptos, se considera si el concepto de relaciones sociales e incluso el de sociedad no conforman esa variedad de los conceptos heterogéneos que son los conceptos tensos.
Sin embargo, a lo largo de este recorrido, ¿acaso se quiere promover algo así como una cultura de la confianza? Y, entonces, ¿qué lugar se le otorga a los bienes de la desconfianza, de la duda, de la sospecha...? En el capítulo IX, «Hacia una cultura de la argumentación», se procura responder a estas inquietudes. Una última observación todavía. Sin duda, la metáfora del vasto territorio le conviene al confiar, a la confianza. Por desgracia, cuando se enfrentan estos territorios hay que tomar una decisión: considerar unos pocos sucesos u objetos o, tal vez, un suceso o un objeto, o incluso algún aspecto de un suceso o de un objeto, por un lado, o, por otro, recorrer con la mirada el gran horizonte. Hay razones a favor y en contra de ambas decisiones. El operar localizado, que se enfoca al detalle o casi, permite un tratamiento riguroso de aquello que se investiga; las imprecisiones se dejan atrás y el análisis meticuloso permite un conocimiento, aunque bien delimitado, firme. (Por ejemplo, en el caso de la confianza podríamos concentrarnos en examinar la confianza en el testimonio o, con más precisión, en los testimonios que se dan entre sí los miembros de una familia.) Claro que en ocasiones lamentamos que no se nos ubica el conocimiento aportado en relación con otros conocimientos, y ni siquiera se sugieren algunas de sus ramificaciones. (Para proseguir una posible discusión en torno al testimonio, tal vez se pida su relación con el contexto: ¿se presentan las mismas dificultades o, al menos, análogas en los testimonios que se ofrecen en la vida cotidiana, aquellos que se introducen como parte de una investigación científica o los que formulan los sobrevivientes de una dictadura?) Dar cuenta de esas interrelaciones entre los diferentes sucesos y entre los diferentes aspectos de un suceso, interrelaciones con frecuencia inesperadas y que procuran ensanchar nuestro entendimiento, es la ventaja —¿la sola ventaja?— de la atención abarcadora, y hasta vagabunda, que va de una reconstrucción a otras, sin detenerse en ninguna. Teniendo en cuenta el camino anunciado de esta exploración del confiar, de la confianza, previsiblemente me he arriesgado a tomar la segunda clase de decisiones.
Así, no sólo se trabaja con dos mapas conceptuales, sino que se recogen como formas de la confianza actitudes y sucesos a los que acaso se tienda a negar esa calificación. Pero quizá la mayor alarma atañe al ir y venir, sin la menor precaución, de discusiones acerca del conocimiento a discusiones relacionadas con la moral e incluso la política sin que tal vez queden demasiado claras las conexiones entre las diversas discusiones. (Por supuesto, a cada paso se dejan cabos sueltos cuya única justificación consiste en esperar que sirvan como puntos de partida de futuras indagaciones.)
Cuidado, enumerar con rapidez —¿con demasiada rapidez?— una serie de problemas en torno al confiar, a la confianza y predicarle el atributo de bien indispensable para construir el conocimiento y las demás prácticas personales-sociales de los animales humanos no puede pretender más que eso: esbozar un vaguísimo anuncio de algunos ejercicios que, en este caso, se trata de prácticas bien elementales. Por otra parte, inevitablemente este anuncio sugiere preguntas a las que no da respuestas. Para acercarse a algunas de esas preguntas y respuestas hay que demorarse en aclarar a qué hacen referencia los conceptos usados... Pero no es posible llevar a cabo esas tareas sin ponerse ya a trabajar.

I Confiar, confianzas

Prestemos atención cuando se afirma: «Confío en que Francisco llegue a cenar». O a quien exclama en una frontera que está a punto de atravesar con la familia: «¡Confiemos en que los papeles estén en regla!». O a los que, viéndose en apuros económicos, aseguran: «Confiemos en que alcanzará para llegar a fin de mes». Si se interrogan a esas personas sobre qué significan sus palabras, quienes las han usado de seguro son capaces de entenderse. Sin embargo, a veces sus paráfrasis envían lejos de lo que, al menos en apariencia, se quería indicar. Por ejemplo, si en las anteriores oraciones se sustituyen «confío», «confiemos» por «creo», «esperemos», se comprobará que las nuevas oraciones hacen imaginar situaciones diferentes: cobran significados diferentes. Hay que sospechar, pues, que confiar no se reduce a creer con buenas razones o a esperar que algo suceda; aunque confiar incluya creencias y expectativas. ¿En qué consiste, pues, confiar, tener confianzas?
Para describir un fenómeno (un objeto, un suceso, una actitud, un modo de autoentenderse...) es útil indagar entornos conceptuales preguntando cómo se usan ciertas palabras, además de consultar léxicos y diccionarios. Pero se trata de indicios ambiguos: pistas que aclaran y confunden. Por eso, conviene complementar esos entornos, digamos, el de la confianza, describiendo ejemplos y contraejemplos más o menos comunes y, por supuesto, hay que revisar la información científica pertinente. [1] También ayudan los libros de historia, los ensayos, las novelas... (A menudo, al comenzar una reflexión, ésta se enriquece si disponemos de materiales dispares.)

1. Aproximaciones a la confianza general

¿Cómo podemos, entonces, caracterizar a los conceptos de confiar, de confianza? Por lo pronto, seguiré aquella propuesta según la cual los conceptos no tienen contenido aparte de los que articulan los usos de las palabras (en prácticas tan diversas como nombrar, describir, narrar, juzgar, argüir...). A veces, esos usos no meramente se suceden; muchos dejan huellas y establecen relaciones estables con usos de otras palabras. Como consecuencia, se conforman lo que podemos denominar «entornos conceptuales». No pocas veces éstos adquieren poder normativo: creciente autoridad sobre cómo se deben regir en el presente y en el futuro las palabras, y hasta cómo se deben aplicar los conceptos. (Alerta: no hay que tomar lo que se indica en los usos más explícitos por propiedades conceptuales primarias.) Sin embargo, más que la función normativa, a menudo interesa la función heurística de un entorno conceptual y, por consiguiente, su capacidad de sugerir vías para indagar un fenómeno, entre otras, explorando su concepto.
Por lo pronto, quiero examinar el entorno conceptual de las palabras «confiar», «confianza»: cómo algunos de sus usos se relacionan con usos de otras palabras por traslapamiento, por continuidad, por analogía. Porque reconstruir el entorno conceptual o, si se prefiere, el horizonte no sólo semántico, sino también pragmático o, más bien, semántico-pragmático en el que se ubica el concepto de confianza, quizá contribuya a descubrir las condiciones de aplicación de este concepto y, a partir de éstas, ya se podrá regresar a continuar indagando cómo nos autodescribimos cuando confiamos. (Este es un ir y venir y no se debe bajar la guardia: por todas partes hay trampas.)
He aquí un fragmento del entorno conceptual del confiar, de la confianza: abandonarse a, apertura, apoyarse en, dar crédito ciegamente, confiable, confianzudo, contar con, con esperanza, esperar, con expectativas positivas, con los ojos cerrados, credulidad, creer, depender de, descansar en, echarse en manos de, encomendarse, entregarse, exponerse, fiarse de, reposar, ponerse en manos de, seguridad, seguro de sí, sentirse sostenido, soportarse en, tener lealtad a, tranquilidad, vulnerabilidad.
Quien observe este entorno, tenderá a recoger las actitudes de confiar, de tener confianza como tan presentes que, por demasiado conocidas, se sobreentienden. ¿Acaso a cada momento no nos abandonamos al mundo y sus objetos, personas, sucesos... ? Este abandonarnos constituye lo que se podría llamar una «actitud multiproposicional» porque contiene actitudes proposicionales de varios tipos: deseos, creencias, emociones, expectativas. (Por eso, confiar es algo más que creer o tener expectativas.) Además, a menudo esos deseos, creencias y emociones no están determinadas. De ahí que la actitud multiproposicional de la confianza general suela resultar una actitud subdeterminada.
Buscando todavía otros materiales que complementen ese entorno (para que ya al comienzo la reflexión no se estreche demasiado), consulto un libro de narraciones y ensayos, el Manual del distraído de Alejandro Rossi. Precisamente, su primera entrada se titula «Confiar». (Con la palabra «distraído», ¿acaso no se nombra un síntoma de ese contar con, descansar en el mundo que presupone quien vagabundea de aquí para allá sin preocuparse por avales?)
Copio fragmentos de ese texto, «Confiar», un poco al azar:
Contamos con la existencia del mundo externo cuando nos sentamos en una silla, cuando reposamos sobre un colchón, cuando bebemos un vaso de agua [...] Confiamos, además, en que las cosas conservan sus propiedades. No nos sorprendemos de que el cuarto, a la mañana siguiente, mantenga las mismas dimensiones, que las paredes no se hayan caído, que el reloj retrase y el café sea amargo [...] Todos somos algo nerviosos, pero el terror de que se desplome el techo o se hunda el piso no es continuo [... ] Nos han engañado y nos seguirán engañando. Sin embargo, es imposible vivir creyendo que en cada ocasión se requiere un examen cuidadoso o una contraprueba [...] Salvo circunstancias específicas conviene creer cuando nos aseguran que debemos voltear hacia la izquierda o que la farmacia se encuentra a tres cuadras. [2]
Tanto en el entorno conceptual esbozado, como en los ejemplos de Rossi que lo amplían, se hace referencia a lo que día a día, más que pensarse, parece vivirse sin más como un bien, esa actitud multiproposicional subdeterminada, la confianza general: actitud de abandonarse al mundo o, si se prefiere, de depender sin más de la naturaleza, y, por consiguiente, de los objetos, de las personas, del lenguaje o, para muchos, incluso de fiarse de Dios, de ponerse en Sus Manos, o de contar con algunos animales. Pero esta actitud también incluye apoyarse en sí mismo: sentirse capaz de iniciar varios cursos elementales de acción como levantarse de la cama o cepillarse los dientes.
En contra de esta conjetura acerca de una confianza general ubicuamente presente, tal vez se objete que palabras como «confiar» o «tener confianza» no aparecen en muchos contextos conversacionales. ¿Qué señala esa relativa ausencia? Volvamos al primer ejemplo: «Confío en que Francisco llegue a cenar». ¿Acaso el uso explícito de palabras como «confío» con frecuencia no sugiere que quien las usa introduce algo así como un indicador de seguridad o, a la inversa, quizá desconfía de que la situación vaya a salir como lo espera? Por eso, según el contexto, esa oración se puede interpretar como agregando... algo: «Tengo razones para confiar en que Francisco esta vez no me va a dejar plantado». Pero también: «Confío en que Francisco llegue a cenar, aunque conociéndolo, sospecho que, si encuentra algo más divertido que hacer, lo haga».
Si en algunas situaciones se aceptan interpretaciones como éstas, tal vez a la objeción anterior se responda que, aunque todo el tiempo se está en algún modo de la confianza general, sólo se usan palabras como «confiar en», «tener confianza en que...» para dar cierto énfasis. Tal vez por eso es habitual que las palabras que expresan la confianza general se presupongan y, por consiguiente, tiendan a desaparecer del campo de atención y, así, del ámbito de lo dicho explícitamente.
Entonces, quien reflexiona sobre muchas de las maneras más comunes que tienen los animales humanos de comportarse encuentra materiales que parecen apoyar la conjetura de que hay tal primario abandonarse, abrirse, que articula una confianza continua: que dura en el tiempo. (Confiamos en que las cosas conservan sus propiedades. No estamos a cada momento zozobrando, atemorizados y, mucho menos, en estado de pánico.) Así, en las muchas acciones se presupone esa confianza que, aunque pasiva, en la mayoría de las situaciones resulta lo suficientemente firme para no vivir pasmados. Por otra parte, esta forma de confianza no parece ser una actitud adquirida, sino espontánea. De seguro, prolonga la historia natural. Es parte de su equipamiento. De ahí que no comience como un logro cognoscitivo ni con una decisión. De antemano, los diversos logros cognoscitivos, y los no menos diversos modos de actuar, la presuponen. ¿La presuponen? Y ¿qué más se presupone?
Respecto de la confianza general ya se hizo la observación de que se trata de una actitud con diversas clases de referentes: se confía en que el colchón en que se duerme no dejará de poseer ciertas propiedades; también a veces se confía en las indicaciones que un desconocido ofrece en medio de una noche de tormenta. Y, cada mañana, la primera persona vuelve a confiar en su capacidad de levantarse. Sin embargo, ya se advirtió, un mínimo de reflexión descubre que esta actitud también posee referentes más abarcadores: no se deja de confiar —¿casi nunca?— en la existencia del mundo exterior. ¿Qué se puede aprender de esa conexión de confianzas? Para responder introduzco dos discusiones un tanto extravagantes. (Lo que está demasiado a la vista tiende a desaparecer. Por eso, a veces sólo los ejercicios dialécticos con apuestas raras iluminan aspectos de la experiencia que, de otro modo, se pasarían por alto.)

Un argumento de Moore como otro material que hay que tener en cuenta en relación con la conjetura sobre la existencia de una confianza general [3]

A menudo se reconstruye la prueba de Moore sobre la existencia del mundo exterior de la siguiente manera:
Premisa 1: Aquí hay una mano (por ejemplo, se levanta la propia mano y se muestra).
Premisa 2: Si hay aquí una mano, entonces hay mundo exterior.
Conclusión: Hay mundo exterior.
De acuerdo con esta presentación, el argumento anterior consiste en un modus ponens: Pl, Pl-C, C.
Supongamos que este modus ponens es un argumento que refuta o, más bien, que intenta refutar a quien duda de que haya mundo exterior. Sin embargo, se objetará que, para que la premisa l sirva de respaldo a creencias acerca de objetos materiales como las manos, se necesita a su vez otro respaldo, ciertas informaciones empíricas. Por ejemplo, hay que saber que los animales humanos interactúan causalmente con el mundo exterior y que esas interacciones se registran adecuadamente en las experiencias sensoriales. Pero, si eso es así, la verdad de la premisa l, en último término, necesita respaldarse en la conclusión C. De esta manera, el argumento de Moore, al menos en cuanto refutación de quien duda del mundo exterior, no sólo contiene un círculo vicioso, sino uno extremadamente grosero: (C) Pl, Pl-C, C. [4]
Quizá se responda señalando que, si nadie ha tenido razones para desconfiar de la conclusión C («Hay mundo exterior»), entonces, por consiguiente, el contenido de ciertas percepciones ofrece un respaldo inmediato a la premisa l. Pero, si no hay un oponente escéptico que dude de C, ¿a qué introducir un argumento que intenta refutarlo? Por eso, tal vez se indique que un argumento que se propone defender la conclusión C, si consiste en un argumento que busca refutar la posición escéptica, ya cayó en una trampa de la que no podrá escapar. Porque se observará que tal posición no se puede refutar, sólo disolver. Pero ¿qué es eso: un argumento que disuelve argumentos, posiciones... ?
Si un argumento busca refutar la posición A, tiene que mostrar la falsedad de A. En el caso del modus ponens de Moore, esa tarea no se puede llevar a cabo con una atribución de conocimiento empírico singular como la expresada en P1, pues ésta pertenece al tipo de conocimientos que, precisamente, el argumento escéptico pone en duda. En cambio, si un argumento busca disolver A, tiene que mostrar que A se apoya en los presupuestos insostenibles B, C, D.
Respecto del argumento escéptico, es común observar que el presupuesto en que se apoya es el subjetivismo o, si se prefiere, la llamada «posición internista», que consiste en defender que un agente epistémico sólo puede admitir una creencia como conocimiento si posee justificación internamente accesible a su verdad. Una justificación es internamente accesible si el agente epistémico tiene acceso privilegiado a las pruebas pertinentes. (El agente las puede descubrir a través de la reflexión y, por eso, la situación epistémica de los agentes internistas es transparente: Sp-SSp.)
Por desgracia, el agente epistémico puede ser extraordinariamente responsable respecto de la justificación de sus creencias y, sin embargo, tener mala suerte y, con ello, creencias falsas: la condición de verdad del conocimiento no se reduce a la condición de justificación. (Se puede tener muy buena justificación para creer que p y no saber que p porque p es falsa.) Por eso, como el internista es impotente frente al desafío escéptico, para disolverlo, ante todo hay que eliminar el internismo como presupuesto del conocimiento.
Conviene entonces mirar ya en otra dirección. Por ejemplo, averigüemos si la posición opuesta, la «posición externista», es un presupuesto apropiado para disolver tal desafío. Según esa posición, una creencia cuenta como conocimiento si depende de factores que son externos a la mente de los agentes epistémicos y, por eso, no se los puede descubrir mediante la reflexión. [5] Por ejemplo, la causalidad sería uno de esos factores externos o, de manera más global, los procesos confiables que permiten obtener conocimientos, aunque el agente los ignore. (Las creencias empíricas de un agente epistémico P son el resultado de alguna relación adecuada entre el mundo y los procesos psicológicos de P que producen tales creencias, y que son procesos en gran medida desconocidos por P.)
Por consiguiente, puesto que para el externismo una creencia cuenta como conocimiento si depende de criterios que son externos a la mente de los agentes, el agente no puede tener responsabilidad por criterios que escapan a su control. Así, aparece ya una dificultad con el externismo como perspectiva para disolver el desafío escéptico. Porque afirmar que las creencias empíricas, que son contingentes, son ajenas al control del agente epistémico implica afirmar que esas creencias son, a cada paso, vulnerables a la suerte epistémica. En efecto, al ahondar el hueco entre justificación y conocimiento, el externista al mismo tiempo abre la puerta para que, en ese mismo hueco, se introduzcan —¿de manera salvaje?— factores epistémicos más allá de las capacidades del agente y, con ellos, la posibilidad de la mala suerte.
Así, de manera opuesta pero paradójicamente convergente con la posición internista, la posición externista, en lugar de contribuir a disolver el desafío escéptico, parece darle fuerza. (Después de todo, el escepticismo a través de su larga historia no ha dejado de insistir en los límites de las capacidades epistémicas y, por eso mismo, en la falta de seguridad que impregna a las más diversas atribuciones de conocimiento.)
Entonces, ¿de dónde proviene cierta confusa pero persistente atracción que ha tenido este argumento de Moore? [6] Sobre todo, ¿por qué afirmé que podría servir como un material más para aproximarnos a la confianza general? En relación con esta pregunta, probemos repensar este argumento no como un argumento que refuta la posición escéptica, tampoco como uno que la disuelve, sino —¿más modestamente?— como un argumento que acota.
Si un argumento busca refutar A, tiene que mostrar que A es falsa; pero si la quiere disolver, tiene que mostrar que A descansa en los presupuestos B y C, que son falsos. En cambio, por «argumento que acota» entiendo aquel tipo de argumentos que, en alguna medida, limita el poder de los argumentos opuestos mostrando que, si bien hay argumentos en contra de A (como los argumentos escépticos en contra del mundo exterior), también los hay a favor de A. Así, se produce al menos un resultado incierto de la argumentación y, en algunos casos favorables para los argumentos que acotan, un empate teórico. El propósito de los argumentos que acotan es, tomando como base ese resultado incierto o, en ocasiones, el empate teórico, posibilitar un nuevo curso de la argumentación.
Regresemos al entorno conceptual de la confianza. El argumento de Moore en cuanto argumento que acota contendría varias clases de operadores implícitos, entre otros, operadores epistémicos que harían referencia a la confianza general. Así, el argumento de Moore se podría reformular con la estructura no de un modus ponens, sino de una abducción que establece un recordatorio:
Premisa 1.1: Recuerda (ten en cuenta, reflexiona...) que entiendes que tú mismo tienes confianza espontánea, pasiva, general en que, si en condiciones normales se percibe que aquí hay una mano, entonces, la mejor explicación posible de ese abandonarse a, de ese contar con que aquí hay una mano, es que aquí haya una mano.
Premisa 2: Si, por ejemplo, aquí hay una mano, entonces, hay mundo exterior.
Conclusión: Hay mundo exterior.
Por lo pronto, se debe atender cómo no funciona este argumento que acota. Con tal argumento no se pretende validez deductiva. Además, no hay que olvidar que la duda escéptica no se respalda en ninguna falta de información específica. Por consiguiente, la premisa 1.1, que le responde, no es equivalente a las premisas
P 1.1.1: Se tienen evidencias positivas para saber que aquí hay una mano.
P 1.1.2: Se tienen evidencias positivas a favor de la hipótesis de que aquí hay una mano.
La premisa 1, «Aquí hay una mano», no se propone como una razón en favor de un saber o de cierta hipótesis, a la manera de las premisas 1.1.1 y 1.1.2. Por el contrario, la premisa 1 no pretende más que explicitar cierta confianza general, y respaldar esa explicitación con el recuerdo de que la primera persona tiene que confiar en que aquí hay una mano si quiere confiar en cualquier cosa. (Esa confianza está implicada en muchas otras, tan básicas como ella y que, a su vez, se presupone en varios modos de autodescribirse y actuar.) Por eso, la premisa 1, más que demostrar algo, haciéndonos reflexionar, invita a que se exploren los pros y los contras de ciertas prácticas de argumentar: las que suprimen y las que aceptan el inevitable autoentenderme como abandonándome a, apoyándome en ciertos objetos inmediatos como mis manos e, indirectamente, en ese contar con el mundo sin el menor estremecimiento.
De ahí que con la reformulación 1.1 no se responde, no se intenta responder, al escéptico, sino situarlo: marcarle límites. Y eventualmente, al marcarle límites, se le quita poder y, así, se puede ya preguntar: ¿qué pasa con nosotros, con los conocimientos y las prácticas de los animales humanos si se elimina la confianza general, pasiva, espontánea en el mundo? Entre otras expectativas, se espera que la respuesta descubra que el escéptico no posee el monopolio de las razones: dispone de algunas razones, pero no de todas. Como consecuencia se sugiere que vale la pena que también nos ubiquemos en un escenario opuesto: en ese otro tipo de prácticas de argumentar —que tal vez se defienda como el tipo «natural» de prácticas argumentativas o, si se prefiere, como la situación dialéctica primera—, en las cuales la presunción rige en favor de la premisa 1.
Vayamos todavía a la premisa 2. Se puede entender el condicional en una doble dirección. Para elegir entre estas direcciones, un participante de una práctica de argumentar se preguntará: ¿qué es más inmediatamente aceptable, el todo, en este caso, la confianza en la existencia del mundo exterior, o la parte, en este caso, la confianza en la existencia de mi mano? Si respecto del argumento de Moore se tiene en cuenta la segunda posibilidad (o, al menos, si en algunas circunstancias se tiene en cuenta la segunda posibilidad), el condicional que establece la premisa 2 conforma el fragmento de un proceso de reflexión que procura explorar, por ejemplo, los compromisos de algunas creencias: el hecho de confiar sin que se me pase por la cabeza la menor duda de que tengo una mano (variación de la premisa 1) me hace tener indicios de que (me indica que, me sugiere que...) hay mundo exterior. O, si también se reflexiona en ambas direcciones del condicional, tal vez éstas se refuercen recíprocamente.
Así, en esta lectura a partir del entorno conceptual de la confianza, el argumento de Moore (¿o la parodia de argumento provocada por una «actitud exaltada»?) [7] no es un argumento que refute o disuelva la posición escéptica, sino que la acota: que no se deja paralizar por ella. Sin embargo, conviene tener en cuenta pseudoargumentos que en apariencia acotan pero que, en realidad, procuran refutar, como los que intervienen en la siguiente disputa:
P: El escéptico está equivocado. Aquí hay una mano porque la percibo con mis sentidos: la veo, la toco, la puedo oler.
O: Los sentidos pueden fallar.
P: Puede fallar uno. Pero es raro que fallen todos a la vez. Por otra parte, en la vida cotidiana ¿acaso no es necesario que se confíe en las experiencias de objetos materiales cercanos como las propias manos que, además, constantemente usamos?
O: Podemos estar soñando.
P (sacando un cuchillo): Si tus dudas sobre si hay una mano son reales, supongo que no te importará que te la corte, a diferencia de mí, que sí tengo confianza en que aquí hay una mano y, por eso, la cuido.
Respecto de este desagradable diálogo, tal vez se observe que el proponente no escucha al oponente. El proponente bloquea la argumentación cometiendo una falacia de ignoratio elenchi que, a su vez, se respalda en dos formas de la falacia ad autoritatem: su primera réplica convierte la autoridad del sentido común en una instancia que procura refutar al oponente escéptico, y la segunda hace lo mismo con la autoridad de la práctica. (Para consolidar aún más esa pretendida doble refutación, al intervenir el proponente por última vez introduce el chantaje del miedo: la falacia ad baculum, ese socorrido recurso cuando se carece de razón.)
Por el contrario, el argumento de Moore, en cuanto argumento que acota, puede reconstruirse —alejándonos tal vez de sus intenciones— en dos pasos.
Primer paso: Puesto que confío en que aquí hay una mano (ese objeto externo-interno que vivo, a la vez, como parte de mí mismo y como una parte exterior a mí como las otras del mundo, y esa confianza es, además, parte de toda una trama de confianzas básicas), dispongo, al menos, de algunos argumentos para confiar en que hay mundo exterior.
Segundo paso: A partir de este resultado incierto de la disputa —¿acaso de un empate argumentativo teórico?—, se puede introducir ya no como instancia bloqueadora de la argumentación, sino al contrario, como instancia desbloqueadora, como un modo de continuar argumentando, el argumento de la autoridad de la práctica.
En este caso, ¿cómo distinguir entre falacia y buen argumento? Tentativamente probemos con la siguiente regla:
En una discusión teórica no es falaz introducir la autoridad de la práctica después que ya se ha producido un empate teórico de argumentos o, al menos, un resultado incierto de la argumentación, nunca antes. [8]
Supongamos, entonces, que respecto de esta reconstrucción del argumento de Moore se está ante un argumento que acota. Hay que preguntarse, sin embargo, qué se entiende con la expresión «autoridad de la práctica». Por lo pronto, tal autoridad es diferente de la autoridad del sentido común. Es posible defender que los diversos contenidos concretos del sentido común son histórica y contextualmente variables (y, por ejemplo, que lo que se denominan «intuiciones» más o menos espontáneas frente a un problema son histórica y contextualmente variables, e incluso quizá individualmente variables), y, a la vez, defender que un atributo —¿el atributo?— que define a los animales humanos es ser agentes. De esta manera, se ubica a los animales humanos dando prioridad a una de sus relaciones con el mundo: de modo primario los animales humanos son agentes que disponen de confianzas, tanto epistémicas como prácticas. Sin embargo, ¿por qué hay que defender que agencia implica confianza? Para actuar, ¿es necesario que los animales humanos tengan algunas confianzas? ¿Acaso no hay prácticas en las que lo mejor —lo más útil— es prescindir de toda confianza? Vayamos ya a la segunda discusión extravagante que anuncié.

Espías y metáforas

Indaguemos si tal vez no hay profesiones y hasta modos de vida que estructuralmente funcionan mejor partiendo de la actitud opuesta a la confianza general. Consideremos, por ejemplo, la práctica de espiar. El propósito constitutivo de esa práctica es vigilar con disimulo a un agente A (país, ejército, empresa, partido político, marido...) por encargo de un agente B (país, empresa...) para comunicar a B lo que A hace o planea (en particular, lo que A hace o planea en secreto). Ahora bien, imaginemos una escuela de espías en cuya lección inaugural un maestro enseña, como primer principio de la profesión, y a seguir en cualquier circunstancia, el siguiente:
P1: No confíen en nada ni en nadie, absolutamente en nada ni en nadie.
Enseguida, ese maestro agrega un segundo principio, como corolario que generaliza sin restricciones el primero:
P2: PI incluye a quien habla y a cada uno de ustedes: no confíen en mí ni tampoco en sí mismos.
He aquí otra conjetura: una escuela de espías que rige sus entrenamientos con P1 y P2 es una mala escuela de espías que pronto acabará cerrándose por falta de estudiantes. Algo peor: tal vez nadie pueda seguir en sentido estricto P1 y P2, ni las lecciones de ese maestro. ¿Por qué? Aquí habría que introducir los argumentos que, según se supuso, lograrían un resultado al menos incierto, y hasta tal vez un empate teórico en la argumentación con el escéptico. ¿Acaso la cordura no exige que las personas se relacionen consigo mismas aplicando cierta dosis de confianza general, pasiva, espontánea, en el mundo y sus sucesos y objetos? De seguro, para atreverse a caminar, un espía debe contar con que la calle que atravesará en los próximos minutos no se va abrir bajo sus pies, que los edificios que lo rodean no se convertirán en tigres hambrientos, que eso que se denomina «cielo» no es un techo pintado para engañarlo, que las personas con las que se encuentre no son robots. Más todavía, ningún animal humano continuaría siendo una persona y, por consiguiente, un agente si, en contra de P2, no dispusiera de confianzas en sí como confianza en que al menos parte de sus recuerdos son sus recuerdos, confianza en que él es la persona que cree ser (que tiene el nombre que tiene, las creencias que tiene...), confianza en que es capaz de mirar, de escuchar, de tocar objetos del mundo que lo rodea, confianza en que comprende muchas palabras que escucha, confianza en que puede inferir (hacer deducciones, inducciones, abducciones, analogías), confianza en que puede correr o quedarse inmóvil si lo decide. Tal vez sea posible despojarse de algunas de esas confianzas —¿de unas pocas?—, no de todas. (Cuando una persona dice o piensa —como en cierta película de mafiosos— «ya no sé si soy uno de los nuestros», esa afirmación no implica «no sé quien soy», y mucho menos «no sé si yo soy yo». Sólo indica: «ya no sé si mis deseos, creencias, emociones actuales, me permiten seguir perteneciendo a este grupo».) Además, si el maestro de esa escuela de espías afirmase P2 y, con ello, que sus estudiantes también tienen que desconfiar sistemáticamente de él y, por consiguiente, de todo lo que él dice, esas indicaciones sabotearían sus propias lecciones de desconfianza. Puesto que el estudiante tiene que desconfiar de todo lo que el maestro afirma, también tendría que desconfiar de los principios P1 y P2. (En consecuencia, con este maestro aparece un efecto similar al que produce la paradoja del mentiroso «No confíes en lo que digo»: si confío, debo desconfiar, y si desconfío, debo confiar.) Pero tal vez P1 podría atenuarse de la siguiente forma:
P1#: No confíen en nadie, absolutamente en nadie.
En contra de P1#, y hasta suponiendo que para realizar sus misiones ese tipo de espías no tiene que contar con ninguna confianza interpersonal o institucional, parecería que esos espías en cierto momento tendrán que confiar en alguna persona o grupo a quienes entregarán los datos obtenidos en sus jornadas como espías, ¡y a quienes cobrarán el trabajo realizado! (el agente B que, según el propósito constitutivo de la práctica de espiar, encarga esa práctica). De lo contrario, ¿para qué llevar a cabo esas peligrosas acciones?
Quizá se responda indicando que los propósitos personales de quienes realizan una práctica suelen diferir del propósito constitutivo de la práctica. Tal vez a muchos espías no les interesa cumplir con una misión, ni siquiera ganar el dinero que secretamente se les promete, sino sentirse superiores a quienes los rodean: más inteligentes y sutiles. La práctica de espiar les permite tener pensamientos como el siguiente: «Esos tontos creen que estoy con B, cuando en realidad estoy con A, o, a la vez, con A y con B...». (Tales pensamientos quizá ayuden a explicar que, al parecer, es una tentación frecuente en los espías convertirse en agentes dobles. Además —ésa sería otra explicación de algunos casos—, si uno finge y miente una vez, entonces, ¿por qué no convertir fingimientos y mentiras en parte de un complicado pero excitante modo de vida? Por otra parte, no hay por qué negar que la conducta de muchas personas, por ejemplo, impulsadas por un uso desaforado de «teorías de la conspiración», puede reconstruirse como si buscaran seguir P1# o al menos como si apasionadamente intentaran hacerlo.) Sin embargo, incluso aunque ésta fuese una descripción correcta de los deseos, las creencias, las emociones de algunos (muchos...) espías, una escuela de espías —digamos, la escuela de espías de cierto gobierno— no puede perseguir como propósito formar ese tipo de egresados.
No obstante, tomemos cierta distancia de las relaciones entre confianzas y prácticas, por ejemplo, entre la confianza y las prácticas de espiar. Al respecto, evoquemos algunas metáforas casi muertas con que se alude a la confianza general (que se supone que carece de comienzo y de límites precisos). Se habla de un «clima» o de una «atmósfera» de confianza como horizonte que permite actuar. Se indica que este confiar pasivamente «enmarca», «vertebra», «nutre», «conforta», «da reposo». Pero no sólo eso. Otra metáfora no menos común sobre la confianza parte, a su vez, de otra: la causalidad como el cemento de la naturaleza. De esta manera, no pocas veces se sugiere que la confianza es el «cemento» de la vida, tanto comunitaria como individual.
Quizá irriten las direcciones normativamente encontradas que sugieren estas metáforas. Por un lado, no es difícil comprobar que un matrimonio, una familia, una amistad, un equipo de investigación científica, un partido político o un país, pero también espías y ladrones, quienes planean un fraude o una célula terrorista funcionan mejor si quienes conforman esos grupos confían entre sí: participan de cierto «clima» de confianza o ésta los une como «cemento».
Por otro lado, el buen funcionamiento de una persona o grupo —sea un equipo de investigación científica o una banda de espías— puede volverse por completo disfuncional si se confía inadecuadamente, por ejemplo, si se confía demasiado. De ahí que se pueda comparar la confianza con el oxígeno. Sólo se nota cuando falta, o cuando por exceso irrita, molesta.
Tal vez por eso, cuando la confianza general se rompe, sí se suele hacer uso de palabras como «por experiencia no confío en...», «hay razones que hacen que tenga desconfianza de...». (Análogamente al hecho de que cuando falta oxígeno, se lo señala.) De ahí que a veces el uso negativo de ciertas palabras sea el conceptualmente primario o el más informativo. [9] (Al menos en ocasiones tendemos a darnos cuenta de la confianza general y sus bienes cuando nos topamos con razones para desconfiar. Quizá ésta sea una razón por la cual desconfiar, dudar, sospechar son actitudes que han despertado más atención que sus estados mentales opuestos.)
Defender la conjetura de una confianza general como bien primario, presupuesto de toda práctica, no implica, entonces, defender que en cualquier circunstancia, cualquier modo de esa confianza es un bien. Por eso, es útil atender situaciones cuando la confianza general, pasiva, espontánea no sólo se vuelve disfuncional, sino que se desmorona, porque han aparecido razones para desconfiar.

2. Rupturas de la confianza general

No es raro decepcionarse. Peor aún, las decepciones visitan tan en exceso que no sólo abruman: paralizan. Pero hay muchos tipos de decepciones. Las personas se decepcionan porque hacen anticipaciones equivocadas o se engañan. A menudo también se decepcionan porque meticulosamente se han engañado a sí mismas. Sin embargo, no es arduo observar cierta asimetría en la producción de las rupturas de la confianza a que se hace referencia con expresiones como «nos equivocamos», «nos engañamos», por un lado, y «nos engañan», por otro. ¿Cuál?
Sobre cualquier asunto, una primera persona puede afirmar: «me equivoqué», «nos equivocamos» o «me engañé», «nos engañamos». Como en el entorno conceptual de la confianza lo indican frases como «con los ojos cerrados», «credulidad», «echarse en manos de» a menudo —ya se advirtió— se confía demasiado. A veces se desea tanto —incluso con tanta desazón— que la naturaleza o la sociedad o ciertos objetos o personas posean algunas propiedades, o que las continúen poseyendo, que se confía estar frente a esas propiedades, cuando no es el caso. Ténganse presente esas situaciones en las que una persona o un grupo se empeñan en confiar en la fertilidad de una tierra, en que están sanos, en que ganará el partido político que favorecen, en la fidelidad de una pareja o en la honestidad del banco en el que han depositado sus ahorros, cuando notoriamente hay un cúmulo de pruebas en contra. («Notoriamente»: el uso de este adverbio indica que las personas post-factum han descubierto pruebas en contra. Por desgracia, la confianza tiende a inmunizarnos a ellas. Por eso, su descubrimiento se suele llevar a cabo cuando ya se padece alguna forma de decepción y la persona o el grupo reúnen pruebas que estaban ahí, y que consideran que deberían haber visto, pero que no vieron o no quisieron ver.)
Al contrario de las equivocaciones y los autoengaños, sólo en relación con agentes se puede afirmar «me engañó», «me engañaron». Claramente son capaces de engañar las personas, o los grupos de personas, o quizá las instituciones en que operan ciertas personas en grupo (corporaciones, ejércitos, iglesias, universidades, medios masivos de comunicación...). [10] Así, a diferencia de cuando yo mismo me engaño, si me engañan, la confianza que se rompe es una confianza que, en principio, se había depositado en agentes o en sus productos. Pregunta: frente a tan variado equivocarme y engañarme, y al no menos variado ser engañado, ¿cómo se responde?

Posiciones que a menudo se asumen al actuar, o que se asumen parcialmente o, al menos, que se declara que se asumen o que se asumen parcialmente, después que se rompe algún modo de la confianza general

Agrupemos gruesamente algunas respuestas que aparecen una vez que los diversos modos de confianza general se tambalean o, de plano, se acaban. Una manera no neutral de hacerlo, sino normativamente tendenciosa, pero que ayuda a reflexionar, consiste en distinguir las siguientes posiciones: actuar de acuerdo con un principio de desconfianza sistemática; actuar con actitudes de obstinación; actuar siguiendo un principio de confianza en cuanto presunción.