Su alma gemela - Nikki Logan - E-Book
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Su alma gemela E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

Aquel rechazo fue el comienzo de su vida Cuando su novio la rechazó en la radio, Georgia Stone tuvo que aprender a sobrevivir a la soltería. Por desgracia, y debido a una cláusula en su contrato, debía hacerlo bajo la atenta mirada de su serio productor radiofónico, Zander Rush. Este le propuso hacer el proyecto el Año de Georgia, donde ella pudiera llevar a cabo todo lo que no había probado y recuperarse de ese revés emocional. Georgia descubrió entonces su gusto por la aventura. Y la mayor de todas era su coqueteo con el enigmático Zander. ¡Pero el desafío más aterrador era reconocer que estaba preparada para algo más que una aventura!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Nikki Logan. Todos los derechos reservados.

SU ALMA GEMELA, N.º 2528 - octubre 2013

Título original: How to Get Over Your Ex

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3841-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Día de San Valentín, 2012

«Cerraos. Por favor, cerraos».

Una docena de ojos curiosos siguió a Georgia Stone al elegante ascensor de Radio EROS sin tratar de ocultar el interés que despertaba.

Y mientras esperaba una eternidad que las puertas se cerraran, pensó: «Y No Llores».

Todavía no.

El embotamiento de la conmoción empezaba a disiparse con rapidez, dejando una estela de profundo y poderoso dolor. Y humillación. Había logrado darles las gracias a los desconcertados locutores antes de abandonar el estudio, sabiendo que los programas de la emisora de radio se retransmitían por un sistema de altavoces por cada oficina de cada planta.

De ahí las miradas mal disimuladas.

Todo el edificio estaba al corriente de lo que acababa de sucederle. Y la única culpable era ella. La famosa declaración de San Valentín del Año Bisiesto había terminado espectacular, horrible y públicamente mal.

Ella había pedido. Daniel había declinado.

Con la máxima cortesía que pudo mostrar en esas circunstancias, la pregunta susurrada, «¿Es una broma, George?», seguía siendo un «no», sin importar cómo se analizara. Y por si no hubiera entendido el mensaje, él se lo había deletreado:

«Nuestro objetivo no era el matrimonio. Creía que ya lo sabías...».

La verdad era que no, ya que de lo contrario no se lo habría pedido.

«Es lo que hizo que todo lo nuestro fuera tan perfecto...».

¿Perfecto? Había sabido que flotaban lenta y apaciblemente en una especie de estanque, pero incluso flotando se terminaba por llegar a alguna parte. Era evidente que no.

Justo cuando las puertas cromadas del ascensor comenzaban a cerrarse, una voz gritó:

–¡Un momento!

No se movió. Le dio un vuelco el estómago. Cuando estaban casi completamente cerradas...

Una mano se deslizó entre el resquicio que quedaba entre ambas e invirtió la dirección en la que se deslizaban. Volvieron a abrirse.

–No has debido de oírme –dijo el hombre de pelo oscuro con labios tensos.

Le dedicó una breve y seca mirada. Giró hasta quedar de espaldas a ella, dejando que en esa ocasión las puertas al fin se cerraran, y le ofreció una vista fabulosa de la parte de atrás de su traje caro.

Después ella contempló las luces que descendían despacio hacia la «B» de la planta baja. Luego a la que había debajo, «S»... la que él había apretado.

–Perdona... –carraspeó para eliminar la tensión de su garganta. Él giró la cabeza y la miró–. ¿Se puede llegar a la calle desde la S?

La estudió sin preguntarle a qué se refería.

–El sótano tiene unas puertas con control electrónico.

Ahí se desvanecían sus esperanzas de conseguir una huida sutil. Daba la impresión de que el universo entero quería que pagara por el desastre de ese día.

No le quedaba otra alternativa que un vestíbulo atestado.

Asintió.

–Gracias.

–Yo saldré por el sótano –indicó él sin volverse otra vez–. Si quieres, puedes escabullirte detrás de mí.

«Escabullirse». Se preguntó si sería una figura retórica o si sabría lo sucedido.

–Gracias. Sí, por favor.

Un instante más tarde, él se volvió a girar.

–Sitúate detrás de mí.

Lo miró con ojos encendidos.

–¿Qué?

–Las puertas van a abrirse primero en el vestíbulo. Estará lleno de gente. Yo puedo ocultarte.

De pronto, la vanguardia del pequeño ejército de lágrimas que aguardaba una oportunidad para salir, quiso hacerlo. Intentó contenerlas con un supremo esfuerzo.

Amabilidad. Eso significaba que lo sabía.

Pero como jugaba a fingir lo contrario, se dijo que también ella podía hacerlo. Fue hacia su izquierda en el momento en que las puertas se abrían al vestíbulo de la emisora. El ascensor se llenó de luz y ruido, pero ella permaneció anónima y protegida detrás del desconocido, ese cuerpo grande tan bueno como una puerta cerrada. Suspiró... Intimidad y alguien que la protegiera... sospechaba que eran dos cosas que acababa de erradicar de su vida para siempre.

–Señor Rush... –dijo alguien en el vestíbulo.

El hombre grande simplemente asintió.

–Alice. ¿Bajas?

–No, subo.

–No tardaré mucho –se encogió de hombros.

Y las puertas se cerraron, volviendo a dejarlos solos. Georgia hundió los hombros y se secó una solitaria lágrima que le había caído por la mejilla. Él no se giró. Únicamente tardaron un momento en llegar al sótano. Él salió del habitáculo en cuanto las puertas se abrieron y echó el brazo hacia atrás con el fin de impedir que se cerraran. El aire frío del exterior la golpeó de inmediato.

–Gracias –repitió, saliendo al oscuro aparcamiento. Se había dejado el abrigo arriba sobre el respaldo de una silla del estudio, pero preferiría helarse antes que volver a entrar en ese edificio.

Él no volvió a establecer contacto visual. Ni a sonreír.

–Espera junto a la puerta –fue lo único que dijo antes de dirigirse a un Jaguar negro.

Ella fue en línea recta hacia la salida. La alcanzó unos momentos antes que el coche de lujo.

Debió de activarla desde el interior del vehículo, ya que la enorme puerta de enrejado metálico comenzó a deslizarse hacia ella mientras él adelantaba el coche, bajaba la ventanilla y miraba a través del asiento vacío del acompañante.

Georgia se inclinó. Uno de los dos necesitaba decir algo y bien podía ser ella.

–Gracias otra vez.

Él se puso unas gafas de sol.

–Buena suerte –dijo antes de cruzar la puerta que aún seguía abriéndose.

Lo siguió con la vista.

Parecía una forma rara de despedirse, pero quizá supiera algo que ella desconocía.

Tal vez sabía lo mucho que iba a necesitar esa suerte.

Había sido el trayecto en ascensor más largo de la vida de Zander. Atrapado en dos metros cuadrados de acero reforzado con una mujer que sollozaba. Pero no por fuera, sino por dentro, donde el dolor era tangible.

Lo había golpeado nada más entrar en el ascensor, cuando ya era demasiado tarde para retroceder y dejar que bajara sin él. No sin hacer que se sintiera peor.

Sabía quién era esa mujer. Pero no lo había sabido al correr hacia las puertas que se cerraban. Se había lanzado hacia la central de la emisora antes de que le gritaran que se presentara allí. Nunca quería que alguien situado más alto que él en la cadena alimentaria lo encontrara sentado a la espera de que lo llamara. No les daría ni esa satisfacción ni ese poder.

Cuando terminó de atravesar Londres ya había encontrado una solución para esa chapuza en directo, convirtiendo en positivo algo negativo. El tipo de problemas que era famoso por arreglar y por el que lo contrataban.

Suspiró y cruzó un semáforo en ámbar para seguir en movimiento y no tener que pararse. Nadie había esperado que ese tipo dijera que no. ¿Quién daba una negativa a una proposición matrimonial en vivo y en la radio? En directo se aceptaba, y luego, en la intimidad, se daba marcha atrás si no era lo que se deseaba. Era lo que haría el noventa y cinco por ciento de los londinenses.

Al parecer, ese sujeto era el Señor Cinco Por Ciento.

Aunque... ¿quién pedía en matrimonio a un hombre en un programa en directo de la radio si no estaba segura previamente de la respuesta que iba a recibir? ¿O había creído estarlo? No sería la primera persona a la que la realidad le demostraba que se equivocaba.

La empatía hizo que apretara el volante con fuerza. ¿Quién era él para tirar piedras?

Sin embargo, su humillación se había visto limitada a su familia y amigos.

Solo doscientos de los más íntimos de Lara y suyos.

La de Georgia Stone se extendería ese día por toda la ciudad y al siguiente por el mundo.

Pisó el freno a medida que el tráfico se detenía a su alrededor y contuvo el impulso de tocar la bocina.

No era que se imaginara que una chica como esa sufriría mucho tiempo. Alta, pálida y bonita, con el oscuro cabello corto y ondulado. Se había vestido casi de etiqueta para la declaración, un toque dulce e inesperado en el mundo informal de la radio. La mitad del personal iría a trabajar en pijama si dispusiera de dicha opción. Pero para el gran momento, Georgia Stone se había puesto un sencillo vestido de un rosa claro y finos tirantes en los hombros... casi un vestido nupcial en sí mismo si alguien quisiera casarse en una playa de Barbados. Demasiado ligero para febrero, lo que demostraba que las proposiciones públicas no eran lo único en lo que la bonita señorita Stone no reflexionaba demasiado.

O quizá estaba buscando excusas para convencerse de que nada de eso era culpa suya.

Él le había dado el visto bueno a esa promoción de San Valentín. Tan atractiva para el tipo de oyentes de EROS.

Lo que había hecho que el descenso en el ascensor resultara tan doloroso.

A pesar de que se le estaba rompiendo el corazón, ella había mantenido esa cortesía asombrada.

«Gracias».

Se lo había dicho cuatro veces en apenas dos minutos, como si fuera alguien que la estaba ayudando en vez de ser el sujeto que la había puesto en esa situación. Ella había firmado el contrato que él le había presentado. Se había expuesto a la humillación por la promoción de su radio.

A pesar de que le acababan de destrozar la vida, le había dado las gracias.

Una mujer bien educada. Joven... como mínimo debía de sacarle unos quince años, aunque era difícil saberlo. Activó la telefonía por voz.

–Llama a la oficina –le dijo al coche.

Esperó unos momentos.

–EROS, Sede de Gran Música, despacho del señor Rush. Soy Casey, ¿en qué puedo ayudarlo?

Dios, tenía que decirle que abreviara ese saludo.

–Soy yo –anunció en el vehículo vacío–. Necesito que saques el contrato de la chica de San Valentín.

–Un segundo –murmuró su ayudante–. Ya lo tengo. ¿Qué necesitas, Zander?

–¿Edad? –el silencio le indicó que ojeaba el documento.

–Veintiocho.

O sea, que únicamente le sacaba nueve años. Lo que indicaba que tenía una piel extraordinaria. Como mucho, le habría echado veintidós o veintitrés años.

–¿Duración del contrato?

Hubo otra breve pausa.

–Doce meses. Concluye con un seguimiento el próximo catorce de febrero.

Doce meses de sus vidas. Se suponía que eso incluía la fiesta de compromiso, la boda completamente pagada, la luna de miel. Todo a cargo de EROS. Esa era la zanahoria de las cincuenta mil libras. ¿Por qué otro motivo alguien querría hacer público el momento más íntimo y especial de una vida?

La zanahoria resultaba barata en términos de emisión internacional debido a la cobertura global que sospechaba que tendría esa promoción. Incluso en ese momento, cuando era probable que se hubiera convertido en un virus, atraería oyentes, estos atraerían publicidad y, esta, ingresos.

Salvo que el seguimiento en doce meses sería un mal ejemplo de radio. Su mente fue directamente al eslabón más débil.

–Casey, ¿puedes mandarme ese contrato a mi móvil y luego llamar a la ayudante de Rod para comunicarle que llegaré en una media hora?

–Sí, señor.

Cortó sin despedirse. La vida era demasiado corta para eso.

Un año era mucho tiempo para crear contenido, pero si jugaban bien sus cartas, podrían salvar algo que durara más que unos pocos días. Aún esperaba que EROS se beneficiara de esa cobertura viral, pero el contrato también los vinculaba a ellos durante el próximo año.

Dedicó la segunda mitad del trayecto a formular un plan. Tanto se concentró que al entrar en el cuartel general de su cadena ya lo tenía trazado. Les permitiría avanzar y rescatar parte del desastre de ese día.

–Zander... –murmuró la ayudante de Rod cuando pasó delante de ella de camino al despacho de su jefe. Él se detuvo y se volvió–. Está con Nigel.

Nigel Westerly. El propietario de la cadena. No era una buena señal.

–Gracias, Claire.

De pronto su plan de salvación no le pareció tan sólido. Nigel Westerly no había amasado una de las fortunas más grandes del país por ser manipulable. Era duro e implacable.

Irguió la espalda.

Bueno, si tenían que despedirlo, prefería que lo hiciera uno de los hombres que más admiraba de Inglaterra. Desde luego, no iba a deprimirse ni a preguntarse cuándo caería el hacha. Con elegancia empujó las puertas dobles del despacho de su director y se anunció.

–Caballeros...

Capítulo 2

Todo el edificio National Trust era tan brillante y... optimista. Agradeció que su pequeño laboratorio de rayos X tuviera luz regulable. En ese momento estaba tenue y como en penumbra, dando la impresión de que no se encontraba allí, aunque no fuera cierto.

El día después de San Valentín había llamado para informar de que se hallaba indispuesta y que no iría, pero luego había vuelto al trabajo de puntillas, siendo el jueves y el viernes una experiencia dura, con sonrisas de cuidada neutralidad de parte de sus compañeros. También había sido el día en que había enviado al departamento de plantas carnívoras de Kew un necesario y tardío correo electrónico.

Muy breve:

Lo siento muchísimo, Daniel. Te echaré de menos.

Sabía que habían terminado. Aunque Dan no hubiera coincidido en ello, algo que sí había hecho una vez que se había calmado lo suficiente como para volver a hablar con ella, no habría podido pasar otro momento en una relación que solo daba vueltas en un lento e interminable círculo vicioso. Lo positivo era que también significaba que no tenía que explicar algo que ella misma apenas entendía... al menos no durante una temporada. Con el tiempo vería a Dan, se disculparía en persona y recogería las pocas cosas que tenía en la casa de él. Pero de ese modo los dos acababan con la tristeza del momento.

Una eutanasia afectiva.

Salvo por el intenso interés público.

En ese momento era sábado por la tarde. Y el trabajo era un sitio tan bueno como cualquiera para esconderse de todos esos mensajes y correos electrónicos de amigos y familiares asombrados. Quizá mejor, ya que apenas había personal y ella trabajaba sola en su laboratorio, detrás de dos barreras de seguridad. Aunque no tenía una jauría de paparazzi detrás de ella, unos días después aún había el suficiente interés como para que se hablara del tema. No se atrevía a comprobar sus cuentas sociales, ni a escuchar la radio ni leer el periódico por si la Chica de San Valentín seguía siendo el tema principal.

Muchos se preguntaban si no se había dado cuenta de la estupidez que había cometido.

Se hacía una buena idea. Pero había creído que él diría que sí, de lo contrario no se lo habría pedido. Resultó que la información privilegiada de la que disponía había sido tan fiable como la de un jugador arruinado para un caballo ganador en el hipódromo.

«¿Por qué hacerlo en público?», habían clamado sus detractores.

Porque había despertado la mañana después de la sorprendente declaración de Kelly de que su hermano estaba listo para más y en la emisora de radio que había puesto mientras se lavaba los dientes únicamente se hablaba de la promoción del año bisiesto. Y así había seguido durante todo el día en el trabajo.

Era como si el universo le gritara que metiera su nombre en el sombrero.

Se frotó las sienes palpitantes.

«El nombre de los dos».

También Dan estaba metido hasta el cuello, pero como no pensaba delatar a su mejor amiga, por el bien de él y de la única hermana que tenía, seguía debatiéndose con la respuesta que les daría a esos ojos penetrantes cuando estuvieran cara a cara y Dan le preguntara: «¿Por qué, George?».

Después de escribir el informe en el ordenador, retiró la pequeña muestra del irradiador, volvió a sellarla según los patrones de cuarentena y lo depositó en la unidad de almacenamiento. Luego sacó la siguiente.

En el banco había veinticinco mil especies de semillas y alguien tenía que probarlas en busca de viabilidad. Por fortuna para el National Trust ella disponía de semanas, incluso meses, en los que tendría que ocultarse. Parecían los beneficiarios inmediatos de sus fines de semana y noches en el exilio.

Al otro lado de su mesa, sonó el teléfono.

–Georgia Stone –contestó antes de recordar qué día era. ¿Por qué alguien la llamaba un fin de semana?

–Señorita Stone, soy Tyrone, de seguridad. Tiene una visita.

–No espero a nadie. Si no le habría dejado su nombre.

–Es lo que le dije, pero insiste.

Se preguntó si sería Daniel. De inmediato la invadió la culpabilidad de no haber tenido el valor de verlo todavía en persona.

–¿Quién... quién es? –aventuró.

Hubo una pausa.

–Alekzander Rush. Dice que con K y con Z.

Como si eso aclarara algo; aunque algunas neuronas enterradas en su cerebro comenzaron a activarse.

–Afirma que no es un periodista –Tyrone sonó irritado por verse obligado a desempeñar el papel de intérprete.

–Muy bien, déjelo pasar. Lo veré en el centro de visitantes. Gracias, Tyrone –añadió antes de colgar.

Tardó unos siete minutos en terminar lo que estaba haciendo, desinfectarse y atravesar tres edificios hacia el centro de visitantes. Se hallaba lleno de turistas de Wakehurst que comprobaban el trabajo realizado por su departamento mientras recorrían el edificio principal y los jardines.

Miró alrededor y lo vio. Alto, moreno y vestido con estilo informal, con algo doblado sobre el brazo. El hombre del ascensor de la emisora de radio. Posiblemente, la última persona del mundo a la que esperaba ver. Sintió curiosidad por el motivo que lo habría llevado a buscarla. Se acercó a su lado mientras inspeccionaba uno de los expositores públicos y leía las etiquetas.

–Alekzander con K y Z, supongo.

Él se volvió y mostró cierta sorpresa al verla con la bata blanca del laboratorio y unos vaqueros.

–Zander –dijo, alargando la mano libre–. Zander Rush. Director de emisora para Radio EROS.

La mano que estrechó era cálida, fuerte y segura, todo lo opuesto a la suya.

Él alzó el otro brazo con algo familiar y de color beige.

–Te dejaste el abrigo en el estudio.

¿El director de una de las principales emisoras de radio de Londres conducía cincuenta kilómetros para llevarle el abrigo? No se lo creía.

–Me pareció un precio pequeño que pagar por largarme de allí –comentó. No se había permitido pensar en el documento firmado con el membrete de la emisora que en ese momento estaba en el escritorio de su casa, pero era evidente que en ese instante ambos lo hacían.

–¿Hay algún lugar más privado en el que podamos hablar?

–¿Tienes más que decir? –preguntó ella, pensando que valía la pena intentarlo.

–Sí –Zander miró a la gente que los rodeaba–. No tardaré mucho.

–Estamos en un edificio con medidas de seguridad. No puedo llevarte dentro. Demos un paseo.

Se puso el abrigo y juntos atravesaron las enormes puertas del centro de visitas.

–A la parte de atrás –indicó ella de forma escueta.

Con su tarjeta de identificación obtuvo acceso a la entrada trasera que daba al bosque Bethlehem. Lo más privado que conseguirían un sábado. Cualquier otra persona podría haberse mostrado aprensiva por entrar en un bosque aislado con un desconocido, pero lo único que veía Georgia era la forma fuerte y firme de la espalda de él cuando la protegió en el ascensor de los ojos curiosos en el momento en que su mundo se había desmoronado.

No había ido a hacerle daño.

–¿Cómo me has encontrado? –le preguntó.

–El teléfono de tu trabajo figuraba entre los otros contactos en nuestros archivos. Llamé ayer y supe dónde estaba.

–Te has arriesgado al venir hasta aquí un sábado.

–Primero he ido a tu apartamento. No estabas allí.

¿De modo que había realizado todo ese trayecto sin la certeza de encontrarla? Desde luego, se estaba tomando demasiadas molestias para verla.

–¿No habría bastado una llamada telefónica?

–Te dejé tres mensajes.

–Sí, yo... –¿qué podía decir que no sonara patético? Nada–. He empezado por los primeros y aún no he llegado a los últimos.

Él gruñó.

–Me imaginé que el enfoque personal daría mejores resultados.

–¿Qué puedo hacer por ti? –inquirió ella. La paciencia no era una de sus virtudes.

La miró de reojo.

–En todo caso, ¿cómo estás?

Qué pregunta. Rechazada. Humillada. En boca de ocho millones de desconocidos.

–Bien. Nunca he estado mejor.

–Ese es el espíritu –Zander sonrió.

Georgia se detuvo. No había salido al bosque para mantener una charla superficial con un extraño.

–Lamento ser tan directa, pero... ¿qué quieres?