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Grace Lawson no sabe que su tranquila vida de familia está a punto de sufrir un terremoto. Al repasar una serie de fotos nuevas, descubre una bastante antigua que no pertenece al conjunto. En ella, se ven cinco personas, cuatro desconocidos y el que parece su marido, Jack, bastante antes de que se conocieran. Al preguntarle Grace por la foto, Jack niega ser él. Poco después, y sin dar explicaciones, coge el coche y desaparece. Se ha llevado la foto con él.
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Seitenzahl: 524
Veröffentlichungsjahr: 2013
Título original: Just One Look
© Harlan Coben, 2004.
© de la traducción: Isabel Ferrer y Carlos Milla, 2005.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO300
ISBN: 9788490067734
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
TRES MESES DESPUÉS
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EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
HARLAN COBEN. MYRON BOLITAR
OTROS TÍTULOS DE HARLAN COBEN EN RBA
NOTAS
ESTE LIBRO ES PARA JACK ARMSTRONG,
PORQUE ES DE LOS BUENOS
Cariño, dame tus mejores recuerdos,
pero que no sean como la tinta clara.
Proverbio chino adaptado para la canción Pale Ink
de la Jimmy X Band, JAMES XAVIER FARMINGTON
Scott Duncan estaba sentado frente al asesino.
En la habitación sin ventanas, gris como una nube de tormenta, el ambiente era tenso y silencioso, atrapado en ese paréntesis en que empieza a sonar la música y ninguno de los dos desconocidos sabe bien cómo dar comienzo al baile. Scott asintió con la cabeza, sin comprometerse a nada. El asesino, engalanado con el uniforme carcelario de color naranja, se limitaba a mirarlo fijamente. Scott entrelazó las manos y las puso sobre la mesa metálica. El asesino —según su expediente, se llamaba Monte Scanlon, pero desde luego no era ese su verdadero nombre— quizás habría hecho lo mismo si no hubiese tenido las manos esposadas.
«¿Por qué estoy aquí?», se preguntó Scott una vez más.
Su especialidad era el procesamiento de políticos corruptos —lo que parecía una pujante industria artesanal en su estado natal de Nueva Jersey—, pero tres horas antes, Monte Scanlon, un verdugo en serie a todas luces, había roto por fin su silencio para plantear una petición.
¿Qué petición?
Una reunión privada con el ayudante de la fiscal Scott Duncan.
Eso era poco común por varias razones, entre ellas por estas dos: en primer lugar, un asesino no debería estar en posición de pedir nada; segundo, Scott no conocía ni había oído hablar siquiera de Monte Scanlon.
Scott rompió el silencio.
—¿Quería verme?
—Sí.
Scott asintió y esperó a que añadiera algo más. Scanlon no dijo nada.
—¿Y en qué puedo ayudarlo?
Monte Scanlon le sostuvo la mirada.
—¿Sabe por qué estoy aquí?
Scott miró alrededor. Además de Scanlon y él, había otras cuatro personas en la sala. Linda Morgan, la fiscal, se hallaba reclinada contra la pared del fondo intentando aparentar el despreocupado aspecto de Sinatra apoyado contra una farola. De pie detrás del preso, había dos fornidos celadores, casi idénticos, con brazos que parecían tocones de árbol y pechos como armarios antiguos. Scott ya conocía a esos dos bravucones; los había visto llevar a cabo su cometido en otras ocasiones con la serenidad de monitores de yoga. Pero ese día, aun con el preso esposado, incluso ellos tenían los nervios a flor de piel. Completaba el grupo el abogado de Scanlon, un hurón que apestaba a colonia barata. Todas las miradas permanecían fijas en Scott.
—Mató a gente —contestó Scott—. A mucha gente.
—Era lo que suele llamarse un sicario. Era... —Scanlon hizo una pausa—... un asesino a sueldo.
—En casos en los que yo no he intervenido.
—Cierto.
Scott había tenido una mañana bastante normal. Había estado redactando una citación para un directivo de una planta de eliminación de residuos acusado de sobornar al alcalde de un pueblo. Un caso de rutina. Un chanchullo más en el verde estado de Nueva Jersey. Y de eso hacía... ¿cuánto? ¿Una hora, una hora y media? Ahora estaba sentado a aquella mesa atornillada al suelo frente a un hombre que había asesinado —según el cálculo aproximado de Linda Morgan— a cien personas.
—¿Y por qué ha preguntado por mí?
Scanlon parecía un playboy envejecido que podía haber cortejado a una de las hermanas Gabor en los años cincuenta. Pequeño y demacrado, tenía el pelo cano peinado hacia atrás, los dientes amarillos por el tabaco, la piel reseca por el sol del mediodía y demasiadas largas noches en demasiados clubes oscuros. Ninguno de los presentes en la sala conocía su verdadero nombre. Cuando lo detuvieron, su pasaporte lo identificaba como Monte Scanlon, de nacionalidad argentina, cincuenta y un años. Solo la edad parecía correcta. Sus huellas dactilares no constaban en la base de datos del Centro Nacional de Información Criminal. Los programas de reconocimiento facial no habían dado el menor resultado.
—Tenemos que hablar a solas.
—Yo no llevo este caso —repitió Scott—. Ya le han asignado una fiscal.
—Esto no tiene nada que ver con ella.
—¿Y sí conmigo?
Scanlon se inclinó hacia delante.
—Lo que estoy a punto de contarle —dijo— va a cambiar su vida por completo.
Una parte de Scott quería agitar los dedos delante de la cara de Scanlon y decir: «Oooooh». Estaba acostumbrado a la mentalidad del criminal capturado: sus retorcidas maniobras, sus intentos de sacar ventaja, sus búsquedas de escapatoria, su exagerado sentido de la propia importancia. Linda Morgan, tal vez adivinando sus pensamientos, le lanzó una mirada de advertencia. Antes le había contado que Monte Scanlon había trabajado durante casi treinta años para varias familias estrechamente relacionadas. La ley RICO anhelaba su colaboración con la avidez de un hombre famélico ante un buffet libre. Desde su detención, Scanlon se había negado a hablar. Hasta esa mañana.
Así que allí estaba Scott.
—Su jefa... —dijo Scanlon, señalando a Linda Morgan con la barbilla—... espera que yo colabore.
—Van a ponerle la inyección —contestó Morgan, todavía intentando aparentar despreocupación—. Nada de lo que diga o haga cambiará eso.
Scanlon sonrió.
—Por favor. Usted teme perder lo que tengo que decir mucho más de lo que yo temo la muerte.
—Ya. Otro hombre duro que no teme la muerte. —Se apartó de la pared—. ¿Quiere saber una cosa, Monte? Son siempre los hombres duros los que se manchan los pantalones cuando los atan a la camilla.
De nuevo Scott reprimió el deseo de agitar los dedos, esta vez ante su jefa. Scanlon seguía sonriendo. No apartó la mirada de los ojos de Scott en ningún momento. A Scott no le gustó lo que vio. Sus ojos eran, como cabía esperar, negros, brillantes y crueles. Pero —aunque quizá solo fueran imaginaciones suyas— creyó ver también otra cosa. Algo que iba más allá de la habitual ausencia de expresión. Parecía haber un ruego en esos ojos; Scott no podía desviar la mirada. Tal vez había en ellos arrepentimiento.
Incluso remordimientos de conciencia.
Scott alzó la vista hacia Linda y asintió. Ella frunció el entrecejo, pero Scanlon la había puesto en evidencia. Linda tocó en el hombro a uno de los guardias y les hizo señas para que salieran de la sala. Al levantarse de su asiento, el abogado de Scanlon habló por primera vez.
—No se podrá emplear nada de lo que diga contra él.
—Quédese con ellos —ordenó Scanlon—. Quiero estar seguro de que no nos escuchan.
El abogado cogió su maletín y siguió a Linda Morgan hacia la puerta. Pronto Scott y Scanlon estaban solos. En las películas, los asesinos son omnipotentes; en la vida real, no. No se libran de las esposas en medio de un centro penitenciario federal de alta seguridad. Los fornidos celadores, como Scott sabía, vigilarían desde detrás del espejo unidireccional. Aunque, por orden de Scanlon, apagarían el interfono, todos estarían mirando.
Scott se encogió de hombros en un gesto de interrogación.
—No soy el típico asesino a sueldo.
—Ya.
—Tengo reglas.
Scott esperó.
—Por ejemplo, solo mato a hombres.
—Vaya —dijo Scott—. Es usted un príncipe.
Scanlon hizo caso omiso del sarcasmo.
—Esa es mi primera regla. Solo mato a hombres. No a mujeres.
—Bien, y dígame, ¿tiene la regla número dos algo que ver con no echar un polvo hasta la tercera cita?
—¿Cree que soy un monstruo?
Scott se encogió de hombros como si la respuesta fuera obvia.
—¿No respeta mis reglas?
—¿Qué reglas? Usted mata a gente. Inventa esas supuestas reglas porque necesita hacerse la ilusión de que es humano.
Scanlon pareció pensárselo.
—Es posible —admitió—, pero los hombres a los que he matado eran canallas. Me contrataban canallas para matar a canallas. No soy más que un arma.
—¿Un arma? —repitió Scott.
—Sí.
—Monte, a un arma no le importa a quién mata. A hombres, mujeres, abuelitas, niños. Un arma no distingue.
Scanlon sonrió.
—Tocado.
Scott se frotó las palmas de las manos en las perneras del pantalón.
—No me ha pedido que viniera aquí para una clase de ética. ¿Qué quiere?
—Usted está divorciado, ¿verdad, Scott?
No contestó.
—Sin hijos, una separación amistosa, tiene una buena relación con su ex.
—¿Qué quiere?
—Explicar.
—Explicar ¿qué?
Scanlon bajó la vista, pero solo por un instante.
—Lo que le hice.
—Ni siquiera lo conozco —repuso Scott.
—Pero yo sí lo conozco a usted. Lo conozco desde hace mucho tiempo.
Scott dejó que se hiciera el silencio. Miró el espejo. Linda Morgan debía de estar detrás del vidrio, preguntándose de qué hablaban. Quería información. Scott se preguntó si habrían ocultado micrófonos en la sala. Probablemente. En cualquier caso, le convenía hacer hablar a Scanlon.
—Usted es Scott Duncan. Treinta y nueve años. Estudió en la Facultad de Derecho de Columbia. Podría ganar mucho más dinero en el sector privado, pero eso le aburre. Hace seis meses que trabaja en la fiscalía. Sus padres se mudaron a Miami el año pasado. Tenía una hermana, pero murió en la universidad.
Scott se revolvió en su asiento. Scanlon lo observó.
—¿Ya ha acabado?
—¿Sabe cómo funciona mi negocio?
Cambio de tema. Scott esperó un momento. Scanlon pretendía crear una ilusión óptica, con la intención de desconcertarlo o alguna tontería semejante. Y Scott no iba a caer en la trampa. Nada de lo que había «revelado» acerca de la familia de Scott lo sorprendía. Para encontrar esa información bastaba con saber pulsar unas cuantas teclas y hacer un par de llamadas.
—Por qué no me lo cuenta —contestó Scott.
—Imaginemos que usted quiere que muera alguien —dijo Scanlon.
—De acuerdo.
—Se pondría en contacto con un amigo, que conoce a un amigo, que conoce a un amigo, que me llamaría a mí.
—¿Y a usted solo lo conocería ese último amigo? —preguntó Scott.
—Algo así. Solo tenía un intermediario, pero tomaba mis precauciones incluso con él. Nunca nos veíamos cara a cara. Usábamos nombres en clave. Los pagos siempre se ingresaban en cuentas extranjeras. Abría una cuenta para cada... llamémoslo transacción..., y la cerraba tras concluir la transacción. ¿Me sigue?
—No es tan complicado —dijo Scott.
—No, supongo que no. Pero, verá, últimamente nos comunicábamos por correo electrónico. Abría una cuenta de correo provisional en Hotmail o Yahoo o donde fuera, con nombres falsos. Imposible de rastrear. Pero aunque se pudiera, aunque llegara a averiguarse quién había enviado un mensaje, ¿adónde conducía? Todos se enviaban o leían en bibliotecas o lugares públicos. Estábamos totalmente a cubierto.
Scott se abstuvo de mencionar que, a pesar de esa total cobertura, había acabado con el culo en la cárcel.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—A eso voy —contestó Scanlon, y Scott advirtió que iba animándose a medida que hablaba—. Antes, y cuando digo antes me refiero a hará unos ocho o diez años, lo hacíamos casi todo por teléfono público. Nunca veía el nombre escrito. Él simplemente me lo decía por teléfono.
Scanlon calló y se aseguró de que tenía toda la atención de Scott. Suavizó un poco el tono, ahora ya menos frío.
—Ahí está el quid de la cuestión, Scott. Se hacía por teléfono. Solo oía el nombre por teléfono; no lo veía escrito.
Miró a Scott con expectación. Scott no tenía ni idea de qué intentaba decir, así que asintió:
—Ajá.
—¿Entiende por qué recalco que se hacía por teléfono?
—No.
—Porque una persona como yo, una persona con reglas, podría cometer un error por teléfono.
Scott pensó por un momento.
—Sigo sin entender.
—Nunca mato a mujeres. Esa era la primera regla.
—Eso ha dicho.
—De modo que si usted quería cargarse a alguien que se llamaba Billy Smith, yo habría deducido que Billy era un hombre. Ya sabe, con i griega. Nunca pensaría que Billy era una mujer. Con «ie» al final. ¿Lo entiende?
Scott se quedó absolutamente inmóvil. Scanlon se dio cuenta. Dejó de sonreír. Hablaba en voz muy baja.
—Antes hemos hablado de su hermana, ¿no, Scott?
Scott no contestó.
—Se llamaba Geri, ¿verdad?
Silencio.
—¿Ve el problema, Scott? Geri es uno de esos nombres. Al oírlo por teléfono, uno supondría que se escribía Jerry. La cuestión es que hace quince años recibí una llamada. De ese intermediario del que le hablaba...
Scott movió la cabeza en un gesto de negación.
—Me dieron una dirección. Me dijeron la hora exacta a la que «Jerry» —Scanlon trazó con los dedos unas comillas imaginarias— estaría en casa.
—Se dictaminó que fue un accidente —dijo Scott, y le pareció oír muy lejos su propia voz.
—Eso mismo ocurre con la mayoría de los incendios provocados, si uno hace bien su trabajo.
—No le creo.
Pero Scott volvió a mirar aquellos ojos y sintió que se le tambaleaba el mundo. Las imágenes acudieron a raudales: la sonrisa contagiosa de Geri, el pelo despeinado, los aparatos en los dientes, la manera como le sacaba la lengua en las reuniones familiares. Se acordó de su primer novio de verdad (un papanatas llamado Brad), de cuando nadie la invitó a ir al baile del instituto, del discurso exaltado que pronunció cuando se presentó para el cargo de tesorera del consejo escolar, de su primer grupo de rock (era malísimo), de la carta de aceptación de la universidad.
Scott sintió que se le anegaban los ojos.
—Solo tenía veintiún años.
Silencio.
—¿Por qué?
—A mí no me interesan los porqués. Solo soy un asesino a sueldo...
—No, no me refiero a eso. —Scott alzó la mirada—. ¿Por qué me lo cuenta ahora?
Scott observó su reflejo en el espejo. Habló en voz muy baja.
—Tal vez tenga razón.
—¿En qué?
—En lo que ha dicho antes. —Se volvió hacia Scott—. Quizás, en definitiva, necesito hacerme la ilusión de que soy humano.
De pronto se producen desgarros. Asoman lágrimas en tu vida, profundas heridas de cuchillo que te atraviesan la carne. Tu vida es de una manera y de repente se hace trizas y se convierte en otra cosa. Se viene abajo como si la destripasen. Y también existen esos momentos en que tu vida simplemente se deshilacha. Alguien tira de una hebra suelta. Cede una costura. Al principio el cambio es lento, casi imperceptible.
Para Grace Lawson, empezó a deshilacharse en Photomat.
Se disponía a entrar en la tienda de revelado cuando oyó una voz vagamente familiar.
—¿Por qué no te compras una cámara digital, Grace?
Grace se volvió hacia la mujer.
—No se me dan bien los aparatos modernos.
—Vamos, pero si la tecnología digital es tan fácil como chasquear los dedos. —La mujer levantó la mano y chasqueó los dedos, por si Grace no conocía el significado de la palabra—. Y las cámaras digitales son muchísimo más prácticas que las convencionales. Solo tienes que borrar las fotos que no quieres. Como los archivos del ordenador. Para nuestra tarjeta de Navidad..., bueno, Barry debió de sacar un millón de fotos a los niños; ya sabes, una porque Blake parpadeó, otra porque Kyle miraba hacia donde no debía, lo que fuera, pero es que cuando sacas tantas, pues al final, como dice Barry, seguro que una te saldrá bien, ¿no?
Grace asintió. Intentaba rescatar del fondo de la memoria el nombre de la mujer, pero no lo conseguía. La hija —¿era Blake?— iba a la misma clase que el hijo de Grace, que estaba en primero. O tal vez habían coincidido el año anterior en el parvulario. Era difícil llevar la cuenta. Grace mantuvo la sonrisa fija en el rostro. La mujer era amable, pero se confundía con las demás. Grace se preguntó, no por primera vez, si también ella se confundía con el resto, si su antigua gran individualidad se había integrado en el desagradable torbellino de la uniformidad suburbana.
La idea no era reconfortante.
La mujer siguió hablando de las maravillas de la era digital. A Grace empezó a dolerle la sonrisa fija. Miró el reloj, confiando en que la tecnomamá captase la indirecta. Las tres menos cuarto. Casi la hora de recoger a Max en la escuela. Emma tenía clase de natación, pero ese día la llevaba otra madre. «El rebaño a darse un baño», como había comentado jocosamente la madre en exceso jovial con una risita. Sí, muy graciosa.
—Tenemos que vernos —sugirió la mujer cuando ya se le acababa la cuerda—. Con Jack y Barry. Creo que se llevarían bien.
—Claro.
Grace aprovechó la pausa para despedirse con la mano, abrir la puerta y entrar en Photomat. La puerta de cristal se cerró con un chasquido y sonó una campanilla. Lo primero que le llegó fue el olor a productos químicos, parecido al del pegamento. Se preguntó cuáles serían los efectos a largo plazo de trabajar en semejante entorno y decidió que los efectos a corto plazo ya eran bastante molestos.
El chico que trabajaba detrás del mostrador —y en este caso el uso por parte de Grace de la palabra «trabajar» era más bien generoso— tenía una pelusilla blanca debajo de la barbilla, el pelo teñido de un color que habría intimidado a Crayola y suficientes piercings para hacer las veces de un instrumento de viento. Llevaba enroscado un par de auriculares. La música estaba tan alta que Grace la sintió en el pecho. Tenía tatuajes, muchos. En uno se leía PIEDRA, en otro AGUAFIESTAS. Grace pensó que debería llevar otro que rezara ZÁNGANO.
—¿Disculpe?
No alzó la vista.
—¿Disculpe? —dijo, levantando un poco la voz.
Tampoco contestó.
—¡Eh, tú, tío!
Eso sí que captó su atención. Soltó un gruñido y entrecerró los ojos, ofendido por la interrupción. Se quitó los auriculares a regañadientes.
—La papeleta.
—¿Cómo?
—La papeleta.
Ah. Grace le dio el resguardo. A continuación, El Pelusilla le preguntó cómo se llamaba. Eso recordó a Grace las líneas de atención al cliente, que te piden que marques tu número de teléfono y luego, en cuanto se pone una persona real, vuelven a preguntarte el mismo número. Como si la primera vez que lo solicitan fuese solo para practicar.
El Pelusilla —a Grace empezaba a gustarle el apodo— hurgó en un fichero lleno de paquetes de fotos y por fin sacó uno. Arrancó la etiqueta y le dijo un precio desorbitado. Ella le dio un cupón de ValPak, que desenterró de su bolso tras una excavación equiparable a la búsqueda de los manuscritos del Mar Muerto, y vio cómo el precio se reducía a algo más razonable.
El chico le entregó las fotos. Grace le dio las gracias, pero él ya había vuelto a conectarse la música al cerebro. Ella se despidió con un gesto.
—No he venido por las fotos —dijo Grace—, sino por la amena conversación.
El Pelusilla bostezó y cogió su revista. El último número de Modern Slacker, «el Zángano Moderno».
Grace salió a la calle. Hacía fresco. El otoño había desplazado al verano con su ímpetu característico. Las hojas aún no habían empezado a caer, pero ya flotaba en el aire ese regusto a sidra. Los escaparates habían empezado a exhibir los adornos de Halloween. Emma, su hija de tercero, había convencido a Jack para que comprara un globo de dos metros y medio con Homer Simpson disfrazado de Frankenstein. Grace tenía que reconocer que era genial. A sus hijos les gustaban Los Simpson, lo que significaba que, pese a todos sus esfuerzos, quizá Jack y ella les estaban dando una buena educación.
Grace quería abrir el sobre allí mismo. Un carrete de fotos recién revelado siempre despertaba cierta emoción, esa expectación de cuando uno va a abrir un regalo, esa precipitación hacia el buzón a pesar de que nunca hay más que facturas, sensaciones que la fotografía digital, por práctica que fuese, nunca igualaría. Pero no tenía tiempo antes de la salida de la escuela.
Al subir por Heights Road al volante de su Saab, dio un pequeño rodeo para pasar por el mirador del pueblo. Desde allí se veían los edificios de Manhattan, sobre todo por la noche, extendidos como diamantes sobre terciopelo negro. La invadió la añoranza. Le encantaba Nueva York. Hasta cuatro años antes, esa maravillosa isla había sido su hogar. Tenían un loft en Charles Street, en el Village. Jack trabajaba en el equipo de investigación médica de un laboratorio farmacéutico. Ella pintaba en el taller de su casa al tiempo que se burlaba de sus homólogos de los suburbios, con sus cuatro por cuatro, sus pantalones de pana y sus conversaciones sobre niños. Ahora era ya uno de ellos.
Grace aparcó detrás de la escuela con las demás madres. Apagó el motor, cogió el sobre de Photomat y lo abrió. El carrete era del viaje anual a Chester para la cosecha de la manzana, que habían hecho la semana anterior. Jack no había parado de sacar fotos. Le gustaba ser el fotógrafo de la familia. Lo consideraba una obligación paterna y viril, eso de tomar fotos, como si fuera un sacrificio que todo padre debía realizar por su familia.
La primera imagen era de Emma, su hija de ocho años, y Max, su hijo de seis, en un carro lleno de paja, con los hombros encorvados, las mejillas sonrosadas por el viento. Grace se quedó mirándolos un momento. La asaltaron sentimientos de... sí, ternura maternal, primitiva y evolutiva a la vez. Eso era lo que ocurría con los niños. Esas eran las pequeñas cosas que le llegaban al alma. Se acordó de que ese día hacía frío. El manzanar, lo sabía, estaría abarrotado de gente. Al principio no quería ir. Ahora, al ver la foto, se replanteó con asombro la idiotez de sus propias prioridades.
Las demás madres se agolpaban ante la valla de la escuela, parloteando y poniéndose de acuerdo a fin de que sus hijos se vieran para jugar. Era, por supuesto, la era moderna, el Estados Unidos posfeminista, y sin embargo, entre alrededor de ochenta personas que esperaban a sus niños, solo había dos hombres. Grace sabía que uno era un padre que llevaba más de un año en el paro. Se le notaba en la mirada, el andar lento, el mal afeitado. El otro era un periodista que trabajaba en casa y siempre parecía demasiado interesado en hablar con las madres. Tal vez se sentía solo. U otra cosa.
Alguien llamó a la ventanilla del coche. Grace alzó la vista. Cora Lindley, su mejor amiga del pueblo, le hizo señas para que abriera la puerta. Grace obedeció. Cora se sentó a su lado.
—¿Cómo fue tu cita de anoche? —preguntó Grace.
—Un desastre.
—Lo siento.
—El síndrome de la quinta cita.
Cora era una mujer divorciada y, en medio de todas aquellas «señoras que quedan para comer» nerviosas y excesivamente protectoras, resultaba un poco demasiado sexy. Vestida con una blusa escotada de piel de leopardo, malla de Spandex y zapatillas de color rosa, no encajaba en absoluto con el torrente de pantalones caquis y jerséis holgados. Las demás madres la miraban con recelo. Los residentes adultos de los suburbios pueden parecerse mucho a los adolescentes.
—¿Y cuál es el síndrome de la quinta cita?
—Tú no tienes muchas citas, ¿eh?
—Pues no —contestó Grace—. Un marido y dos hijos me han cortado bastante el vuelo.
—Lástima. Verás, y no me preguntes por qué, pero en la quinta cita, los tíos siempre sacan el tema... ¿cómo decirlo con delicadeza?... del trío.
—Por favor, dime que no hablas en serio.
—Te hablo totalmente en serio. La quinta cita. Como muy tarde. El tío va y me pregunta, en plan puramente teórico, qué pienso de los tríos. Como si hablara de la paz en Oriente Medio.
—¿Y tú qué contestas?
—Que en general me lo paso bien, sobre todo cuando los dos hombres se morrean.
Grace se echó a reír y las dos salieron del coche. A Grace le dolía la pierna mala. Aunque después de más de una década ya no debería sentirse cohibida por eso, seguía molestándole que la vieran cojear. Se quedó junto al coche y miró cómo se alejaba Cora. Cuando sonó el timbre, los niños salieron corriendo como disparados por un cañón. Al igual que las demás madres, Grace solo veía a los suyos. El resto de la manada, por poco benévolo que pudiera parecer, era puro paisaje.
Max apareció en el segundo éxodo. Cuando Grace vio a su hijo —con el cordón de una zapatilla desatado, la mochila de Yu-GiOh! demasiado grande para él, el gorro de lana de los Rangers de Nueva York ladeado como la boina de un turista—, volvió a invadirla el sentimiento de ternura. Max bajó por la escalera, ajustándose la mochila sobre los hombros. Ella sonrió. Al verla, Max le devolvió la sonrisa.
Se subió al asiento trasero del Saab. Grace lo ató a la sillita y le preguntó cómo le había ido el día. Max contestó que no lo sabía. Ella le preguntó qué había hecho. Max contestó que no lo sabía. ¿Había aprendido algo de matemáticas, inglés, ciencias, arte? Como única respuesta, Max se encogió de hombros y dijo que no lo sabía. Grace asintió con la cabeza. Un caso típico de la epidemia conocida como el Alzheimer de la escuela primaria. ¿Acaso drogaban a los niños para que se olvidaran de todo o los obligaban a jurar que no hablarían? Misterios de la vida.
Hasta que llegó a casa y dio a Max su Go-GURT para merendar —imaginen un yogur en un tubo que se aprieta como un tubo de pasta de dientes—, Grace no pudo ver el resto de las fotos.
La luz del contestador parpadeaba. Un mensaje. Comprobó el identificador de llamadas y vio que era un número anónimo. Apretó el botón para escuchar el mensaje y se llevó una sorpresa. La voz pertenecía a un viejo... amigo, supuso. Describirlo como «conocido» era demasiado superficial. Quizá sería más preciso decir «figura paterna», pero en un sentido muy poco común.
«Hola, Grace. Soy Carl Vespa».
No le hacía falta decir quién era. Habían pasado años, pero ella siempre reconocería su voz.
«¿Podrías llamarme cuando tengas un rato? Necesito hablar contigo».
El contestador emitió otro pitido. Grace no se movió, pero sintió una antigua palpitación en el estómago. Vespa. Carl Vespa, pese a la amabilidad con que siempre la había tratado, no era de quienes se andaban con charlas ociosas. Se planteó si devolverle la llamada y al final decidió que de momento no lo haría.
Grace entró en la habitación que había convertido en su taller improvisado. Cuando pintaba bien —cuando estaba, como cualquier artista o atleta, «en vena»— veía el mundo como si estuviera a punto de plasmarlo en el lienzo. Miraba las calles, los árboles, la gente, e imaginaba el tipo de pincel que usaría, las pinceladas, la mezcla de colores, las distintas luces y los tonos de sombras. Su obra debía reflejar lo que ella quería, no la realidad. Eso era arte para ella. Todos vemos el mundo a través de nuestro propio prisma, por supuesto. El mejor arte retorcía la realidad para mostrar el mundo del artista, lo que ella veía o, más concretamente, lo que ella quería que los demás viesen. No siempre era una realidad más hermosa. A menudo era más provocadora, tal vez más fea, más apasionante y magnética. Grace buscaba una reacción. Uno puede disfrutar con una hermosa puesta de sol, pero Grace quería que el espectador se sumergiera en su puesta de sol, que temiera apartarse de ella, que temiera no apartarse de ella.
Grace había pagado un dólar de más y pedido un segundo juego de fotos. Metió los dedos en el sobre y las sacó. Las dos primeras eran las de Emma y Max en el carro de paja. Luego había una de Max con el brazo extendido para coger una manzana Gala. Luego la habitual mancha borrosa de carne, la foto en la que Jack había acercado la mano demasiado a la lente. Su tontorrón. Había varias más de Grace y los niños con diversas manzanas, árboles, cestos. Tenía los ojos húmedos, como siempre que miraba fotos de sus hijos.
Los padres de Grace habían muerto jóvenes. Su madre había fallecido a causa de un camión articulado que atravesó la mediana en la Carretera 46 de Totowa. Grace, que era hija única, tenía entonces once años. La policía no llamó a la puerta como en las películas. Su padre se enteró de lo sucedido por una llamada. Grace todavía se acordaba de cómo su padre, con su pantalón azul y chaleco de lana gris, contestó al teléfono con su voz musical, se quedó lívido y de pronto se desplomó y empezó a emitir sollozos primero ahogados y después quedos, como si no pudiese aspirar suficiente aire para expresar su dolor.
El padre de Grace la crio hasta que su corazón, debilitado por una fiebre reumática padecida en la infancia, falló cuando Grace cursaba su primer año de la universidad. Un tío de Los Ángeles se ofreció a acogerla, pero Grace ya era mayor de edad. Decidió quedarse allí y seguir sola.
Las muertes de sus padres fueron devastadoras, por supuesto, pero también infundieron a la vida de Grace una sensación de apremio. Los vivos quedaban imbuidos de un sentimiento de patetismo. Esas muertes realzaban lo trivial. Grace quería llenarse de recuerdos, saciarse de los momentos de la vida y —por morboso que parezca— asegurarse de que sus hijos tuvieran suficientes recuerdos de ella cuando ya no estuviera.
Fue entonces —cuando pensaba en sus padres, en lo mayores que se veían Emma y Max en comparación con la colección de fotos de la cosecha de manzanas del año anterior— cuando se topó con aquella foto extraña.
Grace frunció el entrecejo.
La foto estaba más o menos en la mitad de la pila. Tal vez más hacia el final. Era del mismo tamaño, y encajaba perfectamente con las demás, aunque el papel era más delgado. Más barato, pensó. Tal vez como una fotocopia de buena calidad.
Grace miró la siguiente foto. Para esta, no había duplicado. Era raro. Una sola copia. Se quedó pensando. La foto debía de haberse traspapelado, procedente de otro carrete.
Porque esa foto no era de ella.
Era un error. Esa era la explicación obvia. Si pensaba por un instante en la posible aptitud para el trabajo de, digamos, El Pelusilla... Sin duda era muy capaz de cometer un error, ¿no? De introducir la foto en el paquete que no debía.
Lo más probable era eso.
La foto de otra persona se había mezclado con las suyas.
O tal vez...
La foto parecía antigua: no en blanco y negro o en sepia. No, nada de eso. La instantánea era en color, pero los tonos parecían... como apagados: saturados, deslucidos por el sol, sin el brillo que cabía esperar en estos tiempos. La misma impresión daban las personas que aparecían en ella. La ropa, el pelo, el maquillaje: todo desfasado. De hacía quince, tal vez veinte años.
Grace la dejó en la mesa para observarla más detenidamente.
Las imágenes eran un poco borrosas. Había cuatro personas —no, un momento, asomaba otra en la esquina—, cinco personas. Dos hombres y tres mujeres, todos de unos veinte años; al menos los que se veían bien parecían aproximadamente de esa edad.
Estudiantes universitarios, pensó Grace.
Tenían los vaqueros, las sudaderas, el pelo despeinado, la actitud, la postura despreocupada de la independencia en ciernes. Parecía que les habían tomado la foto cuando no estaban del todo listos, mientras se preparaban para posar. Algunas cabezas estaban de lado y solo se las veía de perfil. A una chica morena, justo en el borde de la foto, solo se le veía de hecho la parte de atrás de la cabeza y una chaqueta vaquera. Junto a ella había otra chica, esta con el cabello rojo intenso y los ojos muy separados.
Cerca del centro, una chica rubia tenía... Dios santo, ¿y eso qué era? Habían trazado una gran cruz sobre su rostro. Como si alguien la hubiera tachado.
¿Cómo había llegado esa foto...?
Mientras Grace seguía mirando, sintió una punzada en medio del pecho. No reconoció a ninguna de las tres mujeres. Los dos hombres se parecían bastante: misma estatura, mismo pelo, misma actitud. Al que estaba en el extremo izquierdo tampoco lo conocía.
Estaba segura, sin embargo, de que reconocía al otro hombre. O chico. No tenía edad suficiente para llamarlo hombre. ¿Tenía edad suficiente para alistarse en el ejército? Claro. ¿Tenía edad suficiente para llamarlo hombre? Estaba en medio, al lado de la rubia con el aspa en la cara...
Pero no podía ser. De entrada, tenía la cabeza vuelta. Una fina barba de adolescente le cubría buena parte de la cara...
¿Era su marido?
Grace se acercó más. Era, en el mejor de los casos, una foto de perfil. Ella no conoció a Jack tan joven. Su relación había empezado trece años antes en una playa de la Costa Azul, en el sur de Francia. Tras más de un año de operaciones y rehabilitación, Grace todavía no estaba del todo recuperada. Seguía con los dolores de cabeza y la pérdida de memoria. Cojeaba —como ahora— pero, agobiada por tanta publicidad y por la atención suscitada por aquella noche trágica, Grace había querido alejarse de todo durante un tiempo. Se matriculó en la Universidad de París para estudiar arte en serio. Fue en unas vacaciones, tumbada al sol en la Costa Azul, cuando conoció a Jack.
¿Seguro que era Jack?
Allí se le veía distinto, de eso no cabía duda. Tenía el pelo mucho más largo, y barba, aunque, a tan corta edad y con ese rostro de niño, todavía no le crecía demasiado poblada. Llevaba gafas. Pero había algo en la postura, la inclinación de la cabeza, la expresión.
Era su marido.
Miró rápidamente el resto de las fotos. Más carros, más manzanas, más brazos estirados. Vio una que le había sacado a Jack, la única vez que él le había dejado coger la cámara, con esa manía suya de controlarlo todo. Tenía los brazos tan estirados hacia arriba que se le había levantado la camisa y le quedaba el vientre al descubierto. Emma le había dicho: «¡Agh, qué asco!». Cosa que, por supuesto, indujo a Jack a levantarse más la camisa. Grace se rio. «¡A ver ese movimiento, cariño!», dijo entonces ella, y tomó la siguiente foto. Jack, para mayor tormento de Emma, obedeció y se contoneó.
—¿Mamá?
Grace se volvió.
—¿Qué pasa, Max?
—¿Puedo comer una barrita de cereales?
—Cojamos una para el coche —dijo ella, levantándose—. Tenemos que salir.
El Pelusilla no estaba en Photomat.
Max miró los marcos de fotos sobre distintos temas: «Feliz cumpleaños», «Te queremos, mamá», esas cosas. El hombre que estaba detrás del mostrador, deslumbrante con su corbata de poliéster, su protector del bolsillo para evitar las manchas de tinta de los bolígrafos y la camisa de manga corta lo bastante fina para transparentarse debajo la camiseta de cuello en pico, llevaba una placa que informaba a todo el mundo que él, Bruce, era el subdirector.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Busco al joven que estaba aquí hace un par de horas —contestó Grace.
—Josh ya se ha ido. ¿Puedo hacer algo por usted?
—He recogido un carrete antes de las tres...
—¿Sí?
Grace no sabía cómo decirlo.
—Había una foto que no se correspondía.
—Sintiéndolo mucho, no la entiendo.
—Una de las fotos. No la hice yo.
El hombre señaló a Max.
—Veo que tiene hijos pequeños.
—¿Perdón?
El subdirector Bruce se reacomodó las gafas sobre el puente de la nariz.
—Sencillamente me he permitido observar que tiene hijos pequeños. O al menos, uno.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—A veces un niño coge la cámara. Cuando el padre o la madre no mira. Saca una foto o dos. Y luego vuelve a dejar la cámara donde estaba.
—No, no es eso. Esta foto no tiene nada que ver con nosotros.
—Ya veo. Bueno, lamento las molestias. ¿Tiene todas las fotos que tomó?
—Creo que sí.
—¿No le falta ninguna?
—No lo he comprobado, pero creo que están todas.
El hombre abrió un cajón.
—Tenga, esto es un vale. El próximo carrete le saldrá gratis. Para fotos de siete por doce centímetros. Si las quiere de diez por quince, tendrá que pagar un pequeño recargo.
Grace hizo caso omiso de la mano tendida.
—El cartel en la puerta dice que revelan todas las fotos aquí mismo.
—Exacto. —Bruce dio unas palmadas a la gran máquina situada detrás de él—. Nos las hace la vieja Betsy.
—¿Mi carrete, pues, se reveló aquí?
—Claro.
Grace le dio el sobre de Photomat.
—¿Podría decirme quién reveló este carrete?
—Estoy seguro de que fue un error involuntario.
—No estoy diciendo eso. Solo quiero saber quién reveló mi carrete.
Miró el sobre.
—¿Puedo preguntarle por qué quiere saberlo?
—¿Fue Josh?
—Sí, pero...
—¿Por qué se ha ido?
—¿Perdón?
—He recogido las fotos poco antes de las tres. Cierran a las seis. Y son casi las cinco.
—¿Y?
—Me extraña que un turno acabe entre las tres y las seis en una tienda que cierra a las seis.
El subdirector se enderezó un poco.
—A Josh le ha surgido una urgencia familiar.
—¿Qué clase de urgencia?
—Mire, señora... —consultó el sobre—... Lawson, lamento el error y las molestias. Estoy seguro de que una foto de otro carrete se traspapeló entre las suyas. No recuerdo que haya pasado nunca, pero nadie es perfecto. Ah, espere.
—¿Qué pasa?
—¿Me permite ver la fotografía en cuestión, por favor?
Grace temió que quisiera quedársela.
—No la he traído —mintió.
—¿De qué era la foto?
—Un grupo de gente.
El hombre asintió.
—Ya veo. ¿Y esa gente estaba desnuda?
—¿Cómo? No. ¿Por qué lo pregunta?
—Está alterada. He supuesto que la foto la había ofendido por algo.
—No, no es eso. Solo necesito hablar con Josh. ¿Podría decirme su apellido o darme su número de teléfono?
—De ninguna manera. Pero estará aquí mañana a primera hora. Puede hablar con él entonces.
Grace decidió no protestar. Dio las gracias al hombre y se marchó. Tal vez era mejor así, pensó. Había ido hasta allí movida por un impulso. Debía tener eso en cuenta. Seguramente se había excedido en su reacción.
Jack volvería a casa al cabo de un par de horas. Se lo preguntaría entonces.
Le tocaba a Grace recoger a las niñas de la clase de natación. Eran cuatro, de ocho y nueve años, todas con una energía encantadora. Subieron al monovolumen, dos en el asiento de atrás y las otras dos en el de «atrás, atrás» de todo. Un remolino de risas y saludos acompañado del olor a pelo mojado, el suave aroma del cloro de la piscina y el chicle, el ruido de las mochilas al quitárselas, los chasquidos de los cinturones de seguridad al atárselos. Los niños no podían viajar delante —las nuevas normas de seguridad— pero a Grace, pese a la sensación de chófer o tal vez debido a ella, le gustaba llevar y traer a los niños. Estas hablaban con entera libertad en el coche; el conductor adulto bien podría no estar atento. Pero un padre o una madre podía enterarse de muchas cosas. Podía enterarse de quién molaba, quién no, quién era popular, quién no lo era, qué profesor era realmente guay y cuál no lo era en absoluto. Podía, si escuchaba con suficiente atención, descifrar qué lugar ocupaba un hijo en la jerarquía.
Por otra parte, era de lo más entretenido.
Como Jack saldría otra vez tarde del trabajo, cuando llegaron a casa Grace preparó rápidamente la cena para Max y Emma —hamburguesas vegetarianas (supuestamente más sanas, y si se les echaba ketchup, los niños no notaban la diferencia), buñuelos de carne y mazorcas de maíz congeladas. De postre, Grace peló dos naranjas. Emma hizo los deberes: una carga demasiado pesada para una niña de ocho años, pensó Grace. En cuanto dispuso de un momento, Grace recorrió el pasillo y encendió el ordenador.
Aunque a Grace no le interesase la fotografía digital, entendía la necesidad e incluso las ventajas de los gráficos por ordenador y de Internet. Tenía su propia página, donde exponía su obra y explicaba cómo comprarla, cómo encargar un retrato. Al principio le había parecido demasiado mercantil pero, como le recordó Farley, su agente, Miguel Ángel pintaba por dinero y por encargo. Igual que Leonardo da Vinci, Rafael y casi todo gran artista que ha conocido el mundo. ¿Quién era ella para ponerse por encima?
Grace escaneó sus tres fotos preferidas de la cosecha de la manzana para guardarlas y, más por capricho que por otra cosa, decidió escanear también la extraña foto. A continuación, fue a bañar a los niños. Primero le tocó a Emma. Justo cuando su hija salía de la bañera, Grace oyó la llave en la puerta de atrás.
—Hola —saludó Jack en un susurro—. ¿Hay por aquí alguna mona cachonda esperando a su semental?
—Los niños —dijo ella—. Los niños están despiertos.
—Ah.
—¿Nos acompañas?
Jack subió los peldaños de la escalera de dos en dos. La casa tembló con su peso. Era un hombre grande, uno ochenta y cinco de estatura, noventa y cinco kilos de peso. A Grace le encantaba su corpulencia cuando dormía a su lado, el movimiento de su pecho al respirar, el olor viril, el suave vello, la manera en que su brazo la rodeaba por la noche, la sensación no solo de intimidad sino también de seguridad. La hacía sentirse pequeña y protegida, y aunque tal vez no fuera políticamente correcto, le gustaba.
—Hola, papá —saludó Emma.
—¿Qué tal, gatita? ¿Cómo ha ido la escuela?
—Bien.
—¿Todavía te gusta ese tal Tony?
—¡Uf!
Satisfecho de la reacción, Jack besó a Grace en la mejilla. Max salió de su habitación, totalmente desnudo.
—¿Listo para el baño, muchachito? —preguntó Jack.
—Listo —contestó Max.
Chocaron las palmas. Jack cogió a Max en brazos mientras este se desternillaba de risa. Grace ayudó a Emma a ponerse el pijama. Le llegaban las risas de la bañera. Jack cantaba con Max una canción sobre una niña llamada Jenny Jenkins que no sabía de qué color vestirse. Jack decía un color y Max tenía que responder con una rima. En ese momento la letra explicaba que Jenny Jenkins no podía vestirse de amarillo porque parecería un «chiquillo». Y al instante los dos volvieron a reírse a carcajadas. Repetían más o menos las mismas rimas cada noche. Y cada noche se morían de risa.
Jack secó a Max, le puso el pijama y lo acostó. Le leyó dos capítulos de Charlie y la fábrica de chocolate. Max, absorto, no se perdía una sola palabra. Emma ya tenía edad para leer sola. Tendida en su cama, devoraba el último cuento de los huérfanos Baudelaire de Lemony Snicket. Grace se quedaba a dibujar con ella media hora. Era su hora del día preferida: cuando trabajaba en silencio en la misma habitación que su hija.
Cuando Jack acabó, Max le rogó que le leyera otra página. Jack se mantuvo firme. Era tarde, dijo. Max desistió a regañadientes. Conversaron un poco más sobre la inminente visita de Charlie a la fábrica de Willy Wonka. Grace los escuchaba.
Roald Dahl, coincidían sus dos hombres, era el no va más.
Jack atenuó la luz —tenían un regulador de intensidad porque a Max no le gustaba la oscuridad absoluta— y luego fue a la habitación de Emma. Se agachó para darle un beso de buenas noches. Emma, que era una auténtica niña de su papá, tendió los brazos, lo cogió por el cuello y se negó a soltarlo. Jack se derretía con la táctica que empleaba Emma cada noche para demostrar su afecto y aplazar la hora de irse a dormir.
—¿Alguna novedad en el diario? —preguntó Jack.
Emma asintió. Tenía la mochila junto a la cama. Metió la mano y sacó su diario de la escuela. Pasó las páginas y se lo dio a su padre.
—Estamos haciendo poesía —dijo Emma—. Hoy he empezado una.
—Qué bien. ¿Quieres leerla?
Emma estaba radiante. Jack también. Se aclaró la garganta y empezó a recitar:
Pelotita, pelotita,
¿por qué eres tan redonda?
Y tanto como botas,
te quedas monda y lironda.
Pelotita, pelotita,
¿por qué sales tan lanzada?
Cuando te golpean con fuerza,
¿acabas muy mareada?
Grace observó la escena desde la puerta. Últimamente Jack llegaba muy tarde. En general a Grace no le importaba. Los momentos de tranquilidad escaseaban cada vez más. Necesitaba ese solaz. La soledad, precursora del aburrimiento, es propicia para el proceso creativo. En eso consistía la meditación artística: en aburrirse hasta tal punto que por fuerza tenía que surgir la inspiración, aunque solo fuese para conservar la cordura. Un escritor amigo suyo le explicó una vez que la mejor cura para el bloqueo del escritor era leer una guía de teléfonos. Si uno se aburría lo suficiente, la Musa se vería obligada a abrirse paso incluso por las arterias más obstruidas.
Cuando Emma acabó, Jack se reclinó y exclamó:
—¡Vaya!
Emma puso la cara que acostumbraba cuando se enorgullecía de sí misma pero no quería que se le notara. Se mordió el labio inferior.
—Es el mejor poema que he oído en la vida —dijo Jack.
Emma se encogió de hombros y agachó la cabeza.
—Solo son las dos primeras estrofas.
—Pues son las dos mejores estrofas que he oído en mi vida.
—Mañana escribiré uno sobre hockey.
—Por cierto...
Emma se irguió.
—¿Qué?
Jack sonrió.
—He comprado entradas para ver a los Rangers en el Garden este sábado.
Emma, perteneciente al grupo de seguidoras del equipo de hockey, rival del grupo que idolatraba al último conjunto musical de chicos, dio un grito de alegría y tendió las manos para abrazarlo otra vez. Jack puso los ojos en blanco y lo aceptó. Hablaron del último partido del equipo y de sus posibilidades de ganar a los Minnesota Wild. Poco después Jack se liberó de su abrazo. Le dijo a su hija que la quería. Ella le respondió que también lo quería. Jack se dirigió a la puerta.
—Tengo que comer algo —susurró a Grace.
—Hay sobras de pollo en la nevera.
—¿Por qué no te pones algo más cómodo?
—La esperanza es lo último que se pierde.
Jack enarcó una ceja.
—¿Sigues temiendo no ser suficiente mujer para mí?
—Ah, por cierto, tengo que contarte algo.
—¿Qué?
—Algo sobre la cita de Cora de anoche.
—¿Interesante?
—Enseguida bajo.
Jack enarcó la otra ceja y bajó silbando. Grace esperó a que la respiración de Emma fuera más profunda antes de seguirlo. Apagó la luz y se quedó mirando un momento. Esa era función de Jack. Por las noches recorría los pasillos, insomne, vigilándolos en sus camas. A veces ella se despertaba en plena noche y se encontraba con el espacio a su lado vacío. Jack estaba junto a alguna de las puertas, con los ojos vidriosos. Ella se acercaba y él decía: «Los quiere uno tanto...». No necesitaba decir nada más. Ni siquiera necesitaba decir eso.
Jack no la oyó acercarse, y por alguna razón, una razón que Grace no desearía expresar con palabras, ella procuró no hacer ruido. Jack estaba de pie con la cabeza agachada, tenso, de espaldas a ella. Eso resultaba insólito. Por lo general, Jack era un hombre muy activo, en continuo movimiento. Al igual que Max, era incapaz de estar quieto. No paraba de moverse. Cuando se sentaba, le temblaba la pierna. Era pura energía.
Pero en ese momento mantenía la mirada fija en la encimera de la cocina —en la extraña fotografía concretamente—, inmóvil como una estatua.
—¿Jack?
Él se enderezó, sobresaltado.
—¿Y esto qué coño es?
Tenía el pelo, advirtió Grace, un poco más largo de lo debido.
—Dímelo tú.
Jack no contestó.
—Ese eres tú, ¿no? ¿El de la barba?
—¿Qué? No.
Ella lo miró. Él parpadeó y desvió la vista.
—Hoy he ido a recoger las fotos —explicó ella—. A Photomat.
Él no dijo nada. Ella se acercó.
—Esa foto estaba con las demás.
—Un momento. —Jack levantó la mirada repentinamente—. ¿Estaba con nuestras fotos?
—Sí.
—¿Qué fotos?
—Las que sacamos en el manzanar.
—Eso es absurdo.
Ella se encogió de hombros.
—¿Quiénes son las personas de la foto?
—¡Y yo qué sé!
—La rubia a tu lado —dijo Grace—. Con el aspa en la cara. ¿Quién es?
Sonó el móvil de Jack. Lo sacó como un pistolero que desenfunda su arma en un duelo. Murmuró un saludo, escuchó, tapó el micrófono con la mano y dijo: «Es Dan». El investigador con el que trabajaba en el Laboratorio Pentocol. Agachó la cabeza y se dirigió a la leonera.
Grace subió a su habitación. Empezó a prepararse para irse a la cama. Lo que había empezado como una ligera molestia se volvía más intenso, más persistente. Recordó los años que vivieron en Francia. Él nunca quiso hablar de su pasado. Tenía una familia rica y un fondo de fideicomiso, eso ella lo sabía, pero él no quería saber nada de ninguna de las dos cosas. Había una hermana, una abogada en Los Ángeles o San Diego. Su padre vivía pero era de edad muy avanzada. Grace deseaba saber más, pero Jack se negaba a dar más explicaciones, y ella, guiándose por una premonición, tampoco insistió.
Se enamoraron. Ella pintaba. Él trabajaba en un viñedo en Saint-Emilion, en Burdeos. Vivieron en Saint-Emilion hasta que Grace se quedó embarazada de Emma. Entonces algo despertó en ella el deseo de volver a casa, el deseo, por cursi que pudiera parecer, de criar a sus hijos en la tierra de los hombres libres y la patria de los valientes. Jack quería quedarse, pero Grace insistió. Ahora Grace se preguntaba por qué.
Pasó media hora. Grace se acostó y esperó. Al cabo de diez minutos, oyó el motor del coche. Grace miró por la ventana.
El monovolumen de Jack se alejaba.
A Jack le gustaba ir de compras por la noche, Grace lo sabía: ir al supermercado cuando había poca gente. De manera que no era raro que saliera así. Solo que, claro, no le había avisado ni le había preguntado si necesitaba algo.
Grace intentó llamarlo al móvil, pero le salió el buzón de voz. Se sentó y esperó. Nada. Intentó leer. Las palabras pasaban ante ella en una nebulosa carente de significado. Al cabo de dos horas, Grace intentó llamar otra vez al móvil. De nuevo el buzón de voz. Fue a ver a los niños. Dormían profundamente, ajenos a todo, y mejor así.
Cuando ya no pudo más, Grace bajó. Buscó en el paquete de fotos.
La extraña fotografía había desaparecido.
La mayoría de la gente consultaba los anuncios personales de Internet en busca de una cita. Eric Wu buscaba víctimas.
Tenía siete cuentas distintas con siete personalidades falsas: unas de hombres, otras de mujeres. Procuraba mantenerse en contacto por correo electrónico con unas seis «citas potenciales» por cada cuenta. Tres de las cuentas eran para anuncios heterosexuales de cualquier edad. Dos eran para solteros mayores de cincuenta años. Una era para gais. La última página reclutaba a lesbianas que querían un compromiso serio.
En circunstancias normales, Wu flirteaba por Internet con hasta cuarenta o incluso cincuenta de estos desesperados. Iba conociéndolos poco a poco. La mayoría se mostraban cautos, pero eso no le importaba. Eric Wu era un hombre paciente. Al final le proporcionaban suficiente información para saber si debía seguir con la relación o dejarlos ir.
Al principio solo trataba con mujeres. Partió de la teoría de que serían las víctimas más fáciles. Pero Eric Wu, que no obtenía la menor gratificación sexual con su trabajo, se dio cuenta de que estaba desaprovechando todo un mercado que no se preocuparía tanto por su seguridad en Internet. Un hombre, por ejemplo, no teme que lo violen. No teme que lo acosen. Un hombre es menos cauto, y eso lo vuelve más vulnerable.
Wu buscaba a solteros con pocos lazos. Si tenían hijos, no le servían. Si tenían familiares que vivían cerca, no le servían. Si tenían compañeros de habitación, trabajos importantes, demasiados amigos íntimos, lo mismo. Wu los quería solitarios, sí, pero también aislados, sin los numerosos lazos y vínculos que nos unen a algo situado por encima del individuo. Y en ese momento quería también a alguien que viviera cerca de la casa de los Lawson.
La víctima propicia fue Freddy Sykes.
Freddy Sykes trabajaba en una asesoría fiscal de Waldwick, Nueva Jersey. Contaba cuarenta y ocho años. Sus padres habían muerto. No tenía hermanos. Según sus flirteos en HombresBi.com, Freddy se había ocupado de su madre y no había tenido tiempo para una relación. Cuando ella murió dos años antes, Freddy heredó la casa en Ho-Ho-Kus, a apenas cinco kilómetros de la residencia de los Lawson. Su fotografía en Internet, una foto de carnet, sugería que Freddy tendía a obeso. Tenía el pelo negro como el betún, lacio, con la clásica raya al lado. La sonrisa parecía forzada, poco natural, como una mueca antes de una bofetada.
Freddy llevaba tres semanas flirteando por Internet con un tal Al Singer, un directivo jubilado de Exxon, de cincuenta y seis años, que tras veintidós de matrimonio había reconocido que le interesaba «experimentar». El personaje de Al Singer todavía quería a su mujer, pero ella no entendía su necesidad de estar con hombres y mujeres. A Al le interesaba viajar por Europa, comer bien y ver deportes por televisión. Para el personaje de Singer, Wu había usado una foto que había encontrado en un catálogo de la YMCA colgado en Internet. Su Al Singer era atlético pero no demasiado guapo. Un hombre demasiado atractivo podía despertar las sospechas de Freddy. Wu quería que se tragara la fantasía. Eso era lo más importante.
Los vecinos de Freddy Sykes eran casi todos familias jóvenes que no se fijaban en él. Su casa era igual a las demás de la manzana. Wu se quedó mirando cuando la puerta del garaje de Sykes se abrió electrónicamente. El garaje estaba adosado a la casa. Se podía entrar y salir del coche sin que lo vieran desde la calle. Perfecto.
Wu esperó diez minutos y después llamó al timbre.
—¿Quién es?
—Un paquete para el señor Sykes.
—¿De quién?
Freddy Sykes no había abierto la puerta. Eso era raro. Los hombres solían hacerlo. Eso también formaba parte de su vulnerabilidad, parte de la razón por la que eran una presa más fácil que las mujeres. Se sentían demasiado seguros de sí mismos. Wu vio la mirilla. Seguro que Sykes estaba escudriñando al coreano de veintiséis años con pantalones holgados y una constitución compacta, achaparrada. Quizá veía el pendiente de Wu y se lamentaba de cómo la juventud de hoy se mutilaba el cuerpo. O tal vez su complexión y el pendiente excitaban a Sykes. ¿Quién sabía?
—De Bombones Topfit —dijo Wu.
—No, me refiero a quién los envía.
Wu hizo ver que volvía a leer la nota.
—Un tal señor Singer.
Eso fue decisivo. Se oyó descorrerse el pestillo. Wu miró alrededor. Nadie. Freddy Sykes abrió la puerta con una sonrisa. Wu no vaciló. Formando una lanza con los dedos, se precipitó hacia la garganta de Sykes como un pájaro en busca de comida. Freddy se desplomó. Wu se movió a una velocidad que habría parecido imposible en un hombre de semejante corpulencia. Entró y cerró la puerta detrás de él.
Freddy Sykes, tumbado de espaldas, se llevó las manos al cuello. Intentó gritar, pero solo consiguió emitir leves sonidos, como si graznase. Wu se agachó y lo puso boca abajo. Freddy forcejeó. Wu levantó la camisa a su víctima. Freddy pataleó. Con sus dedos expertos, Wu recorrió la columna hasta que encontró el lugar exacto entre la cuarta y la quinta vértebra. Freddy seguía pataleando. Empleando el índice y el pulgar como bayonetas, Wu clavó los dedos en el hueso, casi rasgando la piel.
Freddy se puso rígido.
Wu presionó un poco más y dislocó las facetas auriculares. Hundiendo los dedos cada vez más entre las dos vértebras, apretó con fuerza y tiró. En la columna de Freddy, algo se partió como una cuerda de guitarra.
Cesó el pataleo.
Cesó todo movimiento.
Pero Freddy Sykes estaba vivo. De eso se trataba. Eso era lo que Wu quería. Antes los mataba de inmediato, pero ahora sabía que no le convenía. Vivo, Freddy podía llamar a su jefe y decirle que se tomaba unos días de fiesta. Vivo, podía darle su contraseña si Wu quería sacar dinero del cajero. Vivo, podía responder a los mensajes si alguien llamaba.
Y vivo, Wu no tendría que preocuparse por el olor.
Wu amordazó a Freddy y lo dejó desnudo en la bañera. La presión en la columna había desplazado las facetas auriculares. Al dislocarse las vértebras, la médula espinal se había contusionado en lugar de partirse. Wu comprobó el resultado de su trabajo. Freddy no podía mover las piernas en absoluto. Quizá le respondiesen los deltoides, pero no las manos ni la parte inferior del brazo. Y lo más importante era que podía respirar.
A efectos prácticos, Freddy Sykes estaba paralizado.
Si tenía a Sykes en la bañera, le era más fácil limpiar la suciedad. Freddy tenía los ojos un poco demasiado abiertos. Wu ya había visto esa mirada: más allá del terror pero sin llegar a la muerte, un vacío situado en ese terrible vértice entre lo uno y lo otro.
Obviamente no era necesario atarlo.
Wu se quedó sentado a oscuras y esperó a que anocheciera. Cerró los ojos y dejó que su mente retrocediera en el tiempo. En Rangún había cárceles donde estudiaban las fracturas de la espina dorsal después de los ahorcamientos. Aprendían dónde debían poner el nudo, dónde aplicar la fuerza, cuáles eran los efectos de cada posible colocación. En Corea del Norte, en la cárcel de presos políticos que había sido el hogar de Wu desde los trece hasta los dieciocho años, llevaban esos experimentos un poco más lejos. A los enemigos del Estado los mataban de maneras creativas. Wu había eliminado a muchos solo con sus manos. Se las había endurecido a fuerza de golpear piedras con los puños. Había estudiado la anatomía del cuerpo humano de una manera que envidiarían muchos estudiantes de medicina. Había hecho prácticas con seres humanos, perfeccionado las técnicas.
El punto exacto entre la cuarta y la quinta vértebra. Esa era la clave. Un poco más arriba y la víctima quedaba paralizada por completo, lo que le provocaba la muerte en poco tiempo, ya que, además de brazos y piernas, perdían sus funciones también los órganos internos. Un poco más abajo y solo afectaba a las piernas. Los brazos seguían moviéndose. Y si presionaba demasiado, se partía la columna por completo. Era un ejercicio de precisión. Consistía en encontrar la justa medida. Se reducía a una cuestión de práctica.
Wu encendió el ordenador de Freddy. Quería mantenerse en contacto con los demás solteros de su lista, porque nunca sabía cuándo necesitaría un lugar nuevo para vivir. Cuando acabó, se permitió dormir. Al cabo de tres horas despertó y fue a comprobar cómo seguía Freddy. Tenía los ojos más vidriosos, fijos en el techo, y parpadeaba con la mirada vacía.
Cuando el contacto de Wu lo llamó al móvil, eran casi las diez de la noche.
—¿Ya te has instalado? —le preguntó.
—Sí.
—Ha surgido una complicación.
Wu esperó.
—Tenemos que acelerar un poco las cosas. ¿Te supone algún problema?
—No.
—Hay que llevarlo ahora.