Solo hay un ganador - Harlan Coben - E-Book

Solo hay un ganador E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Serie: Win
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

"Yo llegaré a donde no llegue la ley". Hace más de veinte años robaron un Vermeer y un Picasso a la familia Lockwood. Poco después, Patricia Lockwood fue secuestrada y su padre, asesinado. Ella pudo escapar tras cinco meses de cautiverio, pero los responsables del robo y del secuestro nunca aparecieron. El tiempo acabó enterrando estos episodios traumáticos hasta ahora. En lo más alto de un edificio de Manhattan acaban de encontrar un cadáver, el cuadro de Vermeer y una maleta que perteneció a Windsor Horne Lockwood III, o Win, como le llaman sus amigos. Win, el primo de Patricia, tiene dinero, inteligencia, frialdad y un particular sentido de la justicia. Se enfreta a una situación delicada en la que el honor de su familia puede verse salpicado, pero él no es de los que perdonan, ni de los que esperan a que otros resuelvan sus problemas.

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Título original inglés: Win.

© del texto: Harlan Coben, 2021.

© de la traducción: Jorge Rizzo, 2023.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2023.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: enero de 2023.

REF.: OBDO134

ISBN: 978-84-1132-352-9

ELTALLERDELLLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

PARADIANEYMICHAELDISCEPOLO,

CONAMORYGRATITUD

1

El tiro que va a decidir el campeonato inicia la parábola descendente hacia la cesta.

A mí me da igual.

El resto del público del Lucas Oil Stadium de Indianápolis sigue la pelota con la mirada, boquiabiertos.

Yo no.

Yo miro la pista. Lo miro a él.

Mi localidad está junto a la cancha, por supuesto, cerca de la línea central. A mi izquierda tengo a un conocido actor de moda por su papel como superhéroe de Marvel, vestido con una camiseta negra que le aprieta los bíceps como un torniquete, y, a la derecha, al famoso rapero Swagg Daddy, a quien le compré el avión privado hace tres años, con esas gafas de sol de su propia marca que no se quita ni a oscuras. Me gusta Sheldon (que así se llama Swagg Daddy en realidad), tanto el hombre como su música, pero esa costumbre que tiene de sonreír y dar la mano a cualquier desconocido que se acerca como si fueran las personas más queridas del mundo me provoca escalofríos.

En cuanto a mí, llevo un traje diplomático azul hecho a medida en Savile Row, un par de zapatos Bedfordshire burdeos también hechos a medida por Basil, el maestro zapatero de G. J. Cleverley’s, una corbata de seda Lilly Pulitzer de edición limitada en rosa y verde y un pañuelo de bolsillo Hermès personalizado que asoma del bolsillo de la chaqueta con una precisión celestial. La verdad es que soy todo un galán.

Y, por si alguien no se ha dado cuenta, también soy rico.

El balón que vuela por los aires decidirá el resultado del March Madness, la gran competición del baloncesto universitario. Es curioso, si lo piensas bien. Tanto sudor y lágrimas, tanta estrategia, el entrenamiento, la caza de talentos, las innumerables horas pasadas tirando a canasta a solas y haciendo ejercicios con balón, las horas levantando pesas, haciendo esprints progresivos, todos esos años en gimnasios a todos los niveles —alevines, baloncesto juvenil, en el instituto, en la universidad—, todo eso... para que al final todo dependa de la resolución de un simple problema físico, el que plantea una rudimentaria esfera naranja rotando hacia atrás y dirigiéndose hacia un cilindro de metal en este preciso momento.

O no es canasta, y gana la Universidad de Duke, o el tiro entra y los seguidores de la Universidad South State invadirán la cancha para celebrarlo. El famoso héroe de Marvel estudió en South State. Swagg Daddy, como un humilde servidor, estudió en Duke. Ambos tensan el rostro. La multitud enfervorecida calla de pronto. El tiempo se vuelve más lento.

Y, aun así, pese a que se trate de mi alma mater, no me importa. No suelo volverme loco por estas cosas. Nunca me importa quién gana una competición en la que no participe yo (o alguien que me importe realmente). A veces me pregunto por qué iba a importarme, por qué le importa tanto a la gente.

Aprovecho el momento para fijarme en él.

Se llama Teddy Lyons. Es uno de los numerosos ayudantes de entrenador del banquillo de South State. Es un tiarrón de pueblo, un gigantón de más de dos metros. Big T —que así es como le gusta que le llamen— tiene treinta y tres años, y este es su cuarto empleo como entrenador universitario. Según parece, no es malo en cuanto a táctica, pero sobre todo es un gran cazatalentos.

Oigo la bocina final. Se ha acabado el tiempo, aunque el resultado del partido sigue estando en el aire.

El silencio en el estadio es tal que incluso oigo el impacto de la pelota contra el aro.

Swagg me agarra de la pierna. El famoso de Marvel me planta un tríceps musculoso frente al pecho al abrir los brazos, impaciente. El balón golpea el aro una vez, dos, y hasta tres, como si ese objeto inanimado quisiera jugar con el público antes de decidir quién gana y quién pierde.

Yo sigo mirando a Big T.

Cuando la pelota rueda por el borde del aro y cae al suelo —un fallo claro— la grada de los Diablos Azules estalla de alegría. Por un extremo de mi campo visual periférico veo que todo el banquillo de South State se deshincha. No me gusta usar la palabra «alicaído» —me parece raro eso de pensar en gente con alas—, pero, viendo sus gestos, en este caso me parece adecuada. Se deshinchan y bajan los brazos, abatidos. Varios de ellos se dejan caer en el asiento, destrozados, y alguno se echa incluso a llorar al asimilar la derrota.

Pero Big T no.

El famoso de Marvel esconde su atractivo rostro entre las manos. Swagg Daddy me abraza, eufórico.

—¡Hemos ganado, Win! —grita—. ¡Hemos ganado!

Yo apenas le oigo. El estruendo es ensordecedor. Él se me acerca algo más.

—¡Mi fiesta va a ser la bomba!

Sale corriendo y se une a la celebración. El público baja en masa a la pista con él, exultante, pletórico. La multitud engulle a Swagg y lo pierdo de vista. Varios me dan palmadas en la espalda al pasar. Me animan a que me una a ellos, pero no lo hago.

Busco de nuevo a Teddy Lyons con la vista, pero ha desaparecido.

Aunque no por mucho tiempo.

Dos horas más tarde vuelvo a ver a Teddy Lyons. Se me acerca, pavoneándose.

Tengo un dilema.

Big T va a recibir lo suyo, como se suele decir. Eso está claro. Aún no estoy seguro de hasta qué punto le voy a hacer daño, pero desde luego su salud física va a verse afectada.

Pero ese no es mi dilema.

Mi dilema es cómo.

No, no me preocupa que me pillen. Eso lo tengo planeado. Big T ha recibido una invitación para el fiestón de Swagg Daddy. Se dispone a entrar por lo que él cree que es una entrada VIP. Solo que no lo es. De hecho, no es siquiera una entrada a la fiesta. Desde el pasillo se oye una música a todo volumen, pero es solo para crear el ambiente necesario.

En este almacén solo estamos Big T y yo.

Llevo guantes. Y voy armado —como siempre—, aunque no voy a necesitar las armas.

Big T se me acerca, así que volvamos a mi dilema:

¿Le atizo sin previo aviso? ¿O le doy una oportunidad, en lo que alguno consideraría un gesto deportivo?

Esto no tiene nada que ver con la moral, el juego limpio ni nada de eso. A mí no me importa en absoluto cómo etiquetaría esto el populacho en general. Ya me metí en el pasado en más de una refriega. Cuando peleas, las normas enseguida pierden valor. Muerdes, pataleas, echas arena, usas armas, lo que haga falta. Las peleas de verdad son por la supervivencia. No hay premios ni recompensas a la deportividad. Hay un vencedor. Y un perdedor. Y ahí acaba todo. No importa si haces trampas.

Vamos, que no tengo ningún problema en atizarle a esta criatura odiosa antes de que se prepare. No me da miedo soltarle —recurriendo de nuevo a la jerga popular— un golpe a traición. De hecho, mi plan era ese: pillarlo por sorpresa. Usar un bate, un cuchillo o la culata de mi pistola. Y se acabó.

Así pues, ¿por qué ese dilema?

Porque no creo que en este caso baste con romperle algún hueso. También quiero hacer mella en su moral. Si el duro de Big T pierde una pelea supuestamente justa con un canijo como yo —soy mayor que él, mucho más pequeño que él, y también más guapo (es cierto), la imagen clásica de un señorito— para él sería una humillación.

Y eso es precisamente lo que quiero.

Lo tengo a apenas unos pasos. Me decido y le corto el paso. Big T se echa a un lado y frunce el ceño. Se me queda mirando un momento. Yo le sonrío. Él me devuelve la sonrisa.

—Te conozco —me dice.

—¿De verdad?

—Has ido al partido. Estabas junto a la cancha.

—Culpable.

Me tiende la manaza para que se la estreche.

—Teddy Lyons. Todo el mundo me llama Big T.

No le estrecho la mano. Me la quedo mirando, como si la acabara de sacar del culo de un perro. Big T se queda esperando un segundo, inmóvil, y luego la retira, como un niño al que le hubieran regañado.

Le sonrío otra vez. Él carraspea.

—Si me permites... —dice, haciendo ademán de seguir adelante.

—No, la verdad es que no.

—¿Qué?

—Eres un poquito lento, ¿no, Teddy? —Suspiro—. No, no te permito. A uno como tú no se le puede permitir nada. ¿Me sigues?

De nuevo esa mueca en el rostro.

—¿Tienes algún problema?

—Mmm. ¿Cuál es la respuesta estándar?

—¿Eh?

—Podría decir «No, TÚ tienes un problema». O «¿Yo? No tengo el más mínimo problema», algo así. Pero la verdad es que esas frases hechas no me parecen nada ocurrentes.

Big T parece perplejo. Seguramente querría apartarme de un empujón, pero algo en su interior le dice que si estaba sentado en la fila de los famosos es que quizá sea alguien importante.

—Eh... Bueno, me voy a la fiesta.

—No, eso no va a pasar.

—¿Cómo?

—Aquí no hay ninguna fiesta.

—Cuando dices que no hay fiesta...

—La fiesta es a dos travesías de aquí —le informo.

Él apoya las manazas en las caderas. Pose de entrenador.

—¿Qué demonios es esto?

—He hecho que te enviaran una dirección errónea. ¿La música? Es solo para figurar. ¿El guardia de seguridad que te ha hecho pasar a la entrada para vips? Trabaja para mí y ha desaparecido en cuanto has atravesado la puerta.

Big T parpadea dos veces. Luego da un paso adelante. Yo no reculo ni un centímetro.

—¿Qué está pasando? —me pregunta.

—Voy a patearte el culo, Teddy.

Eso le hace sonreír.

—¿Tú?

Su pecho tiene el tamaño aproximado de una pared de frontón. Se me acerca, mirándome desde lo alto con la seguridad del clásico grandullón que, gracias a su tamaño, no ha tenido que enfrentarse nunca en una pelea, ni siquiera ha sido desafiado nunca. Ese es el recurso de Big T, aunque realmente es de aficionados: amedrentar a su rival con su volumen, esperando que se encoja.

Pero yo no me encojo, claro. Estiro el cuello y lo miro fijamente a los ojos. Y, en ese momento, afloran por primera vez las dudas en su mirada.

No pierdo tiempo.

Pegarse a mí de ese modo ha sido un error. Hace que mi puño tenga menos distancia que recorrer. Junto los cinco dedos de mi mano derecha, formando una especie de punta de lanza, y los lanzo contra su garganta. Oigo una especie de borboteo. Al mismo tiempo, le doy una patada baja, impactando con el empeine, que le da justo en el lateral de la rodilla en la que, por lo que he leído en mis investigaciones, ha sido operado dos veces del ligamento anterior cruzado.

Oigo un crack.

Big T cae como un roble.

Levanto la pierna y le golpeo duro con el tacón.

Grita.

Golpeo de nuevo.

Grita.

Golpeo de nuevo.

Silencio.

Os ahorraré el resto.

Veinte minutos más tarde llego a la fiesta de Swagg Daddy. Los de seguridad me hacen pasar a la sala de atrás, a la que solo acceden tres tipos de personas: mujeres guapas, caras famosas y gente con la cartera muy llena.

Estamos de fiesta hasta las cinco de la mañana. Luego, una limusina negra nos lleva a Swagg y a un servidor al aeropuerto. El jet privado está esperando con los motores en marcha.

Swagg se pasa todo el viaje de vuelta a Nueva York durmiendo. Yo me ducho —sí, mi avión tiene ducha—, me afeito y me pongo un traje de negocios Kiton K-50 de espiguilla gris.

Cuando aterrizamos, nos esperan dos limusinas negras. Swagg ejecuta un complicado ritual de abrazo combinado con un apretón de manos a modo de despedida. Su limusina lo lleva a su finca en Alpine. La otra me lleva directamente a mi despacho en un rascacielos de cuarenta y ocho pisos en Park Avenue, en el Midtown de Manhattan. Mi familia es propietaria del edificio Lock-Horne desde que se completó su construcción, en 1967.

Subo al ascensor y paro en la cuarta planta. Este espacio solía albergar una agencia deportiva que gestionaba mi mejor amigo, pero la cerró hace unos años. Luego dejé la oficina vacía durante demasiado tiempo, porque la esperanza es lo último que se pierde. Estaba seguro de que mi amigo cambiaría de opinión y volvería.

No lo hizo. Así que seguimos adelante.

Los nuevos inquilinos son Fisher and Friedman, un despacho de abogados que se presentan como defensores de las víctimas. Su sitio web, que me fascina, es aún más específico:

¿Problemas con abusadores, acosadores, troles, pervertidos, psicópatas? Cuenta con nosotros para darles un buen rodillazo en las pelotas.

Irresistible. Al igual que hacía con la agencia deportiva que tenía alquilado este espacio antes, también soy socio en la sombra del bufete.

Llamo a la puerta con los nudillos. Cuando Sadie Fisher me dice «Adelante», abro y asomo la cabeza.

—¿Ocupada?

—Parece que los sociópatas están en temporada alta —responde Sadie, sin levantar la vista del ordenador.

Tiene razón, por supuesto. Por eso he invertido en ellos. Me gusta la labor que hacen, defendiendo a la gente que sufre abusos, y, por otra parte, siempre he pensado que los tipos inseguros y violentos (casi siempre son hombres) son un sector al alza.

Sadie me mira por fin.

—Pensaba que ibas a ese partido en Indianápolis.

—Y he ido.

—Ah, vale, el avión privado. A veces se me olvida lo rico que eres.

—No, no se te olvida.

—Es cierto. ¿Qué hay de nuevo?

Sadie lleva unas gafas de bibliotecaria muy sexis y un traje chaqueta rosa ajustado y con un gran escote. Es algo intencionado, me contó una vez. Cuando Sadie empezó a representar a mujeres que habían sido acosadas y agredidas sexualmente le dijeron que debía ir vestida de forma conservadora, con ropa amplia y poco llamativa, de aspecto inocente, lo que Sadie consideró como una ulterior culpabilización de las víctimas.

¿Cuál fue su respuesta? Hacer lo contrario.

No sé muy bien cómo abordar la cuestión, así que me limito a decir:

—He oído que una de tus clientes ha sido hospitalizada.

Eso le llama la atención.

—¿Tú crees que sería apropiado enviarle algo? —pregunto.

—¿Como qué, Win?

—Flores, bombones...

—Está en cuidados intensivos.

—Un peluche. Globos.

—¿Globos?

—Algo para que sepa que nos acordamos de ella.

Sadie volvió a fijar la mirada en la pantalla de su ordenador.

—Lo único que quiere nuestra cliente es algo que no parece que estemos consiguiendo darle: justicia.

Abro la boca para decir algo, pero al final decido callarme, optando por la discreción y el sentido común. Me doy la vuelta, pero, cuando me dispongo a salir, veo a dos personas —un hombre y una mujer— que se me acercan, decididos.

—¿Windsor Horne Lockwood? —dice la mujer.

Antes incluso de que saquen las placas, ya sé que son agentes de la autoridad.

Sadie también se da cuenta. Se pone en pie de golpe y se me acerca. Yo tengo mi equipo de abogados, por supuesto, pero los uso para mis negocios. Para mis asuntos personales solía recurrir a mi mejor amigo, el agente deportivo/abogado que ocupaba esta oficina, porque gozaba de toda mi confianza. Ahora que no lo tengo tan a mano, da la impresión de que Sadie ha ocupado su puesto de forma instintiva.

—¿Windsor Horne Lockwood? —repite la mujer.

Ese es mi nombre. Más exactamente, me llamo Windsor Horne Lockwood III. Y, tal como se podría pensar por mi nombre, vengo de una familia rica y de rancio abolengo. Y encajo bien en el papel, con mi piel rosada, el cabello entre rubio y gris, mis delicados rasgos y mis modos refinados. No oculto lo que soy. No sé si podría hacerlo.

¿Qué puedo haber hecho mal con Big T? Soy bueno. Soy muy bueno. Pero no soy infalible.

Así pues, ¿en qué me he equivocado?

Ahora Sadie ya está casi a mi lado. Espero. En lugar de responder, le pregunto:

—¿Quién quiere saberlo?

—Soy la agente especial Karen Young, del FBI —se presenta la mujer.

Young es negra. Lleva una blusa azul noche y una chaqueta de cuero ajustada de color coñac. Muy à la mode para ser una federal.

—Y este es mi compañero, el agente especial Jorge López.

López es más del montón. Lleva un traje gris asfalto mojado y una corbata triste, de un rojo sucio.

Nos muestran sus placas.

—¿De qué va esto? —pregunta Sadie.

—Querríamos hablar con el señor Lockwood.

—Eso me parecía —responde Sadie con cierta agresividad—. ¿De qué?

Young sonríe y se mete la placa en el bolsillo.

—De un asesinato.

2

Tenemos una pequeña discusión. Young y López me quieren llevar a algún sitio sin más explicaciones. Sadie se niega rotundamente. Al final intervengo yo y acabamos alcanzando una especie de acuerdo. Iré con ellos. Pero no me interrogarán ni me harán preguntas si no es en presencia de un abogado.

Sadie, que, pese a su juventud, conoce bien el oficio, no está nada de acuerdo.

—Te harán preguntas igualmente.

—Lo sé. No es mi primer encontronazo con las autoridades.

No es ni el segundo ni el tercero, pero Sadie tampoco tiene por qué saberlo. No quiero alargar esto demasiado, ni hacerlo demasiado formal, por tres motivos: uno, porque Sadie tiene una vista en el juzgado, y no quiero retrasarla; dos, porque, si tiene que ver con Teddy Lyons —o Big T—, preferiría que Sadie no se enterara de un modo tan directo, por motivos obvios. Y tres, porque ese asesinato me despierta la curiosidad, y tengo esa predisposición a una excesiva autoconfianza. Qué le voy a hacer.

Una vez en el coche, viajamos hacia el norte. López conduce. Young va a su lado. Yo ocupo el asiento de atrás. Curiosamente, los noto cada vez más nerviosos. Ambos intentan ser profesionales —y lo son—, pero la procesión va por dentro. Ese asesinato es algo diferente, algo fuera de lo común. Están intentando ocultarlo, pero su ansiedad es como una feromona que no puedo evitar oler.

Al principio López y Young siguen el procedimiento habitual y guardan silencio. La teoría es bastante simple: la mayoría de personas odian el silencio y hacen lo que sea para romperlo, aunque suponga decir algo incriminatorio.

Prácticamente me siento insultado de que prueben esa táctica conmigo.

No pico, por supuesto. Me pongo cómodo, junto las puntas de los dedos de ambas manos y observo el paisaje por la ventanilla, como si fuera un turista en mi primera visita a la gran ciudad.

—Sabemos quién es usted —dice Young por fin.

Meto la mano en el bolsillo de mi chaqueta y aprieto un botón de mi teléfono. Ahora la conversación está siendo grabada. Y la grabación irá directamente a la nube, por si alguno de mis nuevos amigos del FBI descubre que estoy grabando y opta por el borrado o por romperme el teléfono.

Es difícil pillarme desprevenido.

Young se da la vuelta y me mira.

—He dicho que sabemos quién es usted.

Yo guardo silencio.

—Ha trabajado para el FBI —dice.

Que sepan algo de mi relación con los federales me sorprende, pero no se lo manifiesto. Sí trabajé para el FBI nada más graduarme en la Universidad de Duke, pero era un trabajo altamente clasificado. El hecho de que alguien se lo haya dicho —tiene que haber sido algún pez gordo— me confirma que este caso de asesinato tiene que ser algo fuera de lo común.

—Hemos oído que era bueno —interviene López, mirándome por el retrovisor.

En un momento han pasado del silencio a la adulación. Aun así, no les doy nada.

Subimos por Central Park West, la calle donde vivo. A estas alturas, me parece ya sumamente improbable que esteasesinato tenga algo que ver con Big T. Para empezar, sé que Big T ha sobrevivido, aunque no haya quedado intacto. En segundo lugar, si los federales quisieran preguntarme por algo relacionado con eso, estaríamos yendo hacia el sur, a su cuartel general en 26 Federal Plaza; en cambio aquí estamos, viajando en dirección contraria, hacia mi propia casa en el edificio Dakota, en la esquina de Central Park West y la calle Setenta y dos.

Pienso en ello. Ahora vivo solo, así que no parece que la víctima pueda ser un ser querido. Podría ser que el juzgado hubiera emitido una orden de registro de mi casa y que hubieran encontrado algo incriminatorio que quieran mostrarme, pero eso tampoco me parece muy probable. Alguno de los porteros del Dakota me habría avisado de la intromisión. O se habría disparado alguna de las alarmas ocultas y me habría avisado por teléfono. Por otra parte, tampoco soy tan descuidado como para dejar por ahí nada que pudiera incriminarme.

Para mi sorpresa, López sigue adelante y dejamos atrás el Dakota. Seguimos hacia el norte. Seis travesías más allá, a la altura del Museo de Historia Natural, veo dos coches patrulla aparcados frente al Beresford, otro edificio de viviendas regio de antes de la guerra, en la calle Ochenta y uno.

López me observa por el retrovisor. Le devuelvo la mirada y frunzo el ceño.

Los porteros del Beresford llevan unos uniformes que parecen inspirados en los de los generales soviéticos de finales de los setenta. En el momento en que López para el coche, Young me pregunta:

—¿Conoce a alguien en este edificio?

Como respuesta, una sonrisa. Y silencio.

Ella menea la cabeza.

—Muy bien, vamos.

López se sitúa a mi derecha y Young a mi izquierda, y atravesamos el vestíbulo de mármol. Entramos en el ascensor, con paneles de madera, que nos está esperando. Cuando Young aprieta el botón del último piso, me doy cuenta de que nos adentramos en un territorio exclusivo: en sentido figurado, literal y, sobre todo, monetario. Uno de mis empleados, vicepresidente de Lock-Horne Securities, se compró un apartamento de tres habitaciones en el cuarto piso del Beresford con una vista limitada del parque. Y pagó más de cinco millones de dólares.

Young se vuelve hacia mí y me pregunta:

—¿Alguna idea de adónde vamos?

—¿Arriba?

—Muy gracioso.

Yo parpadeo y bajo la mirada, siempre tan modesto.

—Al último piso —dice ella—. ¿Ha estado allí alguna vez?

—No creo.

—¿Y sabe quién vive allí?

—No creo.

—Pensaba que todos los ricos se conocían.

—No hay que fiarse de los tópicos.

—Pero no es la primera vez que visita este edificio, ¿verdad?

Las puertas del ascensor se abren y suena una campanilla. Yo no me he molestado en contestar. Imaginaba que darían a un elegante apartamento —los ascensores suelen dar directamente a los áticos de lujo—, pero nos encontramos en un pasillo oscuro. El papel de las paredes es grueso, de color marrón. A la derecha hay una puerta abierta que lleva a una escalera de caracol de hierro forjado. López pasa delante. Young me indica que le siga. Lo hago.

Hay basura por todas partes.

A ambos lados de la escalera hay revistas, periódicos y libros apilados en montones de dos metros de altura. Tenemos que pasar en fila india por en medio —entre las revistas veo un ejemplar del Time de 1998— e incluso así tenemos que avanzar de lado para abrirnos paso por el estrecho espacio.

El hedor es sofocante.

Será un tópico, pero un tópico con razón: no hay nada que huela como un cuerpo humano en descomposición. Young y López se tapan la nariz y la boca. Yo no.

El Beresford culmina en cuatro torretas, una en cada esquina del edificio. Llegamos al rellano de la torreta noreste. Desde luego, quienquiera que viva aquí (o quizá debería decir que viviera), en el último piso de uno de los edificios más prestigiosos de Manhattan, era un coleccionista empedernido. Apenas hay espacio para moverse. Cuatro técnicos de la científica perfectamente equipados, con sus gorritos de ducha y todo, intentan abrirse paso entre los trastos para examinar el lugar a fondo.

El cuerpo ya está en la bolsa. Me sorprende que aún no se lo hayan llevado, pero aquí todo me parece raro.

Sigo sin tener ni idea de qué hago aquí.

Young me muestra una fotografía que supongo que será del muerto: ojos cerrados, cubierto con una sábana hasta la barbilla. Era un anciano con la piel blanca, más bien cetrina. Me atrevería a decir que de setenta y pocos años. Calvo, con una corona de cabello gris sobre las orejas. Tiene una espesa barba de pelo rizado, de un blanco sucio, como si se estuviera comiendo una oveja en el momento de hacer la foto.

—¿Lo conoce? —me pregunta Young.

Opto por decirle la verdad:

—No. —Le devuelvo la foto—. ¿Quién es?

—La víctima.

—Sí, eso me lo imaginaba, gracias. Su nombre, quería decir.

Los agentes intercambian una mirada.

—No lo sabemos.

—¿Le han preguntado al inquilino?

—Creemos que el inquilino es él —dice Young.

Espero.

—Esta habitación de la torre fue comprada hace casi treinta años por una SRL a través de una empresa pantalla ilocalizable.

Ilocalizable. Conozco el mecanismo. Yo uso esos mecanismos financieros a menudo: no especialmente para evitar el pago de impuestos, aunque esa es una ventaja añadida nada desdeñable. En mi caso —como en el de nuestro difunto coleccionista— se trata más bien de proteger el anonimato.

—¿No hay identificación? —pregunto.

—De momento no hemos encontrado nada.

—Los empleados del edificio...

—Vivía solo. Los envíos se los dejaban al pie de la escalera. El edificio no tiene cámaras de seguridad en los pasillos de los pisos altos o, si las hay, no nos lo quieren decir. Los gastos de comunidad los pagaba puntualmente la SRL. Según los porteros, Ermitaño, como lo habían apodado, vivía prácticamente en reclusión. Casi no salía a la calle, y, cuando lo hacía, se envolvía la cara con una bufanda y usaba una salida secreta del sótano. El administrador del edificio lo ha encontrado esta mañana, cuando el olor ha empezado a extenderse por el piso de abajo.

—¿Y no hay nadie en el edificio que sepa quién es?

—Hasta ahora no —dice Young—. Pero seguimos preguntando puerta por puerta.

—Bueno, y ahora la pregunta evidente —digo yo.

—¿Cuál sería?

—¿Qué hago yo aquí?

—El dormitorio.

Young parece esperar que responda algo. No lo hago.

—Venga con nosotros.

Nos ponemos en marcha y, a la derecha, veo la enorme estructura redonda del planetario del Museo de Historia Natural al otro lado de la calle, y, a la izquierda, Central Park en todo su esplendor. Mi apartamento también tiene una vista del parque bastante envidiable, aunque el Dakota solo tiene nueve pisos de altura, mientras que aquí estamos por encima del vigésimo piso.

No soy de los que se sorprenden fácilmente, pero cuando entro en el dormitorio —cuando veo el motivo por el que me han traído hasta aquí— me paro de golpe. Me quedo inmóvil, observando. Me siento transportado al pasado, como si la imagen que tengo delante fuera una ventana al pasado. Soy un niño de ocho años colándome a hurtadillas en el estudio del abuelo, en Lockwood Manor. El resto de la familia sigue en el jardín. Llevo un traje negro y estoy solo en esa elegante sala con el suelo de madera. Es antes de la destrucción de la familia o, quizá, visto en retrospectiva, es más bien el momento preciso de la primera fisura. Es el funeral del abuelo. Ese estudio, su estancia favorita, ha sido rociado con algún tipo de desinfectante, pero aún flota en el ambiente el reconfortante olor de la pipa del abuelo. Lo aspiro, deleitándome. Alargo la mano, vacilante, y toco el cuero de su butaca favorita, casi con la esperanza de que se materialice en ella, con su cárdigan, sus zapatillas, su pipa y todo lo demás. Al final mi yo de ocho años de edad reúne el valor necesario para sentarse en la mecedora. Y, una vez sentado, levanto la vista y la sitúo por encima del hogar, como solía hacer el abuelo.

Sé que Young y López me miran, a la espera de mi reacción.

—Al principio pensamos que tenía que ser un robo —dice Young.

Yo sigo mirando, igual que hacía cuando tenía ocho años, sentado en aquella mecedora de cuero.

—Así que recurrimos a una conservadora del Met, al otro lado del parque —prosigue Young. El Met, por supuesto, es el Museo Metropolitano de Arte—. Ella querría descolgarlo y hacer unas pruebas, para estar segura, pero está bastante segura: el cuadro es auténtico.

El dormitorio del coleccionista, a diferencia del resto de la torre, es un espacio ordenado, pulcro, bien organizado. La cama, pegada a la pared, está hecha. No hay cabezal. En la mesilla de noche no hay más que unas gafas de cerca y un libro encuadernado en piel. Ahora sé para qué me han traído: para ver lo único que cuelga de la pared.

El óleo popularmente conocido como La joven del piano, de Johannes Vermeer.

Sí, ese Vermeer. Sí, ese cuadro.

Esa obra de arte, como la mayoría de los treinta y cuatro cuadros de Vermeer que existen, es pequeña, de cincuenta centímetros de altura por cuarenta centímetros de anchura, aunque tiene una garra innegable, quizá por su propia simplicidad y belleza. Esa joven, comprada hace casi cien años por mi bisabuelo, solía ocupar un espacio en la pared de Lockwood Manor. Hace más de veinte años mi familia prestó esta pintura, valorada en más de doscientos millones de dólares actuales, junto con la única otra obra maestra que poseíamos, La lectora, de Picasso, a Lockwood Gallery, en el Founders Hall del campus del Haverford College. Se habló mucho de aquel robo. A lo largo de los años mucha gente ha afirmado haber visto las obras en diferentes sitios —el avistamiento más reciente habría sido el del Vermeer, en un yate propiedad de un príncipe de Oriente Próximo—. Ninguna de esas pistas (y varias de ellas las he seguido personalmente) han dado ningún fruto. Hay quien ha postulado que el robo habría sido obra del mismo sindicato del crimen que robó otras trece obras de arte, algunas de Rembrandt, Manet y, sí, un Vermeer, del Isabella Stewart Gardner Museum de Boston.

Ninguna de las obras robadas en esos dos golpes ha vuelto a aparecer.

Hasta ahora.

—¿Alguna idea? —pregunta Young.

En su día dejé dos marcos vacíos en el estudio del abuelo, en homenaje a las obras robadas y como promesa de que un día volverían a su sitio.

Ahora, según parece, esa promesa se verá cumplida, al menos a medias.

—¿Y el Picasso?

—Ni rastro de él —responde Young—. Pero, como puede ver, aún tenemos mucho que registrar.

El Picasso es mucho más grande, más de metro y medio por metro veinte. Si estuviera aquí, lo más probable es que ya lo hubieran encontrado.

—¿Alguna otra idea? —pregunta Young.

—¿Cuándo me lo puedo llevar a casa? —respondo, señalando en dirección a la pared.

—Eso llevará un tiempo. Ya sabe cómo son estas cosas.

—Conozco un famoso conservador y restaurador de la Universidad de Nueva York. Se llama Pierre-Emmanuel Claux. Me gustaría que se ocupara él.

—Tenemos a nuestros propios expertos.

—No, agente especial. No los tienen. De hecho, usted misma ha admitido que ha llamado a una persona del Met al azar esta misma mañana...

—Nadie ha dicho que fuera al azar...

—No estoy pidiendo mucho —prosigo—. Mi contacto tiene una experiencia en la autenticación, manipulación y, en caso necesario, restauración de una obra maestra que pocas personas en el mundo pueden igualar.

—Podemos intentarlo —dice Young, más interesada en seguir con las preguntas—. ¿Alguna otra idea?

—¿La víctima ha sido estrangulada o le han cortado el cuello?

Se miran otra vez. López se aclara la garganta antes de hablar:

—¿Cómo ha...?

—La sábana le cubría el cuello. En la fotografía que me han enseñado. Supongo que será para tapar la lesión.

—No vamos a entrar en eso, ¿vale? —responde Young.

—¿Saben la hora de la muerte?

—Tampoco vamos a entrar en eso.

Traducción: soy sospechoso.

No tengo muy claro por qué. Desde luego, si esto lo hubiera hecho yo, me habría llevado el cuadro. O quizá no. Quizá habría sido lo suficientemente listo como para matarlo y dejar el cuadro para que lo encontraran y lo devolvieran a mi familia.

—¿Tiene alguna otra idea que pueda sernos de ayuda? —insiste Young.

No me molesto en plantear la teoría más obvia: el ermitaño era un ladrón de cuadros. Ha liquidado la mayoría de lo robado, y ha empleado el dinero obtenido para ocultar su identidad, montar una empresa pantalla anónima y comprar el apartamento. Por algún motivo —probablemente porque le gustaba mucho o porque era demasiado llamativo como para deshacerse de él— se había guardado el Vermeer para su uso y disfrute.

—Así que usted no ha estado nunca aquí —dice Young, con un tono demasiado informal para mi gusto.

—¿Señor Lockwood?

Interesante. Evidentemente creen que tienen pruebas de que he estado antes en esta torreta. Y no, no he estado nunca. También está claro que han tomado la decisión de traerme a la escena del crimen, algo nada habitual, para pillarme a contrapié. Si hubieran seguido el protocolo normal de investigación y me hubieran llevado a una sala de interrogatorios yo estaría en guardia, a la defensiva. Quizá me hubiera llevado un abogado.

Me pregunto qué se creerán que tienen en mi contra.

—En nombre de mi familia, les agradezco que hayan encontrado el Vermeer. Espero que esto lleve a una rápida recuperación del Picasso. Y ahora, si les parece, vuelvo a mi despacho.

A Young y a López eso no les gusta. Young mira a López y asiente. López entra en la otra estancia.

—Un momento —dice Young.

Busca algo en su carpeta y saca otra fotografía. Cuando me la enseña, vuelvo a quedarme descolocado.

—¿Reconoce esto, señor Lockwood?

Para ganar tiempo, le digo:

—Llámeme Win.

—¿Reconoce esto, Win?

—Sabe que sí.

—Es su escudo familiar, ¿no es así?

—Sí, sí que lo es.

—Obviamente nos llevará mucho tiempo registrar el apartamento de la víctima.

—Ya me lo ha dicho.

—Pero hemos encontrado una cosa en el armario de este dormitorio —añade Young, sonriendo. Observo que tiene una bonita sonrisa—. Solo una.

Espero.

López vuelve a entrar en el dormitorio. Tras él viene un técnico de la científica con una maleta en la mano, de piel de cocodrilo, con cierres de metal bruñido. Reconozco la maleta, pero no me lo puedo creer. No tiene ningún sentido.

—¿Reconoce este objeto? —pregunta Young.

—¿Debería?

Pero sí que lo reconozco, claro. Hace años, la tía Plum encargó una maleta así para cada uno de los varones de la familia. Todas llevan el escudo familiar y nuestras iniciales. Cuando me dio el mío —yo en aquella época tenía catorce años— tuve que hacer un esfuerzo para no poner mala cara. No me importa gastar en lujos. Pero sí en cosas vulgares e inútiles.

—La maleta lleva sus iniciales.

El técnico ladea el objeto para que pueda ver el monograma, escrito en unas letras barrocas de mal gusto:

WHL3

—Es usted, ¿verdad? ¿WHL3: Windsor Horne Lockwood tercero?

No muevo un dedo, no hablo, no revelo nada. Pero, por decirlo así, y sin intención de sonar excesivamente melodramático, este descubrimiento acaba de poner mi mundo del revés.

—Bueno, señor Lockwood, ¿quiere contarnos qué hace aquí su maleta?

3

Young y López quieren una explicación. Empiezo recurriendo a la verdad, simple y llana. No había visto la maleta en muchos años. ¿Cuántos años? Aquí mis recuerdos se vuelven más difusos. Muchos, diría. ¿Más de diez? Sí. ¿Más de veinte? Me encojo de hombros. ¿Podría confirmar al menos que la maleta me ha pertenecido? No, necesitaría examinarla más de cerca, poder abrirla y ver su contenido. A Young eso no le gusta. Ya me imaginaba. ¿Pero no puedo confirmar al menos que la maleta es mía, mirándola simplemente? No podría, desde luego, lo siento, les digo. Pero esas son sus iniciales y su escudo familiar, me recuerda López. Lo son, digo, pero eso no significa que no hayan podido hacer un duplicado de mi maleta. ¿Por qué iban a hacer algo así? No tengo ni idea.

Y así...

Bajo solo por la escalera de caracol y me sitúo en un rincón. Escribo un mensaje a Kabir, mi ayudante, para que me envíe un coche enseguida al Beresford: no hace falta que me acompañen mis guardaespaldas federales. También le ordeno que prepare el helicóptero para salir inmediatamente hacia Lockwood, la finca familiar en la zona noble de Filadelfia. El tráfico entre Manhattan y Filadelfia es impredecible. A esta hora podrían ser dos horas y media de viaje. En helicóptero son cuarenta y cinco minutos.

Y tengo prisa.

El coche negro me espera en la calle Ochenta y uno. Mientras nos dirigimos al helipuerto de la calle Treinta con el río Hudson, llamo a la prima Patricia al móvil.

—Articula —dice ella al responder. No puedo evitar sonreír.

—Listilla.

—Perdona, primo. ¿Todo bien?

—Sí.

—Hace tiempo que no tengo noticias tuyas.

—Ni yo tuyas.

—¿A qué debo el placer?

—Estoy a punto de subir al helicóptero para ir a Lockwood.

Patricia no responde.

—¿Podríamos encontrarnos allí?

—¿En Lockwood?

—Sí.

—¿Cuándo?

—En una hora.

Ella se queda pensando un momento, pero es comprensible.

—Llevo sin ir a Lockwood...

—Lo sé.

—Tengo una reunión importante.

—Cancélala.

—¿Así, sin más?

Espero.

—¿Qué pasa, Win?

Espero un poco más.

—Vale —dice por fin—. Si quisieras contármelo por teléfono, ya lo habrías hecho.

—Nos vemos en una hora —digo, y cuelgo.

Sobrevolamos el puente Benjamin Franklin, que atraviesa el río Delaware, entre Nueva Jersey y Pensilvania. Tres minutos más tarde aparece al fondo Lockwood Manor; solo le falta la banda sonora. El helicóptero, un AgustaWestland AW 169, pasa sobre los muros de piedra, se queda flotando sobre el claro y aterriza en el prado de lo que aún llamamos los establos nuevos. Hará ya casi un cuarto de siglo desde que demolí los establos originales, un edificio que databa del siglo XIX. Aquel movimiento simbólico fue algo extrañamente sensiblero por mi parte. Estaba convencido de que, eliminando aquella parte de la finca, borraría también los recuerdos, que desaparecerían con los escombros.

Pero no fue así.

La primera vez que llevé a mi amigo Myron a Lockwood —en las vacaciones de primavera de primero de carrera— meneó la cabeza y dijo: «Esto parece la Mansión Wayne». Se refería a Batman, por supuesto —la serie de televisión original, con Adam West y Burt Ward, el único Batman que existía para nosotros—. Yo lo entendí. La finca tenía un aura propia, un aire regio, imponente, pero la señorial Wayne, como se la llamaba en la serie, es de ladrillo rojo, mientras que Lockwood está hecha de piedra gris. A lo largo de los años se han hecho incorporaciones, dos enormes reformas a los lados, realizadas con gusto pero enormes. Estas nuevas alas son cómodas, más diáfanas y luminosas, y tienen aire acondicionado. La lástima es que se nota que no son genuinas. Son una imitación. Yo necesito rodearme de la piedra de Lockwood, la original. Necesito percibir la humedad, el olor a viejo, las corrientes de aire.

Y, aun así, hasta ahora no visitaba la casa muy a menudo.

Nigel Duncan, el mayordomo/abogado de la familia desde siempre —sí, ya sé, es una combinación extraña— sale a recibirme. Nigel es calvo, se peina los cuatro pelos que tiene de un lado al otro de la cabeza, y tiene papada. Lleva un chándal gris de algodón: pantalones grises con el logotipo de Villanova, atados con un cordón alrededor de su prominente barriga, y una sudadera también gris con la palabra «Penn» en el pecho.

Lo miro, frunciendo el ceño.

—Qué atuendo más alegre.

Nigel me hace una reverencia exagerada.

—¿El señorito Win preferiría que lo recibiera en frac?

Nigel se cree que es gracioso.

—¿Esas son las Converse Chuck Taylor? —pregunto, señalando a sus deportivas.

—Están muy de moda.

—Sí, en secundaria.

—Vaya —responde, y luego añade—: No le esperábamos, señorito Win.

Sigue tomándome el pelo con eso de señorito. Le dejo que lo haga.

—Yo tampoco esperaba venir.

—¿Va todo bien?

—Sí, superguay.

El acento de Nigel, a veces casi británico, es falso. Nació en esta finca. Su padre trabajaba para mi abuelo, y él trabaja para mi padre. Pero ha seguido un camino algo diferente. Mi padre le pagó los estudios en la Universidad de Pensilvania —de ahí el chándal—, donde se graduó en Derecho, para que Nigel no se viera limitado a la vida de mayordomo, y al mismo tiempo consiguió atarlo de pies y manos, obligándole a permanecer en Lockwood para seguir con la tradición familiar.

Nota al pie: a los ricos se les da muy bien usar la generosidad para conseguir lo que quieren.

—¿Te quedarás esta noche? —pregunta Nigel.

—No.

—Tu padre está durmiendo.

—No lo despiertes.

Nos dirigimos a la casa principal. Nigel quiere saber el motivo de mi visita, pero nunca me lo preguntaría.

—¿Sabes? Tu atuendo combina con el color de la piedra de la casa —observo.

—Por eso lo llevo. Camuflaje.

Echo una mirada rápida a los establos. Nigel se da cuenta, pero finge que no.

—Patricia llegará dentro de un rato —le digo.

Nigel se para, se da la vuelta y me mira.

—¿Patricia? ¿Tu prima Patricia?

—La misma.

—Oh, Dios mío.

—¿La harás entrar al estudio, por favor?

Subo las escaleras de piedra y entro en el estudio. Aún percibo un leve rastro de tabaco de pipa en el aire. Sé que no es posible, que nadie ha fumado una pipa en esta sala al menos en cuatro décadas, que el cerebro no solo puede crear espejismos visuales y sonoros, sino también olfativos. Aun así, para mí ese olor es real. Quizá sea que los olores permanecen en la mente, especialmente los que nos resultan más reconfortantes.

Me acerco a la chimenea y contemplo el marco vacío en el lugar que ocupaba el Vermeer en otro tiempo. El Picasso ocupaba la pared contraria. Y ahí acababa la colección Lockwood: trescientos millones de dólares en solo dos obras de arte. A mis espaldas oigo el repiqueteo de talones contra el mármol. Está claro que ese ruido no lo hacen las Chuck Taylor.

Nigel se aclara la garganta. Yo sigo dándole la espalda.

—No pretenderás que la anuncie, ¿verdad?

Me giro y ahí está. Mi prima Patricia.

Patricia recorre la estancia con la mirada antes de poner los ojos en mí.

—Qué sensación más rara, volver aquí.

—Ha pasado demasiado tiempo —respondo.

—Estoy de acuerdo —añade Nigel.

Los dos nos damos la vuelta para mirarlo. Y él recibe el mensaje.

—Estaré arriba, por si me necesitáis.

Las enormes puertas del estudio se cierran con un ruido sordo y profundo. Pasa un momento, y Patricia y yo seguimos sin decir nada. Ella tiene cuarenta y tantos, como un servidor. Somos primos hermanos; nuestros padres eran hermanos. Ambos hombres, Windsor Segundo y Aldrich, eran de piel clara y rubios, también como un servidor, pero Patricia se parece a su madre, Aline, una brasileña de Fortaleza. El tío Aldrich escandalizó a la familia cuando presentó a aquella belleza veinteañera en Lockwood tras su largo viaje organizando una campaña de beneficencia por Sudamérica. Patricia tiene el cabello oscuro, y lo lleva corto, peinado a la moda. Luce un vestido azul que consigue ser a la vez chic e informal. Tiene los ojos de un color almendra brillante. Su rostro, en posición de descanso, no tiene nada de agresivo; es de una belleza especial, con un toque melancólico. La prima Patricia es una presencia cautivadora, telegénica.

—Bueno, ¿qué pasa? —me pregunta.

—Han encontrado el Vermeer.

—¿De verdad? —responde, atónita.

Le explico lo del coleccionista, la torreta del Beresford, el asesinato. Entre mis cualidades más destacadas no se cuentan la sutileza o el tacto, pero intento crear una narrativa que vaya in crescendo hasta la gran revelación. La prima Patricia me mira con esos ojos inquisitivos, y de nuevo me siento transportado en el tiempo. Cuando éramos niños corríamos por estos prados durante horas. Jugábamos al escondite. Montábamos a caballo. Nadábamos en la piscina y en el lago. Jugábamos al ajedrez y al backgammon y perfeccionábamos nuestro juego en golf y en tenis. Cuando la vida en la finca se volvía demasiado pesada o pomposa, algo normal en Lockwood, Patricia me miraba, ponía los ojos en blanco y me hacía sonreír.

En toda mi vida solo le he dicho a una persona que la quiero. Solo a una.

No, no ha sido a una mujer especial que al final me haya roto el corazón —la verdad es que nunca me han roto el corazón, ni siquiera me lo han pellizcado—, sino a mi amigo platónico Myron Bolitar. Es decir, que no he tenido nunca un gran amor; solo una gran amistad. Con los familiares me ha pasado lo mismo. Nos unen lazos de sangre. Tengo relaciones cordiales, importantes, o incluso intensas, con mi padre, mis hermanos, mis tíos y tías, mis primos. Prácticamente no tuve relación con mi madre: no la vi ni hablé con ella desde los ocho años de edad hasta que la vi morir, cuando tenía unos treinta y pico.

Todo esto para decir, con muchas palabras, que Patricia siempre ha sido mi pariente favorita. Incluso tras la gran pelea entre nuestros padres, que es lo que explica que ella no haya visitado Lockwood desde su adolescencia. Incluso tras la devastadora tragedia que hizo que aquella pelea se volviera irreparable y, desgraciadamente, eterna.

Cuando termino mi explicación, Patricia me dice:

—Todo esto me lo podrías haber contado por teléfono.

—Sí.

—¿Entonces qué más está pasando?

Me quedo pensando un momento.

—Oh, mierda —dice ella.

—¿Perdón?

—Estás ganando tiempo, Win, y eso no va contigo... oh, maldita sea... Es grave, ¿verdad? —La prima Patricia da un paso adelante, acercándose—. ¿De qué se trata?

—La maleta de la tía Plum.

—¿Qué le pasa?

—El coleccionista no solo tenía el Vermeer. También tenía la maleta.

Silencio. La prima Patricia necesita un momento. Se lo doy.

—¿Qué quiere decir eso de que tenía la maleta?

—Pues eso. Que la maleta estaba ahí. Entre las posesiones del coleccionista.

—¿La has visto?

—Sí.

—¿Y no saben quién es este coleccionista?

—Exacto. Todavía no lo han identificado.

—¿Has visto el cuerpo?

—He visto una fotografía de su cara.

—Descríbemelo.

Lo hago.

—Eso podría ser cualquiera —concluye, cuando acabo.

—Lo sé.

—No importa —dice Patricia—. Tampoco lo vi. Llevaba un pasamontañas todo el rato. O... o me vendaba los ojos.

—Lo sé —repito, esta vez en un tono más sombrío.

En la esquina, el reloj del abuelo toca las campanadas. Guardamos silencio hasta que acaba.

—Pero es posible... Quiero decir, incluso parece probable... —Patricia se me acerca. Hasta ese momento estábamos en extremos opuestos del estudio. Ahora estamos a apenas uno o dos metros—. ¿Que el mismo hombre que robó el cuadro...?

—Yo no sacaría conclusiones precipitadas.

—¿Qué sabe el FBI de la maleta?

—Nada. Al ver el monograma y el escudo, han deducido que era mía.

—¿Tú no se lo has dicho?

Pongo una mueca.

—Por supuesto que no.

—Así que... Un momento. ¿Eres sospechoso?

Me encojo de hombros.

—Cuando se enteren del verdadero significado de la maleta... —apunta Patricia.

—Seremos sospechosos los dos, sí.

Mi prima, para quien no lo haya adivinado ya, es esa Patricia Lockwood.

Probablemente habréis oído su historia en programas como 60 minutos, pero para quienes no lo sepan, Patricia Lockwood dirige el refugio Abeona Shelter para niñas, adolescentes y mujeres jóvenes sin hogar o que hayan sufrido abusos. Es el corazón, el alma, el motor y el rostro visible de la organización de beneficencia mejor considerada de todo el país. Y le han concedido decenas de premios por su labor humanitaria.

Así pues... ¿Por dónde empiezo?

No entraré en la división familiar, en cómo se pelearon su padre y el mío, en las batallas de los dos hermanos —en las que venció mi padre, Windsor Segundo—, y en cómo acabó con su hermano porque, en realidad, yo creo que mi padre y mi tío se habrían reconciliado antes o después. Nuestra familia, como muchas familias, ricas o pobres, tienen un largo historial de fisuras y reparaciones.

No hay vínculo como la sangre, pero tampoco hay ningún compuesto que sea igual de volátil.

Lo que impidió la potencial reparación fue el final definitivo: la muerte.

Enunciaré lo ocurrido intentando evitar en lo posible la carga emocional.

Hace veinticuatro años, dos hombres encapuchados mataron a mi tío Aldrich Powers Lockwood y secuestraron a mi prima Patricia, que tenía dieciocho años. Durante un tiempo se recibió información de gente que decía haberla visto —un poco como lo que ocurrió con los cuadros, ahora que lo pienso—, pero todas esas pistas no llevaron a nada. Llegó una petición de rescate, pero enseguida quedó claro que era un fraude.

Era como si la Tierra se hubiera tragado a mi prima.

Cinco meses después del secuestro, unos excursionistas acampados cerca de las cascadas Glen Onoko oyeron los gritos histéricos de una joven. Un momento más tarde apareció Patricia, corriendo por el bosque, en dirección a su tienda.

Estaba desnuda y cubierta de suciedad.

Cinco meses.

La policía tardó una semana en localizar el pequeño almacén de resina plástica, de esos que se compran en las grandes tiendas de ferretería y cosas de casa, en el que habían tenido prisionera a Patricia. Las esposas que había conseguido romper con una piedra seguían en el suelo de tierra, junto a un cubo para sus necesidades. Eso era todo. El refugio era cuadrado, de poco más de dos metros de lado, y estaba cerrado con un candado. El exterior era de color verde bosque, por lo que resultaba prácticamente imposible verlo: fue un perro del FBI el que lo encontró.

El refugio saltó a los titulares de los periódicos con el apodo «la Cabaña de los Horrores», especialmente después de que la policía científica localizara ADN de otras nueve jóvenes/adolescentes/niñas de entre dieciséis y veinte años. Hasta la fecha solo se han encontrado seis de los cadáveres, todos enterrados en las cercanías.

Nunca atraparon a los criminales. No se les pudo identificar. Desaparecieron, sin más.

Físicamente Patricia estaba todo lo bien que cabía esperar. En la nariz y en las costillas se detectaron rastros de fracturas previas —el secuestro había sido violento—, pero se le habían curado bastante bien. Aun así, tardó un tiempo en recuperarse. Cuando entró en contacto con el mundo otra vez, lo hizo con una gran necesidad de venganza. Pero canalizó ese trauma aplicándolo a una causa. Se dedicó a sus chicas, las que habían sufrido abusos o habían sido abandonadas, e hizo de ello una vida, algo tangible, palpable.

La prima Patricia y yo no hemos hablado nunca de esos cinco meses.

Ella nunca ha sacado el tema, y yo no soy de esos que invitan a la gente a que se abra.

La prima Patricia se pone a caminar por el estudio.

—Demos un paso atrás e intentemos analizar esto racionalmente.

Yo no digo nada; espero a que ordene sus pensamientos.

—¿Cuándo fue robado el cuadro exactamente?

Le digo el 18 de septiembre, y el año.

—Eso es... siete meses antes... —dice, sin dejar de caminar—... antes de que mataran a papá.

—Más bien ocho.

Ya había hecho el cálculo en el helicóptero.

Se detiene y levanta las manos.

—¡Joder, Win!

Me encojo de hombros.

—¿Me estás diciendo que los mismos tipos que robaron los cuadros volvieron, mataron a papá y me secuestraron a mí?

Encojo los hombros otra vez. Lo hago mucho, la verdad, pero siempre con cierto estilo.

—¿Win?

—Explícamelo tú.

—¿Lo dices en serio?

—Absolutamente.

—No quiero —dice Patricia, con una vocecita que no es habitual en ella—. Me he pasado los últimos veinticuatro años intentando no pensar en ello.

No digo nada.

—¿Lo entiendes?

Sigo sin decir nada.

—No me vengas con ese numerito del hombre silencioso, ¿vale?

—El FBI querrá que intentes identificar al coleccionista asesinado.

—No puedo. Ya te lo he dicho. ¿Y qué cambiaría? Está muerto, ¿no? Pongamos que fue este viejo calvo. Ya no está. Fin de la historia.

—¿Cuántos hombres entraron en casa la noche en que te secuestraron? —pregunto.

Ella cierra los ojos.

—Dos.

Cuando Patricia abre los ojos de nuevo, me encojo de hombros una vez más.

—Mierda —dice ella.

4

Decidimos no hacer nada de momento. Lo cierto es que es ella quien lo decide —es su vida la que pondrán patas arriba, no la mía—, pero yo estoy con ella. Quiere pensárselo y ver qué más podemos descubrir. Una vez abramos esa puerta, no habrá modo de cerrarla otra vez.

Voy a ver a mi padre, pero sigue descansando. No lo molesto. La mayoría de días está lúcido. Otros no. Vuelvo a subirme al helicóptero y me voy de Lockwood. Fijo una cita con una mujer con mi app. Decidimos vernos a las nueve. Ella se hace llamar Amanda361. Yo uso como alias Myron27 porque a Myron esta app le parece repulsiva. Una vez le pedí que me explicara por qué. Él empezó a hablar del significado profundo del amor, de la conexión, de dos que son una sola cosa, de despertarse un día y convertir a alguien en parte de tu vida.

Yo puse los ojos en blanco y Myron meneó la cabeza, derrotado.

—Explicarte el amor romántico a ti es como enseñarle a leer a un león: no va a servir de nada, y alguien puede acabar haciéndose daño.

Eso me gusta.

Por cierto, vosotros no tenéis esta app. No podéis conseguir esta app.

Una hora más tarde entro en mi despacho. Kabir, mi asistente, está allí. Kabir es un sij americano. Tiene veintiocho años, una barba larga y lleva turbante. Posiblemente no debiera mencionar nada de eso, porque ha nacido en Estados Unidos y en su manera de comportarse sigue los estereotipos americanos más que nadie que yo conozca, pero tal como él dice: «El turbante. Siempre hay que explicar el turbante».

—¿Mensajes? —le pregunto.

—Un quintal.

—¿Alguno urgente?

—Sí.

—Pues dame una hora.

Kabir asiente y me entrega una botella de agua. Es una bebida fría con moléculas NAD de última generación, que contribuyen a frenar el envejecimiento. Este compuesto de vanguardia me lo manda un médico de Harvard especializado en longevidad. El ascensor me lleva a mi gimnasio privado del sótano. Hay pesas libres, un saco y una pera de boxeo, un muñeco Wing Chun con brazos y piernas de madera, otro para practicar lucha, espadas de madera bokken para practicar, pistolas de goma... cosas así.

Entreno todos los días.

He entrenado con algunos de los mejores entrenadores de lucha del mundo. He practicado todas las técnicas de combate de las que hayas podido oír hablar —karate, kungfú, taekwondo, krav maga, jiu jitsu de varios tipos— y muchas de las que no has oído hablar. Me pasé un año en Siem Reap estudiando la técnica de lucha de los jemeres, llamada Bokator, que más o menos se traduce como «patear a un león». Durante mis años de universidad me pasé dos veranos en Jinhae, en Corea del Sur, en un curso intensivo con un maestro de Soo Bahk Do. Estudio movimientos de ataque, de derribo, de sumisión, de bloqueo de articulaciones (aunque eso no me gusta), puntos de presión (que no son realmente útiles en una pelea de verdad), combate cuerpo a cuerpo, ataques en grupo y el uso de armas de todo tipo. Soy un tirador experto con la pistola, y también me las apaño bien con el rifle, aunque raramente me ha surgido ocasión de usarlo. He trabajado con cuchillos, espadas y armas blancas de todo tipo, y, aunque admiro muchísimo la Kali Eskrima filipina, he aprendido más de la combinación de estilos de los Delta Force estadounidenses.

Estoy solo en el gimnasio, así que me quito toda la ropa salvo el calzoncillo —un híbrido entre bóxer y slip, por si alguien tiene curiosidad—, y me pongo a repasar unos cuantos katas tradicionales. Me muevo rápido. Entre series, hago rondas de tres minutos golpeando el saco. Es el mejor ejercicio cardiovascular del mundo. Cuando era joven entrenaba cinco horas al día. Ahora aún hago un mínimo de una hora diaria. La mayoría de días trabajo con un instructor, porque aún estoy deseoso de aprender cosas nuevas. Hoy no, por supuesto.